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Secretos del oficio: avatares de la Inquisición novohispana

María Águeda Méndez Herrera



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ArribaAbajoNota preliminar

Como se sabe, la Inquisición novohispana tuvo como finalidad conservar la religión y la cultura católicas en las tierras recién conquistadas por la Corona española. Para ello persiguió a los que tenían ideas heréticas o que no respetaban las normas establecidas, práctica que con el tiempo degeneró en una especie de «écrasez l'infame»: lucha sin cuartel por mantener la fe.

En la Nueva España, el Santo Oficio pasó por varias etapas en el siglo XVI. Al principio, para llevar a cabo la conquista espiritual deseada, el Papa otorgó facultades especiales al clero regular con las bulas de 1521 (Alias felices) y 1522 (Exponi nobis o «La omnímoda»), que dotaban a ciertos clérigos de funciones episcopales en ausencia de obispos. Se conoce este período como la Inquisición monástica (1522-1532). Los primeros que llevaron a cabo el ejercicio de jueces inquisitoriales fueron los franciscanos y dominicos. La Orden Franciscana (fray Martín de Valencia, fray Toribio de Benavente Motolinía) ejerció la autoridad civil y criminal hasta 1525 y tuvo un conflicto jurisdiccional con el gobierno de Cortés, por los juicios a sus partidarios, Gonzalo de Morales y Hernando Alonso. En 1526, el ejercicio inquisitorial pasó de lleno a manos de los prelados dominicos (Tomás Ortiz [1526], Domingo de Betanzos [1527-1528] y Vicente de Santa María [1528]). La Orden de Santo Domingo se hizo cargo de tales labores hasta que el obispo franciscano fray Juan de Zumárraga actuó como ordinario de 1532 para pasar a ser inquisidor apostólico en 1535, puesto del que fue apartado por su intervención en el proceso contra el cacique indio de Texcoco Carlos Chichimecatecutli. Cuando Alonso de Montúfar fue nombrado arzobispo de la Nueva España en 1554, se puso a la tarea de evitar que las ideas protestantes infestaran las tierras novohispanas, además de que se constituyó en la autoridad doctrinal sobre los religiosos al convocar a los dos concilios de la Iglesia de Nueva España en 1555 y 1565. A resultas del enfrentamiento entre Montúfar y las órdenes regulares, se dio una pelea ideológica entre las ideas   —8→   renacentistas y las de la Contrarreforma y el papel que la Iglesia novohispana desempeñaba en todo ello. A este tiempo se le denomina Inquisición episcopal (1535-1571). Finalmente, Felipe II estableció el 25 de enero de 1569 -por medio de una cédula real- dos tribunales en Perú y Nueva España respectivamente. El 16 de agosto de 1570, por el mismo medio se estableció la jurisdicción territorial (todos los habitantes estaban sujetos al Santo Oficio a través de las Audiencias de México, Guatemala, Nueva Galicia y Manila, y se nombraba a los administradores religiosos en el arzobispado de México; a los que dependían de otra jurisdicción los asignaban en el arzobispado de México, así como a los obispados de Tlaxcala, Michoacán, Oaxaca, Guadalajara, Yucatán, Verapaz, Chiapas, Honduras y Nicaragua). Se creaba así un tribunal novohispano de la Inquisición, apolítico y profesional, bajo las órdenes del Inquisidor General y jueces relacionados con su Institución homónima española. Se designó como primeros inquisidores de la Nueva España a Pedro Moya de Contreras y Alonso de Cervantes; éste último falleció durante el viaje. Se nombró como secretario del Secreto y fiscal a Pedro de los Ríos y Alonso de Bonilla respectivamente. El Tribunal del Santo Oficio quedó así establecido en 1571.

