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Salomé decapitada: Delmira Agustini y la estética finisecular de la fragmentación

Tina F. Escaja



Por eso canta, hasta exhalar el alma en una queja.


Madame Pompadour1                


Now, for the first time, the god lifts his hand. The fragments join in me with their own music.


Muriel Rukeyser, The Poem as Mask2                






Delmira Agustini (Uruguay 1886-1914) participa de la fascinación modernista por las imágenes de desmembramiento y de decapitación. La inserción del sujeto femenino en sus textos enriquece, al tiempo que cuestiona, las metáforas finiseculares de fragmentación, entre las que destaca la revisión de los mitos de Orfeo y de Salomé.

La figura de Orfeo aparece de forma implícita en la poética de Agustini aludiendo a dos vertientes del mito. Por una parte, atiende a su valor iniciático que conecta con los misterios órficos basados en las presuntas revelaciones del divino poeta tras su regreso de los infiernos. Por otra, cuestiona el episodio de Orfeo desmembrado por las bacantes al negarles el poeta su voz y/o su sexualidad3. La hablante en los textos de Agustini revisa la presentación tradicional al adoptar alternativamente las imágenes de fragmento del cuerpo, indicadoras de la totalidad por sinécdoque (como la cabeza), y también de contención vaginal o cáliz, metáfora del deseo de creación (como las manos). El valor final de autoconstrucción por la imaginación creadora culmina en un poema como «Lo inefable», donde la figura de Orfeo revierte en el mito de Salomé.

En el presente estudio pretendo detenerme en la utilización de lo que denomino discurso órfico en la estética de Delmira Agustini, discurso que domina la compilación Los cálices vacíos (1913) (CV), en la que apareció reeditado el segundo libro de Agustini, Cantos de la mañana (1910) (CM), una selección del primer poemario, El libro blanco (Frágil) (1907) (LB), además de la serie de poemas nuevos homónima del libro, «Los cálices vacíos» («CV»). El registro «órfico» presente en CV contrasta con el «discurso ofélico» que dominaba la primera producción de Agustini, El libro blanco (Frágil), en el cual se incidía en metáforas de fragilidad que aludían, al tiempo que cuestionaban, la figura yacente y frágil de Ofelia. Por su parte, la incidencia en los valores de iniciación y desmembramiento alusivos a Orfeo destacan en la última compilación publicada en vida de la autora, Los cálices vacíos. La retórica del silencio que el discurso órfico implica será asimismo cuestionada dada la voz y la sexualidad que inserta la autora uruguaya en sus textos. En último término, los diversos niveles de revisión de la tradición canónica que plantean los escritos de la uruguaya permiten legitimar a Delmira Agustini como poeta y como mujer en las postrimerías de la modernidad.


Orfeo desmembrado: Estatuas. Estética del silencio. Orfeo como mito de iniciación

El mito de Orfeo aparece de forma implícita en una serie de imágenes recurrentes en la estética de Delmira Agustini. Entre los recursos asociables a Orfeo destaca la imagen de la estatua, figura que contiene en su presentación clásica los valores del Ideal y lo sobrehumano propios también del divino poeta. La sobrehumanidad de Orfeo se advierte en la condición divina del poeta y músico capaz de poner en suspenso con su lira la naturaleza y la ordenación cósmica (Grimal 391-392).

En contraste con ese valor sobrehumano, la simbología de la estatua implica cierta «inhumanidad» o rechazo de la naturaleza de la que la figura escultórica se pretende, en principio, representación. La persistencia en el silencio inherente a la estatua puede interpretarse como consecuencia de tal rechazo. Esa actitud es análoga a la persistente mudez del divino Orfeo tras su regreso de los infiernos, silencio que provocará, según la lectura de Issab Hassan, su despedazamiento por parte de las mujeres bacantes, representantes de Dionisos y de la Naturaleza4. No obstante, las estatuas de Delmira trascienden el rechazo órfico mediante alusiones a un potencial sobrehumano capaz de relación carnal con la hablante, quien, en último término, construye al Ideal de piedra.

En los textos de Agustini, «el amante ideal, el esculpido» («El surtidor de oro», «CV», 5), es susceptible, como la página en blanco, de contener la totalidad desde su condición de «crisálida de piedra / De yo no sé qué formidable raza» («Plegaria», «CV» 3-4)5. Por ser imagen de lo absoluto, la estatua pretende aludir a lo «impresentable» a través de la formulación negativa: «[las estatuas] Dan la ceniza negra del Silencio»; «¡Nunca ven nada por mirar tan lejos!» («Plegaria», 7, 32). Esta presentación negativa apunta a la estética kantiana de lo Sublime por la cual el artista se siente capaz de concebir lo absoluto pero incapaz de representarlo (Lyotard 19). Las estatuas de Delmira responden a esa contradicción que informa el arte moderno y que la poesía de la uruguaya resuelve, entre otras estrategias, mediante la citada «vía negativa» que conecta con la experiencia mística6. No obstante, el presunto misticismo de Delmira, apuntado con frecuencia por la crítica, aparece igualmente trascendido por la explícita imaginería sexual que literaliza el componente carnal propio del misticismo.

La asociación entre la estatua y la experiencia mística se ejemplifica en un poema como «A una cruz. Ex voto» (CM, 166-167), donde se reiteran las formulaciones negativas frecuentes en el misticismo: «El límpido silencio se creería / La voz de Dios que se explicara al Mundo!» (20-21). Asimismo, la Cruz se presenta en el poema como entidad suprema asociable al amante esculpido, escultura que, al mismo tiempo, esculpe o genera al «yo» poético. Según esto, la Cruz o Ideal es capaz de revelar, de forma recíproca, el potencial de estatua inherente a la hablante: «¡Y del mármol hostil de mi escultura / Brotó un sereno manantial del llanto!...»; «Y a ese primer llanto: mi alma, una / Suprema estatua, triste sin dolor» (30-31, 36-37). Por último, la imagen de la Cruz alegoriza el poema esculpido por el cincel de Delmira Agustini, con lo que la autoconstrucción de la hablante en el poema revierte en la legitimación final de la propia autora.

