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Sentido de la tragedia en Roma

Sebastián Mariner Bigorra






I

Al señalar las posibles causas del declive de la tragedia en la literatura romana después de Accio, eso es, justamente cuando empezaba para ésta la época con razón llamada clásica, T. Frank, en el capítulo (II) de su obra1 dedicado a la tragedia y épica arcaicas, hace culminar la serie de concausas de tipo social enumeradas en una de carácter espiritual: a diferencia de las generaciones del siglo II a. C., las que se abrieron a la vida ya en el I fueron insensibles a la catharsis que las anteriores habían podido hallar en la contemplación de los escenarios trágicos: mejor la encontraban en los espectáculos de gladiadores y en los de cacerías de fieras. Como puede comprobarse con la lectura de su correspondiente párrafo2, el carácter catártico de la tragedia para la sociedad romana del siglo II a. C. -en la que el gran cambio social de una mayor proletarización ciudadana, cuya eclosión iba a ocurrir en época de Cicerón, estaba sólo gestándose- se da por sencillamente admitido: ni se discute ni se pone en duda siquiera3.

Y, sin embargo, habría sido provechoso que, quien se había propuesto en esta obra historiar precisamente la relación del público con la literatura -y no, como en otro célebre trabajo anterior4, la decadencia de la tragedia- se hubiese efectivamente planteado el problema de si realmente cabía hablar de catharsis en la actitud de los espectadores romanos de la tragedia. No faltaban, en efecto, voces que invitasen a tal planteamiento. Sin ir más lejos, Schanz-Hosius5, también al examinar las causas del declinar trágico, anotaban, Y SIN DISTINCIÓN ALGUNA DE ÉPOCAS, que el romano buscaba, en definitiva, en el teatro más bien solaz que elevación6.

Cierto que también para esta afirmación serían convenientes argumentos que la hicieran admisible. Pues es un hecho -que los indicados autores acaban de exponer en las páginas precedentes a la citada- que la tragedia se sostuvo en las tablas romanas por espacio de más de un siglo. ¿Qué solaz produjo, mientras tanto, si realmente el público que la contemplaba no buscaba en ella una elevación? Es fácil, en efecto, explicar mediante la tendencia al solaz, al esparcimiento, tal vez incluso a la evasión, el abandono de la tragedia: la habrían sustituido espectáculos más divertidos, por lo menos para un público menos culto. Pero ¿se ha pensado que el público de cuando la tragedia se aclimató a mediados del s. III debía de ser más inculto todavía? ¿Y que -como también señalan ellos acertadamente7- se le dio a la vez la tragedia con la comedia, con lo cual sus preferencias pudieron exteriorizarse inmediatamente, sin esperar siglo y medio a manifestarlas? ¿O, todavía más, que la preferencia por la comedia pudo sencillamente haber estallado de buenas a primeras a raíz de los iniciales intentos de Livio Andrónico, puesto que, en frase de un último gran historiador del teatro romano8, «la tradizione comica in Italia era preesistente, mentre quella della tragedia era totalmente importata»? ¿Y aun, finalmente, en que la realidad histórica es que la crisis del género cómico, evolucionando de las formas «grandes» hacia las menores de la atelana y el mimo, fue ciertamente anterior a la del trágico?

Realmente, ninguna de ambas suposiciones tiene presunción alguna a su favor. Lo mismo tiene que sentirse obligado a demostrar su aserto quien lo hace afirmativo, admitiendo que hubo catharsis en el espectador romano de la tragedia, que quien se en cierre en la negativa. Puede disculpar al primero, si se quiere, la convicción de que la definición aristotélica, precisamente por ser definición, se ha pensado de aplicación general: que tales deben ser los efectos de la contemplación de la tragedia. Pero, ponderando adecuadamente los términos de que aquella definición consta, es fácil advertir que esta parte es teleológica, en tanto que las precedentes son descriptivas9: imitación de una acción seria y completa, relativamente extensa, lenguaje agradable, variado según las partes, presentación de los personajes actuando y no por narración, recurso a la piedad y al temor. Mas, que este recurso efectivamente obre la catharsis no depende sólo del poeta, puesto que todo género escénico auténtico va indefectiblemente destinado a la representación ante un público: una cosa es que para Aristóteles se ordene a obrarla, y que ésta sea la intención del autor; otra es que efectivamente el público sea tal, que se consiga. Ahora bien, difícilmente podrá parecer lógico que una misma pieza sea tragedia cuando se represente ante un público al que logre producir el efecto catártico, y deje de serlo cuando se ponga ante otro con el cual falle el efecto, incluso pretendido10. Otra disculpa podría buscarse en el hecho de que los tratadistas romanos -en especial en este caso, Cicerón y Horacio- no hayan registrado positivamente una tal diferencia, si la hubo, entre el comportamiento del público griego y el del romano: fácil es, entonces, pensar que esa diferencia no existía, o, por lo menos, no la notaron ellos. Pero justamente el prestigio de la fuente griega podía en este caso llegar hasta un grado rayano en la sugestión, máxime si el cálido Cicerón o incluso el frío Horacio llegaban personalmente, una vez aprendido el fin catártico y en su calidad de espectadores excepcionales en cuanto que literatos, a percibir la indicada purificación en su respectivo yo. Y, para terminar con esta serie de prenotandos, piénsese finalmente que esta consideración es, paradójicamente, del todo reversible para exigir también argumentos a la posición contraria: si se pretendiese aseverar que el romano no ha acudido al espectáculo trágico a purificarse porque faltan o pueden estar mediatizados por la influencia aristotélica los testimonios que cabría interpretar en este sentido, se impondría inmediatamente otra réplica metodológica, a saber, que en tal consideración no se hace más que razonar ex silentio -por sí mismo o por reducción a él-, con carencia también de datos positivos.

