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Sarmiento, lector de sí mismo en «Recuerdos de provincia»

Sylvia Molloy





Hay, al comienzo de Recuerdos de provincia, una memorable evocación de la ciudad de San Juan tal como la conoció Sarmiento en su niñez: desgastada por años de desidia española. Se trata de un espacio empobrecido, deshabitado, donde todo es ruina, fragmento incoherente, desconexión y vacío. Dentro de ese páramo, sin embargo, la memoria de Sarmiento opera tres rescates: evoca los palmeros al norte de la plaza de Armas, la puerta de una casona que perteneció a un jesuita y una carpeta de archivo cuya carátula anunciaba la historia de la región. Emblemáticos, estos elementos dispares son leídos por Sarmiento en un mismo sentido: el de la pérdida de la letra. Los palmeros llaman su atención porque, como ciertos árboles, «a falta de historia escrita, no pocas veces sirven, de recuerdo y monumento de acontecimientos memorables». La puerta porque, si bien conserva aún el signo de la Compañía de Jesús, sobre todo presenta «los cuencos... donde estuvieron incrustadas letras de plomo». La carpeta porque, pese a la promesa de su carátula, se encuentra, casi vacía. «He aquí -concluye Sarmiento- el leve y desmedrado caudal histórico que pude, por muchos años, reunir sobre los primeros tiempos de San Juan»1. Esa falta, ese cuenco, ese vacío de letras -esa disponibilidad que necesita ser colmada- será el lugar de trabajo de Recuerdos, la escena de su escritura. No vacío primigenio, ilusoria tabula rasa en la que se inscribiría un texto nuevo, fundacional, sino, nótese bien, lugar que ya ha sido escrito, que una vez -en «los primeros tiempos»- tuvo letras que perdió y que habrán de ser restituidas.

Que Sarmiento necesita detallar ese espacio desmedrado -desletrado- al inicio de Recuerdos, como quien establece la topografía de su texto, es obvio. No menos obvia es su necesidad de situarse, activamente, dentro de ese mismo escenario, como intérprete de esos vestigios mudos, como lector privilegiado que restaura (o mejor, reescribe) las letras perdidas. Esta estrategia introductoria es sobre todo notable si se tiene en cuenta la naturaleza del texto de Sarmiento. Si Recuerdos rescata la historia de San Juan, lo hace por cierto de manera peculiar, plegando esa reconstrucción a las exigencias de la figuración personal. La historia de la provincia se vuelve «la memoria de mis deudos», y la memoria de los deudos se hace trabajo metonímico, manera indirecta de hablar de sí mismo. El lugar desletrado que promete leer Sarmiento, lugar dentro del cual, con entusiasmo y fantasía dignos de aprendiz de geneálogo o arqueólogo establecerá conexiones y suprimirá hiatos; es, más allá de la ciudad de San Juan, aunque en estrecha relación con ella, su propio yo.

¿Por qué importa que el lugar del yo carezca de letras? Si se recuerda la adscripción genérica que hace Sarmiento de Recuerdos -lo llama «biografía» y declara que pertenece al mismo género que Facundo-, esa carencia llama la atención, resulta heterodoxa dentro del sistema que se pone en práctica. Para Sarmiento, como para los historiógrafos decimonónicos, como, más específicamente, para los flamantes historiógrafos republicanos, la biografía es historia; más aún, es forma privilegiada de la escritura histórica. «Read no history: nothing but biography, for that is life without theory»2, aconseja Disraeli. Y Sarmiento, por su parte: «La biografía es el libro más original que puede dar la América del Sur en nuestra época y el mejor material que haya de suministrarse a la historia» (III, p. 224). Así lo entienden sin duda Mitre y los demás autores de las Bildungsbiographien que ocupan las páginas de la Galería de celebridades argentinas; así, desde luego, el propio Sarmiento en sus muchas biografías. Facundo, para recurrir al ejemplo más célebre, hace alarde de esa pretensión histórica, recalca, con fervor sospechoso, su valor documental: «debo declarar que en los acontecimientos notables a que me refiero, y que sirven de base a las explicaciones que doy, hay una exactitud intachable de que responderán los documentos públicos que sobre ellos existen»3.

