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ArribaAbajoSegrel nº 2

Junio-julio (1951)


portada

En este número: Dos capítulos de Tiburcio Esquirla, por José Alberto Gironella; Autorretrato (Poema), por Inocencia Burgos; La bola suriana y El corrido de Zapata, por Celedonio Serrano Martínez; Dos poemas, por José Luis González, Carta a Segrel y El santo de piedra, por Ramón Gómez de la Serna; Y se perdió tu voz..., por Luis Rius; El Ballet de Nelsy Dambré, Ceres y Vulcano, por Arturo Souto Alabarce; Tres décimas a la lluvia, por Tomás Segovia; Un diablo olvidado de su oficio, por Francisco de la Maza.

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ArribaAbajoTiburcio Esquirla

Por José Alberto Gironella


Dos capítulos de la novela.

La huida a Egipto

-I-

Hablaba Tiburcio con gestos provistos de descomunal fiereza. Nocilás, con un sombrero hongo y un gabán a cuadros, le escuchaba sin hacer movimientos.

El tigre es el tigre aunque lo pinten de azul. Me marcho a Egipto Cisterna es un pozo de alquimia, tú me pides barro y yo fabrico oro. Salutations distinguées. ¡Le Diable!

Cisterna con sus calles estrechas y soñadoras, se tumbaba como odalisca virgen en la voluptuosidad de la tarde. Por la estrecha calleja de la Luna, frente al bazar y junto a la confitería de bruñido escaparate, seis o siete niños jugaban, dos niñeras como palomas gordas, blancas, hacían calceta, y un gato pardo, de rabo espeso y sensual, se acariciaba entre los barrotes de hierro torcido de la casa del señor Mostaza, señor venido a menos en la época de los créditos.

-II-

Esquirla estuvo diciendo mil y más majaderías, y de tanto hablar sin ritmo, se le hizo un taco en la mollera. Despidió con cajas destempladas a Nicolás y se puso, en su rincón predilecto, debajo de una estampa que representaba a Iknatón, el rey hereje, y un murciélago disecado, a componer un poema que reza así:


En este fiero Egipto
de mi pecado, en donde el alma mía
padece la tirana servidumbre;
del tesoro infinito
de tu divina lumbre,  5
a mi noche, Señor, un rayo envía.
Sea tu santa inspiración mi guía;
que, entre la luz del amoroso juego,
me llame en el desierto, no cursado
de mundana memoria;  10
allí desnudo, por tu causa el ciego
—2→
velo de amor, el hábito pasado.
Dichoso suba a contemplar tu gloria;
donde mi ser, por milagroso afecto,
en mí transforma el soberano objeto.  15

-III-

Mil veces mil hace un millón, y fue poca la cantidad para el ya fatigado poeta, de deseos que tenía de que Nicolás volviera, con su gabán y su sombrero hongo, su bigote cubrelabio y saliva vehemente y halagüeña. Se asomó al balcón, y colgado con ambas manos la cortina azul, desvaído, chilló como mastodonta:

-¡Nicolás!

El nombre, ya de piedra, fue una pedrada en la calle de la Luna, bañada por un placentero sol de atardecer.

Los niños levantaban las cabecitas, redondas y rosas como piñones, y las nanas, con gesto recoleto, los atrajeron hacia ellas como gallinas que ven al gavilán.

Tronó Esquirla por segunda vez:

-¡Nicolás, cacho de cabrón, diente de cerdo! ¡Veén! Y un niño con ojos de mirar triste, volviendo la vista al suelo, se soltó a llorar, haciendo pucheros en la falda de la nana y musitando como oración.

-El coco, es el coco negro, melenudo y feo, del que habla abuelo... el coco, es el coco negro, melenudo y feo del que habla abuelo.

El gato, solemne, como gran sacerdote de Osiris, se acariciaba; como flor parda, contra los barrotes en arabesco del jardín del señor Mostaza.

-IV-

Un poeta que no ha sufrido destierro es un poeta a medias. El juglar negro, de mágico apellido, amigo del pobre y escalpelo del poderoso, se sentía como triste margarita aplastada por el pie brujo del destino.

-Destierro es lo que me hace falta; el tirar al rey de las barbas sería un buen pretexto, pero en Cisterna, pozo de veneno negro, no hay rey; el matar es contra Dios, y el robar, turbio negocio.

Musitaba, en el calor del anochecer y tumbado en los baldosines del balcón.

La calle de la Luna, solitaria, era un santuario de armonía.

Tiburcio, dragón vencido, construía su monólogo, como si batiese   —3→   huevo, el punto por llegar estaba cerca y veía, cocinero avispa, que la solución más pronta era el no pretexto, la no causa, el no delito. Un barco fletero en Port Blanc lo llevaría, mar, mar, al fiero Egipto, repleto de tigres de Bengala, cocodrilos sagrados, y tiburones en el Nilo Azul que se desborda.

La pipa del poeta

-I-

El gramaticón Mostaza iba y venía por la salita de su casa. Una salita repleta de librotes; por las paredes, encima de la mesa, los sillones y el suelo. Papeles y pergaminos hacían montañas, y todo esto era alumbrado por una lamparita pequeña de porcelana; bibelots y miles de chucherías en todas partes, y el carraspeo del gramaticón Mostaza.

La campanilla de la verja sonó y se puso contento Mostaza. La visita del poeta era un hecho y se hablaría hasta la madrugada, cenarían chocolate y confites, beberían moscatel y aguardiente y, de postres, unos treinta hiperbatones, como decía Esquirla.

Hizo el lacayo del señor Mostaza pasar a la salita al poeta, y éste, entró acompañado de una cogorza de campanillas.

-Juf, juf-, garraspeó Mostaza, y con dengue de noble hizo tomar asiento a su huésped.

En un sillón cubierto de damasco y con los brazos deshilados y viejos, se apoltronó Esquirla.

Un olor a rancio y rosas aromaba con fervor la salita del gramaticón venido a menos en la época de los créditos azules.

-II-

Ese olor a santidad y a hombre solo, ese olor a casa habitada por masoreta de barbas larguísimas y blancas, le gustaba con locura a Tiburcio.

¡Bien quisiera ser él, algunas veces, un erudito como Mostaza! Un erudito con manía persecutoria y babuchas, que nunca ve el sol y que siempre tiene cerrados los postigos de su casa. Sólo le hacía compañía Nabor, un lacayazo de opereta, con papada, y patillas y un hablar de terciopelo añejo y fino. De vez en vez, en el caserón del erudito entraba una señora con pinta de papagayo, con pelos de sargazo y un ramito de rosas frescas que ella misma cultivaba en un jardincillo oculto entre las paredes de la ciudad. Y   —4→   ese ramito de rosas se ponía en la mesa del gramaticón con babuchas, en un jarro chino, enfrente de la fotografía de una niña pensativa y ojerosa.

Nunca nadie supo quien era la niña ni la solterona de cabellos de sargazo. La leyenda dice que fueron... ¡qué sé yo lo que fueron!, ¿novios?, ¿amantes?...

El señor Mostaza, a sus ochenta años, era más virgen que la madre de Adán.

-III-

Y de ese legendario y misterioso idilio, Tiburcio concibió un poema largo y hermoso, donde los amantes morían de pesar.

Pronto estuvieron en la mesa.

Un comedor oscuro. Sobre la chimenea, una marina: el mar gris y sereno, una gaviota y una figura brumosa y triste de mujer.

Encima de la chimenea, librillos, estampas y grabados. Dos pipas de madera tallada, con cabecitas, una de Guillermo Tell y otra de un león, melenudo y amargo.

Gustole la segunda a Esquirla, y sutil, alado, pidió al tiempo que sorbía una copita de anís:

-Amigo Mostaza, ¡qué pipas más exóticamente líricas!

Mostaza, con gesto suntuario y por no pecar de mala persona, le extendió una al poeta, la de Guillermo Tell.

Agudizó Esquirla el ingenio y dijo con suavísimo acento:

-¿Es cabeza de lobo la otra?

-De león, de rey de la selva -contestó con risita y mirar de niño el gramaticón.

-¡Démela!

Y el regalo se introdujo, perdiéndose la mitad, entre la espesa y zaina barba de Tiburcio.

Mucho humo pobló, en volutas, el comedor del erudito. Un comedor con arcaicos tapices, con escabeles forrados de felpa desvaída color aceituna, cortinajes pesados y polvosos de color violáceo, y tallas de angelotes estucados con caras angustiadas, mirar lejano y dientes de marfil.

Los muebles eran de nogal. La cena, pródiga y sabrosa, fue dejando imperecedero recuerdo en la chalina de Tiburcio. El león humeaba, hermoso y trágico, en la boca del juglar. Y Nabor, embelesado, contemplaba la negrura azabache del mirar del poeta.

En la chimenea, palpitaba una hoguerilla sabia, cálida y silenciosa como vivir de erudito.



  —5→  

ArribaAbajoAutorretrato

Inocencio Burgos



No tengo
una patria definida,
que lleve en sus crespones
mis momentos.
Sólo tengo las pasiones  5
desmentidas
que alimentan las arrugas
de mi cuerpo.
No sé quien soy,
y sin querer saberlo,  10
espero que me digan algún día,
es un poeta, un pobre poeta de
los muertos. Ni de vosotros ni
de nadie,
quiero liras. Mis bufones con  15
sus jibas de desierto
han dado a mi oración unas
esquilas, que tocan mis caminos
en los huertos.

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ArribaAbajoLa Bola Suriana

Dentro de las varias formas que adopta el corrido mexicano, hay una muy cultivada por los trovadores o corridistas populares del Sur que recibe el nombre genérico de Bola Suriana o simplemente el de Bola, a secas. Este género se halla extendido, fundamentalmente, en los estados de Guerrero y Morelos, así como en las zonas colindantes a ellos, de las siguientes entidades federativas: Oaxaca, Puebla, Estado de México y Michoacán. Con todo, son Guerrero y Morelos los que se disputan la cuna de origen de este tipo de corridos, desde hace más de cien años, sin que hasta la fecha se haya podido definir con precisión en cuál de los dos apareció por primera vez.

La Bola, es un corrido largo que generalmente alcanza una extensión de treinta a sesenta estrofas o «versos», como las llaman los trovadores y juglares de aquellas regiones. Los corridos de esta especie se estructuran con dos clases de estrofas, ambas de cuatro versos, y de rimas cruzadas perfectas, las más de las veces. La primera, que los corridistas llaman canto, se ordena en la forma siguiente: lº y 3º versos de doce sílabas, con hemistiquios de seis y seis, de siete y cinco o bien de cinco y siete, 2º y 4º, de ocho sílabas, únicamente. En cambio, la segunda, se integra con cuatro versos octosilábicos.

Ahora bien, estos dos tipos de estrofa que alternan a lo largo de la composición en el orden de canto y descante, son inalterables e invariables en los cantos de esta especie, y le dan con la combinación metro-estrófica señalada, un sello particular a este grupo de corridos que reciben el nombre genérico de Bolas.

