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Santa Elena

Concepción Gimeno de Flaquer






I

Las mujeres fueron grandes propagadoras del cristianismo: no es extraño que sucediera así; el cristianismo es una religión basada en el amor; nadie podía comprenderla como las mujeres.

¡Amor! Estas cuatro letras pueden formar el dogma de la mejor religión.

Si todos supiésemos amar, todos seríamos buenos. Si todas las almas estuviesen templadas para el amor, todas podrían salvarse.

El cristianismo impone la obediencia a nuestros padres, y la obediencia es amor; el cristianismo predica la caridad, la caridad que es manantial inagotable de amor; el cristianismo enseña la benevolencia con el prójimo, y la benevolencia es una de las mil formas del amor; el cristianismo inspira la abnegación; ¿qué es la abnegación? El más alto, el más puro, el más tierno grado del amor.

¡Amaos los unos a los otros!

¡Cuán sabio y sublime precepto!

El cristianismo ofrece al delincuente el perdón, que es amor, si lo implora con verdadero arrepentimiento; las otras religiones le amenazan con severos castigos.

El cristianismo es la más humana y la más dulce de las religiones.

El pagano que irritaba a sus dioses, era inmolado en sus altares; el pecador cristiano no tenía que inmolarse, se encontraba con un dios que se inmolaba por él. Los altares del cristianismo no debían ser regados con la sangre del pecador, sino con sus lágrimas.

Jesucristo se presentaba humildemente sin humillar a los demás seres con su grandeza; otros reformadores se han rodeado de pompas mundanales. Jesucristo convence con sencillas frases; Mahoma necesita imponerse por medio de la fuerza, y ofreciendo deleites para los sentidos.

El cristianismo no trata de halagar la materia, porque es la religión del espíritu; y como las mujeres son espiritualistas, lo abrazaron con entusiasmo. Asombroso es el poder de esta religión: al aparecer, nivela al rico con el indigente y cambia los gustos y costumbres de los potentados. Las matronas romanas trocaron los esplendores de la púrpura patricia por humilde sayal, dando este ejemplo entre las primeras, Marcelina, Paula y Eustoquia, estas eruditas mujeres que departieron con los hombres más sabios y dieron gran impulso a las letras cristianas.

Desde que Jesucristo aparece predicando su doctrina hasta que se levanta de la tumba para remontarse al cielo, no se vio ni un momento abandonado por las mujeres. Durante su pasión le acompañaron su madre, María Cleofas, María Salomé, María de Bethania y María Magdalena. María Egipciaca, al oír la palabra de Jesucristo, se retira a un desierto para vivir la vida de la penitencia, después de haber vivido por espacio de 17 años sumida en el pecado.

Las mujeres, que siempre tienen adivinaciones y presentimientos, protestaban contra los improperios lanzados contra Jesucristo, y tanto es así, que la mujer de Pilatos, admiradora de la grandeza del hombre dios, tuvo revelaciones acerca de la divinidad de él. Acaloradas luchas sostenía con su marido para conseguir que no dictase este la sentencia contra Jesús; mas Pilatos fue cobarde, al vacilar entre la influencia que ejercía su mujer sobre él, y entre los clamores de la muchedumbre y las sugestiones de su vanidad. En esta batalla moral Claudia salió derrotada. La desesperación de esta mujer fue muy grande cuando supo que la terrible sentencia se cumplía. Algunos padres de la Iglesia afirman que la mujer de Pilatos se ha salvado.

Las mujeres prestaron al salvador importantes servicios durante su pasión. La Samaritana apagó la sed de Jesucristo; la Verónica limpió el sudor de su frente; la Magdalena le ungió los pies con los más frescos y ricos perfumes. Distinguidas concesiones hizo Jesucristo a las mujeres: a la piadosa mujer de Berenices le dejó impreso el rostro en la batista con que enjugó su sudor; a Marta le otorgó la pedida resurrección de su hermano Lázaro; a Magdalena la dignificó ante el pueblo que la escarnecía. Interesante es esta mujer del Evangelio: dotada de gran belleza, de imaginación exaltada y de temperamento ardiente, fue muy célebre por su vida licenciosa, mas la celebridad de su arrepentimiento eclipsó la celebridad de sus pecados. Al oír hablar de Jesucristo quiso conocerle, porque a su fantástica imaginación seducía todo lo maravilloso; le vio, le escuchó y creyó. Apasionada de sus doctrinas, pensó en su redención, y después de convertir a una falange de mujeres, que cual Magdalena habían vivido en el pecado, se puso al frente de ellas, y todas juntas siguieron a Jesucristo desde Getsemaní hasta el Calvario. A Magdalena se la ve al pie de la cruz llena de dolor, y enfrente de la sepultura de Jesús llena de esperanza, porque él le había dicho que resucitaría, y la Magdalena tuvo el instinto de creer en la anunciada resurrección. Sabido es que Magdalena embalsamó el cuerpo de Jesús y que fue premiada con la aparición del salvador, recibiendo del mismo redentor la orden de divulgar lo que había visto. Inmediatamente reveló la Magdalena la resurrección del salvador, y el número de sectarios se centuplicó.