Esto no es todo. En esa misma «Advertencia del autor», el autor ya promete una futura refundición (que previsiblemente nunca hará) donde se incorporen «numerosos documentos oficiales, a que sólo hago ahora una ligera referencia». El texto intachablemente exacto, apoyado en escritos públicos, en escritos oficiales: Facundo integra así una cadena documental, una configuración de letras previas y letras futuras que le dan legitimidad. Toma su autoridad del documento que lo precede y se vuelve así documento capaz de autorizar a su vez textos posteriores4. Sin bien la «Advertencia» menciona otras fuentes -testimonios orales de otros, la propia reminiscencia-, lo hace como al descuido, sin valorizarlas, antes bien excusándolas por su potencial inexactitud, y en todo caso plegándolas a la clara supremacía de lo ya escrito.

Esta evidente preocupación por el documento, aval de la afiliación historiográfica que se reclama para el texto biográfico, encuentra obstáculos en la escritura de la vida propia. Porque por más que se la quiera tratar como «biografía» -la narración, ya no la vida del otro, sino la vida de uno-, la autobiografía, es evidente, carece de autorización exterior a ella. En otro texto he procurado establecer el ardid al que acude Sarmiento para mínimamente autorizar tanto Mi defensa como Recuerdos de provincia, el tinglado de «documentos» previos que arma para justificar la escritura de sí, insertarla ilusoriamente en una cadena escrituraria y de ese modo validarla ante la historia5. Baste decir que ese ardid, como era de prever, no surte el efecto deseado; baste decir que el mismo texto, a pesar de los esfuerzos desplegados, pronto cae en la cuenta de ese fracaso. Los «documentos» a que Sarmiento alude en las primeras páginas de Recuerdos -estas inventadas letras que respaldarían la historia de su yo- ceden ante la evidencia del capítulo inicial: desde un espacio de origen desletrado -el San Juan natal-, se escribe otro espacio desletrado original, el yo. El otro, el mismo: «he querido apegarme a mi provincia» (III, p. 41).

¿Cómo reletrear un lugar de origen y a la vez darse letras a sí mismo? O, en otros términos: ¿cómo documentar a San Juan a posteriori y a la vez (nueva vuelta de tuerca a la acepción del término) proveerse de documento personal, de señas de identidad? La memoria, parienta pobre en el rastreo histórico que se reivindica para el trabajo biográfico, pasa a cobrar nueva importancia. Recordar (no en vano la palabra figura en el título) deja de ser, como lo advertía la primera página de Facundo, actividad no siempre confiable, y se vuelve única vía posible en el trabajo de restauración. La memoria personal, ampliada por «la memoria de mis deudos» -la expresión, que Sarmiento entendía como recuerdo, ha de tomarse también en el otro sentido, como memoria activa-, rescata letras para San Juan a la vez que brinda letras al yo.

El recordar de Sarmiento es sorprendentemente textual. Quiero decir: se mueve en materia de relatos. (Desde luego todo recuerdo, en el acto mismo de transmitirlo, se vuelve relato. Lo que llama la atención en Sarmiento es más preciso: su predilección por el recuerdo que ya es relato, que ya ha sido enunciado, cuando no escrito6). En este sentido es interesante observar el encarrilamiento de la memoria en Recuerdos, la estrategia mnemónica que plantean los primeros capítulos. De la ausencia, o casi ausencia, de letras de San Juan se rescata (se recuerda) el único testo que queda: «yo quise ver aquella suspirada historia de mi provincia, pero, ¡ay!, no contenía sino un solo manuscrito, el de Mallea, con fecha del año 1570, diez años después de la fundación de San Juan» (III, p. 44). Es esa probanza de Mallea la que, en el capítulo siguiente, da impulso a la narración de Sarmiento. De ella cita textualmente buena parte del comienzo. Muy pronto, sin embargo, haciéndose cargo del relato, pasa a parafrasearla:

Del tenor de las respuestas dadas a las veinticuatro preguntas del interrogatorio resulta, a fuerza de confrontaciones y de conjeturas, la historia de los primeros diez años de la fundación de San Juan, y la biografía interesantísima del hijodalgo don Juan Eugenio de Mallea... Dejando a un lado el enojoso estilo y fraseología de la escribanía, haré breve narración de los hechos que en dicho interrogatorio quedan probados.