Él les viene de que casi siempre principian mencionando el vocablo bola en la estrofa inicial; algunas veces, las más, en el primer verso; otras, en cualquiera de los versos que le siguen, como puede verse por los siguientes ejemplos:



«Por ahí va la bola muchachos, ahí va,
de gusto y de buena gana;
de un casamiento que me tocó ver
en una obscura mañana».
—7→

«Público ilustrado, présteme atención,  5
escúchame en esta vez;
una nueva bola les voy a cantar
referente a la embriaguez».

Otras veces, la palabra bola, se halla en la penúltima estrofa o en la última, aunque es más frecuente que sea en la final, como puede verse en La bola de las viudas, cuyo corrido termina así:


«Aquí termino la bola
que con placer he cantado,
ustedes dispensarán
mi saber tan limitado».

Con frecuencia usan los corridistas las rimas consonante asonante combinadas en un mismo corrido, pero la que predomina es la primera. Es muy común también que usen en las estrofas con versos blancos o libres el 1º y 3º, y rimados el 2º y 4º.

No es necesario que en el corrido se halle el vocablo bola para que se catalogue dentro de la especie, lo que lo identifica como tal, es su estructura en la cual alternan siempre el canto y el decante, tal como lo hemos indicado antes. La bola, pues, se distingue de los demás corridos porque tanto su forma metro-estrófica como su melodía, son únicas e invariables para todos los cantos de esa especie.

La bola puede ser sencilla o doble. En el primer caso, las estrofas constan solamente de cuatro versos; en el segundo, de ocho. Al grupo de las bolas sencillas pertenece este primer canto del nuevo corrido grande que estoy escribiendo a Emiliano Zapata. Usa en él las principales formas metro-estróficas cultivadas por los periodistas y cantadores del Sur. Me intereso por estas formas poéticas del corrido suriano, porque deseo hacerlas llegar hasta los círculos literarios cultos de México, que tanto han menospreciado esta poesía nacional, obra colectiva de trovadores y juglares.

Actualmente, la bola trata todos los asuntos que abarca el corrido en general, pero parece ser que en un principio, sólo se ocupaba de narrarnos aventuras amorosas pasajeras habidas entre hombres de «mundo», arrieros, viajeros y tipos vagabundos, por una parte, y mujeres pueblerinas de vida alegre, por la otra. Al menos la casi totalidad de las bolas más antiguas, versar sobre este tema.   —8→   Posteriormente, se fueron saliendo de él y poco a poco pasaron a otros asuntos, hasta que ya en los últimos tiempos casi no existe ningún motivo popular del que no se hayan ocupado estos corridos.

Es muy probable que la bola sea la forma más antigua de corrido que tengamos en México, pues así la consideran los más viejos corridistas y cantadores del Sur. Cuando ellos hablan de corridos, dicen: «Para vieja, la bola». Y enseguida comienzan a desenredar una cadena interminable de nombres de trovadores y juglares, que en su tiempo ya la usaban. En lo personal, me parece que la bola se quedó en el paso de transición del romance español al corrido mexicano, puesto que en ella predomina el verso octosilábico. Con todo, ya su rima es variada y no monorrímica como en el romance. Ya se hace sentir en ella la necesidad de variar un poco el metro y dividirlo en estrofa. La serie ininterrumpida de versos monorrímicos que caracteriza al romance, desaparece, y se fragmenta en divisiones periódicas internas, con lo cual se gana en ritmos melódicos y en movilidad de pensamiento. Esta es la explicación muy resumida que podemos dar del corrido denominado Bola Suriana. Sirva esta pequeña introducción a la bola de mi primer canto a Zapata para comprender mejor su espíritu poético, y sobre todo, la razón de por qué recurro a ella y no a cualquier otra forma literaria de la poesía castellana.

Celedonio Serrano Martínez

  —9→  


ArribaAbajoZapata

Corrido de la Revolución


Por Celedonio Serrano Martínez





I


Bola, en que el niño Emiliano Zapata promete a su padre que cuando sea grande, hará que los hacendados devuelvan las tierras al pueblo.


Por ahí va la bola, ¡oh público honrado!
aquí comienza a rodar;
la historia de un hombre de armas, afamado,
les contaré en mi cantar.

El hombre que da su vida  5
por servir a los demás,
el pueblo nunca lo olvida
ni lo olvidará jamás.

Como hijo del pueblo que tanto ha sufrido
mil formas de explotación,  10
en su misma lengua le hago este corrido
para ilustrar su razón.

Que perdonen los letrados
mi estilo, por verdadero,
el que usan los ilustrados  15
para el pueblo es extranjero.
—10→

A mi no me espantan los juicios severos
de los del estilo puro,
los últimos siempre han sido los primeros,
de eso se encarga el futuro.  20

Por eso mi canto digo
en cualquier parte que estoy,
al pueblo que va conmigo,
porque con el pueblo voy.

Perdonen señores que me haya salido  25
de la materia en cuestión,
aquí va la historia que les he ofrecido,
prestadme vuestra atención.

Lo que aquí voy a narrarles
no es invención ni es albur,  30
de Zapata voy a hablarles,
prócer caudillo del Sur.

Don Gabriel Zapata cierta vez lloraba
con tristeza y con pesar,
de ver que en su barrio ya no les quedaba  35
ni una huerta, ni un hogar.

En la cocina sentado
como si fuera a cenar,
de sus diez hijos rodeado,
no dejaba de llorar.  40

-¿Por qué lloras, padre? -pregunta Emiliano,
no llores que nos aterras-.
-Es porque los amos con pistola en mano,
nos han quitado las tierras.

En nuestro propio terreno  45
nos vienen a maltratar,
como a perro en rancho ajeno,
cuando somos del lugar.
—11→

-¿Por qué no pelean contra esos tiranos
y acaban la esclavitud?  50
-Hijo, tus palabras son brotes tempranos,
no entras ni a la juventud,

Ellos son muy poderosos,
no los podemos vencer;
parecen perros rabiosos  55
parientes de Lucifer.

-Yo haré que devuelvan las tierras robadas,
y se calme tu dolor;
es un juramento, no brabuconadas,
te doy palabra de honor.  60

Aunque yo he sido el noveno
de tus hijos en nacer,
he de trocar el
veneno de tu dolor, en placer.

-Eres muy pequeño para hablar como hombre  65
que ya es de mayor edad;
si no compartieras mi sangre y mi nombre,
diría que es liviandad.

En los ricos no hay nobleza,
todo en ellos es crueldad;  70
lo que falta en gentileza
suplen con autoridad.

-Aunque convertido en pequeña criatura
me tenga el tiempo traidor,
no ha de ser motivo mi corta estatura  75
para que en mi no haya honor.

La edad no puede ser mengua
para el alma y la razón;
bien es que diga la lengua
lo que sufre el corazón.  80
—12→

Mientras tanto, llora, ¡oh padre querido
tu desdicha y tu dolor!
Pero cuando al débil el fuerte ha vencido,
no puede haber deshonor.

Si la justicia no ampara  85
al campesino ni al peón,
más vale vergüenza en cara
que mancilla en corazón.

Mi edad es muy corta, pero no es mezquina,
me ha permitido mirar  90
que siempre los amos han cernido harina,
sin sufrir ni trabajar.

Pronto espero que la rueda
cambie de ruta al girar;
pues todavía les queda  95
la cola por desollar.

-Por más que este trato nos duela y nos pese,
nos sucede lo que al buey:
que el yugo pesado que tanto aborrece,
lo lleva a cuestas por ley.  100

Sólo tú me has restituido,
hijo de mi corazón,
todo el valor convertido
en obediencia al patrón.

La vida es la misma para el campesino,  105
nadie responde por él;
lo exprimen los amos, igual que el molino
a la caña de aguamiel.

Ya que está viejo y cansado
no hay quien trabajo le dé:  110
cuando está el árbol tirado,
todos le dan con el pie.
—13→

Yo soy un anciano que en la sangre llevo
sólo cansancio y dolor;
de este tronco viejo, tú eres el renuevo  115
pleno de savia y vigor.

Cifro en ti mis esperanzas
y deposito mi honor;
no escuches las alabanzas
del que espera tu favor.  120

Que el rigor del fuerte tu valor no ablande,
ni las güeras relumbrosas;
y que el miedo nunca juegue cuando grande
con tus partes vergonzosas.

En ti hay valor y nobleza  125
que el rigor nunca quebranta;
¡no te hiera la flaqueza
ni cuchillo en la garganta!

Este es el principio de una larga historia
que les comienzo a narrar,  130
grábensela todos, y que su memoria,
nunca la vaya olvidar.

Que perdone la alegría,
el canto se ha interrumpido;
mañana será otro día,  135
ya seguiré mi corrido.

  —14→  


ArribaAbajoDos poemas

Por José Luis González





-I-


Como la incierta luz de los luceros brillas
en eterno centellar entre las sombras.
Como la noche azul tras las montañas
palpita tu fulgor sobre mis sueños.
Como el inmenso mar tras sus rumores  5
ocultas los recuerdos en la espuma.
Y en el verde cristal de su infinito;
como un milagro entre las aguas brotas.
¡Hermosa llama del naciente fuego!




-II-


Era de mármol como Venus fría
la flor dormida del jardín sereno;
y era dolor el contemplarla ajeno
sin poderla cortar y hacerla mía.
—15→

Era grácil su figura  5
de luz y vida inundada,
y de cristales cercada
cuidando de su hermosura.

Desde lejos se veía
mover su talle en el viento,  10
y ya era en mí fiel tormento
aquel amor que sentía.

Que sin poderla tocar
mirando al tiempo estaré,
aguardando solo el ir:  15
de ella triste a marchitar
y yo contento a morir.

Que aún me queda la esperanza
consolando mi dolor,
de encontrar después de muerto  20
ya sin espinas su amor.

imagen



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ArribaAbajoCarta de Ramón Gómez de la Serna a Segrel

Ramón Gómez de la Serna


Hipólito Yrigoyen 1947-6º piso LI

Tel. 47-4775 (después de las 3 de la tarde)

Buenos Aires.

Señor don José Alberto Gironella:

Mi renovador amigo: muy bien su revista.

Ya han hecho el milagro de la fundación -un verdadero milagro en estos tiempos- y ahora fuera los clásicos y a decir cosas nunca dichas.

Yo no tengo tiempo para nada ya, pero mi querido Otaola sabe de cosas mías casi inéditas y él puede darles algo.

De mi enhorabuena también a su amigo Rius y persistan en su fe en el porvenir.

Adjunto mi retrato como una prueba de afecto y simpatía.

¡Mis queridos compañeros, gloria y esperanza!

Abrazos de su devoto compañero

Ramón Gómez de la Serna



  —17→  

ArribaAbajoEl Santo de piedra

Por Ramón Gómez de la Serna


-I-

Aquel pobre, con su capa color tierra y su sombrero con hondos canalones para la lluvia, llevaba cincuenta años a la puerta de la catedral. Ciego, con una cara grande y desencajada, esa cara grande, trompuda y bestial que se les pone a los ciegos al madurar en la sombra de su ceguera, no hablaba con nadie. De pie en el centro del encajonamiento de madera que cerraba la catedral después de pasado el dintel de piedra, sentía el embate de las dos puertecitas gruñonas, que expresaban como una enérgica oposición a ser abiertas.

