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Segrel (México D. F.)

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ArribaAbajoSegrel núm. 1, Abril-mayo 1951

En este número: dos cartas de Tiburcio Esquirla por José Alberto Gironella, tres Canciones de Vela por Luis Rius, El libro de los tres Reyes de Oriente (Anónimo del siglo XIII), El Candil (cuento) y Las canciones de Vela de Luis Rius por Arturo Souto Alabarce, La lírica pictórica de José Alberto Gironella por Alfredo Feijoo. Dibujos de Arturo Souto.

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Se les ha llamado también segrieres, y segreres. Nacieron quizá en las tierras de lengua galaicoportuguesa, y vivían trashumantes, de castillo en castillo. Eran hidalgos pobres, que sin otros medios para sobrevivir en la lucha por la vida, ejercían funciones ajuglaradas y trovadorescas. No sólo cantaban canciones ajenas, sino que asimismo las creaban propias. Eran, pues juglares trovadores, que recibían paga por sus obras. Distinguíanse del juglar por ser hidalgos, y del trovador también, pues cantar era su oficio, y de él vivían. Al tiempo, sus costumbres eran ajuglaradas: bebedores, tahures, pendencieros, mujeriegos, y trovadorescas. Participaban de ambas condiciones, y de ninguna integralmente.

No es difícil observar por tanta, que aquellos segreles tenían un cúmulo enorme de semejanzas con el escritor actual. También éste es algo trashumante, algo hidalgo y juglar.

De ellos toma su título SEGREL, buscando en él una representación amplia, dilatada, quizás ambigua. Porque, lo que sus editores buscan es, sobre todas cosas, la libertad.

Una revista suele anquilosarse siempre en el cauce de un sentido fijo, estricto, llámese filosófico, artístico o político. SEGREL no presentará, indudablemente esa rigidez ortodoxa. Su finalidad es la expresión, especialmente, la literaria. Sus editores conservarán su propio e individual credo, así como su estilo; únelos tan solo, la amistad y el afán por la creación literaria.

Con todo, una revista necesita siempre, cierto deseo de construcción colectiva. Por ello, si alguno hay en SEGREL, es el de aportar algo más a la vivificación y expresión de la cultura de la lengua española.

Y ahí, primordial y fundamentalmente, hemos de entrar las más nuevas generaciones, que comenzamos a luchar por ella en el mundo libre de México.

Los editores.

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ArribaAbajoDos cartas de Tiburcio Esquirla

Por José Alberto Gironella


Estas dos cartas que a continuación se publican, han sido escogidas para SEGREL de la obra «Tiburcio Esquirla-Episodios de la vida de un juglar», de José Alberto Gironella. Forman parte de un grueso legajo de amarillentos pliegos donde se condensan las andanzas y aventuras de Tiburcio Esquirla, tipo extraño, casi mitológico, y poeta raro. Su biografía, su no- vela, sus cartas íntimas, aparecerán pronto ante la luz clara y serena de la crítica. Con estas, iníciase ya su revelación, detenida, años ha, por un mundo escéptico y despreocupado. A. S. A.

- I -

Cisterna, 3 de Noviembre.

Diego:

Ya corre por el mundo, como la leyenda del primer tomo del Quijote, mi historia: chusca, amarga, y llena de locuras.

Ese buen escritor, amigo mío, al cual cada día extraño más, ganará el laurel de la fama, y su lira, siempre templada, subirá, eterna, al cielo blanco del arte.

Es triste leer, yaciendo a las puertas de doña Parca, la biografía de uno dada a la estampa con tantos pormenores y tanta prisa.

Dicen que curaré, pero yo sé, que cuando a un general sentimental le quitan las medallas, y la espada, en pública mofa, éste enferma y languidece, y deja escapar su vida por todos sus bigotes.

Pedí sanguijuelas, y me dieron transfusión.

Tengo la sangre envenenada.

Buenos días.

Tiburcio

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- II -

Cisterna, 26 de Septiembre.

Querido Alberto:

Hoy que cumples un año más en tu corta vida de cronista, de poeta y amigo, te escribo esta misiva.

Me preguntas ansioso, ¿te gustan las citas que hago de tantos peregrinos poetas en tu crónica?

Algunas sí, otras no; otras se te olvidan, tales como ésta, que cuadra con mi manera de ser, y no como cita para algún capítulo que narre, con singular y diestra manera, un chusco pasaje de mi estancia en el mundo, sino como único epílogo a mi vida de creador, de loco, de rucio, de borracho.

Apúntala y cuando el agua llegue a los aparejos, ponla.

De fino poeta es, de fino y viejo amigo mío.


¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada;
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.

La muerte está acechando. Por detrás de la ventana de mi habitación, aquí en el hospital, la he visto en raras veces la cabeza. Tiene bigotazos, ojeras, es calva, y ríe con cara de maldita. Quiere asustarme.

Yo, todas las noches, cuando la hermana de la caridad viene, suelto una frase lapidaria, esperando que sea la última, pues quiero morir con todos los trastos con que mueren los grandes. Once frases frustadas llevo; espero que la última sea la mejor.

Abrazos.

Tiburcio



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ArribaAbajoBreve apunte sobre el libro Canciones de Vela de Luis Rius

Por Arturo Souto Alabarce


Peligroso, en verdad, es publicar un libro de versos en los días que corren. Porque son días de turbión y de incierta esperanza, de angustia. Yo pensaba que los periódicos mentían, que la humanidad sabría, como siempre, sobreponerse a sus propias hecatombes, y que el Apocalipsis de San Juan se hallaba lejos, muy lejos aún. Empero, ya no es así. Una guerra continua y sangrienta nos carcome. El hombre, como poseído por un rojo demonio, se afana en talar árboles, en desangrar la tierra, en librar las energías ocultas del átomo y el cosmos. Vivimos en un mundo enfermo, mutilado, donde sólo imperan el odio y la mentira, el dinero, la locura de aquellos dictadores que nunca sacian su salvaje egolatría. Aquí mentimos, y engañamos, y juramos en falso.

Por ello, cada vez que se publica un libro de versos, me quedo maravillado ante la inmensa voluntad del hombre. Y es que éste insiste, porfía, una y otra vez, en elevarse sobre la miseria, el terror, y la sangre, con unos pocos versus, con un cuadro, con una novela... Esta época nuestra, vendida y miserable, quiere contaminarlo todo, infectar hasta los valores más positivos del hombre: su espíritu, su lucha por la belleza y por la verdad. El poeta, el artista actual, tiene tres caminos tan sólo ante su peregrinación. Uno de ellos es el de la tesis política; no ya social, sino política. Otro es el de la tesis filosófica. Otro el del cenáculo, afeminado casi siempre, egoísta. Los tres imperan en nuestro tiempo.

