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Segundo libro de pingüinos

Esculturas en madera de Compostela

[IV]

A Puerto Rico, en donde pude desarrollar mis fantasías
sobre los pingüinos.

COMPOSICIÓN Y DIRECCIÓN

José A. Torres Martinó [V]

Prólogo

La obra de Compostela
por Enrique A. Laguerre


     Parece que a Francisco Vázquez Díaz (Compostela) se le destinó a vivir en el vórtice de la tormenta durante sus años más jóvenes. Todavía en los veintes, inmigrante en Madrid desde su nativa Santiago de Compostela, intentó realizar, clandestinamente, su primera exposición de esculturas policromadas, que la Guardia Civil estorbó. En París, sus primeras tallas de pingüinos provocaron la ira de un sacerdote y, en consecuencia, sobrevino la pérdida del taller compartido.

     Todo esto eran débiles signos del caos que caía sobre Europa y que luego se extendió al mundo entero. En la Guerra Civil española se probaron las armas que habrían de utilizarse en la Segunda Guerra Mundial. Esta se desencadenó, inevitablemente, a fin de los treintas. Francisco Vázquez Díaz fue a dar a un campamento de concentración. Eso en el Sur de Francia. De allí, luego de haber sobrevivido a horrendos atropellos -de los que aún conserva traumas físicos y espirituales- pudo emigrar a Santo Domingo, de Santo Domingo a Puerto Rico.

     Es indispensable poner de relieve estas experiencias traumáticas de Compostela para apreciar mejor su obra artesana y artística. Una sonrisa, un gesto, la mano que palpa la quijada, una pulla traviesa, en el fondo cargada de dolorosas experiencias vitales, son las señales que nos llevan al encuentro de todo cuanto dejó a su paso la tormenta. Sin embargo, Compostela ha preferido procurarse alivio con las fábulas de sus pingüinos. Dice él, casi inocentemente, que con ellos intenta poner de manifiesto «un humorismo sin controversia.»

     Es probable. Comenzó en París con la talla de pingüinos corrientes; luego, andando el tiempo, intensificó el matiz humanizador, en el que no es difícil descubrir los traumas vitales aflorándose en gestos y actitudes al parecer inocuos. Son, sin duda, expresión catártica: con ellos ha querido Compostela expurgar los venenos que los horrores del caos dejaron en su ánimo y en su organismo.

     Pullas e indirectas aparte, lo cierto es que una de las particularidades más distintivas de Compostela es la de esforzarse por frenar los comentarios inoportunos. Entonces sonríe y se palpa la quijada. Parte del comentario suprimido -quizá lo mejor- irá a manifestarse en [VI] sus pingüinos, espejos de su conciencia. Con ellos ha acertado a reírse de sí mismo y del prójimo, aliviar heridas aún abiertas.

     Otros desplazados llegaron con él a Puerto Rico; pero muy pocos de ellos consiguieron expurgar traumas a través de la creación y la sonrisa conmiserativa; más bien probaron la anestesia artificial: acercarse a los gobernantes, buscar influencias, sacar palomas del sombrero, hacer dinero, en fin, tratar de obtener el mejor partido posible del Establecimiento. Compostela, por el contrario, se retrae, observa sonreído, algo burlón; procura fundar un hogar puertorriqueño con fundamentos de comprensión, en ambiente creador. Sin comprometer su personalidad ni la estimación que de sí misma debe tener toda persona honrada, sabe que en Margot Arce, su mujer, encontró la expresión que, unida a la suya, criaron el hogar que tanto debió anhelar después de la tormenta.

     Entre los atributos que más distinguen a Compostela están el sereno orgullo, el sentido de gratitud, la paciente capacidad para realizar el oficio que su vocación le impone.