Al parecer, sólo éstos, sacados de los hechos históricamente comprobables que ofrecen los testimonios de la Antigüedad al respecto, son idóneos para resolver la pregunta, si es que puede llegar al grado de solución la respuesta que se dé después de ponderados imparcial y suficientemente los pros y contras. En efecto, un primer expediente de carácter puramente especulativo, o poco menos, que podría pensarse quizás capaz de solventar de plano el problema, se revela, luego de examinado, como históricamente inaplicable. Me refiero al que podría sacarse de las consideraciones de von Fritz11 acerca de la diametral inversión que para el carácter de la tragedia helénica representa la doctrina estoica, especialmente, entre las derivadas de la enseñanza de Sócrates, de la cual dimana un nuevo concepto de culpabilidad humana, tan distinto o incluso tan opuesto al de los tragediógrafos clásicos, que ha permitido escribir con razón a dicho autor que, «en este sentido [con referencia a la culpabilidad] es ya la filosofía de Sócrates no-trágica o francamente antitrágica». Afilada la nueva concepción en la filosofía estoica, para la cual un Orestes matricida bajo el impulso de las Furias no es culpable en el sentido en que lo era para Esquilo, «no es difícil ver que, a base de una tal filosofía, una tragedia en el sentido del s. V es completamente imposible». De aquí que la concatenación seguida por von Fritz impecablemente lleva a negar carácter trágico a los dramas de Séneca, «que él llamó tragedias»12. Pero esta concatenación, que puede parecer apodíctica referida al teatro de Séneca, necesita ser depurada si se quiere aplicar a la escena trágica romana de los siglos III y II a. C. Afirmar para ésta, especulativamente, que la tragedia a la manera del s. V ateniense era imposible y que, por tanto, no se dio, requiere probar históricamente varios extremos: en lo objetivo, que las adaptaciones de Andrónico, Nevio, Ennio y Pacuvio por lo menos -para asegurar la réplica refiriéndola solamente a los más antiguos tragediógrafos romanos- eran hasta tal punto sólo adaptaciones, que transformaban efectivamente el espíritu con que la culpa había sido concebida por sus originales griegos hasta el grado de poder cambiar el sentido del impacto -llámese purificador, llámese moralizante, ahora aquí no importa- que podían producir en el espectador; en lo subjetivo, que la sociedad romana anterior a la conquista de Grecia y, más estrictamente, a la célebre presencia de los embajadores filósofos a partir del 155 a. C. estaba efectiva y suficientemente imbuida de estoicismo o, al menos, de socratismo, para que realmente su reacción ante la tragedia helénica adaptada fuese distinta de la que pudo tener el público ateniense del s. V.

Apenas hace falta decir que tanto para uno como para otro extremo las pruebas positivas faltan y caemos, irremisiblemente por ahora y quizás para siempre, en la sima de la argumentación ex silentio: los miserables restos de la tragedia romana no senequiana13 apenas permiten un atisbo de su grado de dependencia del original griego y, en cuanto lo permiten, más bien autorizan a suponer una variedad notable según los distintos adaptadores y aun en la obra de un mismo adaptador, que no una uniformidad en la literalidad como haría pensar la expresión ciceroniana ad verbum de graecis expressas [fabellas latinas]14 tomada también con excesiva literalidad15; y, por otro lado, el estudio de la espiritualidad romana anterior a esta crítica mitad del s. II en obras representativas16 se hace no ya lacunoso, sino desértico. No queda otro remedio, pues, que acudir a la interpretación de los datos ofrecidos por la historia externa.

Éste parece ser el buen método para la cuestión en general: aprovechar los datos de la historia de la tragedia romana dentro de la historia literaria latina coetánea, y, especialmente a la luz de las analogías y de las diferencias con la tragedia griega y sus efectos, escudriñar si los producidos en el público romano eran similares o diferentes, si también para el espectador romano, como para el griego17, el sentido de la tragedia era o no un acto cuasi-religioso de purificación.




II

Desde su cuna al sepulcro, la tragedia latina manifiesta una concomitancia con la épica que en vano se buscaría en la historia de la escena griega.

No cabe decirlo, ciertamente, en el sentido en que Brecht acuñara su denominación de «episches Theater»; para ello haría falta poseer las piezas escénicas en sí, para examinar cómo se lograba efectivamente en ellas la plasmación artística, y ver si ésta se asemejaba o no a los procedimientos narrativos de la épica18. Todo esto es no sólo inseguro, sino imposible de determinar hoy por los medios habituales.

Mas esta imposibilidad de comprobar una concordancia intrínseca no trae aparejada la de advertir cuán íntima es en muchos aspectos la concordancia entre los respectivos procesos de ambos géneros.

