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Sergio Ramírez. Épica y memoria de la revolución sandinista1

Verónica Rueda Estrada




Resumen

Este artículo es un análisis de tres obras de Sergio Ramírez que tratan sobre el proceso revolucionario nicaragüense: La marca del Zorro (1990, España: Mondadori)2, Confesión de amor (1991, Managua: Ediciones Nicarao) y Adiós muchachos. Una memoria de la revolución sandinista (1999, México: Aguilar). Las obras tratan de la búsqueda de modelos dentro del sandinismo para llevar a cabo el cambio en Nicaragua, de la desazón del presente, de lo doloroso del pasado y, sobre todo, de la épica que constituyó la revolución. Son recuerdos, memorias, confesiones, testimonios, balances, análisis e, incluso, aproximaciones históricas para intentar entender el periodo, así por medio de estas obras, Ramírez nos cuenta la épica de una época, la de los participantes en la revolución sandinista.

Las tres narraciones se mueven en el territorio fronterizo de lo público y lo privado, entre la ficción y la historia, entre la memoria colectiva y la memoria personal de todo una época; pretenden dar cuenta del accionar de los protagonistas, además de un análisis a distintos niveles de toda el proyecto sandinista. Ramírez nos ofrece una explicación sobre una revolución inacabada y sobre historias de vida ancladas en ese proceso, entre ellas la del propio escritor nicaragüense, pero también la de El Zorro, de Ernesto Cardenal y de otros tantos protagonistas más.

Al ser testigo y actor privilegiado, Ramírez es una fuente «viva» para hablar sobre el proceso. Su intención es entender la revolución y explicarla. La mía es entender el proceso del autor para configurar su memoria de la revolución, la importancia del lugar social del autor cuando se apela a la autoridad del escritor, los ámbitos referenciales a que recurre, los valores extra-literarios, la memoria a que apela y la que construye y re-construye en el acto rememorativo.






Sobre La marca del Zorro

La marca del Zorro está firmada en la ciudad de Managua el 4 de junio de 1989, en el marco del décimo aniversario de la revolución sandinista; el libro da razón de las hazañas que el Comandante Francisco Rivera le narrara a Sergio Ramírez, entonces vicepresidente del gobierno revolucionario y candidato a la reelección.

El objetivo de la obra es hacer pública la vida de Francisco Rivera Quintero «El Zorro», un combatiente guerrillero protagonista-testimoniante que al revelar su historia, revela simultáneamente la del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), sus principios y forja vinculados a la lucha de liberación, y la vida de hombres y mujeres que junto con él hicieron posible la revolución, héroes vivos y muertos, anónimos o famosos que participaron en la épica revolucionaria: «[...] y todo un santoral de héroes y mártires que andan siempre consigo en su memoria, preservándolos celosamente del olvido con amor de sobreviviente» (10).

Es una narración en primera persona donde el autor es diferente al que se testimonia. Ramírez nos narra la vida de Francisco Rivera con el énfasis puesto en su etapa frentista (19721979). El lector se encuentra ante la narración de un protagonista, pero también ante la propuesta de un autor que busca convencer de lo verdadero y fiable de la narración y de la importancia de los hechos. Sergio Ramírez nos habla de un Otro ejemplar.

El libro necesitó de un gestor (Barnet 32) entre los recuerdos de Rivera y la estructura narrativa, entre las hazañas de un combatiente y el registro de esas acciones heroicas. El Zorro es un protagonista de hechos recientes de gran importancia para la historia de Nicaragua, jefe de insurrecciones populares y por lo tanto, es un sujeto histórico popular.

En el fragor de la revolución sandinista se habló de una historia opuesta a la tradicional, con temas y perspectivas diferentes. La «nueva» historia, podía y debía ser escrita por el pueblo, una versión diferente de la hecha por las clases dominantes que sería más verdadera, al estar hecha con base en los muchos testimonios de los protagonistas (véase Randall). Estos supuestos conceptuales implican una lucha por la verdad entre la que posibilita el testimonio y la afianzada de la historia oficial.

Sin embargo, La marca del Zorro no puede ser considerada como una obra de historia, a pesar de que hay una investigación histórica, ni aunque se refiera a sucesos y situaciones históricos reales, que ocurrieron en la vida «extra literaria». La obra encuentra mayor identificación en la ambivalente clasificación de testimonio: término que designa a los escritos que fueron publicados después de la exitosa obra del cubano Miguel Barnet, Biografía de un Cimarrón (1968). Para la mayoría de los críticos literarios (Delgado, Mackenbach, entre otros) la tendencia testimonial latinoamericana fue impulsada con dicha obra aunque su influencia también se encuentra en la literatura del realismo social centroamericano de los años treinta, tal como lo plantea Françoise Perus3.