Las imágenes complementarias apuntadas de silencio elocuente y ceguera visionaria asociadas a la estatua, imágenes de las que participa la propia hablante en los textos de Agustini, convergen una vez más en la lectura órfica:


Ven, tú, el poeta abrumador, que pulsas
La lira del silencio: la más rara!
La de las largas vibraciones mudas [...]
Ven, acércate a mí, que en mis pupilas
Se hundan las tuyas en tenaz mirada,
Vislumbre en ellas, el sublime enigma
Del más allá, que espanta...


(«Misterio: Ven...», LB, 13-15, 19-22)                


Según concluye el teórico de la postmodernidad Issab Hassan, los poetas contemporáneos se distinguen por asumir la postura órfica, esto es, por cantar en una lira sin cuerdas («Lyre Without Strings»). La estética del silencio parece anticiparse en la propuesta (post)modernista de Delmira Agustini si bien la autora complica los postulados del silencio que Issab Hassan vincula al mito de Orfeo, ya desde la sexualización del objeto órfico aparente en los versos apuntados. Pero muchos otros aspectos del mito de Orfeo resultan susceptibles de cuestionamiento, ampliando las posibilidades propuestas por Hassan. Un recorrido revisionista a los valores atribuidos a la muerte de Orfeo permitirá comprender las instancias canónicas en que se inserta la imaginación misoginista finisecular, canon que determina el contexto en que escribe y al que inscriben Delmira Agustini.

Según Ihab Hassan, el desmembramiento de Orfeo se produce como consecuencia de la obstinación del poeta en permanecer en silencio, esto es, de su rechazo a la mediación de Apolo, de quien Orfeo es oficiante. El silencio del poeta simboliza su voluntad racional en oposición con la naturaleza salvaje representada por las mujeres bacantes. Sin embargo, las bacantes están respondiendo también a la mediación del dios contrapunto de la dicotomía: Dionisos.

Los grados de «suspensión» o silencio se multiplican entonces. En primer lugar, la naturaleza queda en suspenso cuando Orfeo canta, pero también la razón del divino poeta se anula o suspende cuando canta dada la mediación que Apolo ejerce sobre Orfeo: «Seized by the god, he speaks in no voice of his own; possessed, he loses his self-possession» (Hassan, 5). Por su parte, la conciencia de las bacantes está asimismo intervenida por el dios de la intoxicación, Dionisos. Al mismo tiempo, al participar de la Naturaleza, las bacantes quedan cautivadas por la voz de Orfeo, y en el encanto se insinúa una suspensión identificable con la experiencia del orgasmo, erotizando entonces al representante de Apolo, dios de la razón.

Por otra parte, si Dionisos instiga implícitamente a desmembrar a Orfeo, las bacantes aparecen metafóricamente desmembradas también al ser instigadas a la dislocación del baile báquico (Ostriker, 212). La actitud de las bacantes responde, en definitiva, a construcciones de la imaginación masculina, y como tales construcciones reflejan el deseo simbólico del hombre de ser desmembrado, esto es, el deseo de integrarse al espacio mental, despojándose del lastre del cuerpo, del lastre de la palabra. La consecuencia final de ese deseo se ultima en la decapitación, cuya función metafórica será estudiada más adelante.

El «rechazo» de la voz en la lectura órfica propuesta por Hassan, -rechazo que asimismo se atribuye a la simbología del blanco y al que se reduce el poder de la mujer7-, se extiende en la historia de Orfeo al rechazo de toda mujer.

En el mito clásico, la actitud misoginista de Orfeo ocurre después de haber fracasado en el intento de recuperar a su esposa Eurídice, a quien Orfeo fue a buscar a los infiernos. Ciertas mitografías ilustran esa misoginia en la preferencia homosexual del divino poeta tras haber perdido a Eurídice, y en su condenación de la promiscuidad de las bacantes. Sin embargo, la actitud misoginista del mito de Orfeo se reconoce en el planteamiento mismo de la historia y se transfiere a la tradición mitológica que sistemáticamente ha silenciado y reducido a la mujer a un objeto.

En el caso específico del mito de Orfeo, puede advertirse la objetivación y sumisión de la mujer en diversas instancias previas al desmembramiento del poeta, desmembramiento en que tales estereotipos parecen derivar. Por una parte, el canto de Orfeo impone el silencio a la naturaleza, y con ella a las mujeres a quienes exige someterse a la razón que interpreta el oficiante de Apolo con su lira o flauta8. Por otra parte, la entidad femenina del mito, Eurídice, existe meramente en concepto del mismo, careciendo de identidad propia.

Eurídice se presenta en la mitografía clásica como esposa de Orfeo. Queriendo huir de Aristeo, quien la perseguía para violarla, es mordida mortalmente por una serpiente. Orfeo fue entonces a recuperar a su esposa a los Infiernos bajo la condición de no mirarla hasta haber salido a la superficie, condición que Orfeo incumple restituyendo a Eurídice a los infiernos, esto es, silenciando definitivamente a Eurídice con su mirada. Este acto, que podría interpretarse deliberado, justifica los misterios que instituirá el poeta, a los cuales las mujeres no están invitadas (Grimal, 392).