Hay artistas que siguen la corriente; los hay que la remontan. La corriente actual oscila entre los frascos de las masas proletarias, y la cobacha de una bruja que practique abortos a bajo precio. Alejados del mundo, se hallan los poetas puros, limitados por sus propias murallas de cristal.

  —5→  

Las niñas cursis de hoy, aquellas mismas que leyeran a Hugo y Lamartine, alucínanse ante las grandes revelaciones de la literatura moderna. Es como una feria, una gigantesca feria. Por cinco pesos, penetramos en las profundidades del alcantarillado, alma de un incestuoso, en la oscuridad de los lupanares baratos. Ya no hay velos, ya no hay hipocresía, pero tampoco hay arte, o cuando menos, guárdanlo en segundo plano, como arritranco. Al santo nos lo presentan como un neurótico sexual; a la jovencita inocente como un súcubo, henchido de lujuria refrenada; al sabio como un pobre hombre con complejo de castración. Antes se le concedía belleza al águila, al tigre y la golondrina; hoy se le da al piojo, a la chinche y la espiroqueta. Y todo ello se ha anquilosado, está de boga, y, consiguientemente, se muere a grandes trancos.

Luis Rius comete, pues, una audacia al publicar su libro de versos, que aparecerá en breve, bajo del título Canciones de Vela. Y es que su poesía no entra, ni entrará nunca, en sendero alguno de los esbozados. Hallaremos difícilmente en sus versos, la bandera roji-negra, la angustia metafísica, o la torrecilla de marfil. Encontraremos eso sí, entre otras varias formas de la métrica, que Rius maneja con maestría, muchos romances.

Definir es, en verdad, imposible. Empero, si a ello me obligasen, definiría la poesía de Luis Rius como el máximo de sentimiento con el mínimo de ropaje verbal. Su palabra es concreta, precisa, y al tiempo, ligera y diáfana. He ahí, creo yo, una clave para abrir ese cofrecillo que contiene Canciones de Vela. Sobre todas cosas, los versos de ese libro son sencillos, de una difícil sencillez. Si Luis Rius hubiera vivido en el siglo XVI, habríase convertido en blanco de los italianizantes, que traían el soneto, artificioso siempre. Estaría con el pueblo, pero encima de él, armado con los romances, con las coplas de Manrique, con los versos de fray Luis de León. No hay forma más sencilla, más exacta, más completa que el romance. Su belleza coincide, en cierto modo, con esa belleza sobrehumana del mundo natural. Bien puede buscar el pintor esos maravillosos matices de la atmósfera dorada o caliginosa, o esa infinita gama de verdes que brinda un bosque; bien puede buscarlos, repito, para imitar o recrear, que nunca logrará su empeño. El artista nos da aproximaciones; nosotros nos conformamos con ellas. Algo de ese misterio tiene el romance, y Luis Rius, muy sabiamente, ha sabido tomarlo, entre otros, como anhelo central.

La poesía actual propende a la palabra abstracta, a la metafísica. Hay poetas, cultos, universitarios, que trabajan con cartabón; pero, en la geometría de sus versos, adivínase siempre la   —6→   ausencia de esa tibieza que da la sangre. Y después, están los borregos, aquellos que se dejan llevar por la boga, los más abundantes.

Rius escribe espontáneamente desde los siete años. Mas no lo hace sin dolor. Al revés, una y otra vez, medita y pule sus versos. Empero, el impulso inicial arranca de cualquier cosa, la más pequeña, la más profunda quizás. Esta boga, la de querer ser trascendente a priori, le repugna, y no en vano toma las lecturas del Quijote, de Machado, de Azorín.

Canciones de Vela toma su título de aquellas que cantaran los decuriones romanos, para alejar las arenillas del sueño, en los ajarafes de las fortalezas. Tan solo, creo yo, el dulce Gonzalo de Berceo ha escrito una canción de vela en castellano. Olvidáronlas los hombres con gran injusticia, y hoy las resucita Luis Rius, para su propio gusto, y el de los demás. Esa resurrección responde, en cierto aspecto, a la naturaleza misma del poeta. No hemos de olvidar el tema de aquellas canciones latinas, ni la situación en que se encontraban los centinelas. Ellos también, como nosotros, estaban rodeados de bárbaros. Amenazábalos el horrendo fuego griego, la peste y el tormento de la cruz; y a pesar de ello, tranquilos, bajo de las estrellas, puras y alejadas, cantaban sencillas canciones de vela, como puede hacerlo un aya, o una enamorada.

Por una vez tan sólo, por una noche, hagamos nosotros como los antiguos legionarios. Desdeñemos al inflamado azufre de Bizancio, no pensemos en las mudanzas de los reyes, y cantemos, para huir de este mundo, canciones de vela.

  —7→  


Tres canciones de vela


Por Luis Rius


imagen
Espuelas compré de plata
Espuelas compré de plata
para el brioso alazán
que yo de niño quería,
orgulloso, espolear;
—8→
para mi barco soñado
ricas velas de cendal,
y un traje de marinero
que más bonito no habrá;
y para el noble camino
-el que yo pensaba andar-,
capa del más fino paño
húbeme yo de comprar.

En cosas tan regaladas,
gasté todo mi caudal,  15
¡ay, corazón!
perdí todo mi caudal.

Y porque me quejo, dicen
que no es razón de llorar,
que el oro es viento y el viento  20
viene y se va,
y llorar su ligereza
es miseria y mezquindad,
¡ay corazón!
y no me dejan llorar.  25

Caballero sin caballo
que soñó con galopar
por las murallas del mundo
—9→
sin parar;
navegante sin navío  30
y marinero sin mar,
y caminante sin tierra
donde poder caminar...

Óyeme tú, compañera,
que ellos no entienden mi mal  35
pues llaman oro de viento
mi caudal:
Yo no siento mi tesoro
que perdido bien está;
lloro por tan lindas cosas  40
que gozoso fui a comprar,
y las veo día a día
como envejeciendo van,
en una caja guardadas, nuevecitas, sin usar.

¡Ay, corazón!, dicen ellos  45
que no es razón de llorar.

¡Ay, corazón!,
dime tú si no será,
con tanta ilusión compradas,
no poderlas estrenar.  50

  —10→  


Romancillo de abril


Ligera y graciosa
cantas mientras juegas:
«Tan sólo capullos
florecen mi huerta,
que aún es niña y débil  5
«Primavera».
Linda hortelanita
que las plantas riegas
-ojuelos inquietos sonrisa traviesa-
cuando sea la tarde  10
y llegue a tu reja,
y para ti sola
-que nadie nos vea-
y para ti sola
diga mi quimera:  15
una antigua copla
con palabras nuevas,
dime hortelanita
ardiente o ingenua
-corazón de niña,  20
ademán de reina-
para el galán triste
que llegue a tu reja,
¿no habrá en tus rosales
ya una rosa abierta?  25

  —11→  


Deja que llegue...


