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-Yo le tengo miedo a la soledad, Eduardo -me dijo una vez Elvira-, haría cualquier cosa con tal de no estar sola. Por eso, cuando llegue a vieja, vaya a saber qué disparate voy a andar haciendo para conseguir compañía. Y te digo esto porque nunca me sentí tan sola como cuando tuvimos ese problema..., me sentí tan sola. Pero ¡tan sola! Yo sé que vos no tenés la culpa, es algo que le puede ocurrir a cualquier pareja, ¿verdad? De veras, nadie tuvo la culpa. Te quiero decir nomás que por primera vez en mi vida me sentí realmente sola... Vos venías y te ibas, conversábamos, hacíamos el amor..., pero después, cuando llegaba el momento de estar en mi pieza, obligada a permanecer allí toda la noche, sin poder dormir y pensando que vos no estabas conmigo...

-Es diferente, mi amor, es muy difícil para una mujer aceptar algo así, de imponerse a la vez la necesidad de no pensar. No me arrepiento de lo nuestro..., no es eso... No lo hubiera hecho si después me iba a arrepentir..., ¿no te parece? Mirá mi amor, para mí no hay nada más ridículo que decir ¡ay, cómo estoy arrepentida! Y es más tonto todavía si se trata de una relación amorosa, porque al final de cuentas, a mí nadie me obligó a enamorarme de vos..., apareciste en mi vida y ¡listo! No somos criaturas para estar llorando cuando nos damos cuenta que esto crea una situación que a veces se vuelve difícil al comprender que no conduce a nada, que me voy a encontrar sola de nuevo, en mi habitación, rodeada de las cosas que me regalaste para que te recuerde, como decís vos. Tienen mucho valor para mí... Me da rabia que no seas del todo mío, que tu entrega es parcial aunque vos creas que te estás dando entero.

-Gran parte de nuestro amor está hecho de despedidas rápidas después de los encuentros de algunas horas y creemos pertenecernos el uno al otro... ya sé que vos también me querés. Eso no cambia nada. Ni tenés motivos para ponerte celoso..., es la misma historia de siempre..., no sé cómo explicar que los otros hombres de mi vida desaparecieron sin dejar rastros, que vos ocupás toda mi existencia..., que comencé a sentirme mujer contigo porque contigo me siento bien, estoy cómoda, me gusta tu compañía, las cosas que me contás, tu forma de hacer el amor, hasta te aseguro que me gustás cuando te ponés celoso de las cosas que no conocés de mi vida y vos pensás que son importantes. Podés estar tranquilo, mi amor, no existieron nunca, yo soy tuya en cuerpo y alma. Estoy enamorada de vos. Te amo.

-De lo que tengo miedo, sí, es de quedarme sola. Sabés lo que pasa: yo sé que voy a quedarme sola y tendré que enfrentar esa tristeza que presiento ahora, cuando estoy contigo. No quiero perderte. Soy egoísta. No podés criticarme por eso. Toda mujer lo es y con razón ¿no te parece? Es posesiva y desea tener consigo al hombre que ama, al que supo despertar en ella ese sentimiento tan valioso y profundo, tan difícil de encontrar, que causa tantas alegrías y dolores... De amarte no me podés acusar, Eduardo, y es de lo único que soy culpable. Y que hayas llegado recién ahora a mi vida no es culpa tuya ni mía. Ni de nadie.

-Estuve leyendo unos versos de este Casola..., no sé..., me calaron hondo, como se dice. Escuchá:



Tantas cosas aprendí contigo...
y a cambio
tú sólo descubriste soledad,
no la ausencia,
pues a tu redor pululan
archipiélagos humanos

Te inicié en la soledad
densa y crasa de ti misma

Tantas cosas aprendí contigo...
esa alegría bulliciosa de vivir,
ese abismo de celos
encerrados en templos de ternura,
para despertar del sueño
en el desierto desolado de la ausencia.

yo, a cambio,
sólo te enseñé la soledad,
densa y crasa de ti misma.

-No sabemos lo que va a ocurrir mañana. Estamos sujetos a las trampas de la vida, pero no quiero pensar, porque entonces todo este castillo de naipes que construimos juntos puede derrumbarse. Opté por rechazar los ensueños cuando me siento demasiado comprometida con mis sentimientos. Prefiero sentirte como ahora, pero ahora es fácil porque estás conmigo y te puedo acariciar después de hacer el amor y seguro que vas a querer hacer de nuevo, porque estás en uno de esos días en que don Juan te envidiaría... No, Eduardo..., esperá un poco..., no pues, ¡caramba!

-En lo que no me quiero convertir es en una de esas viejas locas que se acuestan con cualquiera... porque tienen miedo a estar solas... No me preguntes más qué me gusta de vos... Me gustás vos ¿no es suficiente? Me siento bien a tu lado..., bueno, sí entonces..., me hacés sentir bien... pero no aproveches cada vez que te digo eso... Bueno, pegate a mí pero sin hacer nada o si no voy a levantarme porque contigo no se puede hablar en serio...

-Vos tenés otros intereses, te preocupan muchas cosas propias de hombres. Distraés tu amor a mí en otros muchos amores..., no, no te culpo de nada. Yo sabía perfectamente lo que estaba haciendo cuando te acepté, cuando decidí entregarme a vos. No te voy a decir que estaba loca por vos. Llegaste en un momento oportuno y me decidí a acompañarte..., quise sentir amor. Quise enamorarme... Vos te ponés violento cuando te hablo así, pero es la verdad. Nunca antes me había enamorado de nadie. Así, nunca, amor... No en la forma en que estoy ahora enamorada, ni con estos sentimientos que son nuevos para mí, lo quieras creer o no... Recién contigo comprendí lo que es ser mujer, una mujer completa que ama y sufre, que siente por primera vez en su vida esa sensación inquietante de abandono cuando está con un hombre... Te digo que me dejes hablar... No empieces ya otra vez a besuquearme porque entonces no te voy a poder seguir diciendo lo que siento... ¿Acaso no es eso lo que me preguntás siempre? A veces se te da por querer saber a toda costa lo que pienso y ahora que te estoy describiendo mis sentimientos no me dejás terminar y te ponés así..., Eduardo. Te amo tanto, mi amor, soy tan tuya y vos no podés darte cuenta que hasta me duele... No sé manifestarme en otra forma..., tenés que sentir como yo te siento a vos...

-No te vengas a mandar la parte. ¡Qué vas a ser irresistible con las mujeres!..., no... ¡caramba! Lo que pasa es que te quiero. Ya sé que vos también me querés. Claro que te quiero, mi amor y valoro cada uno de estos minutos que pasamos juntos, cada caricia tuya, tus palabras... Me encanta escucharte hablar de ideales y sueños... A quién le interesa si son disparatados o no. Forman parte de nosotros dos, de nuestra vida, de estos momentos que compartimos y que nadie nos podrá quitar..., son nuestros y recurriremos a ellos cuando ya no quede nada. Tuvimos momentos felices... y con ellos me cubro cuando tengo frío o me siento triste. No recuerdo las cosas malas... ¿Para qué perder el tiempo en eso? Estoy contigo y bueno, eso es suficiente, no me vayas a estar picaneando todo el tiempo porque no me gusta... no dije eso, grosero... picaneando, dije y además no te vayas a querer mandar la parte conmigo que te conozco bien... Ya otra vez. A ver si te quedás quieto. Vos sos el que quería que hable y después no me dejás tranquila.

-Así no puedo hilvanar mis pensamientos, Eduardo. ¡Ah... qué bien! Así que ya no querés escucharme más, ¿eh?..., pero no era ése el trato. Eduardo, te digo que no, caramba... No se puede estar contigo como persona civilizada..., no, te digo, Eduardo... ¡a la pucha!

Recuerdo bien el viejo caserón.

Ejercía, sobre la imaginación de los que entonces éramos los niños del barrio, esa fascinación oscura que a veces se aposenta las mansiones añosas y abandonadas. Supongo que fue eso lo que ocurrió con el repetirse de los diarios paseos al ir y volver de la escuela, una desenfrenada fantasía y cierta tendencia a querer magnificar las cosas, propia de la edad.

Pero vamos por partes.

Disfrutaba al pasar frente a la casa.

Me atraía ese encanto lúgubre de su fachada descascarada, las verjas de los ventanales altos totalmente cubiertos por la herrumbre que al tocar se pega a las palmas de las manos convertido en mugre amarillenta.

Tenía algo.

Tal vez las conversaciones sostenidas a media voz por los adultos, como suelen hablar cuando no quieren que las criaturas que andan rondando se enteren del sentido de lo que están diciendo (aunque no consideren al tema tan escabroso que haga necesario alejarlas de sus merodeos habituales), contenían la clave del misterio. Los comentarios captados al azar eran suficientes para elaborar un esquema truculento que identificada a la casa, la cual, en ese entonces, parecía mirarnos con un rigor no desprovisto de desprecio hacia nuestra pequeñez, pues estábamos en esa etapa en que todo es demasiado grande e imponente en el mundo de los mayores, comparado a nuestra propia insignificancia.

Los niños del barrio sabíamos que tras las paredes desconchadas y la puerta cancel desportillada de la vieja casona, habían ocurrido hechos espantosos. Además, como permanecía cerrada y nadie vivía en ella, a no ser las arañas, que cubrían el techo de tacuaras con su tela y sus huevos redondos, blancuzcos y repulsivos y las hormigas, que en numerosas e interminables caravanas entraban y salían bajo las rendijas de las ventanas, ascendiendo verticalmente por sus antepechos, a lo largo de un camino único y caprichoso (con un criterio seguramente muy razonable para ellas), pues evitaban cruzar el pequeño orificio abierto justo a un costado de la puerta, optando por el otro sendero, más intrincado y difícil, al menos desde nuestro punto de vista.

Todos sabíamos que la historia encerrada en las paredes de esa vieja casa era horrorosa y llena de sombras. Inexpresables en voz alta.

Por mucho tiempo, desde que me fijé en la casa, las hormigas eran los únicos huéspedes aceptados, pues resultaba imposible curiosear dentro, ya que la parte de atrás del patio estaba protegida por una muralla muy alta, coronada de pedazos de vidrio de botellas rotas y aseguradas con la argamasa que se había vuelto dura y quebradiza, aunque seguía cumpliendo su cometido de mantener en su sitio esa defensa contra ladrones o niños curiosos, pues ni siquiera se podía apoyar las manos sobre los bordes filosos en que culminaba el murallón, y más de uno de nosotros se había cortado profundamente las manos tratando de alcanzar los mangos que en diciembre salpicaban de apetitoso amarillo la frondosa presencia de una de las plantas -eran dos, pero el otro árbol ya no daba frutas. Al parecer estaba seco y las escasas hojas que colgaban de sus ramas eran raquíticas y manchadas.

En la oscuridad de la noche, su presencia infundía el inquietante cosquilleo que a veces le recorre a uno cuando sin poder precisar el motivo de esas ansias de huir, le harían hasta gritar si se dejara envolver por el impulso original y no apelara a tiempo al razonamiento o, en todo caso, a encender la luz de alguna habitación con lo que la realidad palpable, aparta el horroroso vacío de la oscuridad.

Los más curiosos éramos tres. Intercambiábamos comentarios acerca de la presencia silenciosa de la vieja mansión y los secretos guardados en ella, provenientes de otras épocas que nos eran ajenas, creados por la vida de personas desconocidas y extrañas que la habían habitado, que habían ocupado las habitaciones ahora vacías y desnudas de la casa, que se habían movido dentro de esos espacios que ahora permanecían mudos y sombríos.

No obstante, como sucede casi siempre con las naturalezas en apariencia rígidas e inquebrantables, fue suficiente la combinación de dos circunstancias fortuitas para abrir una brecha en el supuesto sello inviolable de su reserva.

Bastó una brusca tormenta de verano, que fue armando sus furias desde el mediodía, cuando salíamos para la escuela y que alcanzó el máximo de su poderío mientas estábamos en la clase de Lenguaje. Fue algún rayo desaprensivo el que cayó sobre el agonizante mango semiseco del patio, causando su muerte y su derrumbe final, arrastrando consigo la sólida muralla de ladrillos que cayó sobre la vereda, esparciendo una confusión de argamasa, hojas, ramas, ladrillos y vidrio. Cerca de las cinco de la tarde, cuando volvíamos a nuestras casas eludiendo los charcos de agua y el barrial que se habían formado en varios lugares de la calle, nos encontramos con que el camino estaba expedito para satisfacer nuestra curiosidad.

Los tres camaradas que habitualmente cumplíamos el ritual de sentarnos frente a la vieja asa, distinguimos el derrumbe desde dos cuadras antes, pero no quisimos dar crédito a lo que presumimos hasta que nuestros ojos confirmaron la certidumbre del hecho al detenernos frente a la muralla caída, lo que nos permitía atisbar por el gran hueco, algo obstruido a causa de las ramas del mango, cuya estéril copa yacía inerme sobre la vereda mientas un hilo de agua sucia se escurría entre los escombros hasta alcanzar el empedrado, donde se formaba otro charco marrón similar a los que veníamos sorteando desde la escuela.

Intercambiamos una mirada de entendimiento y luego estiramos el cuello para ver algo más del patio que, aun con su intimidad violada, conservaba cierto aire de nobleza, recubierto del espeso matorral que desde mucho tiempo atrás se había apoderado del jardín abandonado.

En un extremo del patio había una colgando hasta el suelo en estado casi salvaje, en medio de cuyo desordenado verdor resplandecían algunas flores, todavía salpicadas de lluvia.

Apresuramos el paso sin decir palabra.

Cuando llegué a casa y entré en el zaguán, antes de abrir la puerta cancel que da al vestíbulo, percibí el conocido susurro del calentador Primus que mamá usa para calentar el agua de la merienda y el tableteo de la máquina de escribir de papá me llegó desde su escritorio.

Los saludé. Mamá me puso el café con leche, esparcí algo de mantequilla sobre las rebanadas de pan que aguardaban en al panera y después de merendar, le dije a mamá que irá a jugar un rato en la calle.

Cuando llegué a la muralla derrumbada, mis compañeros Pepe y Carlitos ya me esperaban en la vereda de enfrente. Serían alrededor de las seis de la tarde y como siempre ocurre después de un aguacero, el sol al salir de entre las nubes, desgarrado y herido, arrojaba como al descuido, sobre las fachadas de las casas y el pavimento, un color entre bermejo y naranja, como si algún artista maniático hubiera tomado por su cuenta la ciudad, embadurnándola al azar de esa sangre espesa que ahora, al atardecer, la cubría por completo.

Después de intercambiar algunas opiniones, para darnos ánimos, más que otro motivo, decidimos cruzar la calle y entrar al patio, que a nuestros ojos, adquiría un aspecto irreal. Carlitos, por ser el mayor de los tres rompió la marcha, seguido por mí y por Pepe, que iba rezagado y me parece con miedo.

