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Salvador Rueda y el modernismo

José María Martínez Cachero1





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ArribaAbajo«...A una secta diste el aliento precursor»

Así escribió el poeta canario Tomás Morales al saludar emocionada y fervorosamente a Rueda, recién llegado a Las Palmas, en enero de 19102. Por entonces (y aun antes), y también después, fueron muchos los que afirmaron la condición precursora de Salvador Rueda respecto del Modernismo en su tarea vivificadora de nuestra lírica.

Está sin hacer la verídica y completa historia del movimiento modernista entre nosotros. No la ofrece, desde luego, el desenfocado e injusto trabajo de Silva Uzcátegui3, quien a la altura de 1925, serenados ya los ánimos que antaño fueran beligerantes, no quiso o no acertó a comprender4. Tampoco la encontraremos en la Breve Historia que compuso Max Henríquez Ureña5, puntual biógrafo y atinado crítico del Modernismo en Hispanoamérica; sólo en su capítulo décimo y en alguna referencia al paso, se trata del Modernismo en España. Muy útiles resultarán las noticias que aporta Guillermo Díaz-Plaja6. No se olvide la ayuda   —358→   que pueden prestar al posible historiador determinados epistolarios7, o artículos y libros relativos a poetas más o menos incursos en la innovadora tendencia8. Creo contribuirá decisivamente al indicado fin la exploración del archivo inédito de Rubén Darío,9 de la sala Zenobia y Juan Ramón Jiménez de la Universidad de Puerto Rico10 y de la Biblioteca de Manuel Machado11; por último, los documentos y recuerdos personales de escritores que, como Rafael Cansinos Asséns, Bernardo G. de Candamo o Ramón Pérez de Ayala, vivieron intensamente aquel momento auroral.

Capítulo importante y significativo de una tal historia sería el que documentara y aclarase las varias reacciones hostiles que suscitó el Modernismo12: desde la de los poetas ya maduros y aferrados a caducos procedimientos -caso de Emilio Ferrari-, hasta la de otros más jóvenes en años y en talante pero distintamente orientados -así Unamuno-, o la de críticos literarios -un Gómez de Baquero- y comentadores ocasionales de la marcha de nuestras letras -como Ortega y Maeztu-. En el ardor de la polémica, atacados y atacantes incurrieron en exageraciones extremosas de sus parciales puntos de vista; uno de los actores del debate, modernista por más señas, recordaba años después13 que la lucha fue enconada y en su curso se hizo preciso «exagerar determinadas tendencias para   —359→   romper el hielo de la indiferencia general; irritar con algún desentono los oídos reacios y adoptar ciertas poses para llamar la atención».

Hubo entonces quienes, como Antonio de Zayas, duque de Amalfi, comenzaron su carrera literaria pronunciándose contra la tendencia modernista, por él calificada, con evidente intención peyorativa, de secta, y concluyeron impregnándose de la técnica y del espíritu denostados14. Caso contrario es el de Salvador Rueda, adelantado en la tarea renovadora, defensor práctico y teórico de ella, esperanza cierta durante algunos años -los finiseculares decimonónicos- de nuestra poesía y, después, vuelto de espaldas casi enteramente a las posibilidades vivificantes, enemigo de sus mantenedores, haciendo causa común con los más ciegos anti-modernistas. (Mostrar semejante extrañísimo viraje es el objeto de este artículo).




ArribaAbajoLa oposición al Modernismo

Pero acaso convenga dar antes alguna noticia relativa a los principales argumentos esgrimidos contra el Modernismo por gentes de muy distinta procedencia estética, algunos de los cuales también serán utilizados por Rueda.