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La presente compilación de ensayos trata del Tribunal propiamente instaurado y está dividida en cuatro partes. La primera consta de un artículo en el que se da una explicación de lo que ha sido el Proyecto «Catálogo de textos marginados novohispanos» desde sus inicios en 1984. Gracias a ésta, en un principio aventura interinstitucional, se debe que este libro haya sido posible. En la segunda, compuesta por cinco escritos, se estudian varios aspectos del tipo de situaciones que tuvo que enfrentar la Inquisición, circundando su fundación en la Nueva España con la Congregación de San Pedro Mártir, así como en épocas posteriores, pasando por el fenómeno de las ilusas, algunas repercusiones de las influencias de la Revolución francesa y usos poco ortodoxos del poder y hasta del chocolate. En la tercera, que consta también de cinco textos, se tratan y analizan algunos aspectos literarios con los que el Tribunal tuvo que vérselas: los «mandamientos de amor», una versión muy diferente al «Mambrú» que muchos cantábamos de niños, algunas canciones   —9→   traviesas traídas y adaptadas de allende los mares, un sermón sui generis y el único pliego suelto encontrado hasta ahora en el acervo inquisitorial mexicano. En la cuarta y última, compuesta de tres ensayos, se investigan varios momentos de algunas de las obras y las múltiples ocupaciones del jesuita Antonio Núñez de Miranda, calificador del Santo Oficio y confesor de Sor Juana. El hilo conductor de todos los ensayos es, claro está, el temido Tribunal. Cabe señalar que se han modificado algunos desde su primera publicación. Además, con la intención de evitar repeticiones, las inevitables y copiosas citas al Catálogo de textos marginados novohispanos, tanto el correspondiente a los siglos XVIII y XIX (1992) como el del siglo XVII (1997), se consignan por su año de publicación entre paréntesis; el Archivo General de la Nación se menciona por sus siglas (AGN); en todas las citas de los documentos se resuelven las abreviaturas y se respeta la ortografía, no así la puntuación ni acentuación.


Agradecimientos

Finalmente, todo libro implica y representa la ayuda de muchas personas. No puedo dejar de agradecer a los que tuvieron que ver con éste. Primeramente, el personal de galerías del Archivo General de la Nación de México, sin cuya colaboración la labor de búsqueda de los materiales habría sido más lenta, difícil y árida. Vaya mi reconocimiento al Jefe del Centro de Referencias, Roberto Beristáin, así como a Joel Zúñiga Torres, Serafín Villagómez Zavala y Mario Berriel Centeno. A Ernesto Viveros Lazcano agradezco la localización de varios documentos muy importantes; a Juan Luis Blanquet, sus elogiosos comentarios; a Ana María Morales y María del Carmen Espinosa, sus colaboraciones útiles en distintos momentos de la elaboración de los ensayos que conforman esta colección. Mis más sinceras gracias al doctor José Pascual Buxó por su ayuda y entusiasmo contagiosos, amén de haber hecho posible esta publicación en la prestigiosa serie del Seminario de Cultura Literaria Novohispana (Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México), a su digno cargo. Además, al doctor Luis Fernando Lara, Director del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México -Institución co-editora de esta compilación-   —10→   por su apoyo y confianza. A la doctora María Dolores Bravo Arriaga por sus invaluables y siempre acertadas aportaciones. A la doctora Flora Botton Burlá por sus consejos estilísticos tan importantes. También, al doctor Ángel Alcalá, de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY), por haber leído el manuscrito; sus sabias y atinadas indicaciones fueron de suma utilidad, me hicieron repensar más de una vez y mejoraron la versión final. Al doctor Elías Trabulse, por sus comentarios y sugerencias invariablemente enriquecedores, sagaces y pertinentes. Sin olvidar la ayuda alentadora, generosa y solidaria que durante años me ha brindado el doctor Georges Baudot de la Universidad de Toulouse II-Le Mirail.