Delmira Agustini cuestiona y corrige en sus versos muchos de los estereotipos inherentes a las presentaciones mitológicas que ejemplifica el mito de Orfeo. Entre las correcciones que plantean sus escritos se encuentran, en primer lugar, la utilización de una voz femenina que articula el discurso creativo, prerrogativa tradicional del hombre. Al mismo tiempo, el sujeto femenino de sus textos convierte en objeto sexual a entidades masculinas que con frecuencia representan la divinidad, con lo cual la subversión de roles aparece trascendida a la profanación del canon no solo literario sino también religioso. Por otra parte, las metáforas de creación utilizadas por la autora no aparecen articuladas con recursos que apelan a la razón sino a través de metáforas que celebran la sexualidad de la mujer, como la recurrencia a imágenes vaginales. Si Agustini utiliza imágenes de incidencia racional, como aquellas del discurso órfico, lo hace para trascender y subvertir la simbología del mito, como sucede con la erotización del mismo. Por último, la implicación (post)moderna del recurso del silencio aparece utilizada para ser inmediatamente subvertida por la incorporación de la voz y la sexualidad de la mujer, instancias tradicionalmente silenciadas o «habladas» respecto al sujeto hablante de la tradición masculina.

La tradición del mito de Orfeo ejemplifica entonces diversos grados de misoginia canónica que tanto la obra como la persona de Delmira Agustini cuestionan.

Por una parte, la utilización personalizada de mitos como Orfeo, Pigmalión, o el más frecuente de Leda y el Cisne, permite a Delmira Agustini corregir o complicar los estereotipos de pasividad y silenciamiento -o sus contrarios de agresión y perversidad- atribuidos a la mujer en el canon mitológico. En este sentido, Delmira Agustini sintoniza con la necesidad revisionista de las poetas desarrollada en la tesis de Alicia Ostriker: «revisionist mythmaking in women's poetry is a means of re-defining both women and culture» (211).

Por otra parte, la misoginia inherente al rechazo órfico refleja la imaginación del fin de siglo XIX particularmente obsesionada con la representación dicotómica de la mujer en un período de profundos cuestionamientos sexuales9. Esta obsesión, transferida al fetichismo modernista del cuerpo de la mujer, fue aplicada también a la persona y a la obra de Delmira Agustini, a quien la crítica oficial empezó percibiendo como «ángel encarnado» (PC, 65), y acabó por atribuirle adjetivaciones menos condescendientes: «Leda de fiebre», «obsesa sexual», «ninfomaníaca del verso» (Rodríguez Monegal, 9)10.

Por último, la misoginia informa los postulados mismos del canon postmoderno propuesto por Ihab Hassan, en base a la estética del silencio inherente al principio órfico: «Silence also betrays separation from nature, a perversion of vital and erotic processes. The symptoms range from misogyny to necrophilia. Man rejects the earth and abhors woman; he detaches himself from the body» (13, énfasis añadido).

El símbolo más destacado que ilustra el antinatural consentimiento del hombre a la separación del cuerpo es el símbolo de la decapitación, del que participan figuras como Judith o Salomé. Estos mitos femeninos, recurrentes en el período finisecular, representan el contraste estereotípico entre la perversidad y la actitud materialista/corporal de las mujeres, (en sus variantes de perversidad -bacantes- o de inocencia lasciva -Salomé-), frente a la divina espiritualidad del hombre que simboliza la cabeza, trátese del poeta Orfeo o del visionario san Juan Bautista.

La figura de Salomé, que en palabras de Bram Dijkstra «epitomized the inherent perversity of women» (384) en la imaginación finisecular, aparecerá de forma implícita en las metáforas de desmembramiento de la poética de Agustini, en las que interviene también la aproximación órfica, necesariamente re-visada.

Un primer grado de «re-visión» que propone los textos de Agustini cumple con la definición de Adrienne Rich a que se adhiere con frecuencia la crítica feminista: «the act of looking back, of seeing with fresh eyes, of entering an old text from a new critical direction»11. El segundo poema de CM, «De "elegías dulces"», ilustra dicha «re-visión» elaborada a partir de la secuencia mitológica de la pérdida definitiva de Eurídice al romper Orfeo el acuerdo de no mirar a su esposa hasta haber salido de los Infiernos. Esta secuencia, que dio lugar a los «misterios» posteriores como resultado de la estancia de Orfeo en el Hades, complementa el episodio posterior de desmembramiento del divino poeta que articula las imágenes de la fragmentación en los poemas de la autora uruguaya.

En primer lugar, el nivel de racionalidad propio de la figura apolínea de Orfeo se corresponde con la medida distribución del poema «De "elegías dulces"» en la serie CM. El poema se sitúa después de la primera composición de CM, titulada significativamente «Fragmentos». Ambos textos se complementan entonces y se presentan como introducción dual del libro que apela implícitamente a la doble función del mito de Orfeo revisado por Agustini: por una parte la fragmentación o desmembramiento indicada en el poema «Fragmentos», y por otra el nivel específico de «re-visión» que alude también al episodio de la pérdida de Eurídice, y que se presenta en el poema «De "elegías dulces"».

Esa dualidad temática, que presenta la doble vertiente metafórica de la estética de Agustini, se refleja también en la estructura del poema «De "elegías dulces"». El poema aparece tipográficamente dividido en dos partes (I, II). La primera parte consiste en un soneto alejandrino en el que los dos tercetos se presentan formando una unidad estrófica, con lo cual el poema aparece visualmente distribuido en tres unidades: dos cuartetos y un sexteto. La estructura tripartita se repite en la segunda sección de «De "elegías dulces"», formada por tres estrofas ahora distribuidas en tres cuartetos endecasílabos. Al mismo tiempo, «De "elegías dulces"» parece complementar temática y estructuralmente el último poema de los Cantos, «Los relicarios dulces», poema que se presenta en verso alejandrino y distribución especular: AAA B CCC B. Con esta vinculación a un tercer poema vuelve a elaborarse sobre la estructura tripartita que inevitablemente evoca la ordenación cristiana (Trinidad) y el valor simbólico tradicional del número tres como «síntesis espiritual» (Cirlot, 329). La constante alusión al componente divino y espiritual en los textos de Agustini parece incidir en la implicación sublime de la experiencia poética cuyos misterios profanamente penetra la voz de la autora uruguaya.