La filiación o ascendencia francesa asignada por muchos al movimiento modernista es cosa que hiere gravemente la cuerda patriótica de ciertos impugnadores. Mal está (parece piensan) que la juventud literaria se manifieste rebelde, pero esto a fin de cuentas ha sucedido siempre; lo peor es que esa juventud se haya dejado seducir por extranjeras sirenas. Galomanía es palabra que asoma alguna vez en los juicios de Valera sobre Azul, Los raros y Prosas Profanas, si bien el comprensivo crítico más aconseja que rechaza cuando escribe15: «Por nada del mundo limito ni refreno yo los vuelos del Pegaso, le corto las alas, ni gusto de atajarle en su peregrinación por todos los tiempos y por todas las regiones. Pero esto no basta, porque conviene   —360→   que el poeta no sea siempre cosmopolita y exótico, sino que dé muestras de la nacionalidad y de la casta a que pertenece; y conviene también que sus versos, como todo fruto sazonado y espontáneo, tengan el sabor del terruño». Con tales palabras, muy puestas en razón y en verdad, contrastan unas de Emilio Ferrari en 1895, encendidas y desorbitadas palabras prologando el primer libro de un poeta joven16: «...males [los de parte de la lírica española coetánea] casi siempre adquiridos por contagio de un pueblo contra el que nos opusimos ayer en gloriosa epopeya, y al cual hoy nos abrimos incautamente; cuyos ejércitos rechazamos, para entregarnos a la conquista de sus charlatanes, y del que ni siquiera copiamos las virtudes y energías, sino las quejumbres, desfallecimientos e histerismos». (Precisamente a Ferrari va dirigida una carta de Salvador Rueda en la que éste, con motivo de un proyectado homenaje nacional a Zorrilla, habla de que «hay que tirar puñados de cloruro antifrancés en derredor del gran surco y sanear el aire americanizado de imitaciones barriolatinescas» (la cursiva se debe al remitente).

Flanco abundantemente atacado fue el verbalismo o culto a la palabra por la palabra misma, con olvido de otros valores no menos interesantes y necesarios, que profesaron bastantes de los poetas modernistas. En 1906 se publicaba una antología titulada La Corte de los Poetas. (Florilegio de rimas modernas)17; comentándola en Los Lunes de El Imparcial advertía el jovencísimo Ortega y Gasset18 cómo «estos poetas de la nueva antología -dejando a un lado excepciones- piensan que el alma universal está contenida en cada palabra. Y no vaya a creerse que en aquel humor de concepto, de idea que fluye y da jugo a cada palabra, sino en el material físico del vocablo, en el sonido. No acierto a comprender por qué sutiles razones han llegado los nuevos poetas a conceder un valor sustantivo a la palabra; abstráigase de su valor conceptual, de su valor lógico y queda sólo un clamor concomitans. Las palabras son logaritmos de las cosas, imágenes, ideas y sentimientos, y por tanto sólo pueden emplearse como signos de valores,   —361→   nunca como valores. Para los poetas nuevos la palabra es lo Absoluto, como para los científicos la Verdad y para los moralistas el Bien. Es el caso melancólico del indio eremita que cavando con su azadón la madre tierra, lograba frutos de vida, y apoderándose de él un furor idólatra, colgó el azadón de un tamarindo y lo adoraba. La tierra se hizo erial. Del mismo modo estos poetas hacen materia artística de lo que es tan sólo instrumento para laborar esa materia, una y única en todas las artes, la vida, que sola lleva frutos estéticos». (Años antes, prologando un libro de Soto Hall, Rueda hacía constar su alejamiento de «un arte que rinde culto, un culto apasionado a las palabras, a los sonidos, a los colores, a las músicas, a las luces, pero que no agarra, no prende a la realidad...»).

A estos motivos generales de oposición al Modernismo (que con los escritores citados comparten otros nombres de algún prestigio), y a otros motivos, de entidad acaso menor, añade Rueda razones estrictamente personales que exacerbarán su fobia hacia una tendencia que él abriera y alentara entre nosotros.