Escalamos la desordenada cuesta de cascotes de la muralla caída, que gruñó agónica e impotente. Llegamos por fin al patio encantado que nos recibió con su olor a humedad y vejez casi tangibles.

Observé a Carlitos que miraba con recelo hacia atrás, como calculando la huida y luego miré a Pepe que estaba distraído jugando con las ramas largas del yuyal que lo cubría todo.

Ninguno de los tres sentía deseos de hablar, como si resultara impropio hacerlo dentro de ese arcano de silencio que tan de improviso nos ofrecía sus secretos celosamente guardados por años.

El patio estaba dividido en dos sectores bien definidos. Hacia nuestra derecha, con yuyos y arbustos de las más diversas especies que se mezclaban con el gran cuerpo de la enredadera, cuyo peso la había desprendido de la solera de alambres y tirantes que una vez formaron una especie de dosel de flores cuando la santarrita se encendía después de alguna lluvia, como la de esa tarde, en que a pesar a su ruina y su penosa situación, las flores resplandecían en diamantes multicolores, donde el sol agonizante les daba con sus rayos sobre las gotas de agua que aún persistían en ellas.

La santarrita se había convertido en un matorral rastrero y desordenado bajo el cual vimos una vieja silla de madera desvencijada, que más parecía parte de la vegetación antes que un mueble cuya función fue servir de asiento. Estaba negra y enmohecida y de su respaldo brotaban gruesas ramas de la enredadera, que se había apoderado de ella inyectándole, tal vez, su propia savia.

Hacia el lado de la construcción, las plantas presentaban un esquema menos intrincado. Si uno se despreocupaba de las espinillas del yukyry, podía alcanzar la mole blancuzca, cuyas aberturas de ventanas, puertas y persianas, parecían escapadas de alguna película de terror y eran capaces en su conjunto de ahuyentar a cualquiera, dado el aspecto hostil de su estructura descoyuntada.

Los goznes, forzados al máximo a causa del peso de las hojas que sostenían, semejaban grotescos dedos queriendo sujetar lo que sin remedio, se venía abajo.

Llegamos hasta bajo el alero, cuyo cielorraso de tacuaras lucía cubierto de telaraña donde se veían los cascarones fósiles de cucarachas y moscas.

Nos detuvimos presa de la incertidumbre que causa el miedo, sin atrevernos a cruzar el umbral de las puertas desvencijadas, podridas y entreabiertas y que parecían invitarnos a penetrar su interior. Nos miraban con esa malevolencia ladina que suelen tener los ojos de los viejos cuando nos escrutan a través de sus pupilas duras por las cataratas, incitándonos, con una sonrisa torcida, a hacer algo que deseamos hace tiempo.

Ninguno de los tres quiso ser el primero en desistir de la aventura, y sin atrevernos a descorrer el todo el velo que cubría el santuario, nos quedamos allí parados, sin hablar, observando ya el patio, ya las paredes, ya el techo o los ventanales deformes, para terminar volviendo la vista hacia la puerta y la rendija que se nos ofrecía burlona, señalando el acceso a la esencia misma del misterio.

La luz del día caía pastosa sobre el corredor creando grandes sombras que aumentaban la sensación de encontrarnos frente a algo indeciso e irreal.

Es una sensación voluptuosa, el miedo.

Carlitos y Pepe, riendo nerviosos, dieron unos argumentos confusos que les obligaba a volver sobre sus pasos. Me preguntaron como al descuido si me quería quedar todavía, dieron media vuelta y cruzaron de nuevo el patio hacia la calle. Los vi salir trepando sobre los escombros de la muralla y quedé solo.

Entonces pude fijarme con detenimiento en la puerta desportillada que con irresistible imán me urgía a descorrer sus secretos. Tomé aliento, empujé algo más el pesado cuerpo de madera que crujió al abrirse y penetré a un vasto recinto penumbroso que al mirar de cerca, ofrecía el mismo aspecto desolado y sucio del corredor. Una hilera de hormigas se desplazaba recorriendo su camino habitual que las traía de la calle hacia el interior y las conducía de nuevo a la calle.

Volví a salir al patio.

Pensé que serían los últimos reflejos del sol, los que minutos antes habían coloreado todo el conjunto del patio y la construcción, pero enseguida me percaté de mi error. La luminosidad provenía del propio cuarto. Era una luz fija, como si dentro de él se hubiera encendido alguna lámpara roja y esquiva. Me acerqué, pese a que el corazón me latía con fuerzas. Al llegar al cuarto, observé el interior de la pequeña habitación. Estaba una niña morena, de unos doce años, vestida sólo con su bombacha de lienzo, un poco grande para su cuerpo esmirriado. Del torso desnudo sobresalían muy negros, a causa de la luz, los pequeños pezones de sus senos incipientes. Estaba absorta y ajena a cualquier cosa que no fuera el ir y venir de la aguja con la que cosía un vestido floreado, algo desteñido, que acomodaba sobre sus muslos flacos.

Se abrió la puerta del patio y la niña levantó los ojos que encontraron el rostro de don Fermín con la mirada fija en ella.

Avergonzada, puso sobre su pecho el vestido, tratando de cubrir su desnudez.

-¿Qué pa é, señor? -preguntó, aunque sentía miedo del aspecto extraño que presentaba el hombre que la observaba sin sonreír- ¿me llama pico la señora o qué?

-Vine a mirarte nomás -respondió don Fermín con voz aflautada característica. Cerró la puerta tras de sí y se acercó-. No vayas a gritar, Malena. ¿Oíste?

-Qué lo que queré, el señor..., yo ya está por dormir lueo..., pero iba coser mi vetido ante...

-¿Y para qué te tapás, entonces? -dijo el hombre y se sentó en el catre, al lado de la muchacha. Le recorrió la espalda desnuda con una mano temblorosa y húmeda.

Malena se apartó y quiso levantarse pero don Fermín la detuvo, apoyando sobre sus hombros un brazo y atrayéndola hacia sí.

-No vayas a tener miedo -dijo acercándose más y tratando de subir la mano libre entre los muslos de la chica, que los apretó con fuerza y bajó sus manos para impedir el avance de la del hombre-, no vayas a tener miedo..., si te voy a acariciar nomás. Hace rato luego que quería venir junto a vos..., pero como la señora no sale luego, no podía. Pero hoy se fue al rezo y va a tardar..., por eso vine para verte. Dejame na..., no me vayas a atajar.

-No na..., no na... ¡Qué lo que queré hacer!... -exclamó Malena. Con un esfuerzo se levantó.

El hombre se puso de pie y la tomó con energía, apretando contra el suyo el cuerpo delgado de la muchacha y aproximó el rostro al de ella con intención de besarla.

Ambos estaban sudorosos. La niña se debatía por escapar de esa boca que se le pegó a los labios y luego recorrió su cuello. Repentinamente, don Fermín la empujó sobre el catre. Se echó sobre la muchacha bufando mientras procuraba con una mano desprenderse el pantalón mientras con la otra presionaba el pequeño cuerpo de la infeliz. La despojó de su bombacha. Quedó desnuda, desesperada, apretando una con otra las rodillas, tratando de cubrirse el sexo con las manos, pero el hombre, más fuerte, logró separar las piernas de la niña y la penetró con violencia.

Ella lanzó un agudo grito de dolor. El hombre le cubrió la boca mientras aceleraba el ritmo de la cópula, sintiendo el cuerpo de la criatura agitarse a cada empellón, hasta que dejó de moverse y los delgados brazos se desplazaron a los costados del cuerpo.

Don Fermín se movía, sudando, sin dejar de cubrir con una mano el rostro de Malena, arremetía con fuerza repitiendo ahora te gusta, jhe..., ahora te gusta y te quedas quietita, ¡jhe!... Siguió repitiendo lo mismo hasta que abrió la boca gimiendo en el momento de alcanzar su placer.

Levantó la mano que cubría el rostro de la niña que lo miraba con ojos desorbitados, vidriosos e implacables.

El hombre se levantó de un salto, la sacudió, pero la mirada seguía allí.

Fermín la observó sin saber que hacer. El rojo resplandor del cuarto había desaparecido y en su reemplazo, una bombilla que colgaba del techo, arrojaba sobre el cuadro grotesco la escasa luminosidad de su poder, enfrentando a Fermín a la realidad de ese cuerpo de piel oscura, de pequeños senos, de brazos laxos, de piernas abiertas que muestran con obscenidad el sexo herido, el vello incipiente salpicado de gotas de semen y sobre la sábana gastada, una breve línea de sangre que se va coagulando.

Cuando entró doña Marciana y se llevó la mano a la boca, el hombre estaba recostado contra la pared, observando la escena, inmóvil y alucinado.

-No se quería quedar y ya iba gritar -dijo el hombre sin mirar a su esposa-, por eso nomás que le tapé la boca. No te va a pasar nada te digo, le dije -después calló y cerró los ojos. Doña marciana trató de levantarlo pero no pudo hacerlo. Parecía que el hombre se hubiera petrificado y su piel convertido en una bolsa conteniendo huesos.

Tras varios minutos la mujer comprendió que debía pedir ayuda, que todos se enterarían y le empezó a bullir en ella una furia sorda que descargó contra su marido dándole varias bofetadas que acabaron en un jadeo agónico cuando los brazos exhaustos de la mujer quedaron colgados a ambos lados de su cuerpo mientras sobre sus mejillas se deslizaban gruesas gotas de sudor.

Ya nadie venía. Hasta el ronroneo de la máquina de coser fue adquiriendo un acento lúgubre que acabó por callarse del todo.

Sólo la estructura de la casa, vista desde afuera, ofrecía el aspecto señorial de su fisonomía, extraña al cáncer que la iba royendo y socavando para convertirla en el santuario del misterio y del espanto que fue para nosotros en nuestros días infantiles.

La noche cayó sin darme cuenta sobre ese mundo monstruoso y difunto del pasado que me cobijaba entre sus sombras aunque haciéndome sentir, como una punzada constante, el rechazo de toda la casa hacia mí, el intruso.

-...y sobre todo, tener que soportar la humillación de esta enfermedad indecisa, que no acaba de una vez y para siempre con mis sufrimientos -dice don Eduardo, que está en uno de los extremos de la mesa-. Ustedes no pueden comprender porque son jóvenes y creen en la vida...

-A la pucha, tío -exclama Lelia sin dejar de hamacar al niño medio dormido en sus brazos- ¡qué pesimista que andás!..., a lo mejor vas a vivir muchos años todavía y a vos te parece que ya estás finado.

-Y la esperanza es lo último que se pierde -terció Arnaldo-, aunque sea un lugar común, ¿verdad? Mientras hay vida, hay esperanza.

-Humm -gruñó Eduardo sin dirigirse a ninguno de ellos en particular-, mi esperanza es morir pronto, sin sufrir demasiado. Tengo miedo a la muerte, ahora que me siento bien, pero mi segundo horror y tal vez el más poderoso, es el miedo a seguir viviendo... Vivir a pesar mío... Es una sensación que descubrí hace poco y me asusta..., me asusta porque nadie se da cuenta de él, porque vivimos aferrados a la convicción de que existe un solo espanto, un solo miedo y, sin embargo, ahí está el segundo horror: el seguir viviendo -hizo una pausa-. Yo con mi organismo demente que arde en mis entrañas, la abuela con su soledad sin concesiones y ustedes mismos..., insensibles dentro de la uniformidad de sus días... Ella va a seguir su perorata sin que a nadie le importe lo que diga..., se mojará cuando llueva..., la empapará el sudor en el verano..., hará sus necesidades, comerá..., a lo mejor un día ustedes se van y la dejan olvidada ¿por qué no? ¿por qué habrían de sentir remordimientos? ¿quién es ella...? -queda un momento pensativo-. Es igual. Va a seguir en su silla, parloteando sin tregua, con los ojos vueltos para dentro. No le servimos para nada. Ella reúne más fuerzas, más vida y sabe más cosas que nosotros... Ella ya entró en el mundo de la desmemoria..., el único universo real. Donde no hay nada.

-¡Pobre abuela! -dijo Lelia- ella que era tan alegre y mirá un poco como está ahora...

-No sé por qué tenemos que compadecerla. Les digo que se encuentra mejor que nosotros sin darse cuenta de nada, como si no viviera más. Es una planta... ¡qué sé yo lo que es! A lo mejor muy pronto voy a estar más cerca de ella -movió la cabeza asintiendo a sus propias palabras, como suelen hacer los ancianos cuando habla para sí más que para los demás-. Yo tampoco comprendía bien, al principio, esa dimensión extraña donde cayó Irene..., desconocía la clave..., la desconozco todavía.

-No sé qué podría hacer por vos, tío, o por la abuela -Lelia se levantó con cuidado para no despertar a Rolito que dormía en sus brazos. Tuvo una sonrisa involuntaria al observar a su hijo.

Se dirigió al dormitorio que estaba iluminado por el reflejo de la luz procedente del comedor donde su marido y el tío Eduardo permanecían silenciosos, absortos en sus propios pensamientos.

Eduardo sintió que las cosas se diluían a su alrededor.

Es extraño -pensó- cómo a veces me siento libre, pero lo que se dice libre...

Se deja arrastar en una burbuja que lo va mostrando como niño, como esencia. Observa los caminos, los bosques, los techos de las casas, las aguas azules, las aguas opacas y pestilentes, las hormigas que se desplazan en rápidos vehículos. Las hormigas locas, asesinas, destruyendo cuanto encuentran a su paso.

De golpe se ve arrebatado por el vértigo del descenso y siente el complejo mecanismo de la caída. Las hojas de los árboles vuelven a adquirir tonalidades verdes, el foco de la habitación brilla rodeada de bichos, la cigarra canta monótona en el fondo del patio y están presente la mesa, las sillas, las paredes.

-Parece que va a llover -dice Eduardo sin dirigirse a nadie.

Arnaldo lo mira sobresaltado. Pestañea. Observa a su alrededor como si hubiera aparecido allí de manera brusca y se encontrase entre cosas y personas desconocidas.

-Él también estaba lejos -piensa Eduardo.

-Sí..., puede ser... -respondió Arnaldo.

-Hace una semana que no para este viento norte.

Don Eduardo apoyó las manos sobre la mesa. Se levantó con cierto esfuerzo y se dirigió al baño.

-Orino mucho por ahora -pensó.

-Sabés Lelia, en la oficina se está organizando un asado para el domingo, así que preparate. Hay arroyo y todo.

-¿Dónde va a ser?

-En un balneario sobre el arroyo no sé cuantos. No es muy lejos. Un poco más allá de Caacupé.

-Ha de ser en el Yhaguy entonces... voy a ver cómo está mi traje de baño.