     Fiero amor propio el suyo, sin ser ofensivo, que le prohíbe anestesiarse artificialmente y mucho menos adquirir bienes materiales con los medios que la adulación y el sometimiento ofrecen. Prefiere trabajar calladamente, sin hacer concesiones que lesionen su esencial independencia individual. Y si alguna concesión hace, cae ésta en el plano de los afectos: su amor hogareño, su mujer, sus hijos, sus discípulos, sus amigos. Por vía de la pingüinización se descargan los malos humores aunque siempre trate de imprimirle una nota de compasivo humorismo, hasta de paradójica ternura, ya que, después de todo, sus figuras son hijas de su enteriza originalidad creadora. Dice él que «no hay dinero para comprar mis pingüinos; son mi particular modo de expresión.»

     Es curioso observar que, pese a su compulsión conversadora - que algunos de los que han escrito sobre él han señalado- dé Compostela impresión de apreciable reserva, de «lado oculto de la luna», de actitud más reticente que explícita; situación que, creo yo, parece esclarecerse en sus figuras, las cuales han alcanzado «traicionar» a su autor, para provecho de la creación artística.

     Sin comprometer su independencia ni abjurar su fe de español íntegro (¿no fue Galicia el primer reino cristiano de la reconquista cristiana?), conmueve el profundo sentido de gratitud de Compostela. Recuerda con cariño a Santo Domingo porque lo acogió en un momento difícil de su vida. Mientras pule sus tallas, acaricia con apacible complacencia el aceitillo dominicano que da cuerpo a esas figuras, aunque lamente que ya no encuentre la madera en Puerto Rico. Tal parece que el artista quiere corresponder la hospitalidad encontrada, no sólo con la formación de un hogar caloroso de puertorriqueñidad, sino con amorosos esfuerzos por descubrir las materias de donde ha de arrancar el cuerpo de sus figuras. En Quebradillas descubrió la piedra rosada para los bustos de Antonio Luchetti y Miguel Pou; en Caguas, el mármol para los bustos de José de Diego y Luis Muñoz Rivera. El mármol con fósiles de Barranquitas es materia que aprovecha para algunas de sus obras. Trasmitió esta preferencia a su discípulo Tomás Batista.

     Compostela no desdeña la labor artesana; al contrario, la aprecia profundamente. Maneja con deleite el cincel y la gubia, aún para el desbaste tedioso, en pleno disfrute anticipado del encuentro creador. Con él madrugarán sus sonrisas y su satisfacción; sobre todo, cuando los contornos se hicieren más definidos y comenzaren a revelar los secretos que no se consiguieron en la comunicación verbal.

     Su malicioso humorismo llega al punto de querer despistar con fechas, sólo para llamar la atención de que es la obra en sí lo que cuenta. Menudo lío se les formará a los críticos del futuro. También Borges, el escritor argentino, despista maliciosamente, con citas caprichosas. [VII]

     Fuera de la imaginería popular, en Puerto Rico no hubo nunca tradición escultórica. Francisco Vázquez Díaz la inició en su taller del Instituto de Cultura, de donde han salido ya escultores como Tomás Batista y Rafael López del Campo. La última exposición de Batista - diciembre de 1973- en una de las salas del antiguo Convento de los Dominicos, es exaltado mudo tributo al maestro.

     Dije entonces -El Mundo, 20 de diciembre- que «en sus pocos años de vida artística Batista ha creado más de medio centenar de robustas e impresionantes esculturas; son, en conjunto, conmovedor canto a las expresiones geográficas, históricas y míticas de nuestra patria; dentro de la variedad de temas, destácanse los patricios, la trinidad étnica puertorriqueña, el folklore, la religión... La intención mítica rebasa la perceptible huella histórica o geográfica y se nos da la Isla en espíritu.» He aquí la dedicada orientación del maestro.

