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ArribaAbajoSexta parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha


ArribaAbajoCapítulo XIII

Cómo don Quijote salió de Zaragoza para ir a la corte del rey católico de España a hacer la batalla con el rey de Chipre


Atormentaron tanto las trazas de la desvanecida fantasía del desamorado manchego su triste juicio y desvelado sosiego, que cuando empezaban sus ojos a tomar alguno a la madrugada, tocaron al arma de tal suerte las fantasmas de los dislates quimereados en el sentido común, que, siéndolo en todos sus miembros la alteración que, por esta causa y la que dio con ella un sueño que tuvo de que había entrado por traición en aquel castillo el soberbio Bramidán para matarle con ella más a su salvo, cogiéndolo descuidado, se levantó furiosísimo en su busca, como si realmente supiera que estaba en casa, y con la vehemente aprehensión y cólera desto iba diciendo:

-Espera, traidor,   -fol. 87r-   que no te valdrán trazas, estratagemas, embustes ni encantamientos para librarte de mis manos.

En esto, se puso la celada, peto y espaldar, y, tomando la adarga y lanzón, iba mirando por todas partes. Salió luego a la sala, en la cual vio claridad que salía por la puerta de un aposentillo, que, por amanecer ya y estar la ventanilla dél entreabierta, entraba la primera luz de la clara aurora por ella. Entróse, ciego de rabia, en el dicho aposento, y quiso la desgracia que era el en que dormía el triste Sancho, y, como se había acostado cansado y tarde, habíase dormido medio cubierta la cabeza, junto a la cual se había dejado el grande guante que le había él mesmo encomendado y era el gaje del desafío que el rey de Chipre, Tajayunque, había hecho con él la noche antes.

Antojósele a don Quijote, en viendo el guante, que era el compañero del que él había dado en guarda a Sancho, y que el que dormía era el mismo gigante, que, de cansado de escalar el castillo por la ventana, se había echado a reposar hasta hallar ocasión de poder ejecutar lo que pensaba a su salvo, con muerte del mismo don Quijote. Con esta quimera, pues, le dio luego con el lanzón un terrible porrazo en las costillas, diciendo:

-Así pagan los traidores y alevosos las traiciones que urden. ¡Muere, vil Tajayunque, pues lo merece hacer quien, teniendo tales enemigos como tú en   -fol. 87v-   mí tienes, duerme descuidado!

Despertó Sancho a las voces y golpe, medio aturdido; y, apenas se sentó en la cama para levantarse y ver quién le daba tan buenos días, cuando ya don Quijote, que había arrojado el lanzón, le dio una grande puñada en los hocicos, diciendo:

-¡No hay qué levantarte, traidor, que aquí morirás!

Empezó Sancho a vocear, saltando de la cama lo mejor que pudo, y, saliendo a la sala, decía:

-¿Qué hace, señor? ¡Que ni yo he escalado el castillo ni soy sino su escudero Sancho!

-No eres sino Bramidán, traidor -dijo don Quijote-, que bien se echa de ver en el guante con que te he hallado, compañero del que ayer me arrojaste cuando aplazaste el desafío.

Estaban los dos en camisa, porque don Quijote, con la imaginación vehemente con que se levantó, no se puso más de celada, peto y espaldar, como queda dicho, olvidándose de las partes que por mil razones piden mayor cuidado de guardarse. Sancho también salió en camisa, y no tan entera como lo era su madre el día que nació. La sala estaba algo escura, y como con esto y con la cólera no acabase don Quijote de conocer a Sancho, mas porfiaba en que le había de matar, y estaba tan terco en esto cuanto Sancho lo estaba en invocar santos en su ayuda, en vocear y pedir socorro.

Alborotóse la casa a las voces de ambos, que eran tantas, que bien se podía llamar casa de locos, pues lo eran   -fol. 88r-   los principales que la regocijaban; y, saliendo de sus aposentos en camisa algunos criados para apaciguar la cuestión y ver quién la movía, fue su salida echar leña al fuego, porque en viéndolos don Quijote a todos de una librea, antojósele que eran gigantes de nuevo venidos allí por arte de encantamiento para ayudar al encantado Bramidán. Y con esta quimera empezó a jugar del lanzón por todas partes, con tanto desatino, que aquí derribaba al uno, acullá descalabraba al otro, y todo tan a su salvo, por haber salido sin ningunas armas, que era un juicio oír los gritos y maldiciones de los heridos. Y lo peor fue que para asegurarse de ellos, cerró tras sí el aposento de Sancho y se puso con el lanzón en la puerta de los criados, diciendo:

-¡Veamos si todos juntos, oh viles malandrines, me ganaréis la famosa puente deste inexpugnable baluarte!

Levantaba Sancho las voces al cielo llamando a don Álvaro, el cual, sospechando todo lo que podía ser, abriendo las ventanas de su aposento y tomando la espada en la mano, vestido de una ropa larga de damasco, salió con chinelas a la sala, y, pasmado de las figuras que vio y del miedo y llanto de tres o cuatro pajes suyos, y de ver que don Quijote estaba echando bravatas con el guante en la mano, se puso para apaciguar aquella tragedia al lado de Sancho, diciendo:

-¡Ea, señor don Quijote, mueran los bellacos!   -fol. 88v-   Que aquí estamos Sancho y yo prestos para dar la vida en servicio de vuesa merced y en defensa de su honra y en venganza de sus agravios. Pero, para que lo podamos hacer todo como deseamos, refiéranos vuesa merced luego los que ha recebido y de qué gente; que, por vida de cuanto puedo jurar, juro de tomar venganza ejemplar de sus contrarios al punto.

-¿Quiénes han de ser los míos -dijo don Quijote-, sino los descomunales jayanes, insolentes gigantes que tienen por oficio ir por el mundo haciendo tuertos, forjando desaguisados, agraviando princesas, ofendiendo dueñas de honor y, finalmente, trazando otras traiciones iguales a la que contra mi persona y valor había trazado esta noche el insolente Bramidán de Tajayunque, que, por arte de encantamiento, acompañado desos malendrines que vuesa merced ahí vee, había escalado este fuerte castillo para darme muerte a traición, medroso de la que tenía por cierto le daría yo esta tarde en la plaza del Pilar si comigo salía en la aplazada batalla? Pero no se le han logrado sus intentos, que por secreto aviso del sabio Lirgando, en cuyo castillo estuve en Ateca, y por cuyas manos recebí la salud y fuerzas que las del furioso Orlando con mil desaforadas feridas me había quitado, he sabido que había escalado esta fortaleza para cogerme a su salvo y descuidado. Pero, estándolo él, mi buena diligencia le ha cogido con   -fol. 89r-   el hurto en las manos y con este guante, adorno de las suyas y compañero del que tiene Sancho; y por ello las mías se han dado la debida priesa y diligencia en acabar con él. Y hiciéralo presto, si vuesa merced no saliera a enfrenar mi furia en compañía de Sancho; pero debo al uno, por mercedes recibidas, y al otro, por fidelísimos servicios, toda buena correspondencia y paga.

-¡A fe que me la dio -dijo Sancho- bonísima! Tal se la dé Dios a vuesa merced y a sus huesos. ¿Qué le deben los míos, señor, para molérmelos a palos al amanecer? Que ni yo soy Bramidán ni Parteyunques; bramidos sí que los dan todos mis miembros al cielo, cansados de verse molidos, ya en castillos, ya por caminos y ya en melonares.

-Ésa es mi queja -dijo don Quijote-, hijo Sancho. ¿Ques posible que a ti te ha ahora aporreado el desaforado Bramidán? ¡Oh, perro vil, soez y de ruin ralea, que en mi fidelísimo escudero has puesto las manos! Por todos los doce signos del Zodíaco, te juro que me lo has de pagar al momento.

Iba en esto a segundar los palos en los pajes con una furia infernal, pero, bajándose por la escalera ellos y deteniéndole don Álvaro a él, hubo de dar los golpes en vacío. Y así, con esto y con la impaciencia de Sancho que se daba a treinta mil diablos de ver que su amo, después de haberle muy bien aporreado, echaba la culpa a Bramidán, vino a decir a don Álvaro con mucha humildad don Quijote:

  -fol. 89v-  

-En trance tan preciso, negocio tan arduo, peligro tan grave y suceso tan estraño, deme vuesa merced el consejo que le pareciere será bien siga; que no saldré dél un punto.

-Más de espacio -dijo don Álvaro- se ha de hacer la consulta de tan inaudito caso. Y así, hasta el debido tiempo y hasta saber con resolución deste mal gigante y la que ha tomado acerca de si saldrá o no a la plaza, me parece debe vuesa merced recogerse en su aposento, sin mostrarse en público para más asegurarle; que en lo demás yo haré los oficios que debo en buscarle y espiarle, y lo mismo hará Sancho por su parte, que harto por contento se debe vuesa merced tener por ahora de haberle ahuyentado y obligado a que se dejase en su poder ese guante, que será perpetuo testigo, así de su cobardía como del valor dese brazo.

Parecióle bien a don Quijote el consejo, y, sin más replicar, se entró en su aposento, adonde, volviéndose a desarmar, se acostó muy satisfecho de la vitoria alcanzada. Cerróle la puerta don Álvaro para más asegurarle, y, estándolo de que no podía salir, llamó a los pajes, que estaban no poco desatinados de la pesada burla, y, consolándolos lo mejor que pudo con representación de que no había que hacer caso ni que quejarse de cosas de un loco, sino guardarse dél y dellas, les mandó se vistiesen para acompañarle fuera de casa los que estaban menos descalabrados para poderlo hacer.   -fol. 90r-   Entróse, hecho esto, en su aposento a vestirse y mandó a Sancho trujese en él su ropa de aquel en que había dormido, porque quería le hiciese compañía y le entretuviese en él mientras se vestía, pues podría hacer él allí lo proprio. Pero estaba Sancho tan medroso, que le dijo:

-Vuesa merced perdone; que, por las encías, barras y huesos de mi rucio, le juro de no entrar más en ese aposento ni tomar la ropa que tengo en él en todos los días de mi vida, aunque sepa andarme en cueros, que más valía nuestro padre Adam y lo andaba. ¡Cuerpo de mi sayo! Habiéndome sucedido dentro lo que me ha sucedido, ¿quiere vuesa merced que en entrando vuelva otra vez mi amo hecho un Roldán y me acabe de moler por el lado derecho, como lo ha hecho por el izquierdo, para igualar la sangre, pensando que otra vez ha vuelto a revestirse en mí Partejunques? ¡Bonita ha sido la burla! Yo se la daré a vuesa merced de cuatro la una que se ponga en mi lugar, en mi cama y sufra de mi amo lo que yo he sufrido. Harto hago en no salirme luego de casa y dejarle; pero no quiero perder lo que tengo ganado por mi buena lanza (o por la mala de mi amo, que mala se la dé Dios), que es el gobierno de la primera península que conquistará, que tantos días ha me tiene ofrecido.

Rióse don Álvaro infinito de su simplicidad y miedo, y, entrando él mismo en el aposento, le arrojó afuera la ropa, la cual, tomándola Sancho   -fol. 90v-   bajo el sobaco, se entró con don Álvaro en su aposento, siguiéndole y vistiéndose dentro con la misma sorna que lo iba haciendo don Álvaro; pero iba diciendo tantas simplicidades todo el dicho tiempo, que, aunque duró más de hora y media el detenerse ambos dentro, se le hizo un instante a don Álvaro.

Apenas se había acabado de vestir y salir del aposento, para tratar de hacerlo de casa, con fin de ir a la de don Carlos a darle cuenta de la sucedida aventura y a reír della con él, tomando ocasión para nuevos entretenimientos del desvanecimiento de don Quijote, en materia de tener ojeriza con Bramidán, cuando vio subir por la escalera de su casa al secretario de don Carlos, autor de la burla primera, que venía de parte de su amo, bien ajeno desta, a tratar con él de una ida que a la Corte se le ofrecía de repente para concluir el casamiento de su hermana con un titular de la Cámara, deudo suyo, por cartas que, para emprenderla, acababa de recebir con un proprio. Holgóse don Álvaro con la nueva, por ser de tanto gusto para su amigo, y también porque se le ofrecía la mejor compañía que podía desear para su vuelta hasta la Corte, que pensaba hacer luego; y, después de haber hablado en este negocio y de cosas concernientes a él, le dijo:

-El mayor inconveniente que hallo para efectuar mi partida es el no saber cómo desembarazarme   -fol. 91r-   de don Quijote, porque es imposible, yendo con él, ir con la diligencia necesaria, pues a cada paso se le ofrecerán aventuras y historias que habrá menester muchos días para reírlas y apaciguarlas, como la que ahora se le acaba de ofrecer, la más donosa del mundo, con que me ha dado tanto que reír a mí como a otros que llorar.

Y, contándosela muy por estenso, se hizo cruces el secretario del disparate, y eso mismo le dio pie para decirle:

-Antes es de importancia que demos orden, si a vuesa merced le parece, que pieza tan singular y que es tan de rey, entre por nuestra industria en la Corte para regocijarla; y eso habemos de procurar todos.

-No holgaría yo poco -dijo don Álvaro- de que él allá llegase, como fuese yendo por diferente camino, y no con nosotros, sino de suerte que hiciese el viaje a su modo con Sancho, de manera que cuando llegásemos allá, o dentro de breves días, topásemos con él para darle a conocer.

-Traza se me ofrece a mí luego -dijo el secretario- para hacer se haga todo muy a nuestro gusto, y más ahora que él está con la quimera de que Bramidán se le ha escapado de miedo por los pies. Y, para efetuarla, déjeme vuesa merced disfrazar y poner en traje de negro, que con él entraré delante de todos los de casa a darle un recado como criado del mismo Bramidán, desafiándole con él, de su parte, para que dentro de cuarenta días, so pena   -fol. 91v-   de cobarde, se presente en la Corte a ejecutar en ella la batalla y desafío aplazado, atento que no tiene para él por siguro este lugar, donde tiene tantos amigos, padrinos y aficionados.

Pareció tan aguda la invención a don Álvaro, que, alabando por ella al secretario, le rogó se entrase luego en su aposento para hacer el disfraz de la suerte que mejor le pareciese. Hízolo así en un instante, porque halló muy a mano en él cuanto podía desear para el efeto. Disfrazado, pues, y salido a la sala, llamó don Álvaro a todos sus criados, con uno de los cuales envió a sacar de la cocina también a Sancho, que ya estaba en ella dando buenos días a sus tripas con lo que le había ofrecido el cocinero cojo, compadecido en parte de la lástima con que le había contado los palos que su amo le había dado porque, por ilusión del demonio, le había topado en su cama en figura de Bramidán. Y subido él y puesto al lado dellos, que, no sabiendo el misterio, estaban pasmados de ver aquel hombre vestido con una ropa de terciopelo negro y, debajo della, una calza de color de obra, con bonete muy aderezado de camafeos y plumas, cargado el cuello de cadenas y joyas, con dorados tiros y espada, grande cuello y el rostro tiznado todo, y lo mesmo las manos, llenos sus dedos de sortijas y anillos, y estaba en fin tal, que parecía un rey negro de los que pintan en los   -fol. 92r-   retablos de la Adoración, dijo don Álvaro:

-Ahora que hay testigos, y tan abonados, podréis, noble mensajero, decir quién sois y lo que queréis.

-Al invicto príncipe manchego don Quijote -replicó el secretario- busco, a quien traigo una importante embajada; y sé que posa en este gran palacio.

-Sí posa -añadió don Álvaro-, y en ese cuarto le podréis hablar.

Y, abriendo luego la puerta del aposento de don Quijote, le entró en él con todos los demás, diciendo:

-Aquí tiene vuesa merced, señor don Quijote, un embajador de no sé qué príncipe.

Y, dicho esto, levantó don Quijote la cabeza y, visto el negro, le preguntó qué embajada traía y de parte de quién, diciendo todo esto con voz desentonada. El secretario respondió:

-¿Eres tú, por ventura, el Caballero Desamorado?

-Ese soy yo -replicó don Quijote-. ¿Qué es lo que quieres?

-Caballero Desamorado -dijo luego con grande boato el secretario-, Bramidán de Tajayunque, rey potentísimo de Chipre y señor mío, me envía a ti, príncipe, para que te haga saber cómo se le ha ofrecido cierta aventura e ayer acá en la corte del rey de España, a la cual no puede dejar de acudir luego; y en parte huelga dello, por sacarte para el desafío en la plaza mayor de Europa, y donde tengas menos padrinos que tendrías en la desta ciudad. Para aquélla, pues, te desafía y reta, con plazo de que hayas de comparecer en ella armado   -fol. 92v-   de todas armas dentro de cuarenta días; que allí quiere probar si todas las cosas que el mundo publica y dice de ti son verdaderas, pues confirmará tu opinión el ánimo que mostrares en no faltar a tan precisa obligación y justo reto. Donde no, irá por todos los reinos y provincias del orbe publicando tu cobardía y la poca opinión que mereces por eso. Ocasión se te ofrece de augmentarla, lo que no creo que hagas, peleando con un príncipe de las fuerzas que tiene mi rey, y en puesto en que, saliendo con vitoria, serán la nobleza de España testigos de cómo quedas por legítimo rey y señor, por la fuerza de tu invencible espada, del ilustre y ameno reino de Chipre, en el cual podrás hacer gobernador de Famagusta o Belgrado, que son las dos principales ciudades suyas, a un fiel escudero que me dicen tienes, llamado Sancho Panza, proprio por su buen natural y escuderil vigilancia, para regirles, pues en ellas se crían los fértiles árboles que producen las sabrosas albondiguillas y dulces pellas de manjar blanco.

Sancho, que había estado escuchando al mensajero, haciéndosele la boca agua de oír nombrar albondiguillas y manjar blanco, le dijo:

-Dígame, señor negro (¡así tales Pascuas le dé Dios como él tiene la cara!), esas dos benditas ciudades de Buen Grado y Fambre Ajusta, ¿están pasado más allá Sivilla y Barcelona o de esta otra parte   -fol. 93r-   hacia Roma y Constantinopla? Que daría un ojo de la cara porque nos partiésemos luego para ellas.

-Por ventura -dijo el secretario- sois vos el escudero del Caballero Desamorado?

Él entonces, poniéndose muy derecho, haciendo piernas y aderezándose los bigotes, le dijo, con voz arrogante, soñándose ya por gobernador de Chipre:

-Soberbio y descomunal escudero, yo soy ese por quien preguntas, como se echa de ver en mi filosomococía.

Aquí se le agotó a don Álvaro todo el sufrimiento de disimulación que había tenido, y hubo de volver el rostro, diciendo:

-¡Oh, mi don Carlos, y qué paso te pierdes!

Disimuló cuanto pudo con todo eso la risa, y prosiguió el secretario diciendo:

-Respóndeme con brevedad, Caballero Desamorado, porque tengo de alcanzar al gigante mi señor, que va ya camino de Madrid con mucha prisa.

-Tal se la han dado mis manos -dijo don Quijote- para no ir por la posta. Pero decilde que vaya seguro de que acudiré dentro del aplazado tiempo, que las mismas manos y bríos me terné allí que he tenido aquí esta madrugada. Pero bien hace de dilatar la batalla cuarenta días, para tener siquiera esos de vida quien la ha tenido tan jugada poco ha. Id con esto en paz, y agradeced sois mensajero, y, por serlo, tenéis salvoconducto, según buenas leyes, en todas las naciones, por más contrarias que sean; que si no, sobre mí que pagárades la traición   -fol. 93v-   de vuestro amo y el mal tratamiento que ha hecho a mi fiel escudero cogiéndole durmiendo.

El secretario se despidió medio riendo, y, a la que llegaba a la puerta del aposento, le llamó Sancho, diciendo:

-¡Ah, señor negro!, por los palos que dice mi amo que el suyo me dio, lo cual no creo, que me diga si el gobernador de esas ciudades, que tengo de ser yo, es señor disoluto de todas esas alhondiguillas que dice.

-Sí, hermano -respondió el secretario.

-Pues andad con Dios -dijo Sancho-; que presto iremos allá mi señor y yo con Mari Gutiérrez, que es mi mujer, como saben Dios y todo el mundo.

-Bien podéis -dijo el secretario-; que también ha de gobernar con el que rige la tierra la mujer suya a las mujeres de Chipre.

-Pardiez -dijo Sancho-, mi mujer no sabrá más gobernar que mi rucio; y más, que si yo me empiezo a entretener entre aquellas alhondiguillas, no se me acordará más de la gobernaduría que si no naciera para ello.

Fuese el secretario; y, volviéndose al aposento de don Álvaro, se desnudó y lavó, y volvió a vestir sus vestidos, sin que los criados lo echasen de ver, porque de industria su amo los había entretenido con Sancho y don Quijote, hablando de la embajada y haciendo mil disparatados discursos y trazas sobre ella, hasta que le pareció habría tenido tiempo el secretario de hacer lo que habemos dicho hizo, y de volverse a su casa y dar cuenta de todo a   -fol. 94r-   don Carlos, como realmente lo había ya hecho.

Desde este día, siempre daba Sancho prisa a su amo que fuesen a Chipre, y cada mañana se levantaba con esta oración, hasta que le dijo don Quijote que no podía ir allá sin matar primero en pública batalla, en la plaza de Madrid, al gran Tajayunque, rey de aquel reino.

Don Álvaro se fue a ver con don Carlos y a tratar así de la partida como de los dislates de don Quijote y de la determinación con que quedaba por la embajada del negro escudero de Tajayunque; y, concertados de que se partirían ambos con los demás caballeros granadinos amigos suyos dentro de dos días, se volvió a casa a dar calor a la partida de don Quijote, para desembarazarse dél. Llegó de vuelta a casa y habló en ella a don Quijote, y aprestando su viaje con tanta diligencia, que poca necesidad tuvo de valerse de la suya don Álvaro para despedirle; porque, en viéndole, le dijo don Quijote:

-No permite mi reputación, señor don Álvaro, que me detenga más un día en esta ciudad, sino que me es forzoso salir luego della y ir a los alcances de mi soberbio contrario. Vuesa merced me tenga por escusado, si con tan pocos cumplimientos agradezco las mercedes recebidas; pero viva seguro de que por ellas tendrá en mí un alquitrán de sus enemigos, un rayo de sus émulos y mil Hércules, Héctores y Aquiles en este brazo invencible,   -fol. 94v-   para castigar las injurias que sólo con el pensamiento le hicieren los que mal le procuraren, aunque sean los mesmos gigantes que fundaron la torre de Babilonia, si de nuevo volviesen a resucitar sólo para ello.

Y, volviéndose a Sancho, le dijo:

-Ea, Sancho, ensilla presto a Rocinante, pues te va tanto a ti en la brevedad del negocio como a mí, por la feliz gobernación que esperas.

-Sí espero -dijo Sancho-; pero también nos espera bajo una muy buena comida, y no es razón perderla ni hacer agravio de no comerla al cocinero cojo, mi grande amigo, que por mi respecto me dijo denantes la ha aderezado con la mayor elegancia y policía que pueden imaginar cuantas imágines hay en las boticas y tiendas de todos los pintores del nuevo mundo. Y a fe que por ello le he ya ofrecido llevar a Chipre y helle allá rey de los cocineros y adelantado de las cazuelas, pues es más sabio en cosas de platos que lo fue Platón, o Plutón, o como diablos le llaman los boticarios.

Alabó mucho don Álvaro el parecer de Sancho, y así, mandó poner las mesas por su voto; que si aguardaran el de don Quijote en esta parte, jamás se tratara de comer. Hiciéronlo todos juntos con gusto luego, dándoles una muy buena comida el cocinero, que estaba prevenido de que lo hiciese, porque aguardaba don Álvaro nuevos convidados y de consideración, si bien después se le   -fol. 95r-   quedó con ellos don Carlos cuando fue a visitarle, porque ya les halló con él tratando de su partida, cuya nueva se iba publicando.

Acabado de comer, ensilló Sancho a Rocinante y armó a su amo, el cual, subiendo con lanza y adarga luego a caballo, se salió de casa con una presteza increíble, despedido de don Álvaro con esperanzas de verle en la Corte, adonde le había ofrecido acudir para apadrinarle sin falta en el desafío. Enalbardó también Sancho a su jumento; y, echando en sus alforjas, por mandado de don Álvaro, los relieves de pan y carne que de la mesa habían sobrado, que no eran pocos, envueltos en una toalla, se despidió con mil aleluyas, disparates y promesas de su gobernación de Chipre, de amo y criados; y, tras esto, cargó al rucio de las alforjas y maleta y de sus repolludos cuartos, arreándole aprisa para ir, como él decía, en busca de su señor don Quijote y en alcance del soberbio Bramidán.




ArribaAbajoCapítulo XIIII

De la repentina pendencia que tuvo Sancho Panza con un soldado que, de vuelta de Flandes, iba destrozado a Castilla en compañía de un pobre ermitaño


No pudo Sancho alcanzar a su amo, por mucha diligencia que se dio para hacello, hasta a la salida de la ciudad, donde le halló parado frontero el Aljafería, que, de corrido de la   -fol. 95v-   grita de los muchachos que llevaba tras sí, no se atrevió irle aguardando. Pero hízolo en dicho puesto, seguro dellos, con la compañía de un pobre soldado y venerable ermitaño, que iban a Castilla y Dios le deparó, con quienes le halló hablando. Iban ambos a pie, y empezaron a caminar viendo lo hacía don Quijote luego que llegó Sancho; el cual se maravilló de verle platicar con mucha atención con el soldado, preguntándole de dónde venía, coligiéndolo de que oyó decir al soldado venía de servir a Su Majestad en los estados de Flandes, donde le había sucedido cierta desgracia, la cual le forzó a salir del campo sin licencia, y que en los confines de los estados y del reino de Francia le habían desvalijado ciertos fragutes y quitado los papeles y dineros que traía.

-¿Cuántos eran ellos? -dijo don Quijote.

-Cuatro -respondió él-, y con bocas de fuego.

Salió Sancho, oyendo la respuesta, diciendo:

-¡Oh hideputa, traidores! ¿Y bocas de fuego traían? Yo apostaré que eran fantasmas del otro mundo, si ya no eran ánimas de purgatorio, pues que decís que echaban fuego por las bocas.

Volvió el soldado a mirar a Sancho y, como le vio con las barbas espesas, cara de bobo y rellenado en su jumento, pensando que era algún labrador zafio de las aldeas vecinas, y no criado de don Quijote, le dijo:

-¿Quién le mete al muy villano en echar su cucharada donde no le va ni le viene?   -fol. 96r-   Yo le voto a tal que le dé, si meto mano, más espaldarazos que cerdas de puerco espín tiene en la barba; que no debe de saber tengo yo más villanos como él apaleados que he bebido tragos de agua desde que nací.

Sancho, que oyó lo que el soldado había dicho, dando muchos palos a su asno, arremetió para él con intento de atropellarle, diciendo:

-Vos sois el puerco espín y medio celemín, y el tragador de puercos espines y medios celemines.

El soldado, que no sabía de burlas, metió mano, y, sin que el ermitaño ni don Quijote lo pudiesen estorbar, le dio media docena de espaldarazos, y, asiéndole de un pie, le echó del asno abajo; y prosiguiera en darle de coces si don Quijote no se pusiera en medio; el cual, dando con el cuento del lanzón al soldado en los pechos, le dijo:

-Teneos, mucho en hora mala para vos, y tened respecto siquiera a que estoy yo presente y que este mozo es mi criado.

El soldado, reportándose, dijo:

-Perdone vuesa merced, señor caballero, que no entendí que este labrador era cosa suya.

Ya se había Sancho levantado en esto, y, con un gentil guijarro que había cogido del suelo, comenzó a decir a grandes voces:

-Quítese, mi señor don Quijote, de delante y apártese, dejándome solo con él, que yo le haré, de la primer pedrada, que se acuerde de la grandísima puta que le parió.

El ermitaño se asió dél, y no podía detenerle, según estaba de colérico.   -fol. 96v-   Mas ya que reportó su furia un poco, dijo:

-¡Cuerpo de mi sayo, señor don Quijote! -Yo no le dejo a vuesa merced en sus aventuras, sin hacerle ningún estorbo? Pues, ¿por qué, siendo así, no me deja a mí también con las que Dios me depara? ¿Cómo quiere que aprenda yo a vencer los gigantes? Y, aunque este pícaro no lo es, bien sabe vuesa merced que en la barba del ruin se enseña el barbero.

El ermitaño le dijo:

-Hermano, no haya más; por caridad, soltad la piedra.

Sancho respondió que no quería si primero aquel jayán no se daba por vencido. Llegó al soldado el ermitaño, diciéndole:

-Señor soldado, este labrador es medio tonto, como ha podido colegir de sus razones; no haya más, por amor de Dios.

-Digo, señor -dijo el soldado-, que yo quiero ser su amigo, por mandarlo su reverencia y este señor caballero.

Llegáronse todos a Sancho, y dijo el ermitaño:

-Ya este soldado se da por vencido, como vuesa merced quiere; sólo falta sean amigos y que le dé la mano.

-Quiero, pues, antes, y es mi voluntad -respondió Sancho-, ¡oh soberbio y descomunal gigante, o soldado, o lo que diablos fueres!, ya que te me has dado por vencido, que vayas a mi lugar y te presentes delante de mi noble mujer y fermosa señora, Mari Gutiérrez, gobernadora que ha de ser de Chipre y de todas sus alhondiguillas, a quien ya sin duda debes de conocer por su fama; y, puesto de rodillas delante della, le digas de mi parte   -fol. 97r-   cómo yo te vencí en batalla campal. Y si tienes por ahí a mano o en la faltriquera, alguna gruesa cadena de hierro, póntela al cuello para que parezcas a Ginesillo de Pasamonte y a los demás galeotes que envió mi señor Desamorado cuando Dios quiso fuese el de la Triste Figura, a Dulcinea del Toboso, llamada por su proprio nombre Aldonza Lorenzo, fija de Aldonza Nogales y de Lorenzo Corchuelo.

Y volvióse, dicho esto, a don Quijote, diciendo:

-¿Qué le parece, señor don Quijote, a vuesa merced. ¿Hanse de her desta manera las aventuras? ¿Parécele que les voy dando en el hito?

-Paréceme, Sancho -dijo don Quijote -, que el que se llega a los buenos ha de ser uno dellos, y quien anda entre leones a bramar se enseña.

-Eso sí -dijo Sancho-, pero no a rebuznar quien va entre asnos; que, de otra suerte, días ha que podría ser ya maese de capilla de semejantes monacillos, según ha tiempo que ando con ellos. Pero he aquí la mano con el diablo, tómela con mucha alegría y vanagloria, señor soldado, y seamos amigos usque ad mortuorum. Y en lo de la ida al Toboso a verse con mi mujer, yo le doy licencia para que lo deje por ahora.

Y abrazándole, sacó de las alforjas un pedazo de carnero fiambre de los relieves que traía en ellas, y se lo dio; y el soldado, con un zoquete de pan que tenía guardado en la faltriquera, refociló su debilitado estómago. Subió luego   -fol. 97v-   Sancho en su rucio, y comenzaron a caminar todos poco a poco; y don Quijote dijo a Sancho:

-Reflectión e estado haciendo, hijo Sancho, de lo que acabo de ver has hecho agora; y de ello colijo que con pocas aventuras destas te podrás graduar meritísimamente de caballero andante.

-¡Oh, cuerpo de Aristóteles! -dijo Sancho-, júrole por el orden de escudero andante que recebí el día que mantearon mis güesos a vista de todo el cielo y de la honestísima Mari Tormes, que si vuesa merced me dice cada día dos o tres docenas de liciones en ayunas, que está el ingenio más quillotrado de lo que tengo de her, que me obligase dentro de veinte años a salir tan buen caballero andante como le haya de Zocodover al Alcaná de la imperial ciudad de Toledo.

El soldado y ermitaño comenzaron a ir conociendo el humor de los compañeros con quien iban. Pero, al fin, don Quijote los convidó a cenar aquella noche y otras dos que anduvieron juntos, y poco a poco, hasta tanto que, cerca de Ateca, les dijo a boca de noche:

-Señores, yo y Sancho, mi fiel escudero, tenemos de ir forzosamente esta noche alojar en casa de un amigo clérigo. Vuesas mercedes se vengan con nosotros, que él es hombre de tan buenas entrañas y tan cumplido, que a todos nos hará merced de recebir y dar posada.

Como iban los dos tan flacos de bolsa, acetaron fácilmente el envite; y así, se fueron juntos para el lugar, y   -fol. 98r-   don Quijote preguntó, antes de llegar a él, al ermitaño cómo se llamaba; el cual le respondió que su nombre era fray Esteban, y que era natural de la ciudad de Cuenca, y por habérsele ofrecido cierto negocio, había ido forzosamente a Roma, pero que ya se volvía a su tierra, donde sería bien recebido, y podría ser ofrecerse ocasión en que le pagase en ella la merced que le hacía en este camino. El soldado le dijo luego, preguntando también de su nombre, que se llamaba Antonio de Bracamonte, natural de la ciudad de Ávila y de gente ilustre della. Tras lo cual, llegaron juntos al lugar y fuéronse derechamente en casa de mosén Valentín; y llegando a su puerta, se apeó Sancho de su asno y, entrando en el zaguán, comenzó a dar voces, diciendo:

-¡Ah, señor mosén como se llama! Aquí están sus antiguos huéspedes, que vuelven a herle toda merced y honra, como se lo rogó hiciesen cuando íbamos a las justas reales de Zaragoza.

Salió la ama a las voces con un candil en la mano; y, como conoció a Sancho, entró corriendo a su amo, diciéndole:

-Salga, señor; que aquí está nuestro amigo Sancho Panza.

Salió el clérigo con una vela en la mano; y, como vio a don Quijote y a Sancho, que ya estaban apeados, diola a la ama y fuese para don Quijote y, abrazándole, le dijo:

-Bien sea venido el espejo de la caballería andantesca con el bueno y fiel escudero suyo Sancho   -fol. 98v-   Panza.

Don Quijote le abrazó también diciendo:

-A mí me pareció, señor licenciado, que fuera cometer un grave delito si, pasando por este lugar, no viniera a posar y recebir merced en su casa con estos reverendo y señor soldado, que conmigo vienen haciéndome bonísima compañía.

A lo cual respondió mosén Valentín, diciendo:

-Aunque yo no conozca a estos señores sino para servirles, basta venir con vuesa merced para que les haga el servicio que pudiere.

Y, volviéndose a Sancho, le dijo:

-Pues, Sancho, ¿cómo va?

-Bien a su servicio -respondió Sancho- Pero la mula castaña de su merced ¿está buena? Que me dijeron personas de mucho crédito en Zaragoza que había estado malísima de ciática y pasacólica, de una gran cólera que había tomado con el macho del médico, y que a causa deso no podía atravesar bocado de pan.

Mosén Valentín se reyó mucho y le respondió:

-Ya le pasó esa indisposición y enojo, y está ahora bonísima y a vuestro servicio, besándoos las manos por el cuidado.

Y, tras esto, dijo a los huéspedes:

-Entren todos vuesas mercedes en mi aposento, y aderezarse ha, mientras reposan en él, de cenar.