La definición del género testimonio ha sido particularmente difícil de delimitar por la gran cantidad de obras que con diferentes métodos y modalidades posibles se inscriben dentro de esta compleja tipificación4. En ese sentido, puede tratarse incluso de una denominación provisional e imprecisa desde la literatura que puso de manifiesto un estado de la escritura latinoamericana cuya característica esencial parece ser la ausencia de un modelo único, que, en definitiva, trastoca los límites de lo histórico, lo documental y, al mismo tiempo, de lo literario.

Desde una incipiente perspectiva del género, estas obras comparten la característica de la denuncia (social, económica, cultural, política e histórica), tienen una amplia difusión internacional, son una manifestación de resistencia en contra de las barbaridades cometidas por los gobiernos en las luchas contrainsurgentes, incluyen la participación de los grupos de izquierda y de sectores populares. Quizás su objetivo más importante sea un llamado a la solidaridad internacional, algo que podríamos considerar como un acto de recuperación de lo popular dentro de la literatura latinoamericana.

Una de las características del testimonio es su abierta contraposición a la literatura subsumida por los éxitos del boom latinoamericano, sin embargo, los testimonios también fueron éxitos editoriales y tuvieron su «explosión» institucional5. La marca del Zorro es «uno de los más significativos testimonios publicados en Nicaragua» (Delgado, «Meterse» 139). Una obra inmersa en los éxitos comerciales, políticos y de crítica literaria centroamericana, pero al mismo tiempo parte de la tradición literaria del propio Ramírez, evidenciada en obras como Abelardo Cuadra. Hombre del Caribe (1977), la biografía de su mentor, Mariano Fiallos Gil (1972), y Mis días con el Rector (1965).

El prólogo Metido en la piel del Zorro constituye la sección informativa del escritor sobre los hechos que se van a testimoniar, especie de contexto histórico-social-religioso que pretende fungir como puente explicativo de una cultura a otra, de un grupo social a otro. Esta se vuelve necesaria debido a las dificultades que podría tener un lector no familiarizado con las luchas insurreccionales en Nicaragua. El prólogo deviene en un instrumento informativo -o manipulativo- de denuncia, para que a los ojos del lector la lucha de El Zorro sea no sólo conocida por heroica, sino además por justa y reivindicatoria de los combatientes del FSLN.

A pesar de que Ramírez afirma que «se trata de un testimonio vivo, sin mácula de adornos o acomodos» (9), la mano del autor es visible en sus recursos literarios que dan «verosimilitud», «autenticidad» y «realidad» al texto gracias al tono autobiográfico que fabrica con bastante éxito, un logro difícilmente alcanzado por Rivera que apenas terminó el quinto de primaria (26) y a quien le cuesta trabajo escribir.

Las probabilidades de difusión de la obra se incrementan cuando el testimonio está elaborado por un escritor o un investigador reconocido: el nombre de éstos acerca al éxito comercial. En el caso de La marca del Zorro, podemos inferir que al contribuir a la literariedad del texto para presentarlo al público y lograr mayor difusión, Ramírez le prestó su nombre a Rivera.

El entonces vicepresidente de Nicaragua afirmó que «[l]a veracidad de los hechos permanece intocada a lo largo de la narración, porque se trata de un testimonio vivo» (9). En este sentido, Ramírez estaba inmerso en las posibilidades de una «nueva historia» con tintes populares, cuya veracidad estaría dada por la memoria misma del protagonista, sin hacer las consideraciones subjetivas de la reconstrucción que se hace a posteriori sobre el proceso que se rememora.

Sin embargo, Ramírez no renunció a confirmar ciertos datos, con lo que evitó que en el texto se encontraran algunas «inconsistencias históricas», para lo cual se valió de la ayuda de una tercera persona, Roberto Cajina, uno de los historiadores del sandinismo, de modo que los datos, acontecimientos, lugares geográficos, fechas y nombres fueran recopilados, comparados y comprobados.

Así, aunque se trate de una propuesta diferente de rescate del pasado, Ramírez no renuncia a las propuestas tradicionales de la historiografía y más bien las incorpora a esta forma de registro del pasado. Otra característica es que fue elaborado con el manejo de recursos públicos6. Ramírez era el vicepresidente de la República y el Zorro tenía el grado de Comandante guerrillero y Coronel del Ejército Popular Sandinista (EPS), ambos habían sido premiados con la Orden Carlos Fonseca, también compartían la pertenencia a la opción tercerista o insurreccional que a la postre fue la «correcta»7. Desde esta perspectiva, Rivera no es a plenitud un «subalterno», ya que tenía cierto poder dentro de la estructura gobernante. Sin embargo, hay un grado considerable de subalternidad en relación con el intelectual-vicepresidente que recibe todo el apoyo gubernamental para su obra8.

El texto fue escrito durante uno de los periodos más violentos de Nicaragua: los ataques de la Contra se intensificaban y el gobierno nicaragüense poco a poco iba abriendo las posibilidades a la negociación con la contrarrevolución. Sin embargo, Ramírez y Rivera nos narran la época gloriosa y victoriosa del sandinismo guerrillero como un respiro de ambos a la convulsión que se vivía en el país por la guerra y la crisis económica.

