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Sarmiento y Alberdi: una práctica legitimante

Adriana Rodríguez Pérsico






La escritura como práctica de legitimación y consenso

En el siglo XIX, estado, nación, gobierno son núcleos de un debate que, lejos de circunscribirse a la esfera de las ideas, se materializa en enfrentamientos armados que se extienden durante gran parte del período. La construcción de la nación es una problemática general en los países hispanoamericanos recientemente liberados de su condición de colonias; los modelos de la Revolución Francesa y de la Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica se convierten en paradigmas para las jóvenes repúblicas.

La cuestión penetra distintos sectores del campo social y determina sus características. Dicho de otro modo, la preocupación por lo público desplaza lo privado hacia un plano secundario. Se busca no solamente la edificación de sistemas que funcionen respecto de la sociedad como principios rectores, generadores de orden y progreso, sino también su legitimación.

La ansiedad por definir los fundamentos de una sociedad, así como las condiciones para su desarrollo, aglutina proyectos que, más allá de sus diferencias, giran alrededor de un denominador común expresado en los conceptos de libertad, progreso, consagración del ideal, posibilidades de evolución de las masas, obligaciones y derechos, sistemas de gobierno. Los filósofos y políticos de los siglos anterior y contemporáneo son las fuentes recurrentes; nuestra realidad nacional -condensada en la metáfora del desierto, el país sin habitantes, pero también sin historia- el obstáculo a vencer para que lo imaginado adquiera cuerpo.

En este contexto, el peso de lo político resulta decisivo para la constitución de otras esferas. La literatura trabaja con la fusión de ficción y acontecer histórico; los discursos aparecen contaminados por el objetivo primordial de eficacia y utilidad. Hasta la constitución del estado en 1880 configura un espacio de imbricación de discursos donde la política impone la función; y la literatura aporta formas específicas para una recepción más amplia de los proyectos1.

Los universales de la ley y la educación recorren la producción de discursos mixtos que encarna en el género gauchesco, pasa por relatos novelescos, recala en ensayos sociológicos, se articula en panfletos políticos o en artículos periodísticos. Desde estos distintos lugares se explican proyectos que focalizan aspectos esenciales para la futura nación: formas de gobierno; conformación del aparato legal; incentivos para el desarrollo y el progreso, participación de las masas; educación en la ley.

Ambos conceptos vinculan o enfrentan las producciones de Sarmiento y Alberdi. El espacio otorgado a cada uno determina los modelos del país y las imágenes del letrado. Poseedor de una verdad oculta para el resto de los mortales, el letrado adopta las vestiduras de un profeta laico; la trascendencia, en vez de apelar a religiones consagradas, se vincula con un nuevo tipo de mística cimentada en el modelo de las ciencias madres, la filosofía, para Alberdi, la historia, para Sarmiento2. Y porque es un sacerdote y además de este mundo, sus revelaciones contenidas en programas tienden a establecer las bases de un futuro que entrevé luminoso. Y porque el pensamiento utópico fluctúa entre la racionalidad y el mesianismo, estos intelectuales-profetas tratan de anudar la esperanza del progreso al retorno a los orígenes colectivos -Mayo- que son a la vez los orígenes individuales3.

Halperín Donghi señala que el proceso argentino adquiere características excepcionales respecto de otros similares hispanoamericanos en la medida en que en esta parte del Continente el progreso «es la encarnación en el cuerpo de la nación de lo que comenzó por ser un proyecto formulado en los escritos de algunos argentinos cuya única arma política era su superior clarividencia»4. Programa e individuo se santifican mutuamente. Bien colectivo y nombre propio se unen en un mismo gesto y proyecto. La búsqueda del bien colectivo desemboca en la afirmación del nombre propio que se vuelve social al ser investido por el consenso.

La generación del 37 surge en el horizonte delineado por las luchas entre unitarios y federales como grupo revulsivo y superador de viejas antinomias. La hegemonía anhelada se sustenta en la posesión de las ideas revolucionarias recogidas, en particular, del iluminismo dieciochesco y de las doctrinas liberales o humanitarias de la época. Reafirman un sitio privilegiado para la razón concebida como motor primario en el logro de los objetivos. La insistencia en la elaboración de un modelo previo y su posterior aplicación a la sociedad existente, inaugura un modo de relación entre la especulación y la praxis que penetrará hondamente en las generaciones siguientes hasta sellar la organización definitiva en la década del 80, momento en el que cristaliza el diagrama de una nación pensada durante casi cincuenta años.