Entraron todos, y el buen mosén Valentín hizo aderezar una muy buena cena, regalando a don Quijote y a los huéspedes con mucho amor y voluntad. Servía Sancho a la mesa, sin desembarazar jamás el pajar, porque siempre traía la boca llena. Al cual dijo mosén Valentín:

  -fol. 99r-  

-¿Qué es de aquella joya, hermano Sancho, que me prometistes traer de las justas de Zaragoza? ¿Así cumplen su palabra los hombres de bien?

-Sólo prometo a vuesa merced -dijo Sancho- que si hubiéramos muerto aquel gigantazo del rey de Chipre, Bramidán, que yo se la hubiera traído tal y tan buena como la hayan tenido gigantes en este mundo; pero yo creo que antes de muchos días llegaremos a Chipre, que ya no puede estar muy lejos, y, en matándole, déjeme a mí el cargo.

-¿Qué gigante es ése -preguntó mosén Valentín-, o qué Chipre? ¿Es por desgracia como la aventura del morisco melonero que los días pasados llamábades Bellido de Olfos?

Y, tomando la mano don Quijote para responderle, contó punto por punto todo lo que en Zaragoza les había sucedido con el gigante en casa de don Carlos, juez de la sortija, en que él ganó en pública plaza unas agujetas del cuero de la ave fénix; y lo que después, a la madrugada, le había sucedido con el mismo gigante Bramidán en la posada de su amigo don Álvaro Tarfe, la cual había escalado por encantamiento para matarlos a todos dentro della a traición y escusar así el haber de salir al desafío que con él tenía aplazado para la tarde del mismo día en la plaza del Pilar, de donde temía había de salir vencido.

-Pero saliólo, si no de la plaza dicha, a lo menos de la posada de don Álvaro, en la cual le di mil lanzadas   -fol. 99v-   y palos.

-¡A mis costillas las dio, cuerpo non de mis zaragüelles -dijo Sancho-; y muy buenos!

-Ése fue, Sancho, el gigante -replicó don Quijote-, que, no pudiéndose volver al asno, se volvió a la albarda.

-Es verdad que al asno no pudo llegar, porque estaba en la caballeriza -añadió Sancho-, pero pluguiera a Dios hubiera yo tenido encima la albarda cuando me dio los palos el gigante, vuesa merced o la puta que los parió a ambos, como la tuve cuando venimos desde el melonar, bien aporreados, hasta esta misma casa santa y sacerdotal, huérfanos, yo de mi rucio y vuesa merced de Rocinante.

Celebraron todos las verdaderas simplicidades de Sancho, y mosén Valentín, como ya conocía el humor de don Quijote, cayó en cuanto podía ser, y dijo al ermitaño y soldado:

-Que me maten si algunos caballeros de buen gusto no han hecho alguna invención de gigante para reír con don Quijote.

Oyólo Sancho, que estaba tras su silla, y dijo:

-No, señor, no crea tal, que yo mesmo le vi, por estos ojos que saqué del vientre de mi madre, entrar por la sala de don Carlos. Y más, que le traen las armas cinco o seis docenas de bueyes en carros y la adarga es una grandísima rueda de molino, según él mismo dijo. Y es imposible mienta un tan gran personaje, de quien se lee en las mapamundis se come cada día seis o siete hanegas de cebada.

Acabaron de conocer en esto el soldado   -fol. 100r-   y ermitaño que don Quijote era falto de juicio y Sancho simple de su naturaleza; y, viéndolos mosén Valentín mirar con mucha atención a don Quijote, dijo al soldado le hiciese merced de decirle su patria y nombre, todo a fin de divertir las locuras y quimeras que tenía don Quijote si continuaban en darte pie. El soldado, que tenía tanto de discreto y noble cuanto de plática militar, conoció luego el blanco a que tiraba con la pregunta su cortés huésped y así dijo:

-Yo soy, señor mío, de la ciudad de Ávila, conocida y famosa en España por los graves sujetos con que la ha honrado y honra en letras, virtud, nobleza y armas, pues en todo ha tenido ilustres hijos. Vengo ahora de Flandes, adonde me llevaron los honrados deseos que de mis padres heredé, con fin de no degenerar dellos, sino aumentar por mí lo que de valor y inclinación a la guerra me comunicaron con la primera leche. Y, aunque vuesa merced me ve desta manera roto, soy de los Bracamontes, linaje tan conocido en Ávila, que no hay alguno en ella que ignore haber emparentado con los mejores que la ilustran.

-¿Hallóse -dijo mosén Valentín- vuesa merced acaso en Flandes cuando el sitio de Ostende?

-Desde el día en que se comenzó -dijo el soldado- hasta el en que se entregó el fuerte, me hallé, señor, allí; y aún tengo más de dos balazos, que podría mostrar, en los muslos y este hombro medio tostado   -fol. 100v-   de una bomba de fuego que arrojó el enemigo sobre cuatro o seis animosos soldados españoles que intentábamos dar el primer asalto al muro, y no fue poca ventura no acabarnos.

Mandó, acabada la cena, mosén Valentín alzar la mesa; y, tras esto, él y don Quijote, que comenzó a gustar de la miel de la batalla y asalto, cosas todas muy conformes a su humor, rogaron al soldado les contase algo de aquel tan porfiado sitio; el cual lo hizo así con mucha gracia, porque la tenía en el hablar, así latín como romance. Mandó antes de empezar tender sobre la mesa un ferreruelo negro y que le trajesen un pedacito de yeso; y traído, les dibujó con él sobre la capa el sitio del fuerte de Ostende, distinguiendo con harta propriedad los puestos de sus torreones, plataformas, estradas encubiertas, diques y todo lo demás que le fortificaba, de suerte que fue el verlo de mucho gusto para mosén Valentín, que era curioso. Díjoles tras esto de memoria los nombres de los generales, maestros de campo y capitanes que sobre el sitio se hallaron, y el número y calidad de las personas que, así de parte del enemigo como de la nuestra, allí murieron, que, por no hacer a nuestro propósito, no se dicen aquí. Sólo referiremos lo que de Sancho Panza cuenta la historia en esta parte, y es que, como hubiese escuchado con mucha atención lo que el soldado decía   -fol. 101r-   de Ostende, y como era tan fuerte, y que nos había muerto tantos maestres de campo y un número infinito de soldados, y que costó el ganarle tanto derramamiento de sangre, salió tan a despropósito como solía, diciendo:

-¡Cuerpo de quien me hizo! ¿Y es imposible que no hubiese en todo Flandes algún caballero andante que a ese bellaconazo de Ostende le diera una lanzada por los ijares y le pasara de parte a parte, para que otra vez no se atreviera a hacer tan grande carnicería de los nuestros?

Dieron todos una gran risada, y don Quijote le dijo:

-Pues no ves, animalazo, que Ostende es una gran ciudad de Flandes puesta a la marina?

-Hablara yo para mañana -dijo Sancho-. Pardiez que pensé que era otro gigantazo como el rey de Chipre que vamos a buscar a la Corte, donde le toparemos, si ya no es que de miedo nos huya por arte de encantamiento; que ya todas nuestras cosas ha días que van tan encantadas, que temo que no se nos encante alguna vez el pan en las manos, la bebida en los labios y todas las bascosidades cada una en el baúl en que la depositó Naturaleza.

Mosén Valentín, interrumpiendo la plática, se levantó de la mesa por parecerle se hacía tarde, y que si se daba lugar a las preguntas y respuestas de amo y escudero, habría para mil noches, y así les dijo:

-Señores, vuesas mercedes vienen cansados, y paréceme será hora de reposar. El señor don Quijote   -fol. 101v-   ya de la otra vez sabe el aposento en que lo ha de hacer. Este señor y el reverendo, pues son compañeros de camino, no se les hará de mal serlo esta noche de cama, pues la falta dellas me obliga a suplicárselo. Sancho, con esta candela, vaya y desarme a su amo y después súbase a su camaranchón; y, finalmente, vámonos todos a dormir.

Fuese Sancho alumbrando a su amo, y el soldado y ermitaño siguieron a mosén Valentín, que, asiéndoles por la mano, les paseó un breve rato por la sala, contándoles todo lo que la otra vez le había pasado con don Quijote, de que quedaron maravillados; pero no tanto cuanto lo quedaran a no haberle visto hacer de Zaragoza hasta allí, por los caminos y en todas las posadas, cosas que un insensato no las hiciera, poniéndoles con ellas y con sus desaforadas palabras en mil contingencias a cada paso. Con todo, quedaron de común acuerdo de procurar probar con todas sus fuerzas, por la mañana, si le podrían reducir a que dejase aquella vanidad y locura en que andaba, persuadiéndole con razones eficaces y cristianas lo que le convenía y dejarse de caminos y aventuras y volverse a su tierra y casa, sin querer morir como bestia en algún barranco, valle o campo, descalabrado o aporreado.

Reposaron la noche con harta comodidad todos; y, venida la mañana, apretaron el negocio de la reducción de don Quijote. Pero   -fol. 102r-   todo fue trabajar en vano; antes le dieron motivo sus amonestaciones a que se levantase más temprano (que en la cama le cogieron para con más quietud poderle hablar) y mandase, como mandó con mucho ahínco a Sancho, ensillase a Rocinante, queriéndose partir sin desayunarse. Y, viendo mosén Valentín que era perder tiempo el darle consejo, hubo de callar; y, dándoles de almorzar a todos, dio a don Quijote ocasión de hacer lo que deseaba, que era salir de su casa, como lo hizo, con los demás.

Despedidos todos primero con mucho comedimiento del honrado clérigo y de su ama, pusiéronse camino de Madrid; pero, apenas hubieron andado tres leguas, cuando comenzó a herir el sol, que entonces estaba en toda su fuerza, de manera que les dijo el ermitaño, como más cansado y más anciano:

-Señores, pues el calor, como vuesas mercedes ven, es excesivo y no nos faltan para hacer la concertada jornada más de dos pequeñas leguas, paréceme que lo que podríamos, y aun debríamos hacer, es irnos a sestear hasta las tres o cuatro de la tarde allí donde se ven apartados del camino aquellos frescos sauces, que hay una hermosa fuente al pie dellos, si bien me acuerdo; que después, caído el sol, proseguiremos nuestro camino.

A todos agradó el consejo, y así, guiaron hacia allá los pasos, y, cuando llegaron cerca de dichos árboles, vieron sentados   -fol. 102v-   a su sombra dos canónigos del Sepulcro de Calatayud y un jurado de la misma ciudad, los cuales, por esperar como ellos a que pasase el calor del sol, se acababan de asentar allí. Llegaron todos, y el ermitaño, saludándoles muy cortésmente, les dijo:

-Con licencia de vuesas mercedes, mis señores, yo y estos caballeros nos asentaremos en esta frescura a pasar en ella un rato la siesta, mientras la inclemencia del calor se modera.

A lo cual respondieron ellos, con muestras de gusto, que le tendrían grandísimo en gozar de tan buena compañía las cuatro o cinco horas que allí pensaban estar. Y uno dellos, maravillado de ver aquel hombre armado de todas piezas, preguntó al ermitaño al oído qué cosa fuese, a lo cual respondió que no sabía otra cosa mas que, cerca de Zaragoza, había topado con él y aquel labrador, su criado, hombre simplicísimo, y que, a lo que imaginaba, se había vuelto loco leyendo libros de caballerías; y con aquella locura, según estaba informado, había un año que andaba de aquella suerte por el mundo, teniéndose por uno de los caballeros andantes antiguos que en tales libros se leen; y que si quería gustar un poco dél, que le diese materia en asentándose allí y oiría maravillas.

En esto, llegaron a ellos don Quijote y Sancho, que habían estado quitando el freno a Rocinante y la albarda al rucio; y, después de haberse saludado todos, le dijo   -fol. 103r-   uno de aquellos canónigos que se quitase las armas, porque venía muy caluroso y allí estaba en parte segura, donde todos eran amigos. A lo cual respondió don Quijote le perdonase, que no se las podía quitar jamás si no era para acostarse, que a eso le obligaban las leyes de su profesión. En esto, se asentó con gravedad, y ellos, que vieron su resolución, no quisieron porfiarle más; y así, después de haber tratado de lo que más le agradaba un rato, dijo don Quijote:

-Paréceme, señores, ya que habemos de estar aquí cuatro o seis horas, que pasemos el tiempo de la siesta con el entretenimiento de algún buen cuento sobre la materia que mejor les pareciere a vuesas mercedes.

Sentóse en esto Sancho, diciendo:

-Si no es más desto, yo les contaré riquísimos cuentos, que a fe que los sé lindos a pedir de boca. Escuchen, pues, que ya comienzo: «Érase que sera, en hora buena sea, el mal que se vaya, el bien que se venga, a pesar de Menga. Érase un hongo y una honga que iban a buscar mar abajo reyes...»

-Quítate allá, bestia -dijo don Quijote-; que aquí el señor Bracamonte nos hará merced de dar principio a los cuentos con alguno digno de su ingenio, de Flandes o de la parte que mejor le pareciere.

El soldado respondió que no quería replicar ni escusarse, porque deseaba servirles y dar juntamente materia para que alguno de aquellos señores contase algo   -fol. 103v-   curioso, supliendo la falta que de serlo ternía el siguiente trágico suceso.




ArribaAbajoCapítulo XV

En que el soldado Antonio de Bracamonte da principio a su cuento del rico desesperado


-«En el ducado de Brabante, en Flandes, en una ciudad llamada Lovaina, principal universidad de aquellas provincias, había un caballero mancebo llamado monsiur de Japelín, de edad de veinte y cinco años, buen estudiante en ambos derechos, civil y canónico, y dotado tan copiosamente de los bienes que llaman de Fortuna, que pocos había en la ciudad que se le pudiesen igualar en riqueza. Quedó el mancebo, por muerte de padre y madre, señor absoluto de toda ella, y así, con la libertad y regalo (a las que sacan a volar y precipitarse mocedades pródigas, con peligrosos pronósticos de infelices fines), comenzó a aflojar en el estudio y a andar envuelto en mil géneros de vicios con otros de su edad y partes, sin perder ocasión de convites y borracheras, que en aquella tierra se usan mucho.

»Sucedió, pues, andando en estos pasos, que un domingo de Cuaresma dirigió acaso los suyos a oír un sermón en un templo de padres de Santo Domingo, por predicarle un religioso   -fol. 104r-   eminente en dotrina y espíritu, donde, tocándole Dios al libre y descuidado oyente en el corazón con la fuerza y virtud de las palabras del predicador, salió de la iglesia trocado, de suerte que comenzó a tratar consigo proprio de dejar el mundo con toda su vanidad y pompa y entrarse en la insigne y grave religión de los Predicadores. Encargó en este presupuesto toda su casa y hacienda a un pariente suyo para que se la administrase algunos días, en que pensaba hacer una precisa ausencia, con cargo de que le diese fiel cuenta della cuando se la pidiese. Tras esto, se fue a Santo Domingo y, hablando con el religioso predicador, le descubrió su pecho. En resolución, como era hombre de prendas singulares y conocido por ellas de todos, fue fácil darle luego el hábito, como, en resolución, se le dio en dicho convento.

»Vivió en él con mucho gusto y muestras de ejemplar religioso por espacio de diez meses. Pero nuestro general adversario (que anda dando vueltas como león rabioso buscando a quién tragarse, como dice en no sé qué parte la Escritura), para daño de su conciencia, trajo a aquella universidad dos amigos suyos que habían estado ausentes de Lovaina algunos meses, no poco viciosos y aun sospechosos de la fe, plaga que ha cundido no poco, por nuestros pecados, en aquellos estados y en los circunvecinos suyos.

»Sabido   -fol. 104v-   por ellos como Japelín, su amigo, se había entrado religioso dominicano, lo sintieron en el alma, y propusieron de ir al convento y persuadirle con las mayores veras que les fuese posible dejase el camino que había comenzado a seguir y volviese a sus estudios. Efectuáronlo de suerte que lo determinaron, y la mesma tarde del concierto fueron a verle; y, obtenida licencia para ello del prior (que por allá no se observa el rigor que en nuestra España en hacer guardar el debido recogimiento a los novicios el año de su noviciado), le abrazaron con mucho amor y, después de haber hablado mil cosas diferentes y de gusto, el que debía de ser más libre comenzó a decirle las siguientes razones:

»-Maravillado estoy, monsiur de Japelín, de ver que, siendo vos tan prudente y discreto, y un caballero en quien toda esta ciudad tiene puestos los ojos, hayáis dejado vuestros estudios, contra la esperanza que todos teníamos de veros antes de muchos años catedrático de prima y celebrado por vuestra rara habilidad, no sólo en Lovaina, sino en todas las universidades de Flandes, y aun en las de todo el mundo; porque vuestro divino entendimiento y feliz memoria, claros presagios daban de que habíades de alcanzar esto y todo lo demás a que espirásedes. Y lo que aumenta el espanto es ver hayáis querido, contra el gusto de toda esta ciudad y aun contra vuestra   -fol. 105r-   reputación y la de vuestros deudos, tomar el hábito de religioso, como si fuérades hombre a quien faltasen bienes de fortuna o fuérades persona simple y desemparentada, y por eso obligado a tomar semejante profesión de pobreza. ¿No sabéis, señor, que la cosa más preciosa que el hombre posee es la libertad, y que vale más, como dice el poeta, que todo el oro que la Arabia cría? ¿Pues por qué la queréis perder tan fácilmente y quedar sujeto y hecho esclavo de quien, siendo menos docto y principal que vos, os mandará mañana, como dicen, a zapatazos, y por cuyas manos habrán de llegar a las vuestras hasta las cartas y papeles que, para consuelo vuestro, os escribiremos los amigos? Miradlo, señor, bien y acordaos que vuestro padre, que buen siglo haya, no podía ver pintados los religiosos. Y así, amigo del alma, os suplico, por la ley del amistad que os debo, que volváis sobre vos y desistáis desta necedad o, por mejor decir, ceguera y volváis a vuestra hacienda, que anda toda como Dios sabe por faltarle vos. Volved a vuestros estudios, pues si os pareciere, siendo vos, como sois, tan principal y rico, os podéis casar con una de las damas hermosas y de hacienda desta tierra, en el cual estado os podéis muy bien salvar alegrar a vuestros parientes, los cuales están muy tristes por lo que habéis hecho, teniéndoos ya por muerto en vida. No os quiero, señor, decir   -fol. 105v-   más de que metáis la mano en vuestro pecho, que sé que con esto echaréis de ver que os digo la verdad, y como amigo que desea en todo vuestro bien. Y, pues agora tenéis tiempo, que no ha más de diez meses que entrastes aquí, para enmendar el hierro empezado y dar contento a los que os amamos, dádnosle cumplido con vuestra salida, que os prometo, a fe de quien soy, que no os arrepintáis de haber tomado mi consejo, como dirá el tiempo.

»Estuvo el religioso mancebo callando a todo lo que el ministro del demonio le decía y mirando al suelo con suma turbación y melancolía; y, en fin, como era flaco y estaba poco fundado en las cosas tocantes a la perfectión y mortificación de sus apetitos, convenciéronle las razones frívolas y pestilenciales avisos que aquel falso amigo y verdadero enemigo de su bien le había dado; y así, le respondió diciendo:

»-Bien echo de ver, señor mío, que todo lo que me habéis dicho es mucha verdad, y estoy yo ya tan arrepentido de lo hecho más ha de ocho días, que, si no fuera por el qué dirán y por mi propria reputación, me hubiera ya salido deste convento. Pero, con todo eso, estoy determinado de seguir el consejo y parecer de quien tan sin pasión y con tan buenas entrañas me dice lo que me está bien. Yo, en suma, me resuelvo de pedir hoy por todo el día mis vestidos y volver a mi casa y hacienda, que ya tengo echado   -fol. 106r-   de ver lo que me importa; y con esto, no hay sino que os vais y me aguardéis a cenar esta noche en vuestra posada, seguros de que no faltaré a la cena. Pero tenedme secreta, os suplico, esta mi resolución.

»Con notable alegría, abrazándole, se despidieron todos dél, por la buena nueva, y el engañado mancebo se fue derecho a la celda del prior y le dijo le mandase volver luego sus vestidos de secular, porque le importaba a su reputación volver a su casa y hacienda, tras que no podía llevar los trabajos de la orden de vestir lana, no comer carne, levantarse todas las noches a maitines y los demás que en ella se profesaban. Demás desto, le dijo, mintiendo, como había dado palabra de casamiento a una dama, y que forzosamente se la había de cumplir, casándose con ella, a que le obligaba la conciencia y las recebidas prendas de su honra. Maravillóse no poco el prior de oír lo que el novicio le decía, y, lleno de suspensión, le respondió diciendo:

»-Espántome, monsiur de Japelín, de vuestra indiscreción y que tan poco os hayan aprovechado los ejercicios espirituales en que en diez meses de religioso habéis tratado, y los buenos consejos míos que, como padre, os he siempre dado. ¿No os acordáis, hijo, haberme oído decir muchas veces que mirásedes por vos, principalmente este año de noviciado, porque el demonio os había de hacer crudelísima guerra en él, procurando   -fol. 106v-   con todas sus astucias y fuerzas persuadiros, como ahora lo ha hecho, a que dejéis la religión, volviendo a las ollas de Egipto, que eso es volver a la confusión del siglo, en que él sabe que con mejor facilidad os podrá engañar y hacer caer en graves pecados, a manos de los cuales perdáis no sólo la vida del cuerpo, sino lo que peor es, la del alma? Acordaos también, hijo, que me habéis oído decir como hasta hoy ninguno dejó el hábito que una vez tomó de religioso que haya tenido buen fin; que justo juicio es de Dios que, quien siendo llamado por su divina vocación a su servicio, si después le deja de su voluntad en vida, que el mismo Dios le deje a él en muerte, siendo esto lo que Él dijo a los tales por su Profeta: Vocaví, et renuistis; ego quoque in interitu vestro ridebo. Verdad es que he visto por mis ojos mil esperiencias, y plegue a Dios, como se lo ruego, no la haga su divina justicia en vuestra ingratitud y precipitada determinación, que lo temo por veros tan engañado del demonio; que las razones que vos me decís claramente descubren no ser forjadas en otra fragua sino en la infernal que él habita. Advertid que si al principio halláis la dificultad que decís en la religión, no hay que maravillarse dello, pues, como dice el Filósofo, todos los principios son dificultosos, y más los que lo son de cosas arduas. Los hijos de Israel, después de haber pasado a pie   -fol. 107r-   enjuto el mar Bermejo, enviaron ciertas espías a reconocer la tierra de promisión para la cual caminaban; y, volviendo ellas con un grandísimo racimo de uvas, tan grande que menos que en un palo traído en hombros de dos valerosos soldados no le podían traer, dijeron: "Amigos, esta fruta lleva la tierra que vamos a conquistar; pero sabed que los hombres que la defienden son tan grandes como unos pinos". Con que dijeron que el principio de la conquista de aquella fertilísima tierra era dificultoso, siendo sus habitadores gigantes. Desa manera, hijo mío, os ha acontecido a vos, me parece, al principio de vuestra conversión, en la cual ha permitido Dios sintáis las presentes dificultades con que pretende probar vuestra perseverancia, a fin de obligaros a que acudáis a él solo a pedirle favor para salir con vitoria, si bien veo os habéis dado por vencido de vuestros enemigos a los primeros encuentros, dejándoos atar por ellos las manos, sin haber acudido a quien las tiene liberalísimas y promptas para remediaros, de lo cual nace el venirme a pedir con tan ciega resolución vuestros vestidos. Por la pasión que Cristo padeció por vos, os ruego, amado Japelín, que hagáis una cosa por mí, y es que os reportéis por tres o cuatro días y en ellos hagáis oración a Dios; que yo, de mi parte, os prometo de hacer lo mesmo con todos los religiosos   -fol. 107v-   desta casa, y veréis cómo usa Su Majestad con vos de misericordia, haciéndoos salir vitorioso desta infernal tentación.

»Todas estas razones que el santo prior dijo al inquieto novicio no fueron bastantes para apartarle de su propósito; antes, al cabo dellas, le dijo:

»-No hay, padre mío, que dar ni tomar más sobre este negocio, que estoy resuelto en lo que tengo dicho y lo tengo muy bien mirado y tanteado todo.

»Él, en efeto, se salió aquella noche del convento y se fue derecho, como lo tenía concertado, a la posada de sus dos amigos, donde le esperaban a cenar. Diéronle un bravo convite y brindáronse en él con mucho contento y abundancia los unos a los otros.

»Volvió tras esto Japelín a tomar posesión de su hacienda, y comenzó a seguir de nuevo el humor de sus compañeros, andando de día y de noche con ellos, sin hacerse convite o fiesta en toda la ciudad donde los tres disolutos mancebos no se hallasen. Sucedió, pues, que un día se fue a hablar muy de pensado con un caballero algo pariente suyo, el cual tenía una sobrina en estremo hermosa, discreta y rica, y pidiósela por mujer, atento que ya antes que entrase a ser religioso le había hecho muchos días del galán, con demostraciones de afición, en un monasterio de religiosas, donde había estado encomendada. Viendo el caballero cuán bien le venía el casamiento a su sobrina, por ser Japelín   -fol. 108r-   en todo su igual, se la prometió con gusto suyo y della, a la cual su mismo tío aún no había un mes entero que también la había sacado del convento de religiosas en que, como queda dicho, había estado encomendada a una prima suya perlada, sin haberle consentido que fuese monja en él, como sus padres habían deseado y procurado en vida, fin para el cual, desde niña, la habían hecho criar bajo de su clausura.

»Casáronse, en efeto, los dos recién salidos de sendos conventos con grandes fiestas y universales regocijos, y estuvieron casados tres años, al cabo de los cuales concibió la dama. Y, viéndola su marido preñada, perdía el juicio de contento, sin haber regalo en el mundo que no fuese para su mujer, acariciándola y poniéndola sobre su cabeza con increíble desvelo y mil amorosas ternuras. Pero sucedió que, a los seis meses de su preñez, un tío deste caballero, que era gobernador de un lugar en los confines de Flandes que se llama Cambray, murió, y sabido por el sobrino, partió para Brucellas, donde está la Corte, y negoció sin mucha dificultad (representadas sus prendas y los buenos servicios de su tío) le diesen aquel gobierno, del cual fue luego a tomar posesión, con intento de volver después por toda su casa y hacienda. Antes de la partida, se despidió de su mujer con harto sentimiento de entrambas partes, diciendo:

»-Señora mía, yo   -fol. 108v-   voy a dar asiento a las cosas de mi difunto tío, el gobernador, y a poner en cobro la hacienda que por su muerte heredo, cosa que, como sabéis, no la puedo escusar. De allí pienso llegarme a Brucellas a pretender sucederle en el cargo y a que me hagan sus altezas merced dél por los buenos servicios de mi tío, cosa que creo me será fácil de alcanzar. Lo que os suplico es miréis por vos en esta ausencia y que, al punto que pariéredes, me aviséis para que me halle en el bautismo, que lo haré sin falta; y creo será de igual regocijo para mí vuestra vista que la del hijo o hija que pariéredes.

»Prometióselo ella, de quien, despidiéndose con mil abrazos y amorosas lágrimas, se partió para Cambray, donde y en Brucellas negoció muy a su gusto lo que pretendía, como queda dicho, tardando en los negocios y en volver a su casa casi tres meses. Antes que lo hiciese, le dieron a la señora los dolores del parto, la cual, luego que se le sintió, despachó un correo a su marido rogándole partiese vista la presente, pues ya lo estaba el día de su parto. No tardó Japelín a ponerse a caballo y dar la vuelta para su casa más de lo que tardó en leer la deseada carta.

»A la que llegaba cerca de la ciudad de Lovaina, encontró por el camino un soldado español, a quien preguntó, en emparejando con él, adónde caminaba; y, respondiéndole el soldado que iba a Amberes a holgarse con ciertos amigos   -fol. 109r-   que le habían enviado a llamar y que estaba de guarnición en el castillo de Cambray, le fue preguntando por el camino muchas cosas acerca de cómo lo pasaban los soldados en el castillo; a todo lo cual respondía el español con mucha discreción, porque era no poco prático, aunque mozo. Ya que llegaban a las puertas de la ciudad, le dijo Japelín:

»-Señor soldado, si vuesa merced esta noche no ha de pasar adelante, podrá, si gustare, venirse conmigo a mi casa, adonde se le dará alojamiento; y, aunque no será conforme su valor merece, recibirá a lo menos el buen deseo deste su servidor, dueño de una razonable casa y del caudal que para sustentarla con el aderezo y fausto que vuesa merced verá en ella, es necesario. Porque sepa soy muy aficionado a la nación española, y el ser della vuesa merced y sus prendas me obligan a usar desta llaneza. Reposará y, por la mañana, podrá emprender la jornada con más comodidad, habiendo precedido el descanso de una acomodada noche.

»El soldado le respondió que le agradecía la merced que le ofrecía no poco y que, por ella y la voluntad con que iba envuelta, le besaba las manos mil veces, y que le parecería pasar los límites de la cortesía que su nación profesaba el dejar de aceptar el ofrecimiento; con que se resolvió quedar esa noche en Lovaina, aunque por ello perdiera la comodidad de su jornada.

»Llegaron ambos, yendo en estas pláticas,   -fol. 109v-   a la deseada puerta de la casa de Japelín, de la cual salía acaso una criada que, viéndole, volvió corriendo, sin hablarle palabra, la escalera arriba dando una mano con otra, con muestras de regocijo, y diciendo turbada:

»-¡Monsiur de Japelín, monsiur de Japelín!

»Y tras esto, volvió a bajar a su amo con as mismas muestras de contento, diciéndole:

»-¡Albricias, señor, albricias; que mi señora ha parido esta noche un niño como mil flores!

»Apeóse del caballo con la nueva, él como un viento, y subió en dos saltos la escalera, sin que el gozo le diese lugar de hacer comedimientos con el soldado; y, puesto en la sala, vio a su mujer que estaba en la cama y, saludándola y abrazándola, llegado a ella, muchas veces, le dijo:

»-Dad, mi bien, un millón de gracias al cielo por la merced que nos ha hecho agora en darnos hijo que, siendo heredero de nuestra hacienda, pueda ser báculo de nuestra senectud, consuelo de nuestros trabajos y alegría de todas nuestras aflicciones.

»Sentóse en esto en una silla que estaba en la cabecera de la cama, teniéndola siempre asida de la mano, platicando los dos, ya del camino y buen suceso de sus negocios, ya del venturoso parto y cosas de su casa.

»A la que se hizo de noche, mandó que le pusiesen allí, junto a la cama, la mesa, porque gustaba de cenar con su mujer. Hizo llamar al soldado luego para que se asentase a cenar también con ambos, lo cual él hizo con mucha cortesía y no con   -fol. 110r-   el recato que debiera tener en los ojos en orden a mirar a la dama, porque le pareció, desde el punto que la vio, la más bella criatura que hubiese visto en todo Flandes. Y éralo, sin duda, según me refirieron los que me dieron noticia del cuento, que eran personas que la conocieron. Trajeron abundantísimamente de cenar, pero el español que había hecho pasto de sus ojos a la hermosura de la partera, y la gracia con que estaba asentada sobre la cama, algo descubiertos los pechos (que usan más llaneza las flamencas en este particular que nuestras españolas), comió poquísimo, y eso con notable suspensión.

»Acabada la cena y quitados los manteles, mandó Japelín a un paje que le trajese un clavicordio, que él tocaba por estremo (que en aquellos países se usa entre caballeros y damas el tocar este instrumento, como en España la arpa o vihuela). Traído y templado, comenzó a tañer y a cantar en él con estremada melodía las siguientes letras, de las cuales él mismo era autor, porque, como queda dicho, tenía gallardo ingenio y era universal en todo género de sciencias:


   »-Celebrad, instrumento,
el ver que no podrá el tiempo variable
alterar mi contento
ni hacerme con sus fuerzas miserable,
pues hoy con regocijo
me ha dado un ángel bello, un bello hijo.
-fol. 110v-
    Alzóme la Fortuna
sobre lo más costante de su rueda;
y, aunque ella es como luna,
le manda mi ventura que esté queda
y que la tenga firme,
y su poder en mi favor confirme.
   Y así, señora mía,
no temáis que ella nuestro bien altere
jamás, porque este día
el mismo Cielo nuestro aumento quiere;
que eso dice el juntarnos
en uno a ambos para más amarnos.
    Sin duda fui dichoso
cuando me aconsejaron dos amigos
no fuese religioso,
pues los gustos que gozo son testigos
de que su triste suerte
en vida les iguala con la muerte.
   Razón es, pues soy rico,
que viva alegre, coma y me regale,
y que el avaro inicuo
me tema siempre, y nunca ése me iguale,
pues puedo en paz y en guerra
honrar a los más nobles desta tierra.
-fol. 111r-
    Que viva sin zozobras
también mil años, libre de cuidados,
es justo, pues mis sobras
invidian muchos de los más honrados,
viendo como de renta
más de diez mil el año, a buena cuenta.
   Y sobre todo aquesto,
mi brazo, mi fortuna y buena estrella
echaron hoy su resto
en darme un hijo de una diosa bella,
por quien es, noble y mozo,
mil parabienes y contentos gozo.

»Acabóse la música con la letra y comenzó la suspensión del español a subir de punto por haber oído los suavísimos de garganta del rico flamenco, dichoso dueño del serafín por quien ya se abrasaba. Llegó un paje por mandado de su amo, en dando fin al canto, a quitarle de delante el clavicordio, que ya era tarde y tiempo de dar lugar al soldado a que descansase. Y, para que lo hiciese, mandó luego tras esto a otro criado tomase uno de los candeleros de la mesa y le fuese alumbrando con él al aposento primero del cuarto en que solía dormir su paje de cámara, que era vecino de la cuadra en que la dama estaba acostada, con orden de que le   -fol. 111v-   diese al mayordomo o dispensero para que tuviesen, en amaneciendo, aderezado un buen almuerzo para aquel señor soldado, con deseo de que pudiese salir de madrugada de Lovaina y hacer de un tirón la jornada, llevando hecha la alforja y saliendo desayunado.

»Despidióse, agradecidísimo deste cuidado y de la merced y regalo recibido del caballero y de su esposa, el soldado, con mil corteses ofrecimientos; y, puesto en su aposento y acostado en él, fue tal la batería que le dieron las memorias del bello ángel que adoraba, que totalmente estaba fuera de sí. Reprehendía su temeridad, representándosele la imposibilidad del negocio a que aspiraba, y procuraba desechar de su ánimo una imaginación tal cual lo que daba garrote a su sosiego.

»El caballero, al cabo de breve rato que se hubo ido a reposar el soldado, hizo lo proprio, despidiéndose de su esposa con las muestras de amor que del suyo, tras tan larga ausencia, se puede creer, guardando el debido decoro al parto recién sucedido, que, para no ponerse en ocasión de lo contrario, se entró en otro aposento más adentro del en que la partera estaba. Tuvo el paje que llevó a acostar al soldado consideración a que venía cansado y, por no haberse de obligar a darle mala noche, le dijo se iría a dormir en otro aposento con otros criados; y así, que sin cuidado de su vuelta reposase, pues lo haría   -fol. 112r-   mejor estando solo, que para el mismo efecto su señor también había apartado cama y se había acostado en una que había en otra pieza más adentro.

