Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


ArribaAbajo

Segobriga y la religión en la Meseta sur durante el Principado


Juan Manuel Abascal


Universidad de Alicante

Publicado originalmente en Iberia 3, 2000 [2001], 25-34





  -25-  

En 1996, al abrir un antiguo vano cegado en época tardorromana en la ciudad romana de Segobriga, se descubrió que la piedra que había servido durante siglos para cubrir este espacio no era otra cosa que un altar dedicado a Zeus Megistos en el que se relataba la construcción de un hieron, es decir, de un pequeño santuario probablemente privado1; la inscripción, bien conservada y con pequeñas roturas únicamente en su cabecera, estaba escrita en caracteres griegos, lo que constituía en sí una rareza en el paisaje epigráfico del interior de Hispania (Cf. De Hoz, 1997, 29-96).

La lectura del texto de esta inscripción permitió identificar al dedicante como C. Iulius Siluanus Melanio, el procurator Augustorum prouinciae Hispaniae citerioris al que ya conocíamos por su presencia en el distrito minero de Las Médulas, y que debió estar en Segobriga en época de Septimio Severo (Abascal y Alföldy, 1998).

El descubrimiento de este monumento, más allá de las implicaciones para la historia de la minería hispano-romana, sirvió para sumar otro dato al cúmulo de   -26-   noticias sobre la religión de época romana en el centro de Hispania, en la que constituye hoy por hoy la única evidencia de creencias helénicas, y no sólo de su existencia sino de la construcción de un recinto de culto.

Las razones de la presencia del dedicante en Segobriga y sus actividades administrativas escapan al interés de estas notas y han sido ya tratadas previamente (Abascal y Alföldy, 1998, pp. 157-168).

Nos interesa ahora, más específicamente, hacer constar que al tiempo que C. Iulius Siluanus Melanio rendía culto a Zeus Theos Megistos, en la misma ciudad y en las demás ciudades de la Meseta seguían vivos algunos cultos indígenas, hacía más de siglo y medio que se había instaurado plenamente el panteón oficial romano y se encontraba en pleno desarrollo el culto imperial.

Cuando generalizamos sobre la religión en la Hispania romana sigue siendo un argumento común la progresiva integración de la religión indígena en la esfera de la religión romana; esta imagen deriva del escaso número de evidencias de cultos indígenas en fechas avanzadas del Imperio que dispongan de cronología absoluta, problema que se agudiza con las dificultades de datación del texto dedicado a Erudino cerca de Torrelavega (Iglesias y Ruiz, 1998, n.º 4). En aquella inscripción se ha venido aceptando que los cónsules citados eran los del año 399 d. C., Mallio y Eutropio, lo que permitiría establecer la permanencia de un culto indígena casi dos décadas después del Edicto de Tesalónica del año 380. La reinterpretación del texto obliga ahora a subir esa fecha al menos hasta el siglo anterior y, con más probabilidad hasta dos siglos, habiéndose sugerido recientemente el año 161 d. C. (Iglesias y Ruiz, 1998, p. 66).

En aquellos casos es que no existen criterios claros de datación como en el texto precedente, debemos recurrir a argumentos paleográficos para fechar estas inscripciones, y no siempre podemos arriesgar cronologías posteriores al siglo II d. C.

El resultado de estas dificultades derivadas de la falta de inscripciones datadas es una imagen histórica de la que parece deducirse un lento fluir de la religión hispana hacia el modelo romano; a la formación de esta imagen contribuyen, sin duda, algunas de las fábulas contadas en las fuentes antiguas, como aquel esquema que Estrabón realizaba de la Hispania de Augusto y de su progresiva integración en el mundo romano de sur a norte (Abascal y Espinosa, 1989, pp. 11-13).

La propia investigación histórica, que siempre se interesó más por la Bética que por las tierras del interior de Hispania, fue contribuyendo poco a poco a dar la razón a Estrabón y a sus contemporáneos. Abrumados por la riqueza artística de la Hispania mediterránea, por los mármoles de las ciudades béticas, por sus esculturas, por su presencia real en la vida del Imperio romano, todos hemos dado sin querer la razón a Estrabón, creando una Hispania interior de corte indígena cuyo destino, de una u otra forma, era la integración final en la esfera de Roma.