ArribaAbajoRueda y Rubén

La carrera de nuestro poeta comenzó tímidamente en Málaga con versos en diarios y revistas locales, premios en certámenes de limitado ámbito y la publicación de Renglones cortos: 1880. En 1883, residiendo ya en Madrid, Salvador Rueda saca el volumen Noventa estrofas, que lleva prólogo de Núñez de Arce; nada distinto a lo que por entonces se estilaba en la lírica española se advierte en tales poemas. Pero con Sinfonía del año (1888) las cosas cambian bastante: «pudo preverse a su lectura algo de alcances inusitados»19; interesantes y sorprendentes novedades métricas y expresivas existían en tal conjunto. Por semejante esperanzador camino continuó Rueda durante algún tiempo, si bien parece atenuó, atendiendo indicaciones de Clarín,20 el ímpetu inicial.

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A ello le mueve no sólo su peculiar idiosincrasia estética sino, además, el darse cuenta de la necesidad que siente la poesía española finisecular -tan exhausta- de vivificadoras innovaciones; así lo expresa Rueda en sus cartas a José Ixart Sobre el ritmo, especialmente en la cuarta -septiembre de 1893-21. Se lamentará de la monotonía expresiva en que han incurrido y siguen incurriendo los poetas españoles del sigo XIX: «Nuestros poetas no tienen variedad de expresión; no tienen una lira, tienen monocordio; no tienen oídos, tienen roscos de goma. No es posible soportarlos, no pueden oírse; nos han destrozado nuestro órgano de audición, y, a fuerza de repetirse y repetirse, han vuelto opaca su voz, la cual ni vibra ya, ni expresa nada, y aunque lo exprese, no se oye». El uso repetido y exclusivo de concretos metros -el octosílabo y el endecasílabo- y estrofas -el terceto, el soneto, la octava real, la silva, la quintilla y la cuarteta- ha restado variedad y esplendidez a la obra de esos poetas, bastantes de los cuales quizá ofrezcan parecida opacidad en cuanto a conceptos y afectos, pero esto diríase que importaba menos a Salvador Rueda, quien a seguido señala el remedio eficaz para dicha atonía: «...variedad de ritmos, variedad de estrofas, combinaciones frescas, nuevos torneados de frase, distintos modos de instrumentar lo que se siente y lo que se piensa». (Resulta evidente, fácilmente comprobable la coincidencia a este respecto con postulados modernistas).

De acuerdo con semejante postura teórica ha estado la obra de Rueda posterior a 1888 (publicación de Sinfonía del año) culminando en 1893 -fecha de las citadas cartas a Ixart- con el volumen En tropel22, que encabeza el poema Pórtico, de Rubén Darío, reconocimiento público y agradecido a la saludable tarea llevada adelante por su colega español: «buen capitán de la lírica guerra, regio cruzado del reino del arte». Nace así, por el común menester de la poesía, amistad entrañable entre Rubén y Rueda23, amistad que supo de rupturas y reconciliaciones posteriores y a   —363→   la que el segundo de ambos, superviviente en diez y siete años al otro, no acertó a mantenerse fiel.

Mientras no conozcamos íntegra la correspondencia cruzada entre los dos poetas y las referencias que a su relación amical y literaria puedan existir en cartas de otras personas a cualquiera de ellos, será imposible documentar con exactitud la historia de la misma. Acaso fue Rubén, escribiendo a vuela pluma sus impresiones españolas de 1899, el que diera motivo al primer rompimiento. Estima que Rueda ya no es el poeta que fue hace años, cuando su primer viaje a España; diríase que ha como abjurado de las convicciones y realizaciones -tan prometedoras- de aquel entonces. Ello entristece a Darío, que en el artículo Los poetas, fechado en Madrid el 24-VIII-1899 y enviado al diario bonaerense La Nación, informa acerca del parnaso español del momento y escribe a propósito de Salvador Rueda estas palabras24 «S. R., que inició su vida artística tan bellamente, padece hoy inexplicable decaimiento. No es que no trabaje... pero los ardores de libertad estética que antes proclamaba un libro tan interesante como El ritmo, parecen ahora apagados. Cierto es que su obra no ha sido justamente apreciada, y que, fuera de las inquinas de los retardarios, ha tenido que padecer las mordeduras de muchos de sus colegas jóvenes, dándose el caso de que se cumpliese en él la palabra del celeste y natural Francis Jammes: 'Los que más se hayan nutrido con las migajas de tu mesa, los que te atacarán serán aquellos que más te hayan   —364→   imitado y aun plagiado'. Los últimos poemas de R. no han correspondido a las esperanzas de los que veían en él un elemento de renovación en la seca poesía castellana contemporánea. Volvió a la manera que antes abominara; quiso tal vez ser más accesible al público, y por ello se despeñó en un lamentable campoamorismo de forma y en un indigente alegorismo de fondo. Yo, que soy su amigo y que le he criado poeta, tengo el derecho de hacer esta exposición de mi pensar».