La marca del Zorro es tal vez el último testimonio de la revolución sandinista, publicado sólo unos meses antes de la derrota electoral del FSLN en febrero de 1990. Posteriormente, el testimonio nicaragüense se acomodó a los nuevos tiempos y cambió de forma.




Sobre Confesión de amor

Confesión de amor es la primera propuesta de Sergio Ramírez para explicarse el porqué de la derrota electoral del FSLN en febrero de 19909. Inicia con el epígrafe de Charles Dickens, Historia de dos ciudades y el tema central es la política nicaragüense en el contexto del fin del sandinismo gobernante, el romanticismo como móvil del accionar político, y las decisiones que sólo se entienden bajo el influjo del amor a Nicaragua y su pueblo. Una confesión con tintes autobiográficos -pues autor y narrador parecen ser la misma persona- y se aproxima a los grandes relatos, en este caso, los relatos de una revolución.

En Confesión de amor no se destaca la vida personal, ni la trayectoria del personaje ni sus pensamientos e ideologías, por el contrario el elemento constitutivo es el sentimiento que provocó la derrota. Es un texto poco ideológico y de mucha catarsis. Una mezcla de ensayo sobre la revolución con experiencia autobiográfica. Es la expresión del político e intelectual que tiene voz y que quiere dejar un documento que avale su accionar y pensar individual.

Cualquier escrito puede provocar diferencias en lo expuesto, pero en la confesión de un sentimiento no puede haber desavenencias, pues se trata de las sensaciones del que se confiesa, las que atañen exclusivamente a él y predispone al lector en cuanto a lo íntimo de la narración; la propia noción de confesión implica la intención de narrar la verdad. Sabemos que a las confesiones, desde el punto de vista cristiano, se les atribuye una carga de culpa por el pecado y se hacen ante los sacerdotes. Precisamente, es un sacerdote quien se encarga del prólogo: el también poeta y revolucionario, Ernesto Cardenal. De tal modo que la lectura se convierte en una especie de confesionario en el que se nos hace cómplices del «secreto de confesión» de Ramírez, del perdón otorgado por Cardenal y la penitencia de ambos, cómplices de un proceso en el que sacerdote y confesor se ayudan mutuamente a expiar las culpas.

En Confesión de amor el confesor es el responsable del orden de las causalidades y acciones del relato, los que, a su vez, constituyen fragmentos de experiencias individuales que contienen un pedazo de la historia de Nicaragua, y viceversa. A pesar de que refiere a hechos históricos, el autor jamás pretende la objetividad, por el contrario, su pretensión es la construcción del proceso desde lo personal. La autoridad discursiva de Ramírez está cimentada en: la credibilidad que tiene como uno de los más importantes intelectuales nicaragüenses, la validez ideológica como ex vicepresidente, como el político capaz de cuestionar el proceso en el que participó, la «verdad» que conoce como testigo, protagonista y confesor, y la sensibilidad del «enamorado».

El confesor recrea hechos sociales que marcaron hitos en Nicaragua, narra, recuerda, anuncia, denuncia y sostiene a través de un yo presente, yo pasado, yo recordado, yo imaginado. Para el sacerdote del confesionario, la obra presenta algunas novedades: «Caso insólito es que una Confesión de amor pueda ser política. Y que un libro de política sea una Confesión de amor. Esta es otra novedad más que produce Nicaragua» (XIII). Se intuye, así, que para Ramírez, y también para Cardenal, sus actos fueron el resultado del amor incondicional por su maltratada patria.

La confesión y el amor de Ramírez son compartidos en muchos sentidos por el poeta de Solentiname, son amigos con fe en la revolución y en el sandinismo. De esta manera, no sólo a través de la memoria de Ramírez, sino también la de Cardenal como prologuista, se nos convence de la veracidad de las experiencias pasadas, puesto que se trata de una serie de sucesos, sentimientos y recuerdos que son recreados desde dos memorias, y que lo hacen de manera muy similar, aunque puedan narrarlo de manera diferente.

Para probar lo divino de la insurrección revolucionaria -en el sentido que da San Agustín: el amor a los demás acerca a Dios- Sergio Ramírez recurre a metáforas provenientes de la tradición occidental que ejemplifican la lucha de los pueblos de Dios contra la injusticia: tal como lo hicieron los judíos en el Imperio Egipcio, así el oprimido pueblo nicaragüense ha luchado por la libertad contra el imperio norteamericano. Una serie de batallas que nos recuerdan a David contra Goliat. Los nicaragüenses luchan y crean, son poetas y guerreros: el mejor poeta es Rubén Darío y el mejor guerrero, sin duda, Sandino. Ambos, ejemplos a seguir como idearios de lo netamente nicaragüense, y, al mismo tiempo, de lo universal, pues inscriben a Nicaragua dentro de los tantos pueblos oprimidos que han luchado por su liberación10.

