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A propósito no puedo dejar de mencionar un texto (no sé si todavía inédito) que Noé Jitrik tuvo la generosidad de ofrecernos en un Seminario que dictara en la Maestría en Letras Hispánicas, en Mar del Plata, hace un par de años. Si bien mi trabajo tiene su origen explícito en la lectura casual del Prólogo de Cané a las Ciento y una -como queda dicho-, recupero, siguiendo las pistas de mi reflexión crítica, aquel artículo de Jitrik que teoriza sobre la escritura. Mi propósito no es el de asegurar, mediante la gratitud en forma de citas, el trabajo de mi investigación (y parafraseo así al propio Jitrik en los comienzos de aquel texto) sino reconocer los vericuetos de nuestra labor que siempre tiene múltiples procedencias, que arma diálogos intermitentes, a veces tardíos, como en este caso, con otros textos críticos. Genealogía que no responde al movimiento reactivo e inmediato de la lectura sino que crea un espacio de sedimentación y también de aparente olvido.

En todo caso, me interesa la cita porque ella instala la procedencia en mi propia escritura. Y la cita dice: «Cada lectura está acechada por otras y todo texto se escapa de todas, en la escritura toda perfección todo cierre, está amenazado por un movimiento de corrección que, a fuerza de acompañar los procesos de escritura parece inherente a ella». La corrección tiene entonces, para Jitrik, dos acepciones: la primera, la más corriente, intentaría imponer un orden de acuerdo con un «campo de saber» que se pondría en evidencia en función de un código de leyes y normas, la segunda, sería una actividad de ordenamiento «colaborativa, solidaria y selectiva» ya que intentaría llevar a la escritura a aquello que puede ser pero «que no ha intentado todavía realizar».

Nuestra hipótesis trabaja fundamentalmente con el componente ideológico que encierra la acepción corriente de corregir, acepción que por corriente es conocida y aceptada por aquéllos que se erigen en sujetos dignos de esgrimir la sanción. La historia de las primeras lecturas críticas de los textos de Sarmiento muestra la emergencia de una misma figura que utiliza su lugar y su nombre como garantía de su función de corrector.

 

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Elijo la figura de Cané, y no la de Alsina, porque me permite ver ese doble impulso entre la sanción por el error y la contaminación por la fuerza seductora de los textos de Sarmiento. (Cfr. Miguel Cané «Sarmiento en París». Prólogo a Las Ciento y una. (Buenos Aires: Sopena, 1939, 5 a 29).

La figura del corrector que Saramago ficcionaliza magistralmente en su personaje Raimundo Silva y que le sirve para narrar y mostrar la proteica relación de la literatura con la historia, de la literatura con la vida, de la escritura con la lectura, me proporciona la medida justa de la imagen especular del autor y el lector. (Cfr. José Saramago, Historia del cerco de Lisboa. (Barcelona: Seix Barral, 1990).

Hablábamos antes acerca de la relevancia del lugar de pertenencia del corrector y, en tal sentido, no puedo dejar de mencionar, como otro dato complementario y reforzativo de esta hipótesis, la carta de Cané a José Hernández publicada en El Nacional el 22 de marzo de 1879 donde marca repetidas veces la incorrección de los versos del Martín Fierro, «que harían la desesperación de un retórico». Veamos una cita: «Lo he dicho al principio y se lo repito: su forma es incorrecta. Pero Ud. me contestará y con razón, a mi juicio, que esa incorrección está en la naturaleza del estilo adoptado. La corrección no es la belleza aunque generalmente lo bello es correcto». Cfr. Leumann, Borges, Martínez Estrada. Martín Fierro y su crítica (antología) (Buenos Aires: CEAL, 1980, n.º 24, 9 a 12).

 

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Es en este sentido que aludíamos antes a la eficacia ideológica de la figura social del corrector. El lugar del que corrige está siempre asegurado por el marco de legalidad en el que se inscribe su «campo de saber». Las leyes -jurídicas, sociales o estéticas- construyen el Texto en el que se apoya el corrector para marcar las desviaciones e irregularidades. Cfr. Noé Jitrik, «Apuntes sobre legalidad/ legitimidad», SyC , n.º 2, (Buenos Aires: agosto de 1991, 31 a 40).

 

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La edición de Facundo utilizada en este trabajo es la siguiente: Barcelona: Altaya, 1995.

 

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Cfr. Artículos críticos i literarios; 1841-1842. Volumen I. Obras Completas (Santiago de Chile: Montt y Belin Sarmiento, 1885-1903, p. 546).

Al respecto me interesa señalar el artículo de Susana Zanetti y Margarita Pontieri donde realizan un atento análisis de las polémicas de 1842 en el que demuestran cómo la forma de la polémica se torna matriz generativa del discurso ensayístico de Sarmiento. Cfr. «El ensayo. Domingo F. Sarmiento», en Capítulo, n.º 17. (Buenos Aires: CEAL, 1979).

