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Señales

Una intrahistoria

Nila López



Cubierta


¡Oh,
mi propio camino
es tan oscuro!
Sin embargo,
entreveo señales
que otros iluminan.


N. L.                


A Carmen González Ferreiro
y Laureano López Giménez






  —11→  

ArribaAbajoAcentos

Cuando estamos en el cuerpo de nuestra progenitora nos domina la sensación táctil. Flotamos. Todo es caricia. Poco a poco, la tecla auditiva se anima, y el mundo comienza a rodar.

El vientre de mamá es a ratos un tambor, más tarde imita a la flauta dulce, o late con las pulsaciones estremecedoras de un canto gregoriano. En la disposición culminante del nacimiento, aparte del esfuerzo que hacemos para atravesar el estrecho túnel que nos lleva de una vida hacia otra, paladeamos el primer asombro de oír la palpitación de la existencia terrenal.

¡Ah! ¡Qué deliciosos sonidos guturales! Con ellos expresamos nuestros sentimientos y emociones mientras somos bebés, hasta saltar de la letra a la sílaba, y llegar a la palabra. Es cuando inauguramos un universo que irá definiendo nuestro destino. Con la palabra nos hacemos. Por la palabra somos. En ella el crecimiento material se funde con lo más exquisito del espíritu. La palabra nos marca. La palabra dibuja nuestra presencia en la historia del cosmos.

En algún tramo del viaje hacia el verbo constatamos que el signo no es sustancioso tan sólo por lo que representa. Aprendemos cuánta trascendencia tiene la manera en que hablamos: el cómo de una oración abrirá o cerrará puertas,   —12→   expondrá nuestra debilidad o fortaleza, imprimirá al carácter un rasgo identificatorio. Nada nos hace tan únicos como el modo en que hablamos. Y esta particular pronunciación de las palabras, se arrima libre, desenvuelta, al acento colectivo, a esa cadencia de la voz que cada pueblo salvaguarda y lega a sucesivas generaciones. Ondas, inflexiones atávicas. La maravilla de perdurar diciendo, murmurando, gritando en múltiples, peculiares tonos planetarios.

Así, al «yegar» a la Argentina, probablemente nos comuniquemos al principio con un ligero tartamudeo, indicador del susto que provoca la ampulosa modulación de sus habitantes. Ellos, a su vez, observarán con cierta irritación nuestra tendencia a extender las vocales. Cantito, que le llaman. Canto de latinoamericanos empeñados en desordenar el castellano, en aprehenderlo y, quizás, someterlo a los caprichosos dictados de nuestras urgencias regionales y culturas autóctonas.

Si por casualidad entramos a uno de los grandes almacenes de España, El Corte Inglés o cualquiera del mismo estilo, ahí sí quedaremos absolutamente petrificados. La entonación de las dependientas nos parecerá dura. Y más: áspera. No eran así las monjas y curas españoles de mi infancia, recordaremos, lengüicortos, hasta que alguien nos pregunte con engolada fonética qué estamos haciendo allí. De la misma forma, al utilizar el teléfono, del otro lado contestarán enérgicamente: «Dígame». «Holaaaaaaa», insistiremos, con fingida humildad. Un «sí» declamatorio nos incitará a ser jactanciosos o a soltar el aparato, amilanados.

Algunos hablantes se expresan con un timbre gangoso, pero resultan graciosos al cargar la pronunciación en determinadas vocales. Así pues, aguantamos su prosodia, los admitimos como semejantes y virtualmente los convertimos en   —13→   interlocutores. Otra gente haría una gran contribución a la Humanidad guardando silencio. Y hay modulaciones que son bálsamos. La aptitud de nuestro lenguaje, lo que declaramos y lo que nos confiesan, puede llegar a conmover el diapasón del ánimo. Y el ánimo... es el alma.




ArribaAbajoMonólogo del exiliado

Es difícil ser una persona de verdad, me dijo mi padre cuando yo era muy pequeñín. Un ser humano: qué pesado compromiso. Dicen que la consigna paterna nos marca a fuego, y la recomendación de mi familia ha sido, desde siempre: Mira que te mira Dios, mira que te está mirando, piensa que debes morir y no sabes cuándo.

Seguramente es por eso que siempre he sentido vigilados mis pasos. Exactamente como si alguien estuviera filmando cada uno de mis actos. Igual que muchos, luchaba por lograr la construcción de un país fuerte y unido, pero no creía que la vida pudiera ser más interesante purificada por el sufrimiento.

Jamás imaginé, por eso, un destino signado por el dolor y el sentimiento de derrota. Aprendí a gozar de nuestra vía láctea, a enternecerme frente a cada ladrillo de las construcciones coloniales que todavía quedaban en el Paraguay, a disfrutar la conversación con acento cantado, ese guaraní tan nuestro, tan único, esta manera de comunicarnos, sencilla y sin alardes, la modestia de nuestras costumbres.

¡Ah, cómo sabré yo que la patria es mucho más que un trazado geográfico! La patria es aquel jazmín, mucho más que su blancura y su aroma,   —14→   es el olor de la guayaba y de tantas frutas silvestres, es la lluvia furiosa del trópico, la mesa compartida entre vecinos y el color del crepúsculo enfrente de tu casa o en la ribera del río.

Sabía que existían otros sitios, naciones mucho más desarrolladas que la nuestra, llenas de oportunidades, con siglos de civilización. Pero era mi suelo el que a mí me gustaba. No el suelo por sí mismo, porque, allí donde edificamos un barrio, una ciudad... ¿qué sucedería si nadie los habitara? Mi país era y es sobre todo su gente, mis conciudadanos dándole luz, perfiles característicos, pasión.

Qué iba a creer yo en otro tiempo que mi propia vida pudiera depender de los caprichos de unos cuantos elegidos, de la arbitrariedad de un señor o de un sistema, y que el porvenir de la mayoría también fuera manejable, antojadizamente, con un gesto o una simple frase. Otra cosa me habían enseñado en la escuelita, otra cosa me había contado el catecismo. Entonces, rechazaba el poder, los juegos de su entorno, y valoraba solamente el poder del conocimiento. Pobre iluso.

Melancolía, rabia, tormento, han reemplazado en innumerables ocasiones a aquellas ideas altruistas. Casi llegué a amar otros lugares y, a veces, confundido y desesperado, luché por sentirlos parte de mi ruta, sucedáneos de la patria lejana... Aunque de tanto en tanto era capaz de reconocer que por lo menos bajo otra vía láctea lograba perder el terror de ser cazado en una esquina.

Nunca fui un nacionalista a ultranza. Hombre del Planeta, quería ser parte integrante de nuestro universo, pero se me rompían estas teorías cuando un piadoso visitante traía un poco de tierra del campo paraguayo con olor a aguacero en una latita de betún. Entonces no lloraba, aullaba como un perro.

  —15→  

Nadie ajeno a esta experiencia podrá comprenderme profundamente. Me tratarán de emotivo... He llegado inclusive a arrepentirme de haber nacido, y como en un círculo interminable, volver a levantarme, hacerle un hueco a la esperanza del regreso. Por eso, entiéndanme, no es que no quisiera vivir en otro país. La impotencia mayor es saber que no hay posibilidad de elección. Saber que está cerrada la puerta de tu propio país. La puerta de tu historia. No poder decidir mi retorno, nada podía compararse con esta desgracia.

Ni siquiera me importaban ya la juventud perdida, la salud aniquilada. Tenía apenas 28 años y estaba por casarme cuando ocurrió la tragedia. ¿Para qué contarles? Todos conocen las cámaras de tortura del Paraguay y saben del miedo que se huele en el aire mucho antes de pasar por ellas. No hace falta ni hablarles del largo tiempo que estuve preso sin proceso alguno, del aire y del sol que nunca más fueron míos a discreción, de la ausencia del alimento mínimo para sobrevivir, de la soledad y el silencio infinitos.

Pero antes, muchísimo tiempo antes, ya había sentido el peso del marginamiento. Hasta los mismos parientes me miraban como si apestara, los amigos íntimos me huían. Era el miedo. Podían contaminarse. Podían ir conmigo hacia ese territorio del exilio que comienza aquí mismo también mucho antes de que te expulsen como si fueras una piedra liviana que vuela azotada por mil vientos.

Qué sensación física tan extraña. En barco, en avión o en ómnibus, es como si una catapulta te llevara al infierno. Un desecho de todos los desechos. Fui el innombrable, el paria, el sin casa. Fui también desde entonces, lo que no quise ser.

El exiliado.

  —16→  

En la jaula, la recordaba.

Confiaba en que saldría de allí alguna vez y nos casaríamos y tendríamos hijos y lucharíamos por legarles una sociedad digna y rica en valores espirituales y materiales. Durante esos años de apresamiento, mi familia se desperdigó. Y cuando hice la huelga de hambre... tampoco vale la pena hablar del récord mundial que tengo... Más de sesenta días de huelga de hambre y la muerte clínica.

Pero los milagros ocurren, sólo que a medias, por eso ahora, ya anciano, sin haber tenido mujer ni hijos y luego de andar solo y perdido tratando de curarme, no he logrado la recuperación. Me duele que piensen que estoy borracho porque hablo con esta torpeza, porque me muevo con muletas, porque no escucho bien. Sí, son las consecuencias. Nada ni nadie pueden devolverme, ni yo mismo siquiera, aquellas antiguas ilusiones, pero estoy vivo. Después de todo, es un milagro, ¿verdad?

De pronto, de nuevo en Paraguay cruzando estas esquinas que ya no reconozco, sin medallas, con dificultades horribles para subirme al colectivo, con el triunfo, con el éxito más glorioso del reencuentro con lo que es mío, uso el derecho de pisar mi tierra y aquí estar. Aquí estar y reconocer que soy capaz de perdonar, aunque ¡nunca! olvidar. Eso es imposible. Cicatrices, marcas de mis muñecas esposadas, mi pulmón reducido a su mínima expresión, simulacros de fusilamiento, llagas interiores testimonian que algo sucedió, que hubo un error en el guión de mi existencia, un libreto en el que mi intervención ha sido mínima sólo porque un déspota y sus secuaces así lo determinaron.

Pero no he sobrevivido sólo físicamente. También lo he hecho ante amenazas, chantajes y promesas de que me convertiría en cadáver enseguida,   —17→   ante todo tipo de estratagemas, inclusive ante las que la peligrosa nostalgia me proponía, lejos ya de todo y de todos.

Hoy, aquí, en Paraguay, mi patria, por primera vez luego de tantos años, anoche no soñé que venían esos hombres -los mismos que con otros disfraces nos siguen cercando- a buscarme entre gritos y golpes, y allí, en el momento en que me iban a aprehender, me despertaba sudando...

Hoy, a pesar de todo, me siento como Ulises llegando a Ítaca, aunque sé que me costará mucho borrar de mí la imagen del exiliado. Hay cosas que no se pueden explicar sino desde la justicia y la libertad. Ojalá algún día no muy lejano ellas nos amparen en plenitud, y puedan también regresar a vivir en nuestra patria los miles y miles de exiliados que se mueren de hambre y añoranza en Argentina y otros pueblos, lejos, adonde se dirigieron a buscar trabajo y paz, su Ítaca, sin hallarla.




ArribaAbajo¿Y las que nos quedamos?

El incilio. ¿Será que esta palabra existe en el diccionario? No sé. La inventó un escritor paraguayo para designar la situación inexplicable del autoexilio. Y yo, que soy mujer, la voz de muchas, digo que el incilio seguramente es más que eso. Es quedarte en tu patria y saber que poco a poco dejas de pertenecerte y de ser parte de una sociedad. Es estar y no estar. Querer y no poder. Llorar la ausencia de los hermanos, maridos, novios, madres, amigos que se alejaron...

Primero es solamente una llamada telefónica. Hay una voz llorosa, casi iracunda. No da pie   —18→   al diálogo: «Por qué no habla también usted de las que nos quedamos, no solamente sin pan sino sin nuestros hermanos, padres, maridos? No puede saber cuántas horas duran las noches. No, no sabe, no podrá creer que hay mañanas en que las almohadas amanecen, como nosotras, completamente mojadas. No sabe lo que es el insomnio. No conoce la incertidumbre. ¿Usted podría reconocer el itinerario increíble de las cartas clandestinas?».

-Pero...

-Noooo. No se imagina lo que significa esperar un día y otro simplemente un comentario. Lo vi y me dijo... Una notita, una esquela escrita en la servilleta de papel de un bar en el camino. No sabe lo que es no tener cómo responder a las preguntas de los hijos. No sabe que a veces es más sencillo responder que papá se fue al cielo con Dios y con los justos o cualquier otra cosa piadosa, no sabe...

-Déjeme decirle que...

-¿Por qué no habla de eso? ¿Por qué se calla? Usted piensa, por lo visto, que la tortura es sólo el castigo físico. No piensa en la tortura mental que envejece y mata en menos tiempo que la picana eléctrica o la pileta. ¿No se atreve a contar, tal vez, cuántas mujeres nos hemos quedado completamente solas, abandonadas no por desamor, pero sin nadie que nos tienda una mano, marchitándonos de añoranza, delirando, planeando viajar para reunirnos con nuestros parientes sin que jamás podamos concretar nuestros deseos?

-La entiendo y quiero decirle...

-¡No entiende nada! Para nosotras, quedarnos ha sido peor. Ustedes no pueden ni siquiera sensibilizarse ante estos dramas, porque no los conocen. Hay que sufrir en carne propia este destino   —19→   para entender que tu país no es un pedazo de tierra solamente sino la gente a la que se ama, tu familia. Te despojan de lo más tuyo, de lo más sublime.

¡Bum! Me pareció que así sonaba el teléfono al cortarse. Durante varios minutos me quedé pensando en si había sido una falla del sistema o producto de la emoción del momento, del dolor, la rabia, el resentimiento.

Son cientos de casos de paraguayas que generan bastante más que un nudo en la garganta. Hechos patéticos que de ninguna manera pueden reflejarse fielmente en el papel. Historias que nos llaman a gritos a la rendición de cuentas.

«Fue más cómodo quedarse».

Atardece y el café se enfría después de la discusión larga. Somos ocho. Gente que ha regresado después de largos años, y los que nunca hemos vivido fuera del Paraguay.

-Claro -dice la intelectual recién estrenada-, bien fácil es decir que adentro han sufrido más toda la represión, pero para nosotras ha sido muy duro adaptarnos a diferentes ambientes, estar separadas de todo lo nuestro.

-Felices de ustedes que pudieron viajar y buscar otros rumbos -se burla tímidamente la otra-, porque la verdad es...

-Nada de nada. Aquí cualquier vecino te pasa un plato de comida y te tiende una sábana limpia. Muy cómodo ha sido callarse y quedarse, sin hacer nada, como el monito ése que ni oye, ni ve ni habla. A qué precio vivieron libres mientras el gobierno destrozaba a sus conciudadanos y allá, lejos, nos empeñábamos en una revolución, sin tener más armas que nuestras propias ideas y nuestra voluntad de resistir, organizando conferencias, distribuyendo panfletos, gritando que Paraguay también existe en cuanto foro internacional se realizaba.