El pobre ciego era traspasado por el frío que entraba y salía por las dos puertecitas, un frío de latiguillo que restallaba sobre su pecho, haciéndole verdugones: un frío cuajado en las naves de piedra y en las criptas húmedas, frío lapidario.

Su nariz era arremolachada, grande y caída, caída con tristeza lacrimosa. Sus ojos ciegos no tenían niña ninguna. Estaban vueltos y retorcidos de tal manera, que eran como unos ojos blancos sin mirada. No había en ellos el más leve deseo de ver ni tenían la más rudimentaria idea de la vista. Afrontaban la luz como la afrontan las cosas, resignados, serenos, parados. Su pelo ciego crecía hisurto, como un barbecho abandonado, como una hierba de tejado todo torcido, despeinado, rijoso, como yendo a invadir toda la cara, aprovechándose de la ceguera de su padre. La barba, sobre todo, era una barba fiera, intonsa, apretada, espesa, compacta; se había cerrado al no ser ni acariciada ni peinada por el pobre inmóvil, de tal modo, que no la movía el viento de vorágine que a veces se levantaba fuera y dentro de la catedral, envolviendo y brutalizando al mendigo.

Sus manos eran unas manos descomedidas, como crecidas también en el abandono, en la ceguera y en el descuido. Sus dedos eran   —18→   largos y rectos, unidos a los cuatro flacos como indisolublemente, porque aquellas manos, que pedían siempre, no se desperezaban ni se aflojaban nunca. Rígidas, se extendían una a cada lado, orientadas en distinto sentido, para pedir a los que entraban por la puerta de la derecha y a los que entraban por la de la izquierda. No descansaban. No se frotaban ya una con otra. Pasaron aquellos años de gran inquietud en que se impacientaban, en que a veces se dedicaban a un amor fraternal, en que perseguían la limosna volando en el aire, buscándola, olfateándola, tanteándola, elevándose y descendiendo, siguiendo los pasos del que salía o buscando por el intersticio de las puertecitas interiores la caridad del que pasaba el dintel de la segunda puerta sin dar limosna. Pasó ya el tiempo en que se estremecían, se engarabitaban en los inviernos, tenían morados sabañones, se abrían lamentablemente en terribles llagas y a veces tenían una gafedad rabiosa porque la limosna no caía en su palma abierta. Pasó aquella época de inquietud, para quedarse quietas y alargadas. Parecen las manos de un ser más tremendo, por como son de duras, de rígidas, de monstruosas. Parecen unas manoplas o unas bandejas. Parecen, por su actitud inanimada, inerte y fija, como si fuesen de esos cepillos para la limosna empotrados en la piedra de la catedral, esos cepillos para la Santa Cruzada, que aún quedan.

Sus piernas no se mueven, pareciendo no tener ni rodillas ni articulación, envueltas, como todo su cuerpo, por la capa, que cae desigualmente a lo largo de ellas. Sus pies son grandes, tumefactos, cuadrados; los dos pegados siempre talón con talón, se separan después en un ángulo abierto, pareciendo como los pies de madera que sostienen los atriles. Se comprende que no se caería, ni aun herido de muerte, por la largura de sus pies, y porque la articulación no cedería tampoco. Son unos pies para sostener una vida de instintos ciegos, una vida que, sin ese equilibrio material, sin esa rigidez del cuerpo, se hubiera desmoronado, sin aliciente ninguno para seguir viviendo.

Constituido de ese modo el pobre más antiguo de la catedral, se pasaba los días enteros en la misma actitud. Oía impertérrito las lluvias del invierno, sin preocuparse del ruido torrencial y abrumador que hacía el agua al caer por las cien gárgolas sobre las losas resonantes, sobre las lápidas de inscripciones borrosas. El sol, que en el estío calcinaba la piedra y entrada por la puerta, calcinándole también, tampoco le inmutaba. Todo lo resistía a pies juntillas, y   —19→   tomaba un empaque más duro, más curtido, más macizo mientras su rostro tomaba un tono más tostado, más ocre, un tono de barro cocido, de barro rojo. El tiempo apretaba más su carne, la acecinaba más, la curaba quizá más y quizá olía ya a catedral, a su incienso, a su profunda humedad, a los cueros de las cortinas de las puertas y a la cera de los cirios gastados.

Había tenido un perro, que se le había muerto de viejo, ciego de tiempo, postrado por el tiempo, humillada la cabeza hasta no poderla levantar más por las mortíferas horas. Después le trajeron otro perro, un perro nuevo; pero no pudo resistir su inquietud, no pudo volver a educar otro perro, enseñándole el reposo de las largas esperas; no pudo dedicarse a tirar y volver a tirar de la cadena para mantenerle cerca, corrigiendo su rebeldía; evitando que lo que pasaba dentro de la catedral, reteniéndole para que no fuera al sol, al campo, ansioso de correrías, ansioso de vivir. Cuando le trajeron el segundo perro ya no estaba para soportar la excesiva movilidad de un nuevo amaestramiento, y perdonó el tener lazarillo ante la ingrata tarea.

-II-

¡Sesenta años de estar día tras día a la puerta de la catedral! Ya, a veces, se cerraba la puerta sobre él, y se quedaba dentro de la catedral toda la noche. Ya dejó de hablar. Su voz, aquella voz de chirimía con algo de la queja aguda, inarticulada e inimitable de un gozne de puerta, se perdió definitivamente. Le bastaba un gesto para implorar. Su breve salmodia de antes era aún lo superfluo.

Tan callado estaba, que cuando murieron las que tenían la costumbre de darle limosna, las nuevas beatas no se atrevían a poner una limosna en sus manos. Les daba cierto pánico perturbarle, despertarle, sacarle de su inmovilidad. Quizá les daba miedo ver moverse la mano hierática y disforme, guardándose la pequeña moneda. Entraban raudas y de puntillas, procurando que no las sintiese. Sentían demasiado que no eran vistas ni pedidas para tener que dar una limosna.

Así, los otros pobres pedigüeños, que invocaban el santo del día eran los que robaban la limosna al pobre inmóvil y solemne; sobre todo, los cojos que abren las puertas al que entra, que corren y más y mejor que los que tienen las piernas sanas, y que hacen tan bajas y torcidas reverencias sobre sus muletas.

  —20→  

-III-

¡Llegaron a hacer sesenta años que aquel mendigo se ponía a la puerta de la sacristía! Por aquella puerta ya no entraba la gente. La ciudad se había ensanchado por el otro lado, frente a las otras puertas. Hacia aquella puerta había reculado la ciudad, creando como un pasadizo muerto, en el que se amontonaron los escombros. Una sombra espesa, la sombra de la espalda de la ciudad, caía constantemente sobre aquel lado. Los pedazos de catedral que se desprendían, que desgajaba el rayo, que castiga tanto las agujas de piedra, allí se iban almacenando, y allí llevaron las verjas y las columnas rematadas por un león, en que se engañaba la verja que cerraba el atrio, cuando las quitaron para que se ensanchase más la nueva Gran Vía.

El pobre ciego, más rígido, más fósil, más tieso y más inmóvil que nunca, osciló un día un poco, osciló hacia detrás y se quedó pegado a la pared, inclinado sobre ella, como un santo de esos que se descuelgan de las hornacinas que hay en los arcos exteriores de las catedrales y se ponen de pie junto a las paredes. En aquel patizuelo, especie de almacén de antigüedades desprendidas de la catedral, no se notó la presencia invariable e inaudita de aquella nueva estatua como de un puro y primitivo arte gótico.

-IV-

Sólo un día, a los cien años, cuando se fue a restaurar la vieja catedral, dieron toda su importancia los restauradores, a una estatua de piedra, de la misma piedra dura y tostada de la catedral, que estaba echada sobre la pared, a la intemperie, junto a la puerta de la sacristía. La llamaron la estatua de Job, y la exaltaron elevándola sobre la puerta principal, en una de las hornacinas vacías del arco florido. Nadie sospechó que aquel santo gótico y primitivo de piedra era el mendigo metamorfoseado, porque no por arte de milagrería, sino por la lógica más profunda, los más perennes mendigos de las puertas de las catedrales acaban así.



  —21→  

ArribaAbajoY se perdió tu voz...



Y se perdió tu voz bajo del canto
del aire entre a hierba.
Sólo sentí ya el golpe
de mi paso en la tierra,
y me detuve al cabo  5
y pronuncié tu nombre, compañera.
El campo trascendía
soledad y pureza;
blanqueaba el camino
una luz tenue, incierta.  10

Se hizo inmensa la noche,
el alma sintió el roce de su boca desierta,
que la colmó de hastío,
de fatiga y tristeza.
Regresé lentamente  15
como quien sabe qué hallará a su vuelta.
La ciudad a lo lejos dormitaba
en el turbio fanal de su miseria.
Sobre el camino blanco, única, sola,
fulguraba la estrella.  20
Luis Rius



  —22→  

ArribaAbajoEl ballet Nelsy Dambré

Es en el trabajo cotidiano, gris, tan lleno de rigor, donde se presiente el movimiento que nos impulsa a avanzar. Ese es el trabajo que busqué siempre y que amé con pasión. Ese es el trabajo que no solamente me facilitaba todos los esfuerzos, sino el que alegremente me compensaba de ellos.


Alejandro Sakharoff.                


El ballet en México cuenta con un público numeroso y selecto. Para beneplácito de éste y buena fama de los directores del Palacio de las Bellas Artes, que así cuidan, a veces, de satisfacer el gusto del público, muchas de las mejores figuras del ballet mundial se han presentado en México. Y como tenía que suceder, y por fortuna ha sucedido, inspirados en los grandes maestros extranjeros, ya han brotado en México grupos de baile de indiscutible calidad.

Uno de ellos, el más admirable, es el que dirige Nelsy Dambré y que tiene como principal figura a la más notable de nuestras bailarinas, Lupe Serrano, cuya juventud, talento, extraordinarias facultades, profunda sensibilidad y belleza han hecho que su fama corra por los países de América.

Aficionados y críticos han reconocido la calidad artística del Ballet Nelsy Dambré. Es muy de señalar la opinión de la maestra del Sanders Wells -uno de los mejores Ballets del mundo-, que al conocer este Ballet mexicano no quiso ocultar su admiración y, al mismo tiempo, su asombro, ya que no suponía que en México hubiera bailarines tan notables, y elogió, además de la extraordinaria Lupe Serrano, a Gloria Contreras, Mercedes Pascual, Carolina del Valle, Laura Urdapilleta, Déborah Velázquez y, entre sus compañeros, a César Bordes, Felipe Segura, Salvador Juárez, Tomás Seijas, Francisco Araiza y Jorge Cano. También el famoso bailarín ruso Michel Panayef, de paso por México hace poco más de un mes, expresó su satisfacción al verlos bailar y se prestó voluntariamente para dirigir los ensayos mientras estuvo entre nosotros.

