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San Juan de la Cruz: una nueva concepción del lenguaje poético

Luce López-Baralt


Universidad de Puerto Rico


Y nos fundiremos en el éxtasis, ...
jubilosos y a puerto seguro del
necio lenguaje humano, tú y yo.


(Jalāluddīn Rūmi)                






Al escribir poesía, San Juan de la Cruz intenta lo imposible: comunicar al lector su infinita experiencia mística. Su tarea parece condenada al fracaso por la esencia misma de lo que el poeta pretende, que es traducir una experiencia a-racional e infinita a través de un instrumento racional y limitante -el lenguaje-. El problema es, sin duda, muy antiguo. Ya en el Cratilo Platón propone una de las primeras críticas del lenguaje, crítica que se intensifica cuando los Padres de la Iglesia se plantean a Dios como referente de la palabra humana. Clemente de Alejandría y su discípulo Orígenes declaran insoluble el problema teológico-lingüístico. Su seguidor Plotino los secunda: «We must be forgiven for the terms we use, if in speaking about Him [God] in order to explain what we mean, we have to use language, which we, in strict accuracy, do not admit to be applicable»1. Para Hilario, Obispo de Poitiers, Dios trasciende no sólo la palabra sino el pensamiento mismo, y para San Agustín hablamos de él «non ut illud diceretur, sed ne taceretur» (De Trin., v. 9). Maimónides aun va más lejos al afirmar en su Guía de los extraviados que aquel que se atreve a afirmar los atributos de Dios inconscientemente pierde su fe en Él. (El rabino de Córdoba parece muy cerca de la respetuosa abstención del uso del nombre de Dios -el Tetragrámaton- que caracterizó al judaísmo tardío)2. Santo Tomás evade la alternativa del silencio y se esfuerza en su Summa por defender la legitimidad del pensamiento especulativo teológico, explicando que las palabras que usamos para referirnos a Dios (por el contrario de las palabras usuales) no expresan la esencia divina tal y como ésta es en sí. La meditación sobre la insuficiencia del lenguaje3 se prolonga durante la Edad Media y el Renacimiento (recordemos a Dante y a Giordano Bruno) y ya en el siglo XX pasa a ser preocupación central del pensamiento filosófico: Bertrand Russell, Alfred Whitehead, Fritz Mauthner, Ludwig Wittgenstein, F. Waissman, entre muchos otros.

En pleno siglo XVI español, San Juan de la Cruz advierte que no está solo en su desesperación de escritor que se impone la tarea de traducir la Divinidad. Considera la Biblia misma su mejor apoyo y antecedente y comenta en la Noche:

De lo cual [imposibilidad de traducir a Dios] tenemos autoridades y ejemplos juntamente en la divina Escritura; porque la cortedad del manifestarlo y hablarlo exteriormente mostró Jeremías cuando, habiendo Dios hablado con él, no supo sino decir A, A, A (1, 6); y la cortedad interior... también lo manifestó Moisés delante de Dios en la zarza (Ex. 4, 10) cuando no solamente dijo a Dios que después que hablaba con Él no sabía ni acertaba a hablar, pero [ni] aun... con la imaginación interior no se atrevería a considerar...4


Para el poeta «no hay nombre acomodado para nombrar aquello... San Pablo, cuando tuvo aquella alta noticia de Dios, no curó de decir nada, sino decir que no le era lícito al hombre tratar de ello (2 Cor. 12, 4)» (VO., 461-62). Pero San Juan lo intentará5, aunque parezca declararse vencido ante la magnitud y la dificultad de la tarea comunicativa que le impone a sus versos. Sabe muy bien que «lo que Dios comunica al alma... totalmente es indecible y no se puede decir nada, así como del mismo Dios no se puede decir algo que sea como Él» (VO., 700). No sólo Dios «no se puede decir» sino que ni siquiera se puede entender: «Dios, a quien va el entendimiento, excede al [mismo] entendimiento, y así es incomprehensible y inaccesible al entendimiento; y, por tanto, cuando el entendimiento va entendiendo, no se va llegando a Dios, sino antes apartando»... (VO., 895-96).

San Juan se queda pues «no sabiendo» y se siente hermanado con el «nescivi» de la Esposa de los Cantares. Lo que no se entiende a través de la razón y los sentidos, no puede, naturalmente, comunicarse a través de ellos. El poeta lo advierte con tal lucidez que vale la pena seguir de cerca su pensamiento:

... la sabiduría interior... no entró al entendimiento envuelta ni paliada [con] alguna especie o imagen sujeta al sentido, de aquí es que el sentido e imaginativa, como no entró por ellas ni sintieron su traje o color, no saben dar razón ni imaginarla para decir algo della; aunque claramente ve que entiende y gusta aquella sabrosa y peregrina sabiduría; bien así como el que viese una cosa nunca vista cuyo semejante jamás vio, que, aunque la entendiese y gustase, no la sabrá poner nombre ni decir lo que es, aunque más hiciese; y esto con ser cosa que la percibió con los sentidos, ¡cuánto menos, [pues] se podrá manifestar lo que no entró por ellos!; porque esto tiene el lenguaje de Dios, que, por ser muy íntimo al alma y espiritual, en que excede todo sentido, luego hace cesar y enmudecer toda la armonía y habilidad de los sentidos exteriores y interiores...


(VO., 599)                


¿Cómo reproducir ese «lenguaje de Dios»6 de que habla el poeta? Parece un proyecto imposible. Dios le ha hablado a San Juan «sobre toda lengua» (VO., 926). Veremos, sin embargo, que -aunque por caminos insospechados y con consecuencias poéticas extraordinarias- San Juan de la Cruz cumple su propósito comunicativo.