»Fuese con esto, dejando sus últimas razones con más confusión al amartelado español, porque del entender dormía la dama sola y tan vecina dél y del verse, contra el orden de Japelín, sin compañía en el aposento, nació la resolución diabólica que tomó en ofensa de Dios, infidelidad de su nación y en agravio del honrado hospedaje que le había hecho su noble huésped, que a todo le precipitó el vehemente fuego y rabiosa concupiscencia en que se abrasaba. Resolvióse, pues, en levantarse de su cama, de ir a la de la dama sin ser sentido, persuadido de que ella, por su honra y por no dar pesadumbre a su marido ni alborotar la casa, callaría, y aun podría ser que se le aficionase de manera que, yéndose su marido, le diese libre entrada y le regalase. Y si bien consideraba el peligro de la vida que corría si acaso ella (como era justo) daba voces, pues a ellas era fuerza saliese el marido y se matasen el uno al otro, de lo cual sucederían notables escándalos y graves inconvenientes, todavía su gran ceguera rompió con todas estas dificultades.

»Levantóse, pues, a medianoche, en camisa, y entró en la sala de la dama, y, llegándose a ella sin zapatos, por no ser sentido, estuvo un rato en pie, sin acabarse de resolver; pero   -fol. 112v-   hízolo de volver a su aposento y de tomar la espada que tenía en él, y, sacándola desenvainada, volvió muy pasito a la cama de la flamenca; y, poniendo la espada en tierra, alargó la mano, y metiéndola debajo de las sábanas muy quedito, la puso sobre los pechos de la señora, que despertó al punto alborotada, y asiéndosela, pensando que fuese su marido (que no imaginaba ella que otro que él en el mundo pudiese atreverse a tal), le dijo:

»-¿Es posible, señor mío, que un hombre tan prudente como vos haya salido a estas horas de su aposento y cama para venirse a la mía, sabiendo estoy parida de ayer noche y por ello imposibilitada de poder, por ahora, acudir a lo que podéis pretender? Tened, por mi vida, señor, un poco de sufrimiento, y, pues soy tan vuestra, y vos mi marido y señor, lugar habrá, en estando como es razón, para acudir a todo aquello que fuere de vuestro gusto, como lo debo por las leyes de esposa.

»No había acabado ella de decir estas honestas razones, cuando el soldado la besó en el rostro sin hablar palabra, y, pensando ella siempre fuese su marido, le replicó:

»-Bien sé, señor, que de lo que intentáis hacer tenéis harta vergüenza, pues por tenerla no me osáis responder palabra; y echo de ver también que el intentar tal proceda del grandísimo amor que me tenéis y de la represa de tan larga ausencia, pues, a no ser eso, no saliérades de vuestra cama para venir   -fol. 113r-   a la mía, sabiendo me habíais de hallar en ella de la suerte que me halláis.

»Oyendo el soldado estas razones y coligiendo dellas el engaño en que la dama estaba, alzó la ropa callando y metióse en la cama, do puso en ejecución su desordenado apetito; porque, viendo ella su resolución, no quiso contradecirle por no enojarle, como le tenía por su marido, si bien quedó maravillada no poco de ver que no le hubiese hablado palabra. Porque, sin decirle cosa, se levantó, hecha su obra, y, tomando con todo el silencio que pudo su desnuda espada, se volvió a su aposento y cama, harto apesarado de lo que había hecho, que, en fin, como se consigue a la culpa el arrepentimiento y al pecado la vergüenza y pesar, túvole tan grande luego de su maldad, que maldecía por ello su poco discurso y sufrimiento y su maldita determinación, imaginando el delito que había cometido y el peligro en que estaba si acaso el ofendido marido se levantase antes que él.

»También a la dama asaltaron sus pensamientos, poniéndola en cuidado el no haberle hablado palabra quien con ella había estado, si sería su marido o no. Pero resolvióse en que sería él y que la vergüenza de haber hecho cosa tan indecente en tiempo que no estaba ella para semejantes burlas, le habría cerrado la boca. Con todo, propuso (que no debiera) en su corazón darle por lo hecho, a la mañana, una reprehensión   -fol. 113v-   amorosa, afeándole su poca continencia.

»Llegada la madrugada y apenas vistas sus primeras luces, se levantó el soldado, que no había podido pegar las de sus ojos con la rabia que tenía de lo hecho. Y, estando aún la dama durmiendo, pidió a los primeros criados que topó le abriesen la puerta y le escusasen con su señor de no aceptar el preparado almuerzo y provisión, pues la prisa de la jornada no le daba lugar para detenerse, ni sus obligaciones permitían aumentase las muchas con que quedaba a toda aquella casa. Y, aunque los criados porfiaron con él, queriendo ponerle en la alforja lo que para almorzar le tenían aparejado, no hubo remedio consintiese lo hiciesen, diciendo no era de su humor el ir cargado, y que, así, le tuviesen por escusado, a más de que una legua de allí, en el camino, había una famosa hostería y en ella pensaba detenerse a almorzar, con lo cual se despidió dellos y salió del lugar.»




ArribaAbajoCapítulo XVI

En que Bracamonte da fin al cuento del rico desesperado


Estuvieron con atención los canónigos y jurados al cuento, y don Quijote, aunque lo estuvo, daba de cuando en cuando asomos de querer salir con algo en contrapusición de los malos consejos que los estudiantes dieron a Japelín   -fol. 114r-   cuando era novicio, ya en abono de su buena elección en haberse casado con mujer hermosa y particularmente en loa de su valor por haber pretendido seguir la milicia en prosecución de la gobernación de su tío; pero íbale a la mano a todo el venerable ermitaño, que le tenía al lado. Pero, como no lo estaba al suyo Sancho, no pudo obviar a que no saliese de través cuando oyó la bellaquería del soldado y particularmente su poco estómago en no querer llevar el matalotaje que le daban los criados para acudir a las necesidades venideras; y así, dijo con una cólera donosa:

-¡Juro a Dios y a esta cruz que merecía el muy grandísimo bellaco más palos que tiene pelos mi rucio, y que, si le tuviera aquí, me le comiera a bocados! ¿Dónde aprendió el muy grandísimo hideputa a no tomar lo que le daban, siendo verdad que no está eso prohibido, no digo yo a los soldados y reyes, pero ni a los mismos señores caballeros andantes, que son lo mejor del mundo? En mi ánima, que creo que ha de arder la suya en el infierno más por ese pecado que por cuantas cuchilladas ha dado a luteranos y moriscos. Pero no me espanto fuese el muy follón tan mal mirado y tan poco quillotrado, si, como vuesa merced dice, venía de Cambray; que juro a los años del gigante Golías que debe de ser ésa la más mala tierra del mundo, pues, según dicen por las calles y plazas, chicos   -fol. 114v-   y grandes, hombres y mujeres, no se coge en ella pan ni vino ni cosa que lo parezca, sino estopilla, de lo cual se quejan con un perpetuo «¡ay, ay!», que es señal que debe de ser malísima y que debe de causar torzón a cuantos la comen.

Rieron destas boberías los canónigos y Bracamonte, pero no don Quijote, que, con una melancolía y sentimiento digno de su honrado celo, dijo:

-Déjate, Sancho hijo, de llorar el descuido y poca prudencia del soldado y de si el «¡ay, ay, ay!» que dices se dice de la estopilla maldita que en Cambray se coge o no. Llora lágrimas de sangre por el agravio y tuerto fecho a aquella noble princesa y por la ofensa y mancha que en la honra del famoso Japelín cayó por industria o inconsideración, o por la maldad, que es lo más cierto, de aquel soldado, infamia de nuestra España y deshonra de todo el arte militar, cuyo aumento procuran tantos nobles, y yo entre ellos, a costa de la hidalga sangre de mis venas. Pero yo sacaré la alevosa de las suyas antes de muchos días, si le topo, como deseo.

-Deste cuidado queda ya libre vuesa merced -dijo Bracamonte-, como verá si me la hace de oír con paciencia lo que queda de la historia.

Rogaron todos a don Quijote reprimiese su justa cólera y a Sancho le pidieron callase, sin meterse en dibujos de averiguar lo que oiría; y, prometiéndolo ambos con mucha seguridad y algunos juramentos, prosiguió   -fol. 115r-   Bracamonte la tela de su cuento, diciendo:

«-Ido el soldado con la cortedad referida y cargado de miedo y vergüenza, salió de su aposento el noble y descuidado Japelín a la hora en que el bullicio de la gente de casa dio muestras de que era ya la de levantarse. Y, llegándose a la cama de su esposa a darle los buenos días y cuidadoso de saber cómo había pasado la noche, asegurándola de que con el contento de verse él en su cama y con heredero della no había podido apenas sosegar, rióse su mujer de la disimulación que mostraba en sus razones y en tomarle la blanca mano, y, mostrando un fingido enojo con su risa, le dijo, retirando hacía adentro el brazo:

»-Por cierto, señor mío, que sabéis disimular lindamente y que anda ahora bien ligera esa lengua que anoche tan muda tuvistes conmigo. Idos de ahí con Dios y no me habléis por lo menos hoy en todo el día, que bien lo habré menester todo para desenojarme del enojo que tengo con vos tan justamente; y, aun después de pasado, os será menester me pidáis perdón, y no será poco si os lo concedo.

»Rióse Japelín del descuido y, cayéndole en gracia, a pesar suyo la besó en el rostro, diciendo:

»-Por mi vida, señora, que me digáis el enojo que os he hecho; que gustaré infinito de sabello, si bien ya, poco más o menos, sospecho yo será porque habréis imaginado que he dormido dentro con compañía en ofensa   -fol. 115v-   vuestra. Y muera yo en la de Dios si jamás os la he hecho ni con el pensamiento; y así, quíteseos del vuestro, os suplico, ese temerario juicio, que con él me ofendéis no poco.

»-Por cierto -dijo ella de nuevo- que sabéis encubrir bien y negar mejor ahora lo que fuera justo negarais a vuestro apetito antes de ejecutalle tan sin consideración; que si la tuvierais, no efectuara un hombre tan prudente y discreto como vos lo que tan contra toda razón os pedía vuestro desordenado deseo. Corrida estoy no poco de ver no lo estéis más de lo que lo estáis de haber tenido atrevimiento de llegar a mi cama esta noche a tratar conmigo, sabiendo de la suerte que estoy; y siento muchísimo ver hayan podido tan poco con vos mis justos ruegos, que no bastasen a obligaros a que, volviéndoos a vuestra cama, dejaseis de entrar en la mía con los excesos de afición que la primer noche de nuestras bodas. Y, añadiendo agravio a agravio, habeisme dejado sin hablar palabra, si bien doy por disculpa de vuestro silencio el justo empacho que os causó el atrevimiento. No ignoro, señor, diréis nació él del sobrado amor que me tenéis; y, aunque ésa parezca bastante disculpa, no la admito por tal, pues habíais de considerar el tiempo y indisposición mía, teniendo algún respeto y sufrimiento a tan justo obstáculo; que no se perdía el mundo en ser continente siete o ocho días más, cuando   -fol. 116r-   mucho. Pero pase ésta, que os la perdona mi grande amor, con esperanzas de enmienda en lo por venir.

»No se puede pintar la suspensión que cayó en el ánimo de Japelín cuando oyó a su esposa tales razones, y dichas con tantas veras y circunstancias. Y, como era de agudo ingenio, sospechó luego todo lo que podía ser, imaginando (como era la verdad) que el soldado español habría dormido solo, por inconsideración del paje de guarda, el cual, pensaba él, le haría compañía en el aposento, sin dejarle a solas, y que así, con la ocasión, que es madre de graves maldades, habría cometido aquel delito con artificioso silencio. Y, disimulando cuanto pudo, le dijo a la dama:

»-No haya más, mis ojos, por vida de los vuestros, que del amor excesivo que os tengo ha nacido el desorden de que os quejáis; pero yo os prometo, a ley de quien soy, corrigirme, y aun vengaros cabalmente de todo.

»Y, volviéndose a otro lado, decía entre dientes, bramando de cólera:

»-¡Oh, vil y alevoso soldado, por el cielo santo juro de no volver a mi casa sin buscarte por todo el mundo y hacerte pedazos doquiera que te encontrare!

»Tras lo cual, disimulando con su mujer con notable artificio, se despidió della, fingiendo cierta necesidad precisa. Llamó luego aparte un mozo, diciéndole:

»-Ensíllame al punto, sin decir cosa, el alazán español, que me importa ir fuera en   -fol. 116v-   él con brevedad.

»Mientras el caballo se ensillaba, se acabó de vestir; y, entrando en un aposento do tenía diferentes armas, sacó dél un famoso venablo. Violo la dama y, recelosa, le preguntó qué pensaba hacer de aquel venablo.

»-Quiérole -dijo él- inviar a un vecino nuestro que ayer me lo pidió prestado.

»-¿Qué vecino puede ser nuestro -replicó ella- que no tenga armas en su casa y necesita de venir por ellas a la nuestra? En verdad, mi bien, que, si no lo recebís por enojo, que me habéis de decir para qué es.

»Él la respondió que no le importaba nada a ella el saberlo, pero que, con todo, lo sabría dentro de breves horas.

»Salióse tras esto fuera de la sala, demudado el rostro; y, despidiendo un sospiro tras otro, se bajó la escalera abajo y se puso a pasear delante la caballeriza, aguardando le sacasen el caballo. Y mientras el criado tardaba a hacello, decía con rabioso despecho entre sí:

»-¡Oh, perverso y vil español, qué mal me has pagado la buena obra que te hice en darte alojamiento, que no debiera! Aguarda, traidor adúltero a costa de la inocencia de mi engañada esposa, que te juro por las vidas della, de mi hijo y mía, que te cueste la tuya la alevosía. Vuela, infame, y mueve los pies, que yo haré que los de mi caballo igualen al pensamiento con que voy en tu busca, con determinación de no volver a mi patrio suelo hasta hallarte, aunque te escondas   -fol. 117r-   en las entrañas del mismo siciliano Aetna.

»No había bien dicho estas razones cuando el criado, que las había oído todas estando en la caballeriza, sacó della el caballo, en el cual subió Japelín como un viento, diciéndole a él que se quedasen todos, sin acompañarle ninguno, pues no necesitaba de compañía en la breve jornada que iba a hacer. Y, tomando el venablo, salió de casa, dando de espuelas al caballo, hecho un frenético, guiándole así a la parte y camino que entendía llevaba el soldado, dejando maravillados a los criados de su casa la furia y repentina jornada con que la dejaba, si bien de las palabras que decía haberle oído el que le ensilló el caballo, colegían iba tras el soldado por haberle hurtado algo de casa, o por haber dicho, al salir della, algunas palabras deshonestas a su esposa; y que, como tan celoso y noble, pretendía tomar venganza de quien con solo el pensamiento le agraviaba.

»El caballero, en fin, se dio tan buena maña en caminar tras el soldado, que dentro de una hora le alcanzó, y, calándose el sombrero antes de emparejar con él, porque no le conociese, en medio de un valle, sin que se recelase el soldado ni tener testigos a quienes poder remitir la disposición de su violenta muerte, con la mayor presteza que pudo, sin hablar palabra, le escondió el robusto y agraviado Japelín la ancha cuchilla o penetrante hierro del milanés venablo   -fol. 117v-   por las espaldas, sacándosele más de dos palmos por delante, a vista de los lacivos ojos que en su honestísima esposa puso, sin darle lugar de meter mano ni defenderse de tan repentino asalto. Cayó luego en tierra el mísero español...»

-¡Oh, buena Pascua le dé Dios y buen San Juan! -dijo don Quijote- ¡Ese sí que fue buen caballero! En verdad que puede agradecer a su buena diligencia el haberme ganado por la mano la toma de la venganza de ese delito; que si no, juro por la vitoria que espero presto alcanzar del rey de Chipre, que la tomara yo dél tan inaudita, que pusiera terror hasta a las narices de los míseros y nefandos sodomitas, a quien abrasó Dios.

-Pues a fe que si vuesa merced, mi señor, no lo hiciera, que yo acudiera a mi obligación -dijo Sancho-, y que cuando eso de Sodoma y Gorroma que vuesa merced dice, faltara, le ahogara yo con un diluvio de gargajos como aquel del tiempo de Noé.

«-Pues no para en esto, señores, la tragedia -dijo Bracamonte-, ni la venganza que Japelín tomó del soldado; porque luego, tras lo dicho, se apeó del caballo, y, sacando el venablo del cuerpo del cadáver, le volvió a herir con él cinco o seis veces, haciéndole pedazos la cabeza, y hechos con una crueldad inexplicable, pagando bien con muerte de las dos vidas, a lo que se puede presumir, y con fin tan aciago el pequeño gusto de su desenfrenado apetito, quedando allí   -fol. 118r-   revolcado en su propia sangre para ejemplo de temerarias deliberaciones y comida de aves y bestias.

»El caballero, algo aconsolado con la referida venganza que de su ofensor había tomado, se volvió poco a poco hacia su casa.

»En el tiempo que él tardó della, quiso la desgracia que su mujer, viendo eran más de las diez y no le veía ni sabía adónde estaba, preguntó a un paje por él; y, respondiéndole el indiscreto criado luego, le dijo:

»-Señora, mi señor ha ido fuera a caballo, con un venablo en la mano, más ha de dos horas, sin criado alguno, y no podemos imaginar adónde ni adónde no; sólo sé que iba demudadísimo de color y dando algunos pequeños suspiros, mirando al cielo.

»Llegaron, estando en estas razones, el mozo de caballos, una criada y la ama que criaba el niño, y la dijeron:

»-Vuesa merced, mi señora, ha de saber que hay algún grande mal, porque mi señor ha estado paseándose a la puerta de la caballeriza todo el rato que yo tardé -dijo el mozo- a ensillarle el caballo, suspirando y quejándose de aquel soldado español que esta noche durmió en la cama y aposento del paje de cámara, llamándole, aunque pensó que nadie le oía, perverso y vil traidor y adúltero a costa de la inocencia de su engañada esposa. Tras lo cual, juró por su vida, la de vuesa merced y de su hijo, de hacerle pedazos, siguiéndole hasta alcanzarle. Pero no le oí jamás quejar de vuesa merced; antes,   -fol. 118v-   me parece que en sus razones la iba disculpando. Tras lo cual, en sacándole el caballo, subió en él y salió de casa como rayo, en busca suya.

»Cuando la noble flamenca oyó los últimos acentos desta sospechosa nueva, cayó sobre la almohada, de los brazos de la criada que la había levantado y sentada en la cama, con un mortal desmayo. Y, volviendo en sí al cabo de breve rato, comenzó a llorar amargamente, sospechando -como era así- que aquel que la noche antes había llegado a su cama sin duda había sido el soldado español, con quien, como ella misma tenía confesado a su marido, había cometido adulterio, teniéndole por su esposo. Comenzó, pues, con esta imaginación a maldecir su fortuna, diciendo:

»-¡Oh, traidora, perversa y adúltera de mí! ¿Con qué ojos osaré mirar a mi noble y querido esposo, habiéndole quitado en un instante la honra que en tantos años de propio valor y natural nobleza heredado tenía? ¡Oh, ciega y desatinada hembra! ¿Cómo es posible no echases de ver que el que con tanto silencio se metía en tu honesto lecho no ser tu marido, sino algún aleve, tal cual el falso español? ¡Desdichada de mí! ¿Y con qué cara osaré parecer delante de mi querido Japelín, pues no hay duda sino que no seré creída dél, por más que con mil juramentos le asegure de mi inocencia, habiendo dado lugar a que otros pies violasen su honrado   -fol. 119r-   tálamo? Con razón, dulce esposo mío, podrás quejarte de mí de aquí adelante y negarme los amorosos favores que me solías hacer en correspondencia de la fe grande que siempre he profesado guardarte. Pero ya justamente, pues he desdicho de mi fidelidad, aunque tan sin culpa cuanto sabe el Cielo, seré aborrecible a tus ojos, pesada a tus oídos, desabrida a tu gusto, enojosa a tu voluntad e inútil, finalmente, a todas las cosas de tu provecho. Vuelve presto, señor mío, si acaso has ido a matar al adúltero español; con el mismo venablo, con que le castigares traspasa este desconocido y desleal pecho; que, pues fui cómplice en el adulterio, justa cosa es iguale también con él en la muerte. Ven, digo, y toma entera venganza de mi desconcierto, con la seguridad que puedes tener de quien, por mujer y culpada, no sabrá hacerte resistencia. Pero no es bien aguarde que tú vengas a vengarte ni a castigar con el hierro del venablo el mío, sino que es justo que yo te vengue de suerte que digas lo estás al igual de mi alevosía y de la ofensa hecha.

»Y, diciendo esto, la desesperada señora (que lo estaba de pasión, cólera y corrimiento) saltó de la cama, mesándose las rubias y compuestas trenzas y esmaltando sus honestas mejillas con un diluvio de menudo y espeso aljófar que de sus nublados ojos salía. Y, poniéndose un faldellín, se comenzó a pasear por la sala con   -fol. 119v-   tan descompuestos pasos, acompañados de sospiros, sollozos y quejas por lo hecho, que no bastaban a consolarla todos los de casa, antes su pena les tenía a todos necesitados de consuelo, por lo mucho que les enternecía.

»Estando, pues, de la suerte que digo, turbados ellos, el marido ausente, el adúltero muerto y ella fuera de sí, se salió al patio a vista de todos; y, después de haber hecha una nueva repetición de las quejas dichas, se arrojó de cabeza en un hondo pozo que en medio del patio había, sin poder ser socorrida de los que presentes estaban, haciéndosela dos mil pedazos; de suerte que, cuando llegó al suelo el cuerpo, había ya llegado su alma, libre dél, en bien diferente lugar del en que yo querría llegase la mía a la hora de mi muerte.

»Aumentáronse las voces y gritos de los de casa con el nuevo y funesto espectáculo; y, con la turbación, unos acudían a mirar el pozo, otros a dar gritos a la calle, con los cuales se alborotó toda de suerte, que en un instante se vio la casa llena de gente afligida toda y toda ocupada o en consolar a los de ella o en echar sogas y cuerdas, aunque en vano, pensando podría ser socorrida quien ya no estaba en estado de poderlo ser.

»Entre esta universal turbación, sucedió llegar a su casa el desdichado Japelín, ignorante de la desgracia que acababa de suceder en ella; y maravillado de ver tantas personas juntas en su patio, unas de   -fol. 120r-   pies sobre el brocal del pozo, otros alderredor dél, y todos llorando, entró con su caballo y el venablo ensangrentado en la mano; y, preguntando qué había de nuevo, llegaron los criados de casa, dando una mano con otra y arañándose la cara, diciendo:

»-¡Ay, mi señor, que acaba de suceder la mayor desgracia que los nacidos hayan visto! Pues mi señora, sin que sepamos por qué, quejándose de aquel maldito español que esta noche durmió en casa, llamándose engañada y adúltera y diciendo palabras que movieran a compasión a una peña, arrancándose a puños los cabellos, se echó, sin que la pudiésemos remediar, de cabeza en este hondo pozo, donde se hizo pedazos antes de llegar al suelo.

»El caballero, en oyendo tal, se quedó atónito, sin hablar palabra por grande rato; y, de allí a poco, vuelto en sí, se arrojó del caballo y, teniéndose en el suelo, empezó a lamentarse amargamente, suspirando y arrancándose con dolor increíble las barbas, diciendo en presencia de todos:

»-¡Ay, mujer de mi alma! ¿Qué es esto? ¿Cómo te apartaste de mí? ¿Cómo me dejaste, serafín mío, solo y sin llevarme contigo? ¡Ay, esposa mía y bien mío! ¿Qué culpa tenías, si aquel enemigo español te engañó fingiendo ser tu amado marido? Él solo tenía la culpa, pero ya pagó la pena. ¡Ay, prenda de mis ojos! ¿Cómo será posible que yo viva un día entero sin verte? ¿Adónde te fuiste, señora de   -fol. 120v-   mis ojos? Aguardaras siquiera a que yo volviera de vengarte, como agora vengo, y matáraste después; que yo te acompañara en la muerte, como lo he hecho en vida. ¡Ay de mí! ¿Qué haré? ¡Triste de mí! ¿Adónde iré o qué consejo tomaré? Pero ya le tengo tomado conmigo.

»Y, diciendo esto, se levantó muy furioso, y, metiendo mano a la espada, decía:

»-¡Juro por Dios verdadero que el que llegare a estorbarme lo que voy a ejecutar ha de probar los filos de mi cortadora espada, sea quien se fuere!

»Llegóse tras esto al brocal del pozo, haciendo una grandísima lamentación, diciendo:

»-Si tú, ¡oh mujer mía!, te desesperaste sin razón ninguna, y tu ánima está en parte adonde no puedo acompañarla si no te imito en la muerte, razón será y justicia, pues tanto te amé y quise en vida, que no procure estar eternamente sino en la parte en que estuvieres; y así, no temas, dulcísima prenda mía, que tarde en acompañarte.

»Como la gente que presente estaba, que no era poca y entre quien había muchos caballeros y nobles de la ciudad, oyeron lo que decía, por que no sucediese alguna desgracia, se llegaron a él a darle algún consuelo; el cual estuvo escuchando echado de pechos sobre el brocal del pozo. Y, volviendo la cabeza de allí a un rato, vio cerca de sí a la ama que criaba su hijo, llorando amargamente con el niño en los brazos; y, llegándose a ella con una furia diabólica,   -fol. 121r-   se le arrebató y, asiéndole por la faja, dio con él cuatro o seis golpes sobre la piedra del pozo, de suerte que le hizo la cabeza y brazos dos mil pedazos, causando en todos esta desesperada determinación increíble lástima y espanto; si bien, con todo, ninguno osaba llegársele, temiendo su diabólica furia. Con lo cual comenzó tras esto a darse de bofetadas, diciendo:

»-No viva hijo de un tan desventurado padre y de madre tan infeliz, ni haya tampoco memoria de un hombre cual yo en el mundo.

»Y, diciendo esto, comenzó a llamar a su mujer y a decir:

»-Señora y bien mío, si tú no estás en el cielo, ni yo quiero cielo ni paraíso, pues donde tú estuvieres estaré yo consoladísimo, siendo imposible que la pena del infierno me la dé estando contigo; porque donde tú estás no puede estar sino toda mi gloria. ¡Ya voy, señora mía, aguarda, aguarda!

»Y, con esto, sin poder ser detenido de nadie, se arrojó también de cabeza en el mismo pozo, haciéndosela mil pedazos y cayendo su desventurado cuerpo sobre el de su triste mujer.

»Aquí fue el renovar los llantos cuantos presentes estaban; aquí el levantar las voces al cielo y el hinchirse la casa y calle de gente, maravillados cuantos llegaban a ella de semejante caso. A las nuevas dél, vino luego el gobernador de la ciudad y, informado del desdichado suceso, hizo sacar los cuerpos del pozo, y, con parecer del obispo, los llevaron a un   -fol. 121v-   bosque vecino a la ciudad, do fueron quemados y echadas sus cenizas en un arroyo que cerca dél pasaba.»

-En verdad que merece -dijo Sancho- el señor Bracamonte remojar el gaznate, según se le ha enjugado en contar la vida y muerte, osequias y cabo de año de toda la familia flamenca de aquel mal logrado caballero. Yo reniego de su venganza, y mi ánima con la de san Pedro.

-No dice mal Sancho -dijo uno de los canónigos-, porque muy de temer es el fin triste de todos los interlocutores desa tragedia. Pero no podrán tenerle mejor, moralmente hablando, los principales personajes della, habiendo dejado el estado de religiosos que habían empezado a tomar, pues, como dijo bien el sabio prior al galán cuando quiso salirse de la religión, por maravilla acaban bien los que la dejan.

-En verdad -dijo don Quijote-, que si el señor Japelín acabara tan bien su vida cuanto honrosamente acabó la del adúltero soldado, que diera por ser él la mitad del reino de Chipre, que tengo de ganar; pues como muriera, no desesperado como murió, sino en alguna batalla, quedara gloriosísimo; que, en fin, un bel morir tutta la vita onora.

Quiso Sancho salir a contar otro cuento, y impidiéronselo los canónigos y su amo, diciendo que después le contaría; que ahora era bien, guardando el decoro a los hábitos religiosos de aquel venerable señor ermitaño, darle   -fol. 122r-   la primer tanda. Y así, le suplicaron la aceptase, contándoles algo que fuese menos melancólico que el cuento pasado, y que no pusiese como él las almas de todas sus figuras en el infierno, porque era cosa que los había dejado tristísimos; si bien todos alabaron al curioso soldado de la buena disposición de la historia y de la propriedad y honestidad con que había tratado cosas que de sí eran algo infames.

Escusóse el ermitaño cuanto pudo, y, viendo era en vano, con protesto de que nadie interrompería el hilo de su historia, empezó la siguiente, diferente en todo de la pasada, y más en el fin.




ArribaAbajoCapítulo XVII

En que el ermitaño da principio a su cuento de los felices amantes


«-Cerca los muros de una ciudad de las buenas de España, hay un monasterio de religiosas de cierta orden, en el cual había una, entre otras, que lo era tanto, que no era menos conocida por su honestidad y virtudes que por su rara belleza. Llamábase doña Luisa, la cual, yendo cada día creciendo de virtud en virtud, llegó a ser tan famosa en ella, que por su oración, penitencia y recogimiento mereció que, siendo de solos veinte y cinco años, la eligiesen por su perlada las religiosas del convento de común acuerdo, en el cual cargo procedió con tanto   -fol. 122v-   ejemplo y discreción, que cuantos la conocían y trataban la tenían por un ángel del cielo.

»Sucedió, pues, que cierta tarde, estando en el locutorio del convento un caballero llamado don Gregorio, mozo rico, galán y discreto, hablando con una deuda suya, llegó la priora, a quien él conocía bien por haberse criado juntos cuando niño, y aun querido algo con sencillo amor, por la vecindad de las casas de sus padres; y, viéndola él, se levantó con el sombrero en la mano y, pidiéndola de su salud y suplicándola emplease la cumplida de que gozaba en cosas de su servicio, le dijo ella:

»-Esté vuesa merced, mi señor don Gregorio, muy en hora buena, y sepamos de su boca lo que hay de nuevo, ya que sabemos de su valor con la merced que nos hace.

»-Ninguna -respondió él- puede hacer quien nació para servir hasta los perros desta dichosa casa; ni sé nuevas de que avisar a vuesa merced, pues no lo serán de que de las obligaciones que tengo a mi prima nacen mis frecuentes visitas, y la que hoy hago es a cuenta de un deudo que le suplica en un papel le regale con no sé qué alcorzas, en cambio de ocho varas de un picotillo famoso o perpetuán vareteado que le envía.

»-Bien me parece -dijo la priora-, pero con todo, vuesa merced me la ha de hacer a mí de que, en acabando con doña Catalina, se sirva de llevar de mi parte este papel a mi hermana (que basta decir esto para que   -fol. 123r-   sepa en qué convento, pues no tengo más que la religiosa), de la cual aguardo ciertas floreras para una fiesta de la Virgen que tengo de hacer, con obligación de que ha de dar orden vuesa merced en que se me traigan esta tarde con la respuesta; que, por ser el recado de cosa tan justificada, y vuesa merced tan señor mío casi desde la cuna, me atrevo a usar esta llaneza.

»-Puede vuesa merced -respondió el caballero- mandarme, mi señora, cosas de mayor consideración; que, pues no me falta para conocer mis obligaciones, tampoco me faltará, mientras viva, el gusto de acudir a ellas; que más en la memoria tengo los pueriles juguetes y los asomos que entre ellos di de muy aficionado servidor de ese singular valor de lo que vuesa merced puede representarme.

»Rióse la priora, y medio corrióse de la preñez de dichas razones, con que se despidió luego, diciendo lo hacía por no impedir la buena conversación, y porque le quedase lugar de hacerle la merced suplicada, cuya respuesta quedaba aguardando.

»Apenas se hubo despedido ella, cuando don Gregorio hizo lo mismo de su prima, deseosísimo de mostrar su voluntad en la brevedad con que acudía a lo que se le había mandado. Fue al monasterio do estaba la hermana de la priora, cuyas memorias fueron representando de suerte a la suya su singular perfección, hermosura, cortesía de palabras, discreción y la gravedad y decoro   -fol. 123v-   de su persona, juntamente con la prudencia con que le había dado pie para que, sirviéndola en aquella niñería, la visitase, que con la batería deste pensamiento se le fue aficionando en tanto estremo, que propuso descubrille muy de propósito el infinito deseo que tenía de servilla luego que volviese a traelle la respuesta.

»Llegó con esta resolución al torno del convento de la hermana; llamóla, diole el papel y prisa por su respuesta, y ofreciósele cuanto pudo. Y, agradeciendo su término doña Inés (que éste era el nombre de la hermana de la priora), diole la deseada respuesta a él, y a un paje suyo las curiosas flores de seda que pedía, compuestas en un azafate grande de vistosos mimbres.

»Volvió luego, contentísimo con todo, don Gregorio a los ojos de la discreta priora; y, llegando al torno de su convento y llamándola, pasó al mismo locutorio en que la había hablado, por orden della, no poco loco del gozo que sintió su ánimo por la ocasión que se le ofrecía de explicarle su deseo en la plática, que de propósito pensaba alargar para este efecto, como quien totalmente estaba ya enamorado della.

»Apenas entró en la grada el recién amartelado mancebo, cuando acudió a ella la priora, diciéndole:

»-A fe, mí señor don Gregorio, que hace fielmente vuesa merced el oficio de recaudero, pues dentro de una hora me veo con las deseadas flores, respuesta   -fol. 124r-   de mi hermana y en presencia de vuesa merced, a quien vengo a agradecer como debo tan extraordinaria diligencia.

»-Señora mía -respondió él-, por eso dice el refrán: "Al mozo malo, ponelde la mesa y envialde al recaudo".

»-Está bien dicho -replicó ella-, pero ese proverbio no hace, a mi juicio, al propósito; porque ni a vuesa merced tengo por malo ni en esta grada hay mesa puesta, ni es hora de comer; si no es que vuesa merced lo diga (que a eso obligan esas razones) porque le sirva con algunas pastillas de boca o otra niñería de dulce. Y si a ese fin se dirige el refrán, acudiré presto a mi obligación con grande gusto.

»-No ha dado vuesa merced en el blanco -respondió don Gregorio-; que, sin que hable de pastillas ni conservas, sustentaré fácilmente se halla y verifica en este locutorio cuanto el refrán dice.

»-¿Cómo -respondió doña Luisa- me probará vuesa merced que es mal mozo?

»-Lo más fácil de probar -dijo él- es eso, pues malo es todo aquello que para el fin deseado vale poco; y, valiéndolo yo para cosas del servicio de vuesa merced, que es lo que más deseo y a quien tengo puesta la mira, bien claro se sigue mi poco valor. Y no teniéndole, ¿qué puedo tener de bondad, si ya no es que de la vuesa merced me la comunique, como quien está riquísima della y de perfecciones?

»-Gran retórico -dijo la priora- viene vuesa merced, y más de lo que por acá lo somos para responderle; que, en fin, somos mujeres que nos vamos por el camino carretero,   -fol. 124v-   hablando a lo sano de Castilla la Vieja. Aunque, con todo, no dejaré de obligarle a que me pruebe cómo se salva lo que dijo, que dejó la mesa puesta cuando fue con el papel que le supliqué llevase a mi hermana, ya que aparentemente me ha probado que es mal mozo.