-Hoy me siento bien -dice Eduardo después de volver del baño-. ¿Por qué no salimos a sentarnos afuera con Irene?

-Vamos -aprueba Lelia-, espero que no haya mosquitos.

-¡Qué hermosa luna! -exclama Arnaldo.

-No digas eso, que trae mala suerte -le recrimina Lelia.

Un haz color ceniza atraviesa la enredadera e ilumina el césped descuidado que dormita su ensueño vegetal.

Algunas luciérnagas giran en espirales breves.

-Casi..., casi -dice Lelia- podría asegurar que mañana va a llover.

-Sí... -asiente Eduardo-. Hizo un calor pesado esta semana...

-...y yo la dije que se vaya -salta de golpe la voz de la abuela en tono de falsete-. Claro que ella se hizo la mala conmigo y quiso pegarme, pero yo le dije que se vaya, pero date nomás cuenta cómo ésta se me viene a hacer ahora. No respeta nada..., es una loca, sí, así como te cuento... y tuvo que irse, yo no le voy a estar aguantando todo lo que se le ocurra.

Eduardo acaricia distraído la cabeza de la abuela. Arnaldo enciende un cigarrillo. Lelia se hamaca. El patio es blanco y luminoso. Transparente. Rolo duerme. El viento norte, con aspereza tierna, los acaricia a todos.

-Yo le llamé a papá, papapapapá y cuando vino, él también le dijo que se vaya y se fue..., ¡je, je, je, je...! otro día no se va a acercar para hacerse la mala conmigo porque sabe que voy a decirle a papá que le eche de la casa. Pero date cuenta lo caradura que tiene que ser..., pero cuando se fue, yo me reí de ella y me puse contenta y canté:


niños vienen
niños van
rápido sus pasos dan

papá..., papá... ¿dónde estás papá? No me quiero quedar solita porque tengo miedo y voy a llorar..., papá... papá...


cantando van
en hileras
con sus caras placenteras
trala la, tralala, tralalalalalalala

Afuera corría la tarde con esa indolencia habitual de los miércoles. ¿Qué puede suceder un miércoles de principio de mes?, se preguntaba Eduardo sentado en la gran sala que le servía también de escritorio cuando llevaba a casa algún trabajo que no pudo completar en el negocio, aquellos documentos que por su naturaleza, requerían mayor atención.

Fue a causa de estos papeles que no salió por la tarde, y como tenía tiempo, después de almorzar hizo una siesta más prolongada.

Despertó empapado en sudor. Irene seguía durmiendo a su lado.

Los papeles, amontonados sobre la mesa escritorio, se hacían molestos por lo pegajosos. Eran los primeros días de calor del año y el verano se perfila tremendo, pensó Eduardo.

Un poco más tarde escuchó, viniendo de la cocina, el ruido característico de las cacerolas, de la lechereras y el zumbido amortiguado del nuevo calentador Primus puesto a funcionar.

Los sonidos de la casa y sus urgencias. Todo convertido en el susurro sosegado que llegan hasta él. Los sonidos de la casa.

Se aquietaron las aguas turbulentas de la pasión hacia Elvira y aunque lo seguían visitando las mariposas ciegas del recuerdo, se diluían con mayor facilidad en el paisaje sosegado de la casa y la familia.

-Siempre fui una mujer decente -exclamó Irene mirando con dureza a Eduardo que no pudo resistir los penetrantes dardos arrojas dos por los ojos de la mujer-. Vos sos el que nunca pudo entender eso..., y aunque nunca dejaste de venir a dormir a casa, como un derecho indiscutible, ¡no soy la idiota que vos creés como para no darme cuenta cuando un hombre viene de la cama de otra mujer!

-Estás imaginando disparates, Irene -se defendió Eduardo sin levantar los ojos, fijos en sus manos, donde los dedos jugaban unos con otros-. No creo que actúes con equidad al decir lo que estás diciendo. Nunca, en la medida de mis posibilidades, hice faltar nada en la casa. Ni para vos, ni para Anita.

-Y vos creés que tu deber está cumplido, ¿verdad? Porque hay otra mujer, Eduardo, y a mí vos ya no me querés más... No sé por qué no te vas, si aquí todo te da rabia, todo te molesta... Lo que pasa es que no me podés ni ver más... ¡Eso es lo que pasa!

Eduardo levantó la mirada hacia Irene. ¿Cómo explicar lo que él mismo no comprendía? ¿Cómo decirle a la mujer que lo amaba y a quien continuaba amando que no era falta de cariño lo que le hacía actuar a veces con esa violencia fuera de control? Él estaba consciente del enfrentamiento, de esa cruel batalla que se desarrollaba en su alma, reiterativa en su crueldad, vigente sin explicaciones, escondida en el desapacible campo de batalla de su ser.

Y al encontrarse falto de argumentos capaces de expresar sus emociones -para él también oscuras e incomprensibles- se apoderaba de Eduardo una extraña mezcla de humillación y de ira ante motivaciones nimias, haciéndole explotar en un vendaval de improperios que le resultaba imposible controlar.

¿Cómo explicar todo esto a Irene? ¿Y Anita? Cómo decir: las quiero, no puedo separarme de ustedes. Sé que soy un gran egoísta, pero las necesito. No puedo comprender cuál es el sentido del amor, de ese accidente que se adueñó de mí. La pasión, la dolorosa pasión del amor. No puedo.

El cauce normal, pensó Eduardo abstrayéndose de las cifras que se movían delante suyo. La vida tranquila y despreocupada de un hombre subordinado a la repetición de los quehaceres diarios, ese pequeño mundo donde miles desarrollan su vida, sus pequeñas alegrías, sus pequeñas penas, realizan sus faenas, aman, se ven abrumados por las presiones del trabajo, la incertidumbre de los hijos, cosas pueriles que hacen el cada día de cada uno...

Mi relación con Irene ha mejorado. Ahora ya no nos peleamos tanto, es como si hubiésemos corrido un velo, una densa cortina que cubre. Lo que llamamos ayer.

¿Tengo algún atenuante?

Sí. Amé a Elvira y en nombre del amor se pueden perdonar todas las locuras humanas, pero tiene su precio.

¡Hace tanto tiempo!

Ahora, cuando camino por las calles y veo las paredes pintarrajeadas con manifiestos vueltos a cubrir con cal, de cualquier manera, pienso lo lejano de la revuelta de Ilaudino Gavilán, su triunfo indiscutible, como un Ángel de Luz separando con su espada flamígera a los oráculos y culícidos del Reino del Horror aunque luego de tan maravilloso triunfo haya caído en manos del Areópago de los políticos de levita y bastón y de los menos distinguidos pero igualmente peligrosos intrigantes y adulones...

No habrá sido ése el final soñado por Gavilán.

Y por último, las cosas están casi iguales que al principio. Se vuelve a sentir la calma tensa que precede a la tempestad. Y aunque todavía no se apelotonan las nubes en un horizonte negro y amedrentador, vuelve a vislumbrarse el destello de algún relámpago desapercibido y al que nadie da importancia, con su brillo fugaz en el hermoso atardecer, entre resplandecientes matices del oeste que con el ocaso de otro día, promete una aurora brillante en resplandores de luz.

Es tan esquiva la felicidad... Haciendo un balance de dolores y alegrías ¿podría afirmar que fui feliz..., o infeliz? ¿Qué es la felicidad y qué la desdicha? ¿Acaso no van ambas a desembocar en la misma laguna de desesperanza, dejando sólo las cicatrices que no son sino marcas de lo que fueron en su oportunidad esas mismas alegrías o esas viejas tristezas?

Todo acaba en lágrimas. La alegría, el placer, hasta las locuras que uno comete en arranques de una euforia sin sentido...

-Eduardo -dijo Irene desde la cocina-, ya está lista la merienda, si querés venir.

Eran las cinco pasadas.

Eduardo se levantó de la silla, acomodó los papeles que seguían a continuación y se dirigió hacia su mujer.

Irene ya estaba sentada a la mesa y le sonrió.

-Es un chocolate especial para vos, por quedarte esta tarde en casa -le dijo-, inclusive hay medias lunas. Dejale aunque sean dos a Anita.

-Por lo visto vale la pena quedarse en casa de tarde en tarde -bromeó Eduardo sirviéndose de la lecherera-, no se vive del todo mal en esta casa -agregó.

Estuvieron conversando de temas baladíes. Después se levantó dirigiéndose de nuevo a la gran sala mientras Irene comenzaba a lavar los pocillos usados.

Fue entonces cuando escuchó la frenada brusca cortar el aire con un chirrido al que acompañó el ruido opaco que produce un cuerpo al caer sobre el capó de un automóvil y algo parecido a un grito trunco quedó flotando en el ambiente.

Eduardo escuchó cómo los enseres de vidrio de la merienda reciente escaparon de las manos de Irene, destrozándose contra las baldosas.

Se levantó temblando y vio a la vecina correr hacia la esquina, donde ya se iba arremolinando la gente alrededor del accidente.

La adolescencia de Ilaudino y su hermano Ernesto se presentaron y manifestaron de modos muy diferentes, aunque con una simultaneidad notable que destacaba aún más la disparidad de sus expresiones.

La dominante para Ilaudino fue determinada por el arribo al pueblo de un hombre anciano y solitario que llegó una tarde conduciendo una de esas carretas que llaman cachapé, que iba tirada por una mula aplastada por un cansancio enorme y cuyo aspecto era superado sólo por el aspecto lastimoso de león vencido del amo, que se instaló en silencio en un extremo del enorme pantano formado por el arroyo Yacaré Ñe-e, ubicado al sur de San Pedro del Ycuamandiju, donde vivían los Gavilán.

Si no hubiese sido por la natural curiosidad que devora a los habitantes de los pueblos pequeños y apacibles, hasta hubiera sido posible que Ilaudino nunca se enterase de la existencia del ermitaño.

En esos días llegaban al pueblo enviados de bandos enfrentados del gobierno de Asunción y se apoderaban de la autoridad del lugar, muchas veces en forma extemporánea y con mandatos caducos, dado que los vaivenes de la política de la capital se conocían con meses de atraso.

Cuando lo fueron a visitar a Rumboso Aguilar, éste les dijo:

-Lo único que quiero en esta vida es que me dejen en paz -con una voz gangosa y cansada, como extraída a la fuerza, como lo describió el mandamás de turno.

La tarde que Ilaudino decidió ir a verlo, se corría sobre el campo una brisa suave, que no dejaba marcas de su paso y apenas audible entre el insistente zumbido de los insectos que anunciaban el aguacero cercano.

Las nubes, convertidas en denso algodonal plomizo, se desteñían hacia el oeste en esa policroma luminosidad de los días calurosos del estío que aplastan con el sopor de la humedad.

Ilaudino vagaba sin rumbo fijo y casi sin querer se acercó al rancho donde vivía Rumboso Aguilar, después que las autoridades dejaron de preocuparse por él y lo consideraron un medio ido que no era peligroso para nadie.

Ilaudino se detuvo a la sombra del viejo aliso y observó desde unos cien metros el sitio que usaba Aguilar para su vivienda y no se diferenciaba mucho de otras tantas culata jobai del lugar, con sus paredes de adobe revocadas con argamasa de lodo gris. Un poco más abajo se extendía el pantano cubierto por el camalotal que todo el año formaba una inmensa sábana vegetal hasta donde alcanza la vista.

Estaban sentados en el corredor de la vivienda cuando del suelo se levantó el olor fresco y vivificante causado por el aliento largo tiempo contenido dentro de su piel polvorienta, al sentirse golpeada por las gotas gordas que la marcaron de viruela húmeda mientras la bóveda del cielo adquiría una tonalidad densa y oscura, de luto cerrado, rota cada tanto por las grietas abiertas creadas por relámpagos furiosos. Con el torrente de lluvia, el campo y el estero desaparecieron tras la cortina de agua y los dos hombres, el joven y el viejo, miraban el chorrear de los bordes de la paja del techo que iba formando en el suelo un largo riachuelo sucio.

-Todos preguntan quién soy, de dónde vengo, qué hago. Me miran de reojo y me tienen miedo, porque eso es lo normal. Le tienen miedo a todo. Hasta a mí -rió bajito, como si llorara-, pero yo no soy peligroso. Sólo que estoy cansado de tanta lucha estéril, de tanta canalla, de tanto político trashumante, de tanta palabrería inútil, de tanto cinismo...

-Yo era un joven y ambicioso profesional pero desperdicié lo mejor de mi vida en esa barahúnda, sacrificando la pureza de mis convicciones en el altar de las conveniencias, transformé mi propio templo en una cueva de ladrones y vendí mi honor como una rea del puerto se vende a los borrachos que la contratan y de idealista me convertí en un burdo orador, en una rata agazapada, dispuesta a dar el mordisco o a meterse rápidamente en el primer agujero de albañal, por repulsivo que fuese, con tal de salvar mi valioso pellejo. Aprendí bien las triquiñuelas y defendía con mis grandes dientes de roedor cada moneda que iba acumulando para formar, yo también, mi riqueza, la fortuna que me haría respetable y poderoso.

-La política en nuestro país está dirigida por generales engreídos, coroneles ambiciosos, políticos oportunistas y variado pelaje de vagabundos que al meterse en la espiral del poder hasta podrían llegar a ocupar puestos relevantes, pese a que el único mérito que tuvieron siempre era el de lamer a los de arriba y humillar a los de abajo..., gente sin dignidad ni decoro, gente que va a matar y a robar y luego con una sonrisa en los labios, negarán haberlo hecho...

-Y yo era una de esa gente, más podrido y más repugnante que cualquiera de ellos porque era consciente de mi propia bajeza hasta que me di cuenta que todo se derrumbaba en una silenciosa hecatombe de la cual la única víctima era ese anónimo componente de la sociedad que es el pueblo.

-Pero, ¿quién es el pueblo? El pueblo no existe, es una palabra, es una figura..., existen hombres, mujeres, niños. Existen personas que van y vienen como hormigas buscando salvar la olla de cada día..., ése no es el pueblo, ésa no es la masa del sacrificado pueblo o el valiente pueblo o lo que fuera se les antoje decir a los demagogos de turno... No existe el pueblo y la gente que va y viene, los que trabajan, los campesinos, los jóvenes, no son sino individuos que no importan a nadie desde el momento que puedan identificarse, que puedan opinar..., el pueblo es un gran fantasma que no existe sino cuando hay que hacer discursos en el aniversario de la independencia o de algún acontecimiento que llenó de luto o de vergüenza para las madres. Lo demás no sirve para nada. A no ser para los discursos, como te digo..., pero para nada más...

Como todas las tormentas de verano, ésa se coló en la tarde para acabar enmarcada en un refulgente arco iris y cuando ya de vuelta Ilaudino se encontró con Ernesto, la tarde no recordaba de la lluvia anterior.

