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Semejanzas y diferencias en la Bienal

Ricardo Gullón





El título de esta crónica -que al lector bien informado no dejará de recordarle las estupendas series críticas de Alfonso Reyes -es demasiado ambicioso. No podré ocuparme de la totalidad de la Bienal. Falto de espacio para desarrollar el tema en toda su amplitud, sólo quiero examinar algunas de las semejanzas y diferencias manifiestas en la pintura, y más concretamente, en la pintura española, sin que sea mi propósito estudiarlas exhaustivamente, ni intentar un examen completo de las tendencias estéticas, ni menos todavía trazar un damero en donde ir encuadrando a los artistas.

Al afrontar críticamente la considerable masa de pintura expuesta en la Bienal, no es posible soslayar la existencia de afinidades y parentescos entre los participantes (siquiera sean tan notorias sus diversidades) ni tampoco conviene olvidar los vínculos que les unen con las tendencias artísticas universales. Nuestros artistas -y hablo de quienes merecen este nombre, no de los simuladores- están menos aislados de lo que la leyenda dice. Su residencia en España no les impide mantener en forma su curiosidad y seguir con atención las experiencias de ultrapuertos para contrastarlas, si merecen la pena, con las propias. Dejo aparte ciertos aspectos de mimetismo, pues ahora no voy a debatir el problema, harto manido, de las influencias en la creación artística.

Con ocasión de la Bienal se ha demostrado la vitalidad de la plástica española, espléndida en sus realidades y prometedora en sus esperanzas. Pese a las sensibles ausencias registradas, hay aquí obras de gran clase, pintura de calidad en bastantes casos, y excelente en algunos, como el de Benjamín Palencia, a quien con justicia se le ha discernido el gran premio de pintura.

Suele reprocharse a la crítica un desapoderado afán de encasillar obras y artistas, violentando para lograrlo las diferencias entre unos y otros y atenuando deliberadamente lo que cada cual tiene de más característico. Con frecuencia oímos protestas contra tales desafueros, que, cuando acontecen, deben ser ásperamente censurados. Pero esas protestas no pueden impedirnos comprobar la existencia de similitudes y proximidades que conviene señalar con pulcritud y rigor si queremos ver el conjunto en su verdadera perspectiva, no caótico amontonamiento de obras diversas, reunidas por el azar, sino expresión ordenada de las múltiples y a menudo contrarias actitudes adoptadas en este ámbito. Prescindiré de las sumarias clasificaciones localistas por reputarlas inexpresivas y no sólo inadecuadas, sino radicalmente confusionarias. ¿Pues qué «Escuela de Madrid», por ejemplo, sería la que incluyera a artistas de tan vario afán como Lara y Caballero, Mampaso y Zabaleta? No; abandonemos la geografía y busquemos ángulos de referencia más esclarecedores y seguros.

Siquiera sea para dejarlos pronto, recordemos a los pintores que, con el fin de entendernos rápidamente, llamaremos «académicos». Sobrevivientes de un tiempo abolido, de un pasado remoto y difunto, se niegan a dar por válida el acta de fallecimiento, cobijándose en una retórica de grandes nombres que nada tienen que ver con ellos. Si alguien les ataca gritan, escandalizados: «¡Atacan a Velázquez, a Goya!» Inocente ardid, pues ya nadie les cree. Su patrono no es Velázquez; más bien, si acaso, Moreno Carbonero. El amor a Velázquez, la lección de Velázquez, está en otra parte: en los rutilantes paisajes de Benjamín Palencia, en los soberbios empastes de José Caballero, en los esfuerzos valientes y arriesgados de los pintores jóvenes. El academicismo seguirá viviendo, como hasta ahora, extramuros de la invención y del esfuerzo, por no decir, como tal vez fuera más exacto, extramuros del arte. No sería justo, en algún caso, negarle destreza manual y habilidad artesana. Pero eso es todo.