El pensamiento utópico dominante en los siglos XVIII y XIX europeos marca, en nuestro país, la trayectoria intelectual de la generación del 37 y de aquellos relacionados a ella estrecha o tangencialmente. Echeverría, Sarmiento, Alberdi transitan un discurso utópico que a pesar de que se distancia de las convenciones, preserva el espíritu crítico de sus congéneres5. Desde la Revolución de Mayo hasta casi fin de siglo, la construcción del nombre privado corre paralela a la justificación del accionar político6. El sujeto es modelado en cada caso sobre la base de una tensión productiva entre el imaginario personal -la misión rectora de actos- y el lugar real que ocupa en la esfera pública.

La posición específica del sujeto genera lógicas distintas: puede hablar por delegación, por encargo de un grupo mayor, y entonces su intimidad se socializa porque es representativa de la comunidad; o por el contrario, cuenta su vida para hacerse el lugar público al que se piensa destinado. En el primer caso, el sujeto tiende a borrarse para fundirse con la esfera que le ha dado el nombre; en el segundo, la narración de lo singular prepara el reconocimiento, busca validez insospechable para un nombre propio dudoso o desconocido. Si el sujeto confirma su identidad a través de la acción pública o la práctica escrituraria, complementaria y simultáneamente, el proyecto vale por su firma al pie, porque el nombre concentra múltiples significaciones personales y colectivas.

La superposición de las esferas privada y pública define la tarea primera de la escritura que consiste en la dilucidación o constitución del lugar actual del sujeto en la sociedad. Porque esos sujetos se imaginan punto de cruce entre el pasado y el futuro nacionales transitan géneros discursivos que vinculan distintos tiempos. El lugar deseado se fundamenta, por una parte, en el relato de un pasado propio que anuda con la historia del país, con lo cual lo individual encuentra el destino común; por otra, ese sujeto que se contempla como guía intelectual (Alberdi) y como guía y político (Sarmiento) asume la misión de planificar el futuro político mediante la elaboración de un proyecto que se cumplirá inexorablemente porque es racional.

Ambos escritores discuten a través de dos géneros discursivos -utopía y autobiografía- las articulaciones entre sujeto y sociedad, de qué manera lo público conforma lo privado y a la inversa, lo íntimo entra en contacto con lo social. Sobre estas relaciones, Sarmiento desarrolla las formas socio-políticas que definen el estado. Alberdi explora las formas jurídicas. La cuestión de la legitimidad está en la base de los modelos de estado. En rigor, los géneros discursivos permiten representar el pasaje de la noción legitimante de patria al estado todavía no consolidado.

En los siglos XVIII y XIX en Europa y en el XIX en este Continente, el tópico del enfrentamiento entre razón y sin-razón disuelve los matices y esquematiza los conflictos según una lógica maniquea que coloca la razón del lado de los que poseen ideas -cultura, libros- y la sin-razón del lado de los otros que, signados por la inversión, no tienen lugar en los proyectos. Aunque adopten representaciones diferentes, esos otros comparten el rasgo de la irracionalidad, obstáculo máximo en el camino hacia la plenitud. El modelo contempla la disolución del impedimento por la incorporación o la aniquilación.

Los conflictos políticos y culturales se presentan como la aspiración a una razón superior, comprensiva, que abrace la razón subjetiva y lo otro de la razón. La posesión de este tipo de razón permite elaborar estrategias de apropiación del otro mediante discursos que explican y justifican las supuestas diferencias. Este tipo de razón está vinculado a un modelo de subjetividad que conoce y decide en soledad. Al mismo tiempo, y porque el proyecto debe lograr consenso, los textos ponen en juego un modo de racionalidad basada en la relación entre individuos que se consideran iguales. Las rupturas y las alianzas son las figuras discursivas de ambas formas de racionalidad7.




Discurso autobiográfico y discurso utópico: construcción del sujeto patriota y de los espacios-tiempos colectivos

Dos tipos de enunciados ligan lo privado con lo público, diseñando los espacios-tiempos del sujeto y de la comunidad8. Estas formas que se expanden en las producciones constituyen las matrices donde pueden leerse los mundos imaginados. Sus fronteras encierran la configuración del individuo, de la sociedad, de la nación y del estado, así como la inserción de estos términos en un contexto mayor. Los textos construyen un modelo finito en el que, sin embargo, cabe el universo.