  —20→  

-Disculpáme-querida-pero-a-mí-me-parece-muy-parcial-tu-interpretación-de-los-hechos-y-además-pecás-de-soberbia.

Porque las comparaciones -interrumpe otra de las presentes a la chica de lenguaje encimado- las comparaciones que hacés no tienen ni pie ni cabeza, son ridículas, inaceptables. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿Acaso se puede cuantificar el sufrimiento y decir que el tuyo fue mayor porque te fuiste y el mío se redujo porque me quedé con el miedo y la esperanza de perderlo alguna vez?

-¡Ay, se ponen demasiado filosóficas! No es para pelearse, y menos todavía porque todas siguen siendo opositoras.

-¿Opositoras a qué? ¿Decís, contreras? ¿Decís, de qué se opina para que yo diga lo contrario? No, no, no. Esto va mucho más lejos que la cuestión política, que la cuestión partidaria. Esto que estamos tratando tiene que ver con lo estrictamente humano. Si el hombre inventó formas, usos sociales, conveniencias, sistemas de organización, administración de no sé qué, ese ya es otro cantar. Vos callate. ¿No te jode que estas extranjerizadas vengan a hablarnos tan irrespetuosamente?

-¡Extranjera será tu abuela, porque yo soy paraguaya y a mucha honra!

-A ver, moción de orden, no se habló de extranjera sino de extranjerizada y...

-¡Cerrá el pico! Qué personas civilizadas ni qué ocho cuartos. Los puntos sobre las íes. Estas pajaronas no saben lo que significa un pyragüe espiándote hasta cuando te sonás la nariz, y sin haber hecho absolutamente nada malo. No saben de la policía que golpea, patea, rompe la puerta de tu casa y te lleva presa sin orden judicial. ¡Ahora protestan por las tumbas clandestinas!   —21→   ¡Aquí estuvimos muriéndonos de muchas cosas, muriéndonos vivas sin que en sus paneles, conferencias, mesas redondas internacionales se enteraran!

Lo que sigue es absolutamente irreproducible. Se llega a ver hasta normal este fenómeno de conversaciones explosivas después de tantos años de silencio obligado. ¿Pero no les parece que no vale la pena discutir sobre el tema de quién fue más valiente o más cobarde, más cómoda o más...? Cada una tiene una cuota que... Para qué les voy a contar. El pago se ha hecho por adelantado, con reajustes cada tres meses e hipotecas imposibles de enumerar aquí. No, no estoy hablando en sentido figurado. En esto sí que no hay simbolismo alguno.




ArribaAbajoLa otra cara

Pocos conocen el fenómeno de desarraigo que también padecen numerosas mujeres paraguayas. Han tenido la fortuna (¿?) de acompañar a sus maridos exiliados, y en países vecinos o más lejanos se han educado sus hijos. Adoptaron costumbres ajenas a las nuestras, se identificaron con otras maneras de vivir, ¡y es al revés! Ahora es el regreso el que les resulta intolerable.

Si no me creen, pregúntenle a algunos señores que hoy ocupan puestos importantes en el gobierno del país y tienen que hacer malabarismos para viajar un fin de semana y poder reunirse con sus familiares.

El regreso es duro para la mayoría. Existen otras razones también. Los esposos o compañeros no consiguen trabajo así como así. Cuesta reubicarse. Sé de una familia que volvió al país mucho antes de la caída de Stroessner. Él, un   —22→   intelectual, periodista brillante, de gran oficio, le dijo a su señora: «No lleves nada, preparales a los chicos y allá comenzaremos a armar de nuevo nuestra casa». Precavida, como somos la mayoría de las mujeres paraguayas, ella cargó en sus valijas, a escondidas, un balde de hojalata y otros humildes bártulos, pensando reemplazarlos por nuevos y mejores. Pasaron los años. Y pasaron. Menos mal que la mujer trajo sus pequeños enseres domésticos. Tal vez la sobrevivan.




ArribaAbajoDespedida al miedo

Nos conocemos bien. La nuestra es una relación extraña y perdurable. Te has instalado en mí como si desde antes de nacer te estuviera esperando. Estamos tan compenetrados, que este principio de separación se ha convertido en una batalla.

Probablemente adoptes una actitud conciliatoria con los demás, como una especie de pulpo. Totalmente incorporado a nuestros usos. Persistente.

Nos hemos habituado tanto a tu presencia, que no puedo imaginarme cómo serán nuestros días alejados de tu influjo. Tú y yo hemos andado juntos de norte a sur, inevitablemente. Estuviste a mi lado en las buenas y en las malas. Sigues estando, tal vez por la fuerza de la costumbre, pero antes se me hacía casi imposible cuestionarte.

Te aprendí de memoria. Adiviné tus pasos. Todavía te siento venir y permanecer a mi lado. Me eres necesario. Tú me contienes. Tú eres el   —23→   único capaz de ponerle freno a mi rebeldía. Cómo quisiera que tu partida no me duela.

Ambos sabemos que aún siendo yo una especie de esclava tuya, debemos separarnos. Pero cómo cuesta. Es difícil pensar que tengo derecho a otro designio, que tú no eres irremplazable. ¿Cómo impedirte que sigas envolviéndome con esa sutileza tan tuya? ¿Aparecerás alguna vez en el futuro, de improviso, como sólo tú sabes hacerlo? ¿O seré yo la que te llame desesperadamente para usarte una vez más como arma defensiva? ¿Qué haré cuando ya no te tenga junto a mí para justificar mis errores?

Trampa, pecado... ¿Quién me tapará los ojos de ahora en más? ¿Quién me mantendrá en el molde, quietecita y expectante? Nadie como tú me ha ayudado a hacer esa letra prolija, diría que hipócrita, revestida de adornos imposibles. ¿Y si aún queriendo tanto que desaparezcas para siempre, empiezo antes de tiempo a lamentar tu ausencia? No. No quisiera buscarte, contaminarme nuevamente, dejarme poseer por ti, así, salvajemente, en medio de angustias, amores, soledades.

Ya no puedo distinguir si eres mi huésped o mi inquilino. ¿Tendré que seguir pagando mi rescate? ¿Me liberaré sola o tú mismo me ayudarás acelerando esta máquina trepidante que es mi cuerpo cuando estás en él?

¡Ah, cómo me conoces! Consigues que el corazón apure su servicio. Puedes llegar a hacerme temblar descontroladamente las rodillas. Cuesta admitirlo, pero es así, así mismo. O era así. Igual que una enfermedad siniestra. Me perseguías también en los sitios más hermosos. Te recordaba, lejos de Asunción. Tus señales permanecían en mi mirada. ¡Cuánto he callado por ti!

Será porque no has evitado ninguna ocasión de manifestarte. Manipulaciones, argucias, intrigas...   —24→   ¡Qué poco de mí ha quedado en mí! La verdad, fuiste un clavo. Mi cielorraso. Las pocas veces que he intentado volar, detuviste con saña mi impulso. Seguramente fui valiente al no permitir sin embargo, que me cortaras las alas. Intactas las siento. Bueno, algo atrofiadas, pero puedo aprender lentamente a moverlas, aunque para ello deba realizar trabajos forzados.

Claudel decía que los Santos han resuelto la cuestión de una vez por todas: dejan el mundo donde está y encuentran más sencillo mudarse inmediatamente a lo eterno. Es una alternativa que no me gusta. Sería una forma de rehuirte. No lo haré. No caeré nuevamente en tus garras. Estoy aprendiendo en qué punto reside mi vulnerabilidad ante ti. Y tengo condiscípulos que hablan de liberación sin muchos firuletes: rompen con ganas las barreras de su inmemorial esclavitud.

Ya sé que esta carta no constituye totalmente una despedida. La tomarás como advertencia. Insistirás, sin duda. No importa. Sólo deseo que mi declaración de propósitos, incluidas las preguntas y recriminaciones, sirva para que ambos entendamos que ha llegado el tiempo del desacoplamiento. Ya no te tengo miedo, miedo. Entonces, ¿para qué seguir juntos? Compréndeme.

No te voy a olvidar. Y como último rasgo solidario, te aviso: cuídate, miedo. Hay planes premeditados y espontáneos para borrarte de estas latitudes. Cuídate. Cuando vengas a casa, podremos hablar más tranquilamente del tema. Pero no vengas pronto. O ven. Ven, que ahora siento la caricia del aire, es la brisa, es distinta, ¡qué aura!



  —25→  

ArribaAbajo«Lo que no pude ser»

¡Es de raza! ¿Hablarán del perro? No. Soy yo. Se refieren a mí, aunque me dejan con la duda. No me clasifican, simplemente apuntan una condición basada en su esperanzado deseo, en su hambre de trascendencia. A través de mí, por mí, conmigo, se cumplirán sus sueños truncos, los de ellos y los de sus abuelos.

Depositaría de todos los fracasos pasados y futuros promisorios, ¿cómo hacer honor a tanta expectativa? ¿Cómo redimir a mis antecesores dejando constancia de buena aplicación para ser lo que ellos no pudieron ser?

Estoy adiestrada para obviar el anonimato. Pavlov era un tonto al lado de mis maestros y vecinos. Premio y castigo. Frío y placer. Paz y combates. En medio, el susto, el horror ante la indiferencia, el camino que... ¿elijo o me elige?

Miro a la gente que pasa. Me miro. Hurgo en reconditeces prohibidas. ¡Tengo miedo de traicionarles! Estudio la lección, rindo bien los exámenes, me someto al test vocacional a regañadientes, porque sé desde cuántos meses atrás la decisión está tomada. Los otros diagnosticaron que iba a ser la más brillante médica, la más polémica abogada, la mejor administradora de empresas, la psicóloga de moda, la política más respetada. ¡Me matan si les digo que sólo quiero ser trapecista en el circo!

Entonces, sumisamente, acomodo proyectos de vida, inconscientes a veces, planeados en otras ocasiones. Soy astuta y descubro que no son necesarios muchos años para que yo también diga:

  —26→  

«Lo que no pude ser me obligó al matrimonio, a la maternidad...». O: «Los hijos que no vinieron me posibilitaron la adquisición de esta remunerativa profesión». Alguien me sopla algo acerca de la proyección del hacer en el ser. E investigo. ¿Será que lo que no pude ser puede significar también lo que no pude hacer? Y voy más lejos: ¿si por ahí, sin embargo, se tratara de lo que no supe hacer? ¡Qué complicado!

Empiezo a jugar una carrera desesperada con las horas. Escucho el disco de inglés mientras me baño, almuerzo de pie, leo en los semáforos, respiro sólo cuando la fuerza de mi ambición me deja un pequeño, miserable resquicio para la pausa.

Muy condescendiente, la pausa se alía conmigo. Sabe de mi angustia. Picanea allí donde mi capacidad de logro resiste todavía un poco más, antes del desmayo.

¡Y llego a los veinte! Claro, lo estipulado -ceremonias y esas cosas- me impulsa a formar esta imagen desdoblada. Me ven y me veo. ¿Se equivocan ellos o yo?

Forzando situaciones, llego a una conclusión reconfortante: si busco conseguir este objeto a plazo fijo, y nada pasa, la impotencia me desequilibrará. Mejor, me quedo aquí. Los límites propuestos generan frustraciones dolorosas.

Pero entre el dejarme ir y el accionar voluntarioso hay un rebelde juez inesperado, hay una tentación irrefrenable, hay alguien desconocido haciéndome señas y advertencias justo antes de verme enloquecer amarrada al sueño, estironeada por la realidad.

Yo resisto. Estoy en el combate, en la línea de fuego. Todavía quiero dar la respuesta exacta. Sé lo que esperan de mí. No puedo desfallecer. ¿Y los imponderables? ¡Ay, me lastima el azar!

Y celebro los treinta. La mitad de las previsiones se cumplieron. ¿Dónde escondo los déficits?   —27→   Pobre consuelo el mío: hice otras cosas que no figuraban en el programa. Fui rebelde a destiempo, fui conformista, fui negligente, fui pasiva, fui complaciente...

¡No te tortures más! Fuiste talentosa, creativa, trabajadora, generosa, reformista.

Soy todas estas cosas y apenas sé cocinar un bife con huevo. «El-cuerpo-ya-no-me-da, no sé si me entendés, quise tanto bailar y hoy que lo hago, cuando nadie me critica ni piensa que quiero exhibir mis caderas bien formadas, intento ese salto, en mi cabeza sale perfecto, me lanzo...».

Es el momento de buscar excusas, la oportunidad de culpar a los demás, a la vida, por lo que me negó: fue el destino.

¡Y llego a los cuarenta! Todo está clarísimo. Soy una persona madura. Mis movimientos son reflexivos. La máscara de clorofila me ayuda cada día a proteger lo más preciado: ¡oh, juventud, divino tesoro! Sé muy bien cuánto pesa lo aparentemente fortuito de cada condicionamiento externo. Ya no podré ser cantante porque mis cuerdas vocales nunca se ejercitaron. No podré ser miss linda del país porque permití la invasión de celulitis. Y además, soy abuela... ¿Por qué pretender más?

¡Y festejo los cincuenta! Me aplasta la tranquilidad. No soporto mi comportamiento aniñado, esta especie de regreso a la inocencia. La furia por competir ha desaparecido. Vieja zorra, pillé que el papel de cada uno es absolutamente circunstancial, según qué tipo de organización social, cultural, política y económica te ampara o desampara. Sólo me preocupa lo que no pude ser, pero muy vagamente, por razones de honorabilidad.

¡Y llego a los sesenta! Ya no puedo ni siquiera fantasear con la fama, el poder y la gloria. Hay a pesar de estas carencias, algún testimonio, por   —28→   allí, de mi paso por el mundo. ¡Qué dura sigue mi carne! «Me gusta tu olor, como hace treinta años, me siguen gustando tus besos y dormir contigo cada noche aunque se nos cuele uno de nuestros nietos. No me importa que la calle que cruza enfrente a la casa donde nací, no lleve mi nombre».

¡Y llego a los setenta! Por fin, tengo lugar, tiempo y ganas de hacer estrictamente lo que quiero. ¡Lo que yo quiero hacer! Soy todas las que no fui, las que pude ser y soy también la que seré. ¿Seré esta misma?

Tarde de domingo. Tengo ganas de irme al circo a ver la actuación de una trapecista muy joven cuyo máximo anhelo es ser oficinista, porque es menos riesgoso...




ArribaAbajoAmigas

Cuando la duda fue adquiriendo ribetes de certidumbre, Cecilia Gutiérrez decidió cambiar algunos hábitos. Comenzó a frecuentar un salón de belleza, el más conocido de la ciudad, y contrató a un educado masajista para que le sobara el cuerpo los días lunes y viernes. Se interiorizó en trucos femeninos, buscando una imagen que sin traicionarla esencialmente la tornara más apetecible para su indiferente marido.