     Compostela ha vivido más de treinta años en Puerto Rico. El anterior rector de la Universidad de Puerto Rico, Doctor Juan B. Soto, le dio la primera oportunidad de realizar aquí labor de taller; oportunidad permanente de formar escuela se la dio el Instituto de Cultura. Al retirarse, allí quedó su discípulo Tomás Batista como director. En 1970 el Instituto publicó las fotografías de muchas de sus más celebradas tallas. Ahora, a los 75 años de edad, publica el presente volumen, que es más bien expresión de afecto a su hogar puertorriqueño. En su casa de Ciudad Nueva, en Hato Rey, se conserva la valiosa colección de sus obras, más valiosa por su condición original, hijas de la inspiración y el oficio gustosos. Ante la atención de muy pocas personas se ha presentado un detalle creador que pone de relieve las cualidades personales de este cordial ser humano que es Compostela: las tallas de una cama-cuna y de una cama en donde reposaron sus años infantiles sus hijos. El amor paternal y la intención de exaltar a su patria adoptiva le condujeron a destacar motivos de la fauna y de la flora puertorriqueños: el coquí, la palma real (sus estipes como columnas), la hoja del árbol de pan, la caña de azúcar, la guajana, la hoja de plátano...

     Estas primorosas expresiones de afecto son quizás lo más entrañable de la obra de Compostela; pero aún así, quedan sus pingüinos como la más elocuente manifestación de todo cuanto el artista quiere comunicar luego de su choque con un mundo que no consiguió anestesiarlo artificialmente. Aunque trate de disimularlo, en esa obra se advierte la angustia de la incomunicación de estos tiempos. Adalberto Linares sugería que tal vez estos pingüinos de Compostela representan a los seres que decidieron eliminar los vuelos, por simple apatía...

Enrique A. Laguerre

A 10 de abril de 1974. [VIII]-[IX]

Contenido
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Yo, mayor de edad, no me hago responsable de los parecidos que la gente encuentre entre las figuras de este libro y personas reales.
No tengo la culpa de que haya tanto pingüino fuera del polo.



Biografía

     Francisco Vázquez Díaz nace en Santiago de Compostela en 1898. Trabaja en distintos talleres compostelanos y en 1920, marcha a Madrid para ampliar sus conocimientos artísticos. El primer día del año 1927 hace su primera exposición de esculturas en las escaleras del Congreso por no disponer de un local apropiado para exponer sus obras. Adopta el seudónimo de Compostela en recuerdo de su ciudad natal porque se entera que en Madrid hay dos artistas que se apellidan también Vázquez Díaz y no quiere ser el tercero en discordia. Por Compostela se le conoce en los medios artísticos y el seudónimo ha llegado a suplantar el nombre.

     Con motivo de celebrarse en Sevilla la Exposición Iberoamericana de 1929 es encargado de la decoración del pabellón de Galicia y reside algún tiempo en la capital andaluza. En el año de 1930 se le concede una pensión para ampliar estudios en el extranjero, y se traslada a París en donde reside dos años. A su regreso a España ya se había proclamado la Segunda República.

     Al finalizar la llamada Guerra Civil (1936-1939) sale de España y es internado en campos de concentración de refugiados en Francia, país que no estaba en guerra con el suyo. Permanece allí de febrero a diciembre de 1939. Llega a Santo Domingo a finales de ese año y en octubre de 1940 viene a la Universidad de Puerto Rico, invitado por el rector, Dr. Juan B. Soto, para dar unas demostraciones de talla directa en madera y exponer sus esculturas. En 1942 se casa con Margot Arce de cuya unión nacen tres hijos.

     Al crearse el Instituto de Cultura Puertorriqueña es nombrado director del taller de escultura y desempeña este cargo hasta su jubilación en 1968. Dos de los más destacados escultores jóvenes puertorriqueños -Batista y López del Campo- se forman bajo su dirección.

     Ha realizado algunos monumentos en piedra destinados a honrar la memoria de distinguidos puertorriqueños: el poeta P. H. Hernández, el actor cómico, Diplo, el soldado, García Ledesma; también ha hecho la mascarilla de ilustres personalidades de la política y del arte.

     Su obra escultórica verdaderamente original es la colección de pingüinos humanizados y satíricos, como se puede apreciar en el libro publicado por el Instituto de Cultura Puertorriqueña en 1970 y en el presente libro. También tuvo el acierto de descubrir en una cantera de Barranquitas un hermoso mármol negro, veteado de fósiles, y de pulirlo para sacar a luz su gran belleza.