En Confesión de amor Ramírez el Yo interpretativo es dominante del relato, el confesor en el centro de la historia que se confiesa y que va integrando elementos propios de la autobiografía hasta llegar a representar su propia historia. También nos enfrenta con lo social, lo extra-textual. No podemos leer sin asociarlo con la derrota electoral y lo trágico que fue en su momento para los sandinistas, cuando lo importante era intentar analizar el proceso y la necesidad de encontrar un espacio ante los vestigios de la revolución.

El rescate de la revolución será una constante en la literatura de Sergio Ramírez. Para el autor, la derrota debe ser entendida como la oportunidad de dar un paso a otro nivel, como una nueva metamorfosis que es capaz de hacer el sandinismo. La evolución es una de las características más relevantes de dicha organización y el autor previene muchos cambios.

Confesión de amor es un viaje entre lo romántico y lo trágico de una revolución, entre el amor y la política, entre los ideales y las realidades, entre el discurso y las verdaderas necesidades políticas de los más pobres y de los nicaragüenses en general. También hay reconstrucción histórica de la organización revolucionaria con incidencias en la construcción del propio protagonista -tal como sucede en La marca del Zorro con Francisco Rivera-. El autor además de confesor, es un actor político, un sujeto histórico que a través de la escritura construye su propio lugar en la historia, un sujeto que figura en lo letrado, en el espacio de la historia y también de la literatura.

Si en La marca del Zorro se pretende rescatar al pueblo en la revolución, en Confesión de amor los revolucionarios son los universitarios que se vuelven vanguardia. Ramírez toma entonces una actitud paternalista y para él, los errores cometidos durante la revolución no fueron responsabilidad del pueblo, sino de su Dirección Nacional, sus líderes, mismos que se equivocaron al no calcular la fractura -el enorme costo humano y económico- que se producía al arrastrar a su país a la vida heroica, mediante un sandinismo que santificó y veneró a los revolucionarios muertos.

Ramírez ya no está interesado en los desconocidos y cotidianos héroes anónimos de la revolución; lo que quiere esta vez es clarificar sus impresiones del pasado, desde una literatura comprometida con la historia, con la política, con lo social y sobretodo, consigo mismo. De esta manera, deja atrás el canon testimonial y con el fin del proceso revolucionario cambia también el paradigma del género.




Sobre Adiós muchachos. Una memoria de la revolución sandinista

Adiós muchachos está fechado en la ciudad de Managua -diciembre de 1998 y enero de 1999- y en Arlington -febrero a abril de 1999-, es decir, unos meses antes del XX aniversario de la revolución. La obra da razón de la vida del autor y de cómo ésta se encuentra asociada con la lucha antidictatorial en Nicaragua; de la guerra insurreccional que llevaría a la victoria guerrillera, de los diez años del gobierno revolucionario, la guerra interna y de las batallas que enfrentó el FSLN una vez que dejó el poder.

Esta obra refleja una gran lucidez narrativa para reconstruir una época, en la que realiza además, un profundo balance de la última revolución centroamericana. Adiós muchachos tiene como eje central la particular forma que Sergio Ramírez tiene de explicar y explicarse el proceso revolucionario, en el que se destaca la participación del autor en la etapa de la insurrección como un «diplomático» del sandinismo, identificado con el tercerismo y caracterizado por su veta pragmática. Al referirse a sus funciones personales en el gobierno, Ramírez hablará generalmente como integrante de un grupo, como parte de una colectividad.

En coherencia con dicha actitud, la obra también es un homenaje a los hombres y mujeres que hicieron posible el triunfo revolucionario, y está dedicada en gran parte a los actos de heroísmo y sacrificio de los miles de jóvenes que ofrendaron su vida al derrocar la dinastía de los Somoza y al mantener una revolución y un gobierno que a la postre fracasaría por el costo de una guerra fratricida financiada por Estados Unidos. Se abordan los avatares de un gobierno cuya paradoja, desde la perspectiva del autor, consistió en dejar como herencia lo que no se propuso: la democracia, y en no heredar lo que sí se planteó: el fin del atraso, la pobreza y la marginación.

La memoria del narrador va disparando, simultáneamente, una serie de análisis sobre los hechos recientes en Nicaragua, a través de una red de historias que nos llevan a una interpretación de lo que fue el gobierno revolucionario. De tal forma se va apuntalando el programa político de la revolución y el del propio autor, se van delineando los principales elementos discursivos y propagandísticos y, a la vez, los de carácter histórico-cultural. Asimismo, se incluyen entrelazadamente las disputas sectarias, los amigos muertos, los errores políticos y económicos, la separación y el dolor del pueblo; las presiones internacionales, las disputas familiares, el apoyo popular, la disidencia campesina en el norte y el financiamiento norteamericano a la contrarrevolución. La obra reconstruye el drama de un pueblo enfrentado en una guerra.