Imposible olvidar la famosísima frase de Jesucristo dirigida a la famosa pecadora: «Mucho te será perdonado porque has amado mucho».

Algunas mujeres de costumbres muy voluptuosas, tales como Marion Delorme, Ninon de Lenclos y Sofía Arnould, han querido ampararse con esa frase, pero no pueden encontrar en ella su absolución. La célebre Sofía, notable actriz francesa, al hallarse gravemente enferma en 1808, llamó a un sacerdote y también intentó defenderse invocando las divinas palabras; mas no sabemos lo que le contestaría el confesor.

La Magdalena había llorado mucho, y además su arrepentimiento fue en la juventud. Retirarse del mundo cuando los placeres más seductores invitan a la mujer hermosa a gozar, es un mérito; reservar el arrepentimiento para la vejez, es un sofisma que no admitirá él que es todo verdad.

Poética es la figura de la Magdalena; ella ha inspirado obras maestras al sublime pincel de Ticiano, Murillo, Leonardo da Vinci, Ribera, Alonso Cano, Pablo Veronés, Correggio y Zurbarán.




II

A una mujer, a la virtuosísima Elena, a la excelsa madre del gran emperador Constantino, cupo la inconmensurable dicha de encontrar la cruz del redentor, símbolo de nuestra religión.

Tan favorecido ha sido el sexo femenino por la religión cristiana, que algunos sectarios de otras religiones han apellidado al cristianismo la religión de las mujeres.

Débese a la piadosa Elena la conversión de su hijo Constantino.

La influencia que ejercía sobre él, fue suficiente para hacerle simpática la religión del crucificado, y cuando en la batalla contra Magencio, creyó ver sobre el sol un esplendor que fulguraba en forma de cruz, rodeado de esta inscripción: In hoc signo vincis, resolvió adoptar la cruz por divisa, y el estandarte del águila romana se trasformó en santo lábaro, que ostentaba la cruz. Esta enseña, con el monograma de Cristo, sustituyó a las de los dioses que hasta entonces presidían las batallas, y la cruz, que en el Gólgota había sido emblema de oprobio y baldón, imperó después sobre los reyes, guio los ejércitos y marcó la faz de una nueva civilización.

El vencedor de Licinio y de Maximino no fue cruel con sus enemigos, pues Elena se esforzó en dulcificar los bélicos y duros instintos de su hijo, y tanto lo consiguió, que cuando un adulador fue a decir a Constantino que se vengase de los que habían apedreado su estatua, el Emperador le contestó: las pedradas no me han hecho ninguna contusión.

Por influencia de Elena promulgó Constantino en Milán el célebre edicto en favor de los cristianos; levantó templos, concedió inmunidades y privilegios a los eclesiásticos, declarándoles exentos de cargos civiles.

A la dulce iniciativa de Elena debiose la abolición de los combates de los gladiadores, y el que se prohibiera consultar los augures, mutilar los esclavos, marcar los condenados en la frente y hacerlos morir en la cruz.

Esta admirable mujer, animada por la fe religiosa, emprendió su peregrinación a Tierra Santa a los setenta y nueve años de edad. Constantino puso a sus órdenes los tesoros del erario, pero Elena no quiso aceptar nada, y viajó de incógnito para que no le tributaran honores reales.

Gran ejemplo de modestia y humildad será siempre esta emperatriz, que se impuso, al hacer su viaje a los Santos Lugares, las más duras privaciones, pudiendo haber viajado rodeada de todas las comodidades y de todo el lujo debido a la fortuna de su hijo y a su alto rango.

Cuando llegó a Tierra Santa hizo demoler un templo pagano que estaba sobre el Calvario, y entre estas y otras ruinas empezó a dirigir las excavaciones, con objeto de encontrar el santo leño, emblema de la religión cristiana.