Deja que llegue, abierto ya al esquivo
cancel de tu misterio,
adonde oculta fluye
la milagrosa linfa del recuerdo.
Y como un dios, regalaré a tu alma  5
con el rumor sencillo de mi acento:
de mi vida haré música,
palabras de mi sueño;
para que tú la cantes,
yo sabré hacer canción de mi silencio.  10

imagen



  —12→  

ArribaAbajoEl Libro de los tres Reyes de Oriente

El Libro de los tres Reyes de Oriente, con su tosco lenguaje del siglo XIII, su inocente concepción del mundo y su indudable belleza poética, representa una corriente literaria importantísima de la España medieval. Exagerada mucho por los franceses, la influencia gala en la literatura española de aquellos tiempos, es, sin embargo, muy señalada. El manuscrito del Escorial contiene tres poemas de dicho origen francés o provenzal; el Libro de Apolonio, Santa María Egipciaca y el Libro de los Tres Reyes de Oriente, que nos ocupa. Su publicación en esta revista responde a un deseo de los editores, por el cual se pretende ir divulgando ciertas obras de la literatura medieval española, que no son fácilmente asequibles al público, y que se hallan; casi olvidadas, en viejas ediciones del siglo XIX. Aquellas obras, aún hoy, conservan su lozanía toda, y un candor, que entonces no lo tenían, y actualmente, añade más aún a su contenido poético.

El Libro de los Tres Reyes de Oriente consta de 244 versos, donde abundan aquellos de nueve sílabas, y no faltan los castizos octosílabos. Su tema, típicamente medieval, trata de la llegada de los Reyes Magos, la matanza de los inocentes, la huida a Egipto, y la historia de los dos ladrones, Dimas y Gestas. Su construcción, así como su métrica irregular, obedece a esa época verdeante del idioma y de la cultura, posterior, sin embargo, al maravilloso poema del Cid. Los temas hállanse sencillamente yuxtapuestos, el ritmo falla muchas veces, sin resolución poética. Hay, con todo. preciosas expresiones.

Adviértese, enseguida, en su lenguaje, la influencia provenzal o francesa, delatada no sólo por la métrica, sino también por su vocabulario. Por otra parte, su temática cuadra con aquella que llevaron los mojes cluniacenses a España.

Su autor, contemporáneo quizás de Giotto, profundamente inspirado por la fe cristiana de aquella edad de monjes y caballeros, pobre todavía; demuestra una envidiable lucha del artista por la expresión, contra un idioma demasiado joven. La realización de su anhelo, aunque no lograda como en el poema del Cid, muestra, con todo, una bella poesía de lo inocente.