(III, p. 45; subrayados míos)                


El capítulo siguiente, «Los huarpes», evocación de una cultura en decadencia, observa un movimiento similar. De nuevo Sarmiento recuerda un texto: la Histórica relación del Reino de Chile, de Alonso de Ovalle, que cita textualmente. Luego pasa a hacerse cargo de la narración. La muy vívida y no poco poética descripción de la caza al guanaco que sigue a la cita, por el calculado uso del presente, parece fruto de la observación personal directa. Es sin embargo deliberado artificio: todas las referencias a las costumbres huarpes, sin excluir esta descripción de caza que Sarmiento ofrece como narración suya, provienen, como lo señala Verdevoye, del texto de Ovalle7. A estos textos previos que rescata Sarmiento del pasado, y cuya letra continúa con un relato que, paráfrasis o plagio, es personal justamente porque se lo ha hecho propio, se corresponden otros, no por más dispersos menos decisivos, sobre los cuales Sarmiento ejerce el mismo trabajo de apropiación. Son los que configuran el relato de familia, la narración oral de la madre, que Sarmiento -como Garcilaso el Inca- cita e incorpora, como pretexto fecundo.

El relato materno es, para Sarmiento, fuente inagotable donde surtirse para reestablecer las letras de San Juan. Porque si la ciudad se ha quedado desletrada, también se está quedando sin habla: la pobreza de palabra de San Juan obsesiona a Sarmiento8. El relato materno es necesariamente oral porque es relato casero. Además, al igual que San Juan, la madre de Sarmiento va perdiendo letras: «Sabía leer y escribir en su juventud, habiendo perdido por el desuso esta última facultad» (III, p. 138). Legitimando su propia palabra con la autoridad materna, Sarmiento acude con frecuencia a la cita: «Cuéntame mi madre». Cita progenitura y a un tiempo generativa, el relato de Paula Albarracín será continuado en la narración del hijo, se entretejerá con ella: no en vano Sarmiento se enorgullece de haberse guardado, aun cuando hubiese servido a sus hermanas, la lanzadera del telar materno. Por la madre y sus parientes le llega a Sarmiento un habla caduca: «Decían cogeldo, tomaldo, truje, ansina y otros vocablos que pertenecían al siglo XVII, y para el vulgo prestaban asidero a la crítica» (III, p. 146). Por ella también, la nomenclatura de industrias olvidadas, como una oscura red de signos que ya nadie, salvo el lector privilegiado que es el hijo, sabe descifrar: «Las industrias manuales poseídas por mi madre son tantas y tan variadas, que su enumeración fatigaría la memoria con nombres que hoy no tienen significado» (III, p. 144), Como todos los relatos que recoge la memoria de Sarmiento, enemiga de la vocación ociosa, el de su madre es útil: «ella me instruye de cosas de otros tiempos, ignoradas por mí, olvidadas por todos» (III, p. 137).

«Hay pormenores tan curiosos de la vida colonial, que no puedo prescindir de referirlos» (III, p. 66). Entre los que elige Sarmiento, para ilustrar su declaración, hay uno que es cifra de la consideración que le merece el relato materno. En casa de una rica parienta, una o dos veces al año, había asoleo, ceremonia que la madre de Sarmiento, aún muy niña, espiaba desde los brazos de una esclava:

[L]a astuta esclava alzaba a mi madre, aún chicuela, cuidando que no asomase mucho la cabeza, para atisbar lo que en el gran patio pasaba. Cuan grande es, me cuenta mi madre, que es la veracidad encarnada, estaba cubierto de cueros en que tendían al sol en gruesa capa pesos fuertes ennegrecidos, para despejarlos del moho; y dos negros viejos que eran depositarios del tesoro, andaban de cuero en cuero removiendo con tiento el sonoro grano.


(III, p. 67; subrayado mío)                


En ese asomarse al relato materno, en esa vislumbre de un pasado que sólo revive cuando se lo cuenta, es decir, cuando se toma su relevo, está presente todo Sarmiento.

Los relatos sueltos recordados por Sarmiento -la probanza que cita, el texto histórico que canibaliza, el cuento materno que escucha- cumplen invariablemente el mismo propósito. Sirven de arranque textual, de punto de partida para una narración que necesita apoyarse en el texto anterior para constituirse. Así, ya sea comentando, plagiando o interpretando esos relatos referidos, Sarmiento va restaurando las letras de San Juan. De paso, al adjudicarse papel tan activo en la organización de estos relatos que pasan a ser suyos, centra la atención sobre aquella figura en la que gusta representarse: la de lector.