»-Eso, señora mía -respondió él-, también me será cosa poco dificultosa de probar; porque donde se ve el alegría de los convidados y el contento y regocijo de los mozos perezosos, juntamente con el concurso de pobres que se llegan a la puerta, se dice que está ya la mesa puesta y que hay convite. Lo mismo colegí yo del gozo que sentí cuando merecí ver esa generosa presencia de vuesa merced, que se me ofrecía con ella, pues vi en ese bello aspecto, digno de todo respecto, una esplendidísima mesa de regalados manjares para el gusto, pues le tuve y tengo el mayor que jamás he tenido en ver la virtud que resplandece en vuesa merced, pan confortativo de mis desmayados alientos, acompañada de la sal de sus gracias y vino de su risueña afabilidad; si bien me acobarda el cuchillo del rigor con que espero ha de tratar su honestidad mi atrevimiento, si ya esa singular hermosura, despertador concertado dél, no le disculpa.

»Quedósela mirando sin pestañear, dichas estas razones, saltándosele tras ellas algunas lágrimas de los amorosos ojos, harto bien vistas y mejor notadas de doña Luisa, a cuyo   -fol. 125r-   corazón dieron no pequeña batería; aunque disimulándola y encubriendo cuanto pudo la turbación que le causaron, le respondió con alegre rostro, diciendo:

»-Jamás pensara de la mucha prudencia y discreción de vuesa merced, señor don Gregorio, que, conociéndome tantos años ha, pudiese juzgarme por tan bozal que no llegue a conocer la doblez de sus palabras, el fingimiento de sus razones y la falsedad de los argumentos con que ha querido probar la suficiencia de mi corto caudal. Mas pase por agora el donaire (que por tal tengo cuanto vuesa merced ha dicho), y, pues tiene en esta casa prima de las prendas de doña Catalina, que le desea servir en estremo, no tiene que pretender más, pues cuando lo haga, no sacará de sus desvelos sino un alquitrán de deseos difíciles de apagar si una vez cobran fuerza; pues la mesma imposibilidad les sirve a los tales de ordinario incentivo, en quien se ceban, pues de contino el objecto presente, que mueve con más eficacia que el ausente a la potencia, muestra la suya cuando lucha con los imposibles que tenemos las religiosas. Con esto (pues vuesa merced me entenderá como discreto), pienso he bastantísimamente satisfecho a las palabras y muestras de voluntad de vuesa merced; y con ello le despide la mía, pero no de que me mande cosas de su servicio, más conformes a razón y de menos imposibilidad; que haciéndolo, podrá vuesa merced acudir una   -fol. 125v-   y mil veces a probar las veras de mi agradecimiento. Y cuando las ocupaciones de mi oficio me tuvieren ocupada, no faltarán religiosas de buen gusto que no lo estén para acudir en mi lugar a servir y entretener a vuesa merced.

»Había estado don Gregorio oyendo esta despedida equívoca con estraña suspensión, mirando siempre de hito en hito a quien se la daba. Y, desocupado de oír, respondió agradecía mucho la merced que se le hacía, pues cualquier, por pequeña que fuese, le sobraba; pero que entendía quedaba de suerte con la llaga que la vista de sus blancas tocas y bellísimo rostro (manteles ricos de la mesa que de sus gracias había puesto a su voluntad) le había causado, que tenía su vida por muy corta si su mano, en quien ella estaba, no le concedía algún remedio para sustentarla.

»Despidióse la priora tras esto dél, diciéndole se reportase y fiase lo demás del tiempo y de la frecuencia de las visitas, para las cuales de nuevo le daba licencia. Volvióse don Gregorio a su casa tan enamorado de doña Luisa, que de ninguna manera podía hallar sosiego. Acostóse sin cenar, lamentándose lo más de la noche de su fortuna y de la triste hora en que había visto el bello ángel de la priora. La cual, luego también que se apartó dél, se subió con el mismo cuidado a su celda, do comenzó a revolver en su corazón las cuerdas razones que don Gregorio le había dicho, las lágrimas que   -fol. 126r-   en su presencia y por su amor había derramado, la afición grande que le mostraba tener y el peligro de la vida con que a su parecer iba si no le hacía algún favor. Y el ser él tan principal y gentil hombre, y conocido suyo desde niño, ayudó a que el demonio (que lo que a las mujeres se dice una vez, se lo dice a solas él diez) tuviese bastante leña con ello para encender, como encendió, el lascivo fuego con que comenzó a abrasarse el casto corazón de la descuidada priora. Y fue tan cruel el incendio, que pasó con él la noche, con la misma inquietud que la pasó don Gregorio, imaginando siempre en la traza que ternía para declararle su amoroso intento.

»Venida la mañana, bajó luego con este cuidado al torno, y, llamando una confidente mandadera, le dijo:

»-Id luego a casa del señor don Gregorio, primo de doña Catalina, y decilde de mi parte que le beso las manos y que le suplico me haga merced de llegarse acá esta tarde, que tengo que tratar con él un negocio de importancia.

»Fue al punto la recaudera, cuyo recado recibió don Gregorio con el gusto que imaginar se puede, asentado en la cama, de la cual no pensaba levantarse tan presto, y dijo a la mujer:

»-Decid a la señora priora que beso a su merced las manos, y que me habéis hallado en la cama, en la cual estaba de suerte, que, a no mandármelo su merced, no me levantara della en muchos días,   -fol. 126v-   porque el mal con que salí de su presencia ayer tarde me ha apretado esta noche con increíble fuerza. Pero ya con el recado cobro la necesaria para poder acudir, como acudiré, a las dos en punto a ver lo que manda su merced.

»Fuese la mandadera y quedó el amante caballero totalmente maravillado de aquella novedad, y no sabía a qué atribuirla. Por una parte, consideraba el rigor con que el día pasado le había despedido; y por otra, el enviarle a llamar tan deprisa para comunicarle, como la mandadera le había dicho, un negocio de importancia, le aseguraba o prometía algún piadoso remedio. Aguardaba con sumo deseo el fin de la visita; y, llegada la hora de hacella, fue puntualísimamente al convento. Y, avisando en el torno y cobrada respuesta en él de que pasase a la grada, fue a ella, do estuvo esperando a que la priora saliese, haciéndosele cada instante de su tardanza un siglo. Pero salió dentro de breve rato, risueña y con muestras de mucha afabilidad, diciéndole, no sin turbación interior:

»-No quiere tan mal a vuesa merced como piensa, mi señor don Gregorio, quien le ha enviado a llamar en amaneciendo con tanto cuidado; pero hámele causado tan grande las muestras de indisposición con que vuesa merced se fue anoche, que, temiendo no naciese ella del cansacio tomado en ir y venir del convento de mi hermana a éste, a mi cuenta, me ha   -fol. 127r-   parecido quedaba también a ella el saber lo uno de su salud y lo otro el divertille esta tarde de la pasada melancolía, causada de mi inadvertencia. Que sin duda de la que debí tener en el hablar tomó vuesa merced ocasión para decirme aquellas tan amorosas cuanto estudiadas razones con que pretendió darme a entender, a vueltas de aquellas fingidas lágrimas, le desvelaban mis memorias y enamoraban mis cortas prendas. Pero no le ha salido mal el intento, si le tuvo, de obligarme con eso a que le enviase a llamar, pues en efecto ha salido con él. Y si ese ha sido el artificio motriz de aquel fingimiento, dígame vuesa merced agora sin él, pues me tiene presente, su pretensión; que para ello le da cumplidísima licencia mi natural vergüenza, pues, como dicen, el oír no puede ofender. Y hago esto porque, como me dijo vuesa merced al despedirse había yo de ser causa de su temprana muerte, no me ha parecido debía dar lugar a que el mundo me tuviese por homicida de quien tantas partes tiene y es por ellas digno de vivir los años que mi buen deseo suplica a Dios le dé de vida, confiada en que no perderemos nada los desta casa en que la tenga larguísima quien tan bienhechor es della.

»Respondióle don Gregorio, cobrando un nuevo y cortés atrevimiento, diciendo:

»-Ha sido tan grande, señora mía, la merced que hoy se me ha hecho y va haciendo agora, y hállome tan incapaz de merecerla, que me parece que,   -fol. 127v-   aunque los años de mi vida llegasen a ser tantos cuantos prometen los nobles y religiosos deseos de vuesa merced, no podía pagar en ellos, por más que los emplease en servicio desta casa, la mínima parte della. Pero ya que no la puedo pagar con caudal equivalente, pagaréla, a lo menos, con el que agora corre entre discretos, que es con notable agradecimiento y confesión de perpetuo reconocimiento. Aunque quiero que vuesa merced entienda (y esto sabe el cielo cuánta verdad es) que si no acudiera con la brevedad que acudió con el recaudo y esperanzas de su vista, ya no la tuviera yo, ni vida con ella, a la hora presente, según me apretaba la pasión amorosa que las gracias de vuesa merced me causan. Pero ya de aquí adelante pretendo mirar por mi vida, para tener siquiera qué emplear en servicio de quien tan bien sabe dármela cuando menos la confío. Y porque acabe de conocer prosiguirá vuesa merced el hacérmela, quiero atrevidamente pedir otra de nuevo, confiado en lo que acaba de decir de que gusta de mi vida.

»-Veamos -dijo la priora- qué cosa es, y, conforme a la petición, se podrá fácilmente juzgar si será justo concederla o no. Diga vuesa merced.

»-Yo, señora, no pido nada -replicó él-; que no querría me sucediese lo de anoche, de dar pesadumbre a vuesa merced.

»-Sin duda -dijo ella-, que debe de ser, según se le hace de mal el decirlo, algún pie de monte de oro.

»-No es -respondió don Gregorio-   -fol. 128r-   sino una mano de plata, que tales son las blanquísimas de vuesa merced, para besarla por entre esta reja.

»-Aunque haya sido atrevimiento, señor don Gregorio -replicó la priora-, no dejaré de usar desa llaneza y libertad por haberlo prometido.

»Y, sacando de un curioso guante la mano, la metió por la reja, y don Gregorio, loco de contento, la besó, haciendo y diciendo con ella mil amorosas agudezas, y ella le dijo:

»-Agora, ¿estará vuesa merced contento?

»-Estoylo tanto -replicó el nuevo amante-, que salgo de juicio, pues con esto cobro nueva vida, nuevo aliento, nuevo gozo y, sobre todo, nuevas esperanzas de que se lograrán más de cada día las mías; y así, podré decir está todo mi ser en la mano de vuesa merced, en la cual, como pongo los ojos, pongo y pondré mientras viva mis deseos y memorias.

»-Pues, señor don Gregorio -dijo doña Luisa-, ya no es tiempo de disimulación ni de que vuesa merced ignore que si me ama con las veras que finge, no hace cosa que no me la deba; y si he disimulado hasta agora, ha sido no con poca violencia de mi voluntad. Pero forzábanla el ser mujer y religiosa y cabeza de cuantos lo son en esta grave casa, y también que deseaba enterarme y ver si la perseverancia confirmaba los asomos del amor que con palabras y lágrimas me comenzó a mostrar. Pero ya que mi ceguera me obliga a que crea lo que tan difícil es de averiguar, digo que soy contentísima de   -fol. 128v-   que todos los días me visite, y aun le suplico lo haga, variando las horas para mayor disimulación. Y advierta vuesa merced hago más en confesarme ciega y amante que en cuanto tras eso diere lugar a vuesa merced, pues el mayor imposible que sentimos las mujeres es el haber de otorgar amamos a quien con sola esa confesión suele tomar ánimo para condenarnos a perpetuo desprecio y desesperados celos. ¡Plegue a Dios no me suceda a mí así! Libertad terná vuesa merced de hablarme sin impedimiento; que el ser priora me da aquélla y me quita éstos; y crea vuesa merced que, perseverando, pienso serle autora de mayores servicios. Y baste por agora, y vuesa merced se vaya; que quedo confusísima de mi determinación y de la poca fuerza que en mí siento para resistir a mayores baterías. Y lo demás quede para otro día.

»Despidiéronse con esto, quedando los dos tan enamorados como dirá el suceso del verdadero cuento. Luego comenzaron a andar los recados, los billetes, y a frecuentarse las visitas, enviándose regalos y presentes de una parte y otra, con tanta frecuencia que ya daban de sí no poca nota; si bien, como todos veían la autoridad de la priora, no reparaban tanto en ello como fuera razón.

»Duróles este trato por más de seis meses, hasta que, estando los dos un día hablando en el locutorio, comenzó don Gregorio a maldecir las rejas, que eran estorbo de que él gozase del mejor   -fol. 129r-   bien que gozar podía y deseaba; y lo mesmo decía ella; que era de suerte su amor, y estaba tan perdida por el mozo y tan otra de lo que solía, y era tan frecuentadora de billetes y ternuras, que hasta el mismo don Gregorio se espantaba de verla tal. Y fue de manera que ella fue quien dio principio a su misma perdición, pues le dijo esa mesma tarde:

»-¿Es posible, señor, que, mostrándome el amor que me mostráis, seáis tan pusilánimo y tan para poco, que no deis traza de entrar de noche por alguna secreta parte adonde podamos gozar ambos sin zozobras el dulce fruto de nuestros amores? ¿No advertís que soy priora y que tengo libertad para poderlo hacer con el debido secreto? Yo, a lo menos de mi parte, si vos os disponéis para ello, harto bien trazado lo tengo con mi deseo y facilitado con vuestra cobardía; y aun si no fuera ella tanta, podríais sacarme de aquí y llevarme a donde os diese gusto, pues vivo y estoy en todo dispuesta de seguir el vuestro.

»Maravillado don Gregorio desta determinación, la respondió:

»-Ya, prenda mía, os he dicho muchas veces que estoy aparejado para todo aquello que fuere de vuestro entretenimiento y regalo; y así, pues me enseñáis lo que debo hacer, será el negocio desta manera. Yo tomaré dos caballos de casa de mi padre, recogiendo juntamente della todo el más dinero que pudiere, y vendré a la medianoche   -fol. 129v-   por la parte del convento que mejor y más secreto os pareciere. Y saliendo dél, subiréis en el uno, yo en el otro, y así, nos iremos juntos a media posta a algún reino estraño, donde, sin ser conocidos, podremos vivir todo el tiempo que nos diere gusto. Y vos, pues tenéis las llaves del dinero, plata y depósitos deste convento, podréis también recoger la mayor suma de cosas de valor que podáis, para que vamos así seguros de no vernos jamás en necesidad.

»-Así me parece bien -replicó ella que se debe hacer.

»Quedaron desde luego de concierto de que su ida fuese a la una de la noche del siguiente domingo, después de dichos los maitines, hora en que el galán sin falta estaría aguardando a la puerta de la iglesia con los caballos; que, pues ella se quedaba las noches con las llaves de casa, fácilmente podría abrir la sacrestía y salir por ella al dicho puesto por la puerta principal de la iglesia, con presupuesto de caminar la misma noche diez o doce leguas a toda diligencia, para que, cuando los echasen menos, fuese más dificultoso el hallarlos.

»Con este concierto y con el de que don Gregorio le enviaría bien envueltos, como si fuese colgadura, unos curiosos vestidos de dama con que saliese, se despidieron. Y, en haciéndolo, comenzó la priora a dar orden en su partida, cosiendo en un honesto faldellín que había de llevar debajo, las doblas que pudo recoger,   -fol. 130r-   que no fueron pocas; poniendo en una bolsa otra gran cantidad de moneda de plata, para llevarla más a mano; de suerte que sacó del convento entre moneda y joyas más de mil ducados.

»La mesma prevención hizo don Gregorio, el cual, contrahaciendo las llaves de ciertos cofres de su padre, sacó dellos más de otros mil ducados, sin otra gran cantidad de dineros que pidió prestados a amigos; que, con la confianza de que era hijo único y mayorazgo de caballeros de más de tres mil de renta, fue fácil hallar algunos que se los prestasen.

»Llegado el concertado domingo, a las doce de medianoche, hora de universal silencio por la seguridad que dan los primeros sueños, que, por serlo, son más profundos, se bajó don Gregorio, con la aprestada maleta de lo que había de llevar, a la caballeriza, y, ensillando en ella dos de los mejores caballos, sin ser de nadie sentido, se salió de casa y fue al monasterio, do estuvo aguardando en la puerta de la iglesia a que su querida doña Luisa saliese. La cual, acabados los maitines, se volvió a su celda y, quitándose en ella los hábitos, se vestió las ropas de secular que don Gregorio le había enviado y tenía en un arca, como queda dicho; y, poniendo las de religiosa sobre una mesa y dejando allí una bien larga carta escrita de la causa que sus amores le dieron para irse, como se iba, con don Gregorio, dejó, ni   -fol. 130v-   más ni menos, allí una vela encendida, con el breviario y rosario, de quien siempre había sido devotísima, y por él lo había sido en sumo grado de la Virgen, Señora Nuestra, toda su vida. Y, tomando tras esto un gran manojo de llaves, las cuales eran de toda la casa y de la iglesia, se salió de la celda lo más pasito que le fue posible; y se fue por el claustro y bajó a la sacristía, y, abriéndola sin ser sentida, salió al cuerpo de la iglesia con las llaves en la mano. Y, habiendo de pasar al salir della por delante de un altar de la Virgen benditísima, de cuya imagen era particular devota y le celebraba todas las fiestas suyas con la mayor solenidad y devoción que podía, a la que llegó delante della, se hincó de rodillas, diciendo con particular ternura interior y notable cariño de despedirse della, privándose del verla, porque era la cosa que más quería en esta vida:

»-Madre de Dios y Virgen purísima, sabe el cielo y sabéis vos cuánto siento el ausentarme de vuestros ojos; pero están tan ciegos los míos por el mozo que me lleva, sin hallar fuerzas en mí con que resistir a la pasión amorosa que me lleva tras sí, voy tras ella sin reparar en los inconvenientes y daños que me están amenazando. Pero no quiero emprender la jornada sin encomendaros, Señora, como os encomiendo con las mayores veras que puedo, estas religiosas que hasta ahora han estado a mi cargo.   -fol. 131r-   Tenelde, pues, dellas, Madre de piedad, pues son vuestras hijas, a las cuales yo, como mala madrastra, dejo y desamparo. Amparaldas, digo, Virgen santísima, por vuestra angélica puridad, como verdadero manantial de todas las misericordias, siendo como sois la madre de la fuente dellas: de Cristo, digo, nuestro Dios y Señor. Volved y mirad, os suplico otra vez, en mi lugar, por estas siervas vuestras que aquí quedan, más cuidadosas de su limpieza y salvación que yo, que voy despeñándome tras lo que me ha de hacer perder lo uno y lo otro, si vos, Señora, no os apiadáis de mí. Pero, confío que lo haréis, obligada de vuestra inexplicable y natural piedad y de la devoción con que siempre he rezado vuestro santísimo rosario.

»Y, dicha esta breve oración, y hecha tras ella una profunda reverencia a la imagen, abrió el postigo de la iglesia y, abierto, se volvió a dejar las llaves delante del dicho altar de la Virgen, tras lo cual se salió a la calle, entornando tras sí la puerta. Apenas estuvo fuera della, cuando le salió al encuentro don Gregorio, que la estaba aguardando hecho ojos; y, tomándola en brazos (tras haberla tenido un breve rato entre los suyos amorosos haciendo desenvolturas que el recelo de no ser vistos le consintió), la subió en el caballo que le pareció más manso, con que comenzaron luego a caminar, de suerte que los   -fol. 131v-   vino a tomar el día seis o siete leguas lejos de a donde habían salido. Y en el primer lugar se proveyeron de todo lo necesario tocante a la comida, con fin de no entrar en poblado, si no fuese de noche, para hurtar así el cuerpo a la mucha gente que tenían por sin duda iría en su busca.

»En efeto, señores, que aquélla que había profesado y prometido castidad a Dios, y la había guardado hasta entonces con notables muestras de virtud (permitiéndolo así su divina Majestad por su secreto juicio y por dar muestras de su omnipotencia, la cual manifiesta, como canta la Iglesia, en perdonar a grandes pecadores gravísimos pecados, y por mostrar también lo que con Él vale la intercesión de la Virgen gloriosísima, madre suya, y con cuántas veras la interpone ella en favor de los devotos de su santísimo rosario), la perdió por un deleite sensual y momentáneo, yendo a rienda suelta por el camino fragoso de sus torpezas, olvidada de Dios, de su profesión y de todos los buenos respetos que a quien era debía. Mas no hay que maravillarse hiciese esto, dejada de la mano de Dios, pues, como dice san Agustín, más hay que espantarse de los pecados que deja de hacer el alma a quien desampara su divina misericordia que de los que comete; que eso, dice David, vocean los demonios, enemigos de nuestra salvación, al hombre que llega a tal miseria,   -fol. 132r-   tomando ánimo por ello de perseguirle y prometiéndose vencerle en todo género de vicios: Deus dereliquit eum; persequimini et comprehendite eum, quia non est qui eripiat.

»Continuaron su camino los ciegos amantes, con los justos miedos y sobresaltos que imaginarse pueden de quien anda en desgracia de Dios, algunos días, sin parar jamás hasta que llegaron a la gran ciudad de Lisboa, cabeza del ilustre reino de Portugal. Allí, pues, hizo don Gregorio una carta falsa de matrimonio; y, alquilando una buena casa, compró sillas, tapices, bufetes, camas y estrado con almohadas para su dama, con el demás ajuar necesario para moblar una honrada casa, comprando juntamente para el servicio della un negro y una negra. Cargó tras esto de galas y joyas para adorno suyo y de su bella doña Luisa.

»Pasaron la vida muchos días, acudiendo en aquella ciudad a todo cuanto apetecían sus ciegos sentidos, como fuese de entretenimiento, disolución y fausto, sin perder fiesta ni comedia la gallarda forastera (que así la llamaban los portugueses) de cuantas en Lisboa se hacían. Paseaba también sus calles don Gregorio de día, ya con una gala y caballo, y ya con otro, gozando sin escrúpulo ninguno de conciencia de aquella pobre apóstata perlada, olvidado totalmente de Dios y sin rastro de temor de su divina justicia; porque, como dice el Espíritu Santo   -fol. 132v-   por boca de Salomón, lo que menos teme el malo, cuando llega a lo último de su maldad, es a Dios. Dos años estuvieron en Lisboa los ciegos amantes, gastándolos en la vida más libre y deleitosa que imaginarse puede, pues todo fue galas, convites, fiestas y, sobre todo, juegos, a que don Gregorio se dio sin moderación alguna.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

En que el ermitaño cuenta la baja que dieron los felices amantes en Lisboa por la poca moderación que tuvieron en su trato


»Es infalible que se llegue al cabo de a donde se saca algo, como dice el refrán, y no se eche. Dígolo, señores, porque como dieron tanta prisa las libertades de don Gregorio y sus juegos, y las galas de su doña Luisa y sus saraos, a desembolsar los dineros que habían traído de su tierra, sin que de ninguna parte ni de ningún modo les viniese ganancia, comenzaron, al cabo de los dos años dichos, a echar de ver ambos se iban empobreciendo; y hiciéronlo tan por la posta, que en breve les fue forzoso vender las colgaduras y aun muchas o todas las joyas de casa, tras lo cual vendió él tres o cuatro caballos que tenía, pero remedióse poco con su venta, porque con el dinero que sacó della, codicioso de ganar o picado de lo perdido, se fue a   -fol. 133r-   una casa de juego, do, tras perderle todo, vino a perder hasta un famoso ferreruelo que traía, siéndole necesario detenerse hasta la noche sin volver a su casa, porque no le viesen los que le conocían ir, como de hecho fue, en cuerpo por las calles.

»Y, llegando apesarado, corrido, pobre y sin capa a los ojos de su doña Luisa, que le aguardaba con harta necesidad, no tuvo ánimo la triste dama de reprehenderle su inconsideración, temerosa de no darle materia para que la dejase o hiciese alguna bajeza; antes, consolándole, dio orden de que vendiesen los negros, como lo hicieron. Pero acabáronse presto los dineros que sacaron dellos, parte con el gasto ordinario y parte con los excesos del juego de don Gregorio, que eran grandes (quizá por permisión divina, para reducirlos a su conocimiento mediante la necesidad), y llegaron al cabo a verse tales, que ni prenda que empeñar, ni pieza que vender tuvieron; con que el dueño de la casa, conociendo el peligro que corría la cobranza de sus alquileres, dio orden de ejecutarlos por ellos si no le daban por seguro algún abonado fiador. Fueles imposible hallarle; y así, hubo el galán de rematar con los vestidos de su doña Luisa, a la cual, viendo llorosa, desnuda, corrida y medio desesperada, dijo el pródigo mozo un día:

»-Ya veis, mi bien, lo que pasa y cuán imposible nos es vivir en esta ciudad sin notable   -fol. 133v-   nota della y vergüenza nuestra, por ser tan conocidos de la gente principal, de quien no tengo cara para amprarme. Muy sin consideración hemos andado en gastar tan sin tino lo que de nuestras tierras sacamos y sin mirar en lo que adelante nos podía suceder. Pero, pues para lo hecho no hay remedio, paréceme que lo que agora debemos hacer, previniendo mayores daños, es que, pues nos vemos tales, nos salgamos una noche, sin ser vistos, de Lisboa y vamos a dar cabo a la primer ciudad de Castilla, que es Badajoz, do, por no conocernos ni habernos visto con la pompa y fausto que los de Lisboa, podremos pasarlo mejor y con menos gasto. Que, pues vos tenéis tan buenas manos para cosas de labor, fácil será el ganar con ellas con que moderadamente vivamos, ya enseñando a labrar a algunas niñas y ya labrando para otros.

»Respondióle con no pocas lágrimas y sentimiento la triste dama que hiciese della cuanto fuese de su gusto, pues estaba ya dispuesta a seguirle en todo sin contradición alguna.

»Saliéronse, cual pueden pensar vuesas mercedes, de la gran Lisboa, haciendo su viaje a pie y sin más provisión ni ropa que la que llevaban a cuestas, yendo sin espada y en cuerpo don Gregorio, por la pérdida que había hecho de su capa en el juego. Pero lo que él más sintía era verse imposibilitado de poder llevar a caballo a su doña Luisa, que, por la aspereza   -fol. 134r-   de los caminos y delgadeza de sus pies, los llevaba abiertos y cribillados, por ir, como iba, con pobrísimo calzado, y necesitada, en fin, de pedir limosna por las puertas de las casas de los pueblos por donde pasaba, como también lo iba haciendo él, llenas sus plantas de vejigas.

»Llegaron, al cabo de algunos días, a Badajoz despeados, do, llegando, les fue forzoso irse a alojar por su gran pobreza al hospital, que era tanta, que si algunos compasivos pobres dél no les dieran de los mendrugos que por las casas habían recogido de limosna, quedaran la noche que llegaron sin cenar. Aquí fue el llorar, hecha otro hijo pródigo, de la afligida doña Luisa, y el considerar la abundancia que tenía en el monasterio de donde era priora; aquí el arrepentirse de haber salido tan inconsideradamente dél con don Gregorio, con tan grave ofensa de Dios y tan en deshonra de los linajes de entrambos; aquí, finalmente, el sollozar por la pérdida de la irrecuperable joya de la virginidad.

»Pasó la noche, en efeto, la aburrida señora lamentando con estraño sentimiento su desventura; tanto, que el afligido don Gregorio no le osaba hablar, antes, corredísimo y melancólico, se estaba escuchándola en un rincón del mismo aposento; y si algo decía, eran también endechas y pesares por los que padecía y esperaba padecer, sin esperanzas de poder volver en toda su vida a su tierra,   -fol. 134v-   en la cual era rico y regalado mayorazgo. Con cuya consideración y con la que tenía del sentimiento de sus padres, deudos y amigos, arrancaba de rato en rato un doloroso suspiro del centro de su afligida alma, con que enterneciera las piedras, maldiciendo su desconcierto, ciega determinación, locos amores y a los infernales gustos, y, finalmente, la primer vista de quien había sido causa total de tan fatales principios y del fin peligroso que ellos las vidas de su cuerpo y alma amenazaban.

»Pasada la noche en estas ocupaciones y sentimientos y venida la mañana, entró en el hospital un caballero mancebo, a quien tocaba reconocer aquella semana qué gente había entrado y dormido en él; que, para no dar lugar a que no se poblase de vagamundos, tenía esta cuerda providencia aquella ciudad de tener administradores que por semanas visitasen los peregrinos y se informasen de sus necesidades. Y, llegándose a doña Luisa, luego que la vio moza y hermosa, aunque mal vestida, le preguntó que de dónde era; y respondiendo ella, con muestras de vergüenza, que de Toledo, replicó él si conocía a tales y tales personas bien señaladas en dicha ciudad. Respondió la dama luego que no, porque había mucho tiempo que había salido de allá. Estando en esta plática, se les juntó don Gregorio, diciendo:

»-Esta mujer, señor mío, es natural de Valladolid y es mi esposa.

  -fol. 135r-  

»-Pues ¿para qué -dijo el caballero- es menester mentir aquí? Muéstrenme acá la carta del casamiento, porque, si no son marido y mujer, serán muy bien castigados.

»Sacó luego su carta falsa don Gregorio y enseñósela, de la cual el caballero quedó satisfecho, y les preguntó que adónde caminaban, porque allí no podían estar más de sólo un día. Respondió don Gregorio que venían a aquella ciudad de asiento para vivir en ella.

»-¿Pues qué oficio tenéis? -replicó el administrador.

»Respondióle que no tenía oficio, pero que su mujer era labrandera, y quería allí, habiendo comodidad, enseñar a labrar algunas niñas.

»-De suerte -dijo el caballero- que ella os ha de sustentar a vos. Harto trabajo tendréis ambos. Con todo, por amor de Dios, os llevaré hoy a mi casa y os daré en ella de comer hasta buscaros alguna comodidad con que vos y vuestra mujer, que parece honrada, podáis vivir en esta tierra.

»Mandó tras esto a un paje que los llevase a su casa. Agradeciéronselo mucho ellos; y por el camino, preguntando por las prendas de quien tanta merced les hacía, respondió el paje que era un mancebo rico y tan caritativo, que hacía los más de los días muchas limosnas; y así, que confiasen que él sin duda les buscaría adonde pudiesen vivir, y aun si fuese menester les pagaría el alquiler de la casa. Nueva fue ésta que les dio a ambos notable contento.

»El caballero les buscó, en saliendo del   -fol. 135v-   hospital, una razonable posada en que vivían unas costureras, y les hizo dar alquiladas una buena cama y algunas alhajas de casa, saliendo él a pagar el alquiler de todo cuanto los huéspedes, pare quien había de servir, no le pagasen. Hecha esta diligencia, se fue a mediodía a su posada, en la cual les hizo dar bien de comer; y, en comiendo, les llevó él proprio a la que les había buscado, donde le besaron las manos por ello y por un real de a ocho que les dio de limosna, con que pasaron aquella noche razonablemente.

»A la mañana, comenzó doña Luisa a preguntar a aquellas vecinas que quién le daría que labrar, porque ella no conocía a nadie en aquella ciudad; las cuales la respondieron:

»-Nosotras, con ser naturales de aquí y hacer, como dicen, pajaritos de nuestras manos, morimos de hambre. ¡Mirad qué haréis, señora, vos, venida de ayer acá! A la fe, hermana mía, que habéis llegado a muy ruin puesto para ganar de comer, como os enseñará la experiencia. Con todo eso, para dos o tres días -dijo la una-, yo os daré con que ganéis siquiera para pan.

»Agradecióselo ella, y comenzó a labrar en cierta obra que le puso en las manos, quedándose don Gregorio en la cama, pensando pasar mejor la hambre en ella que paseando. Esa mesma mañana se llegó el caballero, después de haber visitado el hospital, a saber de los dos forasteros; y, hallando acostado a don   -fol. 136r-   Gregorio, le dijo:

»-¿Qués, gentilhombre? ¿Cómo va? ¿Adónde está vuestra mujer?

»-Bien hasta agora me va -respondió él-, y ahí con la vecina está mi mujer, por quien pregunta vuesa merced; a quien suplico no se espante de no hallarme levantado; que el no tener andrajo de zapatos me obliga a ello.

»-No será tanto ésa la causa -dijo el a ministrador- cuanto poltronería.

»Y, volviendo las espaldas, se salió a ver a doña Luisa; y, sentándose en un taburete junto a ella, se la puso a mirar de propósito a las manos y rostro; y reparando en sus faciones y en la modestia con que estaba, le pareció la más hermosa mujer y más digna de ser amada que en su vida hubiese visto. Aficionósele luego, que es imposible deje la voluntad de amar a aquello que se le representa vestido de bondad, hermosura o gusto; y, rendido ya a sus partes, le preguntó con muestras de afición, por su nombre y la causa por que había dejado su patria. Respondió ella, sin levantar el rostro, con alguna turbación, que se llamaba doña Luisa, y que, por haber sucedido cierta desgracia a su marido en Valladolid, habían salido ambos huyendo a uña de caballo (cosa que le pesaba confesar, y que, por no hacerlo, había dicho al principio que eran de Toledo), y, habiendo dado cabo en Lisboa, habían vivido allí dos años, en el cual tiempo habían gastado no poca suma de dinero que consigo habían traído.

»-Por cierto, señora doña   -fol. 136v-   Luisa, que siento en el alma -dijo el caballero- veros empleada en quien tan poco os merece, como este picaronazo de vuestro marido, pues por una parte os veo hermosa y discreta, y considero por otra que él os ha de consumir y gastar lo poco que aquí ganáredes. Con todo, si queréis hacer por mí lo que os suplicare, os juro a fe de caballero de remediaros y favorecemos a ambos en cuanto pudiere, pues no puedo negar sino que os he mirado con buenos ojos, y de suerte están los míos enamorados de los vuestros, que ya vivo con deseo intenso de serviros y agradaros en cuanto pudiere. Y así, desde luego, os suplico me mandéis todo lo que fuere de vuestro gusto; que a todo acudirá el mío, sin querer mis fieles deseos más premio que verse admitidos de vuestra memoria, pues con sólo esa gloria juzgaré verme en la mayor que puedo desear. No perdáis, bellísima forastera, la ocasión que a vuesas desdichas ofrece en mis dichosos cuidados la fortuna, y advertid no es cosa que os pueda estar mal el hacerme mercé.

»-Agradezco cuanto puedo, señor -respondió ella-, la que ese valor me ofrece, sin haberla yo servido ni merecido; pero, siendo mujer casada y estando mi marido presente, en gravísimo yerro y peligro caería si le ofendiese. Y así por esto y, lo más principal, por lo que debo a Dios y a mí misma, suplico a vuesa merced desista de tal pretensión; y, en cuanto   -fol. 137r-   no tocare a ella, mándeme, que en todo verá mi debido agradecimiento.

»-Miraldo, señora, bien -dijo el mancebo-; que yo me encargo en dar orden cómo vuestro marido no lo sepa ni entienda. Y veis aquí por agora ese doblón para que cenéis esta noche; que dobles os los daré las que vinieren, como gustéis emplearlas en darme gusto, y no le terné hasta que mañana me deis la respuesta que deseo; y me le puede sólo causar el ser ella cual mi fe merece y esa beldad asegura.