  —14→     —13→  
Açi comença lo libre dels tres Reys Dorient1 2
Pues muchas vezes oyestes contar
de los tres Reyes que vinieron buscar
a Ihesuchristo, que era nado3,
una estrella los guiando;  5
et de la grant marauilla
que les a uino en la villa
do Erodes era el traydor4,
enemigo del Criador.
Entraron los Reyes por Betlem la çibdat,  10
por saber Herodes si sabia verdat5,
en qual logar podrian ffallar
aquell Senyor que hiuan buscar;
que ellos nada non sabien
Erodes si lo querie mal ho bien.  15
—15→
E quando conell estudieron6
el estrella nunqua la vieron.
Quando Erodes oyó el mandado
mucho fue alegre e pagado.
E ffizo senblante quel7 plazia,  20
Mas nunqua vio tan negro dia.
Dixo que de que fuera nado8
Nunqua oyera tan negro mandado.
«Hitlo buscar sse que deuedes,
venit aqui mostrar-me-lo edes;  25
en qual logar lo podredes ffallar
yo lo yré adorar».
Los Reyes sallen de la çibdat,
e catan9 a toda part,
e vieron la su estrella  30
tan luziente e tan bella,
que nunqua dellos se partió
Ffasta que dentro los metió
do la gloriosa era
el Rey del cielo e de la tierra.  35
—16→
Entraron los Reys mucho omildosos
e fincaron los ynoios;
el houieron gozo por mira,
offreçieron oro e ençensso e mirra.
Baltasar offreçió horo  40
Por que era Rey poderoso.
Melchor mirra por dulçora,
por condir10 la mortal corona.
E Gaspar le dio ençiensso
que así era derecho.  45
Estos Reyes cumplieron sus mandados
e sson se tornados
por otras carreras11 a sus regnados.
Quando Erodes ssopo
que por hi non le an venido  50
mucho sen touo por escarnido12.
E dixo: «¡todo me miro!»
E quando vio esta maravilla,
fuerte fue sanyoso por mira;
e con grant hira que en si auia  55
—17→
Dixo a sus vasallos: «¡via!»
«Quantos ninyos fallar podredes
todos los descabeçedes»;
mezquinos que sin dolor
obedecieron mandado de su sennyor.  60
Quantos ninyos fallauan
Todos los descabeçauan.
Por las manos los tomauan,
por poco que los tirauan,
sacaban a la vegadas13,  65
los braços con las espaldas.
¡Mesquinas, qué cuytas vieron
las madres que los parieron!
Toda madre puede entender
qual duelo podrie seyer,  70
que en el cielo fue oydo
el planto de Rachel.
Dexemos los moçuelos
e non ayamos dellos duelos.
Por quien fueron martiriados  75
—18→
Suso14 al cielo son leuados.
Cantarán siempre delante él,
en huno con Sant Miguel,
la gloriosa tamanyas
sera que nunqua mas fin non haura  80
Destos ninyos que siempre ffiesta façedes.
Si por enogo non lo ouieredes,
dezir uos e huna cosa
de Christo e de la Gloriosa.
Josep jazia adormido,  85
el angel fue a él venido.
Dixo: «lieua15 varon e ve tu vía16,
fuye con el ninyo e con Maria;
vete pora Egipto,
que assi la manda el escripto.»  90
Leuantosse Josep mucho espantado,
pensó de complir el mandado.
Prende el ninyo e la madre
e el guiólos como a padre.
Non leuó17 con ellos res18  95
—19→
Sino huna bestia e ellos tres.
Madrugaron grant manyana,
solos pasan por la montanya.
Encontraron dos peyones19
grandes e fuertes ladrones,  100
que robauan los caminos
e degollauan los pelegrinos.
El que alguna cosa traxiesse
non ha auer que lo valiesse.
Presos fueron muy festino20,  105
sacándolos del camino.
De que fuera los touieron,
entre si ravon ouieron.
Dixo el ladron mas fellón,
«Asi seya la petçión:  110
Tu que mayor e meior eres
descoig21 dellos qual mal quisieres;
desi22 partamos el mas chiquiello
con el cuchiello».
El otro ladron touo que dixie fuerte cosa  115
—20→
Et fablar por miedo non osa,
por miedo que sse hiraria
e que faria lo que dizia.
Antes dixo que dizia sseso23,
e quel partiessen bien por pesso.  120
«Et oyas me amigo por caridat
e por amor de piadat:
penssemos de andar
que hora es de aluergar.
En mi casa aluergaremos  125
E cras24 como quirieres partiremos.
E ssi se fueren por ninguna arte
yo te pecharé tu parte».
¡Dios!, que bien recebidos son25
de la muger daquell ladron.  130
A los mayores daua plomaças26,
e al ninyo toma en braço;
e faziale tanto de plaçer
quanto mas les podie fer.
Mas ell otro traydor quisiera luego  135
Que antes ques27 posasen al fuego,
manos e piedes les atar,
e en la carçel los echar.
—21→
El otro ladron començo de fablar
como oyredes conptar:  140
«Oyas me amigo por caridat
e por amor de piedat;
buena cosa28 e fuerte tenemos,
cras como quisieres partiremos.
E ssi se fueren por ninguna arte  145
Yo te pechare tu parte.»
La vespeda nin come nin posa
Siruiendo a la Gloriosa.
E ruegal por amor de piedat
Que non le caya en pesar,  150
E que su fijo lo de ha bañar.
La Cloriosa diz: «banyatle,
e fet lo que quisieredes,
que en vuestro poder nos tenedes.»
Va la huespeda correntera29  155
E puso del agua en la caldera.
De que el agua houo asaz caliente,
el ninyo en braços prende.
Mientre lo banya al30 non faz
sino cayer lagrimas por su faz.  160
—22→
La Gloriosa la cataua;
Demandól porque lloraua;
«Huespeda, ¿porque llorades?,
non me lo çeledes31 si bien hayades».
Ella dixo: «non lo çelaré amiga  165
mas queredes que uos diga.
Yo tengo tamanya cueyta
que querria seyer muerta.
Un fijuelo que hauia
Que pari el otro dia,  170
afelo alli don jaz gafo32
por mi pecado despugado.»
La Gloriosa diz: «dármelo varona,
yo lo banyaré que no so ascorosa;
e podedes dezir que en este annyo  175
Non puede auer meior vannyo.»
Ffue la madre e prisolo en los braços,
a la Gloriosa lo puso en las manos.
La Gloriosa lo metio en el agua
do banyado era el Rey del çielo e de la tierra.  180
—23→
La vertut fue fecha man a mano,
metiol gafo a sacól sano.
En el agua fincó33 todo el mal,
tal lo saco com un cristal.
Quando la madre vio el fijo guarido34  185
grant alegria a consigo.
«Huespeda, en buen dia a mi casa vieniestes
Que a mi fijo me diestes.
Et aquell ninyo que alli yaz
que tales miraglos faz,  190
a tal es mi esperança
que Dios es sines dubdança.»
Corre la madre muy gozosa,
al padre dize la cosa.
Contól todo cómol auino,  195
mostról el fijo guarido.
Quando el padre lo vio sano
non vio cosa mas fues pagado;
e por pauor del otro despertar35,
pensó quedo des leauantar;  200
e con pauor de non tardar
Priso36 carne, vino e pan.
—24→
Pero que37 media noche era
Metiose con ellos a la carrera.
Escurriolos38 fasta en Egipto,  205
Asi lo dize el escripto.
E quando de ellos houo a partir
merçet les començo de pedir,
que el fijo que ell ha sanado
suyo seya acomendado.  210
A tanto ge lo acomendo de suerte
que suyo fues a la muerte.
La Gloriosa ge lo ha otorgado;
el ladron es ya tornado.
Al otro alcuoso ladron  215
Naçio un fijo varon.
Los ninyos fueron creçiendo,
las manyas de los padres aprendiendo,
sallien robar caminos
e degollauan los pelegrinos.  220
E ffaçian mal a tanto
fasta on los priso Pilato.
A Iherusalem los aduz,
Mandalos poner en cruz,
en aquell dia senyalado  225
—25→
que Christus fue cruçificado.
El que en su agua fue banyado
fue puesto al su diestro lado.
Luego quel vio en él creyó,
e mercet le demandó.  230
Nuestro senyor dixo:
«Oy seras conmigo
en el santo parayso».
El fide39 traydor cuando fablaua
todo lo despreçiaua.  235
Diz: «varon, como eres loco,
que Christus non te valdra tan poco.
A ssi non puede prestar40,
¿Como puede a ti huuiar?»41
Este fue en infierno miso,  240
e el otro en parayso.
Dimas fue saluo
e Gestas fe condapnado. Dims e Gestas
Medio diuina potestas.

Ffinto libro sit laus gloria Christi.



  —26→  

ArribaAbajoEl candil

Por Arturo Souto Alabarde


Para Matilde

El negrito Nicodemo se iba a las lomas de Luyanó, a jugar con las cabras.

Las cabras albas, las cabras de manchas pardas, la cabra grande de la vieja Ñandina, que era negra y tenía de plata los cuernos ensortijados.

El negrito Nicodemo corría sobre las dunas de polvo endurecido, y las cabras araban la tierra con sus pezuñas y le perseguían diciendo:

-¡Beé, beé, beeé,...! -Y a veces le empujaban con el testuz, y allá iba Nicodemo, rodando entre los zarzales y la malayerba.

Se ponía en pie, con las orejas blancas de polvo. Se quedaba quieto, mirando fijamente a una cabra pequeña, y ésta a él, y los dos permanecían muy serios basta que Nicodemo soltaba la carcajada, y retornaban las carreras, las piruetas y las caídas.

Tenía de charol la cabeza el negrito Nicodemo, y el pelo como borra empapada en una tinta china, los ojos grandes de porcelana con una estrella oscura en el centro, y los dientes blancos como la cal asoleada.

Retozaba descalzo con sus cabras en las dimas de arrabal, pobladas de cardos grises y botas viejas, y se le inflaba al viento la guayabera.

Se reía el negrito Nicodemo y corría con ellas como la oveja prieta entre las blancas, hasta que la sombra arrullaba al campanario de San Francisco, después del Ángelus de sueño y de cristal.

  —27→  

Nicodemo conducía entonces a las cabras hasta la calle mayor, y allí cada una sabía volver a su casa.

Sólo una se le perdía siempre al negrito. La cabra grande y negra de la vieja Ñandina. Con el Ángelus se quedaba a la zaga y en las sombras se diluía como el arco iris en el cielo. Se llamaba Dalila.