Ciertamente Rueda no se mostró inactivo de 1893 a 189925, pero las esperanzas de poco antes habíanse desvanecido. Se vio combatido entre dos fuegos: el de quienes desde un principio miraron con malos ojos sus intentos -«los retardatarios», que dice Rubén-, y el de los jóvenes, que acaso partieron de él para luego volverle la espalda e incluso denostarle. Entristecido y desorientado, solo, sin una poderosa mano que se le tendiera ayudadora, Salvador Rueda dio marcha atrás y comenzó a hacer fácil uso de su estro. Se extinguió la esperanza entrevista y Darío lo constata con pena, pero ¿es justa esa afirmación final: «yo... que le he criado poeta»? Cabe suponer que al interesado hubo de desagradarle en extremo, máxime viniendo de quien venía y apoyando a los mordedores colegas jóvenes que habían rehusado ya su magisterio.

Rueda no pudo pasarla en silencio y arremetió contra Rubén en artículo inserto en El Correo Español, de Buenos Aires; un escritor argentino, Eugenio Díaz Romero, remite a Darío el oportuno recorte en carta fechada el 3-VII-1901: «Le adjunto un artículo de Salvador Rueda, contra usted, publicado últimamente en El Correo Español. Es una infame diatriba, indigna de usted y de la cultura de Rueda»26. Ignoro si a este ataque -o a otro posterior que pudo darse- alude Gómez Carrillo en carta a Rubén27: «Me extraña lo que me dice Rueda, pues yo creí siempre que éste era el más ardiente de sus admiradores. En El Liberal me parece   —365→   imposible escribir contra Rueda, porque éste es uno de sus colaboradores. Pero podemos hacerlo en otra parte: en El País o en El Pueblo. Yo tendré mucho gusto en defenderlo a usted y en atacar a Rueda por un acto inútil de violencia. Dígame lo que quiere que haga»28.

A las depresiones afectivas siguen muy cordiales reconciliaciones, de las que nos queda algún expresivo testimonio. Ante unas afectuosas palabras de Rubén en un artículo de El Imparcial, Rueda responde así29: «Mi querido Rubén: Te agradezco la invocación de mi nombre en tu capítulo de cosas íntimas que leo hoy en El Imparcial. En aquellos tiempos me querías y aún no habías formulado contra mí tu negación injusta [¿acaso la de 1899, ya considerada], origen de una serie de cosas lamentables. Yo me ajusté a tu desamor. ¿Qué iba a hacer? Pero noto al leer hoy tus palabras que mi corazón te quiere por encima de todo, y ahí va un abrazo absolutamente leal».

La reanudada relación prosigue y cuando en 1910 Rueda emprende viaje a Cuba, donde será solemnemente coronado el día 4 de agosto, se lo comunica jubiloso a Rubén en unas líneas de afectuosa despedida: «Te mando en estas palabras mi adiós, que quisiera darte con los brazos. A Canarias y después a Cuba; un viaje íntimo, pacífico, de delectación espiritual purísima». Con estas palabras abre Darío una breve semblanza de su amigo,30 en la cual han sido olvidadas las desavenencias: «gran poeta», «homérida, pindárico» le llama ahora; «R. es el consagrado de la Lira, el hombre que tiene confianza con el alma de las cosas, porque es una voz, un órgano de la naturaleza. Yo no le encuentro en la Península parangón sino en Zorrilla. Vive en su nube de oro sonoro, de oro irreal. No es, pues, actual ni adaptado».