Adiós muchachos puede dividirse en tres niveles diferentes de elaboración narrativa: una gran historia de la revolución sandinista, la historia de Sergio Ramírez en la revolución y una serie de historias periféricas que rememoran a otros protagonistas de la revolución. El subtítulo Una memoria de la revolución sandinista parece un juego de palabras, pues ambos términos parecen antitéticos: una revolución no tiene memoria. Lo que pretende Ramírez es darle individualidad a la reconstrucción del proceso revolucionario. El autor es consciente, de que se trata de una memoria, sólo una de las muchas que pudieran existir; por tal razón habla desde una memoria propia, personal y específica, la de quien escribe. Ahora bien, se trata, a la vez, de una memoria que puede ser compartida por varias de las personas-personajes que el autor menciona o por los lectores que se sientan identificados.

El memorialista está en el centro de la historia y va incorporando sustancias autobiográficas hasta llegar a representar su propia historia y la de sus seres queridos. Resulta así, una revolución que es recreada al mismo tiempo que el autor se construye a sí mismo. Ramírez habla como vocero de esa época desde su particular perspectiva. Así como la memoria no ordena cronológicamente sus recuerdos, tampoco la memoria de Sergio Ramírez está ordenada en una exacta datación, sino que se expresa a través de la yuxtaposición de tiempos: va de lo que está evocando a lo que esa remembranza le recuerda, pero dentro de la misma línea argumental y temática de integración de las experiencias pasadas. Estas ideas fueron previamente esbozadas en Confesión de amor, de modo que en palabras del autor, «desde otra perspectiva [...] yo diría que es la continuidad de mi propia experiencia personal» («Entrevista», s. p.). Pero Adiós muchachos no es sólo la continuación de Confesión de amor ni simplemente una nueva perspectiva sobre el pasado en otra circunstancia. La gran novedad del texto es la reconstrucción de todo el periodo revolucionario y de sus consecuencias, desde la perspectiva de un protagonista que intenta llevar a cabo un cierre con su propio pasado. Así los principales lectores evocados son los miembros de su generación, la de aquellos jóvenes ahora adultos que vivieron y sufrieron el proceso. Se invita al lector a rememorar una época.

Lo vivido por el autor también pasa por una experiencia colectiva de sucesos y situaciones de importancia para Nicaragua durante el proceso revolucionario y la época de las luchas de liberación nacional en todo el continente, recuerdos colectivos a los que apela una y otra vez. Ramírez es un intelectual y por ello recuerda, desde una posición letrada de tradición latinoamericana, y cita «¡Escucha yanqui! de Stuart Mill», obra de gran difusión en la época cuyo autor es ciertamente C. Wright Mills (1961)11. Esta imprecisión sólo apela al lector que vivió esa época pues sabe a qué se refiere, son referencias evidentes sobre esa época.

Es una memoria personal en la que se escuchan muchas voces, por ejemplo, la de su homónimo hijo (29), la de Ernesto Cardenal (102), Edén Pastora (92) y Gabriel García Márquez (122) entre otros. Sin embargo, aunque recuerda con otros y apela a que recuerden con él, Ramírez no pretende ser el portavoz de una colectividad, por ello utiliza la expresión «como yo la viví, y no como me contaron que fue» (13) y que se amplía a sus homólogos: «como yo la recuerdo» y «como yo la narro». Con ello, la problemática relación entre el pasado experimentado y el pasado recordado es zanjada, así como las desavenencias que pudieran tener los participantes del proceso12. En ese sentido, ¿cómo podrían ser debatidos sus recuerdos individuales?

En Adiós muchachos, Sergio Ramírez recurre, en su proceso de rememoración, a las tres atribuciones de la memoria: para sí mismo, como un cierre personal con su pasado (por eso se despide de los muchachos, y habla a partir de un Yo, pues lo contempla desde la distancia como un acontecer cumplido y terminado); para los próximos (para que rememoren y la gesta no se olvide); y para a los otros, los jóvenes, las nuevas generaciones (para que aprendan del pasado y se reconozcan en él). Su memoria no es, entonces, sólo el cierre con su pasado, sino también escritura sobre el pasado que busca la conformación de una memoria colectiva sobre un pasado heroico.

No elabora una imagen de sí mismo próxima a la de un militante de izquierda, de un revolucionario, sino más bien la arquetípica, contradictoria y ambigua figura de un político en el poder y un intelectual reconocido; tal vez una imagen cercana a la disyuntiva del héroe que también puede ser antihéroe: el estadista con dudas, incertidumbres y errores. A través de una relectura crítica del pasado y de éste como un espacio de cuestionamiento, se construye a sí mismo como un hombre que por sus principios rompe con el FSLN, autoridad que le da entonces la oportunidad de hacer oír su voz, ya que es un hombre respetado en Nicaragua y su memoria se escuchará.