Esta concepción lineal del devenir histórico de la Hispania romana, no necesariamente real para todas las regiones, es también propia de un tiempo científico que ha venido estimulando la especialización de las disciplinas, creando ámbitos cerrados para la historia, la arqueología, la epigrafía o la numismática; y nuestro conocimiento y manejo de un único tipo de fuentes nos ha hecho vulnerables a los tópicos y fáciles presas de esquemas que hay que desterrar.

  -27-  

Apenas disponemos de testimonios literarios sobre las formas de la religión en las ciudades de Hispania romana; los pocos testimonios que conocemos sobre el tema hacen referencia a rituales de pueblos del interior en los que se mezcla la realidad con la ficción fundiéndose en tópicos que desde la mentalidad romana debían corresponder a pueblos bárbaros. Incluso cuando recurrimos a fuentes post-augusteas las manifestaciones religiosas quedan fuera de los relatos.

La religión de las ciudades de Hispania romana, y no digamos la de las áreas rurales, es ajena al interés de los historiadores antiguos. La única lectura que de ello podemos hacer es, como diríamos ahora, que «la falta de noticias es una buena noticia». Es decir, no existía ningún tipo de conflicto entre unas esferas religiosas y otras.

Si echamos mano de la documentación epigráfica, arqueológica y numismática, descubriremos en la religión urbana de la Hispania romana un panorama riquísimo, con cultos indígenas, orientales, romanos y griegos coexistiendo en los mismos escenarios ciudadanos en un mismo tiempo. Bien podríamos decir que las prácticas religiosas en la Hispania romana eran plenamente tolerantes con el resto de las creencias, y que hasta la época del Edicto de Tesalónica la religión indígena tuvo un amplio margen de desarrollo y mantenimiento.

Ahora sabemos que el silencio de las fuentes literarias no es más que una evidencia de la coexistencia pacífica de unos cultos y otros, y no la prueba de la imposición de la religión romana sobre el resto de las creencias. Así las cosas, es fácil entender que la religión indígena no sucumbiera completamente ante la religión romana, que un funcionario imperial instalara un santuario a Zeus Theos Megistos en el centro de la Península o que un militar de rango ecuestre dedicara un altar al dios indígena Endovelico en el sur de Lusitania.

Las ciudades de la Meseta meridional hispana vivieron en época romana un tiempo de continuos cambios, no sólo en lo administrativo, sino en la evolución de su cuerpo social y en sus costumbres. Cuando a comienzos de la época augustea, algunas de ellas recibieron el privilegio de la condición municipal2 su población era ya una mezcla de indígenas, emigrantes de todas las procedencias en busca de nuevas expectativas de vida y funcionarios; sus conversaciones, canalizadas por el progresivo conocimiento común del latín, aún dejarían oír expresiones en ibérico, en celtibérico o en griego; y por supuesto, su religión no era en absoluto uniforme como ya hemos dicho.

Para los antiguos legionarios establecidos en la recién creada colonia de Libisosa (Lezuza, Albacete) el panteón romano debía ser el único conocido, aunque muchos de ellos habrían entrado en contacto con otras religiones a lo largo de sus campañas. Nada más crearse la colonia, una inscripción funeraria dice que la mujer que yace bajo la lápida fue rapta crudelibus fatis (Abascal, 1989, n.º ##), es decir, arrancada de la vida por su fatal destino, recordándonos así con resonancias literarias que los moradores de la ciudad son romanos de pura cepa y que el mundo de sus creencias no les separa de cualquier otro itálico de su época.

  -28-  

Por contraste, en el mismo tiempo pero varios cientos de kilómetros al norte, un altar honraba al Deus Aironis (CIL II 5888; Almagro Basch, 1984: n.º 15), una divinidad indígena, y los dedicantes no eran otros que la familia Oculensis, es decir, el conjunto de esclavos y siervos públicos de Segobriga que residían en el pequeño uicus cercano al actual monasterio de Uclés.