El negrito Nicodemo le tenía miedo a la cabra grande de la vieja Ñandina.

Dalila tenía el color de la noche y los cuernos de la luna.

En el cuello, una cinta de seda amarilla y una campanita de latón que hacía: -¡Cling, cling, cling...!

Y el negrito Nicodemo la temía porque era grande, escuálida silenciosa como el jején.

Luego, cuando se perdía en las entrañas de la noche, los cuernos le brillaban como alfanjes de moro en carnaval, y los ojos le crecían como tizones avivades.

Nicodemo sentía miedo y la llamaba desde lo alto de la duna, volviendo su naricilla hacia los cuatro puntos cardinales. La escuchaba en todas partes con su cascabel en el viento, y súbitamente veía ante sí unos rubíes llameantes que le miraban con fijeza desde el hueco negro de la noche.

Bajaba entonces de la loma el negrito Nicodemo y no paraba hasta llegar a la verja del jardín, en la casa.

Los cocuyos le guiñaban ya sus luces verdes, y aun el viento musitaba: -¡Cing, cling cling...! -El cascabel, de Dalila.

-¡Ñandina, Ñandina otra vez se me fue en la noche la chiva negra! Lloraba Nicodemo al entrar en la cocina. Y la vieja criada le regañaba por llegar tan tarde.

-¡Pero Ñandina, te digo que otra vez se me fue la chiva negra! Repitiendo el negrito, mirando a las plumas sombrías que le quitaba la vieja a un pollo brujo.

-¡Déhala, bobera, déhala Nicodemo!

-¡Pero Ñandina...!

-¡La Dalila e de la noche, Nicodemo! ¡La Dalila e de la noche...!

  —28→  

Ñandina era la cocinera del amo.

Ñandina, la vieja tenía la negra cara roída.

Fue la mujer más hermosa de Luyunó, aquella misma que sembrara brasas al vaivén de sus caderas, bajo los floripondios, del vestido sabatino. Y cierta vez, la echó vitriolo a la caja otra mujer menos bella. Se hizo fea Rosario, y desde entonces, la llamaron en Luyunó, por su apellido: Ñandina.

Del lupanar barato se marchó a un bohío de Alacranes y cuando volvió, ya era vieja Ñandina, la vieja Ñandina, llevaba ya muchos años con el amo que la guardó por piedad. Ahora era vieja, Ñandina, vieja y gorda, y tenía la cara comida de vitriolo.

Ñandina era la tía del negrito Nicodemo.

Compraba los pollos vivos en el mercado, unos pollos plumilampiños, flacos y grises.

Les quitaba la cabeza de un hachazo, y después comenzaba a desplumarlos lentamente sobre su regazo.

Tenían piojitos de pizarra y había que lavarles con agua caliente. Más tarde se los engullía el amo en el gran comedor de cedro, y los frágiles huesos iban a parar a la panza del gato Filón.

Pero el negrito Nicodemo sabía que Ñandina guardaba las plumas negras y plomizas. La veía horrorizado en la cocina.

Y la vieja Ñandina hacía muchos Rosarios con las plumas del pollo muerto.

Ñandina, la vieja Ñandina, que tenía la cara raída de vitriolo y fue la mulata más deseada de Luyunó...


«Al sapo, oho saltón;
ni le mires, ni le toques:
de la noche a la mañana,
será tu cara un berrugón.»
«Al sapo, oho saltón;  5
ni lo mires, ni lo toques...»
«Al sapo, oho saltón; ...».

Cantaba la vieja Ñandina al negrito Nicodemo, una y otra vez veía con sus ojos de cuarzo y argirita al sapo verdigris que dormitaba entre las espinas del rosal.

El sapo era grande. Tenía la panza lisa y amarilla. La espalda gibosa y aberrugada. Nicodemo lo miraba asqueado y con una   —29→   varita tierna y verde le tocaba en la joroba. Y el sapo abría sus ojos de pez, decía «croá, croá», y se quedaba quieto. El negrito Nicodemo se contemplada entonces las manos y clavaba una espina del rosal en su dedo. La vieja Ñandina sonreía y maliciosamente y le chupaba la sangre, musitando:


«Al sapo oho saltón;
ni lo mires, ni lo toques:
de la noche a la mañana,
será tu cara un berrugón».

La brisa se amansó. La noche se llenó de olor a nardo. Los cocuyos verdes iluminaron sus bosques de yerbas. Las luciérnagas y las mariposas de oscuro terciopelo jugaban al día y la noche. El negrito Nicodemo corrió hasta el fondo de la casa y allí, con los codos apoyados en la tapia, se quedó mirando lleno de espanto al candil.

El candil se encendía todas las noches en la casa vieja.

Hacía más de ocho lustres que nadie habitaba en la casona, carcomida y olvidada.

El polvo y el viento entraban por las ventanas sin persianas, y creaban una música extraña y terrible. En el jardín crecían el cardo y la malayerba. Y por la noche salían falanges de alimañas

Nicodemo lo sabía.

A veces, cuando brillaba mucho el sol y se sentía con su coraza de oro, el negrito Nicodemo se acercaba a la casa vieja y quería descubrir el misterio al través de la verja enmohecida.

Pero un candil se encendía todas las noches en un cuarto de la casona.

Era una luz amarillenta que se trenzaba y subía al techo como una serpiente. Y Nicodemo no podía apartar la vista de ese candil mágico que se encendía y se apagaba solo, noche tras noche, a la misma hora, cuando el mundo se llenaba de olor a nardo florecido.

Una hora más o menos, vivía la luz, y después moría y se desintegraba en la sombra negra.

-¡Dio! -pensaba Nicodemo- ¿qué habrá ahí?

Porque él sólo veía un candil, la luz amarilla, serpentínea y biliosa de un candil, noche a noche, semana tras semana, ...

  —30→  

Más tarde volvía la brisa.

Se iba el olor a nardo. Los cocuyos se apagaban, se perdían las mariposas y las luciérnagas, de luz y de sombra...

Suave y luminoso vello malva le creció al horizonte. Una cresta saludó alegre al día nuevo desde el gallinero.

-Ñandina, Ñandina ¿quién vive en la casa vieha?

-Ningún cristiano vive en esa casa, Nicodemo.

-¿Nunca has visto la lú, Ñandina?

-¿Qué lú, niño?

-¡La lú del candil! -Y el negrito Nicodemo se acercaba mucho a la vieja cocinera y le susurraba al oído lleno de cicatrices:

-¡Hay un candil, Ñandina, un candil que se ensiende sólo por la noche!

Ñandina, la vieja Ñandina, le apresó entonces las manos pequeñas y le dijo, mirándolo obstinadamente:

Ese candil lo apaga el viento y lo ensiende el fuego.