Sarmiento, como Hamlet, con quien acaso se identificara9, es afecto a pasearse con un libro en la mano. Tanto en Mi defensa como en Recuerdos realza sus tempranas dotes para la lectura. Aprende a leer de muy niño y su habilidad es sujeto de exhibición:

A los cinco años de edad leía corrientemente en voz alta, con las entonaciones que sólo la completa inteligencia del asunto puede dar, y tan poco común debía ser en aquella época esta temprana habilidad, que me llevaban de casa en casa para oírme leer, cosechando grande copia de bollos, abrazos y encomios que me llenaban de vanidad.


(III, p. 161)10                


La exhibición se volverá, a lo largo de los años, y muy en especial en Recuerdos de provincia, exhibicionismo. Hay alarde de lectura en Sarmiento, necesidad de volver constantemente a esa actividad que lo signa. Manía de autodidacta, observan certeramente Sarlo y Altamirano11, de rebelde que desafía a la academia con su personalísima «máquina de aprender», reivindicando un cuerpo a cuerpo con el libro en el que sobran los mediadores. Manía también de autobiógrafo hispanoamericano, quien -flamante yo en flamante república- necesita inscribir su gesto autodefinidor en una tradición libresca que lo precede a la vez que divergir de ella. En todo caso, la escena de lectura en Sarmiento, que cito en una de sus variantes, se privilegia como escena primal. De su encuentro con el Libro (modestamente, en este caso, con aquellos compendios de cultura que fueron los manuales de Ackermann) escribe:

Allí estaba la historia antigua, y aquella Persia, y aquel Egipto, y aquellas Pirámides, y aquel Nilo de que me hablaba el clérigo Oro. La historia de Grecia la estudié de memoria, y la de Roma en seguida, sintiéndome sucesivamente Leónidas y Bruto, Arístides y Camilo, Harmodio y Epaminondas; y esto mientras vendía yerba y azúcar, y ponía mala cara a los que me venían a sacar de aquel mundo que yo había descubierto para vivir en él. Por las mañanas, después de barrida la tienda, yo estaba leyendo, y una señora Laora, pasaba para la iglesia y volvía de ella, y sus ojos tropezaban siempre día a día, mes a mes, con este niño, inmóvil, insensible a toda perturbación, sus ojos fijos sobre un libro, por lo que, meneando la cabeza, decía en su casa: «¡Este mocito no debe ser bueno! ¡Si fueran buenos los libros no los leería con tanto ahínco!».


(III, pp. 172-173)                


Nótese que este niño inmóvil, con los ojos fijos sobre un libro -como antes el niño precoz exhibido por la familia; como más tarde el minero lector (III, p. 178) o el exiliado con su Tocqueville o su Leroux abultándole el bolsillo12-, necesita ser visto: leer ante (¿para?) el otro. Este trabajo de seducción a través de una pose que se quiere determinante es tanto más llamativo en el texto autobiográfico, trabajo especular que, como ninguno, apela a la mirada del otro. En Recuerdos, Sarmiento se muestra lector y hace de ese gesto el móvil mismo de su texto.

El adolescente que descubre el libro, en Recuerdos, parece hacerlo de manera providencial, con presciencia casi divina:

Pueblos, historia, geografía, religión, moral, política, todo ello estaba ya anotado [en la memoria] como en un índice; faltábame empero el libro que lo detallaba, y yo estaba solo en el mundo... Pero debe haber libros, me decía yo, que traten especialmente de estas cosas... y yo me lancé en seguida en busca de esos libros, y en aquella remota provincia, en aquella hora de tomada mi resolución, encontré lo que buscaba... ¡Los he hallado!, podía exclamar como Arquímedes, porque yo los había previsto, inventado, buscado...


(III, p. 172)                


El encuentro real fue sin duda menos milagroso, sobre todo menos inmediato. Porque si la sed de lectura aparece desde temprano en Sarmiento, junto con el embeleso que provoca el libro13 y la íntima convicción de que sabe «leer muy bien», su itinerario de lectura consta de pasos asaz complejos. Si bien no hay mediadores, comisarios culturales que se interpongan entre este autodidacta y su libro, hay un obstáculo innegable, el lenguaje. Los libros que lee o quiere leer Sarmiento son textos vedados mientras no conozca idiomas: «Para los pueblos del habla castellana, aprender un idioma vivo es sólo aprender a leer» (III, p. 177). Leer, por tanto, significa, desde un comienzo, traducir. Pero ¿traducir de qué manera? A fuerza de diccionario y de gramática, Sarmiento declara haber «traducido» doce volúmenes del francés en un mes y once días, y del inglés, idioma en el que era aún menos competente, cuarenta novelas de Walter Scott al ritmo de una novela por día. En estas condiciones, harto fácil es cuestionar el «leer bien» de Sarmiento como lo han hecho sus críticos más rígidos14. Más pertinente, en cambio, es postular la lectura de Sarmiento no como un leer bien o mal, sino como un leer de manera diferente.