En un segundo altar de Segobriga se reconoce el nombre de Drusuna (Abascal y Cebrián, 2000: n.º 1), una divinidad indígena atestiguada en otras dos inscripciones de San Esteban de Gormaz, en una de las cuales aparece escrito in extenso y en la otra abreviado (Gómez Pantoja y García Palomar, 1995). No existen otras evidencias de este teónimo, que fácilmente podría reconocerse aquí en una forma como Dusuna si puede confirmarse la existencia de una vocal detrás de la D en la inscripción.

La hipótesis no encuentra obstáculo en la posición meridional de Segobriga respecto a la citada localidad soriana, máxime si tenemos en cuenta que en la ciudad y su entorno están documentados un buen número de organizaciones suprafamiliares. Tales evidencias son prueba fehaciente de la existencia de comunidades indígenas en el territorium segobrigense; a ello habría que unir el intenso movimiento demográfico de un centro minero como éste, que explicaría la posible presencia de gentes de territorios más septentrionales y la consiguiente extensión de un culto foráneo.

En un tercer monumento puede reconocerse el culto de Ataecina, indudablemente fuera de su habitual contexto territorial vettón y lusitano, como posible evidencia probable de la presencia de indígenas emigrantes de otras zonas, residentes también ahora en la ciudad y en su entorno (CIL II 5877; ILER 738 y 1008). Este es el único monumento de granito dentro del conjunto epigráfico de Segobriga y, al mismo tiempo, es la única dedicación a Ataecina aparecida fuera del contexto del suroeste peninsular si   -29-   exceptuamos un epígrafe de Cerdeña (CIL X 7557)3; tales circunstancias, unidas a la inexistencia de noticias sobre su hallazgo en la ciudad conquense, han hecho suponer a M. Almagro Gorbea que la inscripción no procede de Segobriga, sino de algún lugar más próximo al área extremeña, en contra de lo cual sólo milita la noticia de Fita y Juan de D. de la Rada, que dicen haberla visto entre las procedentes de Segobriga (Almagro Gorbea 1995, pp. 61-96).

En este territorio septentrional de la Meseta sur se extendieron las divinidades romanas sobre un paisaje poblado mayoritariamente por indígenas como sabemos ahora por las evidencias arqueológicas.

Segobriga es el más claro ejemplo de la progresión social y del desarrollo urbano en la Meseta sur (Almagro Gorbea y Abascal, 1999). Citada en las fuentes antiguas en el marco de las guerras de los siglos II y I a. C.4 y definida por Plinio como caput Celtiberiae (N. h. 3, 3, 25), las evidencias de su etapa prerromana son muy débiles y se reducen a algunos objetos descubiertos en contextos arqueológicos posteriores y a determinadas monedas fruto de circulaciones residuales. Las referencias plinianas a la riqueza de sus minas de lapis specularis (Dworakowska, 1983: 15), el yeso cristalizado que serviría como cristal de ventana para las viviendas modestas y que permitía decorar estancias en celebraciones y días señalados (cfr. CIL II 1191 y AE 1958, 39), deja entrever que la vida de la ciudad y sus transformaciones tuvieron mucho que ver con el rendimiento de estas explotaciones.

Más consistentes son las evidencias indígenas a seis kilómetros al sur de Segobriga, en donde se encuentra la antigua ciudad indígena de Contrebia Carbica, que desde el siglo II a. C. venía emitiendo moneda y que mantuvo su existencia hasta el siglo I a. C. (Gras et alii, 1984: 48 ss.; Mena et alii, 1988: 183-190; Abascal y Ripollès, 2000: 13-75).

En los alrededores de Segobriga se labró en la roca un santuario rupestre dedicado a Diana, en el que se pueden reconocer aún las inscripciones y las imágenes de la divinidad flanqueada por perros (Alföldy, 1985; Almagro Gorbea, 1995). Hasta el santuario se transportaron también algunos altares con inscripción, que han ido   -30-   apareciendo en la ciudad y en los campos limítrofes y que prueban la importancia de este culto para los moradores del conjunto urbano.

Otro tanto podríamos decir del culto de Mercurio, atestiguado en diversas inscripciones (Almagro Basch, 1984: n.º 3 y 36 [Alföldy, 1987, p. 77]), o del de Hércules (Almagro Basch, 1982, pp. 333-350) o Fortuna, cuyo nombre se repite en algunos textos.