Es obvio, entonces, que hay un alegato político de Ramírez, puesto que narra la revolución de manera que ésta no se entiende sin él y él no se entiende sin ella, de manera que el protagonista-memorizador se hace indisoluble con la revolución. En Adiós muchachos el autor logra posicionarse ante el lector primero como protagonista, luego como escritor con oficio y después como crítico del sandinismo, en lo que parece ser la construcción de su identidad a través de un traje hecho a la medida por el propio escritor.

Efectivamente, construye su identidad revolucionaria en una forma cercana al accionar de un héroe, sólo que este héroe no tuvo que usar fúsil ni disparar una sola bala para entrar a la historia. Ramírez escribe su paso triunfal a la historia por medio de la tinta, sin derramar una gota de sangre. Explica la revolución sandinista y se explica a sí mismo, de tal manera que el tiempo del autor y el tiempo del proceso revolucionario se funden y se confunden volviéndose partes inseparables. Tal propuesta de escritura lo hace reposicionarse con bastante éxito ante el lector como el protagonista del pasado revolucionario. Él decide crearse un lugar en ese pasado.

El recuento e interpretación histórica previamente habían sido hechos por el autor en obras como El alba de oro (1983), Estás en Nicaragua (1986) y Seguimos de frente (1985). La diferencia que marca Adiós muchachos es que la interpretación histórica no está hecha desde la óptica del sandinismo triunfante y gobernante, como La marca del Zorro o desde la desazón de la derrota electoral como en Confesión de amor, sino desde la óptica del pos-gobierno revolucionario.

Después de dos derrotas electorales, es seguro que el pasado ha sido reconsiderado, ¿y por qué no? incluso manipulado por el autor, porque no fue lo mismo escribir desde el poder, que desde la derrota electoral, y menos a la distancia política de los acontecimientos que se narran. Cuando Ramírez escribió Adiós muchachos no sólo había decidido separarse de sus excompañeros, sino que también de una parte importante de su vida. Aun así, no se despide de la revolución como proyecto -¿cómo podría?- y únicamente apela a tomar distancia de ella para narrarla.

Con el fin de los proyectos insurrecciónales en Centroamérica y la derrota electoral del sandinismo en 1990, las letras de la región, y Sergio Ramírez por consiguiente, recurrieron a algunas «novedades» como: sustituir la voz colectiva (Rivera y los demás héroes anónimos) por una individual (la suya); un sentido más crítico a las experiencias vividas; darle un cariz de novelas con temáticas históricas (inmediatas y no tan inmediatas); crear un «nuevo» testimonio cuya característica fuera la cercanía a la autobiografía, es decir, marcados rasgos no-representativos, individualizados y fragmentados; romper con la perspectiva reivindicativa de la subalternidad y de formador de la identidad colectiva/nacional y, en tal sentido, acercar más el testimonio a una perspectiva personal que cuestione la historia y la verdad de ésta (véase Mackenbach). Ramírez es fiel a esta tradición y al mismo tiempo a los cambios, un excelente ejemplo de las novedades de la escritura de la región y su relación con los vertiginosos cambios históricos y sociales de Nicaragua y el istmo centroamericano.

Si la revolución se quedó sin cronistas, Sergio Ramírez decide tomar ese papel, por sus dotes literarios, por su disposición de archivos para obtener la información e, incluso, porque su memoria funciona como el archivo principal donde guarda recuerdos importantes. Su memoria es su fuente primaria y su capacidad de escritor la mejor forma de transmisión de la información almacenada.

Su obra representa una aguda reflexión, pionera del trabajo que pudieran hacer los historiadores, un relato por la historia, por una historia de Nicaragua, tal vez con minúsculas, pero construida con restos inusuales: imágenes, memorias, relatos históricos, experiencias, visiones del imaginario social, fotografías, recuerdos y experiencias personales.




De testimonio a confesión y memoria

La marca del Zorro, Confesión de amor y Adiós muchachos constituyen una mezcla estética de dos componentes: una propuesta seria de significación del pasado reciente y una estética propuesta literaria. Asimismo nos exhortan a reconsiderar la validez y utilidad de la historiografía como único lenguaje válido de la explicación histórica, pues a través del testimonio, la confesión y la memoria, el autor no sólo nos hace entender su pasado, sino también el de la historia reciente nicaragüense, en la medida en que al explicarse a sí mismo nos explica simultáneamente la revolución, y viceversa.

La marca del Zorro representa el pasado visto desde el poder revolucionario; Confesión de amor es un primer intento por resignificar ese pasado, y Adiós muchachos es el balance del período desde la perspectiva del XX aniversario de la revolución. Las tres obras son producto de la memoria, son también una forma de autobiografía y, además, una historia muy libre de la época frentista de Ramírez y de lo que pasó en esos años -que son los acontecimientos cruciales en torno a los cuales se erige la historia del protagonista-narrador-. Los tres relatos constituyen formas de catarsis y, en ese sentido, son el resultado de ajustes de cuentas individuales con la historia vivida y narrada y las participaciones pasadas.