Es una extraña victoria sobre el lenguaje. En su esfuerzo por comunicar eficazmente el trance extático, San Juan destruye la lengua unívoca y limitada de sus contemporáneos europeos y maneja una palabra que tiene que ensanchar infinitamente para hacerla capaz de la inmensa traducción que le exige. Su revolución poética es tan radical y tan honda que San Juan no es comprendido ni por sus coetáneos -es el gran ausente de los tratados poéticos del Siglo de Oro7-; ni por sus supuestos seguidores8; ni, salvo contadas excepciones, por sus críticos, que abordan su literatura con precaución y timidez. Este artista solitario, que reinterpreta la lengua castellana sin la fortuna de un Garcilaso, necesita ser entendido en sus propios términos y ser visto desde una nueva perspectiva en la historia de la literatura española.

Al acercarnos a la literatura de San Juan, lo primero que nos llama la atención es la frecuente ilogicidad de los poemas místicos. Nos sentimos perdidos ante versos como «Mi amado las montañas»; «el aire del almena»; «Que nadie lo miraba/Aminadab tampoco parecía;/y el cerco sosegaba,/y la caballería/a vista de las aguas descendía»; y ante la notable falta de hilación lógica entre muchas estrofas. El propio poeta admite que sus versos «antes parecen dislates que dichos puestos en razón» (VO., 626). Aunque la incoherencia verbal de San Juan resulte sorprendente en el contexto de la poesía europea renacentista, el fenómeno tampoco es nuevo para la historia de la literatura mística. Basta recordar casos de escritura extática delirante como los de Ibn-'Arabī de Murcia (siglo XIII), Catalina de Sena (siglo XIV) y Blaise Pascal (siglo XVII). (Los místicos musulmanes defendieron ardientemente el uso de versos o exclamaciones místicas oscuras y disparatadas, que identificaban con el nombre técnico de shath). San Juan menciona el caso del enigmático Cantar de los cantares para explicar y respaldar el suyo propio. Con todo, los primeros lectores del santo se sentirían probablemente confundidos frente a la poesía misteriosa y para colmo erótica de San Juan. Es quizá debido a su perplejidad que estos primeros lectores de los poemas y algunos de sus destinatarios (las monjas de Beas, Ana de Peñalosa, el P. Inocencio de San Andrés, las monjas y frailes del Carmelo Descalzo) piden que San Juan les aclare el significado de sus liras. Jean Baruzi9 sospecha que este fue el primer impulso que dio origen a las singularísimas glosas al «Cántico» y a la «Llama» y a los tratados Subida del Monte Carmelo y Noche oscura, que explican el poema «En una noche oscura...». El poeta, sea cual fuere el origen último de sus comentarios, se convierte, en efecto, en exegeta de sí mismo. Resulta curioso advertir que San Juan, que tanto protesta de la imposibilidad de comentar eficazmente la Escritura10 -infinito lenguaje de Dios- parece rechazar la tradición hermenéutica de la Iglesia al explicar sus propios versos. Legítimamente podríamos esperar lo contrario pues la lectura principal del santo fue la Biblia (recordemos los testimonios de su contemporáneo Astorga y la propia muerte del poeta saboreando los versículos del Cantar de los cantares). La crítica (Silverio de Santa Teresa, Jean Vilnet, Roger Duvivier, Francisco García Lorca, entre otros) siempre ha asociado a San Juan a la exégesis bíblica cristiana, asociación que naturalmente es correcta en un sentido general, pues basta una lectura rápida de la obra del santo para corroborar que conocía muy a fondo esa tradición. Sin embargo, al examinar de cerca sus comentarios poéticos, vamos a ir advirtiendo notables diferencias entre ambos métodos aclaratorios. La principal acaso sea que los exegetas cristianos delimitan y organizan estructuralmente la palabra múltiple de las Escrituras en tres y sobre todo cuatro niveles de significado (literal, alegórico, tropológico y anagógico)11. San Juan, como veremos, comenta sus propios poemas desarrollando los significados del texto de manera ilimitada y caótica. Infla y ensancha su propio lenguaje en lugar de imponer cierta estructura ordenadora y fija de comentario a sus versos. Parecería más añadir que legítimamente descubrir significados, tarea esta última de los exegetas bíblicos12.

La prosa aclaratoria de San Juan parece pues tan enigmática como los versos que pretende explicar. Pero es justamente en el conjunto articulado de esta prosa y de esta poesía donde hemos de ir a buscar las claves de la nueva y singular concepción del lenguaje del santo. Veremos que el misterio mismo de la literatura de San Juan de la Cruz le será esencial para comunicar eficazmente su éxtasis inaprehensible e infinito.

Veamos cómo lo logra, y con qué consecuencias poéticas. Comenzaremos nuestro análisis de la obra de San Juan por el «Cántico», advirtiendo que, aunque manejamos el códice de Jaén, todo lo estudiado se puede inferir igualmente del códice de Sanlúcar de Barrameda. Por no alargar indebidamente este trabajo nos hemos circunscrito a una sola versión del poema.