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ArribaAbajoPrimera parte

Investigación y catalogación


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ArribaAbajo La palabra rescatada de México en el siglo de la Ilustración. La catalogación: vicisitudes y avances1

Entrar por primera vez al último edificio en albergar el Archivo General de la Nación fue para mí toda una experiencia. No pude evitar estremecerme al llegar a la impresionante mole que había sido la gran cárcel panóptica de Lecumberri, sobre todo al pasar por el vetusto portón donde se oía al policía de turno gritar -como sabemos muchos mexicanos y, he de añadir, afortunadamente no de manera directa- «¡a la reja con todo y chivas!», cuando algún reo había cumplido su condena y, como decían los abogados penalistas decimonónicos, pagado su deuda con la sociedad.

La sociedad... ésta era la que me llevaba al AGN; la vida cotidiana de siglos anteriores -que de un tiempo a esta parte felizmente ya forma parte de los estudios de nuestra memoria histórica-, en un mundo lejano (asequible hoy en día en un sinnúmero de documentos repartidos en volúmenes, legajos, cuadernillos, hojas sueltas y papelitos), que aguardaba pacientemente, en espera de otro investigador más, curioso y emprendedor, ansioso de deshilvanar las «antigüedades mexicanas a lo que soy grandemente afecto», como escribiera en su momento uno de nuestros grandes bibliófilos, Nicolás León2.

Y, al mencionar a los bibliófilos, no puedo dejar de recordar la herencia que nos dejara Juan José de Eguiara y Eguren, con su notable Bibliotheca   —14→   Mexicana, publicada en 1755. Como sabemos, originalmente fue escrita en latín y en ella se describen obras e ideas de filósofos y pensadores, en una especie de historia de la cultura mexicana, desde el arribo de los españoles hasta alrededor del año 1750, amén de que surgió de la exaltación del sentimiento patriótico de su autor. A uno de sus prólogos se debe esta joya, de la pluma de Manuel Martí, deán de Alicante, al querer disuadir al joven Antonio Carrillo de venir a tierras mexicanas «para el cultivo de las letras»:

¿A dónde volverás los ojos en medio de tan horrenda soledad como la que en punto a letras reina entre los indios? ¿Encontrarás, por ventura, no diré maestros que te instruyan, pero ni siquiera estudiantes? ¿Te será dado tratar con alguien, no ya que sepa alguna cosa, sino que se muestre deseoso de saberla, o -para expresarme con mayor claridad- que no mire con aversión el cultivo de las letras? ¿Qué libros consultarás? ¿Qué bibliotecas tendrás posibilidad de frecuentar? Buscar allá cosas tales, tanto valdría como querer trasquilar a un asno u ordeñar a un macho cabrío. ¡Ea, por Dios! Déjate de esas simplezas y encamina tus pasos hacia donde te sea factible cultivar tu espíritu, labrarte un honesto medio de vida y alcanzar nuevos galardones3.



A lo cual, airadamente comenta Eguiara:

Es decir, que aun siendo las Indias Occidentales de tan grande extensión [...] se atrevió a señalar a México (si place al cielo) como el sitio de mayor barbarie del mundo entero, como país envuelto en las más espesas tinieblas de la ignorancia y como asiento y residencia del pueblo más salvaje que nunca existió o podrá existir en lo futuro,



para luego añadir:

Mientras estos pensamientos bullían en nuestra mente [...] ocurriósenos la idea de consagrar nuestro esfuerzo a la composición de una Biblioteca Mexicana, en que nos fuese dado vindicar de injuria tan tremenda y atroz a nuestra patria y a nuestro pueblo, y demostrar que la infamante nota con que se ha   —15→   pretendido marcarnos es, para decirlo en términos comedidos y prudentes, hija tan sólo de la ignorancia más supina4.