Con todo, los bailarines que forman el Ballet Nelsy Dambré no cuentan hasta ahora con ninguna subvención. Es el entusiasmo, la fe y el amor por su carrera -sentimientos propios do los auténticos artistas- lo que les impulsa a trabajar mañana y tarde, día tras día, sin más recompensa que la propia satisfacción y el reconocimiento y el aplauso del público que los admira.

Como parte entusiasta de este último, SEGREL se une fraternalmente al esfuerzo de este cuerpo de baile que lleva por nombre el de su maestra, Nelsy Dambré, nombre que señala el comienzo de una tradición en nuestra ciudad, y confía en que pronto le será concedida una subvención oficial -indispensable para poder sostener un esfuerzo de esta naturaleza- y, por lo que respecta a los directores del Palacio de las Bellas Artes, estamos seguros que, atendiendo al deseo de todos los aficionados, organizarán una temporada completa con el Ballet Nelsy Dambré, y no se limitarán a presentarlo en unas cuantas funciones esporádicas como hasta ahora han hecho. Todo lo cual, será para honra y fama del arte mexicano.



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ArribaAbajoCeres y Vulcano

Por Arturo Souto Alabarce


CERES

Como de costumbre, Domingo se despertó a las cinco, con las primeras luces del alba y el canto cercano de los gallos que había en el corral. Rebullíase Domingo entre los blancos lienzos que olían a espliego, tanteaba el cuerpo cálido de su mujer, y se levantaba sin hacer ruido. Abría los postigos de la ventana y pensaba: buen día para la siega, o el sol promete achicharrarnos, o, ¿cómo estarán los melones? Domingo era un cincuentón rechoncho, duro de carnes, con el rostro cuadrado y la piel curtida. Tenía bigotes de foca y manazas encallecidas, con las uñas muy sucias. Miraba el cielo. Ya estaba clareando rápidamente. A los lejos, las montañas cubiertas de pinos. Poquísimas nubes en el horizonte. Algunas, deshilachadas, diáfanas doradas ayuso y de color malva arriba. El sol, esférico y anaranjado, se descubría entre las frescas manchas verdinegras de los pinos. Y más cerca, en la llanura, el trigo, con las áureas lanzas de sus espigas tremolando bajo del céfiro suave que llegaba desde la sierra, siempre pura y fría. Domingo, decimos, miraba por la ventana, llenábase de alhucena, de tomillo y de jarana, su pecho, y sin saber por qué, se ponía muy contento, y sentía que le corría por las venas una savia vivificante. La brisa le trajo el olor de la yerba quemada, de los pinos y del establo, y a Domingo le gustaba mucho aquella mezcla de olores. ¿Cómo estarán los melones?... Buen día para la siega. Miró a su mujer: tenía el pelo rubio y revuelto, nariz roma y labios gruesos. Era gorda, blanca y fresca. Sintió la luz, y una mosca vino a posarse en su mejilla. Domingo la espantó. Vaya mujer que tengo. Y Domingo se puso más contento.

VULCANO

Cuando la manecilla llegó al número seis, el despertador comenzó a sonar, trepidante, histérico. Julián se despertó enseguida. Estaba empapado de sudor. Se levantó en la oscuridad y quedose sentado en el borde de la cama. Le dolían los riñones. Se frotó las   —24→   piernas. Sentíalas llenas de una rara lasitud, que le llegaba hasta las ingles. Estaba muy oscuro el cuarto. Julián oía la respiración anhelante de su mujer, la de sus dos hijos, acompasadas. Uno de ellos tosió. Dio tres pasos y abrió la ventana. Tenía calor. Apoyose en el alfeizar y respiró el aire fresco del amanecer. Olía a carbón, y azufre, y de cuando en cuando, venían emanaciones del alcantarillado. Julián miró al cielo. Era un cielo grisáceo. Había niebla en el horizonte. El humo de las fábricas formaba nubes oscuras. Y abajo, los tejados pizarrosos, las buhardillas, las azoteas plenas de hollín, los muros cubiertos de anuncios desgarrados. Julián se limpió el sudor de la frente. Era un hombre joven, demacrado, con la nariz descollante y una ojeras hundidas que le bajaban hasta las comisuras de los labios. Se rascó el pecho y volvió, nuevamente, a la penumbra de la habitación. Contempló a los niños. Ambos dormían en una cuna vieja. El mayor -tres o cuatro años- seguía tosiendo. Los caracolillos de sus cabellos negros pegabánsele a la frente sudorosa. El pequeño dormía con la boca abierta. Era un niño de cría, amarillento, con la cabeza demasiado grande y las rodillas abultadas. Julián lavó su cara y su pecho sobre una palangana descascarillada. La mujer se despertó. Preguntó si ya era hora, con voz soñolienta, Julián la besó en la frente, y dijo que no se levantase. Un aullido lúgubre resonó en el alba. Julián miró por la ventana. Era el silbato de la Fundidora. Poco tiempo después, cuando Julián se ponía los zapatos, las fábricas todas llamaban con sus silbatos angustiosos. Una ráfaga de viento húmedo trajo pavesas y olor a sulfhídrico. Tendré que cerrar la ventana, aunque se ahoguen, eso apesta. La Fundidora llamó nuevamente. Julián miró su enorme chimenea renegrida, de ladrillo. Por su boca, arrojaba llamas serpentíneas al espacio. Ya voy, ya voy, no te desesperes, que ya voy. El horizonte estaba sucio. Heríanlo, como armas oscuras y extrañas, las chimeneas de las fábricas, las flamas de la Fundidora, el humo vertical.

CERES

¡Arre, holgazanes, vagos, que parecéis señoritos! -gritaba Domingo llamando a sus hijos desde la puerta. Rodeábanlo cinco perros grandes y sarnientos, que ladraban muy alegres, azotando muro y puerta con sus rabos. Los hijos de Domingo apuraban los últimos tazones de leche. La madre se desesperaba.

-¿Pero, qué queréis ahora?

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¡Más! -contestaba el pequeño. Cogía el tazón con ambas manos y lo apuraba. Después, con su cara mugrosa, y sus arrebolados mofletes de querubín, sonreía, la boca llena de leche y los dientes mellados. Su madre le pegó un coscorrón. Y allá salió Blasillo como relámpago, llevándose en la mano un mendrugo de la hogaza. Salieron, en fila, de la casa. José, el mayor mozo membrudo, atezado, que frisaría los veintitrés; Francisco, el gordinflón de la familia; Sebastián, rubicundo, casi albino, con muchas pecas en la cara y los pantalones rotos. Clarita y Epifanía estaban echando la pitanza a las gallinas, en el corral. Y Domingo, arremangada la camisa, les pegaba un azote conforme salían. Cogieron las hoces herrumbrosas y se subieron en el carro. Blasillo empuñó las riendas. Su padre lo bajó por una oreja.

-¡Tú, piojo, a cebar los cerdos!

-¡Qué cerdos, ni qué demonios: yo quiero ir con usté!

-¡A los cerdos te digo, milhombres! -y su padre le pegó una patada cariñosa en las posaderas. Blasillo quedose indignado y los vio marcharse cantando, hacia el campo, con sus hoces que brillaban bajo del sol. Blasillo metió las manos en los bolsillos y empezó a patear los pedruscos. Un perro le dio un lametón en el tobillo. Blasillo se rió, y se marchó silbando hacia el corral, seguido por sus perros.

Después, de sol a sol, en el campo, entre las espigas de trigo, llenos de polen y briznas de paja, con un sol inclemente y una piedra invisible en la espalda. A veces, tenían que beber un trago de vino. Quemaba el sol, quemaba el fierro de las hoces, quemaba el suelo. José tenía torso de titán y cantaba, y, de lejos, se le veía chorrear el riachuelo brillante del sudor por entre sus omoplatos abrasilados. Ese día estaba contento, muy contento, Domingo, y no hacía más que preguntarle a sus hijos:

-Oye, tú, ... ¿qué, qué pasa con los melones? ¿Van bien?

-Sí, padre, ya se lo hemos dicho mil veces.

-No, no era por nada, era por saberlo.

Durante doce horas, el cielo trasparente, luminoso y azul; el sol, llameante, casi tiránico; las espigas de oro; el polen; el sudor la alhucena...

VULCANO

A mediodía, sonó nuevamente el silbato de la Fundidora. Los hombres tenían media hora para comer. Cada quien se fue a un   —26→   rincón, con su fiambrera. La cuadrilla de Julián se quitó las máscaras. Julián, con una bolsa de papel, manchada de grasa, buscó el abrigo de una complicada construcción de acero. No salió del casco de la fábrica. Gustábale hallarse solo en ella, envuelto por un súbito silencio, interrumpido únicamente por el ronquido de las calderas, y el fuego eterno. Hacía calor. El día no mejoraba. Era un día grisáceo, nublado, húmedo. La ropa se pegaba al cuerpo. Julián empezó a comer. No tenía gran apetito. Pero estaba sediento. Sentía un ardor seco en el interior de su pecho. Y comiendo desganadamente, comenzó a pensar.

Hoy es martes. Me quedan todavía el miércoles, el jueves, el viernes, y el sábado. Cuatro días más. No son muchos. No sé qué diablos pasa con el tiempo cuando uno está metido en la Fundidora. No se da uno cuenta. Antes de que me dé cuenta, ya es mediodía. Y después, la tarde es la más pesada. Pero enseguida se hace casi de noche y nos vamos. Nos vamos a casa. Pero si uno mira el reloj, las horas no parecen pasar. Es lo peor mirar el reloj. Y yo lo estoy mirando desde el viernes. Por eso me canso tanto. Miro las agujas y parece que están quietas. Creo que ha pasado un cuarto de hora y sólo es un minuto. Y eso cansa. No puede uno concentrarse en el trabajo. Pero el señor Yesca me lo ha prometido. Si me lo dan, nos salvamos. Es casi el doble. Hasta podríamos mudarnos, quizá. Claro, quizá. No hay que hacerse ilusiones. Las cosas no valen hasta que las tiene uno en la mano. No hay que hacerse ilusiones. ¡No hay que hacerse ilusiones!... Lo pasamos bien el domingo. Yo necesitaba ese aire. Hubiera estado mejor sin tanta gente. Demasiada. Parecen ratas. No sé de dónde saldrá tanta gente. Todos queremos respirar. Por las noches es cuando más lo noto. Dentro de poco empezará el verano. ¡Diablos, qué veranos! Si nos pudiéramos marchar al mar, como algunos, pero ahora menos que nunca. Ese aumento quiere decir rendir más. Tengo que quedar bien. A ver si cumple su palabra, Yescas. No es mal hombre. También tuvo que trabajar lo suyo para llegar a ser lo que es. Es inevitable. Para ser alguien hay que partirse el lomo... Yo creo que sí lo aguantaré. Estoy flaco, ¿y qué? Soy el más fuerte de todos. A Lucifer no hay quien se le acerque, más que yo... ¡Buen domingo! Demasiada gente. Casi no se veía la yerba en el parque. Pero los chicos se divirtieron. Y me gastaron bastante. Un día es un día. La banda de música era bastante buena. A mí me sonó bien. No sé porque decía Tolsa que era mala, y que era de pueblo. ¡Ni que fuésemos catetos!... Estuvo bien ese domingo, buen domingo...