Un examen minucioso del «Cántico» y sus glosas nos lleva a una primera conclusión: no existe un sistema unitario de concordancias de sentido entre poesía y prosa. San Juan, por su condición de religioso y por las evidentes incoherencias de su poema, tiene que ofrecer al menos una equivalencia alegórica general y constante para sus misteriosos versos eróticos: los esposos que se buscan y se aman en un ambiente pastoril son el alma y Dios en coloquio místico. (Aquí las huellas del Cantar de los cantares y su exégesis cristiana son evidentes). Esta explicación general es la única que San Juan mantiene a través del poema. Por el contrario, cuando entra en pormenores de interpretación, no se atiene a patrones fijos. No es esta, pues, una poesía «cifrada» cuya clave definitiva pueda ofrecernos el autor para beneficio doctrinal.

Contra lo esperable, San Juan asigna significados e intenciones distintas a unos mismos vocablos y versos. Es más: al salirse de estas constelaciones de sentidos, es arbitrario en relación a su propia arbitrariedad. Las glosas, que deberían ayudar a iluminar las intenciones poéticas y teológicas del santo, no hacen sino sumirnos en una confusión aun más profunda, que nos obliga a preguntarnos cuál es el modo peculiar de comunicación en esta poesía que tanta libertad creadora parece ofrecer al lector.

El poeta exegeta rompe su posible sistema de equivalencias de diversas maneras. Las estudiaremos a continuación, comenzando por una de las más representativas, el recurso de asignar sentidos diferentes a un mismo vocablo. Dicho recurso no sólo abunda singularmente en la explicación doctrinal del «Cántico», sino que resulta tan excesivo que no podemos hablar de significados «alegóricos», porque casi siempre que aparece un término se le asigna en la prosa un significado nuevo y, a menudo, contradictorio con el anterior.

Nos limitaremos a unos pocos casos representativos. La palabra montes aparece en distintos contextos dentro del poema y con distintas equivalencias en la prosa. En los versos «y vámonos a ver en tu hermosura/al monte y al collado...» (VO., 725-26) monte se traduce, en atención a que su altura recuerda la alteza de Dios, por la «noticia matutina y esencial de Dios, que es conocimiento en el verbo divino» (VO., 726). En un verso anterior, también por asociación de la sensación de altura física con la sensación de lo positivo y elevado («iré por esos montes y riberas», VO., 636) el monte había significado «virtudes». Hasta aquí, San Juan es coherente al asociar la elevación de los montes con realidades igualmente elevadas. Pero el cambio de interpretación -que es radical- no se hace esperar: los «montes, valles, riberas» son «los actos viciosos y desordenados de las tres potencias del alma, que son memoria, entendimiento y voluntad...» (VO., 684).

El punto de apoyo para tal paralelo es, como casi todos los del santo, muy débil: cuando estos actos son «en extremo altos o bajos», son desordenados y viciosos. Los montes, por su altura, tienen en este contexto doctrinal la citada connotación peyorativa. No es posible dejarse llevar, pues, por las interpretaciones anteriores, de sentido racional y emocional opuesto.

Se podría aducir que es el contexto lo que decide la alteración en el significado, pero no. San Juan asigna también distintos sentidos a un mismo vocablo dentro de un mismo verso. Un caso sorprendente entre los muchos que exhibe la prosa explicatoria es el de los versos «en las frescas mañanas escogidos» (VO., 711) en que el autor combina tres sentidos distintos para las frescas mañanas:

Y llama a estas juventudes «frescas mañanas», porque, así como es agradable la frescura de la mañana en la primavera más que en las otras partes del día, así lo es la virtud de la juventud delante de Dios. Y aún puédense entender estas «frescas mañanas» por los actos de amor en que se adquieren las virtudes, las cuales son a Dios más agradables que las frescas mañanas a los hijos de los hombres.

También se entienden aquí por las frescas mañanas las obras hechas en sequedad y dificultad de espíritu, las cuales son denotadas por el fresco de las mañanas del invierno; y estas obras hechas por Dios en sequedad de espíritu y dificultad son muy preciadas por Dios, porque en ellas grandemente se advierten las virtudes y los dones.


(VO., 712)                


«Juventudes», «actos de amor», «obras hechas en sequedad de espíritu»: estos significados múltiples de los vocablos de San Juan, y en particular esta asignación de sentidos diversos a un mismo texto poético nos obliga a plantearnos el problema de si el poeta comunica efectivamente las ideas que dice querer transmitir en sus glosas, o si podemos desprender otras, prescindiendo de éstas, de su poesía. Por otra parte, ya se nos comienza a revelar aquí toda una concepción del lenguaje: un vocablo -como veremos más detenidamente- es capaz de significar a la vez cosas muy diferentes.

Este curioso fenómeno poético salta aún más a la vista cuando San Juan -cosa que ocurre a menudo- interpreta simultáneamente sus versos de manera no sólo múltiple sino contradictoria. En la extraña y hermosa lira que describe el instante de la unión mística, Dios (o el Amado) pide al alma (la Esposa) que se vuelva:


   Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma
al aire de tu vuelo, y fresco toma.


(VO., 660)                


El poeta, rompiendo la más elemental lógica aristotélica, nos anuncia que el mandato («vuélvete») debe entenderse de dos maneras: Dios exige el regreso al alma, ya que no está lista para el trance místico, y a la vez le pide que se «vuelva» a Él, que es a quien el alma, llegada, busca13:

El cual deseo y vuelo le impidió luego el Esposo, diciendo: Vuélvete, paloma, que la comunicación que ahora de mí recibes aún no es de este estado de gloria que tú agora pretendes; pero vuélvete a mí, que soy a quien tú, llagada de amor, buscas; que también yo, (como el ciervo), herido de tu amor, comienzo a mostrarme a ti por tu alta contemplación, y tomo recreación y refrigerio en el amor de tu contemplación.