En las tres obras, el pasado está sujeto a un proceso de rememoración que implica, simultáneamente, memoria e imaginación. En el primer ejemplo analizado la construcción de la memoria no se da como ficción sino como si fuera la realidad o la verdad misma -aunque sea una construcción y no la realidad-, el que habla es un Otro diferente al narrador, construido desde el romanticismo revolucionario y con la finalidad de hacer al lector recordar que la épica es posible. En el segundo caso lo importante es la confesión, lo que implica: culpa, desamor y un pasado que por inmediato es inasible; como catarsis ante la tragedia. En el tercer caso, la problemática despedida a los compañeros es un ejemplo de las muchas formas en cómo se puede rememorar el pasado, por lo que hay una cierta conciencia de que se trata de un recuerdo de los hechos, que ellos no forzosamente sucedieron como se recuerdan y que, por supuesto, pueden ser recordados por otros de diferentes maneras.

El cambio en el discurso testimonial de Ramírez puede ser delimitado a partir de dos ejes:

  • La derrota electoral de febrero de 1990 y, en general, los cambios producidos en la región que han dado lugar a un proceso evolutivo en el testimonio de la zona y que abre un nuevo contexto en el que urge escribir e inscribir las distintas versiones de las historias centroamericanas recientes desde otras perspectivas.
  • La re-creación de la memoria, la manera de recordar de cada testimoniante y/o escritor es diferente y además está sujeta a resignificaciones posteriores. Ello sucede claramente en Confesión de amor y en Adiós muchachos; la primera es, según el autor, tan sólo una confesión de la entonces reciente derrota electoral, una catarsis; la segunda, una mezcla de memoria, testimonio, ensayo y análisis a veinte años del triunfo sandinista y a nueve de la derrota: «Adiós muchachos es la continuación de Confesión de amor desde otra perspectiva» («Entrevista», s. p.).

Sergio Ramírez ya no pretende darle voz al pueblo como lo creyó en La marca del Zorro, al contrario, siente ahora el abismo que los separa: cada grupo y persona son entes separados que no pueden generalizarse, por lo que cada individuo y cada protagonista tiene su visión y versión que implica «verdades» propias. De modo tal que no es posible contar una verdad, ni muchos menos la verdad histórica de la revolución. En 1999 considera que la reconstrucción del pasado es un proceso individual, aunque toca la memoria de lo que se entiende por colectivo.

En La marca del Zorro se destaca lo popular de la insurrección sandinista, en Confesión de amor la resistencia y la lucha como un atributo positivo de los hombres ante el terrible panorama de la derrota electoral; en Adiós muchachos la resistencia es ante el olvido a que se quiere someter a la revolución y al ideal político, a ambos hay que rescatarlos.

Los textos comparten ciertas ideas centrales que no han sido modificadas en el ideario del autor: la visión de la historia reciente nicaragüense como la larga lucha para defender la identidad de la patria acorralada por el poder del imperio norteamericano y de los intereses de una ciega clase poderosa. También destacan la importancia de la ruptura y el cambio revolucionario en la realidad social.

La reconstrucción de la época de la revolución que Ramírez lleva a cabo en las tres obras analizadas, muestra, por un lado, la recurrencia a destacar lo heroico de la época y, por el otro, las constantes referencias de elementos religiosos y míticos; características que se hallan estrechamente relacionadas con las luchas de América Latina desde sus orígenes y con la utopía redentora del cristianismo en la región, especialmente observable en el discurso de la Teología de la Liberación y en la misma ideología de la lucha armada.

En los tres textos revisados, Ramírez construye y reconstruye la mitología del sandinismo y la importancia de la ética revolucionaria que los diferenciaba del somocismo, y que fue una de las razones por las que la población confió y ayudó a los combatientes aún en las circunstancias de mayor represión. Una ética que se perdió con el saqueo de las propiedades estatales en la llamada «Piñata». También destaca la participación del pueblo en la lucha anti dictatorial y antiimperialista, batallas que se pueden presentar como justas aunque no tienen un final feliz. Sin embargo, la revolución fue una épica que merece un sitio en la historia del continente no sólo por las gestas y proezas que se realizaron, sino porque además el darle ese lugar, el recuperarla, representa vencer el silencio sobre el pasado. El sandinismo revolucionario fue una ética que realizó una épica en una época de escasas esperanzas, de manera tal que para este movimiento las posteriores reconstrucciones del periodo a través de la memoria constituyen una esperanza, dan fe de la posibilidad de un cambio futuro.




Conclusiones

Apelando a los significativos cambios políticos, sociales y culturales en la región, el autor decide usar el concepto de memoria, y no el de autobiografía y/o testimonio. En general la autobiografía es vista como una expresión de liberalismo en el que un sujeto narra su propia vida y hace un recuento de ella y de su obra. Aquí el hombre protagonista es percibido como un sujeto político capaz de hacer historia, por lo tanto, tiene su anclaje en el sujeto de expresión liberal, con el que Sergio Ramírez no se sentiría cómodo como participante de la revolución sandinista. Probablemente tampoco lo considera testimonio porque el término está estrechamente relacionado con los movimientos de izquierda de los años sesenta, setenta y ochenta. En la crítica literaria sigue siendo objeto de debates y Ramírez probablemente pretende romper con ese capital literario que ve como estrecho. En tal sentido, el concepto de memoria e incluso el de confesión es una perspectiva que incluye la tradición, pero al mismo tiempo abre nuevos horizontes de creación y libertad creativa.

Las tres narraciones de Ramírez son discursos construidos desde el Yo, con la autoridad de un testigo presencial y protagonista de los hechos (sea Rivera o Ramírez). Son textos con claras pretensiones de verdad en dos niveles, en el histórico y en el literario. A nivel histórico, la pretensión de veracidad de la narración yace en que los hechos narrados sucedieron en la vida «real» y pueden ser comprobados mediante investigaciones o a través de las personas que vivieron esos años.

La autoridad de la memoria va cambiando en cada una de las obras: en La marca del Zorro el hecho de que Francisco Rivera haya estado ahí, que sea el protagonista de los sucesos y un sujeto popular es prueba suficiente de que lo que narra es verídico. Además el escritor se presenta a sí mismo como un ser transparente, sin prejuicios, por lo que puede «meterse en la piel» del testimoniante y darnos los recuerdos del Zorro sin adorno alguno. En Confesión de amor el peso sentimental de la narración y lo doloroso de la reconstrucción del periodo, son razones válidas de credibilidad, pues los sentimientos son irrefutables. En Adiós muchachos la autoridad de la memoria es más compleja porque además de la importancia del autor como protagonista, hay todo un discurso para construir una memoria que trascienda lo personal, que sea a la vez compartida. Por otra parte, la memoria de Ramírez no es sólo anecdótica, sino además analítica, pues su finalidad es la de explicar y explicarse el proceso revolucionario. En consecuencia, Ramírez es un sujeto memorialístico que en su proceso de escritura ofrece elementos que van de lo individual a lo colectivo y del testimonio a la historia.

En los tres casos se pretende llevar a cabo un rescate: en La marca del Zorro, se busca redimir al pueblo en la revolución, una que, ciertamente, no hubiera podido hacerse sin él. El pueblo no es una masa estática, al contrario, es el agente del cambio, el que, por sus acciones heroicas, merece un lugar en la historia, de la cual se constituye como agente mismo. Sus experiencias, anhelos y frustraciones son condensadas en la figura de Francisco Rivera, precisamente un hombre del pueblo que luchó desde las catacumbas para derrocar a la tiranía.

En Confesión de amor el rescate apunta principalmente a los revolucionarios, la mayoría de ellos salidos de las aulas de la Universidad; jóvenes quienes, con base en su conciencia social, se vuelven la vanguardia que dirigirá al pueblo hacia su liberación. Una vanguardia aglutinada en el FSLN que se equivocó al no escuchar los intereses y necesidades del pueblo, y que, en cambio, impuso sus concepciones ideológicas. El otro gran culpable de la derrota, es, para Ramírez -y con esto quizá redime de algún modo a los revolucionarios- el gobierno norteamericano y su postura de confrontación, misma que, finalmente, los sandinistas no supieron manejar.

En Adiós muchachos el autor emprende un doble rescate: de sí mismo y de la revolución. El resultado del proyecto sandinista no es para nada alentador: si bien contó con el apoyo popular dejó a una generación diezmada por los rigores de la guerra y por una vanguardia que fue incapaz de la autocrítica, por una soberbia de los dirigentes que polarizaron la vida social, económica y política nicaragüense. Sin embargo y a pesar del saldo negro del periodo, hay elementos por rescatar, como la participación popular, la solidaridad, la heroicidad de sus miembros, las esperanzas que el proyecto despertó y las posibilidades de democracia que creó. Asimismo, las causas de la derrota se atribuyen a la dirigencia del FSLN y a la intervención norteamericana, pues en el marco del «destino manifiesto» los dos cumplieron el lugar que ese dogma les confería.

Por otro lado, los tres escritos evidencian la posición y el discurso hegemónico del escritor-memorialista y de otros intelectuales ante los «subalternos», una posición discursiva que varió según se transformaron las relaciones del autor y otros mediadores con el poder, llegando a convertirse en una postura discursiva fragmentaria. En los casos que nos competen, se trata primero de un discurso que da voz a Francisco Rivera, después la de Ramírez en un discurso directo en forma de confesión ante el lector y, por último, uno que asume que sus recuerdos conforman una memoria, una de las muchas que puede haber y que si bien puede compartir recuerdos, es consciente de que las experiencias son personales y no pueden representar a otros.

Sergio Ramírez rompe con la historia de los historiadores profesionales para escribir la de la revolución y, claro, la suya, que, después de todo, es la misma. Así las obras de Ramírez son las memorias de un sandinista cuya historia es tan grande que motiva a confundirla con la memoria de toda la revolución.






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