Usados indistintamente, los términos leer y traducir no son, sin embargo, en Sarmiento del todo sinónimos. Si traducir es leer, o mejor dicho, si la tarea de traducir se superpone a la de leer, esa superposición importa un desvío. La descripción que hace Sarmiento del método pedagógico de fray José de Oro es elocuente porque de cierto modo contiene, en ciernes, su propio programa de lectura: mientras el discípulo leía en voz alta un texto en latín, el maestro lo «animaba con digresiones sobre la tela geográfica de la traducción» (III, p. 71). El deseo de hacer suyo un texto recorrido con premura, aprehendido precariamente por la imperfecta competencia lingüística, y de hacer decir a ese texto lo que él quiere que diga, sin duda también lleva a Sarmiento a animar con digresiones la tela de sus propias lecturas /traducciones. Escasamente formuladas al comienzo, esas digresiones se volverán programáticas: Sarmiento declara haberse formado «traduciendo el espíritu europeo al espíritu americano, con los cambios que el diverso teatro requería» (III, p. 181).

La lectura/traducción permite a Sarmiento restaurar las letras de San Juan y al autobiógrafo darse una textura. Recuerdos, la escritura de sí mismo en Recuerdos, es también traducción, traslado de textos o relatos de otros al relato del yo. Leer al otro no es sólo apropiarse de las palabras del otro, es existir a través del otro, ser el otro. Al leer a Ackermann, Sarmiento (sin duda como todo niño) es lo que lee: traduce a Bruto, a Arístides y a Epaminondas a su propia persona. Y del mismo modo, al escribir Recuerdos, traduce ya no vidas leídas, sino vidas presenciadas, atestiguadas, a la suya. No otra cosa es la acumulación de breves biografías que ocupan la primera mitad del texto: panteón provincial si se quiere -galería de letrados ilustres que permiten reletrear el vacío de San Juan- es asimismo galería de espejos. Sarmiento puebla su autobiografía con vidas de otros, de los deudos ilustres que lo han precedido: «la oscuridad honrada [de mi nombre] puede alumbrarse a la luz de aquellas antorchas» (III, p. 42).

Recorrer esta galería de luminarias provincianas es pasear la vista por una serie de rasgos identificadores que Sarmiento selecciona y privilegia, en el retrato de cada personaje, para así apegarse (palabra que afecciona) a esos rasgos, volverlos suyos. Es un trabajo de encadenamiento, de ligazón, no sorprendente en quien se apasiona por las genealogías, se presenta como arqueólogo aficionado y, en otro plano, vive obsesionado por la necesidad de comunicar (ferrocarriles, navegación) lo aislado. En cada uno de los Oro, por ejemplo, hay un gesto suyo: la extravagante impulsividad y el gusto por la conversación sin tapujos del «ardiente y gaucho» presbítero José, la tenacidad y la reflexión del letrado fray Justo Santa María y sobre todo la «palabra viva» de su homónimo, Domingo el orador, suerte de compendio de los dos anteriores, a quien Sarmiento describe en términos que claramente también se aplican a él: «Oro ha dado el modelo y el tipo del futuro argentino, europeo hasta los últimos refinamientos de las bellas artes, americano hasta cabalgar el potro indómito; parisiense por el espíritu, pampa por la energía y los poderes físicos» (III, p. 92).

En la medida en que Sarmiento los traduce, los traslada a su autorelato, «con los cambios que el diverso teatro requiere», la narración de esas vidas otras adquiere nueva dimensión. Pero como en el caso de Kafka y sus precursores, esos deudos tendrían poco que ver entre sí (y menos interés para el lector de Recuerdos) si Sarmiento no hubiera existido. La cadena que establece Sarmiento no implica determinismo rígido, no es una serie de eslabones que culminen triunfalmente en el yo, sino una cadena que es, que ha venido siendo, yo desde un comienzo. No de otra manera ha de leerse la frase que ocupa el centro mismo de Recuerdos, operando una juntura entre las dos partes del texto: «A mi progenie me sucedo yo». La curiosa sintaxis lo dice todo: no simplemente «yo sucedo a mi progenie», sino, al mismo tiempo, «yo sucedo a mi progenie y me sucedo a mí mismo», porque mi progenie ya es, en la selectiva enumeración que de ella he venido haciendo, mi yo disperso.

