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Sergio Ramírez: El derecho a la ficción

Carlos Fuentes





Cuando mis padres determinaron que yo debería estudiar leyes porque de seguir mi vocación de escritor seguramente me moriría de hambre, me enviaron a visitar al gran polígrafo mexicano don Alfonso Reyes, que además de escritor era licenciado en Derecho. Don Alfonso me recordó que México es un país muy formalista y que el título profesional es el asa que a los demás les permite levantar la tacita de nuestra existencia.

Reyes añadió, sonriendo: «¿Por qué crees que Stendhal dijo que el Código Civil francés era el mejor modelo para escribir una novela?».

He recordado esta conversación leyendo la novela centroamericana de Sergio Ramírez Castigo divino. Su lenguaje más inmediato es el de los códigos y los procesos penales, las acusaciones y acumulación de pruebas de nuestra tradición legal, romana, hispanoamericana y francesa. Históricamente, entre nosotros, la fe en el Derecho escrito de origen romano es constantemente viciada por la práctica del contubernio y la movida chueca («la ley se obedece, pero no se cumple»). El racionalismo francés encarnado en la arquitectura jurídica y sintáctica del Código Napoleón establece el compromiso entre la ley escrita y la práctica política.

Sergio Ramírez incluye en su novela las tres vertientes del legalismo en América Latina; cada una implica un desplazamiento con respecto a las otras dos. El Derecho Romano convierte la palabra escrita en fundamento de la realidad. La práctica latinoamericana rinde pleitesía a este concepto pero nos sumerge de hecho en el mundo de la maldición gitana («Entre abogados te veas»). Y entre abogados nos hemos visto siempre: en 1521, antes de la caída de la capital azteca, Tenochtitlan, la burocracia Habsburgo ya había llenado todos los puestos administrativos de la futura colonia. Por supuesto, éstos no les fueron acordados a los conquistadores, sino a los tinterillos, plumíferos y leguleyos que desde entonces, como una nube de cuervos, han revoloteado sobre campos y ciudades de Latinoamérica.

Pero el tercer movimiento, lo que podríamos llamar el movimiento stendhaliano, somete tanto la letra original de la ley como sus apasionadas violaciones al paso por un tamiz de orden, ironía y rigor. Éste es el movimiento de Sergio Ramírez, y gracias a él el escritor puede ver con ironía y distancia, pero al mismo tiempo con intimidad y humor extraordinarios, un suceso criminal, el proceso contra Oliverio Castañeda, Oli, elegante y joven diplomático y abogado guatemalteco acusado en 1933, en la ciudad de León (Nicaragua), de haber envenenado a su esposa, al distinguido impresor leonés don Carmen Contreras, que lo alojó en su casa, y a la hija de éste, Matilde.

Ramírez se basa en hechos reales; lo mismo hicieron Stendhal en Rojo y negro y Flaubert en Madame Bovary. Pero los novelistas franceses convirtieron el fait divers en literatura gracias a un desplazamiento; en Stendhal, la información que el novelista recibe leyendo la Gaceta de los Tribunales sobre el crimen del seminarista Antoine Berthot se transforma en la información que el novelista nos da respecto a la pasión de Julien Sorel. Lo interesante en el caso de Stendhal es que la novela, forzosamente, tiene que terminar igual que la nota periodística. Berthot/Sorel disparan contra sus amantes mientras éstas rezan en la iglesia. Entre la información recibida, que es inicio y clausura del relato, Stendhal introduce otro orden de la información, que es el de la imaginación, que es la manera de conocer en literatura.

Sergio Ramírez, en cambio, emplea el tamiz stendhaliano para distanciar y hacer objetiva la narración de los hechos, pero el desenlace les otorga una ambigüedad tremenda. El melodrama judicial de Oliverio Castañeda termina no de una sola manera (como el de Berthot/Sorel), sino de muchas. Que esta ambigüedad esté ligada a la incertidumbre política, al probable abuso de la autoridad, a la cínica fatalidad de la-ley-se-obedece-pero-no-se-cumple, no le resta al desenlace de Castigo divino un ápice de fuerza trágica; la aumenta, la diversifica, la siembra en cada una de las probabilidades que continúan abiertas en nuestro ánimo al conocer el fin del envenenador supuesto, Oli Castañeda.

No revelo este final; simplemente llamo la atención sobre el giro que Ramírez da a la literatura derivada de la crónica. Flaubert, claro, convierte el desplazamiento novelesco en arte consciente de sí mismo; Emma Bovary no es la adúltera y suicida provinciana de la nota roja, porque Madame Bovary es el ejemplo supremo de un personaje que dentro de su novela se desplaza a sí misma para verse como otra, pero sin calcular el abismo que así abre entre su condición social y su ilusión psíquica. Con razón escribe Henry James que éste es el primer personaje de novela cuya corriente interior podemos seguir de un extremo al otro. El drama es que la corriente interna desemboca en la nada externa porque la capacidad que tiene Emma Bovary de verse como otra la conduce a la incapacidad de verse como lo que sea: su desplazamiento es una inmovilidad; es el suicidio.

Ramírez extiende la técnica flaubertiana a una sociedad entera, verdadero microcosmos de la América Central, pues aunque situada en León, la acción reverbera en Costa Rica y Guatemala. De todos modos, estamos, más que en cualquier otra novela que yo haya leído, en Centroamérica, y estamos allí dentro de un abrazo tan húmedo y sofocante como el clima mismo y los atributos pueblerinos que lo acompañan: la cursilería empalagosa, la mojigatería más hipócrita, la violencia más impune. Sociedad de linderos invisibles donde los hombres de negocios citadinos tienen todavía fincas lecheras y llegan a trabajar a sus oficinas con botas embadurnadas de excremento de vaca y donde la importación apresurada, casi angustiosa, de los objetos de la modernidad no logra disfrazar el imperio del capricho y la violencia más arcaicos.

Civilización y barbarie: nuestro tema decimonónico es traspuesto por Sergio Ramírez a una gran comedia novelesca acerca de las maneras como los latinoamericanos nos disfrazamos, nos engañamos y a veces hasta nos divertimos, arrojando velos sobre el «corazón de tinieblas» conradiano. Contra la selva que otro día se tragó a Arturo Cova, maleza física, moral y política, levantamos las construcciones -a veces meras aldeas Potemkine- que Sergio Ramírez aquí describe y emplea críticamente, observando cómo nos sirven para distanciarnos de la violencia impune, que dijo Rómulo Gallegos.

Nadie antes ha sido tan consciente de lo que está haciendo a este respecto. Novela escrita con la diversidad de lenguajes que identifica el estilo mismo de la novela, a partir de Cervantes, pero sobre todo con el estilo de la novela cómica, Castigo divino incluye el lenguaje del cine, supremo espectáculo de lo moderno. La llegada del cine a las pequeñas ciudades y aldeas es uno de los principales eventos culturales del siglo XX en la América Latina, y Ramírez lo utiliza para partir de él: Castigo divino es el título de un viejo melodrama criminal con Charles Laughton, basado en la novela de C. S. Forester Payment Deferred. Se exhibe en León y es también la historia de un envenenador.

Pero además del cine, el disfraz modernizante -la fuga del «corazón de tinieblas»- está presente en la minuciosa letanía de productos de consumo que hacen su aparición primeriza en la América Central: la botella de agua mineral Vichy-Célestins, el piano de cola Marshall & Wendell, el gramófono Victor, los vuelos de la Panaire, el aparato de radio marca Philco, la máquina de escribir Underwood, el Tricófero de Barry, los sedantes de Parker & Davis y el bacalao de la emulsión de Scott.

Esta diversidad nominativa del producto de consumo corre paralela a la diversidad de lenguajes que anima la escritura de Castigo divino. Los productos se reúnen en algunos sitios: la tienda La Fama, del ya mencionado don Carmen Contreras, y la droguería del doctor David Argüello. La farmacia, como en Madame Bovary, es un espacio privilegiado de la vida rural-citadina, y en ella se venden los venenos que son como el fluido oscuro de la acción: quién los vende, quién los compra y en qué estómagos terminan. Émile Zola, Federico Gamboa y el toque perverso de algún dibujo de Julio Ruelas: el naturalismo asoma su seno pútrido sólo para que en seguida lo cubran dos lenguajes, dos estilos diferentes pero complementarios. El naturalismo es primo hermano del positivismo latinoamericano: novela de doctores y de doctos, Castigo divino pone en escena a un divertidísimo grupo de médicos provincianos empeñados en demostrar que aquí no somos curanderos, sino científicos.

Apóstoles de la civilización más civilizada, que es la científica, los doctores Darbishire y Salmerón no pueden evadirse, sin embargo, de la otra máscara que nos protege de los anófeles de la barbarie, y ésta es la máscara sublime de la cursilería, el lenguaje de poetas frustrados convertidos en periodistas ampulosos. Las espléndidas crónicas periodísticas de Rosalío Usulutlán en el diario local son una verdadera cumbre de este estilo en el que las señoritas son siempre «venero de bondades y encantos», y sus madres, «crisol de virtudes», cuando no «inconsolables viudas».

El simbolismo desemboca en el bolero; Luis G. Urbina no anda muy lejos de Agustín Lara, y a veces uno de los deleites de Castigo divino es imaginar a esta novela cantada por las voces, que se escuchan en sus páginas, de María Grever y el doctor (¡otro más!) Ortiz Tirado. Castigo divino, a este nivel, es un gran monumento camp de la cultura latinoamericana, tan pródiga en signos, símbolos y artefactos que, de tan malos, resultan buenos. La cursilería es el fracaso de otra intención civilizadora contra la barbarie ambiente. La palabra misma es una corrupción de una vieja virtud lombarda, según Garcilaso, que es la cortesía; es la caricatura de un ademán inglés, la curtsy o inclinación cortés ante quienes merecen nuestro respeto o nuestro deseo.

Combate de lenguajes, lenguajes híbridos que se iluminan unos a otros pero que al cabo adquieren su sentido en el tamiz del verbo judicial. El lenguaje del Derecho en Castigo divino es norma de la escritura, instancia autocrítica, porque también es un lenguaje científico, modernizante, que sustituye al brujo del pueblo con el eminente Lombroso y a la limpia de almas con el estudio de la frenología. Esfuerzo titánico, asombroso, por someter la heteroglossia del chisme, la cursilería, el sentimentalismo, la ciencia, el periodismo y la política a un rigor racional digno de Napoleón y Stendhal. El lenguaje del Derecho que domina la construcción de esta novela cumple su propósito, pero lo cumple cómicamente, revelando aún más la estratificación de los lenguajes y las distancias entre quienes los practican. Y lo cumple trágicamente también: la máscara del Derecho no oculta, al cabo, el rostro de la injusticia. El corazón de las tinieblas no ha sido domesticado.

El melodrama es la comedia sin humor. Sergio Ramírez le devuelve la sonrisa al folletín, pero al final esa sonrisa se nos congela en los labios; estamos de vuelta en el corazón de las tinieblas. Entre la plenitud de la comedia y la inminencia de la tragedia, Sergio Ramírez ha escrito la gran novela de Centroamérica, la novela que hacía falta para llegar a la intimidad de sus gentes, para viajar a la frontera misma entre sus tradiciones persistentes y sus posibilidades de renovación.

El desenlace de Castigo divino, justamente, ocurre entre los elementos fatales, repetidos, de un volcán vomitando cenizas, un niño con la imagen de Jesús del Rescate «aprisionada tras barrotes de madera», un burro arreado por otro niño, y el periodista Rosalío Usulutlán envuelto en una manta de hule, guiándose entre la ceniza con un farol y huyendo del pueblo, el «Edén subvertido por la metralla» de López Velarde.

Las imágenes fatídicas, sin embargo, aparecen al lado del ánimo del lector, envuelto en ambigüedades que lo son porque hemos usado nuestra libertad creadora, compartiéndola con el escritor. Esto me recuerda otra manera de emplear en la novela el hecho real leído en el periódico.

Es la manera de Dostoievski. En la década de 1860-1870, el novelista ruso se dedicó a devorar periódicos y revistas como parte de su interés en las relaciones entre la vida y la novela, pero no encontró en los diarios nada que superase su propia imaginación. En consecuencia, escribió Crimen y castigo. Pero poco antes de que la novela se publicase, un estudiante de nombre Danilov, solitario, inteligente y guapo, asesinó y robó a una prestamista y a su criada. Dostoievski, de esta manera, tuvo la sorpresa de leer su propia novela, a punto de aparecer, en la crónica roja de la prensa. «Mi idealismo», escribió al enterarse, «es mucho más real que el realismo de los escritores realistas… Gracias a mi realismo, yo he profetizado lo que al cabo ha ocurrido».