Desde un punto de vista temático, la secuencia clásica de la pérdida de Eurídice parece revisarse en los poemas apuntados, en los cuales el «yo» lírico se explicita de mujer y se corresponde con el lamento del divino Orfeo. Por su parte, la pérdida de Eurídice se transfiere a la pérdida del amado, entidad que en el poema «De "Elegías dulces"» se abstrae al lamento clásico por el paso implacable del tiempo y que, en último término, alegoriza la función (meta)poética a partir de imágenes que elaboran sobre el silencio, esto es, sobre la imposibilidad última de representación de la que el poema es metáfora.

En principio, en el canto «De "Elegías dulces"», la hablante parece desdoblarse en el «tú» revisado, un «tú» que aparece en los cuartetos del primer texto en proceso de ausentarse definitivamente:



Hoy desde el gran camino, bajo el sol claro y fuerte.
Muda como una lágrima he mirado hacia atrás,
Y tu voz, de muy lejos, con un olor de muerte,
Vino a aullarme al oído un triste «¡Nunca más!».

Tan triste que he llorado hasta quedar inerte...
¡Yo sé que estás tan lejos que nunca volverás!
No hay lágrimas que laven los besos de la Muerte...
-Almas hermanas mías, ¡nunca miréis atrás!


(1-8)                


Una aproximación metapoética al texto alternaría, por un lado, el «tú» de la experiencia pasada -asociable a la muerte de Eurídice-, y por otro el «yo» lírico femenino del presente -asociable a Orfeo-, que parece desdoblarse en el «tú» ausente:


¡Pobre mi alma tuya acurrucada
En el pórtico en ruinas del Recuerdo,
Esperando de espaldas a la vida
Que acaso un día retroceda el Tiempo!...


(II, 9-12)                


Como se ha indicado más arriba, la ausencia del amado-Eurídice, se transfiere a la elegía por el paso del tiempo, que se ultima «dulce», esto es, necesaria para la creación del poema. Eurídice/amante debe morir entonces, alegorizando con su muerte lo que Ignacio Javier López en su aproximación al discurso metapoético refiere como «muerte de la experiencia» (17). Una vez extinguida la experiencia de la que parte el poema se produce la imagen poética, a la que tiende el poema contemporáneo. El espacio intermedio entre la distancia de la experiencia o logos y el poema o lexis, es el «silencio» (López, 17) que se manifiesta en el texto de Delmira mediante las imágenes complementarias de la mirada y del llanto: «Muda como una lágrima he mirado hacia atrás» (I 2), «Tan triste que he llorado hasta quedar inerte...» (I 5), «Pobres lágrimas mías las que glisan / A la esponja sombría del Misterio» (II 1-2). La mirada y el llanto estructuran entonces la función metapoética de «muerte de la experiencia» que se resuelve en el poema mismo. Es decir, frente al llanto por la muerte de Eurídice, petrificada a su vez por la mirada de Orfeo o del poeta (Ostriker, 216), permanece el poema, el nivel de racionalidad o lexis que deriva en la mudez de Orfeo. Es por ello que la elegía o llanto permanece en un nivel voluntario, de mirada aniquiladora de la experiencia o pasado, y por lo mismo se adjetiva como «dulce».

La exploración metapoética insinuada en «De "Elegías dulces"» explicita la función del poema como construcción de la imaginación de la hablante en el último texto de los Cantos, «Los relicarios dulces»:



Hace tiempo, algún alma ya borrada fue mía...
Se nutrió de mi sombra... Siempre que yo quería
El abanico de oro de su risa se abría,

O su llanto sangraba una corriente más;

Alma que yo ondulaba tal una cabellera
Derramada en mis manos... Flor de fuego y la cera...
Murió de una tristeza mía... tan dúctil era,

Tan fiel, que a veces dudo si pudo ser jamás...


En el poema «Los relicarios dulces», la abstracción imaginativa se articula tipográficamente mediante puntos suspensivos que fragmentan el texto. La fragmentación gráfica intensifica entonces el nivel de evocación creativa («Hace tiempo, algún alma ya borrada fue mía... / Se nutrió de mi sombra... Siempre que yo quería» (1-2)), para adoptar imágenes dáctiles en la metáfora de las manos («Alma que yo ondulaba tal una cabellera / Derramada en mis manos... Flor de fuego y la cera... / Murió de una tristeza mía... tan dúctil era» (5-7)). El verso final del poema refiere al nivel de abstracción creativa de la experiencia poética que emerge de la «muerte de la experiencia», a modo de «relicarios dulces», como antes lo fueron las «elegías»: «Tan fiel, que a veces dudo si pudo ser jamás...» (8).

El discurso metapoético propuesto por Delmira Agustini supone entonces una mirada revisionista a la tradición dada la inserción de la voz de la mujer que penetra e invade «the sanctuaries of existing language» (Ostriker, 211). Con la recreación en el fenómeno poético Delmira Agustini legitima a la autora como tal, esto es, a la escritora susceptible de autoridad literaria, capaz de indagar y enriquecer el misterio de la creación estética al que la tradición órfica había prohibido su entrada12. Fragmentación y revisionismo funcionan en último término como entidades legitimadoras y renovadoras de la expresión poética en la propuesta de Delmira Agustini.




Salomé decapitada: Desmembramiento. Decapitación. Sinécdoque

La voluntad revisionista, de mirar hacia atrás con actitud constructiva e innovadora, implica la incorporación del erotismo a la racionalidad metapoética del discurso órfico. En los poemas de Delmira Agustini la hablante misma se incorpora a las imágenes de la fragmentación que asigna al amado, implicación que complica los roles tradicionales desde un «yo» lírico que explicita su condición de mujer. El intercambio de imágenes entre el «yo» y el «tú» funciona entonces como estrategia revisionista que reinventa la tradición estética de la que parte y en la que se inserta Delmira Agustini.