Ciertamente Eguiara logró su cometido, aunque quizá en un posible pecado de soberbia -por cierto, en teoría al menos, no muy afín con su investidura eclesiástica- llevara la penitencia, pues no pudo escaparse de alguna que otra crítica posterior, como la de Joaquín García Icazbalceta:

El idioma en que la Bibliotheca está escrita la inutiliza hoy para muchos [...] Lo que no alcanzaba remedio es la deplorable determinación de traducir al latín todos los títulos de las obras, con lo cual se desfiguraron por completo. ¿Quién que no esté algo versado en nuestra literatura ha de conocer, por ejemplo, la Grandeza Mexicana bajo el disfraz de Magnalia Mexicea Baccalauri Bernardi de Balbuena?5



Sea como fuere, la semilla de describir de manera ordenada y sistemática nuestras obras literarias rindió fruto en compendios de tal envergadura como la Biblioteca Hispano Americana Septentrional, de José Mariano Beristáin de Souza, en cuatro tomos, de 1883; la Bibliografía mexicana del siglo XVI. (Catálogo razonado de libros impresos en México de 1539 a 1600, con biografías de autores y otras ilustraciones), del propio García Icazbalceta, publicada en 1866; el Ensayo bibliográfico mexicano del siglo XVII, de Vicente de Paula Andrade, de 1889; la Bibliografía mexicana del siglo XVIII, en siete volúmenes, de Nicolás León, que data de 1902; además de La imprenta en México (1539-1821), de José Toribio Medina, cuyos 8 volúmenes vieron la luz de 1907 a 1912, por nombrar sólo unos cuantos.

No puedo dejar de lado que en el afán de todo compilador celoso de su oficio, además de cuidadoso de enmendar, añadir y corregir, se dieron algunas obras que incrementaron esta producción. Basten como ejemplos La imprenta en México (1553-1820). (500 adiciones a la obra de José Toribio Medina en homenaje al primer centenario de su nacimiento), por Francisco González de Cossío, de 1932, y la Nueva bibliografía mexicana del siglo XVI. (Suplemento a las bibliografías de don Joaquín García Icazbalceta,   —16→   don José Toribio Medina y don Nicolás León), de Henry Raup Wagner, publicada en 1940.

Aparte del obstáculo problemático señalado por Icazbalceta que presenta la Bibliotheca de Eguiara para los que no leemos el latín corrientemente6, estas obras adolecen de algunas deficiencias que habría que señalar muy someramente. Para empezar, sin duda basados en el hecho de que el conocimiento es colectivo, se copiaban unos a otros con el mayor desparpajo, como ocurre con la Imprenta de Medina. En la Bibliotheca de Eguiara las consignas empiezan por el nombre de pila del autor, en lugar del apellido; tal orden alfabético hace que la búsqueda sea lenta. Asimismo, las obras que se incluyen en cada apartado a menudo carecen de fecha. Por otra parte, como sucede con la Bibliografía de García Icazbalceta, las obras están dispuestas en orden cronológico y si no se sabe con certeza el año de publicación, por ejemplo, está uno obligado a recorrer muchas páginas hasta encontrar el texto deseado.

En general, casi todas carecen de índices7, que nos son tan útiles a los investigadores, aunque, en defensa de los que siguieron el arduo camino de la catalogación -en esos difíciles tiempos anteriores a nuestras hoy ya comunes e imprescindibles computadoras-8, es preciso decir que estas herramientas son casi obligatorias desde hace bastante poco. Finalmente, cuando el dato que se tiene no es muy preciso, las más de las veces hay que recorrer el libro entero hasta hallar lo que se busca.

Lo anterior no quiere decir, de ninguna de las maneras, que no se reconozca el mérito de sus autores ni que estos primeros inventarios no sean de gran utilidad. Evidentemente, sería injusto y erróneo no reconocer su valor, pues   —17→   son consultas obligadas en primeras aproximaciones hacia obras raras o que nunca fueron reeditadas, en fin, cuando se intenta revivir textos olvidados o dejados de lado9. También dan información sobre impresos o manuscritos que se han perdido o que formaron parte de nuestro patrimonio y que, por las vicisitudes de todos sabidas, ahora se encuentran en acervos del extranjero. Además, consignan escritos varios de autores poco conocidos o, que por dedicarse a tareas alejadas del quehacer literario, no se pensaría que estarían incluidos. Por último, es de suma importancia el que la mayoría de estos pacientes y eruditos compiladores siempre utilizaran fuentes de primera mano10.