»Constreñida doña Luisa de la necesidad, que es poderoso tiro para derribar las flacas almenas de la mujeril vergüenza, tomó el doblón, dándole por él no pocas gracias ni pocas esperanzas con recebirle, pues siempre quien lo hace se obliga a mucho. Levantóse tras esto el administrador, y llamó aparte a la vecina más vieja de la casa y le dijo:

»-Si acabáis con doña Luisa que corresponda a mis ruegos y acete mis ofertas, os prometo, a ley de quien soy, de datos una saya de famoso paño, sin otras cosas de consideración. Pero eso rogádselo y persuadídselo con las mayores veras que pudiéredes; y si salís con la empresa, venid volando con la nueva a mi casa, que della llevaréis al punto las ofrecidas albricias.

»Aseguróle la astuta tercera serlo con las veras que dirían las obras; y, llegándose el caballero, oída esta respuesta, a la descuidada dama, le asió la mano y se la besó, sin que lo   -fol. 137v-   pudiese ella impedir, partiéndose luego. Comenzó, tras su ida, la solícita vieja a persuadir eficazmente a la perpleja señora, por saber ella más destos ensalmos que de los Psalmos de David. Y fue de suerte la batería que le dio, que, convencida della doña Luisa, le vino a responder que, como el negocio fuese secreto, procuraría servir cuanto pudiese a aquel caballero, con tal que él hiciese también por ella lo que le había ofrecido. Encargóse la vieja, agradecida a la respuesta, de tratar el negocio con igualdad y satisfación de ambas partes como el efeto mostraría.

»Entróse doña Luisa en su cuarto, por ser hora de comer, do contó punto por punto a don Gregorio cuanto con el caballero le había pasado; el cual le respondió que, atento que padecían estrema necesidad y que era imposible remediarla por otro camino, que condecendiese con su gusto; que para todo daba su consentimiento y daría el lugar necesario, con tal que le sacase cuanto pudiese, así en dineros como en joyas, fingiendo siempre temor y recelo y encargándole el secreto.

»Ya en esto había ido corriendo la vieja a ganar las albricias del enamorado caballero; y teniéndolas, y concertado con ella tratase con doña Luisa se viesen la siguiente noche, donde y como ella mandase, se efectuó todo así. Porque, fingiendo don Gregorio salirse de ciudad, dio ella entrada en su propria casa   -fol. 138r-   al caballero, el cual durmió con ella aquella y otras noches, dándole dineros y todo lo necesario para su sustento y reparo, con que pudieron ambos vestirse razonablemente.

»Publicóse el negocio, con escándalo del pueblo; que de ver el toldo de la dama, la bizarría de don Gregorio y la familiaridad con que trataba con el caballero, frecuentando las entradas de casa el uno del otro (que a todo lo allanó el gusto del natural y necesidad del forastero), nació el echar de ver todos tenía tienda la forastera de entretenimientos, la cual aumentó la ocasión de la murmuración con el engalanarse, ponerse a la ventana y gustar de ser vista y visitada, todo con consentimiento de don Gregorio, que ya no se le daba nada del medrar a costa de la votada honestidad, pero profanada escandalosamente, de la ciega religiosa. De quien de nuevo comenzaron a picarse otros tres mancebos ricos de la ciudad, admitiendo sus presentes, billetes y recados la dama, sin reparar en comprarlos a costa de su honra.

»Llegó el negocio a término que una noche, encontrándose todos en su calle, trabaron celosos una tan cruel pendencia, que della salió muerto un hijo de vecino principal. Prendió luego la justicia por indicio a todos los de la riña, depositando a doña Luisa en casa de un letrado. Y, al cabo de un mes que corrió la causa, no pudiéndose averiguar quién fuese el homicida,   -fol. 138v-   los sacaron a todos en fiado, dándoles la ciudad por cárcel. Don Gregorio fue quien peor libró, pues salió el postrero della, con sentencia de destierro perpetuo de Badajoz y su tierra; y hubiera de salir a la vergüenza por las calles, si la buena diligencia del administrador, su amigo, no lo remediara con dinero. Diole, en viéndole libre, todo lo que fue necesario para salirse de la ciudad y irse a la de Mérida, do le aconsejó se entretuviese regalando un par de meses, mientras él en ellos negociaba se le alzase el destierro, ofreciéndole se encargaba de mirar en ellos por doña Luisa como si fuera su propria hermana.

»Acetó de muy buena gana don Gregorio el partido, porque vio en él la puerta abierta para hacer lo que pretendía, que era dejar a doña Luisa, de quien ya estaba cansado, y arrepentido de la locura que había hecho de encargarse de tan impertinente carga; temiendo, si perseveraba en tal vida, no lo viniese a ser él de algún burro por las calles públicas de algún pueblo, o de alguna horca si se descubría su delito. Con todo, disimuló con ella, de quien se despidió encargándole el recato y honestidad y la diligencia en procurar se le alzase el destierro, o se fuese tras él a Mérida, do la esperaría, si no se podía negociar.

»Toda esta plática pasó delante del administrador, que gustaba ya de verle ausente, no menos que la dama, que deseaba lo   -fol. 139r-   mismo por tener más libertad para sus disoluciones. Todos, en efeto, deseaban una misma cosa, aunque por diferentes fines. Tomó don Gregorio de mano de su amigo más de quinientos reales, y con ellos y muy bien vestido se salió de Badajoz a pie para Mérida, ciudad que dista poco ella.»

-Par Dios -dijo Sancho- que eso de badajos y esotro que por su mal olor no lo oso nombrar declaran bien cuán gran puerco y badajo era ese don Gregorio, que dejó la monja entre tantos cuervos o demonios. El tuerto de esa pobre señora, mi señor don Quijote, será bien deshacer, pues ganaríamos en ello las catorce obras de misericordia. Y más le digo, que, si quiere ir luego allá, le acompañaré de muy buena gana, aunque sepa perder o dilatar la posesión del gobierno de la gran ínsula y reino de Chipre, que me toca por línea recta en virtud de la palabra de vuesa merced y de la muerte que ha de dar al soberbio Tajayunque, su rey, cuyo guante traigo bien guardado en esa maleta.

No se le encajaba mal a don Quijote el consejo de Sancho, y ya con él se le comenzaba a levantar la mollera, de suerte que si los circunstantes, que gustaban infinito de saber el fin del cuento, no le apaciguaran con buenas razones, echara el bodegón por la ventana y se fuera luego de allí, dejándoles en porreta. Pero, diciéndole el soldado Bracamonte que, en acabando de oír   -fol. 139v-   dónde y cómo quedaba aquella señora, le daba palabra de irle a acompañar en tan santa empresa (pues, no teniendo noticia más clara de sus cosas y sucesos, no le parecía acertado hacer la jornada, porque podría ser que cuando ellos llegasen a Badajoz, ya ella estuviese en otra parte), se sosegó don Quijote y ofreció grata atención a todo, obligándose a hacer la tuviese también su escudero.

Con esto, y con agradecérselo todos, y rogar tras ello al discreto ermitaño prosiguiese tan suspensa historia, seguro de que, aunque larga, no les cansaba, la prosiguió diciendo:




ArribaAbajoCapítulo XIX

Del suceso que tuvieron los felices amantes hasta llegar a su amada patria


»-No se fue don Gregorio a Mérida, como había prometido al caballero y a doña Luisa, sino a Madrid, donde, por la babilonia de la Corte, fácilmente se encubre y disimula cualquier desdichado; y, como él lo era tanto, vino a parar con toda su nobleza en servir a un caballero de hábito, mudado el nombre, sin acordarse más de su dama que si jamás la hubiera visto. La cual le pagó con la mesma moneda a los primeros días de su ausencia, empleándolos todos en nuevos gustos y en tratar de estafar a cuantos podía, teniendo por blanco sólo el interés; pero, conociendo todos el suyo, comenzaron a hacer   -fol. 140r-   alto, divulgándose entre ellos la pena, ley y libertad de la forastera. Por lo cual, viéndose sin muñidores y, sobre todo, viendo que le hacía algunos malos tratamientos el administrador, enfadado de su ingratitud y disolución, cayó en la cuenta del peligro en que estaba su alma y cuerpo. Advirtió también luego, cómo, habiendo tantos días que don Gregorio faltaba, jamás le había escrito, siéndole fácil el hacerlo estando en Mérida, por la vecindad y forzoso el procurarlo por las obligaciones que le tenía, si, como hombre en fin, no hubiera mudado de intento y dejádola, como lo tenía por sin duda lo había hecho.

»Comenzó a cavar en la consideración de su mal estado tras esto, y Dios a obrar secretamente en su conocimiento, como aquel que la quería dejar por ejemplo de penitentes y de lo que con su divina misericordia puede la intercesión de su electísima Madre, y, finalmente, de lo que a ella la obligan los devotos de su sanctísimo rosario con la frecuentación de tan eficaz y fácil devoción, que se encendió de suerte su espíritu en amor y temor de Dios, que empezó a deshacerse en lágrimas, apesarada de las ofensas cometidas contra Su Majestad, confusa por no saber cómo ni en quién hallar remedio ni consejo; que tan cargada estaba de desatinos.

»Advirtieron su llanto algunos de sus galanes, y, deseando enjugársele, le preguntaban la causa con   -fol. 140v-   gran cuidado y deseo de saberla; pero era en vano, porque ya espiraba la reconocida señora a superior consuelo. Y así, despidiéndoles lo mejor que pudo (que no le fue fácil, por ser las arremetidas de los amartelados más fogosas en prosecución de lo que después de amado han procurado dejar, y más si ven desvío en el sujeto), propuso, alumbrada de Dios, volverse a su ciudad y presentarse en ella secretamente a un caballero deudo suyo, y descubrirle todo el suceso de su vida, con fin de que él la ayudase a ir, sin ser conocida, a Roma, a procurar allí, echada a los pies de Su Santidad, algún modo para volver a su monasterio o a otro cualquiera de su misma orden, con fin de tener dónde enmendar, como deseaba, la infernal vida que hasta entonces había tenido.

»Con este pensamiento, y encomendándose de corazón a María sacratísima, madre de piedad y fuente de misericordia, recogiendo cuanto dinero tenía y haciendo de sus vestidos y alhajas todo lo que pudo, se vistió de peregrina, con sombrero, esclavina, bordón y un grueso rosario al cuello y alpargatas a los pies; y, cubierta deste penitente traje, arrebozado el rostro, se salió una noche obscurísima de Badajoz, tomando la derrota hacia su tierra, acompañada sólo de suspiros, lágrimas y deseos de salvarle, desviándose cuanto le era posible de los caminos reales y procurando caminar   -fol. 141r-   casi siempre las noches, en las cuales entraba en las posadas de menos bullicio a tomar dellas lo más necesario para su sustento, saliéndose luego al campo.

»No le faltaron algunos trabajos y desasosiegos de gente libre en el camino; pero vencióles a todos su modestia y sacudimiento, y sobre todo la santa resolución que la eficaz gracia le había hecho hacer de no ofender más a su Dios en toda su vida, aunque la supiera perder mil veces a manos de un millón de tormentos. Padeció también hambre, sed y frío, por ser tiempo en que le hacía grande el en que caminaba, y por la misma causa la molestaron las aguas y arroyos; pero acompañábase en ellos de la gente más pobre que hallaba, hasta pasarlos, a quien después daba buenas limosnas. Hacía las jornadas cortas, por el cansancio y tiempo, siendo esto la causa de que fuese tan largo el que gastó en el camino, pues tardó en llegar a su tierra más de cuatro meses, visitando en ellos algunos píos sanctuarios que le venían a cuento.

»Quiso ya el cielo apiadarse della y dar fin a su prolija jornada; y así, llegando a la última, antes de entrar en su ciudad, a la que descubrió y reconoció el campanario de su monasterio, fue tal el sentimiento que hizo postrada en tierra, que no hay lengua, ¡oh discretos señores!, que lo acierte a pintar. Resolvióse en lágrimas, y resolvió juntamente de quedarse allí en el campo   -fol. 141v-   hasta el anochecer, por entrar a medianoche, para mayor seguridad.

»Hízolo así y, llegado el plazo, comenzó a enderezar los turbados pasos hacia la casa del deudo de quien pensaba valerse; pero, llegando a pasar por delante su monasterio (que no sé si la obligó tanto a ello la necesidad cuanto el cariño y deseo de ver sus paredes; pero no debió de ser lo uno ni otro, sino inspiración de Dios para que tuviese su viaje el feliz fin que se sigue), al punto que daban las once, y, emparejando con el mismo postigo de la puerta de la iglesia, la vio abierta; y, asombrada de semejante caso, comenzó a decir entre sí:

»-¡Válame Dios! ¿Qué descuido ha sido éste de las monjas o del sacristán que tiene cargo de cerrar la iglesia? ¿Es posible que se hayan dejado abierto el postigo de su puerta? Mas ¿si acaso han robado algunos ladrones los frontales y manteles de los altares o la corona de la Virgen, que ha de ser de plata, si no me engaño? Por mi vida, que tengo de llegar pasito (aunque aventure en ello la vida, pues en dichosa parte la perderé cuando aquí la pierda) y mirar si hay alguna persona dentro y avisar, por si ha sido descuido de quien tiene cargo de cerrarle.

»Metió en esto la cabeza hacia dentro con gran tiento, y estuvo un rato escuchando; pero, no sintiendo ruido, ni viendo más que dos lámparas encendidas, una delante del Santísimo Sacramento y otra delante   -fol. 142r-   del altar de la Virgen benditísima, estuvo suspensa una gran pieza, sin que osase determinarse a entrar, temiendo no estuviese alguna monja rezando acaso en el coro y, viéndola allí, hiciese algún rumor por do se viese en peligro de ser conocida y, por consiguiente, rigurosamente castigada. Pero, no obstante este miedo, se resolvió a seguir la primera deliberación, aunque fuese con el riesgo de la vida.

»Entró tras esto osadamente, y, pasando por delante del altar de la Virgen, tropezó en un gran manojo de llaves que delante dél estaban en el suelo, del cual suceso maravillada, se abajó para verlas y levantarlas con notable turbación. Y, apenas lo hubo comenzado a poner por obra, cuando la devotísima imagen de la Virgen la nombró por su nombre con una voz como de reprehensión, de la cual quedó tan atemorizada doña Luisa, que cayó medio muerta en tierra; y, prosiguiendo la Virgen sacratísima, le dijo:

»-¡Oh perversa y una de las más malas mujeres que han nacido en este mundo! ¿Cómo has tenido atrevimiento para osar parecer delante de mi limpieza, habiendo tú perdido desenfrenadamente la tuya a vueltas de tantos y de tan sacrílegos pecados como son los que has cometido? ¿De qué suerte, di, ingrata, soldarás la irreparable quiebra de tan preciosa joya? ¿Y con qué penitencia, insolentísima profesa, satisfarás a mi amado Hijo, a quien   -fol. 142v-   tan ofendido tienes? ¿Qué enmienda piensas emprender, ¡oh atrevida apóstata!, para volver por medio della a recuperar algo de lo mucho que tenías merecido y has perdido tan sin consideración, volviendo las espaldas a las infinitas misericordias que habías recebido de mi divinísimo Hijo?

»Estaba en esto la afligidísima religiosa acobardada de suerte, que ni osaba ni podía levantar el rostro, ni hacía otra cosa sino llorar acerbísimamente; pero la piadosa virgen, consolándola después de la reprehensión, no ignorando la amargura y el dolor de su ánimo, incitándola a verdadera penitencia, le dijo:

»-Con todo, para que eches de ver que es infinitamente mi Hijo más misericordioso que tú mala, y que sabe más perdonar que ofenderle todo el mundo, y que no quiere la muerte de los pecadores, sino que se conviertan y vivan, le he yo rogado por tu reparo, obligada de las fiestas, solemnidades y rosarios que en honra mía celebraste, festejaste y me rezaste cuando eras la que debías, sin que tú lo merezcas. Y Él, como piadosísimo que es, ha puesto tu causa en mis manos; y yo, por imitarle en cuanto es hacer misericordias, deseando verificar en ti el título que de Madre de ellas me da la Iglesia, como a él se lo da de Padre de tan grande atributo, he hecho por ti lo que no piensas ni podrás pagarme aunque vivas dos mil años y los emplees todos en hacerme   -fol. 143r-   los servicios que me solías hacer en los primeros años de tu profesión. Acuérdate que cuando desta casa saliste, agora hace cuatro años, pasando delante deste mi altar, me dijiste que te ibas ciega del amor de aquel don Gregorio con quien te fuiste, y que me encomendabas las religiosas de esta casa, tus hijas, para que mirase por ellas como verdadera madre, cuando tú les eras madrastra, y que las rigiese y gobernase, pues eran mías. Tras lo cual, arrojaste en mi presencia esas mismas llaves del convento que en la mano tienes. Entiende, pues, que yo, como piadosa madre, he querido hacer, para confusión tuya, lo que me encomendaste. Y así, has de saber que, desde entonces hasta ahora, he sido yo la priora deste monasterio en tu lugar, tomando tu propria figura, envejeciéndome al parecer al compás que tú lo has ido haciendo, tomando juntamente tu habla, nombre y vestido; con que he estado entre ellas todo este tiempo, así de día como de noche, en el claustro, coro, iglesia y refitorio, tratando con todas como si fuera tú propria. Por tanto, lo que ahora has de hacer es que tomes esas llaves y, cerrando la puerta de la iglesia con ellas, te vayas, por la sacristía y demás pasos por donde te saliste, a tu celda, la cual hallarás en la propria forma y manera que la dejaste, hallando hasta tus hábitos doblados sobre el bufete. Póntelos en llegando, y guarda esos de peregrina en la arca; y advierte que   -fol. 143v-   hallarás también sobre la propria mesa el breviario y la carta que dejaste escrita, sin que nadie la haya abierto ni leída, y la vela encendida junto a ella. En efeto, hallarás todas las cosas, por mi piadosa diligencia, en el estado en que las dejaste, sin hallar novedad en alguna, y sin que se haya echado de ver tu falta ni la del dinero que has desperdiciado. Vete, por tanto, a recoger antes que despierten a maitines, y enmienda tu vida como debes, y lava tus culpas con las lágrimas que ellas piden; que lo mismo han hecho cuantas tras tan graves pecados han merecido el ilustre nombre de penitentes que les da la Iglesia.

»Quedó la en que estaba doña Luisa, acabando estas razones la Celestial Princesa de todas las hierarquías, llena de un olor suavísimo; y ella contrita y tan consolada en su espíritu, cuanto corrida de haber obligado a la Madre del mismo Dios a serlo de sus súbditas. Pero, obedeciendo a su celestial mandato, recelosa de que no se llegase la hora de los maitines, se levantó del suelo, cubierta de sudor y lágrimas, y, haciendo una profunda inclinación a la preciosísima imagen y otra al Santísimo Sacramento y tomando las llaves, cerró la puerta de la iglesia y se fue a su celda por los mismos pasos que había salido della; en la cual lo halló todo del modo que lo había dejado y la Virgen le había dicho.

»Púsose, en entrando dentro, sus hábitos, guardando en el arca los de peregrina, y,   -fol. 144r-   apenas lo había acabado de hacer, cuando tocaron a maitines; y, enjugándose el rostro, tomó el breviario y estuvo aguardando hasta que vino la monja que solía llamarla, la cual, tomando el candelero de la mesa, como cada noche tenía de costumbre, le fue delante alumbrando hasta el coro, donde estuvo aguardando de rodillas (con no pequeña turbación, por parecerle sueño cuanto vía) a que se juntasen las religiosas; y, en habiéndolo hecho, hizo la señal acostumbrada, tras que comenzaron los maitines. Y, acabados ellos y la oración que de ordinario suelen decir, se volvieron a salir todas, y se fueron a sus celdas al postrer señal de la priora, la cual también hizo lo proprio, acompañándola con luz a la suya la mesma religiosa que la había sacado della.

»Cuando se vio sola, comenzó de nuevo a derramar lágrimas, parte de dolor por sus culpas y parte de agradecimiento por la nunca oída merced que la misericordiosísima María le había hecho; y, haciéndole una breve oración, llena de fervorosos deseos y celestiales conatos, descolgó de la cabecera de su cama unas gruesas disciplinas que solía tener en ella, y, tomándolas, se dio con ellas por espacio de media hora una cruelísima diciplina sin ninguna piedad, por principio de la rigurosa penitencia que pensaba hacer todos los días de su vida de aquel sacrílego y deshonesto cuerpo, de cuya roja   -fol. 144v-   sangre quedó el suelo esmaltado en testimonio del verdadero dolor de sus pecados.

»Acabado este penitente acto, abrió una arca, de adonde sacó un áspero cilicio que solía ponerse en las cuaresmas cuando era la que debía, hecho de cerdas y esparto machado, el cual le tomaba desde el cuello a las rodillas, con sus mangas justas hasta la muñeca. Púsose juntamente debajo dél una cadenilla que en la mesma arca tenía, que le daba tres vueltas, y, apretándosela con todo rigor al delicado cuerpo, decía:

»-Agora, traidor, me pagarás los agravios que al espíritu has hecho. No esperes, lo poco que la vida me durare, otro regalo más que éste, y agradece a la Madre de afligidos y fuente de consuelos, María, y a su clementísimo Hijo que no te hayan enviado a los infiernos a hacer esta penitencia, donde fuera sin fruto, forzosa y tan eterna, que durara lo que el mismo Dios, sin la esperanza del perdón y remedio que agora tienes en la mano, teniéndole tan poco merecido.

»Y, saliéndose luego de su celda, se volvió otra vez al coro, donde estuvo pasando el santísimo rosario, delante de la misma imagen que la había hablado, hasta la hora de prima; la cual acabada, hizo al instante llamar al confesor del convento, con quien hizo una general confesión con no vistas muestras de dolor y arrepentimiento, contándole todo el suceso de su vida y las abominaciones   -fol. 145r-   y pecados que contra su divina y inmensa Majestad había cometido los cuatro años que había estado fuera del convento. Refirióle juntamente el milagro y merced que, por la devoción del rosario, la Reina de los cielos, su patrona, le había hecho, supliendo su falta y acudiendo a todas sus obligaciones, movida de su virgínea piedad, salvándole la honra en que no se echase de ver su falta.

»El secreto del milagro encargó tras esto cuanto fue posible, para mientras le durase la vida, al confesor, el cual quedó sumamente maravillado de su grandeza y lleno de ternura y devoción en el espíritu, cosa que le aseguraba de la verdad del caso. Y pasmábase cuando consideraba había merecido su indignidad confesar y comulgar por su mano, no una, sino muchísimas veces, a la puridad ante quien y en cuya comparación no la tienen los más puros ángeles del cielo.

»Con todo, quiso ver el rostro de la penitente perlada y certificarse de que era ella misma, y no demonio, como temía, que en figura suya le quería engañar; y, vistas sus lágrimas y enterado de la verdad, la consoló cuanto pudo y animó para la continuación de la empezada penitencia y devoción del santísimo rosario. Y perseveró ella en todo, haciéndose mil ventajas cada día a sí misma, de suerte que las que la veían con tan repentina mudanza, en el retiro de gradas, asistencia continua a la oración   -fol. 145v-   y mortificación y ordinario curso de lágrimas, estaban pasmadas, por no saber la causa, como la sabían ella y su confesor, con que se confesaba los más de los días, recibiendo el Santísimo Sacramento muy a menudo.

»Perseveró en estos ejercicios toda la vida; y, al cabo de meses que los continuaba, quiso Dios apiadarse de su perdido galán, como lo había hecho della, tomando por medio un sermón que acaso oyó a un religioso dominico de soberano espíritu, en una parroquia de la Corte, que, moviendo el cielo la lengua en él, se engolfó a deshora en las alabanzas de la Virgen y en las misericordias que había hecho y hacía cada día con infernados pecadores, por la suave devoción de su benditísimo rosario, trayendo en consecuencia desto el sabido milagro del desesperado hombre que, habiendo hecho donación de su alma al demonio con cédula escrita y firmada de su mano y sangre, por la dicha devoción, fue libre de todo, y acabó su vida perseverando en ella, santísimamente, tras una bien premeditada y llorosa confesión general de todos los cometidos desatinos. Cayó en la cuenta de los suyos el ciego de don Gregorio, luego que oyó el doto sermón; y, acordándose también de lo mucho que acerca del celestial poder del rosario le había dicho diversas veces su doña Luisa, premeditando las razones del predicador y conferiéndolas con   -fol. 146r-   las que de su dama en esta parte le trajo Dios a la memoria, le pareció que, arrimándose a la frecuentación de tan soberano rezo, hallaría en él brazo que le sacase del cieno de sus torpezas y otra escala, cual la de Jacob, con que pudiese llegar al cielo, por más entumecido que estuviese en la fragosa y mal cultivada tierra de sus bestiales apetitos.

»Propuso, tras esto, irse al religioso convento de la Virgen de Atocha y confesarse luego con el santo predicador, cuyo nombre ya sabía, por haberlo preguntado a su compañero al bajar del púlpito. Efectuólo eficazmente, que no es perezosa la divina gracia ni admite tardanzas. Fue al convento, entróse en la iglesia, postróse delante la imagen milagrosa de la Virgen, derritióse, puesto allí, en lágrimas. Pedía perdón a Dios, piedad a su Madre y ayuda a ambos para enmendar los hierros de la pasada vida y hacer dellos una general confesión. Alzóse luego, entróse en el claustro, pidió por el predicador y, puesto en su presencia, empezaron sus ojos a decirle lo que su lengua no acertaba; con todo, cuando las lágrimas le dieron lugar, le dijo:

»-¡Remedio, padre! ¡Socorro, varón de Dios, para esta alma, que es la más mala de cuantas la misericordia y caridad inmensa de Jesucristo ha salvado!

»Entróse al instante el predicador a su celda, y, apenas estuvo dentro, cuando, prostrado a sus pies, empezó a hacer con acerbo llanto una   -fol. 146v-   confesión general de sus excesos, tal, que estaba el confesor igualmente compungido, confuso y consolado de ver tal trueco en un mozo de los años y prendas de aquél. Consolóle cuanto pudo, animándole a la continuación de sus propósitos y del rezo del santo rosario, cuya era tan feliz mudanza. Y, asegurándole del perdón de sus culpas y de la largueza de las perpetuas misericordias que Dios, con celestial regocijo de todos los cielos y sus ángeles, ha usado y usa de cada día con los pecadores recién convertidos de verdadero corazón, le envió absuelto, consolado y lleno de mil santos propósitos y fervores. Y no fue el menor el con que propuso de ir a Roma a visitar los santos lugares, besar el pie a Su Santidad y obtener, para mayor bien suyo, su plenísima absolución.

»Volvió, al salirse del convento, a hacer oración a la Virgen, y hecha con las demostraciones del agradecimiento que tan gran merced como la que acababa de recebir merecía, se volvió a la villa, y en ella trocó luego sus vestidos por unos de peregrino, hechos de sayal basto. Y, sin despedirse de su amo ni de persona, empezó a caminar hacia Roma, do llegó cansado, pero no menoscabado el fervor con que emprendió tan santa peregrinación. Cumplió en aquella grandiosa ciudad con cuanto los deseos que le habían llevado a ella pedían; y, obtenido el fin dellos, dio la vuelta hacia su   -fol. 147r-   tierra, deseando saber, con aquel disfraz y sin ser conocido, de sus padres (que bien seguro iba de no poderlo ser, según iba de flaco, macilento, triste y desfigurado, así de los trabajos del camino como de las penitencias que iba haciendo en él). Y no fue la menor el sufrimiento con que llevó las vejaciones que ciertos salteadores le hicieron en un peligroso paso.

»Entró, al cabo de días, cubierto de confusión, lágrimas y sobresalto, en su amantísima patria, y lo primero que hizo, llegado a ella, fue irse a pedir limosna al torno del convento de do sacó la priora, queriendo fuese teatro del primer acto de su penitencia en su patrio suelo el mismo que lo había sido del que dio principio a su trágica perdición y ciego desatino. Diéronle fácilmente honrada limosna las caritativas torneras, y, en recibiéndola, se llegó a la misma mandadera que le había llevado el primer recado de doña Luisa la mañana en que se principiaron sus locos amores, y preguntóle quién era priora de aquella casa; y, diciéndole ella que doña Luisa lo era años había, porque continuaban las religiosas en reelegirla siempre, no sin gusto de sus superiores, por su gran virtud...

»-¡Doña Luisa -replicó él atónito- decís que es priora! ¿Cómo es posible?

»-Ella es, digo -añadió la mujer-, sin duda.

»-Que os burláis de mí -porfió él- he de pensar, pues queréis persuadirme es priora desta casa doña Luisa, de   -fol. 147v-   quien he oído decir estaba muy lejos de poderlo ser.

»-Doña Luisa -respondió ella- es, ha sido y será priora muchos años, a pesar de cuantos invidian su virtud y aumento, pues no faltan muchos que lo hacen.

»Bajó la cabeza don Gregorio con la confusión y perplejidad que pensar se puede, sin osar replicar más con la mujer, que ya conocía se iba encolerizando en defensa de su señora, temiendo por una parte no le conociese en la voz, y por otra que, descuidándose, no descubriese algo de lo mucho que con la priora le había pasado. Y así, saliéndose de allí, se fue por diferentes partes de la ciudad, fuera de sí y pidiendo igualmente limosna y el nombre de la priora de tal convento; y, dándole unos y otros la misma respuesta que le había dado la mandadera, por salir del todo de la confusión en que se vía, determinó irse de rendón a casa de sus padres, para echarse allí con la carga, como dicen, y, descubriéndoseles, fiar, como era justo hacerlo, dellos el paso de tan grave suceso.

»Entró por sus puertas, y al primer criado que vio en ellas preguntó si le darían limosna los dueños de la casa; y respondiéndole que sí harían, que eran muy caritativos, marido y mujer, le replicó se sirviese decirle sus nombres y si tenían hijos; y sabido dél, por la respuesta, vivían sus padres, aunque afligidísimos por la ausencia de un solo hijo   -fol. 148r-   que tenían y se les había ido sin saber dónde, con quién ni por qué, por el mundo, y que lo que más les entristecía era no saber si vivía ni en qué parte había dado cabo, para poderle remediar. Saltáronsele las lágrimas de los ojos a don Gregorio con la respuesta y, volviendo el rostro a la otra parte y enjugándolas y disimulándolas cuanto pudo, dijo de nuevo al criado:

»-¿Llamábase por dicha el hijo destos señores don Gregorio? Porque si tenía ese nombre, es sin duda un soldado que he conocido en Nápoles en el cuartel de los españoles. Y sí sería, que por las señas que él me daba de sus calidades y de que era único mayorazgo en este lugar y de la disposición de las casas de sus padres (que todo me lo comunicaba, por ser muy mi camarada), éstas han de ser las dellos y el de quien habló, su hijo. Y sabráse presto si es él, si hay quien me diga si se fue deste lugar con alguna mujer de calidad.

»-No estaba yo aún en servicio desta casa cuando él faltó della, ni le conocí; pero sé que su nombre era, como decís, don Gregorio, y que no hizo otra bajeza ni se tiene dél otra queja que haberse llevado algún dinero prestado de amigos, aunque ya todo lo han pagado sus padres. Que de dos caballos a que a ellos les llevó y otra gran cantidad de moneda, nunca han hecho caso, porque en fin todo había de venir a ser suyo.

»-Pues, amigo, por las entrañas de Dios, os ruego que digáis a   -fol. 148v-   esos señores si gustan de hacerme limosna, siquiera por lo que pienso haber conocido a su hijo.

»-¡Y cómo si os la harán, de bonísima gana! -dijo el criado-. Yo fío que no sólo eso hagan por vos, sino que os regalarán muy mucho y tendrán a merced de que les deis nuevas de prenda que tanto quieren. Y así, aguardadme, os ruego, mientras subo volando a darles el aviso y recado.

»Subióse, dicho esto, el criado arriba, sin curarse, con el contento, de mirar en el rostro al peregrino; que si lo hiciera, fuera imposible no leyera en su turbación y lágrimas que él mismo era su señor y el mayorazgo de la casa.




ArribaAbajoCapítulo XX

En que se da fin al cuento de los felices amantes


»No había bien subido a dar el aviso el criado a sus amos, cuando se arrepintió don Gregorio dello; porque, como venía con intención de saber de sólo de la vida dellos y, sin dárselos a conocer, irse luego a meter religioso en la mesma religión en que lo era la priora, para hacer allí una condigna penitencia con que en parte satisfaciese sus graves culpas, parecióle que todo se lo impidiría lo que había empezado a intentar. Con la melancolía que esto le causó, y deseando obviar los inconvenientes que de ver a sus padres se le podían seguir, volvió las   -fol. 149r-   espaldas para retirarse de la puerta; pero, apenas lo había comenzado a hacer, cuando ya el criado estuvo en ella a buscarle y los padres salieron a la ventana a llamarle.

»No se pudo escusar de entrar el turbado peregrino en su casa; y haciéndolo, y subido arriba en una cuadra, le rogaron los venerables viejos se sentase en una silla, y, poniéndosele cada uno a su lado, le hicieron mil preguntas del don Gregorio que había dicho al criado había conocido y tratado en Nápoles, haciéndole tras cada una un millón de ofrecimientos. Decíanle con no pocas lágrimas:

»-¡Ay, hermano mío, y qué diéramos por haber visto como vos ese único y amantísimo hijo nuestro, absoluto señor de nuestra hacienda y total causa del llanto con que pasamos la vida! ¿Está bueno? ¿Tiene qué comer? ¿Sirve o es soldado? ¿Hase casado o qué vida tiene quien tan sin piedad es verdugo de las nuestras?

»Estaba don Gregorio, cuando oía estas razones, más muerto que vivo de ternura y sentimiento; pero, disimulando cuanto pudo, les dijo:

»-Lo que dél, ¡oh ilustres señores!, os puedo decir, es que, según me comunicó, ha padecido infinitos trabajos desde que salió de vuestra casa y obediencia; pero ¿cuándo los dejó de dar el cielo al hijo que, saliendo de la que debe a sus padres, ofende su valor, lastima sus canas, menoscabando su propria salud, fuerzas y reputación? Dígolo, porque en todo sé que   -fol. 149v-   ha padecido don Gregorio mucho, y creo que volviera de buena gana a vuestros ojos si lo permitiera la vergüenza que se lo impide.

»-¿De qué la ha de tener Gregorio -replicó la madre-, pues en su vida ha hecho bajeza ni hay en la ciudad quien se pueda quejar dél?

»-No significaban sus razones -añadió el peregrino-, cuando me hablaba, eso; antes, siempre colegí dellas se había ausentado por alguna afición que tenía a no sé qué religiosa, a quien él llamaba doña Luisa; y temí algunas veces no hubiese escándalo por ella en el convento o sacádola dél, según andaba de recelo de cuantos le podían conocer.

»-La mejor seña que nos podíais dar -dijo el padre- de que el que habéis conocido es nuestro hijo es decirnos nombraba él a doña Luisa; porque es una religiosa gravísima deste lugar y priora ha años de tal convento, a quien él visitaba a menudo. Pero habéisle hecho agravio a ella y a su valor en pensar cosa de su persona que desdiga della y de su virtud singular que profesa.