En el poema «En silencio...» («CV», 216), la hablante desmembra al amado mediante metáforas de alimentos que invitan a la devoración:



Sufro vértigos ardientes
Por las dos tazas de moka

De tus pupilas calientes;
Me vuelvo peor que loca
Por la crema de tus dientes
En las fresas de tu boca.


(3-8)                


El deseo de desmembrar al amado en «En silencio...» resultará en el desmembramiento del propio «yo» lírico en la última estrofa del poema: «En llamas me despedazo / por engarzarme en tu abrazo» (9-10).

Por su parte, el poema «Plegaria» («CV», 233-35) desmembra el cuerpo de las estatuas en una oración destinada al dios Eros: «Piedad para las pulcras cabelleras» (33), «Piedad para los labios como engarces» (42), «Piedad para los sexos sacrosantos» (49), etc.

Manteniendo la semántica religiosa, la hablante establece ofrendas a las manos del amante («Para tus manos» «CV», 226-228), las cuales se conciben capaces del intercambio fecundador con el «yo» creador:


Manos que sois de la Vida,
Manos que sois del Ensueño;
Que disteis toda belleza
Que toda belleza os dieron;


(1-4)                


A lo largo del poema «Para tus manos» se insiste tanto estructural como temáticamente en la reciprocidad entre el «yo» y el «tú» («Que disteis toda belleza / Que toda belleza os dieron»), reciprocidad transmitida por la imagen creadora de las manos (las del amante elogiadas, las de la hablante que lo concibe/esculpe). Esto es, las manos del amado conciben y consuelan al yo lírico («Manos que sois de la Vida»), al tiempo que son concebidas por el deseo y la imaginación de la hablante («Manos que sois del Ensueño»). Al mismo tiempo, si la hablante reduce al amante a sus manos, ella misma aparece susceptible de fragmentación: «¡Llevad a la fosa misma / Un pétalo de mi cuerpo!» (19-20).

La ofrenda a las manos se extenderá a otras instancias del cuerpo fragmentado del amante como los ojos. La complicación de elementos simbólicos atribuidos a los ojos, entre los que destaca su cualidad espiritual y visionaria (Cirlot, 339), se ejemplifica en un poema como «Fue al pasar» (CM, 177) en el que los ojos del amante aglutinan metáforas corporales y de desmembramiento: «[tus ojos] Abiertos como bocas en clamor... Tan dolientes / Que un corazón partido en dos trozos ardientes / Parecieron...» (2-4). Del mismo modo, y manteniendo el recurso revisionista de intercambiabilidad de imágenes entre el «yo» y el «tú», los ojos del amado se equiparan a la capacidad visionaria de la propia hablante/poeta: «Ojos a toda luz y a toda sombra! / Heliotropos del Sueño! Plenos ojos / [...] / Y en el azur del Arte, astros hermanos!» («En tus ojos» «CV», 1-2, 34).

La implicación de lo espiritual en el fragmento del cuerpo, arquetípica en la referencia de los ojos a la visión estética, responde a una estrategia de alusión a la totalidad de que la parte se pretende representación. Es por eso que Delmira Agustini implica en las sinécdoques que emplea lo que Lyotard denomina «la vocación por lo sublime» propia de la estética moderna (19). De este modo, los ojos, como se mencionó, aluden a la «visión»: «Me abismo en una rara ceguera luminosa» («Ceguera», «CV» 1). Por su parte, los brazos se extienden a las alas espirituales y a la creación poética: «¡Oh despertar glorioso de mi lira / Transfigurada, poderosa, libre, / Con los brazos abiertos tal dos alas» («Primavera», CM, 1-3);


Yo tenía...
dos alas!...
Dos alas,
Que del Azur vivían como dos siderales
Raíces! [...]
-Yo las vi deshacerse entre mis brazos...
¡Era como un deshielo!


(«Las Alas», CM, 173, 1-4, 35-36)                


Consecuente a la abstracción de la imagen de los brazos, el abrazo del «amado» se abstrae a la totalidad cósmica: «¡Cruz que ofrendando tu infinito abrazo... Pareces bendecir la tierra entera / Y atarla al cielo como un férreo lazo!...» («A una cruz. Ex voto» CM 1, 3-4). El abrazo del imposible, implícito en la metáfora cristiana del poema «A una cruz», culmina en la imagen modernista del abrazo del Cisne-Zeus: «Yo esperaba suspensa el aletazo / Del abrazo magnífico...» («Visión», «CV», 53-54). Este abrazo con el Ideal, que implica tanto la sexualización de la imagen del cisne como la incorporación del yo-Leda al intercambio sexual, se reconoce en los poemas de Agustini recíproco, esto es, enfatiza de forma provocativa y transgresora la propia divinidad de la hablante:


-El ángelus. -Tus manos son dos alas tranquilas,
Mi espíritu se dobla como un gajo de lilas,
Y mi cuerpo te envuelve... tan sutil como un velo.


(«Día nuestro», «CV», 207, 12-14)                


Si el abrazo es imagen del deseo de totalidad de la hablante («Los brazos de mi lira se han abierto... ebrios / Del ansia visionaria de un abrazo» («Primavera», CM, 33-35)), el corazón, símbolo de centro corporal y espiritual (Cirlot, 145), especifica la función metapoética en los textos de Agustini. No obstante, la imagen convencional del corazón vendrá a ser desplazada por la imagen de la vagina, cuya forma asociada a la copa o cáliz (frecuente en los textos de Agustini) simboliza también el corazón (Cirlot, 145).