Con posterioridad a tal semblanza, en 1912 concretamente, Rubén dirige en París la revista Mundial y a 26 de enero escribe a Rueda   —366→   reiterándole su deseo de que colabore en ella; dice la carta, exhumada por Ghiraldo31: «Querido Salvador: Al fundar la revista Mundial te escribí a Madrid solicitando tu colaboración, pero tu silencio me ha hecho sospechar que se extravió mi carta, seguramente por falta de dirección. Hoy te escribo con el mismo objeto, temiendo que ésta siga la misma suerte. Te agradecería que me enviases colaboración, empezando con un cuento y unos versos ilustrables. Procuraré que sean interpretados por dignos artistas... Como siempre, tu viejo amigo que te quiere y admira».

Nada sabemos de la suerte corrida por esta segunda misiva de Darío: acaso fue contestada -(con o sin colaboración)-, acaso se perdió en el viaje -(como el remitente temía)-, acaso el destinatario -(con su silencio, producido por una nueva irritación)- hizo que se quedara sin respuesta. La postura anti-modernista de Rueda, a la sazón harto enconada y manifiesta, llevaba a veces consigo, como natural secuela, el malestar y el improperio ante Rubén, su máxima cabeza.

Años más tarde, nueve después del fallecimiento de Darío, Rueda le evocará con visible resentimiento, con sobrada injusticia en una extensa epístola a Narciso Alonso Cortés: «Darío era un hombre -escribe- que ni en su conversación, completamente mate y vulgar, ni en hecho ninguno de su vida, revelaba el menor asomo de poeta»32.




ArribaAbajoRueda, anti-Modernista

Pero la enemiga de nuestro poeta al Modernismo data de bastantes años atrás. Aunque no podamos precisar la fecha exacta en que tal actitud comenzó a manifestarse, sí es posible sostener que finalizando el siglo XIX, acaso coincidiendo con las palabras de Rubén recogidas luego en España contemporánea, Rueda se pasa a la oposición; le duele, además, ver como él ha abierto hasta cierto punto un nuevo camino, seguido   —367→   luego por los poetas más jóvenes, quienes, sin embargo, olvidan su condición de precursor, niegan tenerle por maestro33.

Si no el primero, uno de los primeros arranques del ánimo irritado de Rueda tal vez sea el soneto inserto en su colección de cien, Piedras preciosas -Madrid, 1900- y titulado La rueda de la noria. Está lleno de intención contra aquellos poetas que desatinadamente siguen la efímera moda, sin importarles más:


    En pos de originales invenciones
van falsos escritores y poetas,
creyéndose magníficos atletas
y movidos de ciegas ambiciones.
Mas son sus libros huecos cangilones,
tazas que al engranaje van sujetas;
un agua misma déjalas repletas;
todas marcan iguales rotaciones.
De un genio a veces en la rica fuente,
bebe la luz la literaria gente,
mostrando el brillo de la ajena gloria.
Y ánforas sucesivas sus cabezas,
—368→
se transmiten conceptos y bellezas
cual perforados búcaros de noria.