»Cuando don Gregorio oyó el abono que sus padres daban de la priora, en confirmación de lo que toda la ciudad había dado della, y reparó por otra parte en la ternura y sentimiento con que hablaban dél, se demudó de suerte que, dándole un parasismo mortal, quedó como muerto reclinado a la silla. Acudieron de improviso los padres a darle algo confortativo, pensando era desmayo   -fol. 150r-   de hambre el que le había tomado; y, quitándole el sombrero que tenía calado y desabrochándole con piedad cristiana, reparando en el rostro la madre que hacía este oficio y le enjugaba el sudor dél, le conoció y levantó los gritos al cielo, diciendo:

»-¡Ay, hijo de mis ojos, y qué disfraz es el con que has querido entrar en esta tu propria casa!

»El padre que, oyendo los gritos de la madre, percibió llamaba de hijo al peregrino, se llegó, tan desmayado como él lo estaba, a mirársele, y, conociéndole, ayudó también a las endechas de la madre, diciendo:

»-¿Qué peregrina invención ha sido ésta, Gregorio mío, de querer disimulártenos, dándotenos a conocer tan por rodeos? ¿Pensarías hacer con tus padres, sin duda, lo que con los suyos hizo san Alejos? Mas no creo tal, pues tan lejos está de parecerse a aquel santo quien tan sin ocasión ni violencia de casamientos ha usado tan peregrino rigor.

»Alborotóse luego la casa, corriendo las nuevas de la vuelta de don Gregorio por el barrio; y, antes que él volviese del desmayo en sí, estaba rodeado de criados y vecinos. Y corrido, cuando volvió a cobrar sus sentidos, de ver la publicidad de su vuelta, abrazó a sus padres, prostrándoseles luego a sus pies y pidiéndoles le dejasen reposar a solas, despidiendo los circunstantes, pues bastaba hubiesen sido testigos de su corrimiento y del perdón que les   -fol. 150v-   pedía por los enojos causados.

»Fuéronse cuantos esto le oyeron, contentos de ver lo quedaban los padres, los cuales luego dieron también orden en que se acostase y reposase. Hízolo, y, preguntando a su madre en la cama cuánto había que no se había visto con la priora, supo della que tres días, y cómo, hablándole en la conversación dél y representándole el sentimiento con que vivían todos en su casa por su ausencia y no saber si era muerto ni vivo, había en ella vertido no pocas lágrimas y despedido del pecho algunos lastimosísimos suspiros, indicio claro del sincero amor que le tenía y de lo que sentía su perdición. Más le crecía el asombro a don Gregorio cuando estas cosas oía; porque, como no sabía el milagro y estaba cierto, por otra parte, de su maldad y de lo que con la priora le había acontecido, parecíale todo sueño y que era ilusión del demonio el pensar verse en casa de sus padres y vuelto tan a su salvo en su patria. Y así, a ratos, con la vehemencia desta imaginación se suspendía, de suerte que no acertaba a responder.

»Con todo, rogó a su madre, después de haber reposado algunos días, le hiciese merced de llegar al convento y verse con la priora, dándole aviso de su vuelta y de cómo había sido con hábito penitente de peregrino, después de haber estado en Roma a pedir absolución a Su Santidad de las mocedades que había cometido en los años que había faltado   -fol. 151r-   de su casa, en cuyo conocimiento había venido por sus oraciones, a lo que creía, y por haber oído un sermón de las alabanzas del santísimo rosario y de las misericordias que por su devoción hacia la Virgen benditísima en grandísimos pecadores. Rogóla juntamente instase con ella le diese licencia en todo caso para ir a besarle las manos y darle cuenta de los sucesos de su persona, sola aquella vez, pues en hacello o dejarlo de hacer estaba su consuelo y quietud.

»Fue la madre luego a hacer la visita, encargadísima de sacar la licencia que deseaba su hijo, cuyo alivio procuraban ella y todos los demás deudos, por ver cuánto necesitaba dello la melancolía con que le veían. Habló, en llegando al convento, a la priora. Y cuando le hubo dado las referidas nuevas y recado, vio en las lágrimas que de contento derramó tras él (que a eso atribuía la madre de don Gregorio las que doña Luisa derramaba de confusión y vergüenza), el gozo que mostraba de su vuelta y mudanza; y, alegre de ver que ya por su instancia permitía le hablase (enterada primero della de cuán otro venía de la fuente de las indulgencias y perdones que da Dios a los pecadores por manos de su supremo vicario; cosas todas que se las aseguraba ser así el enviarle a decir el mismo don Gregorio venía de Roma; lo cual y el entender juntamente que había alcanzado tan grande misericordia   -fol. 151v-   por el mismo medio que ella, del santísimo rosario, fueron bastantes causas para obligarla a concederle sin escrúpulo la licencia que le pedía para llegar a hablarla el día siguiente; porque siempre el corazón le dijo había de ser tan feliz el fin desta segunda visita, cuanto le había sido nocivo el de la primera), volvióse la madre con esta respuesta contentísima a su casa; y con razón, pues en ella llevaba, aunque sin entenderlo así, la medicina que más convenía al consuelo de su hijo y a su salvación. El cual, deseándola con las veras que lo suele hacer aquel a quien Dios abre los ojos del alma, pasó la noche toda en oración, suplicando a su divina Majestad, por la puridad de su santísima Madre, cuyo rosario nunca se le cayó de las manos, se sirviese de darle en la esperada visita el espíritu para cosas de edificación de su alma, que convenía tuviese quien en aquel puesto en que se había de ver, tan desatinado había andado. La misma oración hizo en su coro la santa priora; y preparándose, venida la mañana, ambos con recebir los divinos sacramentos de la confesión y eucaristía, se pusieron, llegando el plazo, en el locutorio do se habían de ver con iguales deseos de saber el uno el suceso del otro.

»No tiene, señores, mi ruda lengua palabras con que explicar bastantemente la turbación de las con que se saludaron al primer encuentro los dos felices amantes; porque,   -fol. 152r-   en viéndose el uno al otro (si es que las lágrimas les dejaron mirarse), se turbó él y encalmó ella de suerte que por muy gran rato no supieron ni de sí ni de adónde estaban. Las galas con que don Gregorio entró a verla: con un vestido de paño liso, sin gorbión alguno, el sombrero puesto en los ojos, sin espada ni más compañía que bonísimos deseos y unas planchas grandes de hoja de lata, hechas rallo, en pecho y espaldas, y una cruz entre la ropilla y jubón, con rosario y horas en la faltriquera; sacando la priora el adorno que queda dicho se puso la primera noche que llegó al convento y con que en ella dio principio a su rigurosa penitencia. Puestos, pues, de la suerte dicha, cuando la suspensión y llanto les dio lugar, empezó él a decirle:

»-Por la cruz en que remedió mi eterno Dios pecadores tales cual yo soy, y por las lágrimas, afrentas y angustias con que en ella espiró, y por las que al pie de tan salutífero árbol sintió su purísima Madre, que por serlo tanto, pudo ser sólo su hechura de su omnipotencia, os pido me digáis, ¡oh religiosa señora!, si sois vos la priora doña Luisa que cuatro años ha con vuestra vista me cegastes, perdistes y enamorastes de suerte que, loco, desatinado y sin temor de Dios, me resolví en sacaros de aquí y llevaros a Lisboa y a Badajoz, cometiendo las ofensas y sacrilegios contra el cielo, que sólo un merecido infierno puedo esperar.   -fol. 152v-   Y si acaso sois la que pienso, decidme también cómo yéndoos conmigo, os quedastes acá, y, quedándoos acá, os fuistes conmigo; que cierto estoy (¡y ojalá no lo estuviera tanto!) que os vi, hablé, amé y solicité y saqué deste convento, sin temor de hacer a vuestro estado y profesión la ofensa que se siguió por postre de tan infernales principios. Porque veo me aseguran cuantos de vos pregunto por otra parte (cosa que vuelve loco) que jamás habéis faltado desta casa; antes dicen que siempre la habéis regido con notables ejemplos y mil virtuosas medras. Yo soy don Gregorio el malo, el sacrílego, el aleve, el traidor y, finalmente, el peor de los hombres y el igual a Lucifer en los pensamientos, pues los puse en quien era esposa de mi mismo Dios, cielo suyo y niñas de sus ojos. A la Virgen bendita del Rosario debo el conocimiento de mis culpas, pues dejándoos (si sois la que pienso, y no fantasma) en Badajoz, y dando cabo en la Corte, descuidado de mi bien, merecí un día oír acaso un sermón de uno de los apóstoles que de la predicación de su santo rosario tiene María en el mundo; en que, pintando las misericordias que por tal devoción hace su clemencia, pintó mi ceguera y dibujó mi perversa vida, dando juntamente remedio a todos mis males; que todo lo hizo predicando un milagro y la eficacia de la dicha devoción. Sentí, tras sus   -fol. 153r-   palabras, la de la divina gracia, pues supe confesarme luego y dejar la Corte del rey de España, y buscar la de quien es vicario de Aquel por quien los reyes reinan y en cuyo servicio consiste sólo el verdadero reinar. Alcancé absolución de aquella santa silla; y, volviendo peregrino a saber, disfrazado, de mis padres, y a saber la nota y escándalo que de vuestra persona y de la mía había en esta ciudad, he hallado en ella que en boca de todos sois vos la santa, la recogida y ejemplar, sin habérseos notado falta ni ausencia; siendo yo solo el que os he pintado y saben los cielos y vos (si sois la que pienso) y mi misma conciencia, que es el más riguroso fiscal y quien me trae a sombras de tejado, de temor de la divina justicia, de quien sólo pienso escapar recogido, en el templo de la divina misericordia, mediante la intercesión de quien es Madre dellas.

»Acabó en esto la lengua de don Gregorio las razones, y comenzaron de nuevo sus ojos a confesar sus hierros y a mostrar el sentimiento que tenía dellos.

»Consoladísima quedó la priora cuando hubo oído del autor de sus desventuras el conocimiento que tenía dellas, y más cuando supo que le había venido tan grande bien por las manos clementísimas de quien había vuelto por su honra y suplido su falta en el gobierno los años que, dejada de Dios, había seguido desenfrenadamente sus apetitos y las sendas   -fol. 153v-   de su condenación. Y consolándole y dándole cuenta de sus sucesos y de lo que debía a María benditísima, y cómo pensaba pagarle en parte tan grande deuda con una verdadera y perpetua penitencia de sus culpas y un privarse de verle jamás a él, le rogó fuese el que debía, mirase por su alma y huyese del mundo cuanto le fuese posible y de vanas conversaciones y pláticas; que le daba palabra ella de hacer lo mismo, como también se la daba de callar el suceso mientras viviese. Pero no muerta, pues antes de morir le pensaba dejar escrito en manos de su confesor, con orden de que le divulgase el mesmo día para gloria de Dios y recomendación de la celestial autora de tal misericordia. Ofrecióle don Gregorio hacer las mismas diligencias y de no quedar en el mundo, sino entrarse en un retirado convento de su propria orden, do pagase su sensualidad el debido escote de los excesos pasados, a fuerza de ayunos y disciplinas. Y tras celebrar él con mil alabanzas de la Virgen y un millón de asombros y admiraciones la merced milagrosa y favor inaudito que su infinita clemencia había usado por la devoción del santo rosario con la priora y con él mesmo, se despidió del convento para nunca más llegar a él, y della para jamás verla. Y lo proprio hizo ella, pidiéndose ambos con lágrimas perdón recíproco y las oraciones el uno del otro.   -fol. 154r-   Continuó siempre, como queda dicho, la priora sus mortificaciones, consoladísima de la conversión de don Gregorio, dando por ella iguales gracias a la Virgen que por la suya propria, a quien le encomendó toda su vida.

»Volvióse de allí él a su casa, do estuvo algunos días asentando cosas; y, comunicada al cabo dellos a sus padres su devoción, y representándoles las obligaciones que tenían de consolarse con haberle visto vuelto vivo, les pidió su bendición y licencia para ser religioso, pues lo debía a Dios y a su Madre, rogándoles ahincadamente se la diesen y tuviesen a bien tomase tan divino estado. Tras lo cual también los rogó dejasen sus bienes después de sus días a pobres, que son los verdaderos depósitos y en quien mejor se guardan, pues en su poder jamás se menoscaban las haciendas. Alcanzáronlo todo dellos sus lágrimas y raro espíritu; con que se fue contentísimo a ser religioso en la misma ciudad, profesando en la religión que tomó, con notables demonstraciones de virtud. Y, llegando por ellas a ser perlado de su convento, quiso Dios acabase sus días, ordenando juntamente el Cielo fuese el de su muerte en el mesmo en que fue la de la priora y a la misma hora; haciendo cada uno antes de espirar una devotísima plática a su comunidad, murieron con notables señales de su salvación, recebidos todos los divinos sacramentos.

  -fol. 154v-  

»Halláronse en poder de los confesores de ambos, luego que espiraron, las relaciones de los amores, sucesos, conversiones, milagros y de los favores que la Virgen les había hecho; y, publicándose el caso y verificándose, acudió toda la ciudad a ver sus santos cuerpos, que estaban hermosísimos en los féretros. Hízoseles sumptuosísimo entierro, invidiando todos la buena suerte de los padres de fray Gregorio, los cuales tuvieron honradísima y consolada vejez con su feliz fin. Llegado el de su vida dellos, repartieron su hacienda en los conventos de la priora y de su hijo, con ejemplo de todos; murieron cargados de años y de buenas obras. De los de la santa priora no digo nada, porque así ellos como la otra hermana que tenía religiosa, murieron mucho antes que ella.»




ArribaAbajoCapítulo XXI

De cómo los canónigos y jurados se despidieron de don Quijote y su compañía, y de lo que a él y a Sancho les pasó con ella


Apenas hubo el ermitaño dado fin a las razones del cuento, cuando dio principio a las de su alabanza y encarecimiento uno de los canónigos, diciendo:

-Maravillado y suspenso en igual grado me deja, padre, el suceso de la historia referida y el concierto guardado en su narración, pues él la hace tan apacible cuanto   -fol. 155r-   ella de sí es prodigiosa; si bien otra igual a ella en la sustancia tengo leída en el milagro veinte y cinco de los noventa y nueve que de la Virgen sacratísima recogió en su tomo de Sermones el grave autor y maestro que por humildad quiso llamarse el Dicípulo, libro bien conocido y aprobado, por cuyo testimonio a nadie parecerá apócrifo el referido milagro. Por el cual y por los infinitos que andan escritos, recogidos de diversos, graves y piadosos autores, en confirmación del santo uso y devoción del rosario, protesto ser toda mi vida, de aquí adelante, muy devoto de su santa cofradía; y en llegando a Calatayud, tengo, sin duda, de asentarme en ella y procurar ser admitido en el número de los ciento y cincuenta que se emplean en servirla y administrarla, trayendo visiblemente el rosario, por el interese de las muchas indulgencias que he oído predicar se ganan en ella.

No dejó Sancho con sus dislates ordinarios proseguir al canónigo los devotos encomios que iba diciendo de la santa cofradía del Rosario y de la Virgen Santísima, su singular patrona; porque, saliendo de través, dijo:

-Lindamente, señor ermitaño, ha departido y devisado la vida y muerte desa bendita monja y penitente fraile. Juro non de Dios que diera cuanto tengo en las faltriqueras, que son cinco o seis cuartos, por saberla contar de la suerte que la ha   -fol. 155v-   contado a las mozas del horno de mi lugar. Y desde aquí protesto que si Dios me diere algún hijo en Mari Gutiérrez, que le tengo de inviar a estudiar a Salamanca, do, como este buen padre, aprenda teología y poco a poco llegue por sus puntos contados a decorar toda la gramática y medicina del mundo; porque no quiero se quede tan grande asno como yo. Pero no piense el grandísimo bellaco gastar en el estudio la hacienda de su padre, yéndose a jugar con otros tales como él; que, por las barbas que en la cara tengo, juro que le tengo de dar, si tal hace, con este cinto más azotes que caben higos en un serón de arroba.

Decía esto él quitándose el cinto y dando con él con una cólera desatinada en el suelo, repitiendo:

-¡Ser bueno, ser bueno! ¡Estudiar, estudiar mucho! En hora mala para él y para cuantos le valieren y me le quitaren de las manos.

Rieron mucho los circunstantes de su bobería, y, no obstante su necia maldición, le tuvieron del brazo, diciendo:

-Baste ya, hermano Sancho; no más, por amor de Dios; que aún no está engendrado el rapaz que ha de llevar los azotes.

Con esto lo dejó, diciendo:

-A fe que lo puede agradecer a vuesas mercedes; pero otra vez lo pagará todo junto. Pase ésta por primilla.

Don Quijote le dijo:

-¿Qué tontería es ésa, Sancho? Aún no tienes el hijo, ni esperanzas de tenelle, ¿y ya le azotas porque no va a la escuela?

  -fol. 156r-  

-¿No ve vuesa merced -replicó él- que estos muchachos, si desde chiquitos no se castigan y se amoldan antes de tener ser, se vuelven haraganes y respostones? Es menester, pues, para evitar semejantes inconvenientes, que sepan desde el vientre de su madre que la letra con sangre entra. Que así me crió mi padre a mí; y si algún buen entendimiento tengo, me le embebió él en el caletre a duros azotes, tanto, que el cura viejo de mi lugar (santa ánima haya su gloria), cuando me topaba por la calle, poniéndome la mano sobre la cabeza, decía a los circunstantes: «Si este niño no muere de los azotes con que le crían, ha de crecer por puntos».

-Eso, Sancho -respondió el ermitaño-, también me lo dijera yo.

-Pues sepa vuesa merced -replicó él- que aquel cura era grande hombre, porque había estudiado en el Alcaná toda la latrinería de pe a pa.

-Alcalá dirás -dijo don Quijote-; que en el Alcaná de Toledo no se aprenden letras, sino cómo se han de hacer compras y ventas de sedas y otras mercancías.

-Eso o esotro -replicó Sancho-; lo que sé es que era medio adevino, pues conocía una mujer de buena cara entre veinte feas; y era tan docto, que pasando una vez por mi lugar un estudiante, argumentaron bravamente ambos de las epístolas y evangelios del misal, y le vino nuestro cura a cohondir, porque le preguntó, tratando de no sé qué latín de la Iglesia, que ya no se me acuerda, no   -fol. 156v-   sé qué hunduras, y le dejó patas arriba hecho un cesto, confesando dél que era hombre preeminente.

-Por cierto -dijo un canónigo-, señor Sancho, que vuesa merced tiene bravo ingenio, y que gustaré no poco, y lo mismo creo harán todos estos señores, de oírle contar algún cuento igual a los que nos han referido el señor soldado y reverendo ermitaño, pues, siendo tanta su memoria y habilidad, no dejará de ser el que nos contare muy curioso.

-Yo les prometo a vuesas mercedes -dijo Sancho- que tocan tecla a la cual corresponderán más de dos docenas de flautas; porque sé los más lindos cuentos que se pueden imaginar. Y si gustan, les contaré uno diez veces mejor que los referidos, aunque muy más corto y verdadero.

-Quítate allá, animalazo -dijo don Quijote-. ¿Qué has de contar que sea de consideración? Saldrásnos a moler con alguna frialdad, a mí y a estos señores, como me moliste en el bosque en que encontré con aquellos seis valerosos gigantes en figura de batanes con la necia historia de Lope Ruiz, cabrerizo estremeño, y de su pastora Torralba, vagamunda perdida por sus pedazos, hasta seguirle, enamorada dellos, después de reconocida y llorosa por los melindrosos desdenes con que le trató (ordinario efecto del amor en las mujeres, que buscadas huyen y huidas buscan), desde Portugal hasta las orillas de Guadiana, en las cuales atollaron sus cabras tu   -fol. 157r-   cuento y mis narices con el mal olor con que atrevido las sahumaste.

-¡Malillo, pues, era el cuento! -dijo Sancho-. Y a fe que me huelgo que a vuesa merced se le acuerden tan bien sus circunstancias, para que por ellas y las del que agora referiré, si me dan grato silencio todos, conozca la diferencia que hay del uno al otro.

Rogaron todos a don Quijote le dejase contar su cuento; y dándole él licencia para ello, y entonando Panza su voz, comenzó a decir:

«-Erase que sera, que en hora buena sea, el bien que viniere para todos sea, y el mal para la manceba del abad, frío y calentura para la amiga del cura, dolor de costado para la ama del vicario, y gota coral para el rufo sacristán, hambre y pestilencia para los contrarios de la Iglesia.»

-¿No lo digo yo -dijo don Quijote-, que este animal es afrentabuenos, y no ha de decir sino dislates? ¡Miren la arenga de los diablos que ha tomado para su cuento, tan larga como la Cuaresma!

-¿Pues son malos los arenques para ella, cuerpo de mi sayo? -dijo Sancho-. No me vaya vuesa merced a la mano, y verá si digo bien. Yo me iba engolfando en lo mejor de la historia, y agora me la ha hecho desgarrar de la mollera. Escuchen, si quieren, con Barrabás, pues yo les he escuchado a ellos. «Érase, como digo, volviendo a mi cuento, señores de mi alma, un rey y una reina, y este rey y esta reina estaban en su reino, y todos al que era macho llamaban el rey, y a la que era hembra la reina. Este   -fol. 157v-   rey y esta reina tenían un aposento tan grande como aquel que en mi lugar tiene mi señor don Quijote para Rocinante, en el cual tenían el rey y la reina muchos reales amarillos y blancos, y tantos, que llegaban hasta el techo. Yendo días y viniendo días, dijo el rey a la reina: "Ya veis, reina deste rey, los muchos dineros que tenemos; ¿en qué, pues, os parece sería bueno emplearlos, para que dentro de poco tiempo ganásemos muchos más y mercásemos nuevos reinos?". Dijo luego la reina al rey: "Rey y señor, paréceme que sería bueno que los comprásemos de carneros". Dijo el rey: "No, reina, mejor sería que los comprásemos de bueyes". "No, rey -dijo la reina-; mejor será, si bien lo miráis, emplearlos en paños y llevarlos a la feria del Toboso". Anduvieron en esto haciendo varios arbitrios, diciendo la reina no a cuanto el rey decía sí; y el rey sí a cuanto la reina decía no. A la postre postre, vinieron ambos en que sería bueno ir con los dineros a Castilla la Vieja o Tierra de Campos, do, "por haber muchos gansos los podríamos emplear en ellos, mercándolos a dos reales"; y añadía la reina, que dio este consejo: "Y luego mercados, los llevaremos a vender a Toledo, do se venden a cuatro reales, y a pocos caminos multiplicaremos así infinitamente el dinero en breve tiempo". Al fin el rey y la reina llevaron todos sus dineros a Castilla en carros,   -fol. 158r-   coches, carrozas, literas, caballos, acémilas, machos, mulas, jumentos y otras personas deste compás.»

-Tales como la tuya serían todas -dijo don Quijote-. ¡Maldígate Dios a ti y a quien tiene paciencia para oírte!

-Ya es la segunda vez que me desbarata -replicó Sancho-, y creo que es de invidia de ver la gravedad de la historia y la elegancia con que la refiero; y si eso es, déla por acabada.

Que no permitiese tal rogaron todos a don Quijote, y a Sancho pidieron con instancia la prosiguiese. Hízolo, diciendo, porque estaba de buen humor:

«-Consideren, señores, con tanto real qué tantos gansos comprarían el rey y la reina; que yo sé de cierto que eran tantos, que tomaban más de veinte leguas. En fin, estaba España tal de gansos cual estuvo el mundo de agua en tiempo de Noé.»

-Y sí fuera cuales estuvieron de fuego Sodoma y Gomorra y las demás ciudades -dijo Bracamonte-, ¿cuáles quedaran los gansos, señor Panza?

-«Para la mía, buenos y bien asados, señor Bracamonte; pero ni eso fue, ni se me da nada, pues no me hallé en ello. Lo que sé es que el rey y la reina iban con ellos por los caminos, hasta que llegaron a un grandísimo río...»

-Que, sin duda -dijo el jurado-, sería Manzanares, pues su graciosa puente segoviana muestra que antiguamente sería caudalosísimo.

«-Sólo sé -replicó Sancho- que por no haber en él pasadizo, llegados el rey y reina a su orilla, dijo el   -fol. 158v-   uno al otro: "¿Cómo habemos de pasar agora estos gansos? Porque si los soltamos, se irán nadando río abajo, y no los podrá después coger el diablo de Palermo; por otra parte, si los queremos pasar en barcas, no los podremos recoger en un año". "Lo que me parece -dijo el rey- es que hagamos hacer luego en este río una puente de palo, tan angosta que sólo pueda pasar por ella un ganso; y así, yendo uno tras otro, ni se nos descarriarán, ni tendremos trabajo de pasarlos todos juntos". Alabó la reina la traza, y, efectuada, comenzaron uno a uno a pasar los gansos.»

Calló Sancho en esto, y don Quijote le dijo:

-Pasa tú con ellos, con todos los diablos, y acabemos ya con su pasaje y con el cuento. ¿Para qué te paras? ¿Hásete olvidado?

No respondió palabra Sancho a su amo, lo cual visto por el ermitaño, le dijo:

-Pase vuesa merced, señor Sancho, adelante con el cuento; que en verdad ques lindísimo.

A esto respondió él, diciendo:

-¡Aguárdense, cuerpo non de Dios! ¡Y qué súpitos que son! Dejen pasar los gansos y pasará el cuento adelante.

-Daldos por pasados -replicó uno de los canónigos.

-No, señor -dijo Sancho-; gansos que ocupan veinte leguas de tierra no pasan tan presto. Y así, resuélvanse en que no pasaré adelante con mi cuento, ni lo puedo hacer con buena conciencia, hasta que los gansos no estén de uno en uno desotra parte del río, en que no tardarán más que un par de años, cuando mucho.

  -fol. 159r-  

Con esto, se levantaron del suelo, riendo todos como unos locos, sino don Quijote, que le quiso dar a todos los diablos; pero apaciguáronle los de la compañía, después de lo cual se despidieron dél, diciéndole:

-Sírvase vuesa merced, señor caballero andante, de darnos licencia; que, pues el sol, ya negándonos su luz por comunicarla a los antípodas, deja la tierra sin la molestia que su riguroso calor le causaba, razón será le mostremos en el caminar, por tener la jornada algo más larga que vuesa merced y su compañía, a la cual suplicamos nos mande y emplee en su servicio; que a todo acudiremos como pide la obligación en que nos ha puesto la merced recibida y la buena compañía que se nos ha hecho.

-Ese agradecimiento noble estimo yo en nombre destos señores en lo que es razón -replicó don Quijote-; y por él y en nombre dellos, rindo las debidas gracias, ofreciendo en servicio de vuesas mercedes cuanto nuestras fuerzas valieren. Y acompañáramoslos todos con la prisa, aunque voy a la Corte por un forzoso desafío, si igualaran los pies deste señor soldado y reverendo ermitaño, con cuyo cansacio me acomodo, obligado de su buen término y mi natural piedad.

Despidiéronse en esto con mucha cortesía los unos de los otros, y don Quijote puso el freno a Rocinante, en que subido, comenzó a caminar con el ermitaño y soldado por diferente parte, poco a poco, hacia   -fol. 159v-   un lugarejo donde tenían determinado quedarse aquella noche, yendo aguardando a Sancho, que se quedó enalbardando su rucio. Entretanto que llegaban al pueblo, platicaron el ermitaño y el soldado sobre los referidos cuentos; y, como eran agudos y estudiantes, pudieron fácilmente meterse en puntos de teología, y uno dellos fue admirándose del siniestro fin que tuvo Japelín y el feliz don Gregorio y la priora. En esto, volvieron todos las cabezas, y más don Quijote, que con mucha atención les iba escuchando, y vieron a Sancho Panza, que venía muy repantigado sobre su asno. Y, llegándoseles cerca, dijo:

-Por la vida de Matusalén juro que, aunque murió muy buena muerte aquel don Gregorio, con todo, por el camino he venido pensando en cuán mal lo hizo en dejar a la pobre doña Luisa en Badajoz sola y en las manos de aquellos fariseos que tan enamorados andaban della, con que le dio ocasión de ser peor de lo que era ya.

-No veis, Sancho -respondió el ermitaño-, que todo fue permisión de Dios, el cual de muy grandes males suele sacar mayores bienes, y no permitiera aquéllos, si no fuera por ocasionarse con ellos para mostrar su omnipotencia y misericordia en estos otros? Que, en fin, de lo mesmo que el demonio traza para perdernos, toma nuestro buen Dios ocasión de ganarnos; que son el demonio y Dios como la araña y abeja, que de   -fol. 160r-   una misma flor saca la una ponzoña que mata y la otra miel suave y dulce que regala y da vida.




ArribaAbajoCapítulo XXII

Cómo prosiguiendo su camino don Quijote con toda su compañía, toparon una estraña y peligrosa aventura en un bosque, la cual Sancho quiso ir a probar como buen escudero


Yendo nuestro buen hidalgo caminando con toda su compañía y platicando de lo dicho, ya que llegaban un cuarto de legua del pueblo do habían de hacer noche, oyeron en un pinar, a la mano derecha, una voz como de mujer afligida; y parándose todos, volvieron a escuchar lo que sería. Sintieron la misma voz lamentable, que decía:

-¡Ay de mí, la más desdichada mujer de cuantas hasta agora han nacido! ¿Y no habrá quien me socorra en esta tribulación, en que la fortuna por mis grandes pecados me ha puesto? ¡Ay de mí, que, sin duda, habré de perecer aquí esta noche, entre dientes, garras y colmillos de alguna de las muchas fieras que semejantes soledades suelen poblar! ¡Oh, traidor perverso! ¿Y por qué me dejaste con vida, pues me fuera harto mejor que con los filos de tu cruel espada me cortaras el cuello, que no haberme dejado desta suerte con tanta inhumanidad? ¡Ay de mí!

Don Quijote, que semejantes razones oyó sin ver quién las decía, dijo a los compañeros:

-Señores, ésta es una de las más   -fol. 160v-   estrañas y peligrosas aventuras que jamás he visto ni probado desde que recebí el orden de caballería. Porque este pinar es un bosque encantado, donde no se puede entrar sin grandísima dificultad, en medio del cual tiene el sabio Frestón, mi contrario antiguo, una cueva, y en ella muchos y muy noblísimos caballeros y doncellas encantadas, entre los cuales, por saber que en ello me hace singular agravio y sinsabor, ha traído presa a mi íntima amiga la sabia Urganda la desconocida, y la tiene llena de cadenas, atada a una rueda de molino de aceite, la cual voltean dos ferocísimos demonios; y cada vez que la pobre sabia llega abajo y la coge la piedra por el cuerpo, da aquellas terribles voces. Por tanto, ¡oh clementísimos héroes!, atended, que sola a mi persona atañe y de juro pertenece probar esta insólita aventura y libertar a la afligida sabia, o morir en la demanda.

Cuando el ermitaño y Bracamonte oyeron semejantes dislates a don Quijote y ponderaron los visajes y afectos con que lo decía, le tuvieron totalmente por loco; pero con todo, disimulando este conceto que dél tenían, le dijeron:

-Mire vuesa merced, señor don Quijote, que por esta tierra no se usan encantamientos, ni este pinar está encantado, ni puede haber cosa de las que vuesa merced dice; y sólo se puede buenamente colegir de las voces que se oyen que algunos salteadores habrán robado alguna   -fol. 161r-   mujer y dándola de puñaladas, la habrán dejado en medio deste pinar, y desto se debe de lamentar.

-A pesar de cuantos lo contradicen -replicó don Quijote-, son las voces de la persona y por las causas que dicho tengo.

Viendo Sancho Panza lo que altercaban sobre decernir quién y por qué razón pronunciaba los confusos lamentos que oían, se llegó a su amo, muy repolludo en el rucio, y, quitándose la caperuza, puesto en su presencia, le dijo:

-Ya los días pasados vio vuesa merced, mi señor don Quijote, saliendo de Zaragoza, cómo me las tuve tiesas con el señor Bracamonte, que está presente; y que si no fuera por vuesa merced y por el respeto que tuve a la venerable presencia deste señor ermitaño, no dejara de dar cima, tronco, o como diablos lo llaman los cableros andantes, a la aventura o batalla que con él tuve, pero batalla que se me dio por vencido. Y así, para que merezca venir a ser por mis pulgares, andando los tiempos, tenido por esos mundos, ínsulas y penínsulas por caballero andante, como vuesa merced lo es, y haga a cuantos topare tuertos y cojos, le pido desencarecidamente se esté aquí con estos señores; que yo iré quedito, subido en mi rucio, sin permitirle diga en el camino palabra buena ni mala, a ver si es la que ahí dentro se queja la sabia Urgada, o como se llama. Y si cojo descuidado el bellaconazo del sabio que vuesa merced dice, verá cómo, después   -fol. 161v-   de haberle dado media docena de gentiles mojicones, se le traigo aquí agarrado de los cabezones. Pero si acaso muriéremos en la demanda yo y mi fidelísimo jumento, suplico a vuesa merced, por amor del señor san Julián, abogado de los cazadores, que nos haga entrar juntos en una sepultura; que, pues en vida nos quisimos como si fuéramos hermanos de leche, bien es que en la muerte también lo seamos. Y mándeme enterrar en los montes de Oca; y si por mi ventura fuere camino para llevarnos a ellos el Argamesilla de la Mancha, nuestro lugar, deténganos en ella siete días con sus noches, en honra y gloria de las siete cabrillas y de los siete sabios de Grecia; lo cual hecho, iremos alegres nuestro camino, habiendo empero almorzado primero lindamente.

Rióse don Quijote, diciendo:

-¡Oh Sancho, y qué grande necio que eres! Pues si te he de llevar muerto con tu rucio, ¿cómo quieres descansar siete días con sus noches en la Argamesilla y después almorzar para ir adelante?

-¡Pardiez -replicó Sancho-, que tiene razón! Vuesa merced perdone, que no había caído en que iba muerto.

-Pues, Sancho -dijo entonces don Quijote-, porque veas que deseo tu aprovechamiento en las aventuras, te doy plenaria licencia para que vayas y pruebes ésta y ganes la honra della que se me debía; y me la quito para dártela, con el fin de que comiences a ser caballero novel, prometiéndote que si la   -fol. 162r-   das, cual confío de tu brazo, a esta peligrosa hazaña que emprendes, en llegando a la española Corte, tengo de hacer con su católico monarca que, por fuerza o por grado, te dé el orden de caballería, para que, dejando el sayo y la caperuza, subas armado de todas piezas en un andaluz caballo y vayas a justas y torneos, matando fieros gigantes y desagraviando opresos caballeros y tiranizadas princesas con los filos de tu espada, sin trepidar los soberbios gigantes y fieros grifos que te hicieren resistencia.

-Señor don Quijote -dijo Sancho-, déjeme a mí; que a cachetes haré yo más en un día que otros en una hora. Y si puedo poner un poco de tierra en medio, como haya abundancia de guijarros, quedará la vitoria por mía y muertos todos los gigantes, aunque tope un cahiz dellos. Y con esto, a Dios; que voy a ver en qué para esta aventura. Mas déme primero su bendición.

Don Quijote le santiguó, diciendo:

-Déte Dios en este trance y semejantes lides la ventura y acierto que tuvieron Josué, Gedeón, Sansón, David y el santo Macabeo contra sus contrarios, por serlo de Dios y de su pueblo.