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Ese domingo fue fiesta nacional. Pusieron banderas en los balcones y engalanaron las aceras. Hubo desfile. Pasó por la calle mayor, con el alcalde al frente en su automóvil. Desfiló la policía, varias divisiones de infantes, y el cuerpo de bomberos. Hubo, también, escolares. Los vecinos arrojaban millares de papelitos desde las ventanas. Redujeron el precio de entrada en los cines, y se inauguró la Feria de la Industria. Se podía entrar gratis. Julián, con su mujer, y sus dos hijos, visitó la feria, observándola de cabo a rabo. El horno eléctrico, moderno, para la siderurgia, no le gustó mucho. Era un invento magnifico, eso era indudable, pero no tenía mucha capacidad, y además, le quitaba el interés todo al proceso. Su mujer no lo entendió. Julián le dijo que lo más bonito era el convertidor Bessemer, su Lucifer. Ella contestó que por su culpa tosía tanto, que le había abrasado los pulmones. Julián se rió. Ella no lo entendía, no lo podía entender: al cabo era mujer, pura mujer, buena para sus hijos, para coser, para la cama... La familia se marchó al parque. El cemento de la ciudad parecía inclinarse hacia los hombres, como si los quisiesen sofocar. Fue una tarde gris, caliente, pegajosa. El parque estaba lleno. El verdor de la yerba desaparecía bajo de una alfombra de papeles sucios y cáscaras de maní. Las tranquilas aguas del lago estaban llenas de barcas, y las barcas repletas de personas. El zoológico estaba atestado de niños y de viejos. Los rincones umbríos del bosque, pululaban con parejas enamoradas. Las praderas hormigueaban con hombres en camisa y mujeres que se quitaban las medias, y se pegaban a la yerba, buscando la frescura de la tierra. El cielo, gris, nublado, con un sol pequeño y caliginoso. Y abajo, abrazando al parque enorme, la ciudad de hormigón y de acero, con sus rascacielos, sus arrabales, sus negras chimeneas...

CERES

Domingo había vuelto muy cansado. En la galería, ante el umbral de la puerta, que cubría una tela metálica contra los mosquitos, la madre les echó agua por la cabeza, a su marido y a sus hijos. Después, se quitaron las botas enfangadas y entraron en la casa. José se metió en su cuarto donde dormía con los dos hermanos mayores, y empezó a peinarse esmeradamente ante un espejo de reflejos gelatinosos. Blasillo estaba comiendo otra vez. Y Domingo, quedose sentado en el sofá viejo, con los ojos muy abiertos.

-¿Qué te sucede? -preguntó su mujer, acercándosele con   —28→   un vaso de vino. Domingo bebió un trago y se limpió los labios con el dorso de la mano.

-¡Que me he sentado, y si pongo las patas, me duermo, y si me duermo, no veo los melones! ¡Y tengo que ver los melones!

-Descansa ahora. Le tocó la frente. Tienes la cabeza caliente de sol.

Duerme ahora, y después, por la noche, vamos a ver los melones.

-No, eso no. Luego está, demasiado oscuro. Y además... tengo que echarle un vistazo a la vaca. Ya se acerca el tiempo. Domingo entornó los ojos. Tenía sueño. Sentía un millón de hormiguitas que le subían por las piernas, sentía fofo el cerebro, la cabeza, enorme, colo la de un muñeco. Su mujer sentose a su vera. Le rascó el pecho con las uñas. Domingo sonrió. Dormirme, ahora, dormirme y no pensar en nada. Mi mujer rascándome el pecho, y yo, dormirme. Eso es lo bueno... ¡Tengo que ver los melones!

Domingo abrió los ojos. Se atusó los bigotes de foca. Su mujer le acercó los labios a la oreja. Estaba colorada de vergüenza.

-Sabes. Domingo...

-¿Qué?

-Sabes, Domingo, que... vamos a ser más... que creo, que no estoy segura, pero creo... Domingo la conocía. Seis veces, había comenzado de manera semejante, más o menos. El hombre iluminose. Y enseguida puso las manazas encallecidas en el vientre de su mujer. Y la manaza acarició dulcemente.

-¿Otro? ¿Otro más?

-Sí, no estoy segura, pero le noté desde hace una semana. Domingo acercó su oído al vientre de su mujer.

-No se oye nada. Ella se rió, tirándole de los cabellos cenicientos.

-¡Qué bruto eres! Siempre haces lo mismo. Ya te digo que nunca se oye nada, al comienzo.

-Pues es muy raro. Y la estrechó entre sus brazos, sin besarla. Se levantó Domingo. Puso los brazos en jarras y gritó con un vozarrón estentóreo.

-¡José, Francisco, Epifanía, venir corriendo que vuestra madre va a daros otro hermano! Domingo estaba loco de alegría. Se bebió, entera, la botella de vino. Levantó en vilo a su mujer. Le apretó los senos. La besó en la nuca. Blasillo apareció con un trozo gigantesco de membrillo en la boca. Poco después, estaba la familia toda, reunida en la pequeña sala de la casa. Domingo puso en fila   —29→   a sus hijos. Le gustaba colocarlos sistemáticamente, del más alto al más bajo, del mayor al pequeño. Todos ellos estaban muy alegres, pero José miraba, taciturno, al suelo.

-¡Tú, Blasete, avisa al señor Cura! ¡Usted, doña Epifanía, corra a llamar a los amigos de la tienda! ¡Y tú Francisco, saca tellas de la bodega!

-Pero, padre, ¿de la bodega?

¡Sí, zopenco, de la bodega, y dáte prisa! Y Domingo se dejó caer, de espaldas, en el sofá, arrastrando consigo a su mujer. Ella, rubicunda, colorada y gorda, se reía, y le jalaba de los bigotes. José fruncía, cada vez más, el ceño. Domingo lo miró.

-¿Y a ti que te ocurre, alelao?

-Padre: tengo que decirle algo.

-¿Otra trastada?

-Sí, padre.

-Bueno, ahora veremos. Vete a tu cuarto, que ahí subo yo enseguida.

VULCANO

A las seis de la tarde, sonó el silbato de la Fundidora. Poco después, emergían los hombres, exhaustos, con la mirada errante, los rostros cubiertos de hollín y polvo de acero. Muchos de ellos tenían automóvil. Julián no poseía ni siquiera una bicicleta. Se despidió de la cuadrilla y se marchó, andando aprisa, por las callejuelas desiertas y grises del arrabal orilladas por altísimos y desnudos muros. Muy cerca, pasaba el ferrocarril, llenando de humo negro y espeso al espacio. Julián sentíase cansado, como nunca lo había estado. Un fuego seco le devoraba el pecho. Me he debido de quemar los pulmones. Como me dé una tisis, estamos perdidos. Ese Lucifer no pasa ni una. Uno de los dos nos vamos a joder al final.

Al entrar en el cuarto, dilató las aletas de la nariz. Olía a yodoformo. El niño pequeño lloraba en su cuna. El mayor escribía palotes en un cuaderno mugroso, en medio del suelo. Su mujer estaba acostada en la cama. El ámbito sumíase en la penumbra, y el calor era agobiante. Julián se quitó la gorra grasienta.

-¿Por qué no abres la ventana? ¡Nos vamos a ahogar!

-No, porque el pequeño tiene fiebre. La mujer sudaba, sin más que la combinación.

Encendió un cigarrillo y miró al techo.

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-¿Lavaste mucho ropa hoy?

-Como una condenada. ¿Y tú? ¿Te quemaste?

-No. Casi nada. Un poquillo las cejas... ¿A qué rayos huele esto?

-Vino la brigada de la desinfección. Yo no quería, pero ya sabes como son. No hay quien se oponga.

-¡Vaya! Ya mataron todas las pulgas y las chinches, y por lo visto nos quieren matar también a nosotros. ¡Vaya olor! Esto es peor que la Fundidora.

-Julián...

-¿Sí?... ¿Te pagó la vecina del cuatro?

-Ahí está el dinero, encima de la mesa... Julián: voy a tener un hijo. El hombre se volvió lentamente. Quería ver bien el perfil de su mujer, tendida en el catre, cubierta de penumbra. Se acercó. Estaba pálido. Ella no le quiso mirar. Fumaba, mirando el techo. El sudor le corría por la garganta, por los hombros. Separó las piernas.

-¿Otro?... ¿Estás segura?

-Sí. ¿Qué quieres que haga?

-¿Yo qué sé?... Habrá que tomarlo con calma. Julián miró por la ventana. Se mordió las uñas. De un puñetazo, abrió la ventana. Sacó afuera casi medio cuerpo. Quería respirar aire puro.

-Son cosas que no se pueden evitar, Julián. Yo sé lo que pasa. Por eso estoy tranquila. Porque se puede arreglar, ahora, sin dolor ni complicaciones, bien. Eso me ha dicho la señora Celia. ¿Tú quieres eso, verdad?

-¿Qué quieres que te diga? ¿Que sí, que no? ¡Yo que sé! Pareces una coneja. Todos los años es el mismo cuento. Ya sabes que no tenemos ni para comer. Lo de Yescas no es seguro. No hay nada seguro en la vida... Y ahora me preguntas. Me pides que sea yo quien decida. ¡Pues no quiero decidir! ¡Estoy cansado de responsabilidades! Decide tú misma, piensa aunque sea por un momento y decide tú sola... ¡A mí, déjame en paz!

Su mujer apagó la colilla. La combinación se le pegaba al cuerpo húmedo. No dijo nada. Se tocó el vientre y se volvió contra la pared. Estaba cansada.

CERES

José empezó a hablar, mirando al suelo. Su padre escuchábalo muy serio, lanzando, de vez en vez, un hum, e inclinando la cabeza.   —31→   José tartamudeaba, dibujaba círculos con la punta del pie, retorcía sus manos tras la espalda. Le habló de la Teresa. Teresa, la moza que vivía en la granja vecina, aquella que tenía tan bellas trenzas negras. Y Domingo empezó a entender. Teresa iba a tener un hijo. Domingo puso cara de enojo. Me estoy haciendo viejo. Voy a ser abuelo. Un nieto. Eso es bueno. Ya decía yo que se veían demasiado. Tenía que suceder. Y ahora, ¿qué pensará hacer este bruto de José?

-Padre: tiene que hablar usted con la familia de Teresa, y con el señor Cura, ¡nos querernos casar mañana! Domingo prorrumpió en grandes exclamaciones, y le llamó zopenco a su hijo, varias veces, pegándole en el hombro. Animal, tarugo, zopenco, ¿Con qué dinero? ¿Con el dinero de tu padre? ¿Con los ahorros? ¿Me parto la espalda trabajando para que llegue el bruto de mi hijo y me lo quite todo? ¿Qué has hecho? ¿Por qué no esperaste? ¿Piensas vivir del aire? Yo seré el que tenga que pagarlo todo al final. Y ahora que viene otro. Precisamente ahora, animal.