-¿Dónde te fuiste?

-Estuve dando vueltas y después me quedé a esperar que escampe en el rancho del viejo Aguilar.

-¿Y qué te fuiste a hacer allí? Mejor no te metas con ése, porque nadie sabe qué lo que vino a buscar. Dicen que todo el día está sentado frente a su rancho y sólo come frutas y pescado. Es medio ido, dicen.

-Sin embargo, es un hombre muy inteligente.

-Pero no ha de ser nomás tan inteligente si viene a terminar con sus huesos en este pueblo -observó con desprecio Ernesto.

Habían pasado unas semanas desde la fiesta de san Juan y el joven iba de un lado para otro merodeando la casa donde vivía Soledad del Niño Jesús con su madre y una tía, según se enteró. Salían poco, aunque eran amables con todos y grandes trabajadoras, pues se pasaban el día en el telar elaborando los ponchos de sesenta listas que eran su especialidad.

-Pero vos no vas a aprender nunca -lo recriminó un martes a la tarde Ernesto.

-¿Qué lo que no voy a aprender? -quiso saber Ilaudino.

-A una mujer no le vas a conquistar sentado aquí y jugando por tu pie. Así lo único que va conseguir es que venga otro y te gane de mano. Si te interesa eso, bueno, seguí así pero si le querés, tenés que hacer otra cosa.

-¡Claro que le quiero! -respondió Ilaudino en voz baja- y ella también me ha de querer..., o si no para qué tanta vuelta en la fiesta de San Juan, ¿eh?

-Y claro que te busca -exclamó Ernesto, burlón-, y qué más lo que querés... Esta noche va a actuar Roberto Cañete en la pista. Roberto Cañete y su orquesta típica, ya sabés..., andaba dando vuelta por Asunción y me parece que se fue a Buenos Aires también. Le hicieron correr a balazo limpio, me parece... bueno, lo que sí actúa esta noche y va animar Agüitín Machado...

-Y ¿qué pasa con Cañete?

-¡Cómo qué pasa! Le vas a llevar serenata a la Soledad del Niño ésa y ahí mismo te declarás. Eso lo que pasa. Y así le va a poder visitar el otro día. Allí viven sólo mujeres, que por lo meno mate han saber cebar..., se pasa encerradas todo el día haciendo ponchos y después venden en Asunción. Ese don Raimundo que viene de vez en cuando lleva todo lo que preparan esas mujeres y sale a vender...

-Y vos decís que le vamos a llevar serenata...

-Y claro, chamigo...

Pasada la media noche sólo quedaban en la pista los músicos. Dos guitarreros, un arpista, un rabel y el bandoneón, ya bastante entumecidos por el trago, sonrientes y dispuestos a dar una mano a Ilaudino.

-Y si es para que vos le enamore a esa cuñataí, nos vamos irno donde vos quiere, chera'a -dijo con voz pastosa Roberto Cañete.

Los músicos, distraídos y somnolientos afinaban sus instrumentos y seguían bebiendo su caña. De tanto en tanto le lanzaban a Ilaudino una mirada ladina y volvían a afinar sus instrumentos.

La distancia de la pista hasta la casa de las hilanderas era bastante larga por lo que tenían preparado un carro tirado por dos bueyes del cual descendieron todos, habrá sido alrededor de las tres de la mañana porque los primeros gallos comenzaban a cantar.

Los músicos volvieron a afinar sus instrumentos frente a la casa, y los sonidos, en medio del silencio, parecían adquirir resonancias extrañas, llenas de presagios.

El arpista ubicó el arpa sobre su silleta, los guitarreros y el rabel ajustaban sus clavijas sin dejar de hablar y el corazón de Ilaudino daba violentos saltos dentro de su pecho. Por fin arrancaron con los acordes suaves de Nderendape ajú, seguida de otras dos músicas tan románticas como la primera y al terminar la tercera, se entreabrió la puerta que daba al corredor de la casa y apareció Soledad, que por una vez, parecía tímida y desconcertada.

Ilaudino se acercó a ella mientras los músicos iniciaban una nueva melodía que escondiera con delicadeza las palabras que irían a decirse los enamorados.

Arnaldo estaba leyendo un libro. Lelia, en la cocina, conversaba con Petronila.

-Me parece que va a ser poco el arroz, Petronila -exclamó Lelia, mirando con desconfianza la olla humeante-. La sopa tiene aspecto medio aguada.

-Y le puedo poner más arroz si querés, la señora -respondió la chica sin dejar de moverse de un lado para otro distribuyendo los platos y cubiertos sobre la mitad de la mesa que ya estaba cubierta por un mantel-, pero a lo mejor sale guiso en vez de caldo...

Lelia volvió a revolver el caldo que hervía en la olla enlosada grande.

-Si te parece... -concedió dudosa-. Bueno, dejá nomás así, porque Arnaldo dijo que quería sopa... no sea que se haga guiso, como vos decís.

-¿Qué estás leyendo? -le preguntó a Arnaldo cuando entró a la sala.

-No sé, es un viejo libro de poesía que no tiene tapa y está por la mitad.

-¿Y no sabés ni de quién es?

-Habrá sido de tío Eduardo -le dijo Arnaldo bromeando.

-Ah..., el autor, te pregunto...

-No, no sé... Escuchá...



Cuando la magia de tu amor me envuelve
Ni hay pasado ni hay futuro
Sólo presente perenne
Compartido

Cuando la magia de tu amor me envuelve
Y es destello tenaz de los sentidos
Cesa todo y permanece
El aroma a flor
De tus suspiros

Cuando la magia de tu amor me envuelve
La primavera enciende mil rosales
La Luz se hace cuerpo en tu palabra
Y todo queda olvidado
Y perecido

Cuando la magia de tu amor me envuelve
Y sólo estamos tú y yo en un abrazo
De lo eterno entiendo su sentido
Al sorber el néctar
De tu boca

Cuando la magia de tu amor me envuelve
Y estamos solos, ansiosos, aplacados
Ni el pasado ni el futuro existen
Sólo el verbo hecho carne
En tu ternura.

-Yo no entiendo nada de poesía, Arnaldo -le dijo Lelia.

-Es interesante... -dijo Arnaldo para sí mismo- es un libro del viejo..., quién sabe de qué año... A lo mejor era de la abuela.

-A ella le gustaba leer antes. Ahora no entiende nada..., me pregunto cómo funcionará su cabeza. Hubo momentos en que se daba cuenta... Me acuerdo que una vez me contó tío Eduardo que le miró a los ojos, no con la mirada perdida de ahora, sino como era antes y le dijo «cómo quiero ser otra vez como antes»... Ella se daba cuenta... Hubiera sido mejor si se moría, digo yo... Tío Eduardo decía que no pudo morirse, no porque no lo hubiese querido sino porque antes de conseguirlo, se perdió por el camino. Era medio raro también el tío Eduardo, a veces.

-Yo no diría raro -argumentó Arnaldo-. Un poco excéntrico tal vez, pero era un hombre muy inteligente. Daba gusto conversar con él... Lo que se dice ¡un gran tipo!

-Papá -dijo Rolo dejando caer su portafolios sobre la mesa-, tengo que tener listo mi equipo de fútbol para esta semana. El domingo es el primer partido de inter barrios y Coronel ya avisó que si no se tiene el equipo completo, no se puede jugar.

-Entonces, jovencito -dijo Arnaldo-, tendremos que salir mañana juntos, a ver si compramos esos elementos deportivos -miró a su hijo y preguntó-: ¿En qué puesto vas a jugar?

-De back -respondió Rolo, con no disimulado orgullo.

Como era invierno, la hora de volver Rolo de la escuela coincidía con la primera oscuridad de la noche y la familia acostumbraba a cenar temprano. Luego se acostaba.

A veces, Arnaldo quedaba escuchando la radio hasta algo más de las nueve, pero era rara la ocasión en que la casa tuviera algún movimiento pasadas las diez.

Después de cenar Rolo se dirigió a su pieza. Se sentía nervioso y contento. Inquieto.

-Ahora no puedo decir nada, pero ya no soy más una criatura. Soy un hombre y Petronila tiene vergüenza de mí. Me dio risa el otro día cuando me estaba bañando y jugaba con mi cuerpo nuevo. Claro que ella no sabía y creyó que era la misma criatura de siempre..., se asustó tan grande... Me dio risa, después. Se quedó mirando y yo, quieto, para ver qué hacía con mi cuerpo nuevo delante..., todo desnudo y ella ahí enfrente. Estiró la mano y apretó con dos dedos primero y después agarró con toda su mano y más fuerte... Yo medio que temblé todo pero no dije nada. Después ella dijo: Jesú che Dio y se fue. Ahora ya no me mira ni me baña. La otra vez escuché que le dijo a mamá que yo era muy grande ya..., lo que pasa es que se asustó tan grande...

Querida Lelia:

Lo que me abruma no es tanto la soledad como este fastidio nacido de la necesidad de fingir. Es como estar detrás de una puerta siempre cerrada que sabés que da al vacío.

Cuando la abrí, encontré tras de ella una oscuridad profunda, es decir, no había nada. Creo que ese contacto vivo con la oquedad sin horizontes es la causa de esta sensibilidad a flor de piel (insoportable y dolorosa) que siento ahora y hace de mi cuerpo un diapasón que capta vibraciones inaudibles para los demás y las transforma en aullidos de mi angustia.

Soy también una cámara fotográfica impresionando sin cesar imágenes cuyos contornos, por lo general dispersos, cobran inusitada unidad y arañan la retina de mis ojos con los bordes filosos de sus ramificaciones, haciendo sangrar sus venillas.

Ocurrió de repente ¿sabés? No me preguntes cómo ni dónde ni cuándo.

De repente se volvió insoportable para mi piel el contacto con cualquiera de las cosas inocentes que nos rodean... (no sé por qué te escribo «inocente». Te darás cuenta que es una palabra engañosa.)

Sigo: acababa de bañarme. A través de la ventanita miré despreocupada el edificio de enfrente mientras la toalla recorría mi cuerpo. Me vestí. Recuerdo que íbamos a salir con Marcia -ya te hablé de Marcia, ¿verdad?-, y cuando estuve frente al espejo para peinarme, las manos se me quedaron inmóviles a la altura de la cabeza. Una de ellas sosteniendo un mechón de mi pelo y la otra con el rizador. Se detuvieron por solas, soltaron lo que sostenía cada una e iniciaron un descenso blando a ambos lados de mi cuerpo hasta quedar colgadas del extremo de mis brazos.

Yo miraba el espejo. Me miraba, observando ese descenso y fue entonces cuando las ropas me apretaron, cosquilleándome en las piernas, la espalda, los pechos. Era una molestia repulsiva.

Las manos cobraron vida para desprender los botones de mi blusa verde, siguieron con el cierre de la pollera marrón tableada y ambas prendas cayeron a mis pies. Luego me sacaron la ropa interior y quedé desnuda frente a la imagen del espejo.

Una vez que las manos terminaron su cometido, volvieron a pender de los brazos con sus dedos semiencogidos. Estaban simplemente, colgando a unos centímetros por encima de las ropas, a ambos lados de mi cuerpo desnudo y sin pudor.

No sé cuánto tiempo estuve allí inmóvil, pero seguro que pasó bastante hasta que pude caminar y tenderme en la cama. Quedé dormida (al menos eso me pareció), sin cerrar los ojos, sin ver. Abandonada.

Habrá sido entonces cuando me entró esta desolación, esta indiferencia absoluta. Sólo deseaba permanecer en la cama sin moverme, con los ojos abiertos, percibiendo las cosas de mi alrededor, oyendo el ronroneo de la calle -tan lejana allá abajo del departamento...

Esto ocurrió hace dos días.

Hoy tuve ganas de escribirte, de contarte cosas... Por ejemplo, que hay algo de viento, no sé cómo explicarte, es distinto, espeso. Puede que vaya al cine o, a lo mejor, después de terminar esta carta vuelva a tirarme sobre el colchón a observar cada pedacito de la realidad de esta habitación. Hasta oigo el deslizarse de las hormigas entre los ladrillos y la argamasa...

Sí, te ha de parecer un poco raro..., bueno, a mí también, para qué voy a engañarme y, sin embargo, Lelia, desde hace tiempo, sé que dentro de las paredes hay un intrincado laberinto por donde ellas se pasean.

Desde luego, si una se pone a pensar, con todo el ruido que llega desde la calle a pesar de lo alto que está nuestro departamento, hasta parecería un contrasentido afirmar que pueda escuchar algo tan sutil, pero ocurre que no es tan simple de explicar como parece.

Te da la impresión de que no es el oído el que capta el crujido dentro de las paredes sino algo que tengo en la cabeza. Yo tampoco lo quise aceptar al principio, pues una vez que superé ese momento tan extraño que te describí antes, cuando me recuperé más o menos, tal vez estaba volviendo a la cabalidad. Fue entonces cuando comenzó a llegar hasta mí el ruidito lejano pero claro y audible de sus pisadas, ¿sabés?

Me vas a decir: ¿y cómo sabés que son hormigas?, ¿por qué no han de ser gusanos o cucarachas o a lo mejor un ratoncito?

Bueno, a riesgo que te rías de mí, supe y sé que las pisadas son de hormigas, aunque no haya visto ninguna en el departamento. ¡Vos sabés lo maniática de la limpieza que soy!

Todo parece normal: los ladrillos, la mezcla, el revoque. Uno ni siquiera podría imaginar que están ahí, trabajando asiduamente, con la tenacidad obtusa que les caracteriza, organizando quién sabe qué espantosa sorpresa.

No puede ser nada bueno pues toda su actividad es oculta y subterránea. Te aseguro que de repente me entra un miedo tremendo. Me dan ganas de salir a la calle gritando como una loca: ¡revisen sus paredes! Pues estoy casi segura que todas las casas están llenas de los misteriosos laberintos que construyen estos insectos tan peligrosos...

Ay, Lelia... si supiera... Por lo menos tendría mayor tranquilidad y hasta podría llamar la atención de la gente. Pero si le digo a papá, por ejemplo, que debemos destruir la pared que se hizo pintar hace dos meses, porque dentro de ella las hormigas están germinado, se va a quedar mirándome como si fuese una tarada y a lo mejor hasta sonríe y me da unas cachetaditas en las mejillas, como lo viene haciendo desde que era una niña y se sentía desconcertado, para después volverse para ir a su habitación o a leer el diario.

Lo conozco bien.

Pero yo sé que iniciaron a cavar en los intersticios y cada día los túneles son más extensos y complicados.

Van a terminar por apoderarse de todo, estoy segura. Basta que me concentre y ya vuelvo a escucharlas...