 

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Esta carta privada que Noé (en lugar de Giusti entre los años 1920-1924) y Bianchi rescatan para los lectores del n.º 150 de la revista Nosotros en 1921 comprueba la militancia extrema con que Sarmiento impartía sus ideas y los saltos ilimitados que afloran con menos riesgos en el campo de la privacidad que en el público, de una escritura sin marcas, liberada de toda regulación. El «loco Sarmiento» o Don yo como se lo conocía son los motes de una figura que ejerce la fuerza de la libertad. No se trata de «una faz desconocida de su personalidad» como aseveran los editores de la revista sino una comprobación extrema de sus convicciones. Vale recordar la anécdota que cuenta Octavio Amadeo en su libro Vidas argentinas (Buenos Aires: Emecé, 1965): «Estaba tan difundida su fama de loco que al visitar el manicomio, los locos lo recibieron alborozados, y uno de ellos se adelantó a abrazarle exclamando: "Al fin Sarmiento entre nosotros"». Cfr. La revista Nosotros, Selección y prólogo de Noemí Ulla (Buenos Aires: Galerna, 1969, p. 145).

 

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El desafío arltiano a la ley aparece como otra emergencia de esa tradición que origina la escritura de Sarmiento. Arlt quiere publicar El juguete rabioso en la colección «Los Nuevos» de la editorial Claridad, Castelnuovo lo rechaza porque no le parece un libro bien escrito. Güiraldes corrige el manuscrito y lo impulsa para que lo publique. El uso equivocado de un vocabulario mal aprendido, la falta insistente en la coordinación sintáctica, el error ortográfico convocan la figura de corrector. «El idioma de los argentinos» (¿título casual?) es una de las Aguafuertes que arma el espacio de la polémica. Arlt contesta a las declaraciones de Monner Sanz en El Mercurio de Chile y transcribe un fragmento de estas declaraciones. Monner Sanz, como Bello con Sarmiento, se erige en la figura de la legalidad idiomática, por lo tanto determina con precisión el buen uso y el mal uso del idioma. Arlt muestra con ironía cómo los argumentos de su oponente acerca de la pureza de la lengua y el uso correcto caen en el absurdo. Cfr. Roberto Arlt, Las Aguafuertes porteñas, (Buenos Aires: Losada, 1991, 141 a 144).

 

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La metáfora del «libro extraño» surge de la lectura de una entrevista de Roberto Pablo Guareschi y Jorge Halperin a Ricardo Piglia quien reconoce una genealogía -cuya procedencia está en Facundo- de textos de forma inclasificable. Para Piglia -esta tradición que inaugura el libro de Sarmiento- se puede continuar con la Excursión de Mansilla, el Libro extraño de Sicardi, Los siete locos, Adán Buenosayres, Rayuela, Museo de Macedonio, entre otros. Ya el propio Sarmiento había usado esa imagen en ocasión de la traducción del libro al italiano. Dice así: «...el tirano cayó abrumado por la opinión del mundo civilizado, formado por este libro extraño, sin pies ni cabeza, informe, verdadero fragmento de peñasco que se lanza a la cabeza de los titanes» (O. C., v. 46). «El libro extraño» define una línea recurrente en la literatura argentina de textos que se construyen fuera de las normas que la institución literaria regula. Cfr. Ricardo Piglia, «Una trama de relatos» y «Sobre Borges», en Crítica y ficción (Buenos Aires: Siglo veinte, 1988, pp. 59 a 71 137 a 154).

 

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Barthes define a la Retórica como «ese metalenguaje (cuyo lenguaje-objeto fue el discurso) que reinó en Occidente desde el s. V a. C. al s. XIX d. C.». De acuerdo con esto, este metalenguaje ha comprendido varias prácticas, «que se han dado simultánea o sucesivamente, según las épocas, en la Retórica». Para Barthes estas prácticas son las siguientes: una técnica, una enseñanza, una ciencia, una moral, una práctica social, una práctica lúdica. Todas estas prácticas muestran la amplitud del fenómeno retórico durante dos milenios y medio (aunque el mismo Barthes no se muestra muy seguro de su acta de defunción) que da acceso a lo que Barthes llama una «sobrecivilización». Cfr. Roland Barthes, Investigaciones retóricas I. La antigua retórica, (Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo, 1974, p. 6).

 

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Cfr. Adolfo Prieto, «Las Ciento y una. El escritor como mito político» (Revista Iberoamericana. Número especial dedicado a Domingo Faustino Sarmiento 1811-1888, vol. LIV, abril-junio 1988, n.º 143, Pittsburgh). Completemos la cita aludida en el cuerpo del texto: «La polémica, en efecto, desde antes de su arranque formal, desde antes del disparador anecdótico, que puede ignorarse, aunque no dejar de presuponerse en la economía del texto finalmente producido, despliega una variedad de apelaciones de espectro más amplio y de distinta naturaleza a la que busca persuadir el lector regular de otros géneros», (477-489).