De entre los muchos retratos que Sarmiento traduce a su propia materia autobiográfica, hay uno que acaso llame la atención más que otros, el del deán Funes. Historiador, traductor, lector ávido, se ocupa, como Sarmiento, de traer letras nuevas a su provincia: regresa de Europa con «tesoros de ciencia en una escogida cuanto rica biblioteca, cual no la había soñado la Universidad de Córdoba. El siglo XVIII entero se introducía así al corazón mismo de las colonias» (III, pp. 110-111). El deán, como su sobrino segundo Sarmiento, es el hombre del libro en la mano. Sarmiento detalla con elocuencia una de sus muchas desgracias: «Tuvo, para vivir, necesidad de vender uno a uno los libros de su biblioteca, deshacerse de su enciclopedia francesa, tan estimada y rara entonces; desbaratar su colección de raros manuscritos, cambiando por pan para el cuerpo lo que había servido para alimentar su alma» (III, p. 126). Pero además de proyectar su propia pasión libresca, de modo personal y simpático, en este remoto pariente a quien nunca conoció, Sarmiento defiende la actividad que más duramente se le criticó a Funes. «Los escritos del deán Funes muestran que hubiera podido vivir sin tomar de nadie nada de prestado» (III, p. 128). Sin embargo, el deán -por cálculo o por pereza- no lo hizo15. Al hablar de plagio, Sarmiento no defiende tanto a Funes como reivindica, para la literatura en general y, sin duda, para, sí mismo en particular, la apropiación del texto ajeno como riqueza, como «bello aluvión de los sedimentos de la buena lectura» (III, p. 128). Añade así un nuevo término fecundo a la serie leer/traducir/escribir, serie tan literaria como vital.

La lectura/traducción, la escritura/plagio, el retrato/relato de sí a través del retrato/relato de otros aseguran el gesto autobiográfico de Sarmiento. También le permiten anclar ese gesto en un contexto más amplio, volverlo gesto cultural. Porque además de incorporar textos y vidas ajenas, la escritura autobiográfica de Sarmiento, como para llamar la atención sobre sí misma, incorpora -cita- nombres de quienes ya se han escrito, autobiógrafos que Sarmiento ha leído con provecho y de quienes, ha tomado, aquí y allí, algo (una postura, una táctica) para su propio texto. Citas de Montaigne, de Rousseau, de Madame Roland y sobre todo referencias a la Autobiografía de Benjamín Franklin apuntalan la convicción de que recordarse es también recordar las lecturas que uno ha hecho, y que recordar la manera en que otros se han recordado es también una forma de recordarse, de ser en el texto.

«El interés de estas páginas se ha evaporado ya, aun antes de haber terminado mi trabajo» (III, p. 218), escribe Sarmiento hacia el final de: Recuerdos, con aparente incertidumbre, acaso con la desazón característica de quien, a punto de terminar la escritura de su vida, debe clausurar una imagen que, mal o bien, lo represente. Las argucias a que recurre el autobiógrafo en esos momentos para poder salir de su texto son diversas, nunca satisfactorias: se busca un motivo de interrupción, o se declara el cierre de una etapa, o se promete continuar en un futuro próximo, o, como en el caso de Sarmiento, se declara, más o menos falsamente, haber agotado el interés del tema. Pero, a pesar de la frase de Sarmiento, la desazón no es sino aparente, porque, si bien se le acaba la anécdota, no se le acaba el texto. Recuerdos recoge ese preciso momento en que el individuo que ha venido apuntalándose con lecturas, con citas, con letras, cede el lugar a esas letras mismas, desaparece en favor de sus textos. No otro final podía tener Recuerdos que los seis capítulos dedicados a los escritos de Sarmiento, escritos que lo dicen igual o mejor que las propias páginas autobiográficas, escritos a cuya lectura invita el autor como continuación de un proyecto autobiográfico permanentemente entretejido con la letra: «El espíritu de los escritos de un autor, cuando tiene un carácter marcado, es su alma, su esencia. El individuo se eclipsa ante esa manifestación, y el público menos interés tiene ya en los actos privados que en la influencia que aquellos escritos han podido ejercer sobre los otros» (III, p. 218). A mi progenie me sucedo yo: al yo sucede el texto.





 
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