Fue un día anterior a la siega. José arreglaba las llaves del canal de riego. Un sol de fuego le abrasaba el torso abrasilado. Tenía las manos adoloridas de tanto apretar con la llave inglesa. Por fin, después de muchas horas, logró abrir el canal, y entonces extendió en la tierra, bocabajo, contemplando el agua que inundaba los canalillos. Metió la mano. Estaba fresca el agua. Y corría formando espuma rojiza en las orillas, arrastrando hojas y ramitas. José mojose el cuerpo todo con aquella agua, y se tendió, cerrando los ojos contra el sol, cuya luz intensa, sentía al través de los párpados. Creyó que se dormía. No supo la hora que era. Sintió cosquillas en la nariz y abrió los ojos. El sol parecía haber bajado. Estaba menos blanco. Y vio a Teresa, en escorzo, a su vera, con una varita en las manos y un brillo juguetón en la cara. Teresa era bonita. Tenía los ojos negros y aterciopelados, la piel pecosa, los labios gruesos, consistentes y rosados. Mirábalo desde su altura, y el vestido de percal, abrazado por el viento, se le pegaba al cuerpo. José no se levantó.

-¡Hola, Teresa, creí que era una mosca! Ella se rió. Arrojó la varita y sentose en una orilla del canal.

-Lo has dejado muy bien. Ahora no se quejará el tío Pepe ¿Crees que habrá sequía, como el año pasado?

-No. Hay mucha agua. ¿No la ves? -José acercose al canal. Metió una mano en el agua y permitió que la moviese la corriente ¿No te gusta el agua?... A mí sí. Cuando hace calor, no hay mejor que el agua. Teresa se tendió entre la yerba, al otro lado.   —32→   Se miraron fijamente. Estaban en una llanura. En una llanura de trigo, de altas espigas de trigo que tremolaban ante el viento. El agua del canalillo corría fresca y diáfana, La yerba cubríase de florecillas blancas y amarillas. José adelantó medio cuerpo sobre el canal, como puente, mojándose el pecho.

-¿Qué hacías?

-Te buscaba a ti, José. Me dijeron que desde la mañana estás arreglando la compuerta. Tenía largas y anchas trenzas negras. Se quitó los zapatos, José la abrazó por la cintura, la atrajo hacia sí, y la besó en la boca, entre el agua. Ella empezó a reírse, y a enfadarse. No. Déjame en paz. José que grito. Que llamo a tu padre. Que llamo a mi tío. Que trae la escopeta. Pero José era cabeciduro. Después, tras mucho forcejeo, ambos se tranquilizaron, y José, como puente, apoyó su cabeza en las piernas de Teresa. Alzó la frente, y escuchó los latidos rítmicos de su corazón, temblando bajo del percal.

Olía a heno, a espliego y a establo. Vieron un caballo suelto, que pastaba en la llanura, libre y señero. El trigal era un inmenso y suave ejército de lanzas doradas. José cruzó el canal a rastras. Y Teresa que lo vio venir, se quedó pegada a la tierra, como si hubiese echado raíces...

Domingo escuchó el relato entero, casi incongruente, que le hizo su hijo. Y entonces, habló sonriente: a mí me ocurrió lo mismo con tu madre.

VULCANO

En aquél tiempo, Julián vivía en una pensión barata para obreros. Era una casa enorme y desvencijada, con muchos cuartos pequeños y mugrosos, y una sala general, donde había radio y una mesa cubierta de periódicos. La hostelería estaba llena de obreros sin trabajo, y pasaban buena parte del día en aquella sala, hablando, fumando, y leyendo los periódicos. Las ventanas se abrían sobre los carriles del elevado. Cada diez minutos, oíase su ruido trepidante que se acercaba. Y entonces, al son de una potente bocina, que crecía en ululante intensidad, atravesaba, como un relámpago, el vidrio de las ventanas. Por la noche, sus luces formaban una línea ígnea y fugaz. Temblaba la casa. Algunos hombres se tapaban los oídos, otros se acercaban a la ventana, con la cara cubierta de espuma y una maquinilla en la mano, y empezaban a insultar el tren. Íbase apagando el ruido, desaparecía, escuchábase el último eco de   —33→   su bocina. A esperar otros diez minutos, para que volviese nuevamente. Eso sucedía el día entero, hasta las dos o las tres de la madrugada. Los inquilinos habíanse acostumbrado. Los nuevos, únicamente, no podían dormir. En el verano, leían los periódicos, en camiseta, con la gorra puesta, y bebían cantidades enormes de licor. A veces, tenían una que otra discusión, y se armaban tremendas batallas, rompiendo botellas y quijadas. En aquella casa, había obreros sin trabajo, y un líder fracasado, filósofo, antiguo minero de antracita, que solía leerles, por la noche, el ABC del Marxismo. Se llamaba Jonás.

Durante la crisis, Julián tardó mucho tiempo en hallar trabajo. Los cuáqueros se portaron bien, y gracias a ellos, pudo comer y dormir en la hostelería. Él soñaba con un Convertidor Bessemer. Una noche de estío, salió a la calle, y se metió en una cervecería. Encontró mendigos, y prostitutas, y marineros, a lo largo de la barra. Bebió mucha cerveza, qué sólo valía un níquel por tarro, y al final de la barra, en un rincón, encontró a una mujer muy joven, con un abrigo raído y cara de hambre. Hablaron. Había sido camarera. El dueño se arruinó, y tuvo que despedirla. No tenía trabajo. Ninguno de los dos tenían trabajo. Sin saber por qué, sintiéronse, de pronto, solos en el mundo. Julián, borracho, miró a las caras que le rodeaban, al través de una nube confusa de alcohol. El tabernero era un griego con las narices enormes, llenas de pelos, que le salían como herrumbre de gárgola. Había una vieja prostituta, cubierta de albayalde la cara, con una piel apolillada en los hombros, y un sombrero de plumas violetas. Una y otra vez pedía cerveza, y no se la daban. Después, un marinero joven, borracho, con anchas espaldas y granos en la cara, que tiraba el dinero, apoyado en los hombros de una mujer codiciosa. Julián los vio, extraños, confusos. Alcohol convirtiolos en aberraciones. Creció la nariz del griego, el color violeta de las plumas se hizo intensísimo, enormes las espaldas del marinero. Todo ello empezó a dar vueltas. Julián se volvió su compañera. Ella era la única que no había mudado. Estaba pequeña, bonita y cansada, como siempre. Pero lo demás giraba, hacíase grande y desproporcionado. Julián le apretó un brazo. Salieron. Avanzaron caminando lentamente, durante horas y horas, hacia el río, hacia el puente. Aquello estaba oscuro y desierto. Las torres del puente, de acero, negras y retorcidas, descollaban contra el cielo oscuro. Casi no hablaron. Sentíanse muy unidos, como dos navegantes en alta mar. De allí se fueron a un hotel.

  —34→  

CERES

El pueblo de Domingo era un pueblo pequeño y limpio. Pequeño y limpio, decimos porque sus habitantes vivían separados entre sí por grandes llanuras de trigo, cruzadas por senderos y canalillos de riego. Aunque había muchas granjas en la zona, el pueblo no era más que una calle, orillada por algunas construcciones de madera entre las que se contaban la alcaldía, la botica, la abacería, la iglesia, y algunas otras instituciones, como la casa del médico rural. El hombre más rico del villorrio era don Odilón, el granjero que ganara el premio mayor en la feria del año pasado. Don Odilón presentó unos melones maravillosos, por su tamaño y calidad. Tenía numerosa prole don Odilón, y desde hacía muchos años, ambas familias, la de Domingo y la de Odilón, odiábanse cordialmente.

La vida, en el pueblo, era una vida tranquila, soterrañamente tranquila. Se trabajaba de sol a sol, y en invierno, cuando los campos se cubrían de escarcha, los lugareños se dedicaban a otras faenas, propias de la temporada, preparándolo todo para la próxima siega. Años antes, no lejos del pueblo, habíase construido una vía, y ahora, el pueblo estaba comunicado con el mundo por un potente ferrocarril. Pero viajaban muy poco sus vecinos, alegando que no tenían tiempo. De cuando en cuando, algún joven se iba a la ciudad. Unos volvían, y otros no. Aquellos que tornaban, empero, querían más a su pueblo, parecían entenderlo mejor, y no solían ya quejarse como antes, pero, al tiempo, eran distintos de los otros, de los que no habían salido nunca, y no eran muy amigos. Desde años atrás, cuatro o cinco, se hablaba mucho en el pueblo, de un acontecimiento próximo. Decíase que se iba a construir un aeródromo en las cercanías, y los vecinos, cuando se reunían al oscurecer, sábados y domingos, en la abarrotería de Cristino, pasábanse la tarde, y buena parte de la noche, discutiendo y forjando hipótesis sobre el aeropuerto, y la feria de la primavera. Había grandes discusiones. Las opiniones contrarias habían formado dos bandos. Uno abogaba por el aeródromo, diciendo que traería la civilización, el progreso, y la vida al villorrio; el otro contestaba que se llenaría de forasteros, de mujerzuelas, y, que si había una guerra, lo bombardearían. Hablaban unos sobre la maravilla del vuelo, sobre las máquinas de retropropulsión que corrían a más de 500 kilómetros por hora. Decían otros que eso era mentira, que el hombre no podría jamás viajar a esas velocidades, que se le saldrían la sangre y los intestinos. Odilón   —35→   partidario del aeródromo. Domingo, quizás por enfrentársele, representaba el grupo conservador, y se resistía a tal innovación. En el villorrio había un filósofo, un pequeño filósofo, que había estado en París. Era un hombre escéptico, y les decía con gran aire de suficiencia.

-Es inútil. Nuestra opinión, en pro o en contra, no vale. Si deciden construir el aeropuerto, lo harán. Si no les conviene, no lo harán, ¿O pensáis, acaso, que cuenta mucho nuestra opinión en la civilización moderna? Y Domingo, y Odilón, protestaban vehementemente, así como el alcalde, diciendo que el país todo estaba formado por muchos miles de pueblos como el suyo, y que, al Cabo, contaban mucho. El médico se reía. Ambos dos, médico y filósofo, eran muy amigos, y se sentían, en el fondo, superiores a los pueblerinos. El filósofo había estado en París, durante la guerra del 14, y era un hombre que leía cosas prohibidas. A veces, Domingo, que solamente leía el calendario agrícola, algún que otro periódico atrasado, y la Biblia, las noches todas, antes de acostarse, le decía al filósofo en voz baja, y pegándole un codazo lleno de significación: ¿A que no se imagina usted lo que estoy leyendo?

-Pues, no, no me lo imagino. ¿Qué lee usted?

-Ese libro del que habla usted tanto. Es algo muy serio, tremendo.

-¿Verdad que sí?

-Naturalmente, estará prohibido.

-No, no está prohibido. ¿Por qué iba a estarlo?

