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Saqueo de Roma por los galos

Pilar Rivero

Julián Pelegrín



La penetración céltica en Italia, iniciada ya a finales del siglo VI a. C., alcanza su éxito de mayor resonancia en 390 a. C. -según la tradición romana; 387 según la griega- con la derrota romana a orillas del río Alia y el saqueo de Roma que de inmediato sigue a aquélla. Según la tradición analística -que, a diferencia del relato del griego Polibio, embellece los hechos con abundantes detalles dramáticos a través de los siglos hasta su fijación definitiva en tiempo de los Gracos y de Sila-, los galos se apoderaron de toda la ciudad a excepción del Capitolio, donde se refugiaron aquellos de sus habitantes que no habían huido previamente a Veyes. Más allá de su elaboración literaria, el suceso dejó una profunda huella en el imaginario colectivo romano. Tito Livio (Patavium, 59 a. C.-Roma, 17 d. C.) fue el gran historiador nacional romano de época de Augusto. Es en el marco de la restauración cultural emprendida por este emperador donde debe ser entendida su obra, una monumental historia de Roma conocida como Ab Vrbe condita que, como su título indica, comenzaba con la fundación de la Ciudad hasta culminar en la muerte de Druso (9 a. C.). En ella la información se organiza según una estricta división por años a lo largo de ciento cuarenta y dos libros, de los cuales únicamente se conservan completos los diez primeros (hasta el año 293) y del XXI al XLV (años 219-167), además de un fragmento del libro XCI. Tenemos conocimiento del resto gracias a un resumen muy condensado de época imperial (Periochae), así como a la utilización que de Livio hicieron autores posteriores como Floro (s. II), Eutropio (s. IV), Julio Obsecuente (s. IV) y Orosio (s. V).





«Por su parte, los galos, ante lo extraordinario de una victoria tan repentina, quedaron como estupefactos, y también ellos, en un principio, se detuvieron, paralizados de pánico, como no comprendiendo qué había ocurrido; después, temieron una celada; al fin recogieron los despojos de los muertos y formaron montones con las armas, como tienen por costumbre; entonces, por último, como no había a la vista por ninguna parte ni rastro del enemigo, emprenden la marcha y, poco antes de la puesta del sol, llegan ante la ciudad de Roma. Allí, cuando unos jinetes que marchaban delante volvieron diciendo que las puertas no estaban cerradas, que no había centinelas haciendo guardia ante las puertas, que no había hombres armados en las murallas, una nueva sorpresa similar a la anterior los dejó en vilo; por temor a la noche y al desconocimiento de la situación de la ciudad, se detuvieron entre Roma y el Anio, después de enviar exploradores en torno a las murallas y las otras puertas a ver qué planes tenía el enemigo en aquella situación desesperada. Por parte de los romanos, como se había dirigido a Veyos una proporción mayor que a Roma, nadie creía que hubiera más supervivientes que los que se habían refugiado en Roma y fueron llorados todos por igual, vivos y muertos, llenándose de lamentos prácticamente toda la ciudad. Después, los duelos privados enmudecieron ante el pánico general, cuando se anunció la presencia del enemigo; al poco se oían los alaridos y los cantos disonantes de los bárbaros, que vagaban en grupos en derredor de las murallas. A partir de entonces, durante todo el tiempo hasta el amanecer siguiente, estuvieron los ánimos tan en suspenso que en cada momento se tenía la impresión de que se iba a producir el ataque a la ciudad: cuando acababan de llegar, porque se habían acercado a la ciudad -pues se hubieran quedado junto al Alia, de no haber tenido tal propósito-; después, hacia la puesta de sol, porque no quedaba mucho día -atacarían preferiblemente antes de la noche-; luego, que habían diferido planes para la noche con el fin de provocar mayor pánico; finalmente, al acercarse el alba se morían de miedo y, al temor ininterrumpido, sucedió el propio mal cuando las enseñas enemigas avanzaron hacia las puertas. No obstante, durante la noche aquella y durante el día siguiente la población no se pareció lo más mínimo a aquella que había huido con tanto pánico junto al Alia. En efecto, como no había esperanza alguna de que la ciudad pudiese ser defendida con tan escasos efectivos como quedaban, se acordó que, juntamente con las mujeres e hijos, los jóvenes en edad militar y los senadores más vigorosos se retirasen a la ciudadela y al Capitolio, y, trasladados allá armas y trigo, desde aquella posición fortificada defendiesen los dioses, los hombres y el nombre de Roma; el flamen y las sacerdotisas de Vesta alejarían de la destrucción y el incendio los objetos del culto público, y no sería abandonado el culto divino mientras quedase alguien para administrarlo. Si la ciudadela y el Capitolio, morada de los dioses; si el Senado, cabeza del plan de gobierno; si la juventud en edad militar sobrevivían a la catástrofe que se cernía sobre la ciudad, sería llevadera la pérdida de la multitud de ancianos que eran abandonados en la ciudad y que, en cualquier caso, estaban abocados a morir. Y, con el objeto de que la multitud plebeya lo sobrellevase con mayor ecuanimidad, los ancianos triunfadores y excónsules decían públicamente que ellos morirían juntamente con los otros, y que sus cuerpos, incapaces de llevar armas y de defender a la patria, no serían una carga que añadir a la escasez de combatientes [...]