-¿Qué fuego?

-El fuego del corasón.

-¿De quién, Ñandina, de quién é ese corasón?

-No é un corasón roho, ni é un corasón negro. E un corasón verde y trasparente como el má, que vive en el polvo de las cosas usá.

-Dime, Ñandina, ¿e cierto que hay cosas mála en la casona?

-¿Cosas mála? ¡Ave María Purísima -exclamó la criada, mirando al techo.

-¡En esta casa vive el negro Blá la Bruha Timotea y el pirata Galeón!

¡Ave María! En esa casa, Nicodemo, viven los sapos ohones y las culebras del cañal. En las noches salen por debaho de la puéta tarántulas con patas de gavilán; escorpiones de cuatro colas que apuntan a Nasinente

y Poniente, al Norte y al Sú; siempié con ohos de rubí y cuerpo de amatista...

El negrito lo escuchaba horrorizado. Se metía los dedos en la boca y los ojos querían salírsele de sus cuencas.

  —31→  

-¡Ay, Nicodemo, negro malo! ¡Nunca entres en esa casa! ¡Es el palasio de Pedro Botero!

-¿Y de día, Ñandina, de día?

-Ni de día, ni de noche! ¡Jesú, no se te vaya a ocurrir entrá de noche!

Los nardos que en la noche huéle salen de allí. ¿Sabe lo que pasa cada noche que se ensiende el candil? Pué los niños y las niñas curiosas se convierten en flores y se abren como capullos, y al deshoharse sangran una resina que lleva luego el viento... Y la noche huele a nardo.

-Ñandina, dime: ¿me matarían si entrara?

-¡Ave María purísima! Si te cohe el pirata Galeón te hará cachitos como hormigas con su cimitarra de plata. ¡Ay, pero peó aún si te vé el del Oho de Lú, el Infalible, el Sapo Ohón que vive en el hombre del Negro Blá! El negro Blá e chiquitín, chiquitín, vive en un coco de agua y é malo y cluel. Te quitaría tu piel y se la pondría encima y se marcharía a las lomas a hugar con tus cabras, mientras que tú, blanquito como un polio cosío, te iría asando poco a poco, muy poco a poco, en el lomo del Sapo Ohón, que abrasa como el fuego.

El Ángelus de una lechuza sonó en el atardecer. El negrito Nicodemo dio un brinco de espanto.

-¿Nicodemo, bobito, te asustan los páharos?

-¡Ñandina, Ñandina no me mires así!

Porque la vieja se trasfiguraba. El pelo tornábase fosforescente, los ojos glaucos y luminosos como los del gato Filón, el vientre le crecía como si de pronto hubiera concebido.

¡No tengas mieo, Nicodemo, no temas! ¡A esta hora, tengo que luchar contra tóas las almas que viven de noche! Yo te defenderé de los embruhos que salen como humo de la casa vieha!

-¡Claro que sí! ¿No hueles el nardo? Es el oló de la sangre de los niños convertíos en flores. ¡No vayas a miral al candil, Nicodemo, que a veces llama a los niños como a las mariposas! Las culebras del cañal buscan entrá a nuestro hardín...

Y Ñandina sonrió en voz muy baja:

-La bruha Timotea baila esta noche con los estambres!

  —32→  

Y después, irradiando una luminiscencia fantástica, cerró los ojos en éxtasis y empezó a canturrear, con un ritmo casi salvaje:

-«Ave María Purísima, sin pecáo consebía...»

El negrito Nicodemo se escabulló de la cocina. Al cruzar el jardín, se encontró con el amo, que fumaba tendido en la hamaca, suspendida entre dos troncos de palmera.

-¿Adónde vas, diablillo?

-¡Ay amito, tengo miéo!

-¿Miedo? ¿De qué tienes miedo?

-¡En la casa vieha se ha ensendío el candil!

-¡Ya estás otra vez con tu candil! ¡Vamos, Nicodemo, ya eres mayorcito para creer en esas patrañas!

Don Lucanor de Cienfuegos y Bramante se atusó el bigote y dándose impulso con el talón, meció la hamaca.

-¡En esa casa no vive nadie! Lo que ves será algún reflejo, o la luz de la luna, o tu imaginación, que no tienes poca. Dime algo más importante: ¿has visto a Graciela?

-No, amito. A la señorita Grasiela no la he visto esta noche.

-¿Has cenado?

-Sí, amito.

-¡Ella no! ¡Búscala y dila que ya es hora! ¡La estoy esperando desde las nueve!

Nicodemo se marchó corriendo. En vez de buscar en el jardín a la niña Graciela, que gustaba de cuidar sus flores, el negrito se dirigió a la tapia y se quedó mirando con horror y embeleso al candil, al candil amarillo que latía en el seno umbrío de la casa vieja, como la luna en un pozo.

Poco más tarde, el candil se apagó y Nicodemo descendió de la tapia.

Cabizbajo y soñoliento, se encontró de súbito con Graciela que emergió de un macizo cuajado de bugambilias malvas y rojas. La noche estaba grávida de olor a nardos.

-¡Señorita Grasiela: el amito don Lucanó la espera pá cená!

  —33→  

Ella tardó en contestar. Se limpiaba de briznas el ligero canesú del vestido y componía sus cabellos de querubín.

-¡Allá voy, Nicodemo! Estaba regando las rosas, que tienen calor las pobres.

Era de día y la niña Graciela tocaba a Chopin en el piano de madera bruñida.

El cielo era una infinita pradera azul donde algunos borreguitos blancos pacían sosegados.

Don Lucanor se había ido a la hacienda desde hacía días y volvería esa noche como las otras: a caballo, de mal humor y con polvo rojo de llanura en las botas.

Ñandina cosía en la cocina.

Nicodemo, en el jardín miraba al estanque. El estanque tenía en el centro una rana verde, con justillo y chambergo, que cantaba al son de una cítara.

Hacía meses que no llovía, y el agua se secaba en el estanque. Quedaba ya muy poca, sucia de lama y tierra, y los pececillos nadaban inquietos, ahogándose de aire azul. Los grandes mostraban sus escamas de plata sobre el filo del agua porque no cabían ya en aquél sarcófago de mármol y herrumbre. Se morían los pececillos, los tiernos alevinos, y Nicodemo los veía morir con lástima y curiosidad.

Se marchó entonces hacía la tapia y allá, entre los rosales, miró a la casa vieja. Se hallaba muy quieta, silenciosa como si estuviera muerta, y nadie, ni nada, la morara. Pero Nicodemo se acordó del Negro Blas, del Sapo Ojón, de las culebras del cañal y de los niños flores, y se estremeció.