(VO., 660)                


Sería posible seguir enumerando ejemplos. No sabemos en cuál de estos múltiples, y lo que es más grave, opuestos sentidos pensaría el santo al concebir su poema. Quizá en uno de ellos, quizá en ninguno en particular. Resulta difícil señalar cuál de los significados es el que legítimamente nos llega por vía poética autónoma, independiente de la glosa doctrinal. A múltiples interrogantes nos expone el arte de este poeta que en pleno siglo XVI parece haberse sentido en la obligación de justificar una poesía demasiado original y atrevida para su época. Contra lo esperado, vamos advirtiendo que las glosas, lejos de aclarar los versos, no hacen sino multiplicar su misterio.

En otros casos, sin embargo, San Juan invierte su recurso anterior y asigna un único sentido a los vocablos más diversos. Seguir sus analogías se va haciendo, con esto, cada vez más difícil. Muchos términos del poema están interpretados de manera que tengan el sentido de «virtudes». San Juan se refiere a las del alma al decir «iré por esos montes y riberas» (VO., 639), ya que los montes, por su altura, resultan difíciles de subir o alcanzar, como las virtudes. Por otra parte, son las virtudes y gracias de Dios, «que embisten el alma», las sugeridas por «los aires amorosos» (VO., 667). Las virtudes de los amados se unen en las rosas que ambos disponen en un ramo: «en tanto que de rosas hacemos una piña» (VO., 675).

Una débil intención alegórica se observa en la repetida atribución del sentido «virtudes» al término «flores»:


Y pacerá el Amado entre las flores...


(VO., 678)                



... en tanto que de flores y rosales...


(VO., 679)                



De flores y esmeraldas...


(VO., 711)                



... que ya está florecida nuestra viña...


(VO., 673)                


Pero siguen las inconsistencias. En una equivalencia mucho más arbitraria (las «flores» tienen al menos, como las virtudes, una connotación agradable), el poeta traduce por «virtudes» las compañas del alma: «mas mira las compañas/de la que va por ínsulas extrañas» (VO., 682). Es improbable que el lector entienda que es específicamente de virtudes de lo que está acompañada el alma.

Por último, y también en otra equivalencia dudosa, dice San Juan que el «lecho florido» de los amados está protegido por virtudes «todas trabadas entre sí que defienden y protegen al alma en el estado de unión» (VO., 693). Esto se debe inferir de los versos: «Nuestro lecho florido/de cuevas de leones enlazado» (VO, 693), «porque las cuevas de los leones están muy seguras y amparadas de todos los demás animales» (VO, 693). Las cuevas de leones alrededor de un lecho deben, según las glosas, producir una sensación de amparo. Pero ¿no podrían inspirar también pavor, dada la fiereza proverbial de estos animales? Una vez más: ¿logra comunicar la poesía de San Juan no ya la idea, sino algo mucho más general y esencial -la emoción- que sugiere en sus glosas?

El recurso que hemos estado examinando -la asignación de varios vocablos a un solo sentido- es abundantísimo en el poema comentado. El alma, el Espíritu Santo, la contemplación, los misterios de Dios, las criaturas y los elementos están vistos en términos tan numerosos como diversos. Para inferir a Dios -centro indudable del poema- San Juan usa por lo menos dieciocho palabras distintas.

Pero frente a la anterior multiplicidad significativa, tenemos -contra lo que podríamos esperar en un poema «alegórico»- que solo en escasísimas ocasiones San Juan asigna un mismo y único sentido a vocablos que aparecen más de una vez en el poema. Los términos-relativos a la bebida («vino», «en la interior bodega de mi Amado bebí»; «el mosto de granadas») se traducen invariablemente por el éxtasis místico o amoroso que implica la transformación del alma en Dios y el conocimiento divino. La noche es la contemplación secreta de Dios tanto en «la noche sosegada» (VO., 670) como en «la noche serena» (VO., 726), mientras que por el ganado se entienden los gustos y pasiones del alma tanto en los versos «y el ganado perdí que antes seguía» (VO., 703) como en «ya no guardo ganado» (VO., 707). Otros vocablos, demasiado explícitos, como Amado, Esposo, Esposa, observan también, por supuesto, un único significado.

El poco familiar manejo del lenguaje en San Juan se pone de relieve por el hecho curioso de que hay casos en que las explicaciones de significado y los versos no concuerdan sintácticamente entre sí. Dicho de otra manera: si intentamos «traducir» los versos a su sentido doctrinal «correcto», nos encontramos con notables incongruencias y redundancias de sintaxis. Es muy difícil admitir que el poema se haya concebido con estas esenciales contradicciones internas: antes cabe pensar que San Juan añadió, a posteriori, una explicación teológica a la que se sentiría moralmente obligado. Los ejemplos abundan, pero uno de los casos más extremos lo constituye el comentario de la ya citada estrofa que describe los impedimentos inmediatos que Dios pone al alma en el momento que precede a la unión total:


   Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma
al aire de tu vuelo, y fresco toma.


(VO., 660)                


Esta estrofa tiene en las glosas de San Juan dos sentidos totalmente contradictorios: el imperativo inicial «vuélvete» -ya lo hemos visto- está explicado en su doble y opuesto significado de regresar (el alma debe volver a sí misma) o de volverse al Amado (ir a Dios). Los versos que siguen al ambiguo mandato adquieren un valor distinto según el sentido en que entendamos la orden. Si entendemos vuélvete como «vuélvete a mí», la lógica gramatical queda a salvo: «Vuélvete a Dios, alma, que Él, como ciervo, herido de amor por ti, se te muestra, gracias a la altura de tu éxtasis (asoma por el otero, que es alto, al aire del vuelo del alma) y toma en dicho éxtasis refrigerio y descanso a sus propias penas de amor». La línea lógica general es bastante aceptable, aunque siempre hay incongruencias menores: el que dice los versos (Dios) y el ciervo no parecen ser la misma entidad; es casi imposible deducir -y resulta sintácticamente redundante- que «otero» y el misterioso verso «al aire de tu vuelo» signifiquen lo mismo: el éxtasis profundo del alma.