Llegué frente a la casa y me detuve antes de abrir la puerta cancel. Sentía fluir, a través de la falleba y de los vidrios cerrados de los ventanales que dan a la calle, algo parecido a la respiración entrecortada de un monstruo agazapado dentro de ella: alerta, protegido por la penumbra indecisa de la primera hora de la noche que se abate sobre la ciudad.

Se me antojó que el silencio, guardado en las cavidades limitadas por las paredes de la casa, le transmitían un aire grotesco de irrealidad, aguzado por las sombras informes que manchaban su fachada a causa de las cornisas y el corredor en donde se alternaban luces y sombras con el agitarse del farol de la esquina movido por el viento.

Acaso la tristeza se apodera de las cosas afirmándose con el aliento que respiran las habitaciones, apresando su humor que persiste encerrado, asfixiándola de a poco, hasta transformar la casa en un cadáver cuya putrefacción hiede aferrada a cada molécula de la argamasa, a cada resquicio o irregularidad del revoque o la pintura volviéndose tan común, que ni el olfato logra ofenderse salvo el de los extraños, que lo perciben al traspasar la puerta de la calle.

Uno se anticipa a esas experiencias, esas sensaciones confusas y por lo mismo las teme. Tuve la impresión que toda esa mole, ubicada frente a mí, existía sólo para rechazarme, mostrando su abominación hacia mi persona, como si yo fuera un profano intentando descorrer el velo del misterio protegido por la respiración agónica de esa casa a la cual hasta entonces consideraba mía, pero que ahora, por algún extraño sortilegio, se convertía en la poderosa fuerza cuya única finalidad era rechazarme para proteger lo desconocido encerrado en ella.

Estaba frente a mí sin darme sosiego.

Me sentí exhausto, incapaz de realizar el acto tan sencillo de introducir la llave en la cerradura, apoyar la mano en el picaporte y atravesar las tinieblas espesas y palpitantes que, sin duda, me esperaban con odio, con ese odio indefinible de las cosas inanimadas.

Es algo difícil de explicar, pues ¿de dónde sacar las pruebas tangibles, las referencias palpables que demuestren esa repulsa fría que hay en ellas? ¿Cómo decirle a alguien, a la luz del día, cuando el sol cae de lleno sobre la fachada desleída por el tiempo, que esa construcción, esas paredes, las puertas y las ventanas de aspecto desteñido y difuso encierran un maleficio que por la noche se convierte en horrorosa pesadilla poblada de seres y sonidos que habitan su argamasa reseca y cobran vida en los goznes oxidados, en las rendijas obstruidas por la polvareda, en los quiebres de una rajadura, en la humedad de las paredes con sus muecas grotescas que desnudan el alma de la bestia que las habita?

Bien mirado, hundidos en esa hora incierta y careciendo de otras referencias, no podemos explicar el miedo que se transforma en terror y éste en pánico paralizante.

Sentí las de mis manos palmas húmedas y la camisa pegada a la piel. El sudor traspasó la tela marcando el saco del traje que tenía puesto, destacando una mancha pardusca en las axilas.

Me pareció escuchar, al otro lado de la puerta, algo semejante a voces repetidas en susurros y el arrastrarse de pies descalzos, que de la sala iban al interior y sin saber por qué, me embargó una alegría pueril, intensa. Era la ilusión de que fuera lo que fuese, el peligro había pasado y eso que estuvo allí, ya no podría hacerme daño, aunque el hálito permaneciera frente a mí con todo su poder y su odio.

Estaba seguro que eso me tendería una celada, cualquiera fuesen mis movimientos, me caería encima ni bien pusiera los pies dentro del silencio que ahora reinaba en la oscuridad.

Observé a mi alrededor.

El mismo vecindario de casas envejecidas, como sus moradores (Irene y yo éramos los más jóvenes del barrio en por lo menos a dos cuadras a la redonda). El empedrado mostraba su rostro de granos negros y lustrosos y surgía de la oscuridad a cada balanceo de la pantalla con el foco eléctrico de la esquina.

Algunas ventanas estaban iluminadas, pero la mayoría de las casas seguían sumidas en la opaca claridad de la hora que se cernía sobre la calle desierta.

Pensé en algo vulgar. Supuse que las mujeres estarían en la cocina preparando los guisos para la cena de sus maridos y sus hijos.

-Y no pueden tardar mucho -me dije-, porque se va haciendo de noche.

Estaba seguro que en cualquier momento pasaría algún vecino, me saludaría con una breve inclinación de cabeza o agitando una mano en alto e iría a perderse tras alguna de las puertas de los zaguanes o corredores que comenzaban a difuminarse en la penumbra. Entonces la extraña sensación de angustia que me poseía, reventaría como una pompa de jabón ante lo prosaico de lo cotidiano y yo volvería a estar en mis cabales.

Pero sobre los hombros, sólo sentía el peso de la desolación que rechazaba desde el día del accidente en que murió Anita.

Me sacudió el escalofrío incrustado en la piel, pues por un instante creí verla como era en otros días, corriendo hacia mí desde la esquina, con los brazos extendidos, abiertos en cruz y la gran sonrisa de felicidad que iluminaba su rostro al verme llegar.

Apuraba los pasos sobre las irregularidades de las baldosas de la vereda, cuidando de no tropezar y caer de bruces, como le ocurría a veces. Cuando llegaba hasta mí, yo la alzaba, haciéndole dar un par de vueltas a mi alrededor, lo que intensificaba su risa.

Enseguida volví a la adusta realidad anterior. Nada se había movido en el paisaje opresivo de la calle.

Cerré los ojos y apoyé la mano en el picaporte, sacudiendo la cabeza para apartar esa ilusión de una alegría que yacía enterrada en un cajón blanco junto al pequeño cuerpo de Anita.

La puerta cedió a la presión y no pude evitar que en mis labios se formara una sonrisa. Al fin, me dije, estoy en casa. Y yo creándome miedos para asustarme de los fantasmas que fabrico a mi alrededor.

Entré resueltamente al interior de la sala oscura y observé bajo una de las rendijas, la luz encendida en el cuarto contiguo.

-Irene ¿vos estás ahí? -exclamé y dirigí mis pasos hacia la habitación iluminada. Antes de llegar, el hilo de luz de la rendija se apagó-. ¿Sos vos, Irene? -inquiero, asombrado del tono hosco y agrietado de mi voz- ¿qué estás haciendo que no me contestás, Irene? ¡Irene!

Ni bien pronuncié su nombre, percibí a mi alrededor la pegajosa presión del hálito de la habitación. Me corrió por la espalda una línea de sudor frío que se perdió en la cintura de mi pantalón.

Abrí la puerta para encontrar la habitación vacía y la ventana del patio entreabierta, desde donde me llegaba un murmullo tenue y cadencioso en timbre de mujer, que parecía no querer asustar con tonos demasiado agudos.

Un susurro conocido por mí, por ser el arrullo con el cual Irene adormecía a nuestra hija cuando se mostraba rebelde y no quería dormir.

No me cupo dudas, Irene estaba tarareando la vieja canción que le solía cantarle a Anita:


De la rama una rosa,
De la rosa un clavel,
Del clavel una niña
Que se llama Isabel...
¿Para qué tantas flores
si no son para mí...?
esta niña de mi alma
que me muero por ti...

Terminado el estribillo, el vaivén de la cuna hamaca crujía levemente, yendo y volviendo, acompañando el ritmo hipnótico que acababa por adormecer a la criatura, a veces con la última lágrima de la resistencia todavía fija en la cavidad de sus párpados.

Quedé inmóvil, escuchando de nuevo el inicio de otra canción que también formaba el repertorio de Irene:


Niños vienen, niños van
Rápidos sus pasos dan
Marchando van
En hileras
Con sus caras placenteras..., trala la..., tralalá, tra la la la lá...

Seguido del quebrado quejido del vaivén de la cuna.

Tropecé con una silla al asomarme a la ventana y vi a Irene sentada en el corredor, de espaldas a la habitación de servicio del fondo que centelleaba con un rojo intenso, envolviéndola en el resplandor de ese incendio sin llamaradas. Estaba sentada junto a la cuna que iba y venía sin descanso, brillante también en la viscosidad bermeja que transparentaba a Irene haciendo resaltar sus ojos, inmensamente negros, transformados en cuencas vacías sobre los pómulos blancos que bajo la piel de sus mejillas insinuaba los huesos del rostro.

Levantó hacia mí esas facciones cadavéricas, distendiendo los labios en una sonrisa de reconocimiento. Exhibió sus dientes, largos, blancos, desnudos hasta las raíces en la cara descarnada que mantenía fija en mí sus ojos de mirada horrorosa, para luego volverse hacia la cuna en la que sumergió las manos huesudas, rebuscando entre las cobijas que protegían su tesoro y extrajo de ese lecho frío, la pequeña almohada de nuestra hija, recubierta torpemente con el vestido de su último cumpleaños que yo había escondido en el fondo del ropero.

Y ese atado de algodón y funda acurrucó en sus brazos, desentendiéndose de mí, para volver a canturrear la canción de cuna


Niños vienen, niños van,
Rápidos sus pasos dan
Marchando van
En hileras
Con sus caras placenteras..., trala la..., tralalá, tra la la la lá...

De a poco Irene resurgió lentamente de ese letargo y sus labios volvieron a ser labios, sus mejillas, mejillas, sus ojos dejaron de ser cavernas de un esqueleto como se me figuró al verla al trasluz de una luz imaginada, para convertirse en otra oquedad que al contemplar me causó una punzada dolorosa, pues en su mirada perdida pude intuir la sima de su recién adquirida soledad, ese vasto campo sin árboles ni pájaros, ese desierto de abrojos y espinas por donde iría a transitar un camino cada vez más apartado a la isla donde yo permanecía anclado a causa de la cordura que me permite soportar el dolor, convivir con el miedo, aferrarme al segundo horror que sostiene al hombre sin permitirle sucumbir.

La cuna hamaca terminó su función.

La pequeña almohada vestida de cumpleaños no era sino una grotesca caricatura a los pies de esa mujer que ante mis ojos sufrió la metamorfosis que la transformó en una bolsa de huesos y pellejo.

La miré perplejo, profundamente, en un afán no sé si altruista o mezquino por querer traspasar la barrera de sus ojos, con lo que yo también me perdería en ese universo de olvido.

Estiré una silla porque me sentía exhausto y quedé largo tiempo concentrado en la contemplación de esa mujer que la noche había convertido en sombra.

Tal vez quedé dormido, consolado por ese olvido que nos es permitido, pues un arrullo suave me hizo concentrar de nuevo la atención en el bulto casi invisible de frente a mí, del cual provenía la tonadilla absurda, sin misericordia, con la que Irene cruzó el ancho río del dolor.


De la rama una rosa
De la rosa un clavel
Del clavel una niña
Que se llama Isabel...
¿Para qué tantas flores
si no son para mí...?
esta niña de mi alma
que me muero por ti...

Para Rolo, el embarazo de Lelia constituyó un contratiempo molesto. Se sintió desplazado, víctima del mal humor de la mujer que día y noche vomitaba.

Sin embargo, la única evidencia de que estaba el otro eran los plagueos de mamá, el agua del inodoro tras recibir el desayuno, el almuerzo o la cena y las quejas constantes que no entendía del todo pero de las cuales el culpable era ese hermano nuevo.

Comenzó a tenerle rabia, a matar más hormigas y a tomar más prisioneras.

A veces las soltaba en el patio y prendía un fósforo para quemarlas de a una y disfrutaba al verlas achicharrarse.

Después de desocupar las celdas, iniciaba la persecución de nuevas víctimas para encerrarlas en ellas. Otras veces, se entretenía siguiendo el sendero de los insectos y les derramaba agua hervida desde una pava, creando un arroyuelo lleno de cadáveres.

Una tarde encontró un pedazo de carne con ciento de hormigas prendidas a él y tratando de llevar el alimento a sus cavernas. Las roció con alcohol de quemar y les prendió fuego lo que las convirtió en una breve tea de llamas azules hacia arriba y roja en la base, que se consumía velozmente hasta acabar transformadas en pequeñas carbonillas y antorchas crujientes sobre el pedazo de carne quemada.

Después de hacerlo se sentía más tranquilo. Las cárceles repletas, con prisioneros que soportaban una vida de tormentos, de luchas sin sentido, obligadas a desplazarse sobre los cuerpos sin vida de sus compañeras.

Fue la peor época, porque nadie se sentía seguro y entrar a las prisiones significaba la muerte.

Nadie pudo huir jamás de las botellas y los pocos liberados morían horas después a causa de las terribles torturas del verdugo.

La crueldad del monstruo, lejos de aplacarse, volvía día a día a las persecuciones, destruía las viviendas, asesinaba inocentes. Un terror sordo y paralizante se apoderó de la ciudad subterránea. Eran días de espanto ante el horror de ocupar las celdas o caer víctimas del fuego o el agua hervida. La miseria brotaba como los hongos blancos en el patio.

Pero antes de los primeros fríos, comprendieron que las escasas provisiones serían insuficientes para conservar viva a la comunidad y decidieron salir en grupos dispersos y numerosos, en el afán de eludir la vigilancia que se había vuelto implacable y aun a riesgo de caer fulminadas en el intento.

Enfrentaron el terreno de la guerra que se había convertido en una pesadilla de cuerpos destrozados y escombros entre las viejas construcciones. Tan grande era el espanto que las más sensibles debían apartar la vista y concentrarse en su misión de huir y acarrear, sin concederse la menor distracción hacia ese espanto inexplicable del cual habían caído víctimas y cuya causa les era desconocida. Pero las incursiones fueron fructíferas. Lograrían sobrevivir.

Sólo más tarde descubrieron que la facilidad del triunfo sólo presagiaba el desastre definitivo cuando éste se abrió ante sus ojos y se les hizo evidente la última maldad que tomaba cuerpo en el propio alimento envenenado.

El invierno llegó sin piedad, con aullidos del este y llovizna. Adornado de harapos, hambre, nubes oscuras, ojos negros y cuerpos ateridos.

En la calle permanecían dando vueltas las hojas secas y la casa adquirió su aspecto de mayor melancolía del año.

Las lágrimas de la abuela, que lloraba constantemente, se congelaban en sus pupilas y a la luz de los rayos de un sol desleído, apenas tibio, volvieron su mundo un caleidoscopio de figuras deformes.

Las pocas hormigas que lograron huir se perdieron en laberintos de cavernas cada vez más profundas. Lo dejaron todo. Los prisioneros, olvidados en las botellas, terminaron por congelarse y el patio volvió a ser un campo yermo y desolado donde gemía el viento entre las ramas desnudas y el cuerpo de la abuela, que tiritaba sin cesar.

De súbito, me veo acompañado de una larga hilera de figuras silenciosas. Camino por un sendero sombrío sobre el cual casi flotamos ingrávidos, con el suave deslizar de los pies sobre el colchón de gramilla que nos sirve de ondulante alfombra de pelos vibrátiles y nos empuja hacia el farallón que levanta su figura enhiesta y tenebrosa al fondo del paisaje.