El discurso autobiográfico resulta paralelo y complementario al discurso utópico y se refuerzan mutuamente. Más que circunscribir una serie de rasgos distintivos para constatar la adecuación o el desvío respecto de la convención, interesan esos rasgos en la medida en que conforman dispositivos, fuerzas que accionan de manera permanente. Su aparición señala momentos privilegiados, núcleos semánticos y estructurales donde se encuentran el proyecto y el sujeto.

El concepto de obra-enunciado9 -como réplica de un diálogo con otras obras- permite pensar continuidades entre los textos que se adecuan aproximadamente a las convenciones genéricas y ciertas formas relativamente estables de los enunciados. La definición de estas unidades -de sentido y de composición- obligan a una pequeña genealogía.

Etimológicamente, la palabra outopos o eutopos alude simultáneamente al «no lugar» y al «buen lugar». La utopía es una producción constante a través de siglos que genera lecturas diversas: función revolucionaria, mirada hacia el futuro o regresión nostálgica al pasado; pensamiento prelógico o de ruptura; espíritu reaccionario o militante. Diversas taxonomías han sido ensayadas: utopías naturales, urbanas, religiosas, políticas, sexuales; utopías sistemáticas y puntuales; utopías y contrautopías. Las relaciones proliferan: utopía y mito, utopía y milenarismo, utopía e ideología, utopía y otros géneros literarios (relatos de viajes, sátira, literatura didáctica). Desde un punto de vista ideológico, algunos teóricos las clasifican en conservadoras, socialistas, libertarias, liberales10. Algunos perciben en la utopía elementos anticipatorios, otros ven su efectividad no en la concreción del proyecto sino en la fuerza crítica de la contrapropuesta.

Todas las interpretaciones son posibles y hasta cierto punto válidas en torno al significado, por demás escurridizo del concepto de utopía. Aunque las formas literarias, las técnicas, los géneros son históricos y a pesar de transgresiones y cambios, permanecen en la utopía ciertas invariantes. Bajo aspectos gastronómicos o metafísicos, políticos o sexuales, autoritarios o democráticos, la utopía encierra la construcción de un mundo alternativo que concreta ciertos ideales. Ese sistema otro altera y por lo tanto cuestiona las leyes del mundo real. La utopía nace así ligada a una historia precisa; la descripción del universo imaginado se postula cercana a una coyuntura determinada por lo que su lectura exige el examen del aquí y el ahora, operando sobre la base de desplazamientos y transformaciones de la sociedad en que se produce.

La intersección entre acontecer histórico y su reconstrucción literaria es el espacio utópico por excelencia. Género fuertemente contextualizado, se recorta sobre la actualidad conformando un otro. Uno de sus rasgos fundamentales consiste en que el sentido le viene dado por el orden real, al punto que podría definirse como un género montado sobre pasajes, un corredor de doble dirección, porque si la realidad se transforma en sustrato de lo imaginado, éste a su vez recoge formas históricas no concretadas; anticipa y materializa lo que se halla en estado germinal en la sociedad, concretando lo posible en su espacio11. El género perfila las distintas imágenes que se dan las sociedades al pensarse como totalidades organizadas. En resumen, la utopía regula la vida colectiva por medio de la representación de esos tiempos y espacios alternativos.

Si el futuro presiona sobre la utopía -su destino está definido siempre por esa virtualidad-, el pasado ejerce un papel similar en la autobiografía. Anaqueles saturados hablan del espacio otorgado al género. Prolijos estudios tratan de establecer los límites entre autobiografía y otros géneros (memorias, diarios, novelas autobiográficas, poemas autobiográficos, autorretratos). Los trabajos de Ph. Lejeune12 describen rasgos específicos que diferencian el relato de vida de sus vecinos literarios. La pretensión de exhaustividad desemboca en rigidez, dejando afuera textos «inclasificables». Al aseverar que la autobiografía es: «relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, cuando pone el acento sobre su vida individual, en particular sobre la historia de su personalidad»13, Lejeune fecha su nacimiento en el siglo XVIII, momento en que la identidad se consolida por la historia personal.