Si la amistad de Rueda con Darío tuvo altas y bajas afectivas, la enemiga del malagueño al Modernismo se mantuvo siempre con ritmo creciente, llegando a convertirse en coincidencia argumental con poetas -los de la atonía monocorde- que antaño había mirado como obstructores de la marcha que nuestra lírica debía seguir si quería salvarse. Conociendo los respectivos puntos de partida de Salvador Rueda y Emilio Ferrari no sospecharíamos inteligencia entre ambos en cuestiones de poesía coetánea: natural parece que el cerrado anti-Modernismo del segundo no pueda entenderse con la actitud renovadora asumida por el primero, salvo que uno de ellos ceda considerablemente en sus supuestos teóricos. Así le ha ocurrido a Rueda, quien el 27 de febrero de 1907 se dirigía a Ferrari en los siguientes términos: «Mi querido Emilio: Por una casualidad, una verdadera casualidad, sé hoy que escribió usted una crónica relativa a la fiesta que pensamos hacer con Zorrilla, y que en esa crónica, según me dicen, usted me aludía con amor. Gracias sincerísimas por el recuerdo34. Y, ..., será la fiesta simbólica, ¿verdad?; aunque nosotros le quitemos toda significación literaria, la tendrá. Allá en Valladolid nació el santo idioma nuestro, hoy aporreado y lleno [de] adefesios franceses traducidos de París por los americanos, que aún no han podido tener literatura propia y andan al merodeo eterno; allí está la bandera de la raza, allí esta la levadura del amasijo español. Hay que tirar puñados de cloruro de cal antifrancés en derredor del gran suceso y sanear el aire americanizado de imitaciones barriolatinescas, y usted perdone mis libres modos de expresión. Parece ser que la fiesta será en septiembre, en Valladolid, columna de la trova castellana y española, está claro. Usted debe, cuando el caso llegue, agitar bien el címbalo y echar a vuelo el campanario».

La galomanía es lo que ahora saca de sus casillas expresivas a Rueda. Idéntica repulsa a los importadores de novedades francesas encontramos   —369→   en otra carta suya fechada en julio de 1908 y dirigida al escritor canario Francisco González Díaz35, a la que pertenecen los siguientes expresivos párrafos: «... Al cabo de los años de haber hecho G. Kahn (hoy ya viejo y que sólo es un cerebral), la desarticulación del acento (de que se rieron en París), al cabo de los años, vienen los americanos a España, trayendo ese 'miriñaque lírico' pasado de moda, que se usó hace tanto tiempo. Es gente en la cual persiste la cotorra imitativa, pues se ve que, después de haber imitado a Quintana, a Zorrilla, a Campoamor, a Bécquer, a Núñez de Arce y, por último, a mi humilde persona, ahora imitan a Kahn y a Laforgue en lo del acento. Será cosa, mi insigne amigo, de que los vates de América (salvo rarísima excepción), estén condenados eternamente a ser cacatúas; lo que oyen decir, aquello repiten. Aprovechándose de la ignorancia y de la indiferencia general, trajeron la susodicha cantata de Kahn, y ¡cuánta cotorra española y americana! ¡Cómo si fuera posible trasladar la complexión fonética de un idioma a otro, cuando cada uno de ellos, como cada organismo humano, tiene su temperamento! Y hay tal abundancia de loros, entre los venidos de allende y los de aquende, que hasta en los árboles del Retiro creo oír espesas bandadas de impersonales cotorras diciendo: ¡Cacatúa! ¡Cacatúa!».

No son sólo los americanos, que también entre nosotros ha proliferado la secta, según Salvador Rueda constata con rabia y tristeza; salvo alguna excepción, contada excepción, lo cotidiano es imitar sin más, remedar, olvidando las posibilidades propias que él, Rueda, intentara beneficiar. De ahí su agradecimiento a González Díaz (en la misma carta) porque desde su rincón isleño ha sabido «diferenciar lo que en la lírica moderna es postizo, imitado de los desarticuladores del acento francés Gustavo Kahn y Laforgue, y lo que son modestas innovaciones mías, hechas con elementos puramente españoles, como la seguidilla gitana, la seguidilla sevillana, el romance y la copla, y otras fuentes nuestras». De ahí también la gran alegría experimentada al encontrarse con un poeta de gran talento original, el canario Tomás Morales, con cuyo elogio da fin a la citada carta: «Y en medio de esta ridiculez de imitaciones,   —370→   viene con sus Poemas del mar Tomás Morales..., trayendo una visión lírica nueva, totalmente nueva, suya propia. ¿No hay alta ocasión para sacar el palio de la raza en honor de este joven isleño que canta con su propia lira y su propio corazón? ¡Un gran original en estos tiempos en que tanto se roba...!».