Me distraía observando a mi alrededor sin detener mi avance. No podía hacerlo, movido por esa correa sin fin, dócil, anhelando poder asir con la memoria todo el amplio escenario nebuloso de matices inveterados que iban de uno a otro lado, de arriba para abajo y de izquierda a derecha, ejercitando esa silenciosa danza de crepúsculos instantáneos y resplandores blancos que estallaban de repente entre la densa niebla que envolvía a la torre cada vez más cercana y medrosa.

El silencio es aún más compacto que la oscuridad. No tiene resquebrajaduras. Conforma una suerte de pared invisible que limita nuestros pasos en medio del desierto opresivo de alrededor. Me causó la impresión de no estar envuelto en un solo silencio sino en medio de algún inexplicable aquelarre formado de ruidos dispares y vesánicos, tan ensordecedores y agónicos que al mezclarse en quién sabe qué armonía de contrapuntos y cacofonías, daba origen en el aire a esa densidad arcaica que lo envolvía todo en una ominosa sensación húmeda y pringosa aferrado a nuestras formas a medida que transitamos grabando en el suelo la huella de nuestras pisadas, que enseguida desaparecían bajo las huellas de los pies que venían detrás de cada uno de nosotros.

La fila semeja un ondulante gusano en lenta procesión por la cuesta que bordea el farallón que ya se imponía por su alta mole vertical, lisa, sin grietas ni salientes. Se me antojó artificial, de superficie demasiado suave para haber sido obra del viento que nos envuelve sin reposo. Demasiado perfecto para ser el producto de la naturaleza.

Me sobresalté ante la evidencia de que ese cuerpo y ese sendero estaban marcado por el afán de perfección que sólo puede nacer del hombre. Ésta era su creación originada al principio de los tiempos.

Apoyé con respeto la palma de mi mano izquierda contra la superficie tersa de la pared y la sentí fría, sudada recubierta de pequeñas gotas de humedad que se adhirieron a la palma de mi mano, creando en mí la desagradable sensación de acariciar la exudación de un cadáver reciente. La aparté con rapidez y vi que varias sombras hacían lo mismo.

Algo debe haber en la cima, me dije, volviendo la cabeza hacia atrás para contemplar una vez más el paisaje de pesadilla que se flanquea la mole. Estaba ya a media altura y las nubes espesas tropezaban y se deshacían contra nuestros rostros. Los resplandores nos cruzaban en continuos latigazos de luz que causaban una ceguera breve pero intensa al transformar las sombras en brillantes teas tragadas de inmediato por la oscuridad.

Me recordaron la vieja hornalla en la que cocinaba Irene, cuando éramos jóvenes. Soplaba y apuraba el fuego con la pantalla deshilachada y sin mango, con las puntas de sus crines medio quemadas y con las que empujaba y repartía los carbones más ardientes y rojos hacia los costados. Al soplar en la boca de la hornalla, el fuego cobraba vida y las pavesas centelleantes escapaban por todos lados, como luces de artificio, con un crujido breve y amenazador que arrancaba carcajadas de Irene y Anita, que a veces salía corriendo, presa de un falso susto al ver cómo las cenizas encendidas la perseguían.

Cuarenta muertos

Y nosotros huyendo, cobardes y aterrorizados tras la masacre. Ateridos de horror ante la visión de esos cuerpos tendidos en la ribera. Cuerpos..., cuerpos y sangre sobre la arena blanca, coágulos hediondos calcinados bajo el sol del mediodía.

Y nosotros, huyendo.

Cuarenta muertos quedaron en la playa luego que los soldados del gobierno encontraron al grupo de Gavilán acampado cerca del Jejuí Guazú. Él supuso una traición de los guardias que custodiaban los accesos de la selva hacia el ribazo donde después de encender la hoguera, se entregaron al descanso.

Llevaban una semana de marcha forzada entre el boscaje y el pantano que formaba el río Salado, entre la enmarañada vegetación y las selvas de lianas, el camalotal, la extensa sabana húmeda y peligrosa, las antiguas picadas llenas de mariposas multicolores e infectadas de los mbarigüí que no daban reposo a los intrusos que atravesaban esa selva casi virgen en su eternidad de verde y marrón.

El próximo asalto podría definir la lucha, que en su etapa final ya llevaba un año. Asunción quedaba sólo a dos jornadas de marcha. Lo peor ya se había hecho.

Desde la remota compañía de San Pedro donde pasó su infancia y su juventud, Gavilán estaba ahora al frente de un cuerpo de seiscientos veteranos fieles y bien armados, dispuestos a entrar en la capital y derrocar al régimen de horrores que suponían agonizante.

Cuarenta muertos.

El río continuaba sin interrumpir el gorgoteo de su paso en medio de la umbría vegetación de sus márgenes que descendían en una espesa inclinación vegetal como saludando a los guerreros que avanzaban en medio de esa desolación poblada de vida.

Pero aguas arriba, sobre la playa arenosa del Jejuí Guazú, caldeada por el sol, los cuarenta cadáveres insepultos se pudrían en su anónima humanidad de cuerpos mutilados (¿por qué tuvieron que hacerlo?). ¿Por qué ese ensañamiento? ¿Qué ganaron con eso? ¿No era suficiente matar?

La revolución había alcanzado casi la puerta de la victoria y ahora retrocedía para hundirse de nuevo en la selva de donde había salido. ¿Y los otros grupos? ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Y en Asunción? ¿Qué habrá ocurrido en Asunción?

¿Qué iría a suceder ahora?

Y la pregunta principal ¿por qué luchamos como... qué? ¿Como bestias cebadas en sangre humana? ¿Como enajenados? Para conseguir ¿qué? ¿El poder? ¿Cuánto tiempo se puede sostener el poder sin volver a utilizar los mismos métodos contra los enemigos? ¿No hay indulgencias?

Enfrente está el horror, aún más espantoso que la muerte brutal, aún más terrible que las imágenes del pasado con las que a veces uno tropieza dentro de su memoria. El horror está delante, peor a cualquier otro miedo, no importa cual. El horror está en dar el siguiente paso, oír la frase siguiente, ver el próximo rostro, acabar al siguiente enemigo. Lo que está después de todo, eso es el horror... El seguir viviendo.

Los cuarenta cuerpos ya no cuentan. Para ellos acabó todo. En cambio, a nosotros se nos abren las alternativas de nuevos días hasta sucumbir en algún paraje del bosque o junto a un arroyo, o en un rancho donde la traición de un compañero o el valor de un soldado enemigo nos alcance, y al exhalar el suspiro postrer, estoy seguro que todo carece de importancia. Hasta uno mismo y su ideal, sus sueños o su codicia...

Lelia:

La conciencia del dolor es una constante reiteración de la marca primeriza, la señal inicial que es el premio y el castigo de nuestra especie, la diferencia que nos distanció de los demás, el estigma de Caín.

Te habrás dado cuenta, Lelia, que nos movemos de un lado para otro, siempre en el océano sin playas de dolor. Te hablo del sufrimiento espiritual. Sólo el ser humano puede sentirlo ¿te das cuenta?

Cuanto nos afecta a lo largo de la vida vibra con las ondulaciones provenientes del sufrir, de la angustia y la desilusión. Hasta el amor, aun el más apasionado sólo conduce al dolor. El acto mismo del amor: ¿no es acaso otra expresión engañosa y sutil de ese farsante de mil rostros, una trampa abierta entre quienes en ese instante se consideran transportados a otros mundos de felicidad, de comunión absoluta? Como si fuesen dignos, por gracia de ese acto, de acercarse a lo sublime...

¿Qué es, Lelia, ese incesante ir y venir, esa búsqueda desesperada de algo que nunca terminamos de encontrar sino la fuga hacia algún puerto o playa donde descansar de la inacabable consecución del dolor, esa llaga permanente que hace de nosotros los representantes... o debería decir, los orgullosos representantes de la especie?

¡Qué sandez, Lelia!

¿Te podés imaginar a la humanidad sin dolores? ¿Qué sería de ella?

En primer lugar, dejaría de ser la que conocemos ahora. Si nos quitan el sufrimiento, si se nos libera de la alternativa del dolor, ¿qué nos sobra? Nada. Nos sería imposible soportar una permanencia vacía y sin sentido, sin justificaciones, pues has de observar, Lelia querida, que nuestra única explicación es el dolor. La conciencia del dolor. Su persistencia. Sin él, no tendríamos nada con qué agotar el tedio a que se vería reducida nuestra existencia. Es el motivador de nuestras acciones. Sin el dolor, careceríamos de motivos para seguir adelante y nos reduciríamos a ser otra especie de animales, sujeta a sus necesidades físicas, pero ignorantes del sentido del dolor como fuerza motivadora...

Y ¿a qué viene todo esto? Te has de estar diciendo..., te lo digo: me llegó esta captación de golpe..., no sonrías, querida mía, te estoy viendo con esa sonrisa torcida y escéptica tan tuya... ¿Creés que no te conozco?

Seguramente soy una de las pocas personas que te conocen bien, lo que se dice bien, y aunque no quieras reconocerlo, en el fondo sabés que es así... bueno.

¿Por qué no respondés a mis cartas, Lelia? A veces me lleno de incertidumbre, preguntándome si las recibís, al menos, si las leés..., si han significado algo para vos... y tu silencio se vuelve un nudo casi insoportable de indiferencia y soledad.

De dolor que no puedo compartir ni amortiguar.

Pero ya ves, cómo siempre me aparto del tema. Divago. Es tan difícil escribir, hablar con alguien que es casi un fantasma... ¡ay, Lelia! ¿por qué evitás contestarme?

Te diré algo: vino de golpe, como una especie de conciencia.

Estaba sentada en el departamento después de volver de la oficina y sostenía en la mano el whisky con soda que me había preparado... entre paréntesis, ¿conocés ese poema dedicado al trago? Te lo transcribo porque te va a gustar.



Del whisky, es ámbar su color
Ámbar, me decías
Y recuerdo sin rubor
Tu mirada, cuando lo hacías.

En el ámbar se combinan
Soda, whisky y hielo
Anuncio de tu amor, el cielo
Que ni el tiempo ni el olvido, minan.

Tiempo que se ha ido
Elevo mi vaso de whisky, hielo y soda
Tiempo que se fue
Brindo por lo que aún la vida me dé.

Y ante el cáliz sacramental conjuro
Con resplandeciente loa
Para concluir esta Oda
Del pleamar maduro.

¿Y? ¿Qué te parece? Bien, te cuento nomás que tenía preparado mi trago. Todavía no estaba encendido el televisor. No me corría ninguna prisa por hacerlo. Sabía que papá no iba a regresar temprano y vos sabés que cuando empieza a brillar ese aparatito, vos desaparecés confundida con las imágenes.

Tenía ganas de tomar un trago, sentarme en el sofá, recoger las piernas y permanecer allí, perdida en mis pensamientos, dejando flotar esos ensueños que con tanta libertad van y vienen cuando una logra la calmosa compañía de sí misma y estás segura de no ser molestada.

Tomé algunos sorbos, me relajé, recosté la cabeza contra el respaldo del sofá y volví a llevar el vaso hasta mis labios.

Fue entonces cuando ocurrió. Me vino a través de esos ensueños. Irrumpió en mí cual un varón ansioso que espera de la hembra su reacción ante el primer impulso de la pasión, cuando la dulzura del beso aún se sostiene adherido a los labios y la urgencia del deseo irrumpe flotando alrededor de los cuerpos como un aura brillante y tembloroso, presto a integrarse a su sola unidad cósmica, física y espiritual, cuando desaparece, arrebatada por el furioso vendaval del amor.

Estaba frente a mí, Lelia, te lo aseguro, era un cuerpo vivo, radiante. El dolor..., el dolor es hombre, me dije como una idiota, sin entender lo que me pasaba ni qué estaba diciendo, sólo recuerdo estas palabras porque las dije en voz alta.

Estuvimos juntos toda la noche. Me poseyó varias veces y yo me entregué a él como nunca antes lo hice con nadie. Fui suya por entero, como sólo se puede ser con un hombre determinado..., aunque antes hubieran existido otros... No cuentan, no existen, y entre las brumas, desesperadamente, llegás a captar tu elección, que encontraste a tu hombre..., el hombre.

Él apareció así, Lelia, esa noche. Ya sé que parece tonto, pero en esa entrega ofrendé lo mejor de mi ser. Supe que sólo podría volver a darme como lo hice esa vez, sólo con mi amante misterioso, el dolor.

Pero no volvió. A menos hasta ahora.

Te escribo para dibujar un estado de ánimo extraño, una emoción, una experiencia digna de análisis, en mi opinión. Vos sabés bien que no soy una soñadora y mucho menos una romántica, por eso, estoy segura que vas a creerme si te digo que lejos de ser una experiencia espiritual e indefinida fue algo material, físico, una sensación tangible de la cual disfruté inesperadamente.

No sé qué podrás pensar, pero fue así.

Lelia: respondeme pronto, por favor.

Te quiere,

Aidée.

La experiencia va sumando, agrupa y sintetiza situaciones, las mezcla en continua mutación de hechos, de palabras y emociones que conforman en su conjunto, la personalidad de cada uno.

Si Eduardo no hubiese recorrido del principio al fin el largo camino de sufrimientos y alegrías que fue su vida, no sería el que conocemos, sería otra persona.

Hay quienes piensan que en el inacabable devenir de acontecimientos existe cierta predestinación, una discreta administración del destino del cual nadie escapa. Cada alma, con sus tribulaciones, va acumulando en su entidad periférica las experiencias ganadas y se sirve de ellas para manifestar su existencia.

Sin saber realmente quién es, nadie deja de ser lo que es, actuando según la mayor o menor formación adquirida en el medio en el que le toca desenvolverse: la educación, las premisas morales, los prejuicios inherentes a la cultura a la que pertenece y en especial, al modo de enfrentar esas múltiples circunvoluciones de la fortuna y la desgracia hermanadas siempre en un mismo denominador común donde lo que se podría prever, es impredecible, los cuidados que se toman son insuficientes y el celo resulta fútil, ya que si alguna vez el resultado de alguna programación es el esperado, muchas más se dobla el destino empujando a quienes participan de él a un violento e inexplicable giro, que en oleaje brutal, transforma la placidez del paisaje anterior en un vasto campo desolado, en un océano de abandono, de desesperanza, sin asidero para la salvación.

Eduardo no era fatalista, pero algunas veces, sentado en la penumbra de la sala de la habitación, legó a sentir el peso de una existencia que sobrepasaba su posibilidad de control y sus fuerzas.