En el poema «Nocturno» («CV», 200-201), el corazón aparece asociado al «cuarto» o espacio de la imaginación creadora, que se presenta también como escenario poético:


Mi cuarto...
Por un bello milagro de la luz y del fuego
Mi cuarto es una gruta de oro y gemas raras:
Tiene un musgo tan suave, tan hondo de tapices,
Y es tan vívida y cálida, tan dulce que me creo
Dentro de un corazón...


(3-8)                


El corazón en las imágenes apuntadas semantiza entonces la vagina o espacio femenino desde el que crea y se remite el «yo» lírico de Agustini. Esta asociación puede apreciarse en el poema «La barca milagrosa» (CM, 159), en el que la barca, cuya cualidad de continente evoca también la vagina, se asocia a la creación poética. En la imagen de la barca del poema apuntado convergen asimismo diversas imágenes que aluden a lo Absoluto, entre las que se encuentra la del «corazón sangriento» que vuelve a implicar en su alusión a la vagina y la sangre el componente motriz (matriz) de la construcción poética femenina: «La moverá el gran ritmo de un corazón sangriento / De una vida sobrehumana: ¡he de sentirme en ella / Fuerte como en los brazos de Dios!...» (5-7). La función metapoética de la barca, vinculada a la cualidad creativa/engendradora de la mujer a través de metáforas vaginales, había sido anunciada por Delmira Agustini en el poema que inicia su primer libro y, con él, su consecuente iniciación en la trayectoria o «travesía» poética:


El ancla de oro suena, la vela azul asciende
Como el ala de un sueño abierta al nuevo día,
¡Partamos, musa mía!
Ante la prora alegre un bello mar se extiende.


(«Levando el ancla», LB, 1-4)                


Pero el registro metapoético se transmite en los textos de Agustini principalmente a través del intercambio sexual de la hablante con el amante ideal o sobrehumano. En este sentido, el deseo o «sed» de alcanzar la totalidad se incorpora al deseo sexual que domina la estética de Agustini, un deseo que intensificará la violencia y pasión de las imágenes que emplea la autora hasta derivar en el cliché finisecular del vampirismo: «Fiera de amor, yo sufro hambre de corazones» («Fiera de amor», «CV», 1).

Finalmente, las imágenes de desmembramiento en la obra de Agustini culminan en la sinécdoque más representativa de lo Absoluto y con más incidencia en la simbología finisecular: la cabeza.

En principio, la cabeza simboliza «la sede de la fuerza espiritual» (Cirlot, 164), siendo el cráneo representación del cielo, aspecto espiritual que enfatiza la forma esférica de la cabeza (Cirlot, 112). La decapitación ritual, según refiere Cirlot, resulta entonces consecuencia del deseo de acceder a la espiritualidad que simboliza la cabeza (164), deseo que había sido apuntado más arriba a propósito del desmembramiento de Orfeo. Es por esta connotación simbólica que el mito favorito en la iconografía de fin de siglo, Salomé, desplazará su inicial presentación de ingenua bailarina instigada por la madre a pedir la cabeza del bautista, hacia la imagen más inquietante y perversa de la virgen cazadora de cabezas, de la aspirante a la divinidad de san Juan.

En el período modernista, que participa de la imaginación misoginista finisecular, la mujer aparece convenientemente definida como «mindless and uterine»13. El deseo de la mujer de acceder a la razón que le falta se reconoce entonces en el deseo de pene de la tradición freudidana que significativamente se formula durante este período. La continua fetichización de la mujer decapitadora (castradora) en las representaciones estéticas del fin de siglo parece responder entonces a una triple estrategia en que incurre el autor masculino. Por una parte, compensa o venga el complejo de castración implícito en el acto de descabezar al hombre. Por otra parte, pretende poner en evidencia la inherente animalidad de la mujer que contrasta con la racionalidad masculina. Al mismo tiempo, el fetiche de la mujer mutiladora parece justificar la obsesión estética del hombre, todavía vigente, de desmembrar el cuerpo de la mujer.

Esta triple argumentación aparece ampliamente documentada por Bram Dijkstra en su libro Idols of Perversity. Fantasies of Feminine Evil in Fin-de-Siècle Culture14. Como afirma por su parte Sylvia Molloy a propósito de la fascinación modernista por el fetichismo del cuerpo de la mujer, «Turn of the century representation of woman, in Latin America and elsewhere, is haunted by dismemberment» (116).

Delmira Agustini, como se señalaba al inicio de este estudio, participa de la fascinación modernista por las imágenes de desmembramiento y de decapitación. Su condición de mujer complica necesariamente la presentación tradicional de la que la autora parte para trascenderla y reinventarla de inmediato, y en último término legitimarse a sí misma en un período como el modernista que insiste en reducirla a un objeto.

En principio, en las imágenes que utiliza Delmira Agustini, la cabeza decapitada del amado se relaciona con otras sinécdoques que aluden a la imaginación creadora. Así sucede con los ojos mentales que construyen desde el sueño la cabeza del amado, depositándola en las manos del «yo» lírico: «La intensa realidad de un sueño lúgubre / Puso en mis manos tu cabeza muerta» ([Sin título], CM, 165, 1-2);


... ¿Un ensueño entrañable?... ¿Un recuerdo profundo?...
-Tus sienes son dos vivos engastes soberanos:
Elige una corona, todas van a tu frente!-
Y yo las vi brotar de las fecundas manos,


(«Las coronas», CM, 170, 1, 4-6)                


La imagen de la cabeza inerte en las manos de la hablante enfatiza su sentimiento de posesión: «¡Era tan mía cuando estaba muerta!» ([Sin título] CM, 165, 6);


Engastada en mis manos fulguraba
Como extraña presea, tu cabeza;
Yo la ideaba estuches, y preciaba
Luz a luz, sombra a sombra su belleza.