-Ah, ¿no, no está prohibido?... ¡Vaya!... Lo siento, porque parecía un buen libro.

Don Odilón metía baza, y llamando aparte al pequeño filósofo, le decía, colocado y con los ojos chispeantes:

-A ver, cuénteme otra de esas historias de París que usted sabe. Como la de aquella señora, que pidió, por teléfono, un con quien acostarse...

VULCANO

Julián se marchó. Estaba irritado contra su mujer, contra sí mismo, contra el mundo. Empezó a caminar lentamente por la calle. La sombra lo iba invadiendo todo ello, aprovechando los rincones, los resquicios, las depresiones. Las altas chimeneas de las fábricas soltaban un humo espeso, negro, vertical. Al pasar frente a la taberna de Midias, oyó música barata, voces de mujeres, y sonido   —36→   de botellas, y, maquinalmente, penetró en el ámbito. Era un lugar pleno de humo. Las mesas estaban llenas de parroquianos, en camisa, borrachos y sudorosos. Sentose en la barra y pidió una cerveza fría. Y cuando le quitaba la espuma con el dedo, acercósele Jonás, con su zamarra raída, de cuero, y sus espejuelos sucios. El pequeño filósofo estaba muy pálido. Julián no lo miró. Bebió su cerveza y le saludó con un gruñido. Jonás pidió un vaso de licor y se sentó a su lado. Traía un periódico bajo del brazo.

-¿Qué pasa, algo malo?

-No lo sé. Mi mujer va a tener un hijo.

-¡Felicidades!

-No seas imbécil. Ya tengo bastante con dos. No tenemos ni aire... ¿Qué pone ese maldito periódico?

-Que pronto iremos a la luna. Hay sabios reconocidos que lo han declarado. Existen grandes posibilidades para el viaje.

-¡Bah, ahora iremos a la luna!...¿Qué más dice?... ¿Qué diablos te pasa a ti?

-Verás, Julián... creo que vamos a una huelga.

-¿Otra? ¿Como la del año pasado? -Julián apuró la cerveza y pidió más.

-¿Sabes que el chico por poco se me muere?

-Hay que luchar. Mientras vivamos en una sociedad capitalista, hay que luchar. El fin justifica los medios. Podremos morirnos de hambre, pero triunfaremos al final. Estoy seguro de que triunfaremos.

-Y mientras tanto se me mueren los hijos. Ya estoy cansado de ti, y de tu libro. Tú puedes hacer todo eso porque estás solo, porque no quieres a nadie... El fin justifica los medios. ¡Vaya idea!, ¿de dónde la has sacado?

-Mira, Julián, cuando se tiene un ideal hay que sacrificarse por él. Todos lo han hecho. Jesucristo, el primero.

-¿Y a mí que me importa Jesucristo? Lo que yo no quiero es que se me mueran los que tengo.

-¡Es un deber social, humano! ¡Yo, si tuviera que matar a mi padre, y con ello se realizase nuestro ideal, no vacilaría en hacerlo!

-¡Tú eres un fanático! -Julián pidió más cerveza-. Eso que acabas de decir es una indignidad. Estás loco de remate, como todos.

-Y tú eres un cobarde. ¿Ves la diferencia? Yo soy un hombre que vive en su tiempo, con su tiempo, por su tiempo, y tú eres un cobarde individualista. Nuestros peores enemigos no son los burgueses, sino la gente como tú, los cobardes. Julián estaba borracho.   —37→   No había leído casi nada. Lo que sabía, casi todo ello, debíaselo a Jonás, que le recomendaba libros, de vez en vez. Le dio el ABC del Marxismo y Julián lo aprendió de memoria. Y después, por muy convencido que estuviera, sentía un furor terrible contra Jonás, contra su libro, y tenía ganas de pegarle. La cerveza lo emborrachó súbitamente. Julián derramó el contenido del tarro y empezó a gritar, pegándole a Jonás en el pecho:

-¡Sí, sí, soy individualista, individualista! ¡Borregos, sois todos unos malditos borregos, borregos!

CERES

El año pasado hubo sequía. Es un cataclismo silencioso, un mal cósmico que llega sin hacer ruido, ladino y misterioso. Muy pocos pueden profetizarlo. Sólo, algunos pájaros, algunas aves que emigran, abandonando las charcas ilusorias. Y a veces, los hombres, un hombre sabio que conozca su tierra, que sea hijo de su tierra, puede predecirla. La sequía comienza de repente, un buen día, con el sol llameante y un viento seco, abrasador. Se levantan extendidas calígines de polvareda y los hombres miran el calendario. Están en época de lluvias. Pero no llueve. No ha llovido desde hace meses, y el agua de los canales empieza a mermar, las charcas se convierten, en resquebrajados lechos de tierra negra, y las vacas comisquean yerba quemada. Los hombres se asustan. Se acuerdan de Aarón, y de las plagas del Egipto. Esperan, los hombres, fumando tranquilamente. El sol parece eterno durante la sequía. Es un sol de cal, implacable, inmóvil casi. Las hojas amarillean. El trigo no brota. La tierra de las llanuras se hace reseca, se rompe, se convierte en polvo, y con el viento, el polvo se trasforma en oscuras, rojizas, polvaredas que barren el campo. Los ojos se llenan de tierra. No hay agua en los canales, no hay agua en las charcas. Las ranas amanecen tiesas, como si fueran de cartón. El viento, zumba, caliente, seco. En los bosques, cubiertos de hojas caídas y apergaminadas, cualquier chispa desencadena incendios voraces, y el viento los aviva. No llega la lluvia. La lluvia parece no llegar nunca. Y los hombres esperan, tranquilos, fumando sus pipas. El tiempo parece detenerse, parece que no existe. Sólo la sequía. El mundo se seca, se llena de polvo estéril. Las vacas empiezan a morir en la estepa, quedándose flacas, huesudas, con la lengua renegrida y los costados cubiertos de moscas. Se mueren de sed. Se mueren de sed en la orilla de los canales; bajo de los árboles áfilos, con el hocico rígido, buscando   —38→   todavía el agua desaparecida por las grietas del polvo endurecido. Los hombres tosen. Los hombres no se pueden bañar. Beben el agua poco a poco, muy poco a poco, y la vigilan. Las bestias van muriendo. Las polvaredas barren los trigales resecos. Y Domingo, ese año de sequía, leyó la Biblia, esperando siempre. Por la noche, al mirar el diáfano cielo estrellado, le tenía miedo a la Naturaleza, a la obra de Dios, y rezaba, rezaba como cuando tenía una buena cosecha. Unas veces por agradecimiento, otras, por temor. La sequía parecía no acabar nunca. Y al cabo, misteriosa, repentina, desapareció, tal y como había llegado. Llovió y las llanuras verdearon, Domingo siguió leyendo su Biblia, se marchó a la llanura, bajo de la lluvia, empapado de pies a cabeza, y sintiose pequeño, muy pequeño, humilde y agradecido.

VULCANO

Julián no quería irse a su casa. Repugnábale entrar nuevamente en aquél cuarto que olía a yodoformo, ahogarse de calor junto a su mujer que concebía, escuchar la tos de los niños. Sentíase con los pulmones abrasados. La noche tenía un cielo rojo, reflejo de los anuncios luminosos. Un cielo rojo, lleno de humo, que tapaba las estrellas y la luna. Hacía calor. El calor pegajoso, húmedo, de la gran ciudad. Julián marchose tambaleante hacia el río. No podía coordinar sus ideas. Atropellábanle el pensamiento, y Julián se quedaba en medio de la calle, apretándose las sienes con los puños encallecidos, gritando blasfemias y juramentos. Le tenía miedo a la huelga. Jonás tenía razón. Era un cobarde, un pobre cobarde. Pero se acordaba de la otra, de los motines, de la traición de sus líderes... Pensó en Jonás.

Jonás odiaba a la humanidad. Hablaba de la paz y de la guerra. Para lograr la paz tendrían que matar, destruir, acabar con lo hecho, con lo establecido. Harían un mundo feliz. Un mundo lleno de guarderías infantiles, de Convertidores Bessemer, de controles, de estadísticas... Eso decía. Jonás odiaba a la humanidad. O quizás, amábala mucho, demasiado. Porque Julián creía en el hombre, en sus obras, en su progreso, y no tenía fe alguna en Dios, o en algo que se le pareciese. Pero había algo dentro de Julián, algo profundo, soterraño, que le hacía dudar, casi inconscientemente. Julián, cuando estaba borracho, no creía en ese mundo feliz de Jonás. Se acordaba de los parques, de la fiesta nacional, y pensaba   —39→   en aquellos hombres que salían a respirar un poco de aire, como si el aire costase dinero.

Paseó bajo del puente. Su torre era un laberinto ojival de acero, extraño y negro. El cielo estaba rojo. Las calles, desiertas, oscuras, con ratas aplastadas en el pavimento. Del río subía una humedad tibia, dulce, y mohosa. Julián miró sus aguas llenas de aceite. En ellas se reflejaba el color rojo de la ciudad. El hombre recordó su mujer, pensó en un aborto, en su responsabilidad, y empezó a llorar. A sus cuitas uniose la de la huelga, y Julián lloraba aun más, apoyado en el barandal, mirando al río, en la noche sofocante.

CERES

En el crepúsculo violeta, Domingo, acompañado por su familia toda, fue a ver los melones. José entró el primero en el recinto de huerta. El padre le siguió. Su hijo iluminole con la lámpara y Domingo vio los melones, en silencio, con un nudo en la garganta.

-¡Parecen calabazas!, -exclamó Blasillo, acuclillándose, acariciando la piel rugosa de los grandes melones, que aparecían amarillos entre las hojas verdeantes.

-¡No los toques! Domingo se arrodilló frente a los melones. Dios, qué grandes son. Enormes. Parecen cerdos cebados. Me gano el premio. Me lo gano seguro. Es un hecho. Por poco se me mueren con la sequía. Antes me moría yo. Mis melones ¡Qué grandes, qué bonitos, qué ricos estarán! Sin querer evitarlo, los ojos de Domingo se humedecieron. Su familia se rió. El padre estaba llorando.

Después, en la soledad, cuando se retiró su familia, en la huerta, ante sus melones, iluminados por la lámpara de petróleo, Domingo empezó a rezar:

-¡Señor: siento mucho no poder hablar contigo con palabras mejores, más apropiadas, como dice el señor Cura. Pero yo soy un hombre ignorante que no ha salido nunca de su pueblo y no sabe mucho de libros y de esas cosas. El año pasado me diste un susto grande, pero ya parece que te portas mejor con nosotros. Voy a ser padre y abuelo. Te doy las gracias por estos melones, que se llevarán el premio, y ya verás qué susto le doy a Odilón, para que no vuelva a mirarme por encima del hombro. Te doy las gracias y te pido que no nos señales con tu dedo de fuego y nos eches otra como la del año pasado. Yo no hago mal a nadie. Y sólo quiero morirme en esa cama de roble que me gusta tanto, donde se han   —40→   muerto mi padre y mi abuelo, y el abuelo de mi abuelo. Pórtate bien con nosotros, y regalaremos muchos melones a tu criado, el señor Cura... ¡Amén!