No podía ubicar en su memoria la época determinada en que él empezó a mostrarse abúlico ante su presencia. Paulatinamente fue contestando con monosílabos a sus requerimientos. En escasas situaciones la miraba, y si lo hacía dejaba resbalar la vista sobre ella como si se tratara de un objeto inanimado.

  —29→  

Al principio, Cecilia atribuyó este comportamiento a los quehaceres naturales que agobian a un hombre de la categoría de su consorte. Empresario triunfador, amante de la buena vida, competitivo y audaz, era además buen mozo y rendía culto a los deportes de moda. Al paddle, sobre todo, hasta el extremo de construir una cancha propia en el terreno aledaño a la residencia familiar.

Con sus hijos, sí, su actitud seguía siendo deferente y nada había cambiado en el clima de camaradería, casi de complicidad, que campeaba desde que los trajeron al mundo. Pero una postura de desatino creciente alrededor de los temas domésticos antes tan discutidos por ambos en medio de pellizcos en las nalgas, indicaba claramente a Cecilia que algo terrible sacudía el territorio afectivo de su Carlos.

Se enredó en torno a vagas conjeturas. Luego, preguntas acuciantes la empujaron a buscar señas de aclaración en las más distraídas gesticulaciones del compañero, en el tono de su voz, en la cantidad de alimento que ingería. Lo observaba como si fuera un marciano. La camisa a rayas que se acababa de poner simbolizaba que al retirarse del escritorio no regresaría directamente a casa, como antes, cuando sus pensamientos la abarcaban mientras se dirigía hacia el calor de sus mimos. ¡Besos apasionados y no otra cosa eran aquellos!

-Hola mi dulce de leche -decía al abrazarla-. Tengo hambre de tu risa y de su dueña.

-¿Quién es la dueña?

-Tu boca.

Y el ritual adquiría dimensiones maravillosas, sin que ninguno de los dos percibiera, aparentemente, la repetición.

Él era sabio. Conocía los prolegómenos eróticos más sofisticados y acordes con las necesidades   —30→   y fantasías de Cecilia. De memoria acomodaba su buen tiempo, adentrándose en el ánimo de su mujercita como un picaflor sin ansiedad, habituado a su perfume pero también con el afán de redescubrirlo en cada ocasión.

-¿Te gusta mi vestido nuevo?

-Ah, es nuevo. Me encanta lo que hay debajo, y más al fondo.

¡Era un experto en inventar frases amorosas! Filosofaba, y tenía la conciencia exacta de cómo y cuánto la excitaba su inteligencia, apoyada sin erudiciones en giros idiomáticos y susurros encantadores, en la imitación de las voces de ciertos animales y de elementos de la naturaleza. La simulación del trueno con técnicas guturales y temblores era evidencia de la cúspide de la pasión. El ronroneo del gato, un signo de ternura recién inaugurada. El brillo de la mirada silenciosa indicaba su seguridad de ser deseado.

Largas conversaciones que incluían asuntos baladíes anticipaban el instante del gozo. Para ello era tan propicia una caminata como una jornada de compras o las incursiones en el jardín, que cuidaban juntos.

¿Cuándo empezó a desdibujarse la armonía común? Cecilia tenía un espacio color humo en la memoria. La presionaba con fragmentos de situaciones compartidas, intentaba recordar la manera en que la mano de Carlos se posaba exactamente allí donde comienza la nuca femenina y termina la comprensión de la realidad, pero el manchón gris persistía. Solamente en el centro del corazón, que parecía ubicarse en los rincones más estratégicos de su anatomía, ese latido peculiar del cariño sujeto a la costumbre le sugería cuán fuerte era el tipo de intercambio que habían creado.

Al meditar sobre estos hechos una tibieza agradable parecía asaltar cada vena del tronco y   —31→   las extremidades de Cecilia, y se intensificaba en la comisura de los labios con amago de llanto y en la ingle, asaltada por el conocido arroyito que manaba del interior de su vientre, algo pegajoso, muy asociado a los juegos que fueron inventando en pareja y a las rutas de mutuos hallazgos. En el colmo del frenesí, se acariciaba los senos y lo nombraba deseando que, allí donde se encontrara, sintiera el llamado.

Pero era respondida solamente por el movimiento sutil de las hojas de los árboles que custodiaban el dormitorio. Hasta la antigua fuerza de su pensamiento la traicionaba.

-Estás buscándome, mi cielo -decía él por teléfono, meses atrás-. Te tengo aquí, te escucho, y lo que nos sucede se llama metacomunicación.

Ella le explicaba que durante los cinco minutos anteriores se había concentrado intensamente en sus figuras, y que animada por un arrebato misterioso, repitiendo la palabra amor y sus nombres, Carlos y Cecilia, amor, Carlos, Cecilia, buscaba el encuentro a distancia. Cediendo a la provocación, al unísono, iniciaban así una sesión extravagante, mientras intercambiaban datos sobre lo que hacían llenando de jadeos el hilo conductor de su romance.

De pronto, él faltó durante una semana a dos almuerzos. Ya no hacía deportes en la casa, sino en el club.

-Estás muy atrasado -le reprendió Cecilia una noche-. ¿Ha surgido algún inconveniente?

-No, estuve jugando tenis.

-¡Cómo, con esta lluvia!

-En cancha cerrada.

Ni siquiera la llamaba querida. Sus respuestas eran cada vez más secas, cerrando toda posibilidad de insistencia. La imaginación calenturienta de Cecilia situaba la cancha cerrada en moteles   —32→   de lujo, en campos de flores silvestres, en barcos anclados en la bahía de Asunción e inclusive en el sofá de la oficina de Carlos.

A medida que él se tornaba lacónico y huidizo, ella desconfiaba de todas las mujeres. A cada una le adjudicaba una relación más o menos ardiente con su marido, según la indumentaria que usara, la manera de moverse, el pelo largo o corto, la facilidad de alguna para hacer amigos o la discreción de otra. No se salvaban adolescentes ni ancianas. Todas eran rivales, cazadoras de hombres ajenos, potenciales enemigas. Atormentada, también indicó a las mujeres del servicio doméstico que bajo ningún pretexto se acercaran al señor.

Fue de este modo que inició su loca carrera en pos de la transformación, y frecuentó baños de sauna, contrató a dos modistas de alta costura, se tiñó el pelo de rojo, abusó de mascarillas faciales y acudió a sectas de renovación espiritual.

Nada conseguía calmarla. Buscaba indicios de culpabilidad masculina debajo de los asientos, en los cajones de los escritorios, y cuando soñaba, una serie de manchas de rouge danzaban frenéticamente sobre el pecho de su adorado esposo, el único con el que estuvo desnuda, el primero y el último, el padre de sus hijos, la media naranja perfecta.

-Eres mío -intentó convencerlo varias veces-. Mi propio macho. No sabría compartirte con nada ni con nadie. Tampoco me gusta la competencia desleal.

Él encogía los hombros y parecía sordo.

La siesta en que la sospecha se convirtió en certeza, Cecilia pretendía iniciar un descanso de varias horas, con somnífero incluido. Sonó el teléfono. Levantó el auricular. Notó que Carlos había tomado antes el aparato, y con latidos a mil por hora, escuchó:

  —33→  

-Te rogué que no me llamaras a casa. Todo está arreglado.

-Es por mi butterfly -dijo la mujer con voz cantarina y acento extranjero.

-Tranquilízate, tesoro. No se necesita permiso del ministerio de Salud para trasladar a una mariposa.

-Podrían-problemas-poner-en-Buenos-Aires.

-Allí ya no habrá control, y como estaremos en mi departamento nadie nos molestará. ¿De veras no quieres desprenderte de tu mascota durante unos días? Mi secretaria estará feliz de cuidarla.

-¡Oh, no separarme jamás de mi divina butterfly!

-¿Es que la quieres más a ella que a mí?

-A los dos -contestó la otra con ahogo infantil-. A los dos igual. ¡No apretarme darling, elección imposible!

-Paso a buscarte a las tres -dijo Carlos, malhumorado, y colgó el aparato.

Azorada, Cecilia pulsó el timbre. Pidió una taza con café bien cargado, y cuando su marido entró al dormitorio la halló semidormida, con una sonrisa extraña flotándole alrededor. No se dio por aludido e informó escuetamente que viajaba a Santiago de Chile:

-Imprevistos de la oficina. Volveré dentro de una semana -se dulcificó ahora-. Que pases bien, querida. Llama a nuestro administrador si necesitas algo especial.

Ella movió la mano derecha suavemente, como si limpiara un espejo empañado con su aliento, e hizo un guiño de enamorada incorruptible.

Dejó que transcurrieran cinco minutos y se duchó para despejar la mente. Llamó a la agencia   —34→   de viajes. Reservó un pasaje en el primer vuelo a Buenos Aires. Dispuso finos modelos de lencería en una valija. Escribió una lista detallada, marcando la organización hogareña, y salió rumbo al aeropuerto.

Ya entre nubes, elucubró sobre cómo sería la amante de Carlos: si rubia o morena, si alta o baja, si gorda o flaca, relajada o contraída, si jovencita o madura, dulce o agresiva, si tímida o audaz, inteligente o mediocre, lujuriosa o pasiva.

Al descender del avión, sintió una paz desconocida. Se dirigió al departamento y una vez allí, ambientó el dormitorio con luces tenues, se vistió un camisón negro y se tendió en el lecho regodeándose en el contacto con las sábanas de satén. Durmió hasta que escuchó el ruido de la puerta al abrirse y luego las risas sofocadas de Carlos y de la mujer. Se detuvieron en la sala y brindaron por la dicha de estar juntos, sin testigos.

Caminaron hacia la habitación.

-Este será nuestro reino durante una semana. Adelante, princesa -dijo Carlos con voz cargada de sensualidad.

La mujer se adelantó y la vio. Giró estupefacta, conteniendo el grito, y sólo tuvo tiempo de sostener en sus brazos el cuerpo de Carlos que se desplomaba.

-¿Cómo te llamas? -dijo Cecilia, admirada ante la mujer que parecía escapada de un cuento de hadas.

-Carmen -contestó ella, en una posición ridícula, aplastada por su amante, que seguía totalmente inanimado.

Cecilia dio un salto y la ayudó a liberarse del peso. Se amoldaron a la circunstancia, y sus miradas se cruzaron con una mezcla de curiosidad y temor.

  —35→  

La misma idea cruzó sus mentes. No debían pelearse: compartían el hombre. Carmen lo tomó de los pies y Cecilia de los brazos. Así, bamboleante, lo introdujeron en el ascensor, lo arrastraron hasta la salida del edificio y lo ubicaron en un taxi.

-Debieron movilizarlo en una ambulancia -las reprendió el médico, en la clínica-. El traqueteo del vehículo ha complicado su cuadro clínico.

-¿Qué tiene? -preguntaron ambas.

-Se trata de un amago de paro cardíaco, pero se recuperará en una semana o dos. Por ahora no podrán verlo pues lo internamos en terapia intensiva, por precaución. Señoras, descansen y manténganse al tanto de su estado llamando por teléfono una vez al día.

Minutos después, mientras limpiaba sus lentes, el médico se acercó al ventanal del consultorio. Vio que Carmen y Cecilia cruzaban la calle, y en sus pasos ágiles creyó adivinar un signo de alivio, el que se siente luego de una gran tormenta.

Deben ser muy amigas, se dijo, al tiempo que ocupaba el sillón del escritorio, aprestándose a completar la ficha del nuevo paciente.




ArribaAbajoLa entrevista

Los minutos transcurren implacables. Uno de los dos no llega todavía. Hasta que por fin, el encuentro. Un saludo como tantos. Pero no es así. La entrevista es una ceremonia que tiene cien variantes. Puede ser una tarea mecánica para el periodista, su simple rutina, «uno-más-que-dirá-lo-de-siempre», o puede ser una caja de Pandora, emocionante.

  —36→  

Las presunciones del entrevistado: «Se querrá erigir en juez, me tenderá trampas, querrá desenmascararme, me hará preguntas estúpidas».

Los prejuicios del entrevistador: «Acabaremos esto en diez minutos, de mediocres estoy harto». Lo que ninguno de los dos registra conscientemente es la despiadada observación de que simultáneamente son objeto. «Este pobre muerto de hambre -piensa el jerarca mientras analiza el look del escribiente: vaqueros gastados y championes, por ejemplo-, sólo puede copiar lo que le digo, ni me entiende».

Y el otro: «Viejo feo, no te sirven de nada la riqueza ni el título, y nadie te va a creer cuando el disparate que dices aparezca impreso en el papel». Mientras, en el ambiente flotan las sonrisas y gestos de cortesía.

También hay casos en que el periodista -si el entrevistado es un personaje famoso o querido- se queda boquiabierto y entontecido, sólo se le ocurren planteamientos bobalicones, interrogantes pueriles. O al revés, el que está sentado en el banquillo de los interpelados puede permanecer alelado ante el nombre del periodista.

Durante el transcurso de la entrevista siempre hay algo más que difícilmente puede registrarse en el escrito. E incluye miradas, gestos, ansiedades, nerviosismos, dudas, vaguedades, un clima afable o tenso, un compendio de entrelíneas. De la habilidad del sujeto que aporrea después la máquina de escribir depende que esto se pueda notar en el texto sin abusar de acotaciones.

Hay veces en que el personaje del momento se mantiene a la defensiva, y durante toda la conversación se empeña en demostrar que también es periodista, con título, aunque jamás haya pergeñado una frase en la cuartilla. Y en otros casos es el entrevistador el que se hace el sabelotodo   —37→   y acribilla con insidiosos cuestionarios previa y colectivamente preparados, al pobre sujeto que se quema un poco menos que su interrogador. En fin, gajes del oficio que no incluyen las interjecciones y pedidos de socorro, ni las consecuencias de la publicación de la entrevista: «No dije nada de eso, me cambiaron todo». O: «Señor, yo primero selecciono el material que utilizaré, luego lo ordeno y después lo redacto, así que la entrevista puede empezar por el final y acabar por el comienzo». O: «Pero si fue una transcripción textual de lo charlado, fíjese más la próxima vez en lo que dice». «Usted alteró premeditadamente mis ideas, no era eso lo que quise expresar». «Si le salió así no tengo la culpa».

Son casos extremos. Porque están también las entrevistas corrientes, de preguntas complacientes y respuestas prefabricadas, notas informativas que son inevitables y pocos leen. Aparecen aunque uno no las busque, son una tentación en la carrera contra el tiempo, y todos se quedan contentos. El entrevistado inclusive llama para agradecer y deja de temblar cada vez que suena el teléfono y gentilmente le dicen: «Del diario... queremos hacerle una entrevista».




ArribaAbajo¿El mundo existía antes de nuestro nacimiento?