(«Tú dormías...», CM, 178, 1-4)                


Por lo mismo, la indicación de vida en la cabeza revela la desposesión del «yo», es decir, demuestra el carácter ficticio de la construcción imaginada: «Así tan viva cuanto me es ajena» ([Sin título], CM, 165, 12); «¡Ah! tu cabeza me asustó... Fluía / De ella una ignota vida...» («Tú dormías...», CM, 12-13).

En último término, el poder de la imaginación del «yo» lírico subordina la imagen totalizadora de la cabeza del «tú» a la capacidad creadora de la mujer hablante:


Ha de nacer a deslumbrar la Vida,
Y ha de ser un dios nuevo!
Las culebras azules de sus venas
Se nutren de milagro en mi cerebro...


(«El surtidor de oro», «CV», 9-12)                


La innovadora inserción del cuerpo del yo lírico femenino, que intercambia con el tú las imágenes del deseo («Yo me interné en la Vida, dulcemente, ¡soñando / Hundir mis sienes fértiles entre tus manos pálidas!...» («Las coronas», CM, 15-16)), responde entonces a una necesidad última de presencia, de autorrepresentación en un período obsesionado con la fragmentación del cuerpo de la mujer. El recurso de las imágenes vaginales responde a esta estrategia de autorrepresentación y legitimación artística, imágenes que culminan en la metáfora principal de las manos que contienen, como el cáliz o la matriz, la totalidad espiritual de la cabeza divina sangrante (o seminal). La culminación metapoética de dicha imagen, que subvierte la iconografía finisecular, se ultima en el poema «Lo inefable» (CM 168):



Yo muero extrañamente... No me mata la Vida,
No me mata la Muerte, no me mata el Amor;
Muero de un pensamiento mudo como una herida...
¿No habéis sentido nunca el extraño dolor

De un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida,
Devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?
¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida
Que os abrasaba enteros y no daba un fulgor?...

Cumbre de los Martirios!... Llevar eternamente,
Desgarradora y árida, la trágica simiente
Clavada en las entrañas como un diente feroz!...
Pero arrancarla un día en una flor que abriera
Milagrosa, inviolable!... Ah, más grande no fuera
Tener entre las manos la cabeza de Dios!


El poema «Lo inefable» se estructura como un soneto alejandrino en el que los tercetos aparecen unificados en una misma estrofa, al estilo habitual de Agustini. Sintácticamente pueden reconocerse cuatro partes en el soneto. La primera parte extiende la negación anafórica de los primeros versos: «... No me mata la vida / No me mata la Muerte, no me mata el Amor» (1-2), a la segunda parte de cuestionamiento retórico: «¿No habeis [sic] sentido nunca...?» (4), «¿Nunca llevasteis dentro...?» (7). Los tercetos aparecen por su parte divididos por la adversativa «pero» (12). La última frase aglutina la intención del poema mediante la analogía que pretende expresar el deseo indicado en el título del poema, esto es, el deseo de expresar «lo inefable»: «Ah, más grande no fuera / Tener entre las manos la cabeza de Dios!» (13-14).

Temáticamente, el poema se mueve entre las polaridades de la mente y el cuerpo, de la palabra y la carne, dualidad que connota la doble acepción de la palabra «lengua» en castellano (órgano muscular y también idioma, palabra). En el espacio intermedio creado por tal dualidad se localiza lo inefable, que se implica gráficamente en el poema mediante elipsis e interrogaciones retóricas, y también mediante el recurso estilístico de la paradoja. La paradoja es un recurso utilizado con frecuencia por la poesía mística dado su poder de trascender el sentido de sus componentes hacia el espacio inaprensible de lo inefable al que pretende aludir la poeta.

La experiencia sublime que la hablante desea formular en «Lo inefable» se identifica en el quinto verso con el «pensamiento inmenso», pensamiento que aparece también como el agente mutilador de la dualidad esencial apuntada más arriba, implicando en ello la lucha por la precisión poética: «No habéis sentido nunca el extraño dolor / De un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida, / Devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?» (4-6). El uso de la paradoja en los versos inmediatos intensifica la aspiración de lo sublime a que tiende el poema: «¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida / Que os abrasaba enteros y no daba un fulgor?...» (7-8).

El conflicto continuo entre el cuerpo y la mente, intensificado con la semántica de la violencia como «devorar», «abrasar», «desgarrar», culmina en la metáfora femenina de engendramiento que relaciona tanto creatividad como sexualidad en una revisión implícita de la encarnación bíblica: «Cumbre de los Martirios!... Llevar eternamente, / Desgarradora y árida, la trágica simiente / Clavada en las entrañas como un diente feroz!...» (9-11).

En el último terceto, el objeto de desmembramiento, asociado a la hablante, traslada su rol pasivo («Clavada en las entrañas como un diente feroz!...» (11)), hacia un rol activo, de deseo de acción (y subversión) en que culminará el poema. Esa transferencia se indica también mediante la paradoja de la «flor arrancada» por la hablante, al mismo tiempo «abierta» e «inviolable»: «Pero arrancarla un día en una flor que abriera / Milagrosa, inviolable!...» (12-13). Desde ese deseo, el «yo» invertirá la violencia previa, trasladándola hacia un deseo primordial de alcanzar la palabra, de expresar lo inefable. Sin embargo, tal deseo, como el sentimiento kantiano de lo sublime en la lectura de Lyotard, permanece en el estadio del deseo, en la imposibilidad de representación incluso cuando la mente, transferida a la matriz de la poeta, sea capaz de concebirlo.

Al implicarse el cuerpo y el yo femenino de la hablante, el poema subvierte entonces, entre otros niveles de revisión, los mitos patriarcales de desmembramiento y decapitación. Junto a la figura de Orfeo, otras fascinaciones misoginistas de fin de siglo como Salomé o Judith aparecen susceptibles de revisión.