Retengo dos conceptos: la condición de posibilidad del género es la identidad entre autor-narrador y personaje principal; entre autor y lector se establece un «pacto autobiográfico» por el que el autor se compromete a decir «la verdad» y el lector retribuye con su confianza. La producción primera de textos no autobiográficos constituye el espacio en el que la autobiografía adquiere sentido. Marcada por ese carácter secundario, su lectura impone protocolos distintos de los que rigen en otros textos de ficción, porque si el autor declara su honestidad, su intención férrea de atenerse a los «hechos verídicos», el lector acecha las posibles tergiversaciones, la ruptura del pacto; atisba como detective sagaz las distorsiones, confrontando el relato autoral con otros materiales y testimonios.

Se sabe: la elección del género tiene por finalidad la configuración de un modelo de artista, de político, de profesional. Envueltas en tonos irónicos o nostálgicos, las estrategias textuales enfatizan o eliden recuerdos; seleccionan acontecimientos que se exhiben como circunstanciales o decisivos para el desenvolvimiento de una vida; los personajes y los espacios que giran en torno del sujeto vertebran la esfera colectiva y el escenario sobre los que se destaca la singularidad del individuo.

Escribir el relato de la propia vida es realizar un gesto tan polivalente como emblemático. En la recapitulación constante, en la búsqueda de una justificación para la acción o el temperamento, el sujeto reafirma su identidad porque el ser actual se sitúa en la perspectiva de lo que ha sido y ambos aspectos delinean el sujeto en devenir. Al fijar una imagen, el autobiógrafo trata de atrapar la inmortalidad, de asegurarse un puesto en la historia deslizándose del oscuro anonimato a la celebridad del héroe14. Asume la tarea de hilvanar los fragmentos dispersos; cohesiona las partes y bosqueja una totalidad en donde cada elemento adquiere sentido respecto a y por los otros.

«Diagrama de un destino» (Gusdorf), la autobiografía cumple el precepto de ordenar el mundo. En la medida en que postula un ejemplo de vida, cada frase retiene un sentido que se articula lógicamente con el sentido global. Los recortes y vacíos narrativos no obstaculizan la pretensión de reinstalar la plenitud de un sujeto demiúrgico que en el acto de escribir logra metamorfosear el fragmento en totalidad. El autobiógrafo prefiere la figura retórica de la sinécdoque: en el acontecimiento puntual halla la explicación general; en el gesto casual, la condensación de una actitud vital; en los juegos infantiles, la vocación madura; en el individuo, los rasgos definitorios de un grupo mayor que lo designa representante.

Los teóricos dan al término totalidad diferentes significados. Para algunos la noción remite estrictamente a la vida individual en su relación con un tú que confirma a la primera persona15. Otros incluyen una dimensión más amplia: cuando Bajtín estudia los vínculos entre literatura y sociedad, postula lo social como el género mismo. Remonta sus inicios a la antigüedad grecorromana y le otorga funciones específicas: los relatos de vida acompañan acontecimientos político-sociales y se desarrollan en los cronotopos del ágora o la familia que transmutan el espacio físico en espacio socio-ideológico16.

Las teorías presentan puntos comunes en torno de tres ejes que entrelazan el espacio-tiempo con el sujeto y la verdad. Más allá de discrepancias acerca de la génesis y la evolución, de clasificaciones tediosas, de especulaciones sobre tonos o posiciones de locución, de prescripciones modales o temáticas, el género conserva rasgos que median entre el texto y lo extra-textual: la identidad autor-narrador-personaje y el carácter verificable del tema crean un núcleo de resistencia contra cambios o transgresiones17. La función es la tercera constante porque toda autobiografía se escribe para defender, rectificar o inventar un nombre.

La preocupación por el nombre propio se inicia en las postrimerías de la edad media, se prolonga durante el renacimiento donde comienza a vislumbrarse la concepción del sujeto pleno y culmina en el siglo XVIII. El nombre propio introduce la diferencia que permite aislar lo singular de lo masificado. En él permanece cifrada la historia de una estirpe aceptada y continuada o, por el contrario, vilipendiada. El que relata su vida opta por alguna de estas posiciones cuando se presenta como heredero, transmisor de valores o como rebelde impugnador de los ancestros. Otra actitud mantiene cuando se encierra en un silencio obstinado respecto de los mayores; el sujeto deviene entonces su propio padre.