Pasó la mañana diáfana, y se fue la tarde ardiente, y cuando volvió el negrito Nicodemo de las lomas -sin la cabra Dalila- todavía tocaba la niña Graciela a Chopin y Ñandina cosía en la cocina.

Al encenderse los cocuyos, los nardos poblaron la noche, y la niña Graciela dejó de tocar el piano. Las notas permanecieron suspendidas en el espacio y las rosas se marchitaron, porque sus raíces fermentaban en la tierra.

  —34→  

Ñandina, la vieja Ñandina, se acostó esa noche muy temprano, Nicodemo se hartó de mangos amarillos, y de pronto se asustó mucho al encontrarse solo.

Estaba solo. Solo. Solo el negrito Nicodemo en la noche grávida de duendes y flores.

El candil se encendió otra vez en la casa vieja.

¿Qué quién era el negro Mambasa?

El negro Mambasa era grande y fuerte como el aguilón.

Hijo de esclavos y nieto de reyes, creció en la managua verdeante de cañas, y en la pila bautismal le pusieron Lázaro Ramiro. Pero a él le llamaban Mambasa, sin saber por qué.

¿Que quién era el negro Mambasa?

Lázaro Ramiro, el peón que una noche se fue cantando con su timbal.

¿Que quién era el negro Mambasa?

Lázaro Ramiro, fuerte como el aguilón, timbalero que bebía ron.

-¿Pero qué haces aquí a esta hora? -Exclamó furioso don Lucanor. Su voz fuerte y vibrante rompió el encantamiento, y Nicodemo se bajó de la tapia, frotándose los ojos.

-¡No tenía sueño amito don Lucanó!

-¿Dónde diablos está Ñandina?

-¡Duerme amito, duerme y ronca!

-¿Cómo está Graciela?

-¡No sé, amito don Lucanó, no la he visto!

-¿Y no está en su cuarto?

-No, amito don Lucanó.

A don Lucanor se le hinchó una vena azul en la sien. Sudaba como los árboles en estío y tenía la ropa manchada de fango rojo.

-¿Sabes qué hora es? ¡Son las cuatro, las cuatro! -Y sin contener su cólera, comenzó a gritar don Lucanor Cienfuegos:

  —35→  

-¡Graciela, Graciela, Graciela...! -y su voz se perdió en las sombras de la casa dormida.

El negrito Nicodemo se quedó al pie de la tapia, temblando de miedo. Miró al cielo y se cubrió instintivamente la cabeza de charol.

Todo gravitaba peligrosamente.

Orión, la cauda luminosa de Sagitario, los polvos llameantes de la Cabellera de Berenice, eran como pólipos fantásticos mal pegados a la comba del Universo.

Una estrella fugaz cruzó el espacio.

En ese momento, llegó don Lucanor, verde y pálido como la chirimoya.

-¿Dónde está Graciela?

-¡No sé, amito don Lucanó! ¡No sé ná!

-¿Pero dónde diablos estará esa mujer?

-¡Ay, amito don Lucanó, que no haya ido a la casa vieha!

-¡No me fastidies con tu casa vieja! ¡Yo quiero a Graciela! ¡A Graciela! Nicodemo se santiguó ante la cólera de su amo y pensó que esa noche se acabaría el mundo, como tantas veces le había anunciado la vieja Ñandina.

Don Lucanor, lleno de ira por aquella súbita desaparición de su hija, se mordió los labios, crispó los puños, miró al cielo y viendo la casa vieja por encima de la tapia, le dijo a Nicodemo:

-¡Corre y despierta a Ñandivia! ¡Vamos, llámala!

El negrito Nicodemo le miró en silencio, con los ojos desorbitados. El amo iba a darle un manotazo cuando exclamó, fija la vista en la casona:

-¡Santo Dios, que es verdad!

El candil estaba encendido.

Nicodemo lo sabía. Y sabía también que llevaba ya encendido muchas horas, que no se había apagado esa noche como las otras noches. El olor a nardo, las corcheas y los bemoles de Chopin aún estaban suspendidos en el aire. Las estrellas pendían sobre la noche, colgadas, como todo el Universo, de un hilo invisible y misterioso.

Don Lucanor de Cienfuegos y Bramante tembló porque sentía a la noche encinta de corolas y estambres.

  —36→  

Cogió del brazo a Nicodemo, y rápidamente dieron la vuelta al jardín, enfilaron la callejuela solitaria y se detuvieron ante la casa vieja.

Don Lucanor jadeaba como un caballo.

Al ver el negrito Nicodemo que el amo se disponía a entrar, llevándolo consigo, se resistió a gritos:

-¡No, no, amito! ¡Es la casa de Pedro Botero! ¡Nos harán pedazos!

-¡Por Dios, que entramos! -Y don Lucanor forzó de una patada la puerta de la verja verdosa y arrastró a Nicodemo, que pataleaba furiosamente.

Cuando se halló en medio del jardín olvidado, cerró los ojos, poseído de férvido espanto, y se dejó llevar. Ya era inútil resistirse. Habían traspasado el umbral de la Bruja Timotea y el Pirata Galeón. Podía oler a todos los niños transformados en flores. Pensó en Graciela.

Cruzaron relampagueantes el jardín. Sin soltar al negrito Nicodemo, don Lucanor abrió la puerta de otra patada y entraron en la casa. Subieron con ayuda de un fósforo por las escaleras quejumbrosas y al llegar ante el cuarto del candil, Nicodemo no pudo más y abrió los ojos. Esperaba que un torrente de horrores se los cegara para siempre.

Allí, en un rincón aledaño a la ventana estaba el candil. Era un cabito de sebo metido en el cuello de una botella verde. Poco faltaba para que se consumiera del todo. En varios lugares cercanos se veían huellas viejas de cera. El cuarto, con la ventana sin cristales, olía a nardo. Un olor espeso y profundo. Por la misma ventana se podía ver a Escorpión, radiante y poderosa, suspendida en la noche.

El candil iluminaba un lado del cuarto, derramando su luz amarilla y ajada sobre las paredes lisas, el techo de vigas y telarañas, el piso de mosaicos, empolvado. Lo demás soñaba en la penumbra.

Allí, no lejos del candil, se hallaba un colchón viejo con sábanas nuevas.

Don Lucanor se inclinó y pudo ver, bordadas sobre la almohada, las iniciales «G. C.» Las sábanas olían a vainilla y a canela. Todavía se veía la huella cálida de un cuerpo sobre la tela blanca y limpia.

  —37→  

Don Lucanor, en cuclillas, miró a su rededor, y sus ojos no tenían luz. Halló restos de mamey y una botella de ron. Halló también un libro de poemas que tenía en las pastas limbos verdes y ramas doradas, y que solía leer Graciela durante las noches largas de estío. Y halló por último unas ligas pequeñas y rosadas, caídas al azar en la sombra, junto al umbral.