Los célebres personajes de Quino a veces nos despiertan de golpe y porrazo ante la realidad. En una de las tiras Mafalda lee el periódico en un banco de plaza y Miguelito observa extasiado el entorno. Luego, gira y dice: decime, Mafalda, ¿antes de nacer nosotros existía realmente el mundo? Nuestra amiga pone el labio arrugado como   —38→   ella sólo sabe hacerlo, no en un puchero, sino perpleja, desconcertada, y contesta: ¡Mirá que sos tonto, Miguelito! ¡Claro que existía! Y aquí viene lo interesante. Él le pregunta: ¿Y para qué?

Para qué. Para qué. Apartándonos del egocentrismo infantil, de la pregunta ejemplificativa de Miguelito que es resumen de muchas posturas generales ante el mundo (¿para qué existiría el mundo sin mí?). notamos que, predispuestos como estamos a dar por establecido todo lo que nos antecedió, las normas y usos de nuestros mayores, somos poco afectos a poner en discusión o en debate temas aparentemente baladíes unidos a la razón misma de nuestra existencia.

Generalmente nos conformamos con la versión bíblica de cómo se originó el mundo. Nos imaginamos un sitio poblado de tinieblas, donde nada es. De pronto, como por arte de magia, ¡milagro!, se hace la luz. El primer día Dios creó... Después, en la escuela, nos hablan de Darwin y de varias teorías sobre la evolución de la especie. Los fatalistas nos advierten que todo ya está escrito: los griegos disfrazaron la amenaza del devenir con la teoría del destino, y hoy nos cuentan del Cariograma, instrumento moderno y supuestamente científico que evalúa y proyecta el perfil individual de una existencia, la síntesis de las actuaciones que tendremos, con unos pocos espacios en blanco que podremos llenar cada uno según el grado de autodeterminación que tengamos: pero los pasos básicos están marcados.

¿Estará prefijado que yo escriba ahora lo que pienso?

¿Para qué vivimos, entonces? ¿Para hacer esta comedia cotidiana de la que ya conocemos el final? ¿Para cumplir fielmente con el libreto? ¿Por qué no nos acostamos tranquilamente a dormir una larga siesta de veinticuatro horas si igual   —39→   ocurrirá lo que debe suceder?

Lo mismo pasará. Gran misterio. Todos tenemos apego a la vida. Pocos sabemos, pese a todas las predicciones, lo que realmente sobrevendrá. Con los resultados de todas las encuestas previas, no podemos asegurar quién será el ganador de la presidencia de la República en las elecciones norteamericanas. ¿Y si hay menos ausentismo del calculado? ¿Si, por el contrario, fuerzas descontroladas de la naturaleza, una tormenta o aguacero largo, impide a los votantes salir de sus casas, por más decididos que estén? Conjeturas, meras conjeturas.

En el pasado, vivir era sinónimo, casi, de dificultades, peligros, dependencias. Hoy, el hombre medio tiene sinnúmero de posibilidades. Tantas, que atribuye más importancia al conocimiento de sus límites que al de sus potencialidades. Prácticamente, en apariencia, nadie es superior a nadie y nada es imposible: despreciamos la colaboración suprema del pasado, sus modelos globales y los esfuerzos geniales de personas que amaron el servicio al semejante. Creemos que este ámbito mundial técnica y socialmente evolucionado lo ha producido la naturaleza.

Muchas creaciones se fueron sumando para el establecimiento de nuestro hábitat actual, pero nos place seguir ignorando los orígenes de esta civilización.

Aparentemente contradictorias, estas ideas ratifican que nos hallarnos uniformados no sólo en lo externo sino en los hábitos más profundos. Las convicciones, todo lo que creernos es único, irrepetible, en la mayoría de los casos es simple remedo. ¿Y qué hay de malo después de todo, en la imitación? Cuestión de saber ejecutarla, más allá de que nos salga mejor o peor. Si yo tuviera que colocar al pie de estas disquisiciones los nombres de los autores que originalmente dijeron lo   —40→   mismo que probablemente estoy repitiendo, no me alcanzaría todo el libro, comenzando por cada palabra con sus letras (autor: seguramente anónimo, viene del latín tal, o del... Bah, esta palabrita la saqué del diccionario).

Volviendo al punto de partida, ¿para qué existe el mundo? ¿Para qué, si todo ya fue hecho?

Sin embargo, ¡qué gusto da comer, saltar, jugar! Pareciera que cada experiencia es única, intransferible, aunque miles y miles hayan realizado antes lo mismo. Seguramente es porque este tiempo, cada día, cada minuto que transcurre, no existió jamás antes y nunca volverá a suceder.

Si fuera exactamente así como estoy planteando el problema, nadie pintaría un solo cuadro a partir de ahora, nadie escribiría libros que ya fueron escritos con otro ropaje, ningún compositor nos obsequiaría nuevas melodías, las madres esperarían la cómoda ocasión de hacer bebés con una maquinita. Es la voluntad de diferenciación, oculta la mayoría de las veces, el motor que impulsa nuestros actos más nimios. Se hace camino al andar: todavía quedan zonas inexploradas del universo, senderos que han quedado incontaminados tal vez para que nosotros, los habitantes tardíos del planeta Tierra, los recorramos con ojos nuevos, sin prejuicios.

Los cambios existen. Tal vez cuando nos relaten cómo fue la década del veinte, nos aferremos a suposiciones, a vagas perspectivas. Mas, cuando aludimos a la década del 60, a la del 70, contamos con los datos de la percepción, de la observación directa. Nosotros, personalmente hemos ido constatando cuáles fueron las diferentes transformaciones de nuestro ambiente. Así, cualquiera puede opinar que este fin de siglo se caracteriza por la duda y el inconformismo, pese a la concreción de los más locos sueños, a la agilización de nuestros pasos merced a una cada   —41→   vez más sofisticada tecnología, al ocio práctico y creador accesible a la mayoría, a los logros inconmensurables de la cibernética.

La pena es que precisamente por eso hay más tiempo para pensar. Y ya sabemos que del pensamiento surgen como las moscas en verano, las inquietudes. Queremos saber más sobre las raíces de las plantas y los otros seres, sobre las causas y los efectos. El conocimiento es una especie de enemigo solapado que nos da una mano por delante y por atrás asusta con su espada.

¿Para qué existía el mundo antes de que nosotros naciéramos? ¿Para qué seguirá existiendo cuando muramos? Con seguridad, tenemos nuestra respuesta provisoria, y sabemos que para todos el mundo comienza con su propio nacimiento, y el fin del mundo no es precisamente la catástrofe colectiva sino ese momento de soledad y silencio, que llega por separado para cada uno: el de la muerte inevitable, por lo menos hasta ahora. ¡Quién pudiera ser eterno y saber con certeza para qué existe el mundo!




ArribaAbajoCrisis

-Señor, ¿me da un paquetito de manzanilla?

-No hay.

-¿Por qué?

-La crisis.

En la calle, en el mercado, en una fiesta, la respuesta obligada a la más inocente pregunta es: la crisis. Basta que la mencionen para que la   —42→   inseguridad se adueñe de nuestro comportamiento. A veces intentamos disimularla u ocultarla, y en algunos estados de madurez comprendemos que la crisis es un cambio considerable que acaece en una enfermedad, ya para mejorarse, ya para agravarse. Es un momento culminante que indica mutación, compromiso, peligro, malestar y miseria.

A la crisis la culpamos de todo. De ser la causante de lo que falta y de lo que sobra, mientras en su nombre se crean esloganes increíbles. A propósito, dicen que slogan es una palabra escocesa que significa grito de guerra.

Sin embargo, alrededor de la crisis los hombres se juntan para decir eufemísticamente que a pesar de todo hay que buscar la felicidad. Los insatisfechos con tan poca cosa hablan de plenitud. Pero como estos asuntos son muy abstractos, algunos se dedican simplemente a ponerle tapones al vacío misterioso que se siente.

Los más atrevidos aseguran que en el ideograma chino crisis quiere decir oportunidad y riesgo. Argumentan que es en períodos de crisis cuando en la historia de la humanidad se crean las grandes fortunas. Por lo tanto, hay que tener más esperanza y audacia que nunca. No hay que fastidiarse cuando a la mañana se encuentra el automóvil sostenido por una pila de ladrillos y sin las ruedas delanteras. El que tiene menos posibilidades puede silbar el da-da-da mientras espera un colectivo que no llega nunca. No hay que reclamar nada si un sujeto privilegiado que tiene la sartén por el mango exige con tono enérgico: «O lo tomas o lo dejas, nadie te obliga».

Es que cuando la crisis anda desatada por la zona, el mínimo de libertad indispensable para respirar, se pudre. En su nombre se fantasea sobre los alcances de la moral, la política, la religión.

  —43→  

También es por su culpa que no se puede elegir. O las alternativas son inquietantemente fascistas. O sí o sí, o no o no. Quedarse con lo poco (casi nada) que se tiene, o quedarse desnudo, así como uno es realmente cuando viene al mundo: un ser destinado a la soledad.




ArribaAbajoEl doble monólogo

¡Es tan maleducada esta criatura! ¿Quién habla? La madre, o el padre, quizás sin percatarse que se acusan a sí mismos.

Existe una fuerte tendencia a descargar esta responsabilidad -la de la educación- en los progenitores.

Otro adjetivo con el que frecuentemente solemos calificar a quien da muestras de deficiente formación es: ¡Salvaje!

Cuando tratamos de salvaje a otro con ánimo de ofenderlo, nombramos a nuestros antecesores, cuya diligente actividad ha hecho lo que hoy somos. «La cantidad -dice Sir James George Frazer- de conocimientos nuevos que una generación, y con más razón un hombre solo, pueden añadir al acervo general es pequeña, y arguye estupidez o picardía, además de ingratitud, ignorar el montón y jactarse de los pocos granos que puede haber sido privilegio nuestro el añadir. En verdad que ahora hay poco peligro en menospreciar las contribuciones que los tiempos modernos y aún la antigüedad clásica han hecho al avance general de nuestra raza. Pero cuando rebasamos estos límites, el caso es diferente; desprecio y ridículo o aborrecimiento y denuncia son con demasiada frecuencia el único reconocimiento concedido   —44→   al salvaje y sus modos de ser. Sin embargo, de los bienhechores a quienes estamos obligados por gratitud a conmemorar, muchos de ellos, quizás los más, fueron salvajes».

¿Cuánto y de qué calidad es nuestro entendimiento? ¿No será que a medida que vamos elaborando más complejos sistemas simbólicos y un ámbito computarizado, menos y menos nos comunicamos verdaderamente los unos con los otros?

Hace algún tiempo varios periodistas le preguntaron al ministro Enzo Debernardi sobre los resultados de una reunión en la que se realizó el diagnóstico de la economía nacional. Él dijo que tal reunión fue inexistente:

-Si la hubo, fue secreta -aclaró.

En el diario leímos al día siguiente:

-Ministro, ¿se evaluó la economía? ¿Hubo reunión?

-Sí, la hubo, fue secreta.

¿Para qué y por qué hablamos?

¡Debes comportarte así porque así lo han hecho tus abuelos y así lo hacen tus padres! Ellos nos ayudan a perpetuar lo establecido.

Octavio Paz se refiere a la Tradición explicando que no es continuidad sino ruptura, y de ahí que no sea inexacto llamar a la tradición moderna: tradición de la ruptura. La Revolución Francesa sigue siendo nuestro modelo: la historia es cambio violento y ese cambio se llama progreso. Lo que distingue a la modernidad es la crítica: lo nuevo se opone a lo antiguo y esa oposición es la continuidad de la tradición.

El mismo autor apunta que la obra del primitivo nos fascina porque «la situación que revela es análoga, en cierto modo, a la nuestra: el tiempo sin intermediarios, el agujero temporal sin fechas.   —45→   No tanto el vacío como la presencia de lo desconocido inmediato y brutal. Durante milenios lo desconocido tuvo un nombre, muchos nombres: dioses, cifras, ideas, sistemas...».

Como un reloj que atrasa y adelanta sin que podamos percibir exactamente en qué lugar está la falla de su mecanismo, así nos desenvolvemos en el plano de la comunicación, algo fundamental para la vida. «Peleamos para preservar nuestra alma -dice Paz- hablamos para que el otro la reconozca y para reconocernos en la suya, distinta a la nuestra. Los poderosos conciben la historia como un espejo, ven en el rostro deshecho de los otros -humillados, vencidos o convertidos- el esplendor del suyo propio. Es el diálogo de las máscaras, ese doble monólogo del ofensor y del ofendido. La revuelta es la crítica de las máscaras, el comienzo del verdadero diálogo. También es la invención del propio rostro».

Nos enseñaron que debemos hablar cuando nuestras palabras sean tan dulces como el silencio. Quiere decir que cuando hablo lo que digo debe tener tanto significado como a veces tiene el silencio (puede expresar tanto en ciertos momentos entre enamorados, puede ser tan terrible en medio de una discusión furiosa, puede...).

Puesta a enumerar consejos de esta laya, anoto también el que sugiere que no es sólo cuestión de tener cosas que decir, sino decirlas lo mejor posible, y lo que enseña la Torá: Dios nos puso dos orejas y una sola boca para escuchar más y hablar menos, y cuando hablamos, nuestras palabras siempre tienen que ser más importantes que el silencio.

¿Entendemos las preguntas y respuestas?

Todas estas citas y recuentos están ligadas al aspecto de la comunicación. ¿Por qué aludo precisamente al valor del silencio. ¿Eran menos desarrollados que nosotros, parlantes, aquellos hombres primitivos que apenas se conducían con   —46→   sonidos guturales? ¿O sus vidas también estaban rodeadas de «signos», sólo que dentro de otras pruebas?

Cuando Juan Jacobo Rousseau expuso su plan de reforma del individuo por la educación y de la sociedad por la política, quizás no previó en qué terreno tan propicio iría a desembocar, aunque posteriormente y hasta hoy se haya hecho acreedor de las más acervas críticas. Decía él que el hombre primitivo vivía feliz e inocente y que la ciencia sólo le ha proporcionado satisfacciones sensuales, ha estimulado el egoísmo y ha organizado la explotación social (Discurso sobre las ciencias y las artes). Posteriormente, en el Discurso sobre la desigualdad humana, estableció una oposición radical entre cultura y naturaleza. El retorno a la naturaleza no significa para Rousseau retorno al estado salvaje de la humanidad sino la restauración de la espontaneidad y de la integridad de las fuerzas espirituales. Liberar al hombre y a la sociedad de cuanto hay de artificioso, de superfluo, de mecánico para que la interioridad triunfe sobre la exterioridad, el sentimiento sobre la inteligencia, la conciencia sobre la ciencia. Sólo así se vence el amor propio y se ama al yo profundo, a la humanidad que está en cada uno de nosotros, por encima de todas las desigualdades, se ama la libertad, a la que ningún hombre puede renunciar y de la que no debe ser privado.