En buena parte por haber hurgado en estos librazos bibliográficos, por el camino que trazaba Pablo González Casanova en La literatura perseguida en la crisis de la Colonia (1958) y por la contagiosa y vital idea de Margo Glantz11, entonces Directora de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes, es que llegué al AGN con emoción, sabiendo que me quedaba mucho por hacer y más por aprender. Se abría ante el grupo de investigadores que integrábamos el proyecto entonces llamado «Catálogo de textos literarios novohispanos» la posibilidad de seguir la pauta de nuestros grandes antecesores, para continuar   —18→   la exploración en busca de textos literarios en el grupo documental Inquisición, pues sabíamos -por haber hecho calas en este riquísimo acervo- que prometía muchos y agradables hallazgos de gran variedad. Además, corríamos con la suerte de que este tipo de proyectos no tiene la necesidad de lo inmediato y lo coyuntural, elementos tan socorridos hoy en día.

Nuestras expectativas fueron recompensadas con creces, tanto así, que después de un tiempo surgió la necesidad de no circunscribirnos única y exclusivamente a lo literario -pues habría quedado fuera la mayor parte del material12- por lo que tomamos muy en cuenta no sólo las estructuras formales o las índoles de contenido de los escritos en sí, sino la intención que conllevaba la institución eclesiástico estatal que los había requisado. Es decir, debíamos recopilar la producción incautada por la persecución de la disidencia: la de la marginalización. Además, tuvimos siempre presente que este concepto conlleva tres vertientes de significado: por una parte, muchos de los legajos que se conservan pertenecían a temas despreciados por el Santo Oficio y en el aparato de ese tiempo no eran de interés primordial. Por la otra, muchas de las ideas, reacciones, conductas, dichos y hechos que se manifiestan en los abultados legajos se daban al margen de lo oficial, aceptado y promovido, y, por último, la Inquisición los censuraba y sacaba de la circulación, por no convenir a sus intereses que se conocieran, ni mucho menos que se propagaran. Así, presentamos con el Catálogo de textos marginados novohispanos la compilación de una «historia detallada de la disidencia», para lograr un «verdadero itinerario de la subversión»13, en el que se refleja -a través de los deseos, miedos, pensamientos heterodoxos y aspiraciones del hombre novohispano dieciochesco- un universo imaginario y cotidiano a la vez, una conciencia escondida, perseguida.

Nuestro interés principal era el de ofrecer un contacto más directo y fácil   —19→   con los materiales que por siglos cimentaron y construyeron la identidad novohispana; una suerte de intermediario bien informado entre los textos y el investigador, para así aligerar y hacerle más expedita su a veces muy ingrata y laboriosa tarea, atenuando y simplificándole el rescate y reconstrucción de la palabra del México del XVIII y parte del XIX, que se entreteje en este ambiente de estudio de otros mecanismos, de otras formas de pensar en un mundo nuevo donde se refugiaron las diversas heterodoxias que manaban de Europa y eran perseguidas sin tregua.

Los venerables -y sin duda útiles- índices del AGN fueron por mucho tiempo las únicas herramientas de consulta previa. Sin embargo, eran en sí mismos poco propicios para ir más allá del marco inquisitorial y ofrecer un muestrario más amplio de posibilidades de estudio, por contener información de distinta naturaleza que la nuestra.

