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Sermón del P. Maestro Fray Luis de Granada fundado sobre estas palabras del apóstol

     Quis infirmatur et ego non infirmor? quis scandalizatur et ego non uror? Esto es, ¿Quién está flaco en el espíritu, que yo no me compadezca de é?, ¿quién se escandaliza que yo no me abrase?

     Nuestro glorioso padre Santo Tomás en una muy devota oración, en la cual pide a Nuestro Señor muchas virtudes y gracias, una de las principales es que, siendo tantas las alteraciones y mudanzas de esta vida, nunca desfallezca entre las prosperidades y adversidades de ella, sino que en las prosperidades le dé gracias y en las adversidades tenga paciencia; y así ni en las unas se levante y envanezca ni en las otras se acobarde y desmaye. Dejemos ahora las prosperidades, pues tan fuera están nuestros tiempos de ellas, y tratemos de las adversidades de que estamos por todas partes cercados.

     Entre las cuales, unas son corporales, como son las guerras, hambres y mortandades; y otras espirituales, que tocan más en lo vivo, como son las herejías, que hacen guerra a la fe y los malos ejemplos y vida estragada de los malos, que perjudican las buenas costumbres. Los cuales ejemplos, que son hechos y dichos de los malos, son tan poderosos para dañar, que sus palabras cunden como cáncer y sus hechos inficionan y matan las ánimas, por las cuales Cristo derramó su sangre. Pues contra los tales dice San Bernardo: «Si el Salvador dió su sangre en precio y redempción de las ánimas, ¿no os parece que le persigue más (cuanto en sí es) el que con malas palabras y malos ejemplos aparta las ánimas de su servicio que el que derrama la sangre que él ofreció por ellas? Y si el demonio se llama homicida en el Evangelio porque mata las ánimas, incitándolas a pecar; ¿no será también homicida el que con su mala vida y mal ejemplo hace lo mismo?»

     Mas, entre los malos ejemplos que se ofrecen en la vida humana, el más dañoso es cuando una persona, tenida en gran reputación de santidad, viene a caer en algún pecado. Porque aquí es donde los buenos lloran y los malos ríen y los flacos desmayan y, finalmente, casi todos se escandalizan y pierden el crédito de la virtud de los buenos.

     Contra éstos no tengo otra más eficaz respuesta que la que San Agustín da en un caso semejante, que fue la caída de una persona religiosa de las que militaban debajo de su regla y compañía; donde el santo doctor, predicando contra el escándalo del pueblo, dice estas palabras: «Decidme, hermanos, ¿por ventura mi casa es mejor que el arca de Noé en la cual, de tres hijos que este santo tuvo, uno fue hallado malo? ¿Por ventura es mejor la casa del patriarca Jacob en la cual, 12 hijos que tuvo, uno sólo fue virtuoso que fue Joseph? ¿Por ventura es mejor que la casa del patriarca Isaac en la cual, de dos hijos que le nacieron de un parto, el uno fue escogido de Dios y el otro reprobado? ¿Por ventura es mejor que la casa de Cristo Nuestro Salvador en la cual, de doce apóstoles que Él escogió, uno le fue traidor y le vendió? ¿Por ventura es mejor que la compañía de los siete diáconos, llenos del Espíritu Santo, escogidos por los apóstoles, para tener cargo de los pobres y viudas; entre los cuales uno, por nombre Nicolao, vino a ser heresiarca? ¿Por ventura es mejor que el mismo cielo, de que tantos ángeles cayeron? ¿Y que el paraíso de la tierra, en el cual los dos primeros padres del género humano, criados en justicia y gracia, fueron echados de este lugar por su pecado?» Hasta aquí son palabras de San Agustín, de las cuales colegimos dos cosas: la una, que nadie se debe espantar, como de cosa nueva, que en todos los estados, por perfectos que sean, haya alguno que cayan; y la otra, que no debemos juzgar por los que caen a los que quedan y están en pie; como lo vimos en este mismo discurso, donde entre esos que cayeron, quedaron otros que perseveraron en su virtud. Y por aquí entenderemos la poca razón que tienen los que se maravillan y escandalizan cuando alguna persona notable desvara y cae. Porque ¿quién más santo que David, varón escogido y conforme a la voluntad de Dios y lleno de espíritu profético, y vemos cuán feamente cayó? ¿Y quién más sabio que Salomón que tantos misterios y maravillas alcanzó y escribió en el libro de los Cantares, y vemos a qué extremo de maldad llegó, pues vino a adorar ídolos.