Numerosos filósofos y educadores embanderaron estas ideas y pocas veces se deslizaron fuera del reino de la utopía. Hoy, habiendo superado teóricamente la concepción platónica del alma, seguimos en ayunas sobre muchísimos elementos de su modo de operan. El cuerpo, que la contiene, rechaza pragmáticamente su existencia y tendemos a encasillar todos los desajustes en ese comando formidable que es el cerebro, y del que tanto ignoramos.

  —47→  

Preguntamos por un lado, respondemos por otro, nos aferramos a señas vagas para luchar contra la incomprensión. Un diálogo de sordos define nuestras costumbres mientras nos aturden contándonos maravillas sobre los sentidos, y sobre el tercer ojo, cuando no sabemos ver más allá de nuestras narices.

Aunados, ciencia, religión, política, todo el cosmos cultural de nuestro siglo, en la era de las comunicaciones, no han conseguido explicar concretamente cuál es la historia clave de los desencuentros humanos.




ArribaAbajoHistoria de un robo

Honorio es un niño casi como todos. Trabaja en la calle. Ahora, que tiene 12 años, está un poco cansado. No recuerda cuáles han sido los múltiples mandados que le impuso la vida, un día como canillita, otro, como lustrabotas... Alguna vez también lo obligaron a pedir limosna. Ni se da cuenta de lo que le pasa, acepta su destino.

Por lo tanto (sólo nos preocupa e interesa lo que conocemos) no se hace más preguntas de las estrictamente indispensables. Pasa por alto el problema mundial del narcotráfico, la mortal enfermedad de SIDA para laque, igual que ocurre con el cáncer, aparecen remedios nuevos cada día mientras la gente continúa muriéndose.

Menos aún le interesan las luchas internas de los partidos políticos paraguayos y ciertos vocablos muy en boga, como bestialidad o fascismo. ¿Corrupción? Cada vez que escucha esa palabra   —48→   le suena al trabalenguas de la escuela y nada más. Repite su erre con erre carreta y se queda pensando... Ni le viene ni le va que el pasaje en tranvía cueste 80 guaraníes, total, no se subirá. Y que el pan con bromato sea tóxico... es casi lo único que puede comer.

Nunca podrá juntar, por ahora, los 6.300 para el pantalón, 6.390 para el mocasín, 4.600 para la camisa y 4.690 guaraníes para el guardapolvo. Su uniforme escolar... El mejor se imagina vestido de soldado, peleando en alguna guerra parecida a ésa que ve en la tele del bar.

La lente no puede captar todo lo que a Pedrito le resulta indiferente. Puede, sí, describir sus ojos agrandados ante los primeros anuncios de carnaval. Ya vendrán diligentes obreros a colocar luces de colores, y una noche cualquiera su calle, la de todas las tardes al acecho de monedas salvadoras, se vestirá de música. Hadas, reinas y princesas enmascaradas desfilarán en carrozas semi auténticas, y bailarán las comparsas siguiendo el ritmo de los tambores.

Honorio ayudará a todos. Será su ocasión de jugar gratis. La ciudad entera se convertirá en el tren eléctrico que nunca tuvo, y algún payaso despistado le contará con su mejor carcajada que mañana es otro día. Como siempre, el disfraz será guardado prolijamente hasta que llegue otra oportunidad de lucirlo.

Esos ojazos, los de Honorio, le mostrarán al payaso su pregunta obstinada: ¿Y si todo fuera mentira? Es pequeño, no sabe tantas cosas, mas de repente, algo comienza a preocuparle. ¿Cuándo fue, que de golpe y porrazo le robaron su infancia?



  —49→  

ArribaAbajoAdivinanza

Con justa razón varias personas se han apresurado recientemente a aclarar casos de homonimia. Tener el mismo nombre que un ladrón moviliza la zona más reprimida del subconsciente: el miedo de provocar rechazo en los demás.

Basta que la fábrica de rumores comience a funcionar, y que justo, justo, un grupo de compañeros de trabajo no haya leído la aclaración publicada en los periódicos, para que el mote de delincuente nada común se le adjudique al homónimo y circule como reguero de pólvora.

El peligro despide su olor peculiar. La pólvora puede ser únicamente sinónimo de muerte, pero las asociaciones que se crean con las palabras peligro y temor, son infinitas: se disparan simplemente de ese hecho fortuito de la coincidencia de nombres de personas cuyas actividades son diametralmente opuestas. A partir de aquí la memoria inicia un proceso de pugna incontrolable entre recuerdo y olvido.

Emociones y sentimientos que parecían apagados nos sacuden. La indiferencia y la comodidad ceden paso a la necesidad de pensar, de expresarse y de actuar. Los fantasmas odiosos reviven con las listas de soplones que día a día se dan a conocer, con la comprobación de una escuela de tortura que ha habilitado para la práctica a muchos de nuestros conciudadanos, con la constatación del número de personas que en el Paraguay han sido apresadas por las razones más baladíes -la mayoría de las veces solamente para preservar la seguridad del señor feudal y sus acólitos-, y, lo que es peor, con las pruebas contundentes de paraguayos que han desaparecido del mapa por haber luchado contra un gobierno corrupto y sanguinario.

Nos marca el ejercicio ininterrumpido de falta de respeto y de solidaridad hacia el prójimo: no   —50→   compartir su dolor, no hacer nada para socorrerlo, es como un escupitajo hacia uno mismo. Lo anormal se ve como normal, y viceversa. Lo malo se tolera, se deja pasar, se acepta, y, por último, confundidos principios, valores y hasta elementales normas de convivencia, inclusive se aplaude.

¿Es posible que necesitemos tener un enfermo de cáncer en la familia, para comprender por fin la gravedad de este problema? ¿Esperaremos que nuestros hijos sean sacados de la circulación humana, debido a su idealismo, para defender la obligación que tenemos de ser libres? ¿Tienen que encarcelarnos a cada uno de nosotros, para que así, a patadas y a tortura limpia, aprendamos a no avalar con nuestro silencio los hechos delictivos más indignos?

Los tiranos y el sistema que ellos representan, han destruido a miles de compatriotas y son también responsables del desastre ecológico que puede sobrevenir. No hace falta que reitere la inmensa cantidad de negociados que se han realizado usando y abusando de nuestra pródiga naturaleza.

Todo esto es poco. La culpa más horrible es la de haberse constituido en amos de la muerte. Han asesinado a muchos en cuerpo y alma, y han aniquilado las conciencias. Han matado en dos generaciones la oportunidad de soñar y de hacer el bien sin mirar a quién. Como los ladrones que entran a las casas con el material que deja dormidos a los habitantes para proceder al desvalijamiento, nos han anestesiado. Han impedido que reaccionáramos con legítima ira, que asumiéramos la defensa de los desvalidos y de los prisioneros.

Perdonar es divino. Hay que perdonar. Mas el perdón no siempre excluye castigos ejemplares. Debemos ser bondadosos, generosos, pero no estúpidos.

  —51→  

Supongamos que un feroz tigre se ha comido a veinticinco animalitos. Lo encerraremos para posibilitar la supervivencia de los demás animales que todavía están vivos. Si con ferocidad el tigre se ensaña y sigue devorando manos y pies de los que se acercan a su jaula, tendremos que apartarlo definitivamente del lugar. Si transcurrido el tiempo, ya viejecito y sin aliento, el tigre tantea el regreso, seguido de cerca de muchos tigrecitos con sus mismos instintos y ya entrenados con similares mañas y recursos de fuerza... ¿cuál será la actitud de los otros animales? ¿Defensiva o agresiva?

El miedo y el peligro son los dos signos que impulsan, en reflejo condicionado, al movimiento de ataque. Cuentan que los humanos, en otras épocas, eran mucho más inteligentes y astutos que los animales, y que sabían protegerse sin disparar una sola flecha...




ArribaAbajoAtenti, funcionarios públicos

Una disposición del Poder Ejecutivo prohibió a los funcionarios públicos participar en actos proselitistas en horas de trabajo. Revisemos los probables casos que se presentarán:

Si es que es el tío del amigo de la vecina el que nos consiguió el carguito, será nuestro deber retribuirle tan amable atención -sobre todo teniendo en cuenta que éramos carpinteros y de la noche a la mañana nos convertimos en jefes de computación de la sección Registros y Afines-. A hacer hurras, entonces, a como dé lugar.

¿Cómo justificar la ausencia en el puesto de trabajo? Las opciones son variadas:

  —52→  
  • Estuve con permiso.
  • Fue mi día libre.
  • Llovió y no hubo colectivo.
  • Usufructué mis vacaciones.
  • Se clausuró la ruta.
  • Mi abuela se murió.
  • Se pinchó la rueda de mi auto.
  • El bebé tuvo diarrea.
  • Mi vecino me pidió un favor y no pude llegar a hora.
  • Nde, ocurrió un accidente de tránsito horrible. No hubo agua y no podía venir sucio.
  • Demasiado me dolía la muela.
  • Se me rompió la llave de la puerta en la cerradura, y no pude salir de casa.
  • Por último, el curandero correligionario y coimero puede proveer un certificado en el que conste la grave dolencia que nos aquejó durante tres días (porque los dos posteriores a la asamblea del partido fueron destinados a espantar la resaca).

Si es que la participación política debe explicitarse sí o sí en el mismo sitio de trabajo -léase en el Ministerio, en ANDE, Antelco, Corposana, IBR, etc.-, las excusas ante quien intente controlarnos, aunque sea solapadamente, deben ser:

  • Ellos me pasaron nomás este papelito.
  • Yo no sabía nada luego.
  • Fue una reunión de evaluación nomás.
  • Pero si solamente estamos programando las nuevas actividades.
  • Si me fui al baño... qué mitin.
  • Estábamos hablando del último partido de fútbol nomás.
  • —53→
  • Esos eran unos1 técnicos extranjeros que nos dieron instrucciones para poder mejorar el servicio al público.
  • Ahí anotamos solamente lo que se necesita para la matula de la excursión.
  • Nos reunimos para juntar la plata para comprar la lotería.
  • Ese señor co era mi cobrador.
  • ¿Esas chicas que tenían un plano en su mano? Nooo, si esas son mis primas que vinieron recién de la Argentina.

Y la lista podría ir hasta el infinito. Ahora, la pregunta fundamental en este caso es: ¿Quién controlará a quién? Pero hay otra: ¿Quién delatará a quién?




ArribaAbajoBuenos ejemplos

El estudiante escucha la frase y es como si mil hormigas salvajes le recorrieran el cuerpo. Debes imitar los buenos actos. ¡La moralina de siempre! ¡Consejos y más consejos, los viejos no tienen nada mejor para entretenerse! Un natural movimiento de rebeldía lo aturde. ¿Por qué miserable razón no me dejan descubrir el mundo por mis propios medios?

Y hacia allá corre algo desordenadamente con su lanza imaginaria, acosado por la energía desbordante de la juventud. Todo le pertenece. Quedan tirados en el camino cinco o seis «momias idiotas» que osaron desafiarle. Fragante omnipotencia le circunda, pequeño dios, oficiante de los milagros más absurdos.

Vale la pena alquilar balcones para ver tamaña expresión sorprendida cuando él advierte   —54→   cuán injustos son los que se niegan a aceptar calladamente sus caprichos. Nadie más inocente y virtuoso. ¿Cómo no sentir ternura? Así, malherido, cuando regresa de una batalla terrible, parece verdaderamente indefenso.

Pero apenas se recupera, prepara nuevos dardos, carga en los hombros esa pizca de desprecio que le queda tan graciosa, y decide seguir aprendiendo las cosas por su cuenta. Se golpea la cabeza contra la pared, una y otra vez.

Algunos nunca escarmientan. Se exponen para ser crucificados sencillamente porque no les gusta ser-parte-del-rebaño. Y aunque los caminos conocidos conduzcan a Roma, buscan precisamente el que no desemboca en ninguna parte.

¡Qué obstinación! Vamos por aquí. «No, voy solita hacia allá». Pero si el trecho se hace más largo. «No me importa, soy original. ¡Pasarás hambre! «Reconocerán mi valor». «¡Tendrás frío!» «Lo soportaré».

Ningún sermón, por más hermosas y alentadoras que sean las palabras, podrá reemplazar al ejemplo vivo de una conducta que integre armoniosamente salud, cultura, trabajo, afectividad desarrollada.

¿Por qué, entonces, tendemos a imitar los malos hábitos, cosas que ya sabemos han destrozado muchas vidas? ¿Para probarnos a nosotros mismos? ¿Por un exceso de confianza, o al revés? Nadie dará hoy una sola explicación a esta tendencia que tiene el hombre de distinguirse de los demás y destruirse al mismo tiempo.



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ArribaAbajoCensura, que te censuren

La tarde se muere, los alumnos salen del colegio y el hígado comienza a doler. Cuando llega la noche la dictadura de la fealdad se hace más patética. Un espejo de sombras se alimenta de la ansiedad y las tensiones que fueron acumulando durante el día los que allí se miraron.

Es la hora propicia para la murmuración. Son más evidentes nuestros vicios y defectos. Los reproches tienen el camino abierto. Quien quiera puede desaprobar las conductas ajenas. Todo está en su sitio porque casi nada existe de verdad.

Es el tiempo de la censura, que a veces se confunde con la crítica. Nada que ver. La censura es tuerta.

Pero aquellos a los que condenaron, tienen hoy sus nombres escritos con letras de molde.

La alegría y el humor tienen una cárcel dorada cuando reina la censura. Todo está guardado. Se habla en sentido figurado. La invasión de metáforas abruma y los osados justifican el silencio y la pasividad aduciendo que el escándalo es pueril frente a la verdadera rebeldía.

Les cambiamos los nombres a las cosas. En vez de decir no, a secas, tartamudeamos pue-de-ser. Y si por casualidad nos dicen que nada está prohibido, que sólo se prohíbe prohibir, sentimos una loca nostalgia de la censura.

Añoramos los límites. Necesitamos que alguien nos cuente qué tenemos que hacer con los pulmones libres. Extrañamos el pasado, la contención, la decencia. Reconocemos que respirábamos con horror, que vivíamos mal, que todo nos oprimía, que estábamos desganados, que no teníamos iniciativa, pero un atisbo de prurito moralista nos tiende la trampa: «Sí -susurramos tímidamente-, todo era mortecino, nos faltaban   —56→   tantas cosas, pero no veíamos los gestos horribles que hoy nos amenazan».

Es la definición de «horrible» la que nos turba. Aparecen los impulsos sofocados, la discusión y el desacuerdo se legalizan, la sociedad está viva, pero hay algo que suena fuera de compás.

¿Cómo admitir la muerte de las normas? Ellas, que todo lo ordenaban, que simplificaban nuestras acciones, que moderaban nuestra conducta, que facilitaban nuestro desplazamiento...