El caso Vázquez Díaz, tan antiacadémico por otra parte, es contradictorio. Hay en su obra vacilaciones e inseguridades reveladoras de una radical incertidumbre respecto a la legitimidad de ciertos avatares estéticos. ¿Cómo es posible, nos preguntábamos, que la misma mano que pintó el Retrato del escultor Tsapline se complaciera luego en levantar las rígidas máquinas del «monje militar» y de los «monjes blancos»? ¿Cómo es posible que el autor de aquel excelente cuadro, todo con matices y delicadas armonías, construyera estas figuras sin gracia, mecánicas, y sin espiritualidad? Quizá se deba aludir a una «buena época, ya pasada, pero mejor convendría buscar explicación menos simplista y preguntar si no está incurriendo Vázquez Díaz, desde hace tiempo, en una deformación de la pintura, por deseo de poner en ella trascendencia, que no le convienen, dejándose llevar por fantasmagorías y alucinaciones hacia un pretendido zurbaranismo, españolismo o Dios sabe qué, en vociferante discordia con su espontaneidad natural, con su primor del impulso inicial, del arranque vivo, alegre y juvenil.

Un cuadro de Vázquez Díaz lleva el título que podría resumir y cifrar toda su producción válida: La alegría de pintar la vida. Esa alegría apenas se nota en la aportación del artista a la Bienal; mas con recorrer unos centenares de metros y desplazarse a la exposición «Reflejos de París», organizada en el Liceo Francés, la hallaremos inequívoca, dulce y firme, en lienzos como La parisina y El estudio de Juan Gris. El Vázquez Díaz de esos lienzos es el buen Vázquez Díaz de la pincelada airosa, sucinta y expresiva. Tal es su camino, y por allí hubiéramos querido verle marchar siempre, sin preocupaciones extemporáneas, sin ceder al ambiente enrarecido que le incitaba a transigir, desfigurando la finura primera, el original destello, para asemejarse a quienes le eran inferiores. Curiosa historia la del pintor andaluz (la de su arte, quiero decir); registra vacilaciones y retrocesos, momentos de inspiración lograda junto a los de inspiración forzada y torcida hacia lo que llamaré sin ambages «el mal cantil».

En la misma sala que Vázquez Díaz, y en otras, se alinean las obras de cuatro o seis pintores, entre quienes no será fácil establecer lazos de parentesco. Intentemos, entonces, puntualizar oposiciones y diferencias. Pancho Cossío y Benjamín Palencia son dos extremos: la pintura de Cossío está elaborada pacientemente, sin imaginación, buscando la perfección técnica a golpe de espátula, hasta dar a los cuadros una lisura perfecta, al parecer indestructible. La pintura de Palencia nace como una llamarada en la exaltación del color y la pincelada, que vibra, crepita y se enciende por la pasión del inventor; está constituida nerviosamente, con dinámico y animado pincel; sobre el lienzo, la pasta queda rugosa, áspera, encrespada.

Entre Vaquero y Palencia, las diversidades, no por ser de otro orden, parecen menos importantes. Vaquero es pintor de tierras caminadas, yertas, de apariencia desértica; en su paleta predominan los grises, las tonalidades sombrías y tétricas. Su España tiene aspecto fantasmal, notoriamente desacorde con las impresiones transmitidas por Benjamín Palencia, para quien la tierra castellana tiene una fuerza y una vida manifiesta en la vibración de colores fuertes -amarillos intensos, rojos penetrantes- y en lo fulgurante del toque. Sunyer recuerda a Vázquez Díaz; no en su pintura, pero en sus contradicciones. A las telas que expone en la Bienal -muy inferiores a las de otro tiempo- les falta vitalidad. Tienen, es cierto, perfección artesana; mas pueden ser clasificadas en esa zona neutra de las obras compuestas por inercia, con más oficio que vigor.

El lenguaje pictórico de Miguel Villá es acaso demasiado racionalista; recuerda a Cossío por el pulimento de las telas; pero ¡cuán distinta la finalidad de uno y otro! La pasta se adensa hasta el relieve, procurado incluso mediante el empleo de materiales supletorios. Su técnica es eficaz, siquiera no tan consistente como la desearíamos. Hay aquí, también como en Cossío, un inventor, preocupado por los problemas de oficio, que desdeña, paradójicamente, la invención. (Tal vez su inventiva sólo pueda ser operante a condición de reducirse a esas cuestiones.) Villá, Palencia, Vaquero, Cossío y varios más pueden servirnos de útiles términos de referencia para medir la diversidad de intenciones con que se acercan los pintores a la realidad. Recordemos, todavía, a Gregorio Prieto, para quien el paisaje, como en Chirico, está poblado por extrañas presencias: hombres como estatuas, arqueología entre naturalezas que se quieren fantasmales; preferencias por el paisaje ilustrado con figuras, con objetos: toros de Guisando, molinos, ruinas «clásicas»...