Tanto la utopía como la autobiografía pertenecen a un tipo de géneros que se constituyen en el borde de lo literario y lo no-literario así como en el juego oscilante entre ficción y no-ficción. Porque ponen en el centro la categoría de verdad, adquieren un carácter fronterizo; incluyen modos de referencialidad que obligan a cotejar el adentro con el afuera: por un lado, rearmar las relaciones intratextuales; por otro, confrontar texto y extra-texto siguiendo ciertos protocolos de lectura.

Entre escamoteos y desnudamientos, juegan con la confusión de las nociones de verdad y realidad. La literatura sólo puede apelar a una verdad interna bajo convenciones; pero la homologación de los términos anteriores deriva en la concepción de la literatura como copia del mundo exterior. Esta idea choca con la que afirma que el arte es una construcción. La literatura adquiere derecho a la autonomía sin caer en el solipsismo en la medida en que se entablan relaciones dialécticas entre los campos interno y externo de referencias: si el primero representa o apunta al segundo, éste a su vez revierte sobre el otro modelándolo18.

La utopía y la autobiografía elaboran la dupla verdad-realidad, borrando frecuentemente los límites entre los términos y resbalando hacia uno u otro. Surgen y se desarrollan bajo la premisa de un parentesco próximo entre literatura y vida. Ya sea por marcas internas, ya por contextos determinados, o ya por convenciones sociales y literarias, poseen una fuerza elocutiva surgida de la finalidad explícita de búsqueda y mostración de una verdad colectiva o personal.

Esa verdad no se impone por sí misma. Así, los discursos que se autoarrogan la facultad de exponer la verdad, pretenden lograr en los juegos lingüísticos la legitimación de un sujeto y de su pensamiento. Si «el lazo social observable está hecho de "juegos" de lenguaje»19 en dichos juegos la necesidad de legitimación sustituye a la verdad, aunque cuando se dan a la publicidad, esos discursos subrayan el interés por la «verdad objetiva», ocultando en la trastienda los deseos de valoración personal.


Paradojas y reversiones

La historiografía romántica asume la tarea de restaurar el contacto con lo primigenio. El desciframiento progresivo del pasado abre el segundo paso: la reconstrucción de una totalidad fracturada en la que los cortes se relativizan porque son vistos como obstáculos coyunturales que no inciden drásticamente en la continuidad temporal. El historiador comparte con el profeta, con el legislador o con el poeta el rango de «elegido»; es aquel capaz de hacer patente lo que los demás no logran vislumbrar.

La literatura provee patrones y la historia se escribe a la manera de novela histórica; entre las técnicas frecuentadas, el suspenso narrativo procede por develación paulatina del sentido20. En el intercambio de roles y discursos, la literatura se inmiscuye en el campo histórico, prestándole sus leyes. Al mismo tiempo, el peso de la historia se cuela en el espacio literario: los discursos utópico y autobiográfico son dos modos de construirla.

Ilustres franceses -Voltaire, Montesquieu, Rousseau, Chateaubriand, Lamartine, Victor Hugo, Saint-Simón- que conforman el grueso de la biblioteca de Alberdi y Sarmiento, inventaron un modo de totalidad en el cruce de utopía y autobiografía. En los argentinos, el gesto condensa el deseo de hacer una historia nacional, integrando en el presente de la escritura lo mejor del pasado, con las esperanzas de un futuro feliz.

Los discursos utópicos de Sarmiento y Alberdi reeditan rasgos de las utopías político-sociales que encarnan en ciertos tópicos el camino hacia la felicidad general: el desenmascaramiento de las causas de los males sociales, la descripción de la buena sociedad como contrapartida y solución racional a las deficiencias actuales, la sacralización de valores individuales y objetivos últimos del hombre, la puntualización de instrumentos o medios para alcanzarlos21.

Sarmiento edita en 1850 Argirópolis y Recuerdos de Provincia. En 1852 en Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, Alberdi delinea un programa jurídico y político que constituye en su trayectoria intelectual el grado cero de la utopía; el punto máximo será Peregrinación de Luz del Día escrita en 1871 y publicada en 1874; las autobiografías Mi vida privada y Palabras de un ausente datan de 1873 y 1874, respectivamente. Pero si estos textos ejemplifican de manera puntual la necesidad de representar las esferas privada y pública de modo simultáneo, el gesto se prolonga en dos tipos de enunciados diseminados a lo largo de las producciones que construyen los espacios colectivos y los personales, las imágenes del país futuro o las rectificaciones del modelo actual y las figuras del político o legislador aptos para conducirlo.