Cuando acabó su relación con Elvira anduvo varias semanas como un sonámbulo, agobiado por el flujo de los recuerdos, de la imagen de la mujer amada, su rostro, el timbre de su voz, las expresiones acostumbradas, esa manera de ser, pese a que Eduardo comprendía (y Elvira también), que la relación tendría que acabar alguna vez.

-Sabíamos que se tenía que terminar -le dijo ella cuando el hombre le propuso separarse.

-Ya sé, Elvira, pero me duele... Yo te quiero, Elvira.

-¡Yo también te quiero! -siguió un largo silencio quebrado sólo por el sonido de la respiración que cruzaba la distancia a través del teléfono.

-Mejor así, Eduardo.

-Perdoname, amor...

-Pero si no tengo nada que perdonarte -respondió ella con voz clara y tranquila-. Todo lo nuestro fue demasiado hermoso, Eduardo. Acordate de eso nomás.

Siguieron los días, pasaron dos meses. Esta vez no se levantaron las treguas. Por fin Eduardo se convenció que la ruptura era definitiva, no como en otras oportunidades en las que Elvira, desenfadada y jovial, volvía a llamarlo para hacerlo rabiar y después de unos cuantos escarceos terminar uno en los brazos del otro, con esa ternura profunda y cómplice que los envolvía cuando se volvían a encontrar luego de la separación.

Esta vez, al comprender que no volvería a ser como antes, Eduardo se sintió preso de un horror frío que circulaba por sus venas congelando y destruyendo cuanto encontraba a su paso.

Sintió miedo. Pero era un miedo diferente. Ubicuo, animal, cierto estado de inconsciencia que lo enfrentaba a ese fantasma del pasado inmediato, a la ausencia de lo que hasta hacía poco fue su alegría y su razón de ser, aun comprendiendo que lo mejor para todos era esa situación.

Comprendió que estaba en medio de una soledad completa, absoluta, sin ambages, sin esperanzas, una soledad alucinada y alucinante, un universo de soledad al cuál se veía arrojado y dentro del cual debería girar, como un cometa loco, sin destino, sin explicación, arrojado al vacío de su propia conciencia, de su propio dolor, de su abandono ante la ausencia de aquello que significó una razón de ser, un cuerpo, una mujer como cualquier otra pero del todo diferente a las demás, y sintió nacer un sordo rencor sin destinatario.

Una mujer que llenó el vacío de sus días, de sus hasta mañana, de sus hola qué tal, sus cómo te va, sus palabras insensatas, sus deseos agotados, su yendo hacia mañana con el único afán de contar un día más, de haber cruzado incólume la barrera de otras veinticuatro horas que se repetirían de nuevo y sin embargo, debería haber algo más. No pudo aceptar que esa mujer, a la que amó, fuera el final de su vida. ¿Acaso ella no lo había amado?

-Sos un gran egoísta, mi amor.

Desde luego, siempre fui un egoísta. Nunca pensé en los demás, me complazco en regodearme con la alegría, la satisfacción de mis deseos, mi sensualidad.

-Te quiero, mi amor, te quiero -exclamó Eduardo conteniendo los sollozos que pugnaban por salir de su garganta.

-Yo también te quiero -respondió Elvira-. Me duele, me siento sola. Es algo que no me ocurrió jamás, mi amor. Lloré como una criatura porque algo tan lindo como lo nuestro no pueda ser...

-¡Ah! -ironizó Eduardo- creí que el llorón era yo, que a vos estas cosas no te hacían mella.

-Eso es lo que vos creés -encendió un cigarrillo y clavó en él esos ojos, expresivos, teñidos de un iris verde oscuro enmarcados bajo sus cejas arqueadas.

-¡Claro que te extrañé!... de repente me aparecías en cualquier parte...

-Entonces en qué quedamos...

-Te amo...

-Yo también, Elvira. Te amo.

Eduardo supo que la única soledad absoluta era la suya. No existía ni existiría otra como ésa. Tomó el libro de poesías que le había regalado Elvira y leyó:


No presagiaba tu amor
Mansedumbre o caudaloso río;
Eras, mujer,
La dermis ansiosa de tus labios,
El dolor mordiente del camino
Vida:
Del verbo sustantivo que conjugo en mi vivir de cada día.
Verbo:
Presencia presentida
A cada instante
Y consumida
En el fuego fatuo
-repitiente-
Del verbo el sustantivo de tu nombre
Vuelve como un niño
Que busca y da
Ternura, sin saberlo.
No lo dijiste,
Lo ignorabas:
Tu amor es el raudal que arrastra y que desborda
Formando las cascadas del olvido

¿Existió la posibilidad de ser felices? ¿Qué diferencia habría de habernos encontrado antes que fuera demasiado tarde para los dos? Elvira era una mujer formada cuando nos conocimos, madura, centrada. Acaso porque teníamos temperamentos distintos fue que surgió la llama que nos volvió amantes tan completos e íntegros el fuego que nos devoró por completo.

No pude, sin embargo, entregarme del todo a ese mayor que reconocí como mío en esa mujer extraña, temblando en mis brazos en esa entrega absoluta con la que gustaba hacer el amor, sin términos medios, y era esa misma entrega, el frenesí de su deseo, ese saber que era mía en los segundos en que ambos éramos sorbidos en un arrebato al sentir sus gemidos de placer y mi estremecimiento postrer, era entonces, por ironía cruel de nuestro destino, cuando la sentía más lejana, más ajena.

¿Hubiéramos sido felices?

La verdad es que de habernos conocido antes, ni ella ni yo seríamos las mismas personas. Éramos tan opuestos, Elvira y yo. Sin ser productos acabados (¿quién lo es!) nuestra formación espiritual, la experiencia que acumulamos a lo largo de la vida, nos llevó a coincidir, caprichosamente, en los hermosos días de ese amor hecho de sufrimiento y alegría.

¿Cómo puede uno juzgar si está bien o mal lo que hace cuando usa como atenuante el argumento del amor que sintió hacia otra persona? ¿quién es el culpable? ¿quién es inocente? ¿Existe un culpable y un inocente?

Raras veces, creo, un hombre y una mujer pueden llegar a sentirse tan unidos y a la vez tan distantes como ocurrió con Elvira y conmigo. Cada encuentro era casi un desafío. Cada separación un resquebrajarse en las arenas movedizas de nuestro amor.

Sin embargo, tanto ella como yo buscábamos esas horas presentidas, esos encuentros, la conversación o la cena, las despedidas rápidas o la locura de terminar haciendo el amor una vez más en su habitación...

-Hay que sentir, Eduardo -me decía-, por eso yo no hago preguntas. Te siento...

-Yo también te siento, Elvira, ¡claro que te siento! Pero quisiera escucharte decir que me querés con mayor frecuencia.

-Y ¡para lo que sirven las palabras! -respondía terca-. Hay que sentir.

-Ya sé..., y te siento.

-Y bueno..., ¿entonces?

La tristeza acompaña a la ausencia, eso es inevitable. Cualquier ausencia y de pronto, las nuestras se hicieron comunes y repetidas.

Tuve que empezar a vivir sin su amor. Sólo en medio del bullicio de mi alrededor, sin tregua para encerrarme a solar y dejar a la memoria, ese pájaro errante y desasosegado que vuelve reiterativo, para arrancar en cada picotazo un trozo del alma ya agonizante y exánime, logrando apenas insinuar otra trémula agonía al sentir tu esencia, imaginando los días futuros sin tener a mi lado el aliento acedo de tu boca cuando después de fumar unes a la mía, ni tu carne, envuelta en el aroma penetrante del perfume habitual que emana de tus senos ansiosos de caricias, en las fugaces horas que fueron nuestras, lejanas aunque perseverantes en sus reflejos sobre la espesa bruma que va y retorna en pleamares nacidos de las profundas corrientes de un mar silencioso, sin los quebrazones de luz que era tu presencia, abatida a mi lado, respirando todavía el anhelo disperso que corrió entre nuestras manos y persiste en descubrir algún placer, olvidado al descuido, mientras duró la embriagadora realidad de estar juntos, asidos a la felicidad donde nos buscamos desde el principio, mirándonos a los ojos que ya no vemos, hundiéndonos mansamente en esa laxitud completa que precede al sueño y durante la cual tu imagen se desdibuja dejando en la retina su brillo, un destello tras el silencio que cubrió tu voz.

Cuando cerraba el año, Eduardo comprendió que una etapa de su vida se encontraba definitivamente cerrada. Lo aceptó con dolor, como si en medio del calor de los últimos días de noviembre se hubiera formado en él, la fría costra de una emoción cada vez más lejana e inasible.

Abrió la puerta cancel y al hacerlo le golpeó el calor de la casa, aposentado en ella tras el encierro de todo el día. Un calor húmedo acompañado del olor dulzón a cosa vieja proveniente de sus libros y revistas guardados en la deslustrada biblioteca de la sala, pero en especial, y eso creía él, a causa de lo vetusto de todo cuanto se guardaba allí adentro: ropas viejas impregnadas de naftalina, colocadas al descuido en el viejo ropero del juego de dormitorio matrimonial, los arcones donde decidió meter todas las pertenencias de Irene cuando se convenció que ella estaba mejor en el patio bajo la santarrita florecida, el baúl verde, donde quedaron escondidas las pequeñas prendas y juguetes de su hija muerta, así como el conjunto mismo de los muebles, el techo carcomido por las termitas y del cual chorrea día y noche un polvillo negro, la humedad de la lluvia traspasando las tejas movidas o rotas y las uniones agrietadas de las paredes, todo sumaba su aliento para acabar por constituir una masa de aire concentrada, densa, que se desplaza en círculos concéntricos, sin renovar jamás su masa, siempre la misma dentro del espacio de las altas habitaciones.

De golpe todo se deshizo y estuvo de nuevo en movimiento, sin voluntad, yendo hacia la luz mortecina que se perdía a lo lejos en la profundidad oceánica de la niebla y las imágenes informes entre las que él mismo no pasaba de ser otra sombra.

-¡Vos siempre hacés lo que querés! -gritó Irene con la voz quebrada y luchando contra el llanto que le apretaba la garganta-. ¡Vos te creés el rey de la creación y no te importa nada de mí ni de tu hija ni de nadie! ¡El rey! A ver, todo el mundo tiene que rendirle pleitesía. Yo no tengo ni para comprarme un calzón y él anda gastando por ahí, emborrachándose y seguro que con una mujer, por eso venís después aquí y te hacés el enojado, vos sí que..., con ese olor asqueroso a alcohol que tenés siempre.

De lejos llegaron hasta él el sonido de las voces que en otras oportunidades le hicieron huir con miedo, con desesperación, atemorizado de encontrarlas y al mismo tiempo sin valor suficiente para escapar y alejarse de ellas, sin tomar la decisión que pudiera cambiar de una vez el rumbo de su vida.

-Nunca hiciste nada para que pudiéramos mejorar, para alcanzar por lo menos un poco de comodidad, algo que me diera la posibilidad de realizarme como mujer. A vos no te importa nada... Claro..., con tus libros y tus amigotes de café es suficiente... Y te sentís halagado porque de vez en cuando viene a jugar al ajedrez el cura ése... ¡monseñor!

-Y claro, don Eduardo tiene una conversación culta e interesante y le invita al viejo cura a tomar whisky y a comer la rica cena que prepara su esposa, es decir, su sirvienta, porque él es el rey, es el señor don Eduardo -abrió con rabia una de las puertas del ropero de donde cayeron al suelo algunas ropas-. ¡Aquí está la vida de su señora esposa! ¡Remiendos y ropas rotas! ¡Porquerías! ¿cuántos años hace que nos casamos? ¿Y qué conseguimos tener hasta ahora? Esta casa que se está cayendo a pedazos y estos trapos que ya dan vergüenza. A mí vos no me quitás ni a la esquina. ¿Te doy vergüenza? O no querés que te vea tu mujer conmigo... Eso es, ¿verdad? Tenés otra y no me podés ver más, estás harto de mí, ¿verdad?, pero como siempre, sos un cobarde y no te animás a dejarme. ¿Vos creés que no me doy cuenta? ¡qué tu hija ni qué nada! Sos un cobarde, como siempre fuiste y recién ahora me doy cuenta..., recién ahora, Dios mío, y yo que pensaba otra cosa. Creí haberme casado con un hombre completo, decidido... ¡Así eras antes!

Eduardo bajó la cabeza y cerró los ojos. En la otra pieza lloraba Anita, asustada con el griterío. Sintió una opresión ardiente en el pecho y el estómago ácido y pesado.

-Siempre procuré hacer lo correcto -se defendió-. No soy un hombre ambicioso. Vos tampoco parecías ser una mujer así. Es doloroso descubrir que los dos estábamos equivocados. Te aseguro, Irene, que yo también estoy desilusionado. Nada, nunca, nada pudo haberme desilusionado tanto como lo que dijiste. En tu opinión, entonces, soy un fracasado...

-¿Y qué otra cosa puede ser un tipo como vos, sin ningún objetivo en la vida? Vos lo único que querés es estar ahí en tu negocio todo el día y después venís aquí y te sentás a leer cuando venís temprano o borracho perdido después de tus francachelas que decís que son reuniones. Y quién va ir adelante así, recorriendo bares con esos vagos de tus amigos, hablando pavadas y emborrachándose como cerdos... Y yo, en casa. Claro, la mujer en la casa, el rey hace lo que se le antoja. Su mujer a remendar y a cuidar su hija. Esa criatura no ha de saber ni que tiene padre... ¡si ni te ve por días!... ¡Qué infeliz soy, Dios mío, por haberme casado contigo y por creer que alguna vez podríamos llegar a ser por lo menos, gente... ¡Te odio!

-Qué lástima Irene -dijo Eduardo sin levantar la vista que mantuvo clavada en el piso.

Salió de la habitación. Levantó de paso una de las sábanas que había caído del ropero y se dirigió a la sala. Se tumbó en un sofá y encendió un cigarrillo. Se dejó sorber por la calma de inconsciente laxitud que precede al sueño y captó, antes de traspasar el umbral, el inmenso silencio que desde hacía un tiempo, se había apoderado de la casa y daba la impresión de ir cambiando su fisonomía.

Eduardo no pudo cerciorarse, pues quedó dormido.

La actividad del día no logró disipar del todo su malestar. Tal vez era un sueño, se dijo, aunque estaba seguro de haber percibido con los sentidos despiertos, esa agitación leve y constante, esas pisadas quedas pero firmes recorriendo sin urgencia los misteriosos vericuetos subterráneos de la casa grande, vieja, de ladrillos cansados y memoria invisible, acosada de achaques y miserias desconocidas para él mismo pero que se le imponían a manera de rechazo, como suele ocurrir cuando se penetra el aliento de ciertas casas extrañas.