Junto a estos pintores hallamos un grupo de artistas más jóvenes, entre los que hay algunas figuras interesantes. José Caballero, por ejemplo, es uno de nuestros plásticos mejor dotados: sabe hacerlo todo y todo lo hace bien, con pasmosa seguridad de mano y conciencia clara de lo que quiere lograr. Vuelve ahora de muchas cosas, abandonando los relentes surrealistas que hasta ayer mismo se agolpaban en su obra y ponían en ella acentos literarios que la disminuían plásticamente. Está encontrándose a sí mismo y consiguiendo una capacidad de abstracción, gracias a la cual sus cuadros, sin perder su delicada gracia, adquieren hondura y densidad.

No, no es Caballero un pintor literario. Su pintura se aleja cada día más de la problemática surrealista y va depurándose en busca de la sencillez. Las formas son más sobrias y la composición desdeña la faramalla accesoria para atenerse a lo esencial, a lo significativo. Sus cuadros recientes están concebidos con originalidad y resueltos con deliciosa finura: el asunto importa poco, pues el ardor creativo se desplazó hacia los efectos puramente plásticos. Bajo la presión de la forma y el color, los objetos revelan una fuerza secreta, que bien pudiéramos llamar su sentido, ya no coartados por la servidumbre al tema.

Zabaleta, cerca de Caballero, viene de otra parte, y marcha en distinta dirección -¿o quizá, bien considerado, siguen ambos la misma senda?-; coinciden en la voluntad de luchar por una pintura sin concesiones, expresiva de personalidades que, siendo diferentes, habrán de producir obras que, precisamente por ser sinceras, no se parecerán. Zabaleta está cerca de Benjamín Palencia. Menos apasionado, menos impulsivo acaso, su pintura es asimismo luminosa y ardiente. No llega a la pureza de color que Palencia alcanza; pero sus cuadros tienen un cromatismo significante, que destaca del modo adecuado los valores formales propios de las cosas traducidas. Un mundo esplendente surge ante nosotros, y, en él, cada imagen logra su plenitud, su eficacia total, esforzándose por transmitirnos todos sus secretos y, con ellos, la emoción del pintor. Pintor de filiación acusadamente moderna, viva y actual, que en las cálidas policromías de sus cuadros ha puesto un alma enteriza, severa y soñadora. Eugenio d'Ors señaló en Zabaleta el don de sueño. Y allí está, encendiendo luces palpitantes, abriendo caminos desde la necesaria soledad del imaginativo, que acierta a ver la realidad en sus auroras más puras, en sus más refulgentes melodías. Sus cuadros chisporrotean, pero dentro de un orden, dentro de una composición sazonada, medida, urgida por la voluntad de expresar efusiones sin consentir desbordamientos.

Entre Palencia y Zabaleta, las semejanzas son notorias; entre ellos dos y José Caballero no parecen, a primera vista, registrarse similitudes. Pero yo me atrevería a sugerir una coincidencia de actitudes, porque todos tres siguen una misma línea de avance y depuración de la pintura hacia lo plástico puro, hacia la proclamación de la absoluta superioridad de los valores plásticos, es decir, hacia la abstracción. No se confunda ahora, como por lo general suele hacerse, la abstracción con lo no figurativo. Pintura abstracta, como he dicho ya varias veces, y sin duda será necesario repetirlo otras muchas antes que la gente empiece a darse por enterada, es cosa distinta de pintura no figurativa; el pintor Bazaine lo ha dicho con entera precisión y con entera exactitud: «El poder de interioridad y de superación del plano visual que constituye la abstracción, no es función de un grado mayor o menor de parecido entre la obra y la realidad exterior, sino entre la obra y un mundo interior que engloba al otro y se dilata hasta los puros motivos rítmicos del ser. Zola es menos parecido a su mundo interior (menos abstracto) que Mallarmé. Cormon lo es menos que Klee; pero Klee lo es menos que el aduanero Rousseau. Y Kandinsky es mucho menos abstracto que Breughel o Vermeer, este último bien pudiera representar, en toda la historia de la pintura, el más extremo grado de la abstracción.»