Comenzó luego Sancho a caminar, y, andados cuatro pasos, volvió a su amo, diciendo:

-Mire vuesa merced, señor, que si acaso diere voces viéndome en algún peligro, que acuda luego, y no demos que reír al mal ladrón, pues podría vuesa merced llegar tan tarde, que ya Sancho   -fol. 162v-   hubiese llevado, cuando llegase, media docena de mazadas de gigantes.

-Anda, Sancho -dijo don Quijote-, y no tengas miedo; que yo acudiré a tiempo.

Con esto, se fue; y apenas hubo andado otros seis pasos, cuando volvió diciendo:

-Y mire vuesa merced, tome esto por seña de que me va mal con este sabio, que encomendado sea a las furias infernales: que cuando yo diga dos veces «¡'ay, ay!» venga como un pensamiento; porque será señal infalible de que ya me tiene en tierra atado de pies y manos para quitarme el pellejo como un San Bartolomé.

-No harás cosa buena -dijo don Quijote-, pues tanto temor tienes.

-Pues, ¡pesia a la madre que me parió! -dijo Sancho-, estáse vuesa merced arrellanado en su caballo, y esotros dos señores riéndose, como si fuese cosa de burla el irme yo triste a meter solo entre millones de gigantes más grandes que la torre de Babilonia, ¿y no quiere que tema? Yo le aseguro que si alguno de sus mercedes viniera, hiciera peor. ¡Cuerpo non de Dios con ellos, y aun con la puta perra que me hizo pedir tal licencia, ni tratar de meterme en estos ruidos y buscar perro con cencerro.

Tras esto, se entró el pinar adentro, y, habiendo andado medrosísimo cosa de veinte pasos, comenzó a dar gritos en seco, diciendo:

-¡Ay, ay, que me matan!

Apretó las espuelas don Quijote a Rocinante en oyendo las voces, y tras él, el ermitaño y soldado; y, llegando todos a Sancho, que estaba caballero   -fol. 163r-   en su asno, le dijo su amo:

-¿Qué es o qué has habido, mi fiel escudero?, que aquí estoy.

-¡Eso sí! -dijo Sancho-. No he visto aún nada, y sólo he gritado por ver si acudirían al primer repiquete de broquel.

Volvieron atrás todos riendo, y Sancho se emboscó; pero a poco trecho oyó cómo no muy lejos dél se quejaban y decían:

-¡Ay, Madre de Dios! ¿Y es posible que no haya en el mundo quien me socorra?

Sancho, que iba con más miedo que vergüenza, alargando el cuello acá y acullá, oyó de nuevo cerca de sí la mesma voz, que entre unos árboles le decía:

-¡Ah, hermano labrador! ¡Por amor de Dios, quitadme de aquí!

Volviendo en esto turbado la cabeza Sancho, vio una mujer en camisa, atada de pies y manos a un pino; y, apenas la hubo visto, cuando, dando una gran voz, se arrojó del asno abajo, y, volviéndose a pie, corriendo y tropezando, por donde había venido, iba diciendo a voces:

-¡Socorra, socorra, señor don Quijote, que matan a Sancho Panza!

Don Quijote y los demás, que oyeron a Sancho, entraron el pinar adentro, donde toparon con él, que se volvía turbadísimo, mirando hacia atrás de cuando en cuando y tropezando en una mata y dando de ojos en otra; al cual, asiéndole del brazo el soldado y no pudiéndole detener, según se daba prisa por salir del pinar, le dijo:

-¿Qué es esto, señor caballero novel? ¿Cuántos gigantes ha muerto a mochicones?   -fol. 163v-   Repórtese, pues queda con vida y nos ha escusado el trabajo de llevarle a enterrar a los montes de Oca.

-¡Ay, señor! -respondió Sancho-, no vaya allá, por las llagas de Jesús Nazureno, Rex judeorum, porque le asiguro he visto por estos ojos pecatrices, por los cuales no soy digno de jurar, una ánima le purgatorio vestida de blanco como ellas, según decía el cura de mi lugar. Y a fe que no esté sola, que siempre éstas andan a bandadas como palomas. Lo que sé decir es que la que yo acabo de ver está atada a un pino; y si no me encomendara aprisa a San Longinos benditísimo y apretara los pies, me tragara sin duda, como se ha tragado ya al triste rucio y a mi caperuza, que no la hallo.

Comenzó don Quijote a caminar poco a poco, y los demás tras él; y Sancho, que apenas se podía mover, según iba de cortado, dijo:

-¡Ah, señor don Quijote, mire por amor de Dios lo que hace! ¡No tengamos que llorar para toda nuestra vida!

En esto, como la mujer que estaba atada sintió rumor de gente, comenzó a levantar la voz y a decir:

-¡Ay, señores, por reverencia del que murió por todos, que me quiten deste tormento en que estoy puesta, y, si son cristianos, hayan misericordia de mí!

Don Quijote y los demás, que vieron aquella mujer atada de pies y manos al pino, llorosa y desnuda, tuvieron gran compasión della. Pero Sancho, asido del hábito del ermitaño   -fol. 164r-   y puesto tras él, medio acechando, con el miedo que tenía, le dijo:

-Doña ánima de purgatorio, purgada os vea yo con todos los diablos del infierno a vos y a quien acá os trujo, supuesto que no puedo creer sea cosa buena. Dad acá el rucio que os habéis comido; si no, por vida de cuantos verdugos hay en el Flas sanctorum, que mi señor don Quijote os le saque del buche a puras lanzadas.

El soldado le respondió:

-Callad, Sancho, que allí anda vuestro asno paciendo, y la caperuza que se os cayó está junto a él.

-¡Oh, bendito sea Dios -dijo Sancho-, y cómo me huelgo!

Y, asiendo del asno, le abrazó y dijo:

-Bien seas venido de los otros mundos, asno de mi alma; mas dime cómo te ha ido en ellos.

Y, llegándose tras esto a su amo, le dijo:

-Mire vuesa merced, señor, lo que hace, y no la desate, porque esta ánima me parece pintiparada a la ánima de una tía mía que murió, habrá dos años, de sarna y mal de ojos, en mi lugar; y nos importa a todos los de mi linaje no verla más que a la landre, porque era la más maldita vieja que hayan tenido todas las Asturias de Oviedo que hay en todo el mundo.

No curó don Quijote de las boberías de su escudero; y así, volviéndose al ermitaño y a Bracamonte, les dijo:

-Habéis de saber, señores, que esta dama que veis aquí atada con tanto rigor y crueldad es, sin duda, la gran Zenobia, reina de las Amazonas, si nunca la oístes decir; la cual, habiendo salido   -fol. 164v-   a caza con la muchedumbre de sus muy diestros cazadores, vestida de verde, en un hermoso caballo rucio rodado, con su arco en la mano y una rica aljaba al hombro, llena de doradas y herboladas flechas, habiéndose apartado de su gente por haber seguido un ferocísimo jabalí, se perdió en estos obscuros bosque; y, siendo hallada por alguno o algunos jayanes de los que van por el mundo haciendo dos mil alevosías, le robaron su preciado caballo, quitándole sus ricos y bordados vestidos y todas las joyas, perlas, ajorcas y anillos que en su cuello, brazos y blancas manos traía; y la dejaron, como veis, desnuda en camisa y atada a ese pino. Por tanto, señor soldado, vuesa merced la desate luego, y sabremos de su boca elegantísima toda la historia.

La mujer era tal, que pasaba de los cincuenta, y, tras tener bellaquísima cara, tenía un rasguño de a jeme en el carrillo derecho, que le debieron de dar siendo moza por su virtuosa lengua y santa vida. El soldado la fue a desatar, diciendo:

-Yo le juro a vuesa merced, señor caballero, que la dueña que está aquí no tiene cara de reina Zenobia, si bien tiene el talle de amazona; y si no me engaño, me parece haberla visto en Alcalá de Henares, en la calle de los Bodegones, y se ha de llamar Bárbara la de la Cuchillada.

Y, llegándola a desatar, dijo ella que era la verdad y que aquél era su nombre. En esto, se quitó el manto que traía el ermitaño   -fol. 165r-   y se le puso a la pobre mujer para que así con él llegase hasta el lugar con más decencia; la cual, en viéndose cubierta, se llegó a donde estaba don Quijote, y viéndole armado de todas piezas, le dijo:

-Infinitas gracias, señor caballero, rindo a vuesa merced por la que me acaba de hacer, pues con ella y por sus manos quedo libre de las de la muerte, en las cuales, sin duda, me viera esta noche, si por piedad de los cielos no hubiera vuesa merced pasado por aquí con esta noble compañía.

Don Quijote, con mucho reposo y gravedad, le respondió diciendo:

-Soberana señora y famosa reina Zenobia, cuyas fazañas están ya tan sabidas por el mundo y cuyo nombre y valor conocieron tan bien los famosos griegos a costa de su sangre generosa, pues vos, con vuestras fermosas cuanto intrépidas amazonas, fuistes poderosa para dar la victoria a la parte que favorecíades de los dos lucidos ejércitos del emperador de Babilonia y Constantinopla, yo me tengo por muy felice y dichoso en haberos hecho hoy este pequeño servicio, principio de los que a vuestra real persona, de aquí adelante, pienso hacer en la grandiosa Corte del católico monarca de las Españas, en la cual tengo aplazada una peligrosa y dudosa batalla con el gigante Bramidán de Tajayunque, rey de Chipre. Yo os juro y prometo, desde aquí, coronaros por reina y señora de aquella amenísima isla y regalado reino,   -fol. 165v-   después de haber, por cuarenta días, defendido contra todos los caballeros del mundo vuestra rara y peregrina fermosura.

El ermitaño y Bracamonte, que semejantes disparates oyeron decir a don Quijote, no se podían valer de risa; pero, considerando la obligación en que le estaban por lo que cuidaba de su regalo, y cuánto por no perderle les importaba el sobrellevarle, disimulaban cuanto podían, siguiéndole el humor como discretos; aunque, cuando se hallaban ambos a solas, lo reían todo por junto. La buena mujer, que se vio tratar de reina, no supo qué le responder, sino decir:

-Yo, señor mío, si bien soy mozona, no soy la reina Zenobia, como vuesa merced me llama; si bien, si no lo dice fisgando por verme tan fea, pues a fe que en mi tiempo no lo fui; que vivido he en Alcalá de Henares toda mi vida, donde, cuando era muchacha, era bien regalada y querida de los más galanos estudiantes que ilustraban entonces aquella célebre universidad, sin haber rotulada por todos sus patios y casa otra que Bárbara; y hasta en todas las puertas de los conventos y colegios estaba mi nombre escrito con letras coloradas y verdes, cubierto de coronas y ladeado de palmas, diciendo: BÁRBARA, VÍCTOR. Pero ya, por mis pecados, después que un escolástico capigorrón me hizo esta señal en el rostro (que mala se la dé Dios en el ánima), no hay quien haga caso   -fol. 166r-   de mí. Pues a fe que, aunque fea, no espanto.

A esto respondió Sancho:

-Por vida de mi madre, que esté en el otro mundo por muchos años y buenos, señora reina Zenobia, que, aunque le parece a vuesa merced que no espanta, que me espantó denantes cuando la vi con tan mala catadura; que había, de la cera que destilaba la colmena trasera que naturaleza me dio, para hacer bien hechas medía docena de hachas de a cuatro pábilos.

Don Quijote, que ya en su fantasía idolatraba en Bárbara, teniéndola por la reina Zenobia, le dijo, dando un empujón a Sancho, con que le hizo callar:

-Vamos, serenísima señora, al lugar que ya está cerca, y decirnos heis por el camino cómo os sucedió la desgracia de ser robada y atada de pies y manos en aquel pino.

Y, volviéndose a Sancho, le dijo:

-¿Oís, escudero? Traed vuestro jumento, y subiréis en él luego a la señora reina Zenobia de aquí al lugar.

Trájole Sancho y, poniéndose a gachas a cuatro pies para que subiese, volviendo la cabeza, le dijo:

-Suba, señora reina, y ponga los pies sobre mí.

Hízolo ella con mucha desenvoltura y sin hacerse de rogar; y, puesta a caballo, comenzaron a caminar para el pueblo. A pocos pasos que había andado, le dijo Bracamonte:

-Díganos, señora Bárbara, por vida de esa suya que tantas ha pensado costar en la mocedad, ¿quién fue aquel bellaco que la dejó de tal suerte y quién el que la sacó de la   -fol. 166v-   calle de los Bodegones de Alcalá, donde estaba como una princesa, y tan visitada de estudiantes novatos que le henchían las medidas y bolsas?

-¡Ay, señor soldado! -respondió ella- ¿Conocióme a mí allí en mi prosperidad? ¿Entró alguna vez en mi casa? ¿O acaso comió jamás del mondongo que yo guisaba? Que le solía algunas veces hacer tan bueno, que se comían los estudiantes las manos tras ello.

-Yo, señora -respondió él-, jamás comí en casa de vuesa merced, porque estaba en el Colegio Trilingüe, donde dan de comer a los colegiales; pero acuérdome bien de que alababan mucho las agujas de vuesa merced y su limpieza, la cual, según me decían, era tanta, que con sólo un caldero de agua lavaba por el pensamiento dos y tres vientres; de manera que salían de sus manos unas morcillas verdinegras, que era gloria mirallas; que, como la calle es angosta y obscura, no se podía echar de ver la superabundancia del mugre con que convidaban al más hambriento machuca de Alcalá.

-¡Ay, mal haya él! -replicó Bárbara- ¡Y qué gran bellaco y socarrón me parece! Pues a fe que si no me engaño, que ha él comido de mis manos más de cuatro veces; porque su talle y vestido no es para hacerme creer que ha estado en el Colegio Trilingüe, como dice. Dígame la verdad, acabe.

Bracamonte le satisfizo, diciendo:

-Antes que yo entrase en el Colegio, agora cuatro años, estaba con otros seis estudiantes   -fol. 167r-   amigos en la calle de Santa Úrsula, en las casas que se alquilan allí junto a la iglesia mayor del mercado; y me acuerdo que vuesa merced subió a ellas con una olla no muy pequeña llena de mondongo; y un estudiante, que se llamaba López, la cogió en sus brazos sin derramarla y la metió en su aposento, donde él, con todos los amigos, comimos de la olla que vuesa merced se traía bajo sus mugrientas sayas, sin tocar a la del mondongo.

-Por el si lo de mi madre -respondió Bárbara-, que me acuerdo deso como de lo que he hecho hoy. Pues a fe que toda era gente honrada; que, aunque no tuvieron razón e hacer lo que hicieron, siendo yo mujer de mis prendas, todavía tuvieron respeto de no tocarme a la olla. ¡Jesús, Jesús!, ¿que estaba allí? Pues sepa vuesa merced que López es ya licenciado y un grandísimo bellaco enamoradizo; mas, con todo eso, a fe que las veces que yo subía a su aposento, que no me escupía.

-Pues, señora reina mía -dijo Sancho-, si tan buena oficiala es de hacer mondongo, sepa que si mi amo la lleva, como dice, al reino de Chipre, allí tendrá bastantísima ocasión de mostrar su habilidad, porque habrá tripas infinitas de los enemigos que mataremos; de los cuales podrá hacer pasteles, pelotas de carne y ollas podridas, y echarles toda a caparroza que quisiere, pues es lo que da mejor gusto a los guisados.

-¡Ay, amarga a de mí! -respondió Bárbara-. Si la caparroza es para hacer tinta,   -fol. 167v-   ¿cómo decís vos, hermano, que la eche en los guisados?

-No sé, en mi conciencia -replicó Sancho-, lo que me echaron encima de las alhondiguillas que me dieron en casa de don Carlos en Zaragoza; lo que sé es que ellas me supieron riquísimamente.

-Albondiguillas diréis -dijo Bárbara-; que así se llamaban en todo el mundo.

-Poco monta -replicó Sancho-, que se llamen de una suerte o de otra; lo que hemos de procurar es sembrar muchas en estando en Chipre.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

En que Bárbara da cuenta de su vida a don Quijote y sus compañeros hasta el lugar, y de lo que les sucedió desde que entraron hasta que salieron dél


Salieron del pinar, a lo que Sancho acababa de decir las referidas simplicidades. Juntóseles don Quijote en el camino real, donde los esperaba haciendo mil discursos acerca del modo que tendría en llevar a la Corte a la que él tenía por reina Zenobia; y, luego que vio que ella llegaba al puesto en que la esperaba, la dijo con grande respeto y mesura:

-Suplico a Vuesa Majestad se sirva, poderosísima reina, de darnos cuenta, de aquí a que con la fresca lleguemos al vecino lugar, de quiénes fueron los follones que la robaron sus ricas joyas y la desnudaron de sus reales galas, dejándola atada con tanta crueldad   -fol. 189r [168r]-   en aquel árbol.

A lo cual respondió ella al punto.

-Vuesa merced, señor mío, ha de saber que, viviendo yo en Alcalá de Henares, en la calle que llaman de los Bodegones, con mi honrado y ordinario trato, quiso la fortuna, que siempre es contraria a los buenos, que viniese allí un mancebo de muy bonita cara y harto discreto, el cual entró dos o tres veces a comer en mi casa. Como le vi al principio tan cortés, prudente y bien hablado, aficionémele, que no debiera, de tal suerte, que no podía de noche ni de día sosegar sin verle, hablarle y tenerle a mi lado. Dábale de comer y cenar todos los días como a un príncipe, comprábale medias, zapatos, cuellos y aun los libros que me pedía, mirándome en él cual en un espejo. En fin, él estuvo en mí casa con esta vida más de un año y medio, sin gastar blanca suya y muchas mías. En este tiempo, sucedió que, estando una noche conmigo en la cama, me dijo como estaba determinado de ir a Zaragoza, adonde tenía parientes muy ricos; y que me prometía, si quería ir con él, que, en llegando allá, se casaría conmigo, por lo mucho que me amaba; y yo, que soy una bestia, creyendo sus engañosas palabras y falsas promesas, le dije que era contentísima de seguirle. Y luego comencé a vender mis alhajas, que eran dos camas de buena ropa, dos pares de vestidos míos, una grande arca de cosas de lienzo y, finalmente, todo lo demás   -fol. 189v [168v]-   que en mi casa tenía; de lo cual hice más de ochenta ducados, todo en reales de a ocho. Con ellos y notable gusto, nos salimos juntos una tarde de Alcalá; y, llegados al segundo día a la entrada del bosque de quien ahora acabamos de salir, me dijo nos entrásemos a sestear en él, que se quería holgar conmigo. ¡Así mala holgura le dé Dios en el alma y en el cuerpo! Pero no le quiero maldecir, porque quizá algún día nos toparemos y me pedirá perdón de lo hecho, y, como le quiero tanto, fácilmente le perdonaré. Seguíle, creyendo en sus razones, que no debiera; y en viéndome sola y en lugar tal y tan secreto, metió mano a una daga, diciéndome que si no sacaba allí todo el dinero que traía conmigo, que él me sacaría el alma del cuerpo con aquel puñal. Yo, que vi una furia tan repentina en la prenda que más quería en el mundo, no supe qué le responder, sino llorando, suplicarle que no hiciese tal alevosía; pero comenzóme a apretar tanto, sin hacer caso de mis justas razones y llorosas palabras, que, viendo tardaba en darle los ochenta ducados más de lo que su codicia permitía, empezó a decirme a voces, colérico: «Acabe de darme presto el dinero la muy puta, vieja, bruja, hechicera».

Sancho, que estaba escuchando con mucha atención a Bárbara, cuando le oyó referir tantos y tan honrados epítetos, le dijo:

-Y dígame, señora reina, ¿era acaso verdadero   -fol. 169r-   todo este calendario que le dijo el estudiante? Porque de sus hechos colijo que era tan hombre de bien, que por todo el mundo no diría una cosa por otra, sino la verdad pura.

-¡Cómo verdad! -replicó ella-. A lo menos, en lo que dijo de bruja, mintió como bellaco; que si una vez me pusieron a la puerta mayor de la iglesia de San Juste en una escalera, fue por testimonio que unas vecinas mías, envidiosas, por no más que sospechas, me levantaron. ¡Así levantadas tengan las alas del corazón, pues por ello me hicieron echar en la trena, donde gasté lo que Dios sabe! Pero vaya en hora buena, con su pan se lo coman; que a fe que me vengué, a lo menos de la una dellas, muy a mi salvo, pues a un perro que ella tenía en casa y con quien se entretenía, le di zarazas en venganza del dicho agravio.

Riéronse todos del dicho de Bárbara, y Sancho la replicó, diciendo:

-Pues ¡cuerpo de Poncio Pilatos, señora reina!, ¿que culpa tiene el pobre perro? ¿Fuese él acaso a quejar de vuesa merced a la justicia o levantóla el falso testimonio que dice? Que el perro sería muy bueno y no haría mal a nadie, y por lo menos sabría cazar alguna olla, por podrida que fuese. ¡Triste perro! Si no me quiebra el corazón de dolor su homicidio...

Don Quijote le dijo:

-Óyete, pécora, ¿por ventura conociste ni viste aquel perro? ¿Qué se te da a ti dél?

-¿Pues no quiere que se me dé -replicó Sancho-, si no sé si el   -fol. 169v-   honrado y mal logrado y yo éramos primos hermanos? Que el diablo es sutil, y donde no se piensa se caza. la liebre; y como dicen, doquiera que vayas, de los tuyos hayas.

Y de aquí comenzó a ensartar refranes, de suerte que no le podían acallar; mas don Quijote suplicó a la reina Zenobia pasase adelante y no hiciese caso de Sancho, que era un animal.

-Pues como digo -prosiguió ella-, mi bueno de Martín (que así se llamaba la lumbre de mis ojos, nombre para mí bien aciago, pues tanta parte tiene Martín de martes) comenzó a darme prisa por el dinero, acompañando cada palabra injuriosa que me decía con un piquete en estas pecadoras nalgas, tal, que me hacían poner el grito en el cielo. Y así, viéndome tan apretada y considerando que si no hacía lo que me pedía, podría ser darme algún golpe peor que el que otro tal cual él me había dado en la cara por menos que eso, saqué todo mi dinero y díselo. Mas, no contento con él, me quitó una saya y corpiño y un faldellín harto bueno que traía vestido, y, atándome a un pino, me dejó de la manera que vuesas mercedes me han hallado, a quien pague Dios la merced que me han hecho.

-Pues en buena fe -dijo Sancho-, que si la desnudara un dedo más adentro, que la dejara hecha un Adán y Eva. ¡Oh hideputa, socarrón, bellaco! ¿No será bueno, señor don Quijote, que yo vaya por esos mundos en mi rucio   -fol. 160r [170r]-   buscando a ese descomunal estudiante, y que le desafíe a batalla campal; y, en cortándole la cabeza, la traiga espetada en el hierro de algún lanzón, y con ella entre en las justas y torneos con aplauso de cuantos me vieren? Pues es cierto que, admirados, han de decir: «¿Quién es este caballero andante?». Y con argullo creo les sabré responder: «Yo soy Sancho Panza, escudero andante del invicto don Quijote de la Mancha, flor, nata y espuma de la andantesca escudería». Pero no quiero meterme con estudiantes. ¡Délos a Bercebú! Que el otro día, cuando fuimos a las justas de Zaragoza, yo y el cocinero cojo llegamos a hablar a uno dellos al colegio, y me dio un demonio de otro un tan infernal pescozón en esto del gaznate, que casi me hizo dar de ojos. Y, como me abajé por la caperuza, acudió otro a las asentaderas con una coz tal, que toda la ventosidad que había de salir por allí, me la hizo salir por arriba, envuelta en un regüeldo: según dijo él mismo, olía a rábano serenado. Y no hube bien levantado la cabeza, cuando comenzó a llover sobre mí tanta multitud de gargajos, que si no fuera por que sé de nadar como Leandro y Nero... Pero un cararrelamido, que parece que aun ahora me le veo delante, me arrojó tan diestramente un moco verde, que le debía tener represado de tres días, según estaba de cuajado, que me tapó de suerte este ojo derecho, que me   -fol. 160v [170v]-   hube de salir corriendo y gritando: «¡Ah de la justicia!, que han muerto el escudero del mejor caballero andante que han conocido cuantos visten cueras de ante».

Llegaron en esto al lugarcillo, lo cual atajó las razones de Sancho; y, llegados a su mesón, se apearon en él todos por mandado de don Quijote, el cual se quedó en la puerta hablando con la gente que se había juntado a ver su figura. Entre los que allí a esto habían acudido, no habían sido de los postreros los dos alcaldes del lugar; el uno de los cuales, que parecía más despierto, con la autoridad que la vara y el concepto que él de sí tenía le daban, le preguntó, mirándole:

-Díganos vuesa merced, señor armado, para dónde es su camino y cómo va por éste con ese sayo de hierro y adarga tan grande; que le juro en mi conciencia que ha años que no he visto a otro hombre con tal librea cual la que vuesa merced trae. Sólo en el retablo del Rosario hay un tablón de la Resurreción, donde hay unos judiazos despavoridos y enjaezados al talle de vuesa merced; si bien no están pintados con esas ruedas de cuero que vuesa merced trae, ni con tan largas lanzas.

Don Quijote, volviendo las riendas a Rocinante hacía la gente que le tenía cercado en corrillo, dijo a todos con voz reposada y grave, sin reparar en lo que el alcalde le había dicho:

-Valerosos leoneses, reliquias de aquella ilustre sangre de los godos, que, por entrar Muza por España, perdida   -fol. 171r-   por la alevosía del conde Julián, en venganza de Rodrigo y de su incontinencia y en desagravio de su hija Florinda, llamada la Cava, os fue forzoso haberos de retirar a la inculta Vizcaya, Asturias y Galicia, para que se conservase en las inaccesibles quiebras de sus montes y bosques la nobilísima y generosa sangre que había de ser, como ha sido, azote de los moros africanos, pues alentados del invencible y gloriosísimo Pelayo y del esclarecido Sandoval, su suegro, amparo y fidelísima defensa, a cuyo celo debe España la sucesión de los católicos reyes de que goza, pues dél nació el valor con que los filos de vuestras cortadoras espadas tornaron cumplidamente a recobrar todo lo perdido y a conquistar nuevos reinos y mundos, con envidia del mismo sol, que sólo hasta que vosotros les asaltastes sabía dellos y los conocía, ya veis, ínclitos Guzmanes, Quiñones, Lorenzanas y los demás que me oís, cómo mi tío el rey don Alonso el Casto, siendo yo hijo de su hermana y tan nombrado cuanto temido por Bernardo, me tiene a mi padre, el de Saldaña, preso, sin querérmele dar; demás de lo cual, tiene prometido al emperador Carlomagno darle los reinos de Castilla y León después de sus días, agravio por el cual no tengo de pasar de ninguna manera; pues, no teniendo él otro heredero sino a mí, a quien toca por ley y   -fol. 171v-   derecho, como a sobrino suyo legítimo y más propincuo a la casa real, no tengo de permitir que estranjeros entren en posesión de cosa tan mía. Por tanto, señores, partamos luego para Roncesvalles y llevaremos en nuestra compañía al rey Marsilio de Aragón, con Bravonel de Zaragoza; que, ayudándonos Galalón con sus astucias y con el favor que nos promete, fácilmente mataremos a Roldán y a todos los Doce Pares; y, quedando en aquellos valles malferido Durandarte, se saldrá de la batalla; y por el rastro de la sangre que dejará, irá caminando Montesinos por una áspera montaña, aconteciéndole mil varios sucesos, hasta que, topando con él, le saque por sus manos, a instancia suya, el corazón, y se le lleve a Belerma, la cual en vida fue gavilán de sus cuidados. Advertid, pues, famosos leoneses y asturianos, que para el acierto de la guerra os prevengo en que no tengáis disensiones sobre el partir de las tierras y señalar de mojones.

Y, volviendo en esto las riendas a Rocinante, y apretándole las espuelas, se entró furioso en el mesón, gritando:

-¡Al arma, al arma; que con los mejores de Asturias sale de León Bernardo, todo a punto de guerra, a impedir a Francia el paso.

Toda la gente se quedó pasmada de oír lo que el armado había dicho, y no sabían a qué se lo atribuir: unos decían que era loco, y otros   -fol. 172r-   no, sino algún caballero principal, que su traje eso mostraba; tras lo cual, querían todos entrarse dentro a tratar con él; pero el ermitaño se puso a la puerta en resistencia, diciéndoles:

-Váyanse, señores, con Dios, que este hidalgo está loco, y le llevamos a curar a la casa de los orates de Toledo. No nos le alteren más de lo que él se está.

Oídas estas razones al venerable ermitaño, se fueron al punto cuantos allí estaban; y, llevando Sancho a Rocinante a la caballeriza, se entraron don Quijote y los demás de su compañía en un aposento, donde le ayudaron a desarmar Bracamonte y el ermitaño, con cuyo manto buriel estaba cubierta la buena Bárbara, sentada en su presencia en el suelo, a la cual viendo don Quijote dijo:

-Soberana señora, tened un poco de paciencia, que muy en breve seréis llevada a vuestro famoso imperio de las Amazonas, siendo primero coronada por reina del vicioso reino de Chipre, en cuya pacífica posesión os porné en matando su tirano dueño, el valiente Bramidán de Tajayunque, en la Corte española. Que para eso con toda diligencia entraremos mañana en la fuerte y bien murada ciudad de Sigüenza, en la cual os compraré unos ricos vestidos, en cambio de los que aquel alevoso príncipe don Martín os quitó contra toda ley de razón y cortesía.

-Señor caballero -respondió ella-, beso a vuesa merced las manos por la buena   -fol. 172v-   obra que sin haberle servido me hace; yo quisiera ser de quince años y más hermosa que Lucrecia para servir con todos mis bienes habidos y por haber a vuesa merced; pero puede creer que, si llegamos a Alcalá, le tengo de servir allí, como lo verá por la obra, con un par de truchas que no pasen de los catorce, lindas a mil maravillas y no de mucha costa.

Don Quijote, que no entendía la música de Bárbara, le respondió:

-Señora mía, no soy hombre que se me dé demasiado por el comer y beber; con eso a mi escudero Sancho Panza. Con todo, si esas truchas fueran empanadas, las pagaré y las llevaremos en las alforjas para el camino; aunque es verdad que mi escudero Sancho, en picándosele el molino, no dejará trucha a vida.

La buena señora, como vio que don Quijote no le había entendido, se volvió al soldado, que se estaba riendo, y le dijo:

-¡Ay, amarga de mí, y qué moscatel es este caballero! Mucho quizá ha comido; menester habrá, si va a Alcalá, acepillar un poco el entendimiento, que le tiene muy gordo.

-¿Qué dice Vuesa Alteza de gordo? -dijo don Quijote.

-Que no lo está vuesa merced mucho -respondió ella- decía, señor; cosa que me maravillo de quien tiene tan buena condición.

-Señora -replicó don Quijote-, de tres géneros de gente murmuraba mucho un filósofo moderno que yo conocí: del médico sarnoso, del letrado engañado y del que emprende largos caminos y pleitos siendo gordo. Y, pues yo emprendo,   -fol. 173r-   por mi profesión de caballero andante, las dos últimas cosas dichas, no será bien que esté gordo; porque el estarlo es de hombres ociosos y que viven sin cuidados; y así, no es posible engordar más de lo que lo estoy, teniendo tantos como tengo.

Tratando desto, entró Sancho corriendo, dando una mano con otra y diciendo:

-¡Albricias, señor don Quijote, albricias! ¡Buena nueva, buena nueva!

-Yo te las prometo -dijo don Quijote-, hijo Sancho, y más si son las nuevas de que ha parecido aquel estudiante que robó a la gran reina Zenobia.

-Mejor -respondió Sancho- es la nueva.

-¿Es, por ventura -añadió don Quijote-, que el gigante Bramidán de Tajayunque está en el lugar y me busca para acabar la batalla que entre los dos tenemos aplazada?

-Mejor sin comparaciones -replicó Sancho.

-Dínosla, pues, presto -dijo don Quijote-; que si es de tanta importancia como dices, no te faltarán buenas albricias.

-Han de saber vuesas mercedes -respondió Sancho- que dice el mesonero (y no burla, porque yo lo he visto por mis ojos) que tiene para que cenemos una riquísima olla con cuatro manecillas de vaca y una libra de tocino, con bofes y livianos de carnero y con sus nabos; y es tal, en fin, que, en dándole cinco reales de contado y a letra vista, se verná ella misma a cenar por sus pies con nosotros.

Don Quijote le dio una coz, diciendo:

-¡Miren el tonto   -fol. 173v-   goloso, las nuevas de importancia que nos traía! Las albricias dellas le diera yo de muy buena gana con un garrote, si por aquí le hubiera a mano.

Entró, cuando esto decía don Quijote con cólera, muy sin ella el mesonero, diciendo:

-¿Qué es lo que vuesas mercedes quieren cenar, señores? Que se les dará luego al punto.

Don Quijote le dijo que para él le trajese dos pares de huevos asados, blandos, y para aquellos señores lo que a ellos les pareciese; pero que aderezase algún faisán, si le tenía a mano para la reina Zenobia, porque era persona delicada y regalada, y le haría daño otra cosa. Miró el mesonero a la que don Quijote llamaba reina, y dijo:

-¿No es vuesa merced la que cenó anoche con un estudiante y nos dijo que iba a casarse con él a Zaragoza? Pues ¿cómo ayer, como este caballero dice, no era Zenobia (aunque sí novia del tan falto de barbas cuanto de vergüenza) y agora lo es? A fe que anoche no cenó de faisán, sino de un plato de mondongo que consigo trajo de Sigüenza, envuelto en una servilleta no muy limpia, ni tampoco se nos hizo reina.

-Hermano -respondió ella-, yo no os pido nada. Traed de cenar, que lo que todos estos señores cenaren, cenaré yo también, pues este caballero nos hace a todos merced.

Fue el mesonero y púsoles la mesa, y cenaron todos, con mucho contento de Sancho, que servía, yéndosele los ojos y el alma tras cada   -fol. 174r-   bocado de sus amos. Levantados los manteles, mientras él se fue a cenar, quedando todos sobre mesa, dijo el ermitaño a don Quijote:

-Vuesa merced, señor, nos la ha hecho grandísima a mí y al señor Bracamonte en este camino, y por ella quedamos ambos obligadísimos; pero, porque ya nos es forzoso irnos por otra parte, él de aquí a Ávila, de donde es natural, y yo a Cuenca, habrá vuesa merced de servirse de darnos licencia y mandarnos en dichas ciudades en cuanto se le ofreciere y viere le podemos servir, pues lo haremos como lo debemos y con las veras posibles; y lo mismo ofrecemos a su diligente escudero Sancho.

Don Quijote le respondió que le pesaba mucho perder tan buena compañía; pero que si no se podía hacer otra cosa, que fuesen sus mercedes con la bendición de Dios, mandando a Sancho que les diese un ducado a cada uno para el camino, el cual ellos recibieron con mucho agradecimiento. Y don Quijote les dijo:

-Por cierto, señores, que entiendo verdaderamente que a duras penas se podrán hallar tres sujetos tales como los tres que habemos caminado desde Zaragoza hasta aquí, pues cada uno de nosotros merece por sí grande honra y fama; porque, como sabemos, por una de tres cosas se alcanzan en el mundo las dos dichas: o por la sangre, o por las armas, o por las letras, incluyendo en sí cada una dellas la virtud, para que sea perfecto   -fol. 174v-   cumplimiento. Por la sangre, el señor Bracamonte es famoso, pues la suya es tan conocida en toda Castilla; por las armas, yo, pues por ellas he adquirido tanto valor en el mundo, que ya mi nombre es conocido en toda su redondez; y por las letras, el padre, de quien he colegido que es tan grande teólogo, que entiendo sabrá dar cuenta de sí en cualesquier universidades, aunque sean las salmantina, parisiense y alcaladina.