Poco a poco el panteón romano se fue mezclando con una nueva forma de religión estatal, el culto al emperador y a su familia (Rodà, 1998, pp. 121-122; Abascal-Cebrián-Moneo, 2000), en el que muy pronto se integrarían algunos grupos de libertos que desempeñarían el sevirado, una función menor encargada de atender el desarrollo del culto imperial.

Así, a comienzos del siglo II, dos sevires de Segobriga dedicaron un pedestal a Mercurio Augusto (Almagro Basch, 1984, n.º 36; Alföldy, 1987, p. 77), un culto que aún sería más difícil de comprender para una gran parte de la población.

Gentes de diversas procedencias, cultos diversos, formas de vida distintas son pruebas de una vitalidad urbana en nada imaginable al leer las fuentes literarias de la Hispania antigua. Las razones de este   -31-   mestizaje cultural hay que buscarlas en las consecuencias directas de la política augustea, pero en este territorio tienen una explicación adicional y nada desdeñable, para cuyo conocimiento debemos comparar la información de Plinio y las evidencias arqueológicas.

Plinio dice que en un radio de 100.000 pasos alrededor de Segobriga se encontraban las minas de lapis specularis y que en su tiempo eran las mayores del mundo romano; si traducimos esto a kilómetros obtendremos un círculo de 148 km de radio que prácticamente abarcaría toda la Meseta sur; aunque la cifra parece exagerada, aún es pronto para descartar este dato cuando los estudios ahora en curso están aún en sus inicios.

Las minas explican la presencia en Segobriga de cuatro carreras senatoriales5, la proliferación de cargos ecuestres en la región6 y el numeroso grupo de gentes oriundas de este territorio que alcanzaron el máximo flaminado de la Hispania citerior en su tiempo7.

Las numerosas gentes de origen griego u oriental son evidencia de la gran cantidad de inmigrantes, fundamentalmente esclavos, que fueron llegando a las ciudades de la Meseta sur durante los dos primeros siglos de nuestra era; en las inscripciones aparecen también individuos procedentes de otras ciudades hispanas como Toletum (Toledo), Valeria (Valeria, Cuenca), Bilbilis (Calatayud, Zaragoza), Vxama (Burgo de Osma, Soria), Dianium (Denia, Alicante), Pompaelo (Pamplona), etc.

Al servicio de las minas existirían talleres y dependencias artesanales que produjeran cestos de esparto para el traslado del mineral, herramientas de hierro para la extracción minera, ropa y vestido para los trabajadores, etc.

Y con cada nuevo emigrante llegaría una nueva forma de religión. Década tras década durante más de dos siglos, el ir y venir demográfico alteraría continuamente el panorama religioso de las ciudades de este territorio.

  -32-  

En las templadas riberas de las lagunas de Ruidera en primavera, o en las frías jornadas de invierno en Segobriga, gentes de todas las procedencias hicieron ostentación de formas de religión propias, en muchos casos profesando cultos que a nada sonaban en el territorio.

Así, en uno de los poblados mineros de la provincia de Cuenca, un ciudadano dedicó una inscripción a Liber Pater, mientras otro manifestaba su devoción a Silvano y un tercero colocaba un altar para Mercurio.

El procurador C. Iulius Siluanus Melanio recordaba unos años después su Smyrna natal dedicando un santuario a Zeus Theos Megistos en la misma ciudad en que desde unas décadas antes se rendía culto a Diana en el santuario rupestre tallado por libertos de origen griego; en el centro urbano continuaban los flamines y sevires con su culto al emperador y la población de ascendencia indígena del territorio continuaba colocando altares a los dioses de sus antepasados.

A medida que profundizamos en el análisis de las evidencias nos alejamos cada vez más de la progresiva uniformidad que cabría esperar a partir de la época augustea. Y sin embargo el modelo urbano de las ciudades aparentaba esa falsa uniformidad; por todas ellas proliferaban los templos oficiales dedicados a la triada capitolina, al resto de los dioses romanos y al culto imperial. Las ciudades de Hispania, y las de la Meseta no son   -33-   una excepción, se habían ido dotando de una estructura homogénea acorde con los principios urbanísticos difundidos por Roma para garantizar un entorno urbano acorde con la nueva situación jurídica del territorio.

Llegados a este punto cabe preguntarse por las razones de esta disociación entre el mundo de las creencias y el fenómeno urbano. Aparentemente, casi doscientos años después de Augusto, a nadie preocupaba la homogeneidad de las mentalidades ni el sometimiento a una religión común. Y desde luego que en ningún caso se hizo nada por forzar esa unificación religiosa antes de finales del siglo IV.

La mejor forma de comprender la situación es recurrir a la práctica religiosa de un funcionario imperial de alto rango, cuyos comportamientos debían ser modelo para el resto de la población. Y ese personaje es C. Iulius Siluanus Melanio, el procurador ecuestre destacado en Segobriga para el control minero. Sus huellas aparecen repartidas por todo el imperio como consecuencia de su actividad.

En Asturica Augusta dedicó un altar a Júpiter Optimus Maximus Custos, Juno Regina, Minerva y al resto de los dioses (ceteris Dis Deabusque Immortalibus se dice en la inscripción) (AE 1968, 229; Diego Santos 1986, n.º 2). En otro altar de la misma ciudad dedicado por el mismo personaje leemos Serapidi Sancto, Isidi Mirionymo, Core Invictae, Apollini Granno, Marti Sagato (AE 1968, 230; Diego Santos 1986, n.º 13). En un tercer altar de la misma ciudad invoca a Agathe Tyche y a las Theai Nemeseis de Smyrna (AE 1968, 231; Diego Santos 1986, n.º 14); en Lugdunum dedicó a Apollo (CIL XIII 1729); en Britannia a Victoria y a Pax (RIB 1273; Birley 1981, pp. 13-23), y en Segobriga a Zeus Theos Megistos (Abascal y Alföldy, 1998).

El número de divinidades que se menciona en estos textos supera cualquier expectativa; la relación incluye, entre otras, las divinidades oficiales romanas y   -34-   por añadidura, el dedicante, según una inscripción de Dalmacia (CIL III 12732), fue además flamen Pomonalis. Los ámbitos religiosos del mundo céltico se reconocen en la invocación de Apollo Grannus, atestiguado en Asturica Augusta junto a Marte Sagato, que es una divinidad romanizada de los celtas cuyo culto se conoce en las provincias de población céltica desde Britannia hasta Pannonia. A ello hay que añadir las divinidades del Oriente griego como Agathe Tyche y las Theai Nemeseis de Smyrna, y algunas divinidades mistéricas como Serapis, Isis y Core.

La devoción de C. Iulius Siluanus Melanio por los cultos citados puede ser fácilmente explicada por su condición de oficial romano y su servicio en distintas provincias, incluidas las de sustrato céltico; incluso el culto de las Theai Nemeseis de Smyrna podría estar indicando su origen familiar; tampoco existe dificultad para explicar el establecimiento de un templo de Zeus Theos Megistos en Segobriga. Lo verdaderamente llamativo es el elevado número de inscripciones votivas que fue dejando nuestro personaje a su paso por diferentes ciudades y la ausencia de una devoción especial por alguna de estas divinidades.

En realidad, la serie de inscripciones ya citada permite observar que bajo la invocación de Zeus Theos Megistos no debe esconderse únicamente una divinidad suprema, sino un único principio divino al que C. Iulius Siluanus Melanio rendía culto bajo diferentes formas.

En la Segobriga de aquel tiempo, acostumbrada a la coexistencia religiosa, aquella nueva forma de espiritualidad griega pudo llamar la atención de nuevos fieles, pero en cualquier caso, la profusión de teónimos con que C. Iulius Siluanus honraba a su dios difícilmente podían hacerle un hombre contrario a las prácticas religiosas del resto de los ciudadanos.

Como para él, la vida religiosa de muchos de sus conciudadanos giraba alrededor de un solo poder divino fuera cual fuera su nombre, y en ese conocimiento común se apoyó la pluralidad de cultos de que hacen gala las ciudades de la antigüedad.