Lo mismo, en su intimidad histórica y personal, si no en su anécdota, puede decirse de Sergio Ramírez y de Castigo divino: crónica de la América Central, esta novela también es, de una manera insustituible, la profecía de lo que somos. El castigo es divino, pero el crimen es humano y en consecuencia no es eterno. Su nombre es la injusticia.

«La comedia no tiene historia porque nadie la toma en serio». Esta frase se la debemos a Aristóteles en su Poética y para actualizarla fue necesario pasar por la «comedia» medieval cristiana como peregrinaje accidentado del alma hacia su salvación a la vera de un Dios cuya Eternidad nos libera, al acogernos, de las vicisitudes de la «comedia» humana. Dante, por cierto, llamó a su periplo poético, simplemente, Commedia al publicarla en 1314. Lo de «divina» es un añadido crítico debido a Ludovico Dolce en 1555, es decir, cuando el terreno renacentista estaba abonado para que Cervantes y Shakespeare le dieran a la «comedia» su connotación humanista: la actualidad del incidente absurdo, pasajero y requerido de un lenguaje mutante y diversificado.

Si empiezo por este necesario prólogo es sólo para acercarme a lo «cómico» como una de las ausencias más señaladas de la literatura iberoamericana. A pesar de la sátira colonial de un Rosas de Oquendo en Perú o de la picaresca independentista de un Fernández de Lizardi en México, nuestra literatura ha tendido a ser seria cuando no solemne. Romántica, naturalista, realista, evade el humor a favor del melodrama unas veces, de la épica de nuestros re-descubrimientos otras. La excepción, en esto y en todo, es Machado de Assis. Pero, para que la comedia como eje narrativo aparezca en Latinoamérica, habrá que esperar (otra vez la excepción rioplatense) a Macedonio Fernández, Roberto Arlt y su descendencia: Borges, Cortázar y la fusión de Bioy y Borges: Biorges. El boom trajo un humor a contrapelo, implícito, enmascarado, irónico -Cien años de soledad, La tía Julia- pero sólo el búmeran salió a carcajada limpia por los fueros de la comedia: Bryce Echenique, Luis Rafael Sánchez. Ahora, adquirida su carta de naturalización y su plena ciudadanía literaria, la comedia latinoamericana es ya una historia que se toma en serio porque sólo lo cómico da cabida plena a los incidentes de nuestra modernidad confusa, perpetuamente inacabada, presta siempre a caerse de boca y romperse las narices.

Sergio Ramírez es un reconocido maestro del absurdo cómico derivado del incidente variable, la pequeña nota roja (fuente al cabo de Madame Bovary, Rojo y negro y Demonios) en Castigo divino, o de la farsa histórica (la conjunción de Rubén Darío y los Somoza en Margarita, está linda la mar). Ahora, en Catalina y Catalina, Ramírez despliega su talento cómico en la brevedad ceñida del cuento. Vamos de maravilla en maravilla y de sonrisa a carcajada con boletos de ida y vuelta: Ramírez nos abre un abanico de situaciones y personajes que le dan a nuestra vida latinoamericana de sombríos desencantos una sonrisa, a veces una carcajada, comparables a la de El sombrero de paja de Italia de René Clair, una situación cómica genera velozmente a la siguiente y todo en torno a un misterio: ¿Quién orinó en el bacín de la Viuda Carlota?, «un bacín tan hermoso guarnecido de rosas en relieve y pintado con querubines que divagaban entre nubes». «Ya ni puede una orinar tranquila sin que salgan a publicarle los orines en la calle», exclama exasperada la seductora Doña Carlota y aunque se queje de que «ya me cansé de estar oyendo hablar de orines toda la mañana como si fuera yo mujer vulgar, vaga o desocupada», la cómica situación puesta en escena por Ramírez acaba por crear una figura femenina irresistible, infinitamente secreta y por ende deseable.

En el cuento titulado «Vallejo», descubrimos un viejo anuncio comercial con el rostro de una muchacha «apagándose para siempre, como un fantasma del pasado que se oculta en sí mismo, se borra y se esfuma en la nada». La comedia, al cabo, cede a los poderes que se van apagando: el amor, la memoria, las presencias. Hay una Nicaragua detrás del poder político, como hay un México, una Colombia, una Argentina, que sólo la literatura nos revela.





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