1. El hecho de que la helenización del epos y de la escena romanos hayan sido obra de un mismo hombre ha sido de capital importancia para esta simbiosis. Mas no tanto en cuanto a unidad de enfoque personal, aunque también esto es importante, según se verá en 2, sino por haber determinado necesariamente una coetaneidad entre los dos géneros. Artificialmente, si se quiere, pues no es improbable que la literatura romana nacional hubiese constado ya con poesía narrativa; mas lo cierto es que la traducción de la Odussia, en cuanto que era obra escrita frente a la posible épica anterior, fundamentalmente oral si la hubo19, pudo ser para los romanos el primer hito palpable de su Literatura. Hito casi gemelo en el tiempo (¡y en el asunto helenizante!) de la primera representación de una tragedia, hasta el punto de que, como bien ha hecho notar E. Paratore20, para los romanos literatos de la época clásica, ésta era, más bien que aquélla, la fecha del comienzo del quehacer de escritor en la historia de Roma.

He aquí, pues, una gran diferencia con respecto a las mutuas relaciones de ambos géneros en la literatura griega, donde es más de medio milenio el que separa, si no sus respectivos nacimientos, sí al menos su respectiva consagración como grandes géneros. Muchas fueron realmente las concordancias temáticas entre Homero y los grandes trágicos; pero la relación entre uno y otros es, en todo caso, genética, de descendencia, hasta el punto de que no cabe hoy quitar un ápice de parte de la afirmación que en el s. XVI ponía Álvar Gómez en la epístola-prólogo a una tragedia suya: «... tragoediarum exempla, quemadmodum et caetera omnia poematum genera, ab hoc vasto Musarum Oceano, Homero nempe, imprimis profluxisse»21. En cambio, el romano se encontró con que, prácticamente a la vez, le era dado leer en latín las andanzas de Ulises y oír sobre la escena, en latín también, sus frases y verle actuando junto con sus compañeros en el Equos Troianus: la Grecia legendaria le llegaba ampliamente por una y otra vía22, sin que le cupiera discernir, en cuanto a espectador o lector primerizo, cuál de las dos era origen de la otra. Que una de ellas se le diese con ocasión de unas celebraciones religiosas no podía ser gran motivo de distinción. Hoy día parece admitido que «il teatro a Roma, pur essendo strettamente connesso, come in Grecia, con feste religiose, fin dalle origini, non ha tuttavia l'enorme importanza di centro della vita religiosa, spirituale, politica ch'esso ha, p. es., nell'Atene del V secolo»23. Aun admitiendo como totalmente histórico el discutidísimo pasaje de Tito Livio sobre los orígenes del teatro en Roma24, y considerándolo, pues, como un festejo en su origen acto ritual para aplacar a los dioses, la peste del 364 que se intentó así aplacar queda a más de un siglo de distancia de las primeras representaciones de L. Andrónico, cuando la organización de los espectáculos ya nada tiene de voto espontáneo para una expiación, y tal vez ya tampoco mucho de cumplimiento de un voto anterior, y va entrando en un carácter institucionalmente político-nacional, si bien sea quizás prematuro atribuirle ya el político-personal de la época de culminación del género trágico, en que los espectáculos, del género que sean, constituyen sencillamente un medio de ganarse votos para mayores ocasiones los ediles que se encuentran en el cargo, o motivos de autoexaltación de las familias nobles o de las facciones políticas, que los «ponen» con ocasión de funerales de rango extraordinario25.

2. L. Andrónico tradujo la Odyssea, según es bien sabido, como «autor de libros de texto» fundamentalmente. Que la fuerza del original o su talento de adaptador le permitiesen con ella empezar a cobrar fama de literato, aunque no fuese más que por hallarse «en país de ciegos», fue un efecto secundario. Que su obra, además, pudiese llegar a interesar a los romanos coetáneos ya no es ajeno a su propia intención, si damos crédito a lo habitualmente repetido26 acerca de la elección de esta obra con preferencia a la Iliada con vistas a que el argumento era aventurero y hasta cierto punto relacionado con tierras itálicas o vecinas.

¿Cuál fue su intención en la adaptación de las tragedias? Andrónico había pasado o estaba pasando al carácter «burocrático» de poeta oficial; es sabido que su himno a Iuno Regina fue de encargo. No se hace difícil extender a la tragedia la misma suposición, a tenor de lo indicado por las fuentes, según las cuales la vocación de escritor escénico habría sido en el antiguo paedagogus una derivación del oficio de actor y director que mientras tanto había emprendido. No se advierte, pues, ninguna intención moralizante ni siquiera purificadora en el padre de la tragedia latina: paralelamente a como en la enseñanza se había hallado sin «libro de texto», se encuentra ahora con que la escena romana carece de libreto argumental, fiada a la improvisación o a la repetición variada de una temática consabida. Y de su amplísimo archivo de griego puede escoger ¡más todavía que pudo hacerlo con la épica! algo que le permita hacerse más con su público, como antes con sus discípulos. No pretendo regatear encomios a sus intentos escénicos: como los de todos los innovadores, por sencillos que sean, resultan grandiosos. (Aparte de que éste de la adaptación escénica no debió de resultarle, probablemente, nada sencillo). Lo que interesa dejar aquí dilucidado es que no se ve por parte de Livio nada que no sea una actitud de «hombre nuevo en el oficio» a las órdenes de quienes le contrataban27: todo muy lejos y muy distinto de un programático que, por su sola cuenta, se hubiese propuesto trasplantar a la escena romana el gran drama religioso griego con intenciones purificadoras.