Sin pautas orientadoras todo el mundo hace lo que se le da la gana. Y se supone que entonces el terreno es fértil para las insinuaciones, la malevolencia, la pérdida de las buenas maneras. Algo o alguien, desde el fondo oculto del escenario, tiene que seguir rigiendo nuestros actos, porque así ha sido siempre. «Y no es conformismo -opinan los eruditos-, es aceptación del Poder, de la necesidad de gobierno, y de todos modos, la sociedad tiene una respuesta elástica y flexible para lo que la ofende y la hiere».

¿Y para aquello que intenta destruirla? Más acá de las leyes o los preceptos, a veces hay que aplaudir como autómatas lo que no merece sino repulsa. Es el precio. Hay que adaptarse. La subsistencia obliga a esta servidumbre.

¡La vida no es una linda palabrita casi abstracta en los textos de grandes eruditos! Esta arveja y este pequeño botón forman parte del alimento y la camisa indispensables. Y también son imprescindibles el aire, la luz, la posibilidad permanente de decir no o sí, individual o colectivamente, a un sacerdote, a un jefe de la oficina, a una maestra, a un director de teatro, al dueño de un periódico, al líder de un partido y hasta a la propia madre.

Si ella y sus antecesores aceptan que la mentira, la lujuria, los gestos soeces, la corrupción, la   —57→   inflexibilidad, tienen consecuencias nefastas, veremos los hechos con una óptica similar. Quizás hasta podamos curarnos, aunque no logremos una salud perfecta.

Entonces, espontáneamente, como hacen algunos animales con las pulgas, empezaremos a desembarazarnos de la censura. No tendremos urgencia en tirar las colillas que fuimos acumulando. Y las metáforas estarán condenadas a soportar interminablemente la furia de los verborrágicos.




ArribaAbajoCoreco y otros juegos

Música porque sí, música vana/ como la vana música del grillo... Los versos de Conrado Nalé Roxlo me acercan al juego, esa actividad que los adultos miramos a veces despectivamente, excepto cuando se trata de la práctica metódica de algún deporte.

Recuerdo una clasificación, y no sé si ya estará vieja: Ejercicio (trompo, bolita, yo-yo), símbolo (escuela, muñeca, doctor, almacén), regla (tuka'e, arroz con leche, estatua, pasará-pasará), construcción (trenes de carreteles, etc.).

Con qué placer, con qué gracia los hemos abordado desplegando gran energía psíquica en los planos intelectuales y afectivos. Hemos creado nuestras propias leyes de juego y a través de ellas encaramos mil temas ligados a nuestro ámbito cotidiano: eran los entretenimientos de funciones especiales, sociales, familiares, imitativas.

Nuestros hijos retoman hoy algunos juegos tradicionales, inventan otros influenciados por sus nuevos intereses y los de sus grupos. Entre los   —58→   más chiquitos todavía juegan «Pobre gatito»: están sentados y uno es el pobre gatito. Maúlla frente a un jugador, hace muecas, cambia de expresión, incita a sonreír. El jugador debe dar una palmada sobre la cabeza del gatito y decir tres veces «Pobre gatito», sin sonreír. Si lo hace, pasa a ser el nuevo gatito. Parece muy simple. Sin embargo, ellos gozan y agregan cláusulas, sus propios ingredientes.

Salen de un pasatiempo para entrar en otros: el rompecabezas, el ludo, el ajedrez, el cine mudo, la campanita, el perro y el hueso, el coreco, la búsqueda del tesoro y tantos más. «Qué fastidio, cómo gritan, ya no sé cómo hacer para sosegarlos», dice la abuela despistada y otra más informada le replica: «Son sanos, y lo que hacen es también símbolo de inteligencia, no sólo se divierten».

¿No sólo se divierten? Exacto. Ya ha pasado mucho tiempo desde que los métodos educacionales incorporaron el juego como precioso vehículo del aprendizaje. Pero más allá de un fin utilitario, resplandece su poder de comunicación, algo que la gente grande, todos, echamos en falta cada día más, como la planta en el desierto necesita agua.




ArribaAbajoDos grupos de extraños seres

Había una vez en un lejano país dos grupos de extraños seres. Ellas se llamaban mujeres y se dedicaban a leer historias denominadas del corazón. Generalmente, éstas eran escritas por el otro grupo -cuyos integrantes eran conocidos como hombres, y se ocupaban principalmente de un ritual llamado fútbol.

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Dadivosos, impulsaban a sus contrincantes a compartir con ellos su manía: la de mirar, entre miles, cómo corren detrás de un objeto redondo unos pocos congéneres suyos.

La vida transcurría plácida y feliz. Todos conocían las reglas de juego. Sabían que un cuento de amor, que se podía ver en una caja cuadrada luminosa o se podía leer en un librito o en una revista con fotografías, debía empezar con dificultades, continuar con tristeza y terminar con alegría. Advertían que el domingo o una noche de la semana debían dirigirse hacia una gran manzana con graderías, sentarse allí y gritar mientras en el centro varios «elegidos» competían por alcanzar la bola e introducirla en un sitio específico.

La paz era un hecho diario. Era tanta, que a veces resultaba hasta monótona. Así que los miembros de esta secta comenzaron a asistir a la peluquería, a cocinar, a jugar a las cartas, a bailar, a dormir y hasta a trabajar y estudiar. Se organizaron bien y distribuyeron las actividades. Lo hicieron de una manera muy sencilla e irresponsablemente lúcida.

Trajeron una torta y la cortaron en pedazotes, pedazos y pedacitos. Los más rápidos se quedaron con las porciones grandes, los astutos con las medianas, los cómodos con las pequeñas y... los tontos se sentaron a mirar melancólicamente desde la vereda de enfrente.

Pero un día la torta se acabó y los rápidos se desesperaron, los astutos se preocuparon, los cómodos se quejaron y los tontos se violentaron porque antes por lo menos les regalaban las migajas.

Entonces el sol comenzó a brillar menos. Faltó un papelito con el que se podía comprar todo lo apetecible. La cara larga se institucionalizó. El   —60→   miedo se convirtió en un nuevo órgano dentro del estómago.

Y estos extraños seres tuvieron que mudarse a otro país. Hasta hoy nadie sabe en qué región geográfica se hallan asentados. Sin colorín colorado, este cuento tiene sujeto su final a la imaginación de los futbolistas y los usureros.




ArribaAbajoEl azar, la vida y la muerte

Hace una semana un amigo, refiriéndose al entierro de una persona, un poco distraídamente me dijo: «Fueron a entregar el cuerpo». E inmediatamente se corrigió: «A enterrar». Notó que se trataba de un error involuntario, de esos que nos hacen pensar en que la lengua moviéndose dentro de la boca a veces se va para otro lado, y nos trabamos o tartamudeamos sin relacionar el hecho con cosas que operan más allá de lo puramente verbal.

Probablemente cuando él me dijo «entregar» el cuerpo, estaba sintiendo esa condición de préstamo implícita en determinadas culturas, con respecto a la vida. ¿Nos prestan por un rato, un tiempo arbitrario, a la existencia terrena? Y luego, ¿devuelven nuestra vida cumplido su cielo de desarrollo y su finalidad histórica?

El misterio de la creación y de la evolución humana. Olores, aromas, el monaguillo recorriendo el pasillo central e invadiendo el recinto con el humo del incienso. Desde lejos, algún sacerdote recitaba: «Esta vida no nos pertenece, es de Dios». ¡Cuán espantada buscaba entonces, antes, al dueño inexorable de mi vida! Mientras, las maestras me repetían en la escuela que el valor de la misma se mide por el cuidado de la salud...

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Prácticos y metafísicos son los peatones suicidas.

Un nuevo juego de la muerte se practica en las carreteras. La apuesta es la misma vida: dos personas se vendan los ojos y se sitúan en curvas. Gana el que más tiempo aguanta en el centro de la calzada. Es algo parecido al juego de los conductores suicidas que sembraron el terror en las autopistas: cronometraban cuánto tiempo resistían dos conductores circulando a gran velocidad por dirección prohibida.

Muchos se estarán preguntando qué sucede con los que nada saben del tema, circulan por ahí y repentinamente se ven involucrados en el juego mortal. Sí, pueden morir o matar, con toda la inocencia del caso. Pero el azar tiene la misma incidencia en este caso para los provocadores de la muerte y para aquellos a quienes les llega imprevistamente...

Sin embargo, hay maneras y maneras de burlarle a la muerte. La más segura: encerrarse en una pieza oscura sin saber lo que pasa fuera de ella.

¿Y si viene un huracán que hace volar la habitación, o cae una bomba sobre el techo, o entra un visitante inesperado y agresivo?

Está el otro caso de los excesos que se pueden evitar (la gula y los vicios en general), todo un camino de santidad... ¿Y si aparece un mal desconocido e incurable?

Si alguien tiene una explicación concreta y sencilla, incuestionable, hermosa y pura de tan lógica, y el tiempo libre para dedicarse a estas pavaditas espirituales... lo espero, a ver si podemos inaugurar un emocionante juego con apuestas.

A propósito, un poema náhuatl dice: «¡Hemos sido prestados el uno al otro por tan poco tiempo!».



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ArribaAbajoEl carretillero

Todo comenzó un día cualquiera sitiado por la desesperanza. Anastasio Pereira, como otros excombatientes, había agotado sus recursos intentando conseguir alguna ocupación, por más humilde e insalubre que fuera.

Viejo pero muy lúdico, él era inteligente, sabía leer y escribir. ¿A quién sino a su «compí» de siempre, a Barreto, se le iba a ocurrir semejante idea? «La única solución es que vengas conmigo al mercado, ya estamos censados, ya nos respetan, ya somos cerca de mil».

«Pero -dijo tímidamente Pereira- ¿te parece pío que es con mi fuerza bruta que yo puedo hacer todavía algo por mi gente, por mi país? «No importa -replicó Barrero-, en la trinchera no te preocupabas de por qué y para qué estabas allí luchando por tu patria».

Yo no sé -se entristeció don Anastasio- si acarrear bolsas bajo el sol de la siesta puede ser una contribución para el país. ¿Acaso le voy a defender a alguien así? Para mí, un hombre nunca puede ser comparado con una mula. Yo pienso, yo siento.

-Tenés fuerza también. Tenés fuerza todavía. Si no podés hacer otra cosa, si ya golpeaste montones de puertas que no se abrieron o se cerraron con violencia contra tu cara, no te vas a quedar en la calle todo el día. Por lo menos no es algo tan humillante como cuidar autos, porque ahí sí, estás parado únicamente, y la gente te da una limosna por conmiseración. Aquí cobrarás lo justo, a cambio de tu trabajo. Y la paga es al instante. Cincuenta, cien que van sumando.

-Bueno...

Mientras esperaban el ómnibus, don Anastasio se preguntaba si ésa no era una claudicación.   —63→   ¿Puede un hombre culto -se decía- ser carretillero? ¡Él había leído libros!

Y con la carretilla, empuñó sus mangos con rabia. Se resistió un poco... Para él esto significaba convertirse en el buey de la carreta. Pero, como suele suceder, don Anastasio se fue acostumbrando, y llegó a sentirse parte de ese mundo donde las arrobas se determinan «a ojo» y los olores marean al principio hasta que ya uno mismo los busca, se vuelven casi necesarios.

La changa cotidiana, hecha de sudores, le fue endureciendo los delicados músculos. Aprendió a gritar y hasta a atropellar todo lo que encontraba enfrente, acuciado por el ritmo de ese trajín, contagiado, en fin, de la brusquedad imperante en ese laberinto de gente y mercancía.

Nada lo detenía. Ni el frío en las madrugadas de julio.

A veces, exhausto, convertía su ganapán en cama e intentaba dormir. Pero siempre soñaba que transportaba cajones y cajones perseguido por una música endiablada, cada vez más rápido, derribando a su paso a miles de soldados.

No transcurrió mucho tiempo para que Anastasio Pereira descubriera la trampa: ésta también era una guerra. Aquí no había sargentos, tenientes, capitanes, comandantes... Aquí había gente igual que él, gente sin rótulos, gente peleando para salvar el día.




ArribaAbajoEl casamiento

Entre impaciente y curiosa, la gente espera la entrada triunfal. Todos se hallan ataviados con sus mejores galas: las niñas, cintas en el pelo, y las madres sobre tacones finos. Algunas personas   —64→   tienen el regalo en los brazos (populares o no, las bodas tienen tanta relación con esa ofrenda solidaria que contribuye a la instalación del nuevo hogar).

Tan-tan-ta-tan... Del brazo de su padrino, ella, de largo, de blanco, de tules, sonrisa tensa, ingresa lentamente a la iglesia del Salesianito por el pasillo central. Todos nos paramos a admirarla.

Un casamiento sigue siendo «la fiesta» especial. El momento de soñar con el que tendremos o el de deplorar agnósticamente su invalidez como contrato público.

¡El casamiento! De él nos han hablado nuestras abuelas y nuestros padres nos han mostrado lo que es. Lo hemos visto en las películas, leído en las novelas, nos ha atrapado su versión en el teatro, y quizás hasta hemos sido capaces de entrar en ese círculo.

Así, tan emocionante como es la ceremonia, el cucharón y la cocina al día siguiente se encargan de explicitar cuál es la realidad. Y un tiempo después los pañales, las tentaciones del entorno, muestran el riesgo terrible que significa paralelamente a la oportunidad única de estar contentos entre dos.

Se lo relaciona con el amor. Esta conjunción efectivamente en la mayoría de los casos se da, en términos convencionales o no y partiendo de las diferentes concepciones que los hombres tenemos del antiguo tema erótico.

Viejo es el dicho de que los que están adentro quieren salir y los que están afuera quieren entrar. Todos los días se repiten anécdotas, algunas más que grotescas, sobre el mismo asunto. Valgan sólo dos ejemplos chistosos: Un poeta estableció en su testamento, que, al morir, todos sus bienes pasasen a su esposa con la condición de que se volviera a casar inmediatamente, «para que   —65→   por lo menos haya un hombre que deplore mi muerte». «Dos amigos conversan, uno dice que lo mejor de los domingos es la siesta, el otro le contesta que cómo es eso, si él nunca duerme la siesta, a lo que le responde: «Yo no, pero mi esposa sí».

Ironías sobre la cuestión están interminablemente anotadas, y en el humor relativo gira una extraña amargura. Como si no se hubiera podido encontrar el acuerdo que dé satisfacciones y descarte ansiedades y preguntas a las que siempre se les cambian las respuestas.

¿Por qué llevan a tantas crisis inexplicables la mayoría de las relaciones entre un hombre y una mujer? Otro ejemplo muy simple y casi tonto: Irving le dice a Kathy: «¿Qué hiciste en las últimas seis semanas?». «Si te digo que salí con otro, ¿te enojarías? ¿O me felicitarías por mi honestidad? ¿O me encontrarías atractiva porque otro hombre se fijó en mí?» La siguiente tira muestra a los dos mirando hacia adelante inexpresivamente mientras ella dice: «Odio los silencios acusadores».