VULCANO

Sintiose, repentinamente, poseído por una cólera inmensa. Subió por la escalera de metal y empezó a correr a lo largo del puente, sobre el río oscuro. Sus pasos resonaban en la madera, y en el acero. Pero Julián estaba borracho, lleno de ira, y corría anhelante, con la boca abierta y los labios temblorosos. No había llegado ni a la cuarta parte. El extremo opuesto del puente apenas se distinguía entre la niebla. El río permanecía oscuro y silencioso, abajo, muchísimos metros abajo.

Y Julián, en medio del puente desierto, lloró de indignación, y lanzó una blasfemia, súbitamente, levantando los brazos hacia el cielo.

Respondió el silencio. Un silencio lleno de misteriosos susurros. Julián se quedó desconcertado. Él no creía en Dios, y lo acababa de nombrar. ¿Por qué le había ocurrido eso? ¿Por qué? No lo supo y entonces, se tranquilizó, y empezó a caminar lentamente, de vuelta hacia su arrabal. Ya no estaba borracho. Metió las manos en los bolsillos y se marchó silbando tristemente.

El cielo enrojecía con la luz de los anuncios, se llenaba de humo, de millones de alientos humanos, los hombres morían, nacían, amaban, y buscaban un poco de aire, como si costara dinero el aire.



  —41→  

ArribaAbajoTres décimas a la lluvia

Por Tomás Segovia





Primera


La tarde está triste y llueve,
llueve con dulzura. ¿Dónde
la lluvia callada esconde
toda la luz que se bebe?
Ah, que esta lluvia se lleve  5
todo mi hondo desconsuelo,
igual que el polvo del suelo,
en sus aguas diluido.
Llueve, llueve, y es olvido
lo que nos llueve del cielo.  10

  —42→  


Segunda


Llueve gris. Hora extranjera,
insituable, llegada
desde otra edad. Se dijera;
que la tarde, extraviada
a su luz ha renunciado  5
Y el alma, en este nublado
de llanto o de lluvia fina
deja también abolida
su luz mejor y, vencida,
todo destino declina.  10




Tercera


(Estatuas bajo la lluvia)


En pie extemporáneamente,
aun la piedra así erigida43
nos ofrece su aterida
superficie persistente
que ya la palma caliente  5
no acaricia. Y así esclava
de la forma en que cifraba
su alto destino, lo yerra,
pues vuelve a querer ser tierra,
llovida tierra sin traba.  10



  —43→  

ArribaUn diablo olvidado de su oficio

Por Francisco de la maza


Es obligación estricta del demonio el vivir su vida maldecida para tentar al hombre. Son muchos sus disfraces y sus modos para llevar al pecado a la humanidad -tan dispuesta, por cierto, a caer en él- desde el miedo, cuando se finge monstruo, hasta el goce, cuando se viste de doncella o de doncel. Por esto la imaginación ha sido insaciable para representar al padre del Mal y la iconografía demoniaca es inmensa y variadísima.

Lo más sencillo es recurrir a la fealdad para recordar al pecado y es entonces el viejo peludo y sicalíptico -la experiencia- con patas de cabra, cuernos y cola el que espera a las almas irredentas en los antros avernales. Es también el ofidio que pisa la Mujer bíblica, serpiente que puede y sabe rodear y apretar al mundo entre sus anillos. Es el monstruo apocalíptico de siete cabezas que soñó San juan, con la prostituta cabalgando en su dorso que lleva la copa de las abominaciones. Es la pantera «presta molto», o el león de «rabiosa fame», o la loba magra «di tutte brame carca», que aparecen al Dante al principio de la selva. Es, en fin, cualquier forma de animal repulsivo, temible o mortífero, en el que la magia religiosa descarga sus sentimientos pecaminosos y contrarios a los que pide la divinidad.

Sin embargo, algunas veces su presentación en el escenario de este mundo es atractiva. Bien lo supieron los santos ermitaños del desierto cuando lucharon contra las hermosas cortesanas que les brindaban sus cuerpos, que no eran sino íncubos disfrazados y ¿qué fue, para Margarita, sino un demonio joven el Fausto mefistofelizado, que la llevó al deshonor y a la muerte? Puede ser un pájaro de espléndido plumaje que desvíe al caminante; un gato adulador o mal consejero; un caballo de carrera igual al viento, que triunfe en los torneos; una sirena, con el morboso misterio de su cuerpo   —44→   de pez y de doncella... pero bajo esta capa de hipocresía se esconde el Maligno, que se quitará la máscara cuando se esté preso en sus redes.

*  *  *

En México no hay figura especial para el diablo. Todas sus representaciones son europeas. Los ídolos que encontraron los españoles eran eso, los demonios por lo que fueron destruídos sin misericordia y el asombrado indígena supo que sus antiguos dioses eran El Mal, vencido por los nuevos dioses blancos. Se adoptó en México el diablo a la cristiana, y no se ocurrió resucitar a los nahuales, únicas formas posibles de adaptación, entre otras cosas por no entender a los diablos españoles. Ni tampoco a los ángeles. Ni a unos ni a otros poseyó el indio en su panteón.

Cierto es que para la imaginación popular hay formas curiosas y sutiles combinaciones que sólo al mexicano se le han ocurrido, pero son la excepción, como los diablos de Orozco en el mundo moderno. Y hasta hay el caso, insólito, en Huejotzingo, de que San Miguel pisotea a un hermoso efebo más joven que el propio arcángel ¿es que se quiso recordar que el diablo fue Luzbel -belleza de luz- antes de la caída?

*  *  *

Al contrario de los demonios, los ángeles son siempre bellos, dulces y buenos, porque es el Mal el que varía, no la Virtud. Son mancebos inalterables, salvo cuando San Miguel se enoja y desnuda la espada para gritar el Quis ut Deus. ¿Son siempre varones inútiles estos guardianes del hombre y mensajeros de Dios? Parece que sí, sólo recuerdo al Bronzino, ese magnífico y poco conocido pintor del siglo XVI, que escape a la tradición. En el coro de la iglesia de la Annunziata, en Florencia, en el cuadro de la Resurrección, pinta tres impresionantes desnudos; un Cristo de pelo de zanahoria en la plenitud de su madura belleza, un ángel -varón a la izquierda, adolescente, y un ángel- doncella, a la derecha, de redondos senos juveniles, que contemplan y acompañan la elevación del sepulcro. En Italia es arte; en otras partes sería desacato.

Ciento que los ángeles cambian de ropa y de edad. Los arcángeles, los de más alta jerarquía -Miguel, Gabriel, Rafael, Uriel, Jehudiel, Salatiel y Baraquiel, los únicos que tienen nombres propios   —45→   -son jóvenes vestidos como soldados romanos, luchadores eternos, cada uno con el símbolo diferencial de su oficio; los demás -ángeles, serafines, tronos, potestades, virtudes y dominaciones- son niños desnudos, inocentes y puros.

*  *  *

Como los diablos, en México los ángeles son europeos y si para el Viejo Mundo pareció bien representar la virtud en la niñez y en la adolescencia, en América se siguió la costumbre, sin que llegara a imaginarse que un joven indígena pudiera ser tan inocente como un sajón color de trigo o un latino apiñonado.

El proceso artístico de los ángeles en la plástica mexicana comienza con los hieráticos mancebos de las enjutas de las capillas posas de Calpan y de Huejotzingo. Ángeles turiferarios y candelarios de Calpan, que hacen oscilar, los primeros, sus enormes incensarios a los pies de la Virgen, y sostienen, los segundos, gruesos velones a sus lados. Ángeles pasionarios de Huejotzingo, que llevan volando todas las insignias de la pasión de Cristo. Después, en Tlalmanalco, muchachos coronados con diademas enseñan el escudo franciscano chorreando goterones de sangre de las abiertas llagas dolientes. Y todos visten a la flamenca, con ropajes ultratalares que flotan en vientos imaginarios, como los ángeles de la pintura, vestidos como príncipes medievales, con dobles túnicas de raso y mangones perdidos que escurren gruesas joyas poco propicias al vuelo. En el Barroco se aligeran de ropas pero se llenan de plumas y mantos multicolores, volando en escorzos increíbles para rodear la majestad de Dios, la gloria de la Virgen o el sacrificio de los santos.

*  *  *

Pero volvamos a San Miguel y al diablo-sirena. El antecedente en México de este tema llegó de Flandes. Martín de Vos vino con los jesuitas en su cuadro maravilloso de la Virgen Apocalíptica, de los apóstoles, del San Miguel aplastando al mundo y a la carne expresados en la sirena lúbrica que no tiene recato en enseñar su provocativa desnudez. Cuando el asunto se hizo por mexicanos, cambió el espíritu de las cosas, ejemplicado en forma auténtica en un cuadro del Museo del Museo de Guadalajara.

  —46→  

Conocida es la discreción que en materia de desnudos tuvo siempre la pintura española. En las colonias americanas, que todo lo exageraban de la metrópoli, esta pudicia fue extrema. La única Venus de España es la de Velázquez, tan recatada y respetable que no da lugar a los malos pensamientos. En México no existe un sólo desnudo femenino y cuando Juan Correa pinta una Eva, la cubre de pieles y, como dice Moreno Villa, «la pintura colonial mexicana estuvo siempre inspirada por los monjes; al principio fue monacal y luego popular: entiendo por popular, no lo de hoy, sino lo de siempre, esto es, lo ingenuo conjugado con lo pretencioso, lo falto de recursos escolares y rico en candorosas fantasías, lo que impresiona a una sensibilidad tierna que cifra la belleza en las florecitas, los detalles dorados y las caras almibaradas».

Y lo popular -añado- es casto. Tiene en su ingenuidad y en su infantilismo una especie de miedo a la realidad y se esconde en una delicada huida ante lo «eterno femenino». Las evas de los nacimientos populares, por ejemplo, casi carecen de senos y llevan unas hojas de parra que son verdaderos mantos. En el cuadro del Museo de Guadalajara San Miguel pisa a una sirena, pero el anónimo y estupendo pintor popular hizo que su sirena-demonio llevara sus brazos, en un pudoroso afán inconsciente, pero decidido, a tapar completamente sus senos para no despertar malicias en sus devotos espectadores. Pero... ¿acaso esta honesta sirena no es el propio diablo cuyo oficio es tentar y perder a los hombres? ¿Qué ha pasado aquí? El respeto ha superado al símbolo y ha desvanecido la realidad. El demonio se encoge ante el arcángel y se pone tan ingenuo, tan devoto y tan angélico como el mismo San Miguel que, en este caso, lo humilla injustamente.

El diablo, como la Muerte, han sido un juego en México. Y todo juego debe resolverse en ganar al contrario. Aquí el diablo ha hecho la más buena jugada posible: le ha ganado al ángel en virtud, su actitud está más cerca del Bien que la imponencia bélica y orgullosa del soldado que oprime con el pie a una pobre doncella que tiene miedo de su humana desnudez.