El Catálogo proporciona 2623 fichas que están ordenadas por género y dispuestas en orden cronológico, y los textos sin fecha se encuentran al final. Nos pareció la forma más adecuada para facilitar la tarea del lector, dada la naturaleza del material. Una clasificación onomástica para documentos que comprenden una gran cantidad de escritos anónimos y una casi totalidad de textos de autores muy poco o nada conocidos, que no pasaron a la historia, no se habría justificado en una investigación razonada.

Las fichas contienen: autor (si era eclesiástico, se especifica la Orden a la que pertenecía), título, género, índole de contenido, primer verso -en su caso- del primer texto poético, lugar en el que fue escrito o requisado el escrito y fecha. Sigue el rubro «características» en el que se incluye si es manuscrito o impreso, la mano del amanuense, si el texto presenta enmiendas, si tiene algún fragmento en otra lengua que no sea la española, si está apostillado, de cuántas hojas o páginas consta, si presenta más de una numeración, si tiene algún tipo de deterioro, si está mal encuadernado y la medida de los folios. Se consigna el legajo en el cual está incluido, así como el lugar y año del proceso o denuncia. Por último, y en renglón aparte, se halla el volumen o caja, el expediente, si lo hay (en caso de no tener número de expediente también se señala), y el número de los folios o páginas en el que se encuentra. Cuando hay más de un documento poético en la ficha, se ha puesto sólo el primer verso del primer texto para evitar entradas de gran extensión.

Se proporciona una ficha de muestra, para mayor claridad:

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  • - 2093
    MUÑOZ DE CASTRO, PEDRO, b[achille]r, presbítero, (dominico): [Tres sátiras contra don Juan Ortega Montáñez, arzobispo y virrey de México]. Poemario. Ciudad de México(?), 1701(?). Características: manuscrito de mano no identificada. 3 hoja(s) suelta(s) mal encuadernadas. Medidas: 31x21 cm. Texto anexo al legajo: Autos sobre recoger unas coplas. S[an]to Offi[ci]o de Méx[i]co, 1701.
    Vol. 718 (primera parte), exp. 18, fols. 176r-177r.
    • - 2093.1
      MUÑOZ DE CASTRO, PEDRO, b[achille]r, presbítero, (dominico):
      Cuelga al Exce[lentísi]mo Señor D[o]n Juan de Ortega, Arzobispo en posesión y sin palio. Primer verso: «Quién es aquel figurón». Siete décimas de contenido satírico-político. Fol. 176r.
    • - 2093.2
      MUÑOZ DE CASTRO, PEDRO, b[achille]r, presbítero, (dominico): A la vis[i]ta que hiço d[ic]ho s[a]ser[dote] en el Comb[en]to de la Concep[ci]ón, sin avisar. Primer verso: «Con uñas de serpentón». Siete décimas de contenido satírico-político. Fol. 176r-176v.


Las entradas están diseñadas para cubrir dos propósitos: si lo que interesa al lector es el texto y su ubicación en el volumen o caja, lo único que debe hacer es prescindir de las características y buscar la localización del documento al final de la ficha. Si, por el contrario, se interesa además por el estado en el que se encuentra tal o cual documento o sus rasgos físicos y de conservación, no carecerá de esa información. Cierra el Catálogo con siete índices: de autores (mencionados o atribuidos), bíblico y hagiográfico, de lugares, de obras mencionadas, onomástico y dos de primeros versos (por ficha y en orden alfabético).

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El lector del Catálogo se percatará de que, a través del discursó político o burlesco, de la sátira circunstancial, por medio de la décima o del soneto -que se mofan de autoridades, instituciones o, sencillamente, de personajes medianos del mundillo de México- se elabora un discurso que permite entender los mecanismos de la formación de una conciencia pre-nacional, que pronto desembocará en rebelión abierta. Esto se da mediante versos y cartas de circunstancia, a veces de pobres papelillos o epistolarios garabateados en un momento de furia o lujuria, por medio de escritos más solemnes, pensados y rebuscados en los silencios de algún convento o de cualquier caserón de una institución oficial. El proceso que llevó a muchos de los infractores -conscientes o inconscientes- a burlar normas ideológicas, políticas y religiosas siguió muchas veces los caminos más singulares. Así, se encuentran las oraciones pervertidas, los mandamientos de amor trastrocado, e, incluso, a fines del siglo, las preces en favor de la Revolución francesa.