El discurso autobiográfico sobreimprime a las figuras del legislador y del político, la del patriota. Cuando se accede a este título no es necesaria ninguna otra instancia legitimante. Todas las estrategias textuales sirven al propósito de esbozar los elementos que entran en el modelo: su despliegue bajo la forma de anécdotas en Sarmiento o de argumentaciones filosóficas en Alberdi ratifican esa imagen como punto de encuentro e intercambio de lo íntimo y lo público.

La afirmación de que la utopía materializa el futuro colectivo y la autobiografía recupera el pasado individual no resulta siempre válida, puesto que muchas veces la utopía se proyecta hacia atrás y la autobiografía se dirige hacia adelante. Complementariedades, paradojas e inversiones son coágulos donde leer el imaginario del escritor, el intento de atrapar y hacer converger la memoria personal y la esperanza colectiva.

Para el pensamiento utópico, el orden real es anatema; el contrasistema hace estallar en la escritura el referente externo. Pero en las utopías clásicas la escena de la aniquilación permanece oculta. La supresión del otro se elabora a partir de una primera figura de oposición que cede lugar a una lógica sustentada en la armonía de todos los elementos. Sociedades estratificadas, espacios cerrados, comunidad de intereses, separación de roles, jerarquías e igualdades impuestas responden a la concepción subyacente de que el orden ideal debe cercenar lo discordante, eliminar cualquier signo que no encaje en la maquinaria estratégicamente planificada.

Al dejar afuera toda ambigüedad, la coherencia se convierte en una forma de clausura que reprime las contradicciones inherentes al orden cuestionado. La utopía esgrime como condición de posibilidad la desaparición del oponente al que se tacha de extraño peligroso.

Pero el enemigo es su origen ineludible y su anclaje a la historia. Cuando la utopía mata al «padre corrupto», borra los orígenes -aunque ellos puedan leerse en palimpsesto- y crea una sociedad sin memoria anterior. Rasgo medular es ese olvido del pasado reemplazado por una nueva génesis cuyo principal atributo radica en la perfección congelada del eterno presente. Así, la plenitud arrastra la inmovilización del tiempo, el desconocimiento del devenir histórico. Engendrada bajo el signo del cambio permanente, la utopía se sumerge en un estatismo a perpetuidad, porque en el momento en que lo imaginado futuro se vuelve concreción presente, los tiempos conflictivos se disuelven y en este proceso diluyen también otras contradicciones.

El juego con los dos órdenes -el real y el imaginario- caracteriza los discursos utópicos de Sarmiento y Alberdi. Sus sistemas no presentan mundos paralelos o autárquicos, escindidos del orden contemporáneo; por el contrario anclan en una geografía reconocible sobre la que se asienta un sistema distinto en otro tiempo. Agónicamente, los textos hacen coexistir en un mismo espacio el orden presente degradado y el orden perfecto virtual. El otro es incorporado y cuestionado individualizando a los responsables del desastre. Rosas para Sarmiento, Sarmiento para Alberdi personalizan la figura del otro, impedimento en la evolución individual o colectiva y también motor causal contra el que se conforma la subjetividad y se concibe el proyecto.

La descripción e impugnación de una instancia colectiva a través de un protagonista excepcional o mediante tipos sociales es sello de estas utopías argentinas. Inversamente a las utopías tradicionales que se distinguen por la anonimia de los sujetos, aproximan su lente a los representantes de sistemas en pugna. Las utopías así estructuradas literaturizan lo histórico al historizar lo literario; se vinculan con un lugar y una época determinados con lo cual a la dupla historia-literatura agregan el tercer término de la política. El duelo acaba en una victoria y una derrota: en Argirópolis los perdedores serán Rosas y el caudillismo; el ganador adquiere el perfil del patriota, mientras que al vencido corresponde el rostro del traidor. Peregrinación trama otros sentidos: el desenlace adverso corresponde al dominio de las especulaciones puras.

Ambos géneros que trabajan con la apoteosis del pasado y del futuro funcionan como marcadores del presente: en ese presente se instala el sujeto patriota cuya palabra recoge validez en ese origen. Al dignificar los orígenes, los letrados se reconocen eslabones de la cadena histórica que comenzaron sus antecesores y prolongarán sus descendientes. Esta concepción muta el relato de una vida irrepetible en una narración ejemplar en la que el yo involucra al nosotros, y en el pasaje, lo que parecía constitutivo de uno se torna marca del grupo de semejantes.