Algo pudo haber, sin embargo, muy intencionado en la innovación liviana, y precisamente algo que tenía que influir profundamente en la vinculación épica-tragedia: la preferencia por los argumentos del llamado ciclo troyano28, que iba a ser prácticamente constante a lo largo de la historia de la tragedia latina.

Es bien sabido que la tradición épica que vincula los orígenes de Roma a la guerra de Troya se remonta a gran antigüedad29; aparte los testimonios arqueológicos, la leyenda aparece ya bien contorneada en el autor que sigue a Andrónico, Gneo Nevio, hasta el punto de que no cabe dudar de su existencia y seguramente popularidad en la época del primer adaptador escénico. Pues bien: Troya, que está presente en el alumbramiento a par de gemelas de la épica y la tragedia romanas helenizantes, las seguirá enlazando a lo largo de su historia.

La explicación de esta preferencia viene explícitamente formulada en el pasaje de Valsa, citado en la nota anterior: «chose d'ailleurs compréhensible pour les descendants légendaires d'Enée». Y esta relación con los orígenes legendarios de Roma puede explicar todavía el favor de que han gozado sobre la escena latina argumentos de fácil referencia a la leyenda de Rómulo: la Antiopa de Pacuvio, por ejemplo, basada también en una leyenda de gemelos expuestos, hijos de Júpiter y de la protagonista, que se apoderan del trono de su tío; o, para no salir del mismo autor, su Chryses, supuesto hijo de Apolo y Criseida: ¡cualquier parecido con la leyenda de Marte y de Silvia no es mera coincidencia! La lista pue de alargarse: prosiguiendo con Pacuvio, cuyos argumentos han sido profundizados en lo posible por el citado investigador y no se reducen ya, pues, para nosotros, a puros títulos en su mayoría, se podrían agregar los Niptra: «il est possible, notamment, que le mariage des deux fils d'Ulysse, chacun avec la mère de l'autre, de Télémaque avec Circé et de Telégone avec Pénélope, suivant les conseils de Minerve, unions dont étaient issus respectivement Latinus et Italus , devait clore une tragédie qu'illustrait en quelque sorte les origines du peuple romaim»30.

3. Si no fuese porque quizá deba pensarse que la excesiva facilidad de la constatación ha permitido que se la diese habitualmente por formulada, cabría extrañarse de que se haya insistido tan poco en que estas épica y tragedia arcaicas helenizantes, que hemos visto nacer poco menos que juntas, entraran también juntas en su letargo31. Bien que en condiciones diferentes, pues la épica fue sustituida por el epilio alejandrino, en tanto que nada sustituyó efectivamente a la tragedia como tal; sin embargo, la época es otra vez coincidente: los tiempos de Sila32. Sólo que de ahora en adelante vamos a estar menos informados todavía con respecto al contenido de la tragedia romana, pues por pura ley de los tiempos la lengua de un César Estrabón -y lo propio cabría decir de la de toda la producción «aficionada» del medio siglo letárgico (Casio de Parma, Cornelio Balbo el menor, Quinto Cicerón, Julio César, Santra, etc.)- ya no es para los gramáticos la rica mina de formas arcaicas y raras33, y nos quedamos, por tanto, lo propio que para la tragedia augústea, sin el filón -escaso para lo que necesitaríamos, ciertamente- que estas citas gramaticales y eruditas representaban para los trágicos de los siglos III y II.

4. A este eclipse total puede deberse también que la tragedia augústea no se haya destacado suficientemente como resurgida juntamente con la epopeya. Cierto que el fenómeno no ha pasado desapercibido, pero no me parece haber sido ponderado lo bastante; y ¿cómo no pensar que a ello puede haber contribuido el hecho de que del Thyestes de Vario -la obra cumbre del momento, alabada por sus contemporáneos y un siglo más tarde parangonada todavía por Quintiliano con las mejores piezas de la escena helénica34- no quedan sino dos escuálidos versos?35

Mas este silencio es susceptible de interpretarse también, hasta cierto punto, en un sentido positivo. En efecto, que se haya producido tan casi absolutamente (lo propio ocurre con las otras tragedias de la época) indica que no sólo los nuevos textos eran estériles para las búsquedas de los gramáticos anticuarios, sino también para los cazadores de rarezas estilísticas. No sólo se habían terminado los arcaísmos; hay que pensar que era ya también imposible espigar los sesquipedalia uerba que se ofrecían en los trágicos arcaicos: ni los curuifrontes, ni los repandirostrum e incuruiceruicum, continuaban, probablemente, en el estilo de los autores augústeos.

De ser así, nuevamente sería posible hermanar fuertemente épica y tragedia en las letras romanas. ¿Por qué, con tanto hablar del declive de la tragedia, del público que no estaba para cosas serias, etc., se olvida del curioso y precioso detalle de que la época augústea no ofrece ningún resurgimiento notable en la comedia, y que, en cambio, junto a la Eneida tiene en el Thyestes de Vario y en la Medea de Ovidio las obras maestras -o tenidas por tales en su época, que bien conocía las del siglo anterior- del género trágico en Roma con la seguridad de que aquella tragedia llegaba efectivamente a la escena, no era un puro quehacer de aficionado?36

Junto a la Eneida, vuelta a Homero, tal vez más homérica en cuanto a la penetración del gusto que la propia Odussia liviana, la Roma augústea volvió con el Thyestes a los trágicos clásicos, pero con las mismas características de depuración estilística, y seguramente de penetración estética más profundamente lograda. Hasta el punto de que, segura de sí misma, encontró en uno de los grandes poetas de la época, Horacio, quien no desdeñó ser su preceptor.

5. El paralelismo puede continuar, y esta vez por fin, con un conocimiento de causa como nunca antes. La última fase de la evolución de la épica latina la representa la Farsalia, de Lucano. Posteriormente la épica será neoclásica, arcaizante si se quiere, pero no se dará al frente ningún paso más. Y la última fase de la tragedia latina, bien conocida esta vez, está constituida por el teatro, coetáneo, de Séneca y la Octavia.

Poco sería, sin embargo, la pura coincidencia cronológica en la innovación, si no hubiese coincidencia en lo principal de la innovación misma. De antiguo es conocida, por lo que hace a la Farsalia: frente a la tradición épica griega y romana, Lucano prescinde en ella, de manera prácticamente absoluta, de la intervención de los dioses como personajes. Añadida esta peculiaridad a la de haber tomado como materia del poema un hecho histórico, aunque ya no contemporáneo, fue el ingrediente que determinó la reacción, casi inmediata, de tenerle más como historiador que como poeta. Reacción que no tenía por qué haber determinado sin dicho ingrediente la sola índole del argumento, pues de asunto histórico y menos distanciado en el tiempo había sido el Bellum Poenicum de Nevio y los Annales de Ennio (al menos en parte, éstos), y nadie había contado a sus autores entre los historiógrafos: su puesto entre los poetas era seguro, dado que habían compuesto exactamente como la épica consagrada, y ello no en cuanto al verso simplemente -éste lo mantuvo Lucano mejor y más tradicional que los saturnios nevianos y hexámetros de Ennio-, sino en cuanto a la arquitectura de la acción narrada.

En cambio, ha habido que llegar a nuestro siglo para reconocer que lo más característico del teatro trágico senequiano, discutido en cuanto a teatro, en cuanto a tragedia, en cuanto de Séneca, lo constituye el esfuerzo prometeico de robar a los dioses la antorcha trágica para otorgarla a los hombres: «Qui sorprendiamo il segreto più riposto e più sostanzioso della drammaturgia di Seneca: il nodo trágico non é più constituito per lui dall'urto fra la persona umana e la legge divina, dallo stimulo a reintegrare (Eschilo, Sofocle) un armonico equilibrio fra cielo e terra o a prospettarne l'irrimediabile manchevolezza (Euripide), ma dallo scatenamento di una passione che sorge non come un castigo inflitto dagli dei, ma come un istinto del cuore umano, e si configura perciò sempre entro lo sviluppo dell'umana psiche, quale le etiche dell'ellenismo avevano abbondantemente analizzato. Seneca ha compiuto insomma il miracolo di trasferire la tragedia dal cielo sulla terra, dalla religiosa trascendenza all'immanenza del nudo dato passionale»37. Esto parece que ya no podrá ser discutido: a ello -más que al desconocimiento de los originales griegos, como tantas veces se ha dicho- se debe el carácter senequista de la influencia de la tragedia clásica en el teatro europeo post-renacentista. Todo va resultando claro a la luz de esta consideración; cómo se ha tardado tanto en llegar a ella es algo que tal vez no quepa explicar más que por la necesaria falta de perspectiva de la Antigüedad, que no pudo prever que con ello se inauguraba un nuevo ciclo del teatro universal, cosa fácil de ver ahora, a posteriori38; y por una preocupación, de parte de los modernos, por tantas y tantas cuestiones discutidas y discutibles, que habrían oscurecido o estorbado el interés hacia ésta, fundamental y en realidad independiente de ellas.

En efecto, se podrá seguir discutiendo, incluso, sobre la identidad del autor de las tragedias; podrá durar la polémica sobre la paternidad de la Octavia; se disputará sobre la representación y aun la representabilidad de las piezas, probablemente, durante mucho tiempo; continuará la apasionante cuestión sobre si nos hallamos ante un sermonario estoico moralizante o una colección de «enxemplos» para el buen gobierno... Todo ello no afecta al hecho de que, puesto a escribir tragedias o al trágico modo, Séneca hizo con respecto a la tragedia anterior un cambio del todo paralelo al que en la épica representa la innovación de su sobrino. El hecho, a su vez, abre nuevos interrogantes: a quién o a qué es debida la modificación, qué tiene de personal en cada uno y qué de influido, etc.; pero el hecho es palpable y atestigua, para lo que aquí hace al caso, cuán íntima fue en la conciencia artística del romano la paridad de la tragedia con la epopeya.

6. Ya en el sepulcro de la literatura nacional pagana se ha de hallar, incluso, un enlace de los espectros de uno y otro género. Como sombras que hubiesen perdido su sustancia material, cabe en los últimos tiempos de la decadencia un vaciarse tal de las nociones de epopeya y tragedia que haga posible la interpenetración de ambas: la Orestis tragoedia que en el siglo V escribe Draconcio es, en realidad, un epilio. La mescolanza de paganismo y cristianismo que se da en este autor, no tan extraña para quien no parta del apriorismo de una distinción entre UNA literatura nacional (= pagana) y OTRA sucedánea (= cristiana), va unida a la de épica y tragedia, tampoco tan inexplicable para quien las haya visto tan juntas en su historia en las letras latinas.

*  *  *

Lo que de común pueda encontrarse entre épica y tragedia romana en cuanto relacionadas ambas con la retórica y en cuanto acogedoras ambas de argumentos de asunto nacional, es mucho; pero ambos aspectos tienen en el examen de nuestra cuestión personalidad propia, y por ello merecen ser tratados aparte39. Quede aquí, por ahora, y para que no parezca inadvertencia o menosprecio, la mención de que se trata de dos motivos más, e importantes, que añadir a los hasta ahora enumerados en el cotejo de la presencia de uno y otro género ante la sociedad romana de distintas épocas. Y la observación de que la conexión debía sentirse tanto más afirmada por el primero de dichos motivos, cuanto que, muy naturalmente, la retórica era manjar extraño en el otro género escénico: la comedia40.




III

Son múltiples y variados los indicios seguros de que el romano vio como cosa natural la fuerte dosis de retórica con que se le servía la tragedia, como que debía seguramente creer en una especial connivencia entre ésta y el género oratorio. Por su parte la crítica moderna anda acorde a este respecto, y las dudas no parecen existir sino acerca de cómo se originó esta interacción que, mientras para Norden41 partiría de la oratoria y a través de la tragedia, primero y más fácilmente influido de todos los géneros poéticos, habría pasado «perniciosamente» a los demás, en cambio para Fraenkel42 podría haberse iniciado dentro de la tragedia misma por influencia de los carmina arcaicos, del lenguaje de la propia escena griega imitada y de la lengua religiosa.

Cómo la interacción llegó a ser concienzudamente percibida y aceptada como cosa natural por los romanos una vez helenizada su cultura43, podrá recordarse atendiendo a las siguientes observaciones, en las que paralelamente correrán las que acreditan la acción de la oratoria sobre la tragedia, como la de ésta sobre aquélla, y las que suponen una equiparación de ambas ante varios de los distintos cambios de estilo y gusto que ofrece la historia de las letras latinas.

1. No sólo fin dalle origini la tragedia era melodramática y magnilocuente, sino que no rehuía ni siquiera algún que otro resabio de la retórica oficial. Creo que, contra Paratore44, que lo impugna, lleva razón W. Beare45 al percibir como un eco de diálogo entre un cónsul que se dirigiera a su padre, consular, en el célebre verso del Hector proficiscens, de Nevio, «laetus sum laudari me abs te, pater, a laudato uiro»46.

2. M. Valsa47 ha estudiado con detención el interés de Pacuvio en adaptar los procedimientos retóricos, y ha hecho la interesante observación de que, comúnmente, los tragediógrafos han estado en buenas relaciones con los oradores, en tanto que fueron mal tratados por los satíricos. Por otro lado, la tendencia al patetismo se va desarrollando precisamente a lo largo de estos contactos mutuos durante todo el s. II a. C.: incipiente ya en Ennio, aumenta y se consolida en Pacuvio y Accio, mientras se va adueñando también de la oratoria hasta hacerse depurado y perfecto en la segunda mitad del siglo, del cual puede citarse como ejemplo conspicuo el célebre Gayo Graco, que entusiasmaba a los oradores y tratadistas de épocas siguientes48.

3. Un paso más y nos hallamos ante la famosa pregunta formulada a Accio sobre por qué no se había dedicado al foro cuando tan bien hacía hablar a sus personajes en la escena. Aparte de la historia, opus oratorium maxime; ¿puede exhibir ningún otro género, ni siquiera la épica y la sátira, la posibilidad de que de alguno de sus autores se haya acuñado una anécdota parecida, que no dejaría de ser significativa aunque no fuese verdadera?

4. Pero es otra vez el por tantos conceptos enigmático teatro de Séneca el que proporciona una luz nueva para la observación de estas relaciones y, paradójicamente, la recibe de ellas a su vez.

Y no precisamente por el hecho de que la conservación de su obra escénica completa haya podido revelar el gusto con que su retórica de nervio y «fuegos artificiales» goza jugando en el teatro con el efectismo de las frases lapidarias49, pues ello no sería más que un paralelismo, no incongruente, desde luego, a agregar a los varios que se han podido revelar entre la expresión trágica y la retórica. Lo, a mi ver, singular50 en el caso de Séneca es que su teatro, de características innegablemente difíciles para pasar a la escena ante un público multitudinario, surge precisamente cuando la oratoria ha recogido velas desde el foro y se ha refugiado en los salones de declamación. Mal planteo me parece el examen de si la abundante retórica sermonaria de los dramas senequianos los hacía o no irrepresentables por inaguantables a causa de falta de movimiento escénico; en realidad, el autor puede haber pensado en un auditorio bien acostumbrado al monólogo y a la discusión dialogada, es decir, en un auditorio fácil de encontrar en su época. Y entonces, ¿dónde estaría su incongruencia?

5. Por otra parte, del lado de lo formal culmina en Séneca, en cuanto quepa juzgar de una comparación entre su obra conservada y lo que se sabe de las de sus antecesores, perdidas, la tendencia a la reducción del papel del coro, que pasa a actuar casi sólo como intermedio entre las partes de la acción, en la mayor parte de sus obras, tal como ya había teorizado Horacio51, lo que determina, sin duda, una mayor analogía con lo oratorio. Pero si además se piensa que el propio teorizante había recomendado que esta división fuese en cinco actos52, según un canon que, a través de Varrón, cabe remontar a los alejandrinos, ¿cómo evitar el paralelismo, aun inconsciente, con las cinco partes que los rétores asignaban al discurso perfecto y completo?

6. A su vez, los rétores romanos han hallado siempre abundante afinidad entre los trágicos y los oradores, de y para los cuales escribían. Cicerón ha llegado a afirmarlo explícita y programáticamente53: «Atque id primum in poetis cerni licet, quibus est proxima cognatio cum oratoribus, quam sint inter sese Ennius, Pacuvius Acciusque dissimiles»54.

Las referencias que implícitamente corroboran la afirmación ciceroniana son abundantes y variadas en el asunto y en la cronología: la Rhetorica ad Herennium cita varias veces ejemplos de trágicos entre los preceptos para el orador55; Quintiliano señala cómo los oradores se sirven de versos de poetas, y entre los enumerados, los tragediógrafos Ennio, Accio y Pacuvio constituyen la mitad y van citados en primer lugar56; Tácito indica cómo Asinio Polión imitaba a Pacuvio y Accio no sólo en sus tragedias, sino también en sus discursos57, etc.

¿Pura gratitud falta de convicción a un estamento en buenas relaciones58, uno de cuyos representantes59 había puesto en bello latín, encareciéndolo incluso, el elogio euripídeo60 de la elocuencia: «O flexanima atque omnium regina rerum oratio!», que hacía las delicias de Cicerón y Quintiliano?61 No parece: ¡si hasta los hombres de acción del partido cesariano escogieron un cántico de la Electra, de Atilio, pésimo poeta para Cicerón, para emocionar a la muchedumbre en los funerales del dictador!62




IV

La existencia de una tragedia de asunto nacional en la historia de la escena latina nada significaría, en principio, acerca de si la actitud de su público era expectativa de una catharsis o no. Bastaba, en efecto, que la leyenda y la historia romanas ofreciesen material a propósito para representaciones que pudiesen «excitar la piedad y el temor y mediante ellas, etc.». En realidad no se trataría más que de una pura sustitución: los griegos no habían tampoco importado los asuntos de sus piezas trágicas63.

La gran diferencia empieza al advertir que la praetexta no sólo ha escenificado las gestas de héroes legendarios, sino, desde su mismo nacimiento, las de personajes históricos, a veces no separados de las generaciones espectadoras más que por el espacio de unos pocos años, tan pocos en ocasiones, que debían ser coetáneos de más de una de ellas. Desde su mismo nacimiento (Nevio: Clastidium junto a Romulus), pero no sólo en sus primeros balbuceos: la peculiaridad sigue hasta el final (Ennio: Ambracia junto a Sabinae; Pacuvio: Paulus, sin correspondencia de praetexta alguna de asunto legendario; Accio: Decius frente a Brutus; la Octavia, refiriéndome sólo a las renombradas).

Diferencia grande, sí, y ello pese al caso griego de los Persae esquíleos. Pues el caso griego se caracteriza por su singularidad -al menos en la literatura escénica transmitida- frente a la multiplicidad romana; por su relativa antigüedad frente al pancronismo de la praetexta; sobre todo, y paradójicamente, por el extranjerismo de su ambiente y personajes frente al nacionalismo de los romanos. Cabría decir, en efecto, que Esquilo ha proyectado en esta obra las glorias patrias alejándolas en el espacio, así como en las tragedias de asunto mítico él y los demás tragediógrafos atenienses las proyectaron en una lejanía temporal; la sombra de Darío, por su parte, contribuye a redondear las analogías, resultando el equivalente sobrenatural de las intervenciones divinas o semidivinas en la tragedia mítica64.

Mas, aun hasta aquí, nada se podría aprovechar, para la dilucidación del tema que este trabajo se propone, de la existencia de la praetexta, tan importante a otro respecto -el de la posible originalidad de los tragediógrafos latinos- en la historia del teatro romano. Un mero deseo de novedad o de innovación, un puro intento de medir las fuerzas propias en un «dejarse solo» por parte del autor acostumbrado a sentirse siempre tentado por el recurso del apoyo arquitectónico y verbal de la fuente griega de su argumento, un legítimo interés patriótico en codear los propios héroes con los míticos de la leyenda griega, son motivos que, cada uno por sí o todos o varios a la vez, podrían justificar el paso a asuntos de carácter nacional por parte de unos escritores que pretendiesen con sus obras llevar a su público a una purificación como habían llevado al suyo sus inspiradores griegos en el género. Se trataría, nada más, en tal caso, de pura ampliación de la temática, con unas preferencias perfectamente razonables; las mismas que podían aconsejar la ampliación que en el campo de la épica suponía pasar de la Odussia al Bellum Poenicum o a los Annales.

Pero la realidad de la praetexta lleva otra característica que puede ser ya decisiva al respecto: su uniformidad temática en tomo al heroísmo patriótico-guerrero romano. Ya, entonces, muy casual tendría que ser, si se hubiese querido ofrecer a los espectadores romanos un argumento trágico en el sentido que este adjetivo tuvo en la literatura griega, la coincidencia de que todos los argumentos de título conservado se refiriesen a grandes hechos romanos, victoriosos de los enemigos las más de las veces (Clastidium, Ambracia, Paulus [si se supone que el protagonista es el vencedor de Pidna]) o superiores por lo menos en valor y magnanimidad (Paulus [si se supone que el protagonista es el vencido en Cannas], Decius). Incluso las de asunto legendario podrían entrar en la misma línea: Romulus, Sabinae, Brutus. Inútil buscar en toda la serie de argumentos sugeridos por los títulos nada parecido a un Orestes ni mucho menos a un Edipo.

Mas en varias de las praetextae se da además una característica más importante todavía que la anterior a nuestro respecto, y es su ocasionalidad: muy casual tendría que ser también, en la suposición catártica, que la praetexta de asunto histórico naciera celebrando la victoria de Clastidium precisamente para honra fúnebre de quien la obtuvo, M. Claudio Marcelo; continuara con Ennio en la Ambracia, donde el héroe había sido el protector del autor, M. Fulvio Nobilior; se prosiguiera con el Paulus de Pacuvio, acogido al mecenazgo de los Escipiones con toda probabilidad, una de cuyas atribuciones argumentales por lo menos65 la referiría directamente a Paulo Emilio, padre de Escipión Emiliano; hasta culminar, en el caso de Accio, de cuyas praetextas no sólo la de argumento histórico Decius o Aeneadae se ha supuesto encaminada a ennoblecer la gens Decia relacionándola con los troyanos antecesores de Roma, sino que incluso la de argumento legendario, Brutus, parece destinada a enaltecer al libertador como supuesto antepasado de su amigo Junio Bruto66.

¿Pura mezcla «utile-dulci»? ¿El tragediógrafo habría pretendido, aparte de cumplir con su empeño artístico, quedar bien con quien le favorecía, enalteciendo a él o a sus mayores hasta la categoría de héroes? Es difícil contestar con una negativa tajante: pudo ser, efectivamente. Pero ¡cuánto más próximos a la verosimilitud están los que han visto en estas manifestaciones fundamentalmente el peso de la influencia, sobre las letras latinas de la época, ejercida por la nobilitas conquistadora y a la vez enamorada de la literatura y convencida de su enorme poder, no precisamente catártico, sino patriótico!67




V

En este grado de congruencia debe quedar la conclusión de estas consideraciones; no es posible, ante el silencio de las fuentes, llegar a una certeza ni, probablemente, a una mayor seguridad: todo ha ocurrido como si la tragedia, en la historia de las letras romanas, no hubiese sido un género tan independiente y característico como lo fue en la de las griegas, y que precisamente una de las pérdidas de su carácter específico fuese el no haber sido recibida por el público romano como un medio de purificación personal, sino más bien como una espectacularización de lo heroico con los recursos propios de lo escénico bastante mediatizados, a la vez, por los de la oratoria68. De acuerdo con ello, mal se podría pensar que la evolución de la tragedia en Roma haya estado condicionada por una variación del procedimiento de catharsis preferido por el público, como nos sugería a comienzos de estas páginas T. Frank. Más bien, el proceso del teatro trágico va ligado a la historia del patriotismo romano hecho bandera, y ha evolucionado de acuerdo con las maneras de manifestarse dicho patriotismo69.

A su florecimiento y exaltación en la época en que Roma adquiere conciencia de gran nación y aspira a serlo también culturalmente, sucede una postración cuando ya se empieza a sentir el peso que sobre la vida nacional imponen también las consecuencias de una extensa hegemonía. De haber sido un género no ya moralizante, pero al menos purificador, nunca debió decaer justamente en esta primera mitad del siglo I a. C., cuando hasta la historia se vuelve apologética y moralizadora. El patriotismo de la pax augusta la hace revivir, si bien falta de uno de sus esenciales ingredientes, el contacto con una oratoria de tribuna abierta con la que compartir en cierta simbiosis la misión de entusiasmar a las masas; ingrediente sustituido, hasta cierto punto, por la pretensión también patriótica, pero que sólo podía alcanzar a más reducidos círculos -los literarios interesados en esta emulación-, de emular a los modelos griegos, dando por fin en este género como en los demás el do de pecho que la falta de gusto y de recursos de los arcaicos no les había permitido -a ojos de los augústeos- alcanzar. Estas características, agudizadas hasta un grado que ya no se superará en la historia literaria romana vuelven a hallarse en el último gran momento de la tragedia, con la producción de Séneca, cuando, por así decir, la literatura se encuentra en el poder, y sus hombres tratan de que acontecimiento tan sin par no deje de tener la plenitud que iba a suponerle el encumbramiento de las producciones literarias de la época sobre las de cualquier otra. Y tal vez sea la tragedia el género donde más cerca se llegó del objetivo. Conscientemente buscada o simple consecuencia de un irrefrenable impulso personal o de círculo, la innovación aplicada por Séneca a su drama -aun admitiendo el corte y cuño clásico de los argumentos, aun reducido, tal vez, en paralelo a la oratoria, a teatro de salón- el desdivinizarlo, haciendo de sus personajes verdaderos protagonistas y no segundones en hilos de unas divinidades que los movían y contra las que apenas podían más que rebelarse70, ha resultado conseguir para la tragedia latina, en cuanto hoy la conozcamos, su mayor título de originalidad.





 
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