El negrito Nicodemo estaba inmóvil y callado como una piedra soterraña. Allí no había nadie. No apareció por ningún lado el Sapo Ojón, ni por el suelo se arrastraban las culebras del cañal, ni en las paredes corrían tarántulas con patas de gavilán.

Se alegró mucho Nicodemo y soltó la carcajada, porque todo, todo lo que había contado la vieja Ñandina, era mentira.

Y el negrito Nicodemo se quedó asombrado cuando vio que el amo don Lucanor se dejaba caer de bruces contra el suelo y sollozaba, sollozaba, sollozaba...

Ñandina, la vieja Ñandina, la que tenía la cara de vitriolo, roncaba a pierna suelta en su camastro, rodeada de plumas negras de pollo y pelos de zorro.

-¡Ñandina, bruja, ramera!- Le gritó don Lucanor, con el rostro color de púrpura.

Y ella, la vieja negra hechicera, se despertó gruñendo Y musitó:

-¡Dalila, Dalila, Dalila...!

-¡Bruja Ñandina, vieja ramera! ¿Qué has hecho de Graciela?

-Dalila, Dalila, Dalila...

Don Lucanor lloró de indignación y se marchó con toda la cara de cubierta de lágrimas y la boca de espuma.

El negrito Nicodemo estaba gris como la ceniza.

-¿Ñandina, adónde irás vieja Ñandina?

-¡Con Dalila, con Dalila iré a la noche, a la noche...!

Y el negrito escuchó el cascabeleo de la campanita de latón que pendía de un listón amarillo en el cuello de Dalila.

Ya en el jardín verdinegro vio Nicodemo los tizones encendidos que le miraban desde el hueco de la noche.

  —38→  

Se fueron Ñandina con sus bártulos a la espalda corcovada, sus pieles de lagarto y sus plumas de chupamirto, y Dalila, la cabra grande y negra que era del color de la noche y tenía los cuernos de la luna.

Se fueron, se fueron, se fueron... hacia el seno de la noche.

Y el negrito Nicodemo volvió a las lomas de Luyanó a jugar con las cabras: las cabras albas, las cabras de manchas pardas, las cabras azules de su imaginación.

El candil estaba apagado.

Pintura




ArribaAbajoLa Lírica Pictórica de José Alberto Gironella42

Alfredo Feijoo


Mezclar términos y conceptos de orden literario, con términos y conceptos de orden pictórico, es tarea fácil, y al tiempo, peligrosa. La historia del arte nos enseña que ese procedimiento se utiliza desde hace años -Taine, Worringer, Fauré- y si bien, en muchos casos, ha dado frutos magníficos, en otros, quizá los más, conviértese en absurda mescolanza. Hay, indudablemente, algo común para las artes todas, pero no se puede, de manera alguna, abusar de ello. Por tanto, al hablar aquí de una lírica pictórica, el término ha de tomarse sin rigor, permitiéndoseme, más bien, cierta anarquía poética.

José Alberto Gironella, nació en México, hacia el año 29. Desde niño, impulsado quizás por un misterioso sentido de rebeldía, empezó a interesarse por las realizaciones del arte. Su medio ambiente, alejado de las esferas bohemias, no era, en verdad muy favorable. Y a pesar de ello, empezó a pintar y a escribir. Este fenómeno no es nuevo, pero siempre asombra un poco. Con los años, Gironella comenzó a ocuparse, no ya de las realizaciones de la pintura y de la literatura, sino de sus problemas. Con ello inició una marcha difícil, áspera, escasamente risueña. Porque el mundo artístico, por más que se disfrace con sus polícromas máscaras, es un mundo cruel, pleno de envidias y de luchas soterrañas contra uno mismo, contra el mundo.

Convirtió en taller un pequeño cuarto de la azotea, lo llenó de trastos, de colores, de pinturas. Compró libros. Y todo ello, lo fue amontonando, sin orden; revueltos Joyce, Valle-Inclán, Picasso y Botticelli, con las barajas populares y los viejos tarros de cerveza. Lentamente, día tras día, se hizo un mundo para él, para sus amigas, y ahora, casi resuelto, declara no querer salir de él.

Ese mundo pequeño en tamaño, limitado por cuatro paredes cercanas, cubiertas de marcos brillantes y representa, por su gusto, aquella época dorada de París que se mantuvo joven durante casi los primeros cincuenta años de nuestro siglo.

  —40→  

En ese pequeño cuarto están los impresionistas; Van Gogh, Gauguin; y también Proust, y Kafka, y, y Faulkner, así como Schwob, y Beaudelaire, y Gabriel Miró. José Alberto Gironella, ha marchado con el tiempo, ha hecho, naturalmente un poco de sobrerrealismo, y un poco de su gusto por los clásicos, es también, en cierto modo, un gusto contemporáneo: El Greco, Velázquez...

Ahora, escribe y pinta. En su literatura, Gironella se encuentra, sin lugar a dudas, más maduro, más fecundo, con una mayor sabiduría, en fin. Tarde o temprano, una de esas dos vocaciones tendrá que ceder el lugar a su compañera. Cierto es que no se trata de un caso nuevo, si recordamos, por ejemplo, a William Blake. Sin embargo, ha de reconocerse, asimismo, que de su poesía a su pintura hay una distancia casi infranqueable. En estos días José, Alberto Gironella lucha por la expresión artística, trata de definirse; profetizar sobre cuál de los dos caminos seguirá, el pictórico o el literario, sería aventurado.

Su pintura refleja, perfectamente, el pequeño cuarto en el cual pasa sus mejores horas. Es una pintura limitada en extensión, y al tiempo, profunda, muy subjetiva. Tiene, ello es indudable, hondas influencias de Picasso sobre todo. Aquél Picasso azul, rosa, gris, y melancólico. Su mundo pictórico, de temas limitados, es un mundo que huye, que se aparta de México, hacia Francia quizá, o hacia una universalización de la pintura. Esto sí es raro en México, donde el arte busca, cada día con mayor frecuencia e intensidad, la expresión de lo mexicano. En ese sentido, José Alberto Gironella, aunque de temperamento mexicano muchas veces, representa en pintura lo que en poesía fue un Díaz Mirón, por ejemplo. Todavía no llega a la condición de un López Velarde o de un Orozco.

Gironella gusta de pintar cabezas y torsos; muchachas adolescentes y melancólicos saltimbanquis. Todo ello responde, hasta en matizados, grises, pardos, a un lirismo intenso, pequeño, profundo. Gusta de repetir: pintar un gesto de mujer es pintar el universo, y ahí está su credo estético actual. Yo sólo le pediría, por ahora, un mayor acercamiento a la Naturaleza.





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