Sancho, que en acabando de cenar se había puesto en pie detrás de don Quijote a escuchar la conversación, salió diciendo:

-Y yo, ¿de qué tengo fama? ¿No soy también persona como los demás?

-Tú -respondió don Quijote- tienes fama del mayor tragón goloso que se haya visto.

-Pues sepan -replicó Sancho-, burlas aparte, que no solamente me toca a mí uno de los nombres que cada uno de vuesas mercedes tiene y con que se hacen famosos, sino que lo soy por todos tres juntos, por sangre, por armas y por letras.

Rióse don Quijote, diciendo:

-¡Oh simple! ¿Y cómo o cuándo mereciste tú tener alguno de los renombres que nosotros, por excelencia, tenemos, para que vuele tu fama como la nuestra por el orbe?

-Yo se lo diré a vuesas mercedes -dijo Sancho-, y no se me rían, ¡cuerpo de mi sayo! Lo primero, yo soy famoso por sangre, porque, como sabe mi señor don Quijote, mi padre fue carnicero en mi lugar, y cual tal, siempre andaba lleno de la sangre de las vacas,   -fol. 175r-   terneras, corderos, ovejas, cabritos y carneros que mataba, y siempre traía llenos della los brazos, manos y delantal. Por las armas también soy famoso, porque un tío mío, hermano de mi padre, es en mi tierra espadero, y agora está en Valencia, o donde él se sabe, y siempre él anda limpiando espadas, montantes, dagas, puñales, estoques, cuchillos, cuchillas, lanzas, alabardas, chuzos, partesanas, petos y morriones y todo género armorum. Por las letras también, un cuñado mío es encuadernador de libros en Toledo, y siempre anda con pergaminos escritos y envuelto entre librazos tan grandes como la albarda de mi rucio, llenos de letras góticas.

Levantáronse todos riendo de las necedades de Sancho y fuéronse a acostar cada uno donde el huésped los llevó.




ArribaAbajoCapítulo XXIIII

De cómo don Quijote, Bárbara y Sancho llegaron a Sigüenza, y de los sucesos que allí todos tuvieron, particularmente Sancho, que se vio apretado en la cárcel


En amaneciendo Dios, se despertó don Quijote, que el caos que tenía en su entendimiento y confusión de species de que traía embutida la imaginativa le servían de tan desconcertado despertador, que apenas le dejaban dormir media hora seguida. Púsose, en despertando,   -fol. 175v-   en pie, dando gritos a Sancho, que apenas podía despegar los ojos; pero fuele forzoso hacerlo, por la prisa que su amo le daba. Con ella, pues, ensilló a Rocinante y jumento, mientras don Quijote pagaba la cuenta y cena de todos. Hecha esta diligencia y salidos juntos de la posada, se despidieron de don Quijote el ermitaño y Bracamonte, y lo mesmo hicieron también de Sancho Panza, el cual andaba ocupado en subir a Bárbara en una borrica vieja del huésped, que se la alquiló don Quijote hasta Sigüenza, juntamente con una ropa, asimismo vieja, de su mujer, que lo era harto. Y, habiendo caminado los cuatro desta suerte lo más del día, llegaron a la ciudad y se fueron a un mesón, al cual les encaminó su huésped, que les guiaba, entrando en él bien acompañados de muchachos, que iban detrás diciendo a gritos:

-¡Al hombre armado, muchachos, al hombre armado!

En apeándose, don Quijote pidió al mesonero tinta y papel, y, encerrándose con ello en un aposento, escribió media docena de carteles para poner en los cantones, que decían desta manera:

CARTEL

EL CABALLERO DESAMORADO, FLOR Y ESPEJO

DE LA NACIÓN MANCHEGA, DESAFÍA A SINGULAR

BATALLA AQUEL O AQUELLOS QUE NO CONFESAREN

QUE LA GRAN ZENOBIA, REINA DE LAS AMAZONAS,

QUE CONMIGO VIENE, ES LA MÁS ALTA

Y FERMOSA FEMBRA QUE EN LA REDONDEZ

  -fol. 176r-  

DEL UNIVERSO SE HALLA; QUE SERÁ DEFENDIDA

CON LOS FILOS DE MI ESPADA SU RARA

Y SINGULAR BELLEZA, EN LA REAL PLAZA DESTA CIUDAD,

DESDE MAÑANA A MEDIODÍA HASTA LA NOCHE;

Y EL QUE INTENTARE SALIR EN BATALLA CON DICHO

CABALLERO DESAMORADO, PONGA SU NOMBRE

EN EL PIE DESTE CARTEL.

Hechas las copias dél, llamó a Sancho, diciéndole:

-Toma, Sancho, estos papeles y busca un poco de engrudo o cera, y ponlos en las esquinas de la ciudad de manera que puedan ser leídos de todos. Y advierte con toda diligencia en cuanto los caballeros que llegaren a leerlos dijeren, y en si se meten en cólera, volviendo por sus amantes damas, y en si dicen algún improperio (porque la virtud siempre es envidiada), o en si se alegran por la honra que ganan de sólo entrar conmigo en batalla, y, finalmente, en si te preguntan dónde estoy o dónde está la reina mi señora. Ve volando, Sancho mío, y por tus ojos que lo adviertas y notes todo, para que me sepas dar, cuando vuelvas, cumplida cuenta y razón dello. Que yo, si fuere necesario, no haciendo caso de la cena, iré luego a la hora a castigar su sandez y atrevimiento, para que de aquí adelante no le tengan otros tales como ellos ara decir semejantes desvaríos contra quien tan bien sabe castigarlos.

Sancho estuvo un rato con los papeles en la mano pensativo, porque hacía él esto de hincar carteles de desafío de muy mala gana, y quisiera   -fol. 176v-   más que don Quijote le inviara por una pierna de carnero, porque traía razonable apetito de cenar; y así, con la cabeza baja, le dijo:

-¡Válganme las parrillas del señor San Lorenzo, mi señor don Quijote! ¿Es imposible que, pudiendo nosotros vivir en haz y en paz de la Santa Madre Iglesia Católica Romana, gustemos de meternos, de nuestro proprio caletre, en pendencias y guerreaciones necias que no nos va ni nos viene y sin para qué? ¿Quiere vuesa merced que salga algún Barrabás de caballero que, habiendo estado muy descansado y regalado en esta ciudad él y su caballo, y queriendo her batalla con nosotros, que venimos cansados y con Rocinante que de puro molido no puede comer bocado, permita la misericordia de Dios que nos venza, y demos con toda nuestra caballería en casa de Judas? ¿No será mejor, ya que tal intenta, pedir licencia al alcalde deste lugar para poner estos papeles? Puesto me veo ya, deste hecho, en cuatro mil peligros, desastres y desventuras.

Don Quijote le dijo:

-¡Oh necio, oh pusilánime, oh cobarde! ¿Y eres tú el que piensas recebir el orden de caballería en Madrid con público honor, en presencia de la sacra, católica y real majestad del rey nuestro señor? Pues sábete que no es la miel para la boca del asno, ni el orden de caballería se suele ni puede dar sino a hombres de brío, animosos, valientes y esforzados, y no a golosos ni perezosos como tú. Ve luego,   -fol. 177r-   y haz lo que te digo sin más réplica.

Sancho, que vio tan enojado a su amo, calló y fuese, maldiciendo mil veces a quien con él le había juntado. Y compró en casa de un zapatero un cuarto de engrudo y, llevándole puesto sobre la suela de un zapato viejo, se fue a la plaza, en la cual, como era sobretarde, estaban algunos caballeros y hidalgos y otra mucha gente tomando el fresco con el corregidor. Llegóse Sancho sin decir palabra a nadie a la Audiencia, y comenzó a pegar en sus mismas puertas un papelón de aquéllos; pero un alguacil que estaba detrás del corregidor, viendo fijar a aquel labrador en la Audiencia un cartel de letras góticas, pensando que fuesen papeles de comediantes, se le llegó diciendo:

-¿Qué es lo que aquí ponéis, hermano? ¿Sois criado de algunos comediantes?

Respondió Sancho:

-¿Qué comediantes o qué nonada? Esto que aquí se pone, majadero, no es para vos, que más alto pica el negocio; para aquellos de las capas prietas se hace, y mañana lo veréis.

Leyó el cartel el alguacil confuso, y, volviéndose luego a Sancho, que estaba allí junto poniendo otro en un poste, le dijo:

-Ven acá, hombre del diablo, ¿quién os ha mandado poner aquí estos papelones?

Respondió Sancho:

-Llegaos vos acá, hombre de Satanás; que no os lo quiero decir.

A las porfías y voces que Sancho y el alguacil daban, se volvieron el corregidor y los que con   -fol. 177v-   él estaban, y, preguntando qué era aquello, llegó el alguacil diciendo:

-Señor, aquel labrador anda fijando por la plaza unos carteles en que desafía no sé quién a batalla a todos los caballeros desta ciudad.

-¿Desafíos pone? -dijo el corregidor-. Pues ¿estamos ahora en Carnestoliendas? Andad y traednos un papel de aquéllos; veremos qué cosa es; no sea algún dislate que llegue a oídos del obispo antes que tengamos acá noticia dél.

Llegó el alguacil y quitó el primero que halló fijado en un poste para llevarle al corregidor; lo cual visto por Sancho, se encendió en tanta cólera, que se fue para él con un guijarro en la mano, diciendo:

-¡Oh, sandio y descomunal alguacil! Por el orden de caballería que mi amo ha recebido, que si no fuera porque tengo miedo de ti y dese rey que traes en el cuerpo, te hiciera que pagaras con la primer pedrada todas las alguacilerías que hasta aquí has hecho, para que otros tales como tú y la puta que te parió no se atrevieran, de aquí adelante, a semejantes locuras.

Como vio el corregidor aquel labrador con la piedra en la mano para tirar al alguacil, mandó que le prendiesen y llevasen allí en su presencia. Llegaron media docena de corchetes a hacello, y él, con su guijarro en la mano, no se dejaba asir de ninguno. Pero cuando vio que el negocio iba de veras, y que ya desenvainaban las espadas contra él, soltó la piedra y, puesta la   -fol. 178r-   caperuza sobre las dos manos, comenzó a decir:

-¡Ah, señores!, por reverencia de Dios, que me dejen ir a decir a mi amo cómo unos follones y malendrines no me dejan poner los papelones del desafío; que verán cómo viene hecho un cisne encantado y no deja ningún pagano dellos a vida.

Los corchetes, que no entendían aquel lenguaje, tenían a Sancho agarrado delante del corregidor mientras acababa de leer el papel; y, cuando lo hubo leído, le comunicó con todos los circunstantes, que le celebraron infinito; y, vuelto a Sancho, le preguntó:

-Vení acá, buen hombre. ¿Quién os ha mandado poner estos papelones en la Audiencia? Porque a fe de hidalgo que os ha de costar a vos y a quien os ha enviado a fijarlos más caro que pensáis.

-¡Ah, desventurada de la madre que me parió y de la ama que me dio leche! -dijo Sancho-. Señor, mi amo, que mal siglo haya, me los ha mandado poner; y bien se lo decía yo, que no tuviésemos guerreaciones en esta tierra hasta que primero hubiésemos muerto aquel gigantonazo del rey de Chipre, adonde habemos de llevar a la señora reina Zenobia. Suéltenme; que les juro, a fe de Sancho Panza, que iré a decirle corriendo lo que pasa, y verán cómo se viene él aquí por sus pies o por los de Rocinante, a hacer una carnicería tal, que jamás otra como ella se haya oído ni visto.

Preguntóle el corregidor:

-¿Cómo se llama tu amo?

  -fol. 178v-  

Sancho le respondió que su proprio nombre era Martín Quijada, y que el año pasado se llamaba don Quijote de la Mancha y, por sobrenombre, el Caballero de la Triste Figura; pero que hogaño, porque ya había dejado a Dulcinea del Toboso (ingrata causa de la excesiva penitencia que había hecho en Sierra Morena, si bien después mereció en premio della la conquista del precioso yelmo de Membrino), se llama el Caballero Desamorado.

-¡Bueno, por Dios! -dijo el corregidor-. Y vos, ¿Cómo os llamáis?

-Yo, señor -respondió él-, hablando con perdón de las barbas honradas que me oyen, me llamo Sancho Panza, que no debiera, escudero infeliz del referido caballero andante, natural del Argamesilla de la Mancha, engendrado y nacido de mis padre y madre y bautizado por el cura.

-¿Cómo lo fuera si dijérades que erais hijo de asno y bestia? -respondió, lleno de risa, el corregidor, mandando juntamente al alguacil y corchetes que le llevasen a la cárcel y echasen dos pares de grillos hasta que se informase de todo el caso, y, hecho esto, fuesen luego por todas las posadas del lugar y buscasen el amo de aquel labrador y se le trujesen allí.

Llevaron al desgraciado Sancho al punto a la cárcel; y las cosas que hizo y dijo por el camino y cuando se vio en ella y que le echaban dos pares de grillos, no hay historiador, por diligente que sea, que las baste   -fol. 179r-   a escribir; pero, entre otras muchas simplicidades que se cuentan dél es que, cuando se los hubieron echado, dijo:

-Tórnenme, señores, a quitar estos demonios de trabas de hierro; que no puedo andar con ellas, y no tenían para qué ponérmelas, porque yo las diera por muy bien recebidas sin que tomaran ese trabajo.

En dejándole en la cárcel, se le llegaron tres o cuatro pícaros que allí habían presos con ciertos cañutillos de piojos en las manos; y como le vieron simple, pareciéndoles sano de Castilla la Vieja, y viendo, por otra parte, que a cada paso daba de ojos con los grillos y que de ninguna manera sabía andar con ellos, le echaron por lo descubierto del pescuezo más de cuatrocientos piojos, con que le dieron bien que rascar y sacar todo el tiempo que en la cárcel estuvo; y, como ellos y los grillos le daban tanta pesadumbre, no hacía sino lamentarse de su fortuna y de la hora en que había conocido a don Quijote. Mesábase las barbas, despidiéndose ya de su mujer, ya del rucio, ya de Rocinante; y obligado de la grande pesadumbre que los grillos le daban, dijo a uno de aquellos mozos:

-¡Ah, señor pícaro! Así Dios le dé la salud cual el contento que muestra de mi trabajo, que me quite estas cormas, que no me dejan remecer; y si esta noche las tengo en los pies, no podré de ninguna manera pegar los ojos.

Llegó un mozo del carcelero que le oyó,   -fol. 179v-   y le dijo:

-Hermano, como vos deis un real a mi amo, os los quitará por esta noche, por haceros placer y buena obra.

En oyendo esto, sacó Sancho de la faltriquera una bolsilla de cuero, en la cual tenía seis o siete reales para el gasto que aquella noche se había de hacer en el mesón; de la cual sacó un real de plata y se lo dio al mozo, con que al punto le quitó los grillos.

Cuatro o cinco de aquellos presos, que eran águilas en hallarse las cosas antes que las perdiesen los dueños, mirando bien a donde habían visto poner la bolsa a Sancho, se concertaron, y, llegándose uno dellos a él, le abrazó, diciendo:

-¡Ah, buen hombre, y cómo nos holgamos que os hayan quitado aquellos malditos grillos! Por muchos años y buenos.

Y con esto guió la mano con tanta sutileza camino de la faltriquera, que, sin errar el golpe ni ser sentido, le sacó della la bolsa. Pero procedió, hecho el lance, como liberal y honrado, pues le convidó a su misma costa a dos barquillos, fruta y vino, en que gastó el dinero.

Mas, volviendo a don Quijote, como viese que Sancho tardaba tanto en poner los papeles por los cantones, sospechando lo que podía ser, se entró en la caballeriza y con toda presteza ensilló a Rocinante, y, subiendo en él con su adarga y lanzón, caminó para la plaza. Y, como entrase en ella muy paso a paso, bien acompañado de muchachos, y fuese visto por el corregidor,   -fol. 180r-   y todos los que con él estaban se admirasen de ver aquella fantasma armada y circuida de gente, llegándose todos para ver su pretensión o lo que hacía, oyeron que don Quijote, concibiendo que estaba rodeado de príncipes, sin hacer cortesía a nadie, fijando el cuento del lanzón en tierra, les comenzó a decir con mucha gravedad:

-¡Oh, vosotros, infanzones, que fincastes de las lides, que no fincárades ende! ¿Non sabedes por ventura que Muza y don Julián, maguer que el uno moro y el otro a mi real corona aleve, las tierras talan por mi luengo tiempo poseídas, y que fincar además piensan en ellas? Tan cuellierguidos están con las vitorias que asaz contra razón han ganado, fugiendo nosotros de sus airadas faces, non faciendo la resistencia que a tales infanzones y homes buenos atañen, non considerando las cuitas de nuestras fembras, ni los muchos desaguisados y fuerzas que aquestos malandantes, con infinitos tuertos, cuidan facer en pro de Mahoma y en reproche de nuestra fe, fablando cosas non decideras, llenas de mil sandeces. ¡Erguid, erguid, pues, vuestras derrumbadas cuchillas! ¡Salga Galindo, salga Garcilaso, salga el buen Maestre y Machuca, salga Rodrigo de Narváez! ¡Muera Muza, Zegrí, Gomel, Almoradí, Abencerraje, Tarfe, Abenámar, Zaide y la demás gente galguna, mejor para cazar liebres que para andar en las lides! Fernando soy de Aragón,   -fol. 180v-   doña Isabel es mi amantísima esposa y reina; desde este caballo quiero ver si hay entre vosotros alguien tan valiente


que me traiga la cabeza
de aquel moro renegado
que delante de mis ojos
ha muerto cuatro cristianos.

Fablad, fablad; non estedes mudos; que quiero ver si en esta plaza se topa entre vosotros home que, teniendo sangre en el ojo, sepa volver por su dama contra la grande fermosura de la reina Zenobia que conmigo traigo, la cual por sí sola es bastante, como yo sé por luenga experiencia, a daros bien que hacer a todos juntos y a cada uno por sí. Por tanto, dadme luego la respuesta; que uno solo soy y manchego, que para cuantos sois basta.

El corregidor y cuantos con él estaban, que semejantes razones oyeron decir a don Quijote, no sabían a qué las atribuir ni qué responderle a ellas. Mas quiso Dios que, estando en esta confusión, llegasen a la plaza dos hidalgos mancebos de la ciudad, y, viendo el estado y corrillo que hacían al hombre armado toda aquella gente y el corregidor, llegándose a ellos, el uno le dijo:

-Han de saber vuesas mercedes que el armado que miran ha días que me causó la misma admiración que a todos les causa; porque habrá como un mes, poco más o menos, que pasó por aquí con el mismo traje que le ven, y posó en el mesón del Sol, do, viéndole yo y aquí el señor don Alonso, a la puerta, llegamos   -fol. 181r-   a hablarle, y de sus palabras colegimos que es loco o falto de juicio; porque él nos dijo tantos dislates y con tales afectos y visajes, ya del imperio de Trapisonda, ya de la infanta Micomicona, ya de las inmensas heridas que en diferentes batallas había recebido y de quien había salido curado por el milagroso bálsamo de Fierabrás, que jamás le podimos acabar de entender. Pero, informándonos de un labrador harto simple que traía consigo y él le llamaba su escudero, nos dijo cómo su amo era de un lugar de la Mancha, hidalgo muy honrado y rico y muy amigo de leer libros de caballerías; y, por imitar los antiguos caballeros andantes, había dos años que andaba de aquella manera. Y con esto nos contó muchas cosas que le habían sucedido a él y a su amo en la Mancha y Sierra Morena; de lo cual quedamos maravillados sin saber a qué poderlo atribuir, sino sólo a que el triste se habrá desvanecido leyendo libros de caballerías, teniéndolos por auténticos y verdaderos. Así que, de cuanto aquí dijere, no hagan vuesas mercedes caso; antes, si quieren gustar dél, preguntémosle algo, y verán cómo habla con tal reposo, que parece algún gran príncipe de los antiguos. Y lea vuesa merced, señor corregidor, las letras que trae en la adarga, que son tan ridículas, que confirman bastantemente cuanto he dicho.

Oyendo esto el corregidor, volvió la cabeza, y llamando   -fol. 181v-   a un alguacil, le mandó fuese volando a la cárcel, y que sacando della y de las prisiones en que estaba aquel labrador que poco ha había llevado a ella por su orden, se lo trajese suelto a su presencia. Y, volviéndose a don Quijote, que estaba aguardando la respuesta lleno de coraje, le dijo:

-Señor caballero, yo el emperador y todos estos duques, condes y marqueses que conmigo están, agradecemos mucho a vuesa merced su buena venida a esta Corte, pues merecemos tener en ella hoy la flor de la caballería manchega y el desfacedor de los agravios del mundo. Por tanto, respondiendo a la su demanda, decimos que ninguno se atreve a entrar en batalla con vuesa merced, porque su valor es conocido y su nombre es manifiesto en este imperio, como lo es en todos los del universo; y así, nos damos por vencidos y confesamos la hermosura de esa señora reina que dice. Sólo pedimos a la su merced sea servido de nos la hacer quedándose en esta Corte quince o veinte días, en los cuales toda ella le servirá y regalará no conforme vuesa merced merece, sino según nuestra posibilidad permitiere; y tenga vuesa merced por bien que yo y todos estos príncipes vamos a ver a su casa esa señora reina, para que, mereciendo besarle las manos, le ofrezcamos nuestras vidas y haciendas.

Don Quijote le respondió:

-Señor emperador, de hombres sabios y discretos es arrimarse siempre al mejor y más sano consejo;   -fol. 182r-   y así, vuesas mercedes, como tales, reconociendo el valor de mi persona, la fuerza de mi brazo y la razón que llevo en defender la grandísima fermosura de la reina Zenobia, han dado en la cuenta y caído en el punto de la verdad; no como otros fieros jayanes, que, fiándose del furor de sus indómitos corazones y de las fuerzas de sus brazos y de los filos de sus cortadoras espadas, han presumido como locos entrar en batalla conmigo. Pero ellos han llevado, y llevarán cuantos los imitaren, el justo pago que merecieron sus sandeces y locas arrogancias. Por tanto, respondiendo a lo que vuesa serenidad y esos potentados me piden, de que les honre con mi persona esta Corte por quince días, digo que no lo puedo hacer por agora de ninguna manera, porque tengo aplazada una fiera batalla para la Corte del rey católico contra el arrogante y membrudo gigante Bramidán de Tajayunque, rey de Chipre, y se acerca el plazo de ella. Pero, en acabándola, doy palabra a todas vuestras altezas que, no estorbándolo otra alguna importante y nueva aventura, como suele suceder muchas veces, volveré a visitarles y a ennoblecer este grandioso imperio con mi persona.

Estando en estas pláticas, llegó el alguacil con el bueno de Sancho, el cual, como viese a don Quijote en medio de tanta gente, se llegó a él, diciendo:

-¡Ah, señor don Quijote!, ¿no sabe, ¡cuerpo   -fol. 182v-   non de Dios!, como vengo de pasar una de las más terriblísimas aventuras que el preste Juan de las Indias ni el rey Cuco de Antiopía, ni cuantos caballeros andantes se crían en toda la andantesca provincia pueden haber pasado? Ello es verdad que unos estantiguos o picaranzones que estaban allí presos me han hurtado la bolsa por arte de encantamiento y echado por el pescuezo abajo, invisiblemente, más de setecientos mil millones de piojos; pero a fe que quedan buenos, pues los dejo acomodados como ellos merecen para que otros tales no se atrevan a tal de aquí adelante con escuderos tan andantes y de estofa como yo, sino que tomen ejemplo, y, viendo la barba de su amigo remojar, echen la suya a quemar.

-¡Oh, mi Sancho! -dijo don Quijote-, ¿qué has habido y qué te ha sucedido con esos malendrines y ladrones que dices? Cuéntamelo, con el castigo que les has dado. ¿Dístesles acaso a todos de palos?

-Peor -dijo Sancho.

-¿Cortástesles las cabezas?

-Peor -respondió él.

-¿Partísteslos por medio?

-Peor hice -respondió.

-¿Hiciste sus carnes tajadas muy pequeñas para echar a las aves del cielo?

-Peor -replicó Sancho.

-Pues, ¿qué castigo -dijo don Quijote- les diste?

-El castigo -añadió Sancho- que les di (¡ah, pobres dellos, y cuáles quedan!), que comenzamos a jugar al qué es cosa y cosa y cuando hubieron dicho todos, les pregunté yo: «¿Qués cosa y cosa que parece burro en pelo, cabeza,   -fol. 183r-   orejas, dientes, cola, manos y pies y, lo que más es, hasta en la voz, y realmente no lo es?». Y no me supieron jamás decir que era la burra. ¡Mire vuesa merced si les paré buenos, pues de corridos quedan hechos unas monas, sin saber qué les ha sucedido! Y aun si no me llamara tan por la posta aquí el señor alguacil, yo les dejara como nuevos con otra pescuda que tenía ya en el pico de la lengua.

Riéronse todos los que la simpleza de Sancho oyeron; pero don Quijote, sin hacer caso della, haciéndoles señas con las manos, les dijo que cuantos quisiesen ver y besar las hermosísimas manos de la reina Zenobia se fuesen tras él.

Hiciéronlo todos así, yendo siempre por el camino el corregidor hablando con Sancho y riendo mucho de las boberías que decía. Llegaron, pues, al mesón del Sol; y, entrando delante don Quijote, bajó de Rocinante, y llamando a Bárbara por su nombre de invictísima reina Zenobia, salió luego ella de la cocina, donde estaba, con una capa vieja del huésped por saya; porque, como arriba queda dicho, había quedado la pobre en el bosque en camisa, y faltábale el reparo que le había hecho el manto del ermitaño, y después el de la ropa vieja de la mujer del mesonero, que hasta allí la había traído.

Apenas la vio don Quijote, cuando, con grande mesura, le dijo:

-Estos príncipes, soberana señora, quieren besar las manos a Vuesa   -fol. 183v-   Alteza.

Y, entrándose tras esto con Sancho en la caballeriza para hacer desensillar y dar de comer a Rocinante, salió ella a la puerta del mesón con la figura siguiente: descabellada, con la madeja medio castaña y medio cana, llena de liendres y algo corta por detrás; la capa del huésped, que dijimos traía atada por la cintura en lugar de faldellín, era viejísima y llena de agujeros y, sobre todo, tan corta que descubría media pierna y vara y media de pies llenos le polvo, metidos en unas rotas alpargatas, por cuyas puntas sacaban razonable pedazo de uñas sus dedos; las tetas, que descubría entre la sucia camisa y faldellín dicho, eran negras y arrugadas, pero tan largas y flacas, que le colgaban dos palmos; la cara, trasudada y no poco sucia del polvo del camino y tizne de la cocina, de do salía; y hermoseaba tan bello rostro el apacible lunar de la cuchillada que se le atravesaba; en fin, estaba tal, que sólo podía aguardar un galeote de cuarenta años de buena boya.

Apenas hubo salido a la puerta, obligada de las voces de su bienhechor don Quijote, cuando, viendo en ella al corregidor, caballeros y alguaciles que le acompañaban, quedó tan corrida, que se quiso volver a entrar; mas detúvola el corregidor, diciéndole, disimulando cuanto pudo la risa que le causó el verla:

-¿Sois vos acaso la hermosa reina Zenobia, cuya singular hermosura defiende   -fol. 184r-   el señor don Quijote el manchego? Porque si sois vos, él anda muy necio en esta demanda, pues con sola vuestra figura podéis defenderos, no digo de todo el mundo, pero aun del infierno; quesa cara de réquiem y talle luciferino, con ese rasguño que le amplifica, y esa boca tan poco ocupada de dientes cuanto bastante para servir de postigo de muladar a cualquier honrada ciudad, y esas tetas carilargas, adornadas de las pocas y pobres galas que os cubren, y descubren que más parecéis criada de Proserpina, reina del estigio lago, que persona humana, cuanto menos reina.

Turbada la triste Bárbara de oírle, y sospechando que la querría llevar a la cárcel, porque acaso habría sabido el mal trato de hechicera que, como abajo diremos, había usado en Alcalá, le respondió, llorando:

-Yo, mi señor corregidor, no soy reina ni princesa, como este loco de don Quijote me llama, sino una pobre mujer natural de Alcalá de Henares, llamada Bárbara, que, siendo engañada por un estudiante, me sacó de mi casa y, a seis o siete leguas de Sigüenza, me dejó desnuda y desvalijada como estoy, atada de pies y manos a un árbol, y me llevó cuanto tenía. Y quiso Dios que, estando en tal conflicto, pasaron por junto de aquel pinar este don Quijote y el labrador que le sirve de escudero, y me desataron, trayéndome consigo y prometiéndome volver a mi tierra.

Como   -fol. 184v-   el corregidor le oyó decir que era de Alcalá, llamó a un pajecillo suyo que detrás dél estaba, y dijo a Bárbara:

-¿Veis aquí este muchacho que ha venido de allá no ha un mes?

El paje, mirándola bien, la conoció y dijo:

-¡Válate el diablo, Bárbara de la cuchillada! ¿Y quién te ha traído a Sigüenza?

Su amo le preguntó si la conocía, y él respondió que sí, y que era mondonguera en la calle de los Bodegones, de Alcalá, con fama de harto espesa y que había dos meses que la habían puesto a la puerta de la iglesia en San Juste, en una escalera con una coroza por alcahueta y hechicera; y que se decía por Alcalá sabía bravamente de revender doncellas destrozadas por enteras mejor que Celestina.

Como ella oyó lo que el paje decía, y vio que se reían todos, le respondió con mucha cólera diciendo:

-Por el siglo de mi madre, que miente el pícaro desvergonzado, que si me pusieron en la escalera, como dice, fue por envidia de unas bellacas vecinas que yo tenía; cuanto y más que, por hacer bien a ciertos amigos que me lo rogaron, me vino todo ese mal. Pero a fe que no podrán decir de mí otra cosa, pues no estuve allí por ladrona, como otras que sacan a azotar cada día por esas calles; por hacer bien, sea Dios alabado.

Y comenzó a llorar tras esto, al compás que los demás a reír. Salió luego don Quijote; y, como la vio llorando de aquella manera, la asió de la mano,   -fol. 185r-   diciéndola:

-Non vos cuitades, fermosísima e poderosa reina Zenobia; que asaz sería yo mal andante caballero si non vos ficiese tan bien vengada de las sandeces de aquel estudiante y de las alevosías que vos han fecho, que podáis decir sin reproche que si sois fermosa fembra, que también el caballero que desfizo tal tuerto es uno de los mejores del mundo.

Y, volviéndose al corregidor y a los que con él venían, les dijo:

-Soberanos príncipes, yo me parto mañana para la Corte; si por algún tiempo, como suele suceder, algún caballero tártaro o rey tirano viniere a quereros perturbar la paz, cercando con su fuerte ejército esta vuestra imperial ciudad, y llegare a teneros tan apretados y puestos en tal estremo, que os viérades compelidos por la grandísima hambre y falta de bastimentos en el duro cerco a comer los hombres los caballos, jumentos, perros y ratones, y las mujeres sus amados hijos, enviadme a llamar donde quiera que estuviera; que os juro y prometo por el orden de caballería que recebí, de venir solo y armado como veis, y entrar por el campo del pagano de noche, haciendo, en dos o tres dellas, en él una espantosísima riza, pasando en la última dellas, a fuerza de mi brazo, por medio de todo el ejército del contrario y entrando, a pesar de sus centinelas, escaramuzas y armas, en la ciudad, de la cual luego saldréis   -fol. 185v-   todos con mucha alegría, al son de una suave música, a recebirme, acompañados de muchas hachas y estando las ventanas llenas de luminarias y de asombrados serafines de mi valor, más hermosos todos que las tres bellas damas que vio desnudas el venturoso Paris en el monte Ida, siendo imposible contener sus regaladas voces y dejar de decirme: «¡Bien venga el valentísimo caballero!». Y, porque no sé si será entonces mi apellido del Sol, o de los Fuegos, o de la Ardiente Espada, o del Escudo Encantado, no asiguro el que me darán; pero sin duda sé que al que me dieren añadirán: «Bien venga el deseado de las damas, el Febo de la discreción, el norte de los galanes, el azote de nuestros enemigos, el libertador de nuestra patria y, finalmente, la fortaleza de nuestros muros». Tras lo cual me llevará el rey a su real casa, do, regalándome él y sirviéndome sus grandes y, sobre todo, recuestándome importunamente su hija, única en sucesión y más en beldad y prudencia, dando ejemplo al mundo y a los caballeros andantes que en él me sucedieren de continencia, cortesía y fuerzas, emplearé las mías en atropellar los nuptiales deleites que toda la Corte y la misma infanta me ofrecerán, obligado de algún benévolo planeta que para mayores y más grandiosas empresas me llamará, en gloria de los dichosos coronistas, y más de mi grande amigo Alquife,   -fol. 186r-   uno de los mayores sabios del mundo, que con ellos merecerá en los siglos dorados que están por venir historiar mis invencibles hechos.

Salió en esto muy aprisa de la cocina Sancho, diciendo:

-Venga vuesa merced, señor, pesia a cuantos historiadores han tenido todos los caballeros andantes, desde Adán hasta el Antecristo (que mal siglo le dé Dios al muy hijo de puta), que es tarde, y dice el mesonero que tiene, para vuesa merced y la reina Zenobia, asada a las mil maravillas, con ajos y canela, una hermosísima pierna de carnero; y si se tarda, temo no se vuelva en pierna de cabrón, según se va poniendo ya dura, de cansada de aguardarnos.

Fuéronse, en oyendo el recado, el corregidor y los que con él venían, llenos de risa y asombro, unos de oír los dislates del amo y simplicidades del escudero, y otros de ver el estraño género de locura del triste manchego, efeto maldito de los nocivos y perjudiciales libros de fabulosas caballerías y aventuras, dignos ellos, sus autores y aun sus letores, de que las repúblicas bien regidas igualmente los desterrasen de sus confines. Pero de lo que más se fueron admirados era de ver la facilidad que tenía don Quijote en hablar el lenguaje que antiguamente se hablaba en Castilla en los cándidos siglos del conde Fernán González, Peranzules, Cid Ruiz Díaz y de los demás antiguos.

Cenaron don Quijote, la reina Zenobia y Sancho   -fol. 186v-   con grande gusto, los dos por la buena cena y hambre con que llegaron a ella, y don Quijote por la vanagloria con que quedó de ver el aplauso con que a su parecer le habían recebido los príncipes de aquella ciudad. Y, después de cena, llamando al mesonero, dijo le trajese allí un ropavejero, porque quería comprar luego un curioso vestido para la reina Zenobia; y, diciéndole el mesonero que era imposible hacerlo entonces, por ser ya muy tarde, pero que en amaneciendo se levantaría y le iría a buscar, se fueron a acostar cada uno en su aposento.




 
 
Aquí da fin la Sexta parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha