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Sensibilidad y sensualismo en la poesía dieciochesca


David T. Gies


Universidad de Virginia



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El siglo XVIII español es un siglo bifurcado, contradictorio y ambiguo. Como nos explicó hace años Russell P. Sebold (Sebold, 1964, 1989) ya no podemos aceptar las ideas simplistas de los críticos de los siglos XIX y XX que -sin estudiar profundamente la historia intelectual o la literatura de dicho siglo- insistieron en describir una época aburrida, antinacional, limitada, excesivamente didáctica, incapaz de producir grandes obras literarias y «fría». Aquellas perspectivas, ya superadas, vieron exactamente lo que querían ver, y nada más. Por eso, su siglo XVIII fue un siglo abrumado por malas traducciones de obras extranjeras, dominado por imitaciones de obras clásicas (tanto españolas como francesas) y exento en absoluto de interés. Sus estudios reconocieron, a regañadientes a veces, el valor de las producciones literarias de los grandes maestros del siglo, es decir, de Feijoo, Jovellanos, Cadalso, Forner, Iriarte, los dos Moratines, Ramón de la Cruz, Meléndez Valdés, Isla, Torres Villarroel, Mayáns o Luzán, para citar solamente los nombres más conocidos. Sin embargo, junto con los tibios elogios a dichos autores, los críticos de las antiguas escuelas frecuentemente se quejaron de lo aburrido de sus obras, del poco valor intrínseco de sus varios tratados o poesías o novelas (incluso, negaron la existencia de una novela española del siglo XVIII). Para confirmar su ya distorsionada perspectiva, copiaron los momentos más secos de Luzán o las poesías más frívolas de Cadalso para «probar» a sus lectores que la verdadera historia literaria pasaba directamente desde la muerte de Calderón en 1680 a las publicaciones de Larra en los años 1830, sin dejar rasgo dieciochesco de pena ni de gloria.

Visto desde esta perspectiva, el siglo XVIII español apenas existía. A principios de nuestro siglo XX Américo Castro observó que no estudiaba nadie el Siglo de la Ilustración. Y tenía razón. Recuerdo perfectamente que cuando yo era estudiante a finales de los años 1960, algunos de los grandes profesores ingleses y norteamericanos suprimieron por completo el siglo XVIII en sus cursos universitarios. No merecía la pena, en su opinión, estudiar un siglo que no había producido nada de valor y cuyas pocas obras nos abrumaban con excesiva racionalidad y reglas literarias.

Afortunadamente, esta lamentable situación ha cambiado total y radicalmente. A partir de los años 1960 una nueva generación de estudiosos ha descubierto -redescubierto, más bien-   -216-   la gran riqueza de la literatura española dieciochesca. Ya tenemos a nuestro alcance las obras de los grandes pensadores y literatos del siglo ilustrado, gracias a la labor de profesores como Francisco Aguilar Piñal, René Andioc, Joaquín Arce, Guillermo Carnero, José Miguel Caso González, John Dowling, Nigel Glendinning y John Polt y otros muchos que en los últimos treinta años nos han devuelto un siglo interesante, complicado, provocativo y polémico. Entre los que han trabajado más y con más brillantez, es, claro está, el homenajeado aquí, Russell P Sebold.

Ya se ha dicho que el siglo dieciocho español es un siglo bifurcado y ambiguo. Es, como ha escrito tan penetrantemente Carnero, un siglo que tiene una «cara oscura» (Carnero, 1983). Es decir, en general lo que se ha estudiado hasta el momento del siglo XVIII es su cara noble, las grandes obras de las figuras más conocidas. Conocemos las Cartas marruecas de Cadalso, la Poética de Luzán, el Teatro crítico universal de Feijoo, los muchos tratados y memorias de Jovellanos, El sí de las niñas de Moratín hijo y los sainetes de Ramón de la Cruz. Hemos estudiado y enseñado el divertidísimo Fray Gerundio de Isla (la sección en la que repite fray Gerundio lo de «fuego, fuego, que se quema la casa» provoca una risa apoteósica en mis estudiantes), La comedia nueva o el Café de Moratín (la figura de don Hermógenes produce otro alboroto cómico), las delicadas Fábulas literarias de Iriarte y las poesías anacreónticas de Meléndez Valdés. Incluso, si tenemos suerte y un grupo de estudiantes especialmente valiosos, podemos indagar en las obras de Montengón, Zavala y Zamora, Porcel, Martínez Colomer, Álvarez de Toledo, o las olvidadas mujeres del siglo como Josefa Amar y Borbón, María Rosa Gálvez de Cabrera, Margarita Hickey o María Gertrudis de Hore.

Sin embargo, aquí no tengo ni la inclinación ni el deseo de escribir sobre la cara noble de aquel siglo. Otros estudios se pueden dedicar al análisis de los avances científicos y literarios del siglo ilustrado, al estudio de la literatura neoclásica, al comentario de los numerosos tratados políticos y filosóficos que se publicaron y otros volúmenes se pueden organizar para revelar lo noble de la producción literaria ilustrada. Los nombres que acabo de mencionar pueden leerse en el contexto de aquel noble siglo dedicado a los avances científicos y humanísticos que llegaron a ser -esto lo sabemos a posteriori- los primeros pasos hacia un mundo auténticamente moderno. Francisco Aguilar Piñal nos ofrece una definición del siglo ilustrado que puede servir como punto de partida para nuestras indagaciones en el tema:

En toda Europa el hombre ilustrado se reconoce por el uso que hace de su razón y de su experiencia en contra de los prejuicios, las supersticiones, la credulidad, el gregarismo, la ignorancia o la sumisión intelectual; por su afición a la historia y a las ciencias empíricas, por su amor a la tolerancia, a la paz y al progreso, por su defensa de la dignidad humana, de la superioridad del saber científico sobre la tradición indocumentada de los derechos de la inteligencia sobre la fuerza bruta, la coacción religiosa o la represión política. En una palabra, preconiza la supresión de trabas al conocimiento mediante las luces de la razón.


(Aguilar Piñal, 1991, pág. 8)                


No obstante, este siglo empírico y racional no será el tema de nuestras observaciones. En las páginas que siguen voy a concentrarme en la llamada «cara oscura del siglo de las luces», es decir, en aquella literatura que no forma exactamente parte del programa ilustrado. Intentaré trazar los importantes cambios que se efectuaron en la filosofía occidental que permitieron al hombre del dieciocho español abrirse a su propia individualidad, aceptar la existencia y el valor de sus propias emociones y transformar aquellas emociones en literatura. Estudiaremos brevemente los ejemplos de Locke y Condillac para comprender mejor cómo el siglo XVIII descubre un mundo nuevo -el mundo de los sentidos. Este sensualismo creará un cambio de estructura   -217-   emocional que se refleja en el arte del siglo (en el arte «rococó») y que se expresa en la poesía y la pintura de una forma nueva y fuertemente erótica. Trazaremos los comienzos de un nuevo lenguaje poético, un lenguaje que capta aquel sensualismo y lo desarrolla en formas eróticas y hasta pornográficas. Es un sensualismo que se descubre en los cuadros de Boucher y de Watteau y se transforma en poesía (en Cadalso y Meléndez Valdés en particular). Luego aquella transformación llevará a la creación de toda una tradición de literatura prohibida y clandestina que circulaba de mano en mano tanto entre el mal educado público como la ilustrada nobleza del país -aquella verdadera «cara oscura» de la poesía de aquel siglo (estos aspectos- el rococó y la literatura pornográfica- se publicarán en otros estudios, ver Bibliografía). Lo que saldrá en estas páginas es la base de un importante cambio del lenguaje poético en el siglo XVIII. Un mundo lingüístico -el del Barroco- se transformará en otro distinto -el del Rococó. El código lingüístico del siglo XVII se rompe y se disuelve en el siglo XVIII. Surge un nuevo mundo de símbolos e imágenes poéticas que expresa el colapso del universo estructurado y teocéntrico del barroco y la llegada de la elegante frivolidad erótica que caracteriza el mundo rococó. Ese mundo lingüístico del rococó se derrumba bajo el peso de su propia perversión y de allí surgirá otro mundo aún más desconcertante, el mundo lúgubre, inseguro y rebelde del Romanticismo.

Podemos comenzar nuestra excursión por la poesía del XVIII en el siglo anterior, donde se encuentran las raíces de la revolución intelectual que ocurre en el siglo XVIII.

Se puede observar que el cuerpo humano se descubrió en el siglo XVII. Es decir, a través de los grandes descubrimientos científicos de los intelectuales alemanes, franceses y sobre todo ingleses, el ser humano empezó a comprender su cuerpo -cómo funcionaba, para qué servía, cómo se enfermaba, cómo moría- y a contemplarlo como una máquina cuyos varios elementos forman una entidad orgánica y funcional. Antes de los experimentos del español Miguel Servet (1511-1553) o del doctor inglés William Harvey (1575-1657), por ejemplo, el hombre tenía poca idea de algo que hoy en día tomamos por sentado -la circulación de la sangre. Antes, se pensaba que la sangre fue una mezcla de los cuatro humores, que tenía que equilibrarse por una complicada serie de propiedades físicas y espirituales y que la salud tenía más que ver con la presencia o la ausencia de buenos o malos humores que por la presencia o la ausencia de microbios (Nicolás Fernández de Moratín hablará de «bichos» como causa de enfermedades). El cuerpo también se controlaba, según estas teorías ahora rechazadas, por la astrología (ideas que atacaba Feijoo pero que seguía aceptando el buen escritor pero dudoso científico Torres Villarroel). Otro científico, el naturalista Carlos de Linneo, cuya taxonomía biológica reveló la naturaleza básicamente sexual de todas las cosas vivientes, ejerció una enorme influencia sobre el hombre moderno. Así, el cuerpo, en vez de ser sólo un pobre reflejo del alma del hombre, algo que el hombre tenía que suprimir u olvidar o controlar mediante la contemplación de su alma o de la divinidad, ahora llegó a reclamar un lugar absolutamente clave en la existencia humana. El hombre se definía ahora no exclusivamente como un ser espiritual sino también como un ser corporal. El cuerpo ya no era tan sólo lodo o barro o vil materia inmunda sino el envase en el que residía el alma y como tal, tenía que estudiarse y cuidarse.

El hombre se veía, se observaba, se tocaba. Es decir, comenzaba a descubrir la importancia y el valor de sus propios sentidos en su deseo de comprender el mundo en que vivía. Ya no servía la revelación divina como única fuente de información. Ya no servía el deductivismo como única vía hacia el descubrimiento de la verdad. Ya no servía la autoridad escolástica como   -218-   única manera de interpretar el mundo. Y el hombre se contemplaba dentro de una naturaleza observable, dentro de un mundo que ya no era sólo una construcción divina sino también una creación humana. Feijoo insistía en la necesidad de no perder tiempo en el estudio de «inútiles cuestiones»; abogaba por «explorar más de cerca la naturaleza». El mundo se veía como un lugar que existía en armonía con el hombre y así merecía estudiarse en todas sus manifestaciones. Después de Harvey, después de Newton, después de Bacon, después de Hobbes, después de Locke, ya no podían aceptarse las anticuadas teorías de Galeno o Hipócrates.

La lucha por discutir las nuevas ideas científicas es precisamente lo que motivó a Feijoo en su larga y polémica batalla contra las supersticiones -los «errores comunes» como decía él- que bloquearon los avances intelectuales de sus contemporáneos españoles. Cuando rechaza la filosofía aristotélica como sistema que pueda ser útil para la medicina, anuncia su campaña contra la postura anticientífica de los supuestos «intelectuales» de su día. Y, claro está, la insaciable curiosidad de Feijoo por aprender más sobre el mundo en que le tocaba vivir, por seguir las nuevas corrientes positivistas y empiristas de sus coetáneos europeos, es lo que caracteriza también los escritos de los grandes ilustrados europeos de mediados del siglo XVIII como Diderot, Voltaire, D'Alembert, Helvetius, Rousseau y Condillac.

Volvamos al descubrimiento del cuerpo. Las teorías de Locke, Condillac, Newton y los demás se conocían en las grandes universidades españolas, pero se las veía como cosas peligrosas. El Plan general de estudios dirigido a la Universidad de Salamanca por el Real y Supremo Consejo de Castilla, confeccionado en 1770, declara lo siguiente:

También tenemos noticia de Tomas Hobbes y del inglés Juan Locke, que contiene cuatro libros: pero el primero es muy conciso, y el segundo, sobre ser muy obscuro, se debe leer con mucha cautela, y es justo que no demos este trabajo a los jóvenes y los libertemos de los daños que podían padecer en su doctrina.


(Citado por Sarrailh. 1954, pág. 101)                


Pero el «daño» ya se había hecho. Como ha demostrado Richard Herr, las ideas de Locke y Newton llegaron a Francia a través de Voltaire y de allí conquistaron los países católicos, o abierta o clandestinamente. Los llamados «filósofos» -ya preparados por las ideas de Descartes- difundieron la nueva epistemología sensualista y el nuevo empirismo por todos los círculos intelectuales de Europa: «por todas partes los escritores franceses desparramaron los nombres de Voltaire, Rousseau, Locke y Newton» (Herr, 1958, pág. 6). Jean Sarrailh nos ha señalado que «los aficionados a las ciencia[...]se hallan diseminados a través de España, y su acción puede irradiar humildemente en todo el país» (pág. 131). Sabemos que Cadalso conoció directamente las teorías de Newton, y que había leído el Ensayo de Locke en la versión francesa de Pierre Coste (Sebold, 1983b, pág. 80) . Igualmente, Meléndez poseía las obras completas de Condillac y escribió sobre Locke en una carta que dirigió a Jovellanos: «Uno de los primeros libros que me pusieron en la mano, y aprendí de memoria, fue de un inglés doctísimo; al Ensayo sobre el entendimiento humano debo y deberé toda mi vida lo poco que sepa discurrir»(citado por Sebold, 1983b, pág. 80). Jovellanos mismo en sus Diarios sugiere que conoce a Locke, Condillac y los filósofos más célebres, y que él mismo había escrito una disertación sobre el espíritu y su facultad de percibir las sensaciones, claro indicio de la penetración de la filosofía lockiana en el mundo intelectual español. Y su famosa Memoria sobre educación pública está empapada de las doctrinas de Locke y Condillac, figuras que se leían asiduamente en su tertulia a finales del siglo.

Ahora cabe preguntar, ¿cuáles son las teorías de Locke y de Condillac que influyeron sobre la poesía española del siglo XVIII? Claro, aquí no podemos estudiar profundamente la filosofía   -219-   de la Ilustración ni pretender ofrecer más que una rápida síntesis de lo que nos interesa. Pero podemos por lo menos notar dos o tres momentos que pueden ser importantes. Primero, el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke (1632-1704) marca un momento clave en la filosofía de la Ilustración; llega a ser lo que Peter Gay llama «la psicología de la Ilustración» (Gay, 1969, vol. 2, pág. 177). Ya incapaz de aceptar ciegamente el conocimiento del mundo natural a través de la revelación divina, Locke postula una idea sumamente radical: que el hombre sabe lo que sabe por sus cinco sentidos. Es decir, que mediante la aplicación de las ideas científicas de Bacon y de Newton (especialmente sus teorías sobre la óptica), Locke propone la comprensión del mundo mediante la comprensión de la mente humana. Quiere saber exactamente cómo funciona el mundo (idea mecanicista) y así defiende la observación como el mejor método de llevar a cabo aquel conocimiento.

Étienne Bonnnot de Condillac (1714-1780) sigue las teorías de Locke en su Essai sur l'origine des connoissances humaines (1746), donde escribe que «no queremos descubrir la naturaleza sino conocerla, observarla». Luego, en su Traité des sensations (1754), Condillac defiende una teoría análoga: que la reflexión es un efecto de la sensación.

Recordar, comparar, juzgar, descubrir, imaginar, maravillar, tener ideas abstractas, saber verdades generales y particulares... no son sino distintas maneras de estar atento. Amar, odiar, esperar, temer no son sino maneras de desear. Así, estar atento y desear son en su esencia maneras de sentir y por eso se puede decir que la sensación comprende todas las facultades del alma.


Condillac se vertió al español en 1784, 1794 y 1805 (ver Sánchez-Blanco, 1982, pág. 511). Para Condillac no hay ningún conocimiento ni ninguna pasión que no se descubra por los sentidos humanos. Y ya no se habla de «sentidos» sino de «sensaciones». Básicamente lo que creen Locke y Condillac es que no existe nada en la mente humana (el «espíritu» humano, si se quiere) que no haya sido percibido anteriormente por los sentidos. En esta teoría domina la sensación como única forma de percibir las cosas; la revelación queda totalmente desacreditada. Esto parece ser un reductio ad adsurdum de las nuevas teorías científicas, pero resulta que este reductio es la base de toda la ciencia moderna.

Vista desde esta perspectiva, la filosofía de las sensaciones -la filosofía sensualista- tiene dos vertientes en Europa. Una es la progresiva identificación del hombre con lo que perciben sus sensaciones, entre ello la naturaleza en que vive. Esta identificación, intensificada en la segunda mitad del siglo por las teorías de Rousseau, nos lleva a la literatura que llamamos romántica (o prerromántica, o del primer romanticismo, según el crítico que está explicando las ideas). Esta es la poderosa tesis del profesor Sebold que «se da en España, en los siglos XVIII y XIX, una tendencia literaria de marcado aspecto romántico, que dura unos cien años» (Sebold, 1983a, pág. 17). Así explica Sebold cómo las emociones y los sentidos forman la base de este nuevo mundo literario:

Al pasar la linde entre microcosmo y macrocosmo, el romántico empieza a sentirse connaturalizado con las fuerzas supraterrestres y por fin, sediento de lo infinito, se metamorfoseará imaginariamente en divinidad suprema, en eje de su cosmos.


(Sebold. 1983a. págs. 17-18)                


¿Qué significa esto? Simplemente que el nuevo hombre dieciochesco, romántico en términos de Sebold, se deja abrir a las emociones y mediante esta apertura se identifica con la naturaleza como parte del cosmos. Por la epistemología sensualista de Locke y de Condillac, el   -220-   hombre dieciochesco -más bien, el poeta dieciochesco, como veremos en seguida- hace hincapié en su propio ser individual y su «propia disposición empírica naturalista» (Sebold, 1983b, pág. 79):

La aparición en España durante el siglo XVIII de la nueva mentalidad inductivista y la nueva relación sujeto-objeto derivada del sensualismo es lo que permitió a la literatura española evolucionar en la dirección del Romanticismo....


(Sebold, 1983b, pág. 108)                


El ejemplo más claro de esta vertiente romántica en la poesía dieciochesca se descubre en los versos que escribe Cadalso después de la muerte de su amante María Ignacia Ibáñez, la actriz que el bautizó con el nombre pastoril de «Filis» y que murió en abril de 1771. El entusiasmo que antiguamente proyectaba el hombre hacia el mundo ideal -el mundo platónico- ahora comienza a proyectar sobre el mundo concreto. Los objetos individuales de ese mundo concreto son, por ende, percibidos por los sentidos. Sebold ha estudiado estos versos, en que el poeta asocia el alma poética con el cosmos en que vive, en que sufre, prefiguraciones del alto emocionalismo que verterá sobre la literatura romántica a principios del próximo siglo. Un solo ejemplo nos servirá aquí para ayudarnos a entender esta rama del sensualismo dieciochesco.




A la primavera, después de la muerte de Filis


No basta que en su cueva se encadene
el uno y otro proceloso viento,
ni que Neptuno mande a su elemento
con el tridente azul que se serene.
Ni que Amaltea el fértil campo llene
de fruta y flor, ni que con nuevo aliento
al eco den las aves dulce acento,
ni que el arroyo desatado suene.
En vano anuncias, verde primavera,
tu vuelta, de los hombres deseada,
triunfante del invierno triste y frío.
Muerta Filis, el orbe nada espera,
sino niebla espantosa, noche helada,
sombras y sustos como el pecho mío.


(Cadalso, 1952, pág. 268)                


El hombre no puede menos de trasladar hacia la realidad natural ese entusiasmo que antes había sentido hacia el mundo ideal. Sólo en el Romanticismo llegará a recrear la realidad cósmica, transformada por la imaginación poética. «Observar al hombre en sus relaciones con la naturaleza» es lo que recomienda el poeta francés Saint-Lambert y lo que hace en sus poemas Les saisons (citado por Sebold, 1983a, pág. 84), algo que los pintores del dieciocho ya habían hecho desde la primera mitad del siglo. En el XVIII la emoción estética hacia la realidad sensible hacía experimentar un entusiasmo que anunciaba la pasión romántica. El elemento de la observación, que hemos visto en Locke, Condillac, Saint-Lambert y otros, se transforma de algo científico en algo que cobra una fuerza erótica cuando se estudia desde otra perspectiva (ver Gies, 1998 b).