Dispuesto ya todo, a tenor de la situación, para la defensa de la ciudadela, la multitud de ancianos, vueltos a sus casas, estaban a la espera de la llegada del enemigo en actitud resuelta a morir. Los que habían desempeñado magistraturas curules, con el objeto de morir con los distintivos de su antigua grandeza, de sus cargos y sus méritos, vestidos con la indumentaria más solemne, la de los que conducen el carro sagrado o de los que triunfan, se sentaron en medio de sus casas en sus sillas de marfil. Hay quien sostiene que, repitiendo la fórmula que iba pronunciando delante el pontífice máximo Marco Folio, se ofrecieron a morir por la patria y los ciudadanos de Roma. Los galos, debido a que con una noche de por medio sus ánimos habían remitido en su ardor por pelear y debido a que nunca se habían batido en un combate incierto, y además tomaban la ciudad sin tener que asaltarla a la fuerza, entraron en la ciudad al día siguiente sin ira, sin enardecimiento, por la puerta Colina, abierta, llegando hasta el foro, volviendo sus miradas en torno hacia los templos de los dioses y hacia la ciudadela, que era la única que presentaba aspecto bélico. A continuación, dejando un pequeño destacamento, no fuese a ser que desde la ciudadela o el Capitolio se produjese algún ataque una vez dispersados, se pierden en busca de botín por las calles vacías de gente; unos corren en tropel hacia los edificios más próximos; otros se dirigen a los alejados, considerándolos por esa razón intactos y repletos de botín; asustados, luego, por la misma soledad, de nuevo, temiendo que una trampa enemiga los cazase dispersos, volvían agrupados hacia el foro y las zonas cercanas al mismo. Al encontrar allí atrancada las casas de los plebeyos y abiertos de par en par los atrios de los nobles, sentían casi mayor recelo en internarse en las casas abiertas que en las cerradas: hasta ese extremo sólo con respeto miraban a los hombres sentados en los vestíbulos de sus casas, muy parecidos a los dioses no sólo por su vestimenta y su porte de una majestuosidad más que humana, sino también por la dignidad que emanaba de su rostro y de la serenidad de su semblante. Al quedarse parados ante ellos como si fueran estatuas, dicen que Marco Papirio, uno de ellos, golpeó en la cabeza con su bastón de marfil a un galo que le acariciaba la barba, larga como entonces la llevaba todo el mundo, y provocó su cólera, dando comienzo por él la matanza; los demás fueron pasados a cuchillo sobre sus asientos; después de la muerte de los notables ya no se perdona a ningún ser viviente, las casas son objeto de pillaje y, una vez vaciadas, se les prende fuego. Ahora bien, o no todos los galos tenían deseos de destruir la ciudad, o sus jefes habían decidido, por una parte, que se hiciesen bien visibles algunos incendios con el fin de asustar por si se podía empujar a los sitiados a rendirse por cariño hacia sus hogares, y por otra, que no se quemasen todas las casas, para mantener lo que quedase en pie de la ciudad como prenda para doblegar la actitud del enemigo: durante el primer día no se extendió el fuego por todas partes y ampliamente como cuando es tomada una ciudad. Los romanos, que desde la ciudadela veían la ciudad llena de enemigos corriendo sin rumbo por todas las calles, como primero en un sitio y luego en otro se originaba algún nuevo desastre, no eran capaces de razonar debidamente, es más, ni siquiera podían controlar lo suficiente sus oídos y sus ojos. Hacia cualquier punto a donde los gritos del enemigo, los llantos de las mujeres y los niños, el crepitar de las llamas y el estruendo de los edificios al derrumbarse atraían su atención, volvían sus espíritus llenos de pavor, su rostro, sus ojos, como si la Fortuna los hubiese puesto de espectadores de la ruina de su patria y no quedasen para defender ninguno de sus bienes, a excepción de sus cuerpos; eran más dignos de lástima que cualesquiera otros que hayan sido nunca sitiados, porque sufrían el asedio aislados de su patria, viendo todo lo suyo en poder del enemigo. La noche que sucedió a aquel día transcurrido en medio de tanto horror no fue más tranquila; tras ella vino luego un amanecer agitado, y no había instante en que no se produjese el espectáculo de algún desastre, distinto cada vez. Sin embargo, abrumados bajo el peso de tantos males, no se doblegó ni un ápice su resuelta actitud, y aun viéndolo todo arrasado por las llamas y los derrumbamientos, a pesar de lo desasistida que estaba y lo reducida que era la colina que ocupaban, la defendieron con valentía como reducto de su libertad. Y al irse repitiendo día tras día los mismos hechos, como si se habituaran a la desgracia sus ánimos, se fueron insensibilizando al sentimiento por sus bienes, y ponían sus miras únicamente en las armas y el hierro que empuñaban como único reducto de su esperanza».


(Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación, V, 39-42 (selección), traducción de José Antonio Villar, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos, 1990.                






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