     Y de estos ejemplos pudiéramos traer infinitos de que están llenas las historias eclesiásticas; pero uno sólo referiré aquí, que se escribe luego al principio de las vidas de los padres del yermo: Y éste fue que un monje que moraba en lo más apartado de aquel desierto, el cual había vivido muchos años ejercitándose en grandes abstinencias y virtudes admirables y recibido de Dios muchas revelaciones, con espíritu de profecía; y con esto, a cabo de muchos años y de muchos santos trabajos, recibió de Nuestro Señor un tan grande favor, que por mano de los ángeles era proveído de mantenimiento; porque, llegada la hora de comer, entrando más adentro de su cueva, hallaba un pan muy blanco y muy suave que comía dando gracias a Dios y gastando lo más del día y de la noche en himnos y oraciones. Viéndose, pues, honrado con tantos favores, vino a reinar en su corazón un pensamiento de que por el mérito de sus trabajos había alcanzado tan grandes favores. Y como sea verdad lo que dice Salomón, que antes de la caída se levanta el corazón del hombre, comenzó el demonio a solicitarle por esta vía y armarle lazos para la caída. Y dejando aparte el proceso de toda esta tentación, que fue largo, finalmente vino a inflamar su corazón con un tan grande ardor del vicio sensual que se determinó de dejar el yermo; y así lo hizo, aunque en medio del camino le acudió Nuestro Señor y lo revocó de su mal propósito. Por aquí, pues, verá el hombre la poca razón que tiene para escandalizarse de estas caídas de nuestros tiempos, pues un tan grande santo como éste, a quien los ángeles servían y traían de comer, vino a dar tan gran caída. Y no es razón que porque éstos y otros tales cayen, condenemos a la universidad de todos los otros buenos; ni por la santidad fingida y falsa de algunos, juzguemos que todos los buenos son tales. En el Testamento Viejo había muchos falsos profetas que decían haberles Dios enviado a profetizar y enseñar a su pueblo. Mas no por ser éstos falsos y engañadores dejamos de creer que había otros muchos profetas verdaderos, como fueron Isaías, Hieremías, Ezequiel, Daniel, y otros muchos. Y en el Testamento Nuevo hubo también otros muchos falsos apóstoles de quien se queja el apóstol San Pablo, diciendo que eran obreros engañosos y que se transfiguraban en los verdaderos apóstoles de Cristo. Y no es esto, dice él, de maravillar, pues también Satanás se transfigura en ángel de luz y por esto no es maravilla que sus ministros quieran contrahacer a los verdaderos ministros de justicia, cuyo fin dice él que, será conforme a sus obras. Pues siendo esto así, ¿cuán grande yerro sería que por la máscara de estos falsos apóstoles dejásemos de creer a los verdaderos?

     También entre los discípulos de Cristo hubo algunos que se escandalizaron de su doctrina y se despidieron de Él. Por donde el Señor dijo a los más que quedaban: ¿Vosotros también queréis os ir? A lo cual respondió San Pedro por todos: ¿Adónde iremos, Señor, pues tienes palabras de vida? Mas aunque aquéllos se escandalizaron y se fueron, quedaron los otros setenta discípulos, y después predicaron la buena nueva del Evangelio al mundo. También entre aquéllos santos monjes del desierto hubo algunos engañados del demonio; mas no debemos juzgar por éstos a los otros santísimos padres.

     Y descendiendo a las cosas humanas, ¿cuántas veces acaece que una mujer casada de grande estima viene a ser comprehendida en adulterio? Pues ¿luego, por este ejemplo, condenaremos a todas las otras casadas? No, por cierto. Y si esto sería gran locura, no es menor que por un bueno que cae o por un hipócrita que se descubra juzguemos por tales a todos. A este propósito hace lo que acaeció al profeta Elías estando en una cueva en el monte Oreb, huido de la reina Jezabel, que lo buscaba para matarlo, al cual apareció Dios (que nunca desampara a los que son perseguidos por Él) y díjole: ¿Qué haces aquí, Elías? El respondió: He zelado y vuelto por la honra del Señor Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han desamparado tu ley y derribado tus altares y muerto a tus profetas, y he quedado yo solo, y agora búscanme para matarme. A esto le respondió el mismo Señor y, entre otras cosas, le dijo que no era él sólo el que había conservado la fe con Dios; porque en ese pueblo tan perdido tenía Él siete mil hombres que no habían inclinado sus rodillas ante el ídolo de Baal. Esto parece, pues, que se puede con corazón responder a los que por la caída pública de uno piensan que todo es ya perdido y que no haya que fiar de nadie, por bueno que parezca, pues tiene Dios otros muchos siervos escondidos que el mundo no conoce.