Por otra parte, al leer directamente los versos, vuélvete parece más una orden de regreso que no de unión. Es esta, además, la primera versión que da San Juan en la glosa. Si la seguimos fielmente, nos encontramos con una gran contradicción y con una irremediable falta de lógica verbal: «regresa a ti, vete, alma, que Dios, herido de amor por ti, se te muestra, gracias a la magnitud de tu éxtasis, y toma en él descanso de sus penas de amor». La conjunción causal que -con la cual usualmente anticipamos una explicación o secuencia lógica- aquí anuncia una idea contrapuesta a la de la cláusula inicial. Más bien debería decir San Juan pero donde dice que. Ante esta incongruencia fundamental, nos preguntamos en qué equivalencias, en qué significados, en qué imágenes pensaría el poeta al crear el poema. Las equivalencias señaladas en las glosas parecen aquí un aditamento externo y posterior al acto de creación de los versos.

Veamos un último ejemplo en el que es obvia una repetición gramatical inútil. En el verso «¡Oh cristalina fuente!» (VO., 657) San Juan hace equivaler el adjetivo cristalina a la «fe», ya que es «de Cristo» (curiosa etimología falsa como tantas de San Isidoro, de Dante, del humorista Cervantes) y ya que es «pura en las verdades y fuerte y clara» (VO., 657). Pero el vocablo modificado por dicho adjetivo, fuente, resulta significar, igualmente, la «fe», porque según el poeta es de la fe de donde manan al alma las aguas de los bienes espirituales. Llevando, pues, el verso a su significado doctrinal, tendríamos que entender que San Juan quiso decir: «¡Oh fe fe!». La exactitud conceptual nos obligaría a un enorme disparate poético.

Los comentarios de San Juan no resisten, pues, un cotejo con la poesía que pretenden hacer inteligible. No podemos someter este lenguaje a un análisis racional. Y, sin embargo, este intento de análisis nos empieza a abrir las puertas del arte misterioso de San Juan de la Cruz.

El resto de la poesía comentada de San Juan obedece en términos generales a la misma concepción de una lengua poética en total estado de disponibilidad que hemos estado explorando. Hay, sin embargo, algunos casos (aunque siempre dentro de estos postulados lingüísticos y poéticos) cuya peculiar complejidad conviene destacar14.

Uno de los más significativos es el símbolo de la noche de la Subida del Monte Carmelo15, el tratado más ambicioso del fraile. Al comentar el poema «En una noche oscura...», San Juan no suele «transmutar» vocablo por vocablo o verso por verso (como vimos que hizo en el «Cántico»), sino que, tras establecer la alegoría general -es el alma quien sale en busca de Dios- se dedica a profundizar en los sentidos y los matices de la noche, que es, para Jean Baruzi y para el P. Silverio de Santa Teresa, la creación simbólica más original y fecunda del Doctor Místico.

Comienza San Juan haciendo equivaler noche a purgación espiritual del alma. Hay -y, así, ya la noche comienza a ser múltiple- distintos tipos de purificación: de la parte sensitiva del alma, de la parte espiritual, etc. (VO., 367). En el capítulo segundo, el poeta multiplica profusamente los significados mismos del término noche delatando una vez más la absoluta maleabilidad de su lenguaje poético:

Por tres causas podemos decir que se llama noche ese tránsito que hace el alma a la unión de Dios: la primera, por parte del término [de] donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito [del gusto] de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre. La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento como noche. La tercera, por parte del término donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida.


(VO., 368)                


Es decir, la noche, antes equivalente a «purgación», ahora se equipara con «tránsito» o camino hacia Dios por tres razones: La primera, atendiendo al término de donde sale el alma, que es de un estado de «purgación»; la segunda, atendiendo al camino que recorre, que es la «fe», y la tercera, atendiendo al término adonde va, que es «Dios».

Ya la noche, como imagen, tiene pues dos puntos principales de referencia: «purgación» y «tránsito». La lógica de esa elasticidad es confusa, ya que, entre las tres razones que da San Juan para hacer equivaler la noche a «tránsito», una es «porque el alma parte del estado de la purgación, que es noche para los sentidos». Es decir, la noche, antes vista en términos de «purgación» sin más, ahora se hace equivalente de «tránsito» por las mismas razones que apoyaban el primer caso metafórico.

El segundo caso -que acabamos de ver- consta en el fondo de tres «metáforas» o equivalencias al servicio o en apoyo de una principal. La «purgación», la «fe» y «Dios» también se asocian a la noche porque se parecen a ella: la purgación o negación del apetito de las cosas del mundo es como noche para los sentidos, la fe es oscura para el entendimiento como noche y Dios es noche oscura para el alma en esta vida. Los términos son, por derecho propio, metáforas. Hay, pues, una nueva singularidad: las «razones» que sirven de sostén a la metáfora son también metáforas.

Haciendo aún más complejo el juego verbal de las equivalencias, el poeta da «razones» para las «razones». Ofrece nuevos apoyos para justificar los apoyos que ya había utilizado para respaldar su equivalencia principal noche = «tránsito»:

Estas tres partes de la noche todas son una noche; pero tiene tres partes como la noche, porque la primera, que es la del sentido, se compara a prima noche, que es cuando se acaba de carecer del objeto de las cosas; y la segunda, que es la fe, se compara a la medianoche, que totalmente es oscura; y la tercera, al despidiente, que es Dios, la cual es ya inmediata a la luz del día.


(VO., 369)                


Los «apoyos de los apoyos», como hemos visto, también se vuelven a asociar a la noche, pues, como ella, tienen tres partes. Resultan, una vez más, metáforas independientes.

Pero volvamos al principio. Como la noche había sido el primer punto de partida metafórico, advertimos con sorpresa que San Juan ha descrito un circuito verbal cerrado. De noche, lingüísticamente, volvemos a noche mediante unas equivalencias que se van contagiando unas con otras en confuso arabesco. El lector tiene que concluir lo inesperado: que el poeta propone que noche equivalga a noche, que noche signifique noche, que noche sea metáfora de noche16. La complicada metáfora termina en tautología, el camino verbal que conduce de noche a noche resulta circular. La lengua se cancela a sí misma porque regresa constantemente al punto de partida: San Juan cae en un panteísmo lingüístico que comienza a minar y a anular su lenguaje.

En la «Llama» encontramos casos semejantes. Las lámparas de fuego, gracias a una lejana justificación bíblica (VO., 875-76), se equiparan a «las aguas vivas del Espíritu» y se siguen deslizando vertiginosamente del significado de agua en el de fuego (fuego → agua → fuego → agua → fuego, etc.) hasta regresar al punto de origen: el fuego o las lámparas de fuego.

Veamos por último otro arabesco o círculo cerrado lingüístico en el que San Juan hace que se equivalgan entre sí los versos de la estrofa

1. ¡Oh cauterio suave!

2. ¡Oh regalada llaga!

3. ¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado!

4. que a vida eterna sabe

5. y toda deuda paga;

6. matando, muerte en vida la has trocado.


(VO., 850)                


Explica San Juan:

En esta canción da a entender el alma cómo las tres personas de la Santísima Trinidad... hacen en ella esta divina obra de unión, ansí la mano y cauterio y el toque son una misma cosa, y pónelos estos nombres, por cuanto por el efecto que hace cada una les conviene: el cauterio es el Espíritu Santo; la mano es el Padre y el toque es el Hijo, encareciendo tres grandes mercedes y bienes que en ello hacen, por haberle trocado su muerte en vida, transformándola en sí: la primera es llaga regalada, y esto atribuye al Espíritu Santo, y por eso la llama cauterio; la segunda es gusto de vida eterna, y esta atribuye al Hijo, y por eso le llama toque delicado; la tercera es haberla transformado en sí, que es la deuda con que queda bien pagada el alma, y ésta atribuye al Padre, y por eso le llama mano blanda.


(VO., 850-51)                


A través de la explicación doctrinal advertimos que estamos ante una estrofa circular, contenida en sí misma: unos versos están explicados en términos de otros. San Juan hace una única incursión afuera de la estrofa al equivaler el cauterio, la mano blanda y el toque delicado al Espíritu Santo, al Padre y al Hijo, respectivamente. Esto le permite seguir comentando la estrofa en términos de ella misma. Unos versos se van contagiando con otros: las tres distintas personas de la Santísima Trinidad son en el fondo lo mismo: «ansí la mano y el cauterio y el toque son una misma cosa». Estos tres segmentos de la estrofa, tan diferentes, resultan, pues, idénticos. El poeta aspira a hacer con su lengua el mismo milagro o prodigio que implica el misterio (no en vano lo es) de la Trinidad: la unicidad de lo diferente.

Seguimos moviéndonos en círculos concéntricos. El cauterio es el Espíritu Santo, la mano el Padre y el toque el Hijo porque han trocado la muerte del alma en vida, transformándola en sí: este sexto verso es la razón que usa San Juan para hacer idénticos entre sí los versos ya mencionados. Hay otros argumentos, constituidos igualmente por los restantes versos de la estrofa: las tres Personas de la Trinidad hacen al alma tres mercedes distintas. La primera es llaga regalada (verso 2), merced que da el Espíritu Santo y por eso se le compara con cauterio suave (verso 1); la segunda es el gusto de vida eterna (verso 4), merced del Hijo, y por eso se le compara con toque delicado (verso 3); la tercera merced es «haber transformado al alma en Dios» (recordemos que este fue el significado del verso 6). Esta es la merced del Padre, y es la deuda con que queda bien pagada el alma (verso 5). (En este último caso el quinto verso «toda deuda paga» no es apoyo metafórico, antes parece equivaler al sexto verso: «haber transformado al alma en Dios» [significado del verso 6] «es la deuda con que queda bien pagada el alma» [verso 5].)

Un verso se convierte en otro, como el alma en Dios: San Juan de la Cruz nos ha dado una ilustración verbal de su vivencia mística. El milagro más grande del amor -la transformación de la Amada en el Amado- contagia al lenguaje mismo que trata de comunicarlo.

Los aparentes «dislates» verbales de la poesía y la prosa de San Juan que hemos ido explorando a lo largo de nuestro ensayo resultan de una fecundidad inesperada. Es a través de esta poesía especialísima -ya lo adelantamos- como San Juan logra comunicar su trance extático.

Cabría preguntarse qué logra traducir una poesía cuyos versos son a menudo francamente incoherentes, y cuyos sentidos resultan, el poeta mismo lo señala, oscuros e indeterminados. San Juan no acierta a entender, confiesa, lo que bullía en su espíritu en el momento del trance místico. Su experiencia fue a-racional, alógica. Siente perplejidad y confusión. Y eso es precisamente lo que transmite y comunica su poesía. A través de estas imágenes, de estos versos y de estas glosas de improbable intelección racional revivimos y recibimos sensaciones equívocas, contradictorias, intensamente misteriosas, como las que viviría el santo y muy propias del amor en cualquier plano. La poesía comentada resulta de esta manera la más lograda re-creación y traducción posible de un proceso espiritual inexplicable: en su conjunto desconcertante y en sus intuiciones indecibles, es una acertadísima -y esta vez, coherente- metáfora total del estado anímico de San Juan. Incoherencia, pues, en los versos y las glosas individuales, pero coherencia en los poemas como poemas y en el conjunto de los comentarios que los acompañan. La comunicación poética se ha cumplido por caminos insospechados. Todo gran arte es, en última instancia, coherente.

La lengua poética de San Juan de la Cruz, con sentidos ambiguos y sobre todo múltiples, tiene aun otras implicaciones. No olvidemos que el fraile al hacer poesía intenta hacer inteligible su enorme experiencia espiritual. Consciente de la «insuficiencia» del lenguaje, San Juan tiene que ensanchar y flexibilizar la lengua para hacerla capaz de la inmensa traducción que le exige. El poeta, verdadero alquimista del lenguaje, va transmutando aceleradamente los vocablos [monte → alteza de Dios → virtudes → actos viciosos) en un estilo de metaforización desconocido entre sus coetáneos. Libera el lenguaje, lo multiplica sorprendentemente, le permite opciones ilimitadas, lo obliga a estar en evolución constante y en movimiento vertiginoso para que pueda reflejar todos los matices, estados y procesos de la experiencia mística, es decir, amorosa. La lengua poética de San Juan parece ser el resultado directo de su experiencia; parece nacer con la experiencia misma, que pide desde dentro tal revolución poética para hacer eficaz la palabra y plausible la comunicación. Jean Baruzi propone la intuición directa de parte de San Juan de símbolos concretos como el de la noche y la llama, que considera esenciales a la experiencia poética del santo: son la forma en que le viene a la intuición la experiencia o más bien constituyen la experiencia misma. Paul Nwyia17 argumenta exactamente lo mismo de algunos símbolos del misticismo sufí y Toshihiko Izutsu18 de los símbolos de la luz y la oscuridad del Jardín de los misterios del persa Shabastari. Henry Corbin y Seyyed Hossein Nasr exploran a su vez el lenguaje del símbolo en la mística musulmana, lenguaje que Avicena llamó «la ciencia de la élite» (ilm al-Khawāss). Ambos críticos lo diferencian de la alegoría racional artificialmente construida: la visión interior del poeta no se puede traducir sino a través de imágenes ambiguas, directamente intuidas en el proceso de su experiencia extática y preñadas de múltiples significados posibles19. Todos estos pensadores coinciden en cierta medida o son derivativos del pensamiento de Henri Bergson20 sobre el lenguaje de la intuición. En nuestro caso proponemos que es el conjunto de un lenguaje poético cambiante, contradictorio y maleable el que se le impone a la intuición del santo. Es el único lenguaje capaz de comunicar de alguna manera los matices de su singular experiencia.

De esta manera, las imágenes del poeta no pueden tener un único y seguro sentido en las glosas «aclaratorias». No es ésta una poesía de clave capaz de ser descifrada como las alegorías de un Dante, de un Bruno, de un Campanella, de un Berceo. Sus metáforas han de ser plurivalentes (ni el propio autor las puede precisar ni decidirse por ninguna de las variadas opciones que ofrece) porque esto sería limitar el lenguaje, empobrecerlo, obligarlo a una infiel exactitud. Contrariamente a San Juan, los exegetas bíblicos cristianos y hebreos -incluido Fray Luis de León- defienden (a menudo con ardor) su versión de las Escrituras por sobre las infinitas posibles versiones o niveles que técnicamente puede ofrecer el texto sagrado. San Juan, en cambio, advierte y aun celebra la maleabilidad, el misterio y la apertura de su lengua poética en el prólogo al «Cántico espiritual»:

Por haberse, pues, estas Canciones compuesto en amor de abundante inteligencia mística, no se podrán declarar al justo, ni mi intento será tal, ... y esto tengo por mejor, porque los dichos de amor es mejor declararlos en toda su anchura, para que cada uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu, que abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar; y así, aunque en alguna manera se declaran, no hay para qué atarse a la declaración, porque la sabiduría mística, la cual es por amor (de que las presentes Canciones tratan), no ha menester distintamente entenderse para hacer efecto de amor y afición en el alma, porque es a modo de la fe, en la cual amamos a Dios sin entenderle.


(VO., 626-27)                


La complejidad y riqueza del lenguaje de San Juan crece ante estas palabras. Su lengua tiene proyecciones hacia dentro (en el caso del autor) y hacia afuera (en el caso del lector): está en movimiento constante. Hemos visto que la imagen o palabra poética tiene diversos puntos de referencia en las glosas en que San Juan las comenta: «vuélvete, paloma» puede ser una orden negativa o positiva; las virtudes equivalen a «montes», «rosas», «cuevas de leones», etc. Es un lenguaje parpadeante, indeciso, ambiguo, contradictorio, que fluye y cambia constantemente, preñado de sentidos. Esto, para los fines del autor. Pero en el caso del lector sucede lo mismo: lo que éste recibe de la simple lectura del poema es múltiple, variado, capaz de contradicción y de interpretación personal ilimitada. Su «re-creación» del poema puede ser tan variada y rica como la del propio autor, y no coincidir con ella. Parecería que San Juan cumple con el postulado poético bergsoniano: «que les images de ma vérité soient un signal pour que votre vérité vous illumine»21. El poeta pone en juego metáforas cuyos puntos de comparación tiene que suplir el lector por sí mismo, de acuerdo a su propia sensibilidad e imaginación, y sin tenerse que atener a los ya numerosos puntos de referencia que ofrece el autor. La imagen es pues capaz de funcionar para cada uno de los lectores en particular. Con esto, San Juan nos está obligando a una co-creación poética mucho más activa y decisiva que otros poetas igualmente grandes pero unívocos. Lo más que podemos hacer al gustar la poesía de Garcilaso es entenderla e identificarnos emocionalmente con ella. Pero nunca podremos «inventar» o «reinventar» sus versos como podemos hacer con los del santo. La poesía de San Juan resulta muy nuestra, muy íntima, porque se nos ha dejado participar directamente en ella al escoger no sólo los referentes metafóricos, sino las emociones que nos causa, ya sea a través de nuestra propia originalidad o a través de los canales u opciones que sugiere el autor en las glosas. Pero el buen arte nunca es anárquico: todas estas variantes resultan a la vez metáfora total, viva, abierta, de los matices infinitos del amor. La comunicación esencial, última, no solo queda siempre a salvo, sino que gana en eficacia por estas vías.

Pero los alcances de esta lengua y de esta poesía de San Juan son aún mayores. Reconsideremos las declaraciones del poeta en su prólogo al «Cántico». No tenemos que atenernos a sus equivalencias -ya múltiples- sino que podemos suplir y extender ilimitadamente y por nuestra cuenta los sentidos de las palabras del poema. Cada lector, según su imaginación particular. Con esto San Juan está socavando la concepción tradicional del lenguaje. Su lengua no es tan solo flexible y amplia sino sin límites. Las palabras pueden -al menos hipotéticamente- tener cualquier significado. Estamos creando, conjuntamente con el poeta y por su propia sugerencia, un lenguaje infinito. Verdaderamente San Juan de la Cruz ha alcanzado el «lenguaje de Dios» que decía escuchar en el interior de su alma; el lenguaje infinito e instantáneo que Bruno atribuye a los ángeles en su De Magia; el «lenguaje de los pájaros» que Salomón, profeta y traductor de Dios, celebra haber recibido en el Corán (XXVII, 16). En un esfuerzo comunicativo semejante al del santo, unos misteriosos y anónimos sufíes del siglo XVI tuvieron que optar por la invención de un lenguaje artificial -el enigmático e infinito BÂL-A i-BALAN-, acaso el primer lenguaje artificial de la humanidad22. San Juan es posiblemente el único poeta occidental que crea un lenguaje infinito -el único capaz de traducir su encuentro con el absoluto. El místico logra el prodigio y comunica «cosas para cuya expresión no estaba hecho el lenguaje»23. Ha terminado por vencer al lenguaje con el lenguaje mismo.

La experiencia espiritual del santo es también, por esencia, a-racional, a-conceptual, a-lingüística. También San Juan es capaz de conllevar al lector estas cualidades de su trance. Para poderlo lograr a través de un instrumento a todas luces incompatible con tal empresa, San Juan tiene que desconceptualizar el lenguaje y desmentir su natural capacidad de alusión24. Las palabras quedan derrotadas: si los vocablos pueden significar todo, en el fondo no significan nada. Al ensanchar la lengua y capacitarla para la traducción del trance místico, San Juan termina por destruirla. Su lengua desconceptualizada -su anti-lenguaje-, inútil en el fondo para toda tarea racional, no afirma conceptualmente nada, no traduce nada: equivale al preñado silencio que proponen como alternativa a lo indecible Fritz Mauthner («only silence is not misleading», op. cit., 295), Ludwig Wittgenstein («What we cannot speak about we must pass over in silence»)25 y diez siglos antes Abū Sa'id Ibn al-A'rabī («The essence of ecstasy is incommunicable, and is better described by silence than by speech»)26. En su poesía aconceptual, «silente» -verdadera «música callada»- San Juan cumple de una manera muy especial el postulado de Bergson: «l'art de l'écrivain consiste surtout à nous faire oublier qu'il emploie des mots»27. La crítica del lenguaje en San Juan de la Cruz no puede ser más cabal: ha borrado las palabras. Pero he aquí el prodigio: esta anulación final del lenguaje le es útil a San Juan para conllevarnos algo más de su terrible mensaje poético. Parecería que el santo nos señala una vez más -y por caminos sorprendentes- la radical insuficiencia del lenguaje para reproducir en nosotros la vivencia infinita del autor. La lengua humana no sirve para tales empresas. Se destruye en el proceso. Pero el fracaso mismo nos ayuda a intuir la magnitud del irreproducible éxtasis del reformador carmelita.

San Juan, con consecuencias poéticas y lingüísticas extraordinarias, acierta a comunicarnos en una medida muy profunda su mensaje espiritual. Es difícil decir cuánta conciencia tendría el santo del formidable acierto de su poesía y de su inesperada y fecunda meditación sobre el lenguaje. La singularidad de su aventura literaria es tal que nos obliga a revalorizar y a empezar a entender en sus propios términos a este enigmático poeta español.





 
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