Bibliografía citada

Abascal, J. M. (1989): Inscripciones romanas de la provincia de Albacete, Albacete, 1989.

Abascal, J. M. y Alföldy, G. (1998): «Zeus Theos Megistos en Segobriga», AEA 71, pp. 157-168

Abascal, J. M. y Cebrián, R. (2000): «Inscripciones romanas de Segobriga 1995-1998», Saguntum 32, pp. 199-214.

Abascal, J. M. y Espinosa, U. (1989): La ciudad hispano-romana. Privilegio y poder, Logroño 1989.

Abascal, J. M. y Ripollès, P. P. (2000): «La ceca de Konterbia Karbika», en Scripta in honorem Enrique A. Llobregat, Alicante, pp. 13-75.

Abascal, J. M.; Cebrián, R. y Moneo, M.ª T. (2000): «La imagen dinástica de los Julio-Claudios en el foro de Segobriga (Saelices, Cuenca. Conuentus Carthaginensis)», Lucentum (en prensa).

Alföldy, G. (1973): Flamines provinciae Hispaniae citerioris. Anejos de Archivo Español de Arqueología 6. Madrid.

Alföldy, G. (1985): «Epigraphica Hispanica 6». Das Diana-Heiligtum von Segobriga, ZPE 58, pp. 139-159.

Alföldy, G. (1987): Römisches Städtewesen auf der neukastilischen Hochebene. Ein Testfall für die Romanisierung. Heidelberg.

Almagro Basch, M. (1982): «Aportación al estudio del culto de Hércules en España: cuatro inscripciones de Segobriga», en Homenaje a Sáenz de Buruaga, Badajoz, pp. 333-350.

Almagro Basch, M. (1983): SegobrigaI. Los textos de la antigüedad sobre Segobriga y las discusiones acerca de la situación geográfica de aquella ciudad. Excavaciones Arqueológicas en España 123. Madrid.

Almagro Basch, M. (1984): Segobriga II. Inscripciones ibéricas, latinas paganas y latinas cristianas. Excavaciones Arqueológicas en España 127. Madrid.

Almagro Gorbea, M. y Abascal, J. M. (1999): Segobriga y su conjunto arqueológico. Madrid.

Almagro Gorbea, M., (1995): «El lucus Dianae con inscripciones rupestres de Segobriga» en A. Rodríguez Colmenero y L. Gasperini (eds.), Saxa Scripta (inscripciones en roca). Actas del Simposio Internacional Ibero-Itálico sobre epigrafía rupestre. Santiago de Compostela y Norte de Portugal, 29 de junio a 4 de julio de 1992, Anejos de Larouco 2, Coruña, pp. 61-96.

Birley, R. (1981): «An Altar from Bremenium», ZPE 43, pp. 13-23.

De Hoz, M.ª P. (1997): «Epigrafía griega en Hispania», Epigraphica 59, pp. 29-96.

Diego Santos, F. (1986): Inscripciones romanas de la provincia de León. León.

Dworakowska, A. (1983): Quarries in Roman Provinces. Polish Academy of Sciences, Institute of the History of Material Culture. Bibliotheca Antiqua 16. Ossolineum.

Gómez Pantoja, J. y García Palomar, F. (1995): «Nuevas inscripciones latinas de San Esteban de Gormaz (Soria)», BSEAA 61, pp. 185-194.

Gras, R., Mena, P., y Velasco, F. (1984): «La ciudad de Fosos de Bayona (Cuenca). Inicios de la romanización». Revista de Arqueología 36, pp. 48 ss.

Iglesias, J. M. y Ruiz, A. (1998): Epigrafía romana de Cantabria, Burdeos-Santander, 1998.

Mena, P., Velasco, F., y Gras, R. (1988): «La ciudad de Fosos de Bayona (Huete-Cuenca): Datos de las dos últimas campañas de excavación». I Congreso de H.ª de Castilla-La Mancha. Ciudad Real 1985, Ciudad Real, vol. 4, pp. 183-190.

Rodà, I. (1998): «Espacios de representación y de culto dinástico en la provincia de Hispania citerior», Histria Antiqua 4, pp. 117-126.



  Arriba
Indice