El poeta del dieciocho comienza a usar sus cinco sentidos, a captar en palabras lo que esta descubriendo mediante la aplicación de aquellos sentidos al mundo que le rodea. El tocar, el oír, el gustar, el oler, el ver llegan a intensificarse en las obras de aquellos poetas influidos por estas dominantes corrientes del siglo ilustrado. Un ejemplo, de nuevo dado por el profesor Sebold, es   -221-   la La carta a Augusta de Cadalso. Aquí el autor juega con la naturaleza, con las deliciosas frutas que en otras manos, o vistas desde otras perspectivas, van a convertirse en fuertes imágenes eróticas. Pero por ahora, trazamos sólo el elemento sensual, no el erótico. Primero le exhorta a la señora, en términos que dan eco a la nueva ciencia dieciochesca:


Aprecia lo apacible,
busca lo que es sencillo y placentero,
goza de lo plausible,
experimenta un gozo verdadero.
Al campo y los placeres que presenta
aprecia, busca, goza, experimenta.


(Cadalso, 1952, pág. 259)                


Luego la invita a ver y a sentir los gustos de aquella naturaleza. Noten los sonidos, vean los colores, sientan los gustos tan sabrosos y tan bien descritos por el poeta:

«Pues, ¡qué de las sabrosas / riquezas de los troncos que he plantado! / ¡Qué peras tan gustosas! / ¡Qué pero tan hermoso y colorado! / Tendrás en mi verjel melocotones, / naranjas, brebas, limas y melones. / Después que hayas comido, / si buscas el descanso y el reposo, / ya te tengo escogido / un paraje encantado y delicioso / en una parte del jardín de casa, / por donde el Ebro en miniatura pasa. / Los árboles, cargados / de flores olorosas, hacen techo / con ramos enlazados, / con que el furor del sol queda deshecho / mil pájaros, gozando la frescura, / se burlan de su ardor en la espesura. / Al pie de un mirto ameno / te pondré con mis manos una cama, / no de pluma relleno, / sino de azar, jazmín y verde grama; / a sus lados dos fuentes van tocando, / que los van defendiendo y refrescando».


(Cadalso, 1952, pág. 259)                


Estas referencias a frutas concretas y a olores concretos indican una dirección de los sentidos a una realidad percibida, recordemos que los paisajes de Garcilaso se basan en un modelo literario (el de Virgilio o, indirectamente, el de Sannazaro), no en un paisaje real. La íntima relación que establece el poeta entre su tacto, su vista, su gusto, su oído -es decir, sus sentidos- y su arte poético revelan la presencia del nuevo sensualismo lockiano.

Relacionado con el sensualismo estético es una idea que capta la imaginación de todos los escritores ilustrados del XVIII: el concepto del «buen gusto». Esta noción, que ya había aparecido en las Tablas poéticas de Cascales en 1617, se interpreta en el siglo XVIII como la capacidad del hombre educado y sensible a distinguir entre lo bello y lo feo, el discernimiento de lo mejor en todas las actividades humanas. Luzán en su Poética defiende el concepto, y la conocida Academia del Buen Gusto lo institucionaliza a mediados del siglo. Pero lo que será el «buen gusto» para un Luzán o un Montiano a mediados del siglo dista mucho de lo que será para un Moratín, un Cadalso o un Meléndez Valdés en la segunda mitad del setecientos. En 1766, el conde de Peñaflorida, al pronunciar su discurso Sobre el buen gusto en la literatura ante sus amigos de la recién creada Sociedad Vascongada de los Amigos del País, conecta el concepto del buen gusto con los sentidos físicos: para Peñaflorida, el buen gusto es como el paladar. «El gusto es el paladar del alma, que sirve para discernir lo bueno de lo malo (no se habla aquí del bien ni del mal moral), lo hermoso de lo feo, lo fino de lo bastardo y lo excelente de lo mediano» (cit. por Areta, 1976, pág. 379). Es decir, para algunos intelectuales del XVIII, el hombre puede descubrir su buen gusto, y desarrollarlo, mediante el descubrimiento y desarrollo de sus sentidos. Y como ha explicado Aguilar Piñal, «los sentidos se adueñan de la filosofía, ya que sin ellos no pueden existir las ideas» (Aguilar Piñal, 1991, pág. 170).