Como se explicó más arriba, Orfeo, como san Juan Bautista, representa la esencia divina de la mente, asociada a lo masculino, sobre la irracionalidad de la materia, representada por la mujer. De este modo, tanto las Bacantes que desmembran a Orfeo como Salomé que provoca la decapitación de san Juan responden a la consecuencia última de la racionalidad masculina que informa la estética postmoderna del silencio. Citando de nuevo a Ihab Hassan: «Man rejects the earth and abhors women; he detaches himself from the body» (13).

En la lectura del mito de Orfeo que propone Hassan, el silencio/arte se interpreta como rechazo a la naturaleza/vida, silencio que inscribe la metáfora de «la lira sin cuerdas» que informa el arte postmoderno («Lyre Without Strings»). El desmembramiento de Orfeo responde, por lo tanto, al propio deseo del poeta, utilizando a las bacantes para el efecto. Paralelamente, Salomé refleja el deseo inicial de Herodes de matar a san Juan Bautista, según relata la historia original bíblica frecuentemente desatendida en favor de la lectura más popular que incide en la perversidad femenina (Herodías, la madre, instigando a Salomé, la hija, a decapitar al santo). En el Evangelio de san Mateo se relata lo siguiente:

Herodes había prendido a Juan, le había encadenado y puesto en la cárcel, por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo. Porque Juan le decía: «No te es lícito tenerla». Y aunque quería matarle, temió a la gente, porque le tenían por profeta.


(Mt 14, 3-5)                


La solución al conflicto de Herodes se resuelve usando a Herodías como chivo expiatorio, es decir, utilizando a la mujer en su cualidad de diferendo u «otro» en que se imprimen todos los males y perversiones. Como la mayoría de figuras de las diversas tradiciones canonizadas por la pluma del hombre (Eva, Pandora, Lilith, Malinche), Herodías será considerada culpable, primero, por suscitar los deseos de Filipo de casarse con ella, y por último, por el asesinato de san Juan Bautista.

Como indican los ejemplos mencionadas, las mujeres en la tradición que el hombre ha canonizado, actúan convenientemente como espejos de los deseos masculinos, y como tales se instituyen en construcciones de los mismos deseos. La asociación de la mujer a la Naturaleza forma parte de esa construcción, fácilmente subvertible cuando la mujer se apropia del «yo» poético, esto es, cuando la mujer adopta el punto de vista órfico.

Es el caso de Delmira Agustini, cuya inserción del cuerpo y de la voz poética explícitamente de mujer complica las fosilizaciones inherentes al concepto del silencio especulado por Hassan.

Según Ihab Hassan el silencio, en la divinidad de la razón del poeta, «fills the extreme states of the mind -void, madness, outrage, ecstasy, mystic trance- when ordinary discourse ceases to carry the burden of meaning» (13). El poema «Lo inefable» de Delmira Agustini ejemplifica esa percepción del silencio a través de la imagen polisémica de la muerte: «Muero de un pensamiento mudo como una herida...» (3). Sin embargo, las imágenes planteadas por Delmira Agustini no rechazan, como Orfeo, el cuerpo y el erotismo, sino que por el contrario, la poeta elabora sobre imágenes sexuales que con frecuencia invierten los roles tradicionales de sujeto/objeto además de transmitir el concepto metapoético mediante metáforas que aluden al cuerpo de la mujer. En la necesidad de autodefinición en un período que percibe a la mujer como objeto del deseo del hombre, la autoduplicación y la fragmentación responde en las mujeres poetas a una estrategia última de presencia. Como señala Silvia Molloy, «To rewrite woman's body, or fragments of that body is also to rewrite its desire» (119).

El deseo de Delmira Agustini se inscribe en las metáforas que emplea la autora, en las cuales, como señalaba «Lo inefable», se logra aludir a la totalidad por sinécdoque, al cuerpo de Dios por su cabeza, esto es, al espíritu de la divinidad en las manos de la hablante que funcionan como instrumentos de la creación poética, como la matriz que engendra la totalidad. Si la hablante concibe un amor sobrehumano, lo hace para ser inseminada a su vez, para dar voz a su deseo como una estrategia última de supervivencia. En este sentido, la visión del «yo» lírico de Delmira se presenta contemplativa: «in a macabre reversal of modernismo's basic situation [...] here it is the woman poet who contemplates a dead head as art object» (Molloy, 117). Al mismo tiempo, su «re-visión», en el argumento de Sylvia Molloy, resulta espectacular15.

Las imágenes utilizadas por Delmira Agustini subvierten, en definitiva, los mitos patriarcales de desmembramiento y de decapitación. Salomé, Judith, Orfeo, trascienden la lectura misoginista para adoptar la figura principal de la creación poética, de la creación erótica. La convergencia de roles y las multiplicaciones del «yo» de la imaginación de Agustini, permiten subvertir tales imágenes al tiempo que confieren presencia e identidad al poder divino de la «voz» de la hablante, al deseo silenciado de la mujer creadora.

La propia Delmira Agustini respondió literalmente al fetichismo de la época que la percibía a ella también como objeto y como texto literario susceptible de fragmentación. Delmira Agustini sufrió en la realidad la metáfora del desmembramiento y de la decapitación al recibir dos disparos en la cabeza efectuados por su exmarido en un cuarto donde se entrevistaban clandestinamente. La leyenda de la vida y de la muerte de Delmira Agustini inició entonces su espectacular recorrido, imponiéndose muchas veces sobre su extraordinaria obra poética.

Desmembrada por el análisis sensacionalista o académico, Delmira Agustini logra, no obstante, trascenderse a sí misma en el pronóstico de un entusiasta anónimo: «Hay cepa en ella de poetisa y hay vigor de fuerzas para vibrar las cuerdas de la lira hasta romperlas, en un día no lejano»16.







 
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