A pesar de reveses, desilusiones o tergiversaciones, la esperanza insiste. Influidos por las teorías evolutivas provenientes de las ciencias naturales, Sarmiento y Alberdi aplican sus postulados y métodos al conocimiento de la sociedad; lenta pero segura entre avances y retrocesos -pensaban-, la humanidad camina hacia la perfección, sinónimo de progreso para el siglo.

Si el último Alberdi insiste en los viejos ideales de Mayo, las doctrinas de la generación del 37 y las Bases, la esperanza en el porvenir emerge en la figura de Fígaro. Palabras de un ausente también recoge cierta actitud optimista al hacer propio el credo de Bastiat: «Es mi fe que Aquel que arregló el mundo material, no quiso quedar extraño a las cosas del mundo social. Creo yo que El supo combinar y hacer mover en armonía los agentes libres tan bien como las moléculas inertes [...] -«Creo que todo en el orden social es causa de mejoramiento y progreso, aun aquello mismo que lo daña»- «Creo que basta al desarrollo gradual y pacífico de la humanidad el que sus tendencias no sean perturbadas y que recobren siempre la libertad de sus movimientos» (175)22.

Sarmiento, en actitud similar, concluye Recuerdos con estas palabras: «Nuestra suerte es distinta: luchar para abrirnos paso a la patria; y cuando lo hayamos conseguido, trabajar para realizar en ella el bien que concebimos. Este es el más ardiente y el más constante de mis votos» (224)23.

El sujeto patriota se constituye en un acto de defensa. Necesita del ataque para circunscribir su lugar, los límites de su espacio respecto de los espacios que ocupan los otros. El uso del pronombre yo garantiza la individualidad -«la capacidad del locutor de plantearse como "sujeto"»-, define a la persona, mientras que la tercera persona escapa a su condición de tal, ya que se refiere a una situación objetiva: «[...] La no-persona es el único modo de enunciación posible para las instancias del discurso que no deben remitir a ellas mismas, sino que predican el proceso de no importa quién o no importa qué [...]24.

El enfrentamiento se entabla entonces entre la subjetividad de un campo -habitado por patriotas- y la objetividad del otro. Ellos configuran un mundo antagónico -de antipatriotas, de traidores o de tiranos- sobre el cual predica el sujeto de la enunciación y al hacerlo lo inventa. Sin embargo, el acto de erigirlos en jueces-verdugos les devuelve el estatuto perdido y el proceso de objetivización revierte sobre el yo: los adversarios convierten al patriota en blanco de crítica.

La polémica involucra al enemigo externo y también a los proyectos y misiones de los miembros de la misma élite; el agresor encarna, según las coyunturas, en el «bárbaro» o en el otro «civilizado» al que se descalifica mediante el oxímoron de «barbarie letrada». El adjetivo distribuye los lugares de los sujetos, los coloca en posición de aliados o adversarios, delimitando los campos semánticos que corresponden a cada uno.

Enfrentado al sujeto que enuncia, el otro porta el estigma de la irracionalidad y esta carencia lo condena a la ilegalidad. En este conflicto de subjetividades puede leerse el germen del estado, un principio de exclusiones e inclusiones que varía de dimensiones de acuerdo con las circunstancias. El logro de la unidad requiere límites precisos que dividan el afuera del adentro. Las exclusiones surgen de la presencia o ausencia de razón. El bárbaro para Sarmiento proviene del exterior y en consecuencia revela un carácter tan extraño que no habla siquiera la misma lengua. Para Alberdi, el otro sale de las entrañas del campo propio cuando se olvidan los intereses colectivos.

Los textos incorporan el pasado y sus remanentes: totalizan para luego excluir. A primera vista, el proyecto parece quebrar la linealidad del proceso al concebir el antes y el después como polos irreconciliables; a los extremos se los etiqueta de reacción o progreso. Pero el nuevo orden extrae su sentido invirtiendo el viejo. La escritura representa a cada paso la tensión entre los constituyentes del sistema. La escena del espacio colectivo juega con la noción de límite; valida al otro en cuanto que el nuevo régimen constituye su negativo al tiempo que lo descalifica al postularlo como un anacronismo aún poderoso.







 
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