Estas palabras de Jean Bazaine son definitivamente esclarecedoras. Pensemos, partiendo de sus conceptos, si no será adecuado considerar a Palencia, Zabaleta y Caballero, como pertenecientes a aquella estirpe de artistas para quienes el mundo interior no es un mero reflejo de la realidad, sino algo distinto, más vasto, puesto que la incluye, y más profundo, puesto que alcanza zonas situadas encima y debajo de ella. Y no están solos. En Caneja, en Ramís, en Aleu, en Mampaso, en García Vilella y en bastantes más, se observa idéntica fidelidad a lo esencial. Abstractismo ambicioso, unas veces figurativo y otras no.

El arte no figurativo está escasamente representado en la Bienal. Si la clasificación se intenta con cierto rigor, será preciso excluir del grupo a pintores como Mampaso y García Vilella. Ni es posible confundir a los cultivadores de una pintura traspasada de reflejos oníricos, como la de Cuixart, Tàpies, Ponç y Tharrats, con el arte de formas irrepresentativas preconizado por Kandinsky y sus discípulos. Esos cuatro pintores -todos ellos menores de treinta años- están en la línea de un surrealismo renovado, sin tantos arrastres turbios, menos barroco y confuso, pero, al fin, distante de la no figuración. Yo he creído ver en un cuadro de Ponç la figura del diablo según la encontramos representada desde el siglo XV, y precisamente en una de las tablas (procedentes de la colección Weisberger) colgadas en el Museo del Prado. No creo que se trate de imitación, ni siquiera inconsciente; pero la semejanza es clara. Saltándose cinco siglos, el pintor actual ha encontrado en su fantasía una imagen tradicional, una figuración -sí, figuración- quizá extraída del inconsciente colectivo. Tàpies es quien, de este grupo, expresa sus intuiciones con más acuidad; todos, por su juventud y su inquietud, parecen en vísperas de cambios sustanciales, que es de esperar les conduzcan a la eliminación total de los elementos espúreos, todavía emergentes en su pintura.

Quisiera demorarme en el comentario valorativo; pero en esta coyuntura debo dedicarme preferentemente a la tarea de exponer, a grandes rasgos y sin demasiada insistencia, las relaciones estéticas que afloran en la Bienal. Junto a esta pintura imaginativa, de matiz surrealista, las composiciones de Mampaso, alusivas a una realidad transfigurada, resultan menos figurativas, quizá porque los contactos con los objetos se establecen en un plano profundo y con formas sencillas. Ramís -en quien hallo reminiscencias de Juan Miró-, Millares y Planasdurá están situados en lo no figurativo, con pasión y resolución. Los ideogramas de Millares, como las composiciones de Planasdurá, tienen gran brío expresivo, originado en la decisión de construir el cuadro como un orbe sin conexión con la realidad, ordenando los elementos de aquél de acuerdo con sus respectivos temperamentos. ¡Cuánta distancia entre la dinámica pictografía de Millares y la severa arquitectura de Planasdurá! Sus cuadros dicen cuán hondas y vibrantes son las sugestiones líricas implícitas en esta pintura.

Si en Rogent y en Macarrón está viva la lección de Matisse, y hasta diríamos la inclinación a un fauvismo moderado, el ejemplo picassiano se nota aquí y allá en múltiples obras de diversos pintores. Curiosamente advierto en dos o tres de ellos una influencia de insólita fuerza dimanante del Picasso precubista y, más concretamente, de la «época azul». Victoria Aramendia y Pedro Gastó registran el impacto con sensibilidad, y en sus telas vive no ya el colorido, sino la atmósfera picassiana de entonces, en conjunto: figuras deprimidas, colores apagados, melancolía...