También se podría hablar de teorías e insistir con que el amor tiene por fundamento un instinto dirigido a la reproducción de la especie y nada más. Pero con qué tenacidad desde que nacimos nos dijeron que lo más importante es el amor. Por eso como locos desatinados nos lanzamos a buscarlo. Y etcétera. ¿Cuánta gente repite como un estribillo: «siempre/ nunca?».

La escritora Carmen Martín Gaite dice: «Es curioso comprobar cómo hoy, que se tacha de anticuada la fidelidad y que la capacidad de preferir, de aguantar y de apostar por una carta elegida deliberadamente son negocios desprestigiadísimos, se añoren, sin embargo, las raíces resultantes de tal tesón. En el fondo, no es cuestión de instituciones, ni de títulos, ni de modas. Partiendo de la base de que cualquier relación, por breve que sea, si es humana y no maquinal   —66→   ha de crear conflictos y ataduras, es claro que el que no se comprometa y viva escurriendo perpetuamente el bulto ni recibirá nada ni dejará raíces en nadie, y para eso más le valdría vivir solo y aceptar la soledad sin más sucedáneos, hacerle cara en serio de una vez. Que no es tan fácil. O se asumen las ataduras o se asume la soledad. No creo que haya más alternativas».

Liz Taylor (no se fijen en que ella se ha casado tantas veces y nunca le resultó beneficiosa la empresa), con cincuenta años cumplidos, acaba de recibir un homenaje muy especial. Se ha dado su nombre a una nueva receta de cocina: Pollo a la Elizabeth Taylor, una creación de Nick Grippo. Esta es la receta, que ojalá les sirva en sus primeros entrenamientos de esposas: filetes de pechuga de pollo sin huesos, rellenos de queso gruyere cocinados en una salsa de vino blanco, ajos, cebollas verdes, mantequilla y aceite de oliva. ¡Suerte!




ArribaAbajoEl gran teatro de la calle

El viernes pasado a las 18:45 frente a una conocida tienda de la calle Palma, la gente se aglomeró. Hay espectáculos que son gratuitos, y la vía pública enseña cada cosa.

En un automóvil venía una pareja. Repentinamente una mujer se puso delante del vehículo y así detuvo su marcha. Gritó, contó su historia, acusó al hombre de traicionarla. Dijo que era su marido. El vehículo aceleró un poquito, ella se tiró al suelo como si hubiera sido atropellada, se levantó, siguió el show. Se movió, intentó introducir la mano por la ventanilla y los dedos quedaron   —67→   atrapados al levantarse el vidrio, porque el hombre quiso protegerse de esta manera. Intervino la policía, y ambos, la mujer y su defensor, se sentaron en la parte posterior del coche, alejándose del lugar en medio de silbidos y comentarios de los espectadores. Algunos hasta aplaudieron.

¿Por qué lo hicieron? Improvisados moralistas, con su pulla también castigaban la supuesta deslealtad del hombre que se atrevía a estar con otra mujer. Y premiaban la valentía de su dueña. En virtud de un documento que une en matrimonio a dos personas, parece ser que éstas pasan a pertenecerse una a la otra, igual que una cacerola es objeto de uso privado del ama de casa y su cocinera.

En improvisado debate dos grupos en pugna adujeron que el varón probablemente nunca más miraría a su mujer, o que la situación creada le serviría de escarmiento ejemplar para observar en el futuro la conducta adecuada. Bien: la mala mujer era la preciosa jovencita asustada que acompañaba al hombre-esclavo. La gritona estaba en su derecho a propiciar escándalos, no era como otras que se callaban o apenas sugerían en la intimidad de sus hogares cuáles eran las circunstancias negativas de su vida conyugal. ¿Y si la otra era una compañera de universidad del hombre, su secretaria, una amiga de infancia, socia de trabajo? ¿La habían humillado en vano? Cada uno blandió sus conjeturas: juzgó, condenó, perdonó.

Un anciano de expresión afable se acercó a las vendedoras de chipa y les contó que en el difícil y cotidiano ejercicio de soportarse2 a uno mismo también hay que aprender a aguantar a los otros artistas del circo.



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ArribaAbajoEl invento: ¿milagro o tesón?

Benjamín Franklin inventó el pararrayos. Gutenberg inventó la imprenta hacia 1436. Fulanito inventó... Los primeros libros escolares nos hacían repetir mecánicamente una serie de nombres de gente genial que había creado cosas importantes, generando el desarrollo de la humanidad en diversas áreas.

Cuando el entendimiento fue envolviéndonos con sus cláusulas y símbolos, supimos agregar: ¡Inventé un juego, vení que te cuento y te muestro!

También era habitual que, siendo más chicos, le dijéramos a mamá o a la niñera que estábamos cansados de Caperucita y Cenicienta: «Invéntame una historia, saca un cuento de tu cabeza».

Entré inesperadamente al denso territorio de las invenciones al leer hace poco que se realizaban planes para crear una asociación de inventores. Puesta a analizar el hecho con regocijo, y retornando de alguna manera a una época menos prejuiciosa, la de la infancia, a la que me refería, pensé: ¿Inventores acá, en el Paraguay? ¿Inventores de verdad? ¿Señores con líquidos mágicos, aparatitos extraños, ojos alucinados, manos extrañas? ¿Gente capaz de descubrir algo nuevo, diferente, nunca visto? Precisamente la palabra inventar viene del latín invenire, encontrar. ¿Pero uno encuentra milagrosamente o a través de múltiples, tenaces búsquedas, derrotas e inicios de nuevas pruebas, cotejos de alternativas y voluntad invencible?

Entre los sinónimos figuran: fabricar, forjar, fraguar, hallar. Y no se excluyen los sinónimos idear e imaginar, cuando se trata de crear por medio de la imaginación. Pero el diccionario es demasiado frío al lado del hecho concreto. Porque   —69→   podemos imaginar tanto, sin aportar nada. La imaginación en su gracioso o tremendo desplazamiento puede llevarnos hasta cielos desconocidos... aunque si queremos darle al invento un carácter de realidad, no basta. Conozco a personas que tienen ideas verdaderamente innovadoras, sus planes son inagotables, pero jamás los concretan. Lo que fuera, un bordado, una comida, un papel garabateado.

Entretanto, muchos de los que se consideran inventores, están en la casa de la calle Luna, hoy llamada Venezuela. ¿Será por equivocación, esperarán todavía comprensión? Más acá de la rima nada premeditada y sin ánimo de burla, sigo: quizás no exista acto más supremo que el de la creación, cuando explotan energías en desuso, estimuladas precisamente por el afán de seguir soñando en un mundo que con sus «cálculos» nos separa cada día más del río interior en el que navegamos. El primer paso no es difícil: hay que explorarlo, hacerle trampas a su curso, vadearlo, leer el secreto mensaje del agua en el agua. Lo demás, vendrá con la insistencia.

Quizás no consigamos fabricar un robot que pueda transformar nuestros más recónditos deseos en realidades, pero podremos inventar algo pequeño y esencial que nos ayude en el siempre desconocido camino de la vida.




ArribaAbajoEl cianuro y el romanticismo

En una localidad norteamericana hallaron rastros de cianuro en las cañerías conductoras de agua para la población. El pánico se extendió cuando surgieron llamadas telefónicas avisando que otras cañerías también estaban contaminadas con gas nervioso y sulfuro.

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Si se tratara simplemente de la aplicación de un macabro sentido del humor, estos sucesos no serían ejemplificativos del deterioro humano que padecen diferentes sociedades actuales, sean desarrolladas o no.

Hace poquísimo tiempo también se informaba que en los Estados Unidos de América se vendieron muñecas que al hablar decían: Mata a tu mamá.

Se podrá alegar que son casos aislados de psicóticos. Pero también es real que todas las conductas individuales reflejan características y tensiones presentes en el entorno general.

Así, por medio de nuevas artes o filosofías, interpretaciones de la historia o formas de crítica, se produce un fenómeno de contagio: lo que ocurre en un pequeño sector se traslada a las masas.

La hipótesis de que si unos pocos tienen determinados comportamientos, los imitaremos todos, suena absurda. Pero tales situaciones se relacionan estrechamente con un clima universal cada vez más lapidario de la conciencia humana.

Cuanto más exploraba la neurosis, más confirmaba la escritora Anaïs Nin que se trata de una forma moderna de romanticismo. La sed de perfección tiene origen similar a la obstinación por vivir lo imaginado. Si ello resulta ilusorio se produce un rechazo de la realidad y la fuerza creadora se convierte en fuerza destructora.

¿Qué tienen en común la cañería contaminada y la neurosis como versión del mito del romanticismo? La desolación. Destruimos porque queremos vengarnos de nuestros invisibles enemigos.

Nadie puede dejar de llorar a gritos cuando aclara que no es víctima de otras personas sino de sí mismo. Los locos del cianuro y quienes grabaron la voz que incita a matar desde el cuerpo   —71→   de una muñeca siempre hallarán argumentos que justifiquen su ansiedad por exterminar todo signo de vitalidad.




ArribaAbajoZapatos

Igual que el cepillo de dientes, los zapatos, casi sin que lo percibamos, ocupan un lugar muy importante en nuestra rutina y son más que una respuesta a los imperativos de la civilización.

Sin lugar a dudas, el zapato es un compañero fiel. Expone nuestra prosperidad o nuestra indigencia. Insinúa matices de nuestro estado de ánimo. ¿Quién no eligió inopinadamente alguna vez unas pantuflas rotosas al levantarse con el pie izquierdo? Se puede prescindir de la corbata, otro signo de nuestro tiempo y hasta de alguna que otra prenda íntima. Pero en el absurdo trajín diario no se puede crecer, andar, correr, saltar, figurar, sin el zapato.

No es cierto que él es el primer complemento indispensable del vestuario. Qué va. Cualquier cosa que nos coloquemos en el cuerpo será añadidura, apenas remiendo y remedo precario de la base esencial que nos sostiene: el calzado.

Resumimos el uso de los diversos tipos de calzados, curiosamente, por continentes. El africano mostrará la tendencia al uso de sandalias, el americano al mocasín, el asiático a la bota, el oceánico a los pies desnudos, y el europeo al zapato. Luego de analizar esta especial clasificación, deducimos que los pies descalzos son también una forma de decir algo: una elección por la libertad primigenia. Y que zapato y mocasín no son la misma cosa, pues este último es simplemente una pieza de cuero cortada de tal manera que sirva   —72→   como suela y cubra al mismo tiempo al pie. Se asegura que la bota y el zapato son ya propios de culturas más elevadas.

Las sandalias son las cenicientas. Tienen la forma más sencilla y pueden consistir en piezas de hoja o corteza, tejido, cuero o madera, ¡y hasta pueden convertirse en zuecos!

Generalmente el zapato no tiene nada que ver con Zapata de Mendoza ni con un zapatazo ni con el zapateado, aunque se puede zapatear con él, según explican los psicoanalistas. La zapatilla también es cosa aparte, por su ligereza equiparable solamente a las actitudes de ciertas damas vanidosas.

Sin embargo, el zapato tiene un origen incierto, probablemente onomatopéyico, y se define como el elemento que cubre el pie hasta el tobillo, con planta de suela o de goma y el resto de piel, paño, fieltro o cuero. J. Selgas, dice: «Así como así, la vida es un tris y hay que tener algo sobre qué caerse muerto, que no hemos de estar siempre como tres en un zapato». Evitemos acomodarnos en un espacio muy reducido y vernos en estrechez o penuria. El mundo y la vida son algo más que un miserable, diminuto calzado. Y eso que en estas lides de vérselas con la tierra, el zapato rima perfectamente con el pie. Aunque haya un callo o un juanete, él se acomodará inexorablemente a su dueño. ¿Cómo no ha de hacerlo, si es su continente?

Celebérrimas citas confieren un valor didáctico a nuestro tema: Meter en un zapato a alguien (intimidarle o dominarle); no llegarle una persona a otra a su zapato «ser muy inferior a ella en general, o en la cualidad de que se trata»; saber alguien dónde le aprieta el zapato «conocer bien las circunstancias que le rodean, sus problemas y conveniencias y actuar de acuerdo con ellas».

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Históricamente, el propósito de vestir los pies se remonta a la era neolítica. Los arqueólogos han hallado agujas de hueso, hormas de piedra y otras herramientas de dicha época, que se adaptaban muy bien a la fabricación del calzado. Después vinieron los egipcios, los asirios, los fenicios y hebreos, los medos y caldeos. Los griegos sobresalieron con un calzado dependiente del tipo de actividad que desarrollaban y de su condición social.

El calzado etrusco fue adoptado por los romanos. En la Edad Media comenzaron los ornamentos: elegantes recipientes del pie, en seda bordada. ¡Y se inventó el tacón! En el siglo XVIII empezaron a usarse las botas, para la caza o la equitación. El gusto por la sofisticación se inicia en el 1900, cuando las modas tuvieron mayor influencia en el campo de la zapatería, y cambió la actitud de los consumidores. El estilo llegó a ser el factor más importante de las ventas. Suave y liviano, tosco y durable, cariñoso o torturador, para una sola vez o para todo el año, para la playa y para la fiesta, para la noche y para la madrugada y hasta para la muerte.

Detengámonos un instante. Pensemos. ¿Qué es lo primero que buscamos al despertarnos? ¿Qué es lo último que nos sacamos? ¿Somos sus prisioneros o el zapato es un sumiso esclavo nuestro? ¿Quién gasta a quién? Todo lo que nos pongamos para lucir o para proteger nuestros pies indica -en su forma, en su color, en su tiempo-, lo que la parte superior del organismo se esfuerza en disimular. De la misma manera que las manos tienen su peculiar lenguaje para contar lo que su dueño ha hecho y hace, el zapato, ocultador del que mueve el cuerpo hacia la nada o hacia una parte del todo, dice cosas. Aún cuando se lo procura disfrazar con el betún. Aún cuando tiene señales de barro. Inclusive cuando lo hemos abandonado durante un largo tiempo para ensayar otra fórmula, otro trabajo, otra relación, otro mundo.



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ArribaAbajoEl ronquido, esa pequeñez

Nos hemos acostumbrado a oír sin inmutarnos sonidos y ruidos que nos acechan.

Algunos no nos molestan demasiado, pero existen casos graves. Por ejemplo, una señora abandonó a su marido porque no toleraba el ñan ñan que hacía al masticar la comida. Un adolescente tuvo que ir al psiquiatra porque le martirizaba el murmullo del silencio y tenía que borrarlo escuchando música permanentemente.

El ronquido encaja perfectamente en el marco de los fragores sin ninguna armonía, aunque parece ser que hay gente a la que adormece y lo necesita de barullo de fondo, como ese susurro bisbiseante típico para hacer dormir a los niños.

Pero en la generalidad de los casos hay un roncador y una persona que sufre a causa de ello. ¿Que este acto es incontrolable? No tanto. Los fumadores a la fuerza tienen que roncar. Podrían dejar sus malos hábitos, a riesgo de ser atacados una noche, porque la gente que siempre soporta los ronquidos de la persona con la que duerme puede llegar a desarrollar un sentimiento de dulce venganza.