Guiada por inspiración divina, su noble empresa no podía fracasar, y tras algunas luchas y fatigas, en las que no desmayó su fe ni un momento, recibió como premio a su constancia, el inestimable don de encontrar lo que formaba su mayor anhelo. Para solemnizar el inapreciable hallazgo, mandó construir tres templos, uno sobre el santo sepulcro, otro en Belem y otro sobre el monte Olivete. Uno de los trozos de la santa cruz lo hizo engarzar en ricas piedras y se lo envió a su hijo Constantino; los restantes los distribuyó entre algunas iglesias.




III

¡Qué contraste entre la Helena del paganismo y la Elena de los cristianos!

La Helena griega enciende satánicas pasiones entre dos pueblos y hace que se destruyan por ella.

La Elena romana consagrase a curar a los heridos abandonados por los partidarios de su hijo, dando ejemplo de alta tolerancia religiosa y de gran caridad.

Nada importa que la espada de Menelao caiga ante una mirada de la hermosa Helena griega; una palabra de la Elena romana le hace terminar a Constantino la transfiguración del mundo antiguo.

Es cierto que la Helena griega creó el arte clásico; pero la Elena romana hizo más que ella, propagando la más perfecta de las religiones.

Soberbios altares se alzaron a la Helena griega, en los cuales fue deificada; modestos han sido los altares erigidos a la Elena cristiana, y sin embargo, se han derrumbado los de aquella y permanecen incólumes los de esta.

Me objetaréis que la Helena griega educó el sentimiento estético e inspiró el arte plástico; mas tened en cuenta que en las épocas de mayor entusiasmo artístico, el arte no ha sido más que la religión de los sentidos, mientras que el cristianismo fue desde sus primeros albores, ha sido y será siempre, la religión de las almas. Helena no pudo eternizar la materia; el cristianismo ha podido inmortalizar el espíritu.

Helena ha sido sublimada entre los poetas griegos de su tiempo, porque como no presentían el cristianismo, no encontraban nada superior a la hermosura de la forma; pero para los pueblos latinos, menos sensibles a la belleza corporal que los griegos, la hija de Lacedemonia es una mujer digna de censura.

El fanatismo que inspiró fue tan grande, que Eurípides, el formidable enemigo de las mujeres, le dedica entusiastas panegíricos; Teócrito, Gorgias y otros le han consagrado brillantes apologías. Hasta el mismo Homero, viendo que no puede presentar a Helena inmaculada, tiende sobre ella un florido manto de conmiseración, exclamando: Helena es el instrumento de los dioses contra Troya. Helena es una víctima condenada a la fatalidad del deshonor por su extraordinaria hermosura.

Nunca podrá conseguir Homero, con todo el prestigio poderoso y fascinador del genio, que su Helena aparezca pura. La Helena de los griegos es el pecado; la Elena de los cristianos la virtud.




IV

Todos los pueblos antiguos asociaron la mujer a sus religiones. Los israelitas convirtieron a Débora en profetisa; los galos y romanos consultaban a la mujer los asuntos religiosos; los griegos tuvieron pitonisas; los romanos sibilas. En la religión de los indios hay una trinidad femenil que la componen Sarasvati, Bavani y Lacmi; la Gran Madre que tiene en su mano el loto florido.

Los egipcios sentían tan exaltado entusiasmo hacia la diosa Isis, que cada día inventaban un nombre nuevo para ella; por tal razón Isis ha sido apellidada mirionisma, o sea la de los diez mil nombres.

En todos los cultos religiosos encontraríamos a la mujer si nos propusiéramos hacer un estudio acerca de las religiones; pero ninguna de ellas puede presentar un ideal más perfecto y poético que el cristianismo: la admirable, la sublime figura de la virgen madre.

El cristianismo es la religión que ha inspirado mayores heroísmos a las mujeres; el cristianismo es la religión que cuenta en sus anales mayor número de mártires.

¿Cómo no había de amar la mujer una religión que le dio personalidad, que la sacó de la ignominiosa abyección en que vivía?

La mujer encontró muy humana la religión que tiene un consuelo en esta vida para cada dolor, y que nos sonríe con la acariciadora esperanza de un mundo perfecto donde no ha de penetrar la injusticia.

La mujer abrazó con justo entusiasmo el cristianismo, religión de las almas tiernas, porque es la religión del indigente, del desvalido; porque consuela al que llora, alienta al que desfallece, protege al débil y ampara al desgraciado.

Propagadora la mujer del cristianismo, y siendo tan grande su influencia sobre el hombre, no es extraño se realizaran conversiones tan famosas como la de San Agustín por Santa Mónica, la de San Juan Crisóstomo por su madre, la de San Hermenegildo por su esposa Ingunde y la de Constantino por Santa Elena.





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