-Estoy soñando despierto -se dijo Eduardo hacia las diez de la mañana, mientras tomaba su cafecito habitual en el Polo Norte, rodeado de parroquianos-. Los plagueos de Irene me están volviendo loco. Es poco probable sentir a las hormigas deslizarse... Vaya con la imaginación y las cosas que le ocurren a uno después de pasar una noche durmiendo en el sofá.

Esa noche volvieron a dormir juntos e hicieron el amor después que Irene lloró algo y él la acurrucó en sus brazos, dándole seguridad de su amor.

Cuando despertó al día siguiente, Eduardo no recordaba ya el susurro producido por el deslizarse de las hormigas, que durante la noche terminaron una nueva galería de intercomunicación entre dos túneles que venían cavando desde meses atrás y cuya cámara principal se encontraba justo debajo de la cama donde el día encontró a Eduardo e Irene abrazados y muy juntos, a pesar del calor que comenzaba a cruzar por la ventana abierta sobre el patio, asperjado de rocío y donde la santarrita lucía su vestuario de flores lozanas y denso ramaje verde, colgando hasta el suelo en jirones de color.

Antes de levantarse, Eduardo se apretó más a Irene, que respondió acomodando su cuerpo a la posición del marido y lanzó un pequeño gemido de satisfacción descansada.

El sol quebró la penumbra de la habitación con un haz angosto e indiscreto. Era de día.

La creación coloca en el camino del espíritu creador, trampas y jugarretas.

A veces, como una mujer bonita y honesta, pero coqueta, deja al enamorado acercarse y lo convierte en un elemento accesorio de su decorado, cuando el admirador responde al esquema que la bella gusta ofrecer a ese público social, mezquino y ocioso, siempre dispuesto al chismorreo y a la maledicencia, en especial si a la mujer en cuestión nunca se la pudo descubrir sin el velo de honorabilidad que la engalana, aunque por sus actividades sociales, culturales o de beneficencia se vea rodeada de hombres que en opinión de esos observadores ociosos, son mucho más interesantes, jóvenes o atractivos que el marido de la dama.

Ella sabe de todo esto pero finge desconocerlo. Le sirve de alimento a su vanidad, destaca el brillo de sus ojos, hace más atractiva su sonrisa y se transfigura cuando el nuevo galán expresa hacia ella un interés mayor a lo aconsejado por la prudencia.

No obstante, sigue consciente del juego al que vuelve a lanzarse como tantas veces, acaso recordando las pocas oportunidades que tuvo de perder ese rígido control de la mirada, la sonrisa y sus deseos, para recorrer desbocada por la pradera verde y esplendente de la pasión triunfante o la árida y gris de la melancolía creada por esas aventuras que alguna vez pudieron ser y quedaron aplacadas por su temperamento de mujer decente, su formación espiritual o simplemente, fiel al viejo amor silencioso y persistente, tenaz, surgiendo de las profundidades del alma como un guardián celoso pero discreto que sólo se manifiesta cuando la caída es inminente.

La creatividad es, sin duda, una mujer bonita, honrada, coqueta y escurridiza que si bien puede ceder al impacto de la pasión, casi siempre conserva su cualidad abstracta y lisonjera, juguetona hasta ciertos límites, dulce, sin ser empalagosa, acariciadora e insinuante sin volverse procaz.

Entonces el creador, el iluso o ilusionista, avanza a tropezones por una larga galería de espejos donde cada tanto se bifurca el sendero, abriéndose a otros nuevos pero idénticos, que reproducen la silueta amada, ya más cerca y enseguida más lejana, sonriente y hermosa, prometedora y sutil, dejando en el aire el aroma del perfume de su cuerpo y tras esa invitación, el cazador se adentra en el laberinto de espejos que trasforman su propia imagen y acaba por perder la noción de su identidad, convertida en una nueva ilusión.

A mí siempre me gustó escribir, y a veces la imaginación me absorbe tan completamente que me descubro construyendo castillos en el aire, creando mundos inverosímiles o aventuras fantásticas cuyas fronteras son los ensueños y por cuyos lindes me dejo arrastrar.

Entones me convierto en una canoa que flota a la deriva en la inmensidad del mar.

Sin embargo, aun cuando me gusta divagar (esta palabra es más apropiada que soñar para describir mis escapadas), nunca he perdido el contacto con la realidad, como suele suceder con los auténticos poetas, que viven su universo de irrealidades reales y de realidades falsas, aun cuando los tiempos que nos toca vivir, tan ausente de romanticismo, no permiten que el común de los mortales se aleje demasiado del pragmatismo obligado de cada día, en especial si el sujeto es una persona con obligaciones, compromisos que cumplir y documentos mensuales que levantar.

Descubrí la gran aventura de escribir siendo una criatura.

Hasta casi puedo fijar con exactitud la oportunidad cuando se develó ante mí el misterio y me resultó asequible, o tal vez fueron cierta timidez y una marcada introspección de mi carácter, las causas que influyeron más en mí para buscar en este silencioso mundo de la creación, un paliativo a mis falencias.

Pero no es una investigación psicológica acerca de mi carácter lo que me empuja a desarrollar estas líneas sino la conciencia de saber que cuanto acontece y sigue, son diferentes formas de encarar la vida, de administrar las emociones, de desenvolverse en el amor, dominar los deseos, evitar el egoísmo y en fin, de vivir en la propia compañía, a lo que se ve obligado cada ser humano.

Ocurre que cuando se publica una obra, sea novela o cuentos y más raramente poesía, ya que ella es de por sí una expresión subjetiva e íntima, los lectores en general y los amigos del autor en particular, se acercan a él sonriendo con socarronería maliciosa, como alguien que comparte un secreto embarazoso y le lanza de sopetón: «Esta novela (o este cuento) es biográfico, ¿verdad? A vos te pasó lo que estás contando», o bien «ésa experiencia tiene que ser de tu vida real, o si no, no ibas a poder contarla así ¡tan bien!, con tanto lujo de detalles y exponiendo con claridad y entusiasmo las diversas peripecias de tus personajes».

Al principio me sentía cohibido o irritado.

Cuando apareció mi primera novela y me encontré arrojado a ese mundo que tanto deseaba conocer y a la vez temía, debí enfrentar el aluvión de preguntas y conjeturas creadas alrededor de la obra, no porque fuera demasiado valiosa o importante sino porque la gente es curiosa y le gusta meterse en la vida ajena, la mayor parte de las veces con malicia, otras sin ellas, pero siempre escarbando para saber qué ocurre tras la puerta de esas pequeñas ciudadelas de cada familia, detrás de cuyos muros se desenvuelven tragedias, comedias, dramas, germinan locuras, se apaciguan males, se esconden taras vergonzosas o vergüenzas inconfesables. Amor, odio, envidia, misericordia, humillación, humildad, dedicación, fe, risas, llanto, dolores y alegrías. Todo ello bullendo, todo vivo, todo girando dentro del constante ciclo de vida, muerte y resurrección.

No sabía qué responder y tartamudeaba, explicando que algunas cosas podrían considerarse como autobiográficas y otras no, pero que sin embargo, eran también vivencias personales, sin que hubiesen ocurrido nunca; que la primera persona del singular no expresa el yo que soy yo, y a veces, un personaje hablando en primera persona es menos el autor que otro a quien éste hace hablar en tercera persona, con todo lo cual terminaba haciéndome un lío tremendo y mis interlocutores acababan convencidos que lo peor de lo narrado en la historia eran cosa mía y lo bueno y noble, producto de mi imaginación.

Con el tiempo me despreocupé cada vez más de la opinión de los lectores, escurriéndome siempre que me fue posible de aquellos conocidos interesados en profundizar más allá de la palabra escrita y la idea encerrada en ellas. Les respondía con cierta sorna insolente, que al autor no se debería conocer, pues los prejuicios del lector influyen sobre los juicios que se forma de la obra, lo cual, a más de ser injusto para el autor, es inmoral por parte del lector, quien tendría que leer la obra como si el creador no fuera aquel Pepito, que cuando era chico se sorbía los mocos, que en su adolescencia fue la víctima de los muchachos del vecindario y después ya maduro, se convirtió en uno de esos tránsfugas advenedizos de los que tanto abundan por ahí.

Los personajes de esta historia, por ejemplo, darían sobrados motivos para interrogar: ¿está describiendo sus propias experiencias? ¿trata de esconderse tras alguno de los personajes en particular o, fuera de la ambientación no existe, en esta novela, otra cosa que el relato imaginario de situaciones que buscan plasmar una época, hacer una descripción de costumbres, sin que participe el autor sino en estos paréntesis abro una y otra vez en la narración por el simple placer de introducirme en las paginas de la historia?

Hay un poco de cada cosa.

Los personajes flotan, al principio de una novela, como sombras inestables e indefinibles, algo semejante a las imágenes de un sueño, el cual al despertar, deja la vaga sensación de su ocurrencia y uno recuerda luego, horas después y ya en medio del trajín cotidiano, que muy poca o ninguna relación guarda con lo soñado en la noche pasada.

De golpe se pregunta, pero ¿cuándo ocurrió esto? o ¿dónde lo conocí a este tipo de quien ahora me acuerdo tan claramente? Enseguida se cae en la cuenta de estar reviviendo el sueño de la noche y ese mundo oscuro y subterráneo, donde el pensamiento fluye libre, cuando dormimos, retorna para asediarnos con la astuta insistencia que suelen tener los niños cuando se proponen conseguir algo de los mayores.

Después de cierto tiempo ya están viviendo en la obra, como los hijos que tienen con algo de irresponsabilidad indolente algunas parejas que miran, desorientadas, el fruto de sus refocilos, como si éstos no fueran el resultado natural del apasionado desenfreno de sus horas de amor.

Y cuando están afuera, sobre la tierra, vivos y exigentes, ¡es otra cosa el canto con la guitarra!

Hay que alimentarlos, educarlos, enseñarle buenos modales, darles comprensión y cariño y, por supuesto, dedicarles tiempo.

Luego maduran, se rebelan contra la autoridad paterna, antes absoluta, hasta que por último, en una forma u otra, se independizan, para crear nuevos grupos dejando atrás y fuera de sus vidas, a sus progenitores.

Los hijos de la creación artística no se apartan demasiado de este esquema. Al principio, toda obra no es sino una nebulosa informe, lejana, desconocida.

El progenitor vive su tiempo inconsciente de la existencia de ellos. Tiene sus propios problemas que requieren atención inmediata y urgente: hay alquileres que pagar, cuotas de colegio, ropa y zapatos, reuniones en el club, discusiones con los amigos, política, fútbol o mujeres. Temas repetidos, es cierto, pero de invariable actualidad y que absorben por completo la atención del creador, aun cuando en lo más profundo de su cosmogonía, signados por el destino, se vayan gestando los estratos espirituales de nuevos cuerpos que pronto estarán listos para ver la luz a través de ese padre frívolo e indiferente, que aunque los alimenta en su seno, ni siquiera los presiente.

A veces ocurre un aborto, o varios.

Aunque por lo general destruyo los originales que no me satisfacen cuando van llegando a la tercera o cuarta páginas, hubo casos en que aferrado a una idea, hice todo lo posible por darle vida, aun consciente de estar manipulando un cadáver. Era inútil, pero yo no quería reconocerlo aun consciente de la inutilidad del esfuerzo, porque una materia inerte no es más que eso, materia muerta, no importa los adornos que uno quiera endilgarle.

Sin embargo, hay ocasiones en que soy más empecinado que una mula aunque no quiero reconocerlo. Esa cualidad me llevó a avanzar una vez en un camino que lo sabía bien, no conducía a ninguna parte y terminaba perdiéndose en la maraña espesa e infranqueable de su nulidad. Sólo al tropezar con esa barrera decidí detenerme y reconocí mi error, abandonando ¡por fin!, la carrera insensata.

Fue así que destruí cerca de doscientas cuartillas mecanografiadas de una novela que había expirado, a lo sumo, después de la quinta página. Terminé por arrojar todo a la basura. Habían pasado dos años.

Para entonces tenía comenzada esta novela, pero los fantasmas que se movían dentro de ese universo me resultaban artificiosos y vagos y por lo mismo, no les prestaba demasiada atención.

La terminé rápido, con rabia y cierta frustración por haber perdido a quien consideraba un buen hijo, esa novela aniquilada que ni llegó a tener nombre, a diferencia de ésta que primero tuvo nombre y luego apodo y éste es el momento en que aún no la pude concluir.

Después de unos años de hacerle dormir el sueño de las letras, la gramática y la ortografía (supongo que en su mundo onírico éstos serán los sueños y las pesadillas de un trabajo literario), la saqué de la gaveta de los papeles viejos, donde también están esperando poesías, cuentos iniciados y sin terminar, algunos apuntes muy interesantes de finales inesperados y originales que sólo necesitaban un argumento que los hilvanara, pues muchas veces me acosan los finales de algo que no está principiado y otras veces, trabajos de brillantes inicios quedan arrumbados en la susodicha gaveta a causa de que no encontrarles el final adecuado.

Pero guardo todo, por si acaso.

Leí pues el Segundo horror de arriba abajo y me produjo una decepción tan profunda que estuve tentado a destruirla, al igual que a la otra, pero me contuve.

Como un padre afectuoso me dediqué a ella. Volví a mirarla con cariño. Sí, había cosas que se podían salvar. La idea general era interesante. Los personajes también, pero por otro lado, tuve que soportar páginas y páginas tediosas que eliminé sin misericordia.

Por un año no la volví a leer. En esa época no escribí una sola línea de temas literarios. Nada. Me dediqué a otros trabajos más lucrativos. Las letras fueron condenadas a un ostracismo cruel. Hasta dejé de frecuentar los lugares donde habitualmente se reúnen los muchachos. Fui perdiendo contacto con ellos. En una palabra, me hice humo.

Sólo más tarde volví a comenzar. Desempolvé los papeles -y lo digo en sentido estricto- pues estaban bastante sucios. Leí la novela. Corregí algunas cosas, taché otras, agregué nuevos capítulos y tras meses de dedicación, esas sombras difuminadas e informes de personajes a quienes conocía en alguna de sus facetas personales, adquirieron contornos cada vez más nítidos.

Aquellos a que me acompañaron desde muchos años atrás, como Rolo, Lelia, la abuela, Arnaldo y Eduardo, fueron avasallados por la presión de las sombras casi perdidas de otras épocas.

El propio Eduardo, que era casi una proyección, se apoderó de la historia por más de dos años alimentándola con su vida y su amor obsesivo hacia Elvira. Y ella, gracias al poderoso conjuro de Eduardo, que salvando las barreras de la tumba y el tiempo la trajo de nuevo a la vida, dejó de ser un momento escurridizo e insignificante, perdido en el encuentro en una calle de Asunción de dos ancianos que fueron amantes en su juventud, para adquirir sus personalidades propias y exigentes de las cuales ya no pude escapar.

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