ArribaLas razones de Salvador Rueda

Razones bien obvias y de amplio y generoso alcance tuvo Rueda para postular -cartas Sobre el ritmo a José Ixart, 1893- y para iniciar -desde Sinfonía del año, 1888- una saludable renovación vivificadora de nuestra poesía, comenzando por la métrica. Razones puramente personales, bien obvias asimismo y sentidas hondamente, promovieron su cerrada hostilidad hacia los innovadores y, por último, la coincidencia efectiva con hombres de letras bastante contrarios en los iniciales puntos de partida. Atenuó Rueda su espíritu innovador -«por fortuna no innovó con exceso», dijo Antonio Cortón-, se mantuvo impermeable a cuanto útil pudiera ofrecerle la lírica francesa finisecular (la calificada de «decadente») y enseguida se vio sobrepasado, postergado y hasta atacado.

Digamos que ya en plena época de innovación, cuando Salvador Rueda andaba empeñado en la empresa tanto como sus colegas hispanoamericanos, cuando por ello recibía prudentes reconvenciones de Clarín y burlas descompuestas de Fray Candil, distinguía en el prólogo a un libro de Máximo Soto Hall36 entre la tarea meramente formalista de aquellos, tan influidos por París, y la suya propia que, a más de autóctona, atendía a valores de sentimiento y emoción; escribe en 1893 Rueda: «La escuela joven americana, con Máximo Soto en ella, viene directamente de París, sí. Generalmente cultiva la frase por la frase, sin otra trascendencia; el asunto, si bien se mira, es un pretexto muchas veces para lucir el chisporroteo del estilo, el esmalte de las imágenes, la orfebrería literaria de un arte que rinde culto, un culto apasionado a las palabras, a los sonidos, a los colores, a las músicas, a las luces, pero que no agarra, no prende   —371→   a la realidad, ni tiene como base el sentimiento de todo ese color hecho emoción honda, franca y fuerte. Es un color inventado, surgido del roce de las frases, de las elegancias de la dicción, de la originalidad que busca vocablos eufónicos, voces musicales, palabras escultóricas, todo iluminado por una policromía brillante y seductora. Por eso dije más arriba que nada tenía yo que ver con esos egregios artistas, que gustan generalmente no pasar de la técnica a la emoción, y que ejecutan sus maravillas de frase como exquisitos cinceladores. Yo prefiero (no digo que lo consiga) reproducir la emoción, el sentimiento, valiéndome de lo poquísimo que yo sepa de secretos de estilo; por eso, y porque no son justos ni merecidos, rechazo los títulos que se me querían dar».

Largo resulta el fragmento transcrito, pero su interés es grande en orden a fijar posiciones. La procedencia francesa de la joven escuela americana es constatada bien pronto por Rueda, al objeto, sin duda, de que así adquiera relieve máximo su propio enraizamiento en nuestra tradición lírica, en la rama popular especialmente; andando el tiempo, la distinción de ahora, tan ponderada, dejará paso a la implacable impugnación de galomanía, conforme queda visto en la carta a Ferrari y en la dirigida al canario González Díaz37. Pero véase cómo todavía esos poetas distintos a él son «egregios artistas» y no, como después, causa de disgusto y animadversión.

La empresa innovadora de tales artistas estaba por entonces, según Salvador Rueda, centrada en la superficie de la poesía, preocupándose de manera casi exclusiva por el logro de una apariencia ostentosa; las palabras, los colores, los sonidos, las músicas merecían toda la atención. Por   —372→   este camino se llegará a la exageración verbalista que Ortega reprobaba en 1906, poniendo de manifiesto su radical inanidad, y contra la que ya ahora previene nuestro poeta. Los artistas en cuestión no suelen pasar «de la técnica a la emoción», en tanto que él, Rueda, sí que pasa, y abundosamente, constituyendo en fundamento de sus poemas la emoción y el sentimiento, a cuyo más feliz logro contribuirán como medios instrumentales los recursos de orden técnico38.