Estudiosos de la materia han comprobado que los individuos afectados por los ronquidos de sus compañeros utilizan numerosos métodos para evitar esta molestia. Chasquean con la lengua o los dedos, aplican al que ronca cachetes más o menos fuertes, según el grado de sufrimiento, o le dan la vuelta al durmiente para que se calle por un rato. También les ronronean o canturrean, les dicen: chisss, ¡bum! ¡paf! ¡plum! Lo que ocurre es que él o ella vuelve a reincidir y el pobre que aguanta pasa el tiempo sin dormir, probando, insistiendo, buscando nuevas alternativas.

Un perito encargado del laboratorio de diagnóstico de enfermedades del sueño en una renombrada   —75→   Facultad de Medicina apunta entre sus conclusiones que los gordos, las mujeres y las personas maduras duermen menos y peor que los flacos, los hombres y las personas jóvenes. Dice también que la falta de sueño o el exceso de sueño por dormir poco, es culpable de accidentes laborales y afecta negativamente a la vida familiar, social y profesional.

Se podrá alegar que la crítica al ronquido es síntoma de intolerancia hacia las actitudes -porque es una actitud además de una especie de gruñido horrible e insoportable- que no pueden ser controladas por la voluntad. Pero no es así. Es posible que sea un problema de las vías respiratorias que se debe curar, por respeto al derecho a dormir y descansar que tenemos todos los seres humanos.

El desarrollo de este tema puede parecer bastante banal. En realidad la referencia al ronquido es un pretexto para señalar de qué manera gravitan las pequeñeces, casi sin que las percibamos racionalmente, como elementos dañinos de las relaciones personales.

¡Ah! Si el que ronca se encapricha y sigue igual, hay una solución fantástica: que se mude a otro dormitorio.




ArribaAbajoEl seductor Poncio Pilato

Papeles, cables, artefactos... Cuánta munificencia pueden contener cuando de persona a persona a veces es complicadísimo lograr algún entendimiento. La historia que recoge nuestra época muestra con elocuencia el fenómeno del extrañamiento y la violencia. Informes basados en minuciosas investigaciones señalan causas diversas,   —76→   sin que podamos interpretarlas más allá de lo racional.

Si observáramos los gestos mínimos, lo más cotidiano, incluyendo todo lo anodino, las bellezas ocultas, lo que consideramos bueno o malo, veríamos cientos de hechos que también forman parte radical de la memoria del planeta. Lastimosamente, sólo los escritores de ficción y los divagadores de café suelen documentarla.

¿Quién les presta oídos? ¿Hay acaso lugar para lo que no sea práctico, urgente y necesario? Lo que no encaja en esa rutina de cosas importantes, pasa a definirse como charlatanería, la máxima afición de los ociosos.

Sin embargo, fuera de agenda, la vida tiene ribetes insospechados, y hay otros nombres para las situaciones que de tan conocidas se aceptan como normales.

Por ejemplo: Poncio Pilato fue el mayor seductor de la historia de la humanidad. ¡Por favor, qué aseveración más temeraria! Podemos creer que fue una figura muy polémica, que su quehacer ha trascendido por ese momento de relación con un personaje verdaderamente inigualable, como fue Cristo... y nada más. No obstante, nadie dejó tantos descendientes, por lo tanto fue el mayor seductor: miles de pequeños Poncios contemporáneos piden urgentemente la palangana cuando tienen que comprometerse.




ArribaAbajoEl suicidio

En alguna plaza de la ciudad hay retreta. ¿Pero cuántos la ven y escuchan la música? Cada uno enfrascado en sus pensamientos, olvida el entorno. Hasta ahora se nos hace difícil averiguar   —77→   cuánto incide lo social sobre lo particular, o si, al contrario, es el individuo el que desde su sitio solitario modifica su realidad y la de los demás. ¿O todo está revuelto en un gran caldero de luchas desiguales?

Decimos: el mundo está lleno de gente que va a la guerra o se mata por un pedazo de pan, lleno de borrachos y delincuentes, de enfermos y de niños desnutridos. Sin embargo, también está habitado por gente voluntariosa y sana, alegre y triunfadora.

No se trata de colocar los datos en una balanza, porque no somos máquinas. Sentimos y crecemos con el ritmo de nuestro tiempo, con nuestras emociones y sentimientos. Y alrededor, las grandes minorías...

Entre ellas figuran los suicidas. Son pocos, pero son. Otrora, tales incidentes nos parecían propios de las fiestas de fin de año y de la soledad rascándoles las costillas a los usuarios del subterráneo de Nueva York o de cualquier otra ciudad populosa. Ahora, los casos de suicidio se registran en las páginas policiales de los diarios, perdidos entre las crónicas sobre delitos comunes. El de matarse o intentarlo, es uno, el primero.

Atentar contra la vida es homicidio. El peor, porque uno mata o quiere matar lo que más conoce y ama: su cuerpo, su continente vital.

¿Pero estamos nosotros, los que seguimos tan campantes, en condiciones de juzgar un acto tan obsecuente y vil... o tan heroico? Nosotros, los que pululamos pacientes, acomodaticios, conformes con el sueldito y el seguro social. Nosotros, que no nos cuestionamos la existencia, que la aceptamos con los brazos abiertos, con el viento golpeándonos sensualmente en el rostro, tan en éxtasis que no percibimos el desamor o la injusticia que padece el vecino, el amigo, la esposa o el hijo.

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¿Será que antes sencillamente no se daban a conocer los casos de suicidio o es que realmente aumentaron en los últimos años en nuestro país? ¿Y dónde comenzará la gran cadena del mal? ¿En los problemas económicos? ¿En los desequilibrios mentales? ¿En el sufrimiento que provoca el abandono de un ser querido?

Muchos de los suicidios tienen a jóvenes como protagonistas. Y a mujeres. Una joven se lanzó desde el último piso de un edificio, cerca de donde se realizaba una fiesta deportiva. Primero se despidió de sus amigos en medio de la algarabía y en presencia de los mozos del Zodiac, con una sonrisa. Tenía poco más de treinta años. Buscó el fatal desenlace en forma premeditada. Y no simplemente para llamar la atención como hacen muchos expertos del chantaje afectivo. -Si te vas me mato- o tomando apenas la dosis justa de pastillas para crear el susto correspondiente.

Más allá de las connotaciones de tipo moral que giran alrededor del suicidio, están las puras, formalmente humanas. Nadie que se suicidó ha vuelto para contarnos cómo es la experiencia y por qué se la realiza. Es toda una provocación para la duda, y para seguir, estupefactos, llenos de preguntas sin contestación, en un planeta también habitado también por signos que somos incapaces de descifrar.




ArribaAbajoEn el país de las naranjas

Es difícil sustraerse de la maravillada emoción que despierta la lectura de «Mi último suspiro», del famoso cineasta Luis Buñuel. Más aún cuando dice que en alguna parte, entre el azar y   —79→   el misterio, se desliza la imaginación, libertad total del hombre.

Pero de repente, encontramos una frase suya, textual: «Steinbeck no sería nada sin los cañones americanos. Y meto en el mismo saco a Dos Passos y Hemingway. ¿Quién les leería si hubiesen nacido en Paraguay o en Turquía?».

La pregunta es lógica: ¿Qué pasa también con Buñuel? ¿Por qué siempre hay que citar a este país para hablar de lo-que-no-puede-ser? Es verdad, tal vez no sea desprecio sino afirmación de una realidad que está allí y... hazte de fama y échate a soñar...

La única ocurrencia que tuvimos en medio de la rabia -y atendiendo a que Buñuel también habla mucho de lo fortuito que en este caso nos hizo paraguayos- fue pensar cuánto tema le daría a él nada más que un fragmento de nuestra surrealista vida. Que no pase nunca casi nada... visible, ¿no está acaso más allá de lo real?

Él podría subirse, por ejemplo, a un tranvía Nº 5 y seguir su itinerario desde la Iglesia Las Mercedes, por la calle de los chalecitos. Pasear luego la mirada por la avenida España con sus viejos caserones y una que otra construcción moderna, fijarse en los árboles de naranja hay3 bordeando las veredas... ¡Cuánto podría decir del sopor absoluto que se siente a las cuatro de la tarde en medio del traqueteo del vetusto vehículo, al acercarse a la estación del ferrocarril que desde lejos parece una estampita de otro siglo!

Y cuánto más podría sugerir si viera a los soldaditos que compendian en sus desatinados gestos el amor callejero, en medio de las muchachas y los viejos fotógrafos, los vendedores ambulantes, las chiperas y los chiquilines de la Plaza Uruguaya. Después, en la zona principal de Asunción, vería que Palma es un racimo humano   —80→   apagado y versátil al mismo tiempo: afuera los mestizos, adentro los orientales en un práctico y económico encuentro racial.

Bien podría preguntarse por qué no nos atropellamos, por qué caminamos lentamente, por qué tenemos estas caras serias, casi meditabundas, por qué somos, sin embargo, tan naturalmente gentiles con el primero que pasa.

Si por casualidad alguien tuviera el atrevimiento de interrumpir su pacífico paseo en el tranvía, para contarle al señor Buñuel que esa calma chicha que se observa es sólo la engañosa fachada del paisaje, y que es normal que andemos buscando camorra, que hagamos poco y no dejemos tampoco hacer nada a los otros, que ya es un hábito sacarnos mutuamente los trapitos al viento, es probable que tan distinguido visitante no se sorprenda mucho, y con una enigmática sonrisa nos conteste: «Eso ocurre en cualquier parte, ¿no han visto mis películas? Es cuestión de escarbar en la supuesta urbanidad de la gente de las grandes ciudades para encontrar que tienen las mismas mezquindades que crecen y se reproducen en las aldeas.




ArribaAbajoGalileo y la decadencia

El término «decadente» ya no se limita a la definición del artista que funda la belleza en el refinamiento de la sociedad, ni al principio de debilidad o ruina. En la jerga contemporánea es decadente lo que ya no nos sirve como patrón. Es decadente la tergiversación de valores. Es decadente lo que no funciona dentro de un esquema evolutivo.

Un ejemplo concreto: el Caso Galileo. Copérnico, Giordano Bruno y Galileo, en el Renacimiento,   —81→   defendieron la teoría heliocéntrica, hoy considerada correcta: el Sol es el centro del sistema y la Tierra es la que gira alrededor de él, en contra de las apariencias. Pues si nos detenemos a mirar nos parece que el Sol es el que gira y se mueve arriba de nuestras maravillosas cabezas egocéntricas.

Durante toda la Edad Media, según la teoría de Ptolomeo, esto era así, efectivamente: la Tierra era la que estaba en el centro del Universo y los planetas y todos los demás cuerpos celestes giraban alrededor de ella.

Ya los griegos habían propuesto muchos años antes la teoría contraria, que retomaron Copérnico, Giordano Bruno y Galileo. Al segundo, el tribunal de la Inquisición lo mató en la hoguera. Con Copérnico no pasó nada, porque se calló y no armó líos. Pero Galileo, para escapar a la condena, tuvo que retractarse por escrito sobre lo que había afirmado en 1632. Entonces firmó el papelito diciendo que la Tierra no se movía, para no contradecir a la Iglesia, ergo, para que no lo quemaran vivo. Cuando salió del tribunal pegó una patada en el suelo, exclamando: Y a pesar de todo, se mueve.

Buena lección. Por lo visto, desde fechas inmemoriales hasta los científicos debían ser condescendientes y «transar». Entonces se trataba de no morir. Ahora se transa para no perder un mendrugo...

Aquí tenemos la novedad: varios siglos después, el Papa dice que la posición científica de la Iglesia en el Siglo XVII provenía de una lectura de la Biblia culturalmente influida. Y cuenta que designó en 1979 una comisión para estudiar el caso Galileo. Todavía no tienen el informe. La demora y la eternidad de los procesos judiciales no son problemas locales solamente. ¿Qué querrán comprobar, demostrar o rectificar, cuando hoy todos   —82→   sabemos que la Tierra se mueve más de la cuenta?

Un grupo de científicos, incluidos treinta y tres ganadores del Premio Nobel, hace un esfuerzo que dura casi cuatro años para reconciliar a la iglesia con el legado de Galileo. Por lo visto hay gente a la que ni muerta se tolera y perdona el haber sido diferente, el haber contribuido eficazmente para el desarrollo científico y cultural de la humanidad.

El Pontífice destaca que ha formado «un grupo interdisciplinario de investigación para realizar un cuidadoso estudio de toda la cuestión».

¿Qué cuestión, a esta altura de la historia? Algunos observadores del Vaticano han especulado con que Juan Pablo podría «rehabilitar oficialmente a Galileo»4.

¡Por Dios! Cuando crecemos nos olvidamos que también podemos ignorar algunas cosas. Negamos que el mundo es «ancho y ajeno». Es chiquitito y nuestro, nuestro, nuestro. Así de estúpidos nos hacemos, tan decadentes andamos.




ArribaAbajoHay vidas que no son tales

Hace ya varios años se publicitó desde Cáceres, España, un suceso que aparentemente no pasó de ser anécdota... Un «lío de faldas» llevó a un vecino de la localidad de Plasencia a una aventura que inició simulando su propia muerte en un accidente de tráfico, para fugarse con su amante, y terminó con el regreso al hogar familiar,   —83→   pretendiendo haber sido secuestrado y golpeado por unos desconocidos. Esto no sería nada -¡cuántos varones abandonan a sus familias porque sí, con el deseo de lanzar al aire una canita!-, no sería nada si no fuera porque Rafael Giménez García, el protagonista del enredo, le confirió adornos espectaculares.

¡Cuántos hombres y mujeres quisieran dejar en el río no sólo su automóvil, y desaparecer! Borrarse para siempre, no precisamente de la vida, sino de un lugar determinado con su larga serie de condicionamientos, con su pasado, presente y lo que de alguna manera se entrevé que llegará. ¿Quién no desea urdir, en ciertas circunstancias, una fuga breve o duradera? ¿Quién no intenta un borrón y cuenta nueva?

Muy pocos están conformes con lo que les toca andar, pero también poquísimos deciden aceptar que su rutina es enfermante, más aún, asesina de los sueños secretos o confesados. Y si por ahí alguien se atreve a la aventura de una experiencia que no conduce a nada... todo el mundo se cree con derecho a condenarlo.

A veces me pregunto qué habrá pasado con el hombrecito español. ¿Estará aún hoy expiando su culpa, soportando las recriminaciones de su familia, añorando tortuosamente a la joven con la que planeó un futuro completamente nuevo, sin rastros del ayer, sin temores? En realidad, lo que me encantaría saber es si volvió porque es más cómodo quedarse con lo viejo y conocido que se tiene, o porque no quiso que los otros supieran que de verdad, de verdad, estaba por fin más vivo que nunca.



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