Si el investigador compara la información que proporciona este esfuerzo colectivo con la que ofrecen índices o inventarios anteriores, notará que los datos no sólo están consignados, sino desbrozados y expuestos de tal manera que podrá darse una idea mucho más clara y completa de lo que puede esperar cuando se enfrente a los documentos. Por medio del Catálogo podrá tener una radiografía de la sociedad dieciochesca -de un siglo de movimiento y fundación, con reformas decisivas en el que se fragua el espíritu que desembocará en las esperanzas de los forjadores de la Independencia mexicana-, a través de los textos marginados vinculados con el gran aparato de la censura en las relaciones buenas o malas, positivas o negativas, pero siempre activas y enérgicas, de la Iglesia con el Estado; en un momento en que el normativismo impuesto molesta y despierta los instintos del ser humano para protestar, en la medida de sus capacidades, muchas veces de manera solapada. Asimismo, podrá profundizar en el estudio de las ideas y confrontarlas con las prácticas cotidianas, en la superposición de realidades materiales e ideológicas.

Sin duda, el Catálogo representa un gran paso adelante, pues constituye una técnica novedosa de investigación y consignación de registros. Sin embargo, su consulta responde a métodos tradicionales, como lo han sido, hasta hace bien poco, los ficheros. Los nuevos avances tecnológicos, como las bases de   —22→   datos en discos CD-ROM14, agilizan la localización. Estos discos tienen una gran capacidad de almacenamiento, ya que pueden guardar seiscientos sesenta Megabytes, lo que es equivalente a lo que cabría en mil quinientos discos flexibles de 5 ¼ (o setecientos cincuenta micro discos de 3 ½), o cincuenta mil páginas de computadora. Tienen la ventaja de poder dar acceso abierto -por medio de las entradas de interés particular del investigador, tales como nombres de lugares, asuntos o instituciones- o mediante la combinación de registros, al «cruzar» la información. Es decir, se puede rastrear la información por campos específicos («menús» con listas del contenido de las bases de datos) o por «búsqueda booleana» (por palabras o combinaciones de palabras). El AGN ha lanzado el primero de lo que promete ser una larga serie de ellos: el ARGENA. Por medio de mandos muy sencillos se pueden consultar de manera rápida y eficaz veintidós de los ciento quince grupos documentales referentes a las instituciones coloniales, pues cuenta con ciento setenta mil referencias15. Por su parte, la Universidad Nacional Autónoma de México ha producido algunos también: el ARIES16, LIBRUNAM17, y Clásicos de la Literatura Mexicana18. Por su parte, El Colegio de México y el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología   —23→   han sacado el HISPANAM19. Y, de interés para todos nosotros, el ADMYTE20 español.

Muy por el contrario de lo que podría parecer, estos avances tecnológicos de ninguna manera desvirtúan la labor del Catálogo -ni de sus antecesores-, sino que la complementan. Para poder conformar un CD-ROM se necesitan ficheros y catálogos. Es decir, el disco es un paso posterior a la compilación de información «a la antigüita», pues su función se limita a agilizar la búsqueda de la investigación y consignación previa.

Para terminar, sólo una nota de atención. Como sabemos de sobra, ninguno de estos instrumentos de trabajo sustituye al estudio directo de las fuentes. Es necesario indagar en los archivos y manejar los documentos, empaparse de ellos, hacerlos hablar, pues necesitan de un investigador paciente y enterado que recobre la palabra del texto que localice, lo ponga a reflexionar y, con su lectura y posterior estudio, lo resucite, lo explique y lo reconstituya.





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