Una afirmación de interés remata el fragmento; en ella su autor rechaza, puesto que no son ni «justos» ni «merecidos», esos títulos de precursor o adelantado de las nuevas tendencias que algunos venían dándole. (Tal afirmación hace pensar que lo que a Rueda molestó y amargó años más tarde fue, no el hecho de que se le desposeyera de una jefatura que parece no aceptar cuando algunos se la otorgan, sino el que se olvidase su labor innovadora al margen de estéticas concretas y de influjos foráneos o, como diría González Blanco39, su carácter de «lazo de transición para la poesía nueva»).

En marzo de 1925, desde Benaque (Málaga), Rueda contestaba con una extensísima epístola a la petición que le formulara Narciso Alonso Cortés de «algunos datos sobre la intervención que, a su juicio, hubiera tenido en la reforma lírica española»40. Por entonces el Modernismo era ya historia y no vida, quedaban atrás en el tiempo sus momentos de lucha y de triunfo; habían muerto poetas tan caracterizados como Rubén y de aquellos nombres reunidos por Carrere en La Corte de los Poetas bastantes cultivaban ya otros géneros literarios; la sensibilidad poética vigente era, en suma, harto distinta a la que el movimiento modernista impusiera. Pese a lo cual, los recuerdos de Rueda aparecen colmados de resentimiento, vertidos en esa prosa suya desmedida y poco precisa, aunque a veces de fulgurantes destellos.

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Para Rubén Darío, el entrañable amigo de antaño. Salvador Rueda sólo guarda palabras gravemente injustas, dice por ejemplo que «lo traía todo empaquetado y listo de Francia, como las corbatas, y no se desprendió jamás ni para dormir de su Diccionario de la rima, de sus diccionarios enciclopédicos y de sus antologías de poetas raros de Francia. No se asomó jamás con el cerebro, ni a la ciencia ni a la vida, y carece de contenido emocional y de contenido moral». Más adelante se refiere, faltando a la propia elegancia espiritual y al respeto que merece la memoria de quien no puede ya defenderse, a interioridades de la existencia de Darío -su relación con Francisca Sánchez-, al que llama «mulato de oído sedoso, afelpado e imitativo, como el de muchos negros de América».

Insistiendo en su indicada distinción de 1893 -prólogo al libro de Soto Hall-, cuenta Rueda al destinatario de la carta cómo muy pronto se entabló una pugna entre cuanto él mismo significaba -salud, aire fresco y vivificante, invasión de la Naturaleza- y lo que traían los otros poetas -bagaje libresco, vicio de cultura, detritus decadente-, aprendido en el Barrio Latino de París; en la pugna fue vencido por el número de los imitadores o «mecanógrafos», meros cangilones de noria.

Enumera y comenta Salvador Rueda sus aportaciones técnicas, hay hasta seis de orden métrico, a saber: el primer soneto dodecasílabo castellano es el suyo titulado Bailadora. -«Con un chambergo puesto como corona y el chal bajando en hebras a sus rodillas»-41; variaciones introducidas en la seguidilla gitana; ídem en los tercetos del soneto; resurrección del dodecasílabo; ensayos de aclimatación del hexámetro clásico en nuestra lírica; uso bastante sistemático de versos blancos de vario número de sílabas.

Añádase una considerable aportación lexicográfica, que incluye: a) «cientos de palabras científicas», b) «voces cansadas de servir» o caídas en desuso, rehabilitadas por Rueda, c) muchos términos de agricultura, fruto de su contacto directo con el campo, d) incorporación de «expresiones de los gitanos y de toda clase de canalla». Pese a lo cual, ha sido   —374→   como barrido por el modernismo y olvidado; Rueda concluye así su carta: «Con las importaciones y trasiegos franceses al castellano..., ha ganado en elegante feminidad y gracia quebradiza y feble nuestra Lírica; pero, en cambio, nuestro Apolo varonil y grandioso ve que sus nueve Musas, como las nueve robustas columnas de la vida, le han sido suplantadas por nueve señoritas cloróticas francesas... Hace falta una reacción gigante y una reintegración profunda a la naturaleza y a la vida». Es decir, falta lo que Salvador Rueda cree aportaba su propia obra.





 
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