Testimonios del contagioso vigor del expresionismo, los cuadros de Muxart están ahí proclamando la vitalidad de esta tendencia, denostada desde todos los frentes -y acaso más desde las trincheras no figurativas que desde cualesquiera otras- , pero que ahora está conociendo en todo el mundo un renacer, o, mejor dicho, un acrecido renuevo de atracción y curiosidad. El expresionismo se halla en contradicción con las tendencias dominantes en las artes plásticas a partir del fauvismo. La reacción contra el impresionismo que tiene su origen en Gauguin y en Van Gogh se basa en el sabio manejo de la deformación, pues conoce y quiere explotar sus posibilidades expresivas; brota como un tipo de pintura especialmente adecuado para expresar rebeldía y dolor. Es bueno que en la Bienal aparezcan tendencias expresionistas, pues de tal suerte cabe contrastarlas con las representativas de otros fervores. Está claro que la violencia y la deformación pueden servir para comunicar y, al mismo tiempo, producir emociones de cierto género. El propósito de los expresionistas, en especial de los alemanes, tendía a suscitar una repercusión, no únicamente de carácter estético, en el espectador, utilizando símbolos y fórmulas de varia significación. Santi Surós es expresionista por la utilización intensa y dramática del dolor, y de él quisiera haber encontrado un número de cuadros suficiente para dar idea completa de sus aptitudes.

Entre los jóvenes no debo omitir la mención de Aleu y Guinovart, pintores interesantes, muy diversamente dotados, en quienes apenas se ha detenido la atención de los comentaristas. Aleu expone un óleo, bastante para señalarnos la gracia de su pintura, mas poca cosa para revelar la extensión de su talento.

Talento estimulado por una imaginación atrevida y servido por una habilidad constructiva, que sitúa cada uno de los elementos del cuadro en el lugar donde mejor sirve a la composición. Estamos lejos de los titubeos e incertidumbres perturbadoramente manifiestos en otros artistas: las figuras no son, en realidad, sino planos ordenados con minucioso cálculo, establecidos en estricta dependencia unos de otros y todos en función del conjunto. Este rigor compositivo es indicio de algo que suele escasear entre los plásticos -y entre los hombres-: una cabeza clara, capaz de concebir y luego realizar sin quebranto lo concebido, antes con los enriquecimientos propios de la creación artística, que, según puntualizó con insuperable claridad el pintor Willi Baunteister, es siempre la resultante de una desviación necesaria.

En los lienzos de Guinovart hay gracejo, invención y humor. Son, hasta en el título, un ataque a la solemnidad filistea, a la pedantería engolada, y concentran en poco espacio un mundo lleno de lirismo e incluso de ternura. Pintura representativa, pero -y esto es lo decisivo- representativa de las emociones y, por tanto, significante de estados de ánimo. Ironía y ternura conciertan su dificultad, pues la primera diríase nacida en instintivo movimiento de protección y autodefensa; contribuyen a matizar la experiencia estética, a darle peculiaridad y significación.

No es posible reseñar todas las corrientes, todas las tendencias que se dan de alta en la exposición. Tal imposibilidad es confortadora, pues viene producida por la persistencia de indomeñables individualismos y por la voluntad, vigente en los mejores, de no ceder a patrones de confección. El artista busca su lenguaje y debe hallarlo por sus propios medios, arriesgándose a errar, para que, cuando el acierto surja, pueda con verdad reputarlo suyo. No le está permitido evadirse de su tiempo, y por eso, sin menoscabo de su originalidad, la obra mostrará huellas de las concepciones dominantes en la época. Carece de sentido la pretensión de resistir a las incitaciones del presente cercan al artista y le oprimen con tanto ardor que, siquiera por verse obligado a luchar contra ellas, a defenderse de ellas -en los casos de hostilidad y resistencia-, acaba por ceder, hasta cierto grado, a sus insistentes solicitaciones.

He querido destacar en esta rápida reseña la línea progresiva y aventurera que la pintura española ofrece en la primera Bienal. Incomparecientes algunos grandes pintores, pudo temerse que su ausencia desequilibrara la balanza hacia el platillo academizante. No ha sido así, por fortuna, y el vasto equipo constituído por los plásticos renovadores, desde Palencia a Planasdurá, marcha con paso seguro por la senda de las claras esperanzas. ¿Sin excepciones? Digamos sin vacilar que sí: sin excepciones (pues hablo sólo de los auténticos). Con procedimientos diversos procuran llevar a cabo un empeño común hacer que el arte vuelva a ser invención y la pintura cosa de artistas.





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