El redescubrimiento de la poesía anacreóntica en el siglo XVIII combina los antiguos tropos clásicos y pastoriles con el nuevo sensualismo estético. Los versos de Anacreonte, poeta que   -222-   cantaba los placeres del vino y del amor en el siglo VI a de JC, se publicaron en París en 1554 y se difundieron inmediatamente por todas las capitales del continente. Fueron imitados en España por Quevedo, Villegas y, en el siglo XVIII, por Cadalso y por su amigo Nicolás Fernández de Moratín. En la Dedicatoria al rector de su periódico titulado el Poeta, Moratín insiste en que tiene menos interés en «guerra, escándalo y horrores» que en los temas más dulces de la poesía virgiliana y anacreóntica:

«Cantaré algunas veces / a la sombra del mirto deleitosa / mi pasión amorosa, / y las gracias que ostenta singulares / la ninfa angelical del Manzanares. / Otras veces de yedra coronado, / en los grandes banquetes suntuosos, / diré del vino estimado, / la fiesta y los manjares más preciosos; / los sencillos amores / que cantan en las selvas los pastores.


(Moratín, 1944, pág. 19)                


Hubieran sido inconcebibles estas referencias a botellas, al licor de Montilla, por ejemplo, en el mundo pastoril clásico. El poeta amplía esta postura bucólica para incluir un sensualismo más inmediato, muy diferente del antiguo carpe diem que recordaba al lector lo transitorio de los placeres humanos. Moratín, en un poema que celebra su cumpleaños, canta el amor, el placer, el vino y el baile. Evita por completo el elemento moral tan frecuente en los poemas medievales que trataban de este tema; aquí el nuevo poeta dieciochesco hace hincapié en el placer:

«Pues, huyan los pesares, / y baile mi Dorisa, / y venga la botella / del licor de Montilla. / Y de arrayán y yedra / la guirnalda me ciña / la rubia sien. Y luego / venga, venga mi lira / [...] Y pues su curso el tiempo / no es posible reprima: / mientras viene la muerte, / gocemos de la vida.


(Moratín, 1944, pág. 7)                


El poema, escrito A los días del coronel don José Caldalso, termina en un torbellino de goce sensual en el que exhorta a su amigo:


Brindemos muchas veces
el tiempo que nos queda;
dancemos y cantemos,
y déjala que venga.


(Moratín, 1944, pág. 7)                


El sensualismo pastoril es un elemento de la poesía dieciochesca que se repite con frecuencia en las odas anacreónticas de Moratín. Los poemas El nido de amor, Súplica despreciada, El Arroyo, El amor aldeano o El vino dulce contienen buenos ejemplos de esta sensibilidad europea. En estos poemas el autor juega con la idea de que el antiguo jardín clásico, el jardín edénico, se convierte en algo nuevo, más sensual, más -en fin- natural, que será el jardín de Venus, diosa del amor. Pero no sólo el jardín de Venus (que aparece, por supuesto, por todas partes en el mundo renacentista y barroco), sino de Venus y una corte de dioses menores que introducen el mundo de los sentidos: Flora, que representa el olfato, Céfiro, dios del viento que representa el sentido del tacto, etc.

Cadalso, íntimo amigo de Moratín, igual que este, insiste en que no va a cantar «de los supremos dioses y los reyes» sino «de pastoras y pastores / las fiestas, el trabajo y los amores». En tono burlesco Cadalso lamenta la imposibilidad de escribir poesía «frívola» al contestar a un amigo que le sugirió que se dedicara exclusivamente a asuntos más serios. En el siglo XVIII pareció difícil no dedicarse a la poesía filosófica, importante, grandilocuente, pero Cadalso   -223-   resiste los consejos de sus amigos excesivamente ilustrados e insiste en el valor del sensualismo, en la importancia del amor. En su poema Sobre ser la poesía un estudio frívolo explica su postura:

«¡Adiós, Filis, adiós! No más amores, / no más requiebros, gustos y dulzuras, / no más decirte halagos, darte flores, / no más mezclar los celos con ternuras, no más cantar por monte, selva o prado / tu dulce nombre al eco enamorado; / no más llevarte flores escogidas, / ni de mis palomitas los hijuelos, / ni leche de mis vacas más queridas, / ni pedirte ni darte ya más celos, / ni más jurarte mi constancia pura, / por Venus, por mi fe, por tu hermosura.