     Y este juicio redunda en daño de los mismos que esto juzgan; porque con esta siniestra opinión que tienen de los buenos pierden el fruto que pudieran sacar de su doctrina y buen ejemplo, demás de ser este juicio temerario y de cortos y precipitados entendimientos, e injurioso a los buenos, que deben ser muy reverenciados, pues a sola la virtud se debe reverencia y honra. Y contra éstos milita un decreto del Papa Zeferino, el cual, hablando de estos juicios, dice así: Temeraria cosa es juzgar los hombres los secretos y intenciones de los corazones. Y no viendo de fuera sino de obras buenas, temeridad es por sola sospecha condenar las personas, pues nos consta que a solo Dios pertenece saber lo secreto de los corazones. Aristóteles dice que una de las causas por donde los hombres yerran en el juicio de las cosas, es no considerar todo lo que hay en ellas y moverse fácilmente a determinarlas por mirar algo y no mirarlo todo. Y este suele ser uno de los medios por donde el demonio engaña a muchos.

     Por lo cual, tenemos ejemplo en Balaam y en el rey de los Moabitas, el cual viendo que Balaam, mirando todo el ejército de los hijos de Israel asentado en un valle y pareciéndole dende allí muy hermoso, le comenzó a bendecir y alabar; indignado de esto el rey (que lo había traído para maldecir al pueblo), le dijo: Vamos a otro lugar dende el cual veas parte de este pueblo y no le veas todo, y así quizá le maldirás. Pues esto mismo hace el demonio para engañarnos, haciendo que en estos casos pongamos los ojos en uno solo que cae y no miremos los muchos que están en pie y perseveran en la virtud. Y así nos arrojamos muy de priesa a juzgar las cosas sin más deliberación, por donde, prudentemente dicen los juristas que la precipitación en la determinación de las cosas es madrastra del juicio de la verdad.

     Preguntará, pues, agora un hombre que desea salvarse lo que debe hacer en estos acaecimientos. Respondo que (pues el Apóstol dice, que a los que aman a Dios todas las cosas suceden para mayor bien suyo), lo que debe hacer en estos casos es no condenar a los otros sino temer a sí mismo y escarmentar en cabeza ajena, y mirar que si aquél cayó de un estado tan perfecto, mucho más cerca está de caer el que está menos perfecto. Pues de semejantes caídas no teman los siervos de Dios ocasión para estimar a sí y despreciar a los que cayeron, sino para vivir de ahí adelante con mayor temor y desconfianza de sí mismos, diciendo entre sí: Yo soy hombre como aquél, y concibido en pecado como él, y subjecto a las mismas tentaciones que él; ni tengo más prendas de Dios que él, y navego en el mismo mar que él, sin haber llegado a puerto seguro; ni sé si tengo don de perseverancia hasta la fin, el cual sé que no cae debajo de merecimiento, porque lo da Dios a quien Él es servido; ¿pues, qué hay en mí para que no corra el mismo peligro que aquél? Y por esto, muy a propósito, me previene y avisa el Apóstol diciendo: El que piensa que está en pie mire por si no caya. Si cae David y Salomón, ¡pobre de mi!, ¿qué haré yo? Este es, pues, el fructo que saca el humilde y prudente siervo de Dios de semejantes caídas: más temor, más humildad y mayor cuidado de huir todas las ocasiones que le pueden atravesar el pie para caer, y no condenar a muchos por ejemplo de uno.

     Y advierta también quien en estos casos desea acertar que no se indigne contra aquél que cayó, sino antes se compadezca de su caída y no pierda la esperanza de su enmienda. Porque muchas veces las grandes caídas vienen a ser ocasión de grandes penitencias y mudanzas de vida. En las vidas de los padres del yermo se escribe de una religiosa que, después de veinte años de vida perfecta, vino a dar una muy fea caída; y deseperada y aborrecida de sí misma, fue a acabar de perderse al mundo. A la cual un santo monje, tío suyo, por nombre Abraham, revocó de aquel estado por un medio extraordinario y admirable. Y llegó a hacer tal penitencia tres años que vivió, que vino a hacer milagros. Pero más admirable ejemplo es el del rey Manasés, de quien cuenta la Escriptura Divina que hinchió a Hierusalem de sangre de profetas; entre los cuales aserró al gran profeta Esaías. Y por estos pecados fue llevado preso a Babilonia y puesto en hierros; donde la pena abrió los ojos que había cerrado la culpa, e hizo tal penitencia, que por ella no solamente fue perdonado y librado de la cárcel, más también restituido en su reino; habiendo dejado tan estragado y ocupado de idolatrías, que por estos pecados (de que él fue causa), siendo él perdonado, el reino fue destruido y llevado a Babilonia cautivo. Tan grande es la misericordia de Dios y tanto puede para con Él la penitencia después de muy grandes culpas. Lo cual he dicho para que nunca desconfiemos de la caída de nadie, por grande que sea.

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