(Cadalso, 1952, pág. 250)                


Naturalmente, Cadalso no abandona estos temas preferidos; todo lo contrario, los repite y los intensifica en la celda de fray Diego Tadeo González. Sólo tenemos que ver sus importantes odas anacreónticas -A un amigo, sobre el consuelo que da la poesía, ¿Quién es aquel que baja?, A las bodas de Lesbia o Vivamos, dulce amigo- para comprobar su intensa dedicación a la poesía sensualista.

Tomemos como último ejemplo el poema Vivamos, dulce amigo, que regala Cadalso a su amigo Moratín. Escrito a imitación del estilo anacreóntico y pastoril tan en boga en los años 1760 y 1770, este poema también capta la suave sensualidad que marca el paso hacia el erotismo rococó que he estudiado en otro lugar (ver Gies, 1999a). Aquí, Cadalso desprecia los gustos artificiales de la corte y de los ricos para enfocarse en un elemento mucho más personal, el gusto sencillo y nada artificioso de su propio corazón. La primera palabra -«vivamos»- exhorta a su amigo a abandonar todo lo que no le toque personalmente y establece el tono juguetón de todo el poema. Los «gustos» de los ricos los asocia (en una rima consonante) con «sustos», cosa ajena a su íntima espiritualidad -los «amores verdaderos» que menciona después. Abandonará todo lo que no sea el placer, dejándose guiar por Cupido, abriéndose el pecho al amor de Filis y de Dorisa:

«En sencillos banquetes, / que sazona el afecto, / pase, sin ser sentido, / el carro del dios Febo, / y prosigan los gozos, / la risa y el festejo / hasta que vuelva Apolo / segundo giro al cielo, / guiándonos Cupido / a gozos más amenos, / con Filis y Dorisa, / que ocupan nuestros pechos, / y sin cuidarnos mucho / de que lejanos nietos / transmitan a los siglos / los apellidos nuestros, / cantando nuestras obras, / gozosos moriremos, / cubriendo nuestras tumbas / los buenos compañeros / con pámpanos de Baco / y con mirtos de Venus».


(Cadalso, 1952, pág. 274)                


Así, la sensualidad del momento le importa mucho más que la fama duradera; es decir, su fama eterna vendrá precisamente a causa de su capacidad de cantar el amor de sus dos amantes.

De esta manera, lo que hemos visto es la sutil transformación del lenguaje poético dieciochesco en algo a la vez más científico y más íntimo. Los poetas del siglo descubren un mundo natural que puede ser tema poético. Es decir, contra las eternas prédicas de los curas y las eternas condenaciones de los inquisitores, defienden un concepto nuevo: que nada es malo si viene de la Naturaleza. Esto incluye, claro está, la sensualidad humana. Como recuerda Emilio Palacios Fernández:

La filosofía de la Ilustración impulsó en España unos nuevos aires que transformaron los usos sociales, derrotando en amplios sectores de la sociedad dieciochesca las viejas barreras de la moral más pudibunda. Cambió la rígida relación de los sexos, sometida a las tradicionales hipocresías, y los hábitos de los españoles se abrieron a nuevas costumbres más acordes con el espíritu reinante de racionalización y naturalismo.


(Palacios Fernández, 1989, pág. 111)                


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El poeta del siglo ilustrado comprende el materialismo científico y desea captar en forma poética lo que está viendo, escuchando, oyendo -es decir, lo que está sintiendo. La estética de gran parte de la poesía del siglo XVIII se basa en la epistemología sensualista. Como lógica extensión de este nuevo descubrimiento sensualista -esta nueva libertad lingüística- el poeta del siglo XVIII se convertirá en fino esteticista, no sólo observador del «buen gusto» de la época sino también participante en aquella buena vida. Rousseau da un gran impulso a esta idea con su teoría -elaborada en su novela Emilio- de que el hombre es bueno por esencia y su estado más inocente y puro se encuentra en la Naturaleza, no en la sociedad artificial por él creada. Esta es la otra vertiente del sensualismo dieciochesco y una de sus expresiones se encuentra en el movimiento artístico que se ha llamado «rococó». El Rococó, como expresión de la fina sensibilidad dieciochesca, vacilará entre el gusto más exquisito y refinado, y la perversión más escandalosa entre el erotismo y la pornografía -pero las semillas de aquel cambio se encuentran ya en el sensualismo aquí comentado.






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