Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

III. Reprehensión de los flacos, que por vanos temores aflojan de sus buenos propósitos

     Mas dejemos agora éstos y vengamos a los flacos; de los cuales dijimos que en estas caídas públicas de los buenos desmayan y desisten de sus buenas obras y devotos ejercicios por miedo del mundo. Los que esto sienten, y así lo hacen y dicen, mas parece que viven con el mundo que con Cristo pues, por temor del mundo, dejan a Cristo. Deberían los tales acordarse de lo que aprendieron en las cartillas, que es ser el mundo uno de los tres enemigos del alma, no menos pernicioso que los otros dos. Por donde a éste atribuye el Salvador la ceguedad de los príncipes de los judíos, los cuales, conociendo que Él era el verdadero Mesías, no lo osaban confesar; porque, como dice el mismo Señor, amaron más la gloria del mundo que la de Dios. Y a otros también reprehende por la misma causa, diciéndoles: ¿Cómo podéis vosotros creer, pues buscáis la honra y gloria unos de otros, y no curáis de la verdadera gloria que viene de Dios?

     Pues con éstos juntemos los que por este mismo respecto del mundo no osan declararse con buenas obras por siervos de Cristo. Contra los cuales dice Salviano: Qualis inter christianos Christi honor est, ubi religio facit ignobilem? Quiere decir: «¿Cuál es la honra que tiene Cristo entre sus cristianos, cuando mostrarse uno siervo suyo es caso de menos valer?» Por este miedo humano negó San Pedro. Y no es tanto de maravillar que hubiese vergüenza de parecer discípulo de un hombre preso y reputado por engañador del mundo; mas vos pasais adelante porque teneis vergüenza de parecer discípulos de Cristo creyendo agora que reina en Cielos y en Tierra y está sentado a la diestra del Padre. Con razón podemos temer que en el día del juicio tomará Dios a San Lorenzo, o a cualquier otro mártir y, mostrando las señales de las heridas que recibió, os dirá: Este santo no dudó confesarse públicamente por discípulo mío, aunque sabía cuántas heridas le había de costar: y vos, por unas niñerías y vanos temores del mundo, dejais de declarar por las obras que sois discípulo mío.

     Así que, Señor, el mundo es honrado de nosotros, desamparando a Vos. Si el mundo aprobare nuestro servicio, serviros hemos; y si lo reprobaren y contradijeren, dejarlo hemos. De modo que en el albidrío del mundo está puesto nuestro servicio para con vos. ¿Pues cómo no vemos cuán grande sea este descomedimiento contra aquella soberana majestad? Y así contra ellos dice Él: Quien tuviera vergüenza de parecer mi siervo delante de los hombres, yo me despreciaré de tal siervo, cuando venga en mi majestad y gloria en presencia de mi Padre y de sus ángeles. Y de éstos dice Salomón: Aversio parvulorum interficiet eos. Quiere decir que por temores de niño y de cosas de aire vienen a apartarse del bien. Y de éstos mismos dice David: Sagittae parvulorum factae sunt plagae eorum. Quiere decir, que por medio de las saetas de ballestillas de niños desisten de los ejercicios virtuosos, dejan las buenas obras y se apartan de Dios; porque, ¿qué son sino ballestillas de niños las murmuraciones y nombres ignominiosos con que el mundo persigue a los flacos? Muchos de los cuales son como bestias espantadizas que, sin haber cosa de peligro, se espantan y huyen; porque, bien mirado, sombra es y cosa de aire todo lo que el mundo hace y puede hacer en disfavor de la virtud.

     Crece aun este miedo de los pusilánimes y flacos cuando la caída de algún bueno, o tenido en cuenta de bueno, viene a ser castigada públicamente por el Santo Oficio; porque éste es el caso con que más se acobardan los que aún no están fundados y arraigados en la virtud. Y es éste un temor tan contra razón como si las ovejas tuviesen miedo de su mismo pastor que es el que con mayor solicitud las guarda y defiende de los lobos. Porque ¿qué otra cosa es el Santo Oficio sino muro de la Iglesia, columna de la verdad, guarda de la fe, tesoro de la religión cristiana, arma contra los herejes, lumbre contra los engaños del enemigo y toque en que se prueba la fineza de la doctrina si es falsa o verdadera? Y si lo queréis ver, extended los ojos por Inglaterra, Alemania, Francia y por todas esas regiones septentrionales donde falta esta lumbre de la verdad, y,veréis en cuán espesas tinieblas viven esas gentes, y cuán mordidas están de perros rabiosos y cuán contaminadas con doctrinas pestilenciales. ¿Y qué fuera de España si, cuando la llama de la herejía comenzó a arder en Valladolid y en Sevilla, no acudiera el Santo Oficio con agua a apagarla? Y por aquí veréis que como entre las plagas de Egipto fue una cubrirse toda la tierra de tinieblas escurísimas, mas en la parte donde habitaban los hijos de Israel había clarísima luz; así podemos con razón decir que estando todas esas naciones escurecidas con las tinieblas de tantas herejías, en España y Italia, por virtud del Santo Oficio, resplandece la luz de la verdad. Así que, hermanos, los que sois católicos y dados a los ejercicios de virtudes y buenas obras, no tenéis por qué temer. Porque como dice el Apóstol, Príncipes non sunt timori boni operis, sed mali. Vis non timere potestatem? Bonum fac, et haberis laudem ab illa. Quiere decir: «Los príncipes y jueces de la República no son para causar temor de las buenas obras sino de las malas. Si quieres no temer este tribunal, haz buenas obras y por él serás alabado.» De modo que este santo tribunal no es contra vos sino por vos; porque a él pertenece hacer huir los lobos de la manada, y proveerla de pasto conveniente que es de doctrina sana y limpia de todo error.

     Teman, pues, los malos y los engañadores; mas los que sinceramente buscan a Cristo, con buenas obras y ejercicios virtuosos, no tienen por qué temer. Cuando aquellas santas mujeres iban al sepulcro a ungir el cuerpo del Salvador aparecióles un ángel con el rostro resplandeciente como un relámpago; con lo cual, espantadas las guardas de los soldados, cayeron en tierra como muertos; a las santas mujeres consoló el ángel con blandas palabras, diciéndoles: Nolite timere vos. Como si dijera: estos enemigos de Cristo y siervos del demonio teman y tiemblen y caigan en tierra como muertos; mas vosotras que buscáis a este señor y venís a ungir su cuerpo, y hacerle este devoto servicio (aunque no necesario) no tenéis por qué temer, sino por qué alegraros; pues hallaréis vivo al que buscábades muerto, y daréis esta buena nueva a sus discípulos. El rey Asuero, que era monarca del mundo, tenía puesta pena de muerte a quien entrase en la sala donde él estaba. Entró, pues, la reina Ester sin su licencia, y viendo al rey airado, desmayó y cayó en tierra. Entonces el rey airado, desmayó mucho, la esforzó y consoló diciéndole que no temiese; porque aquella ley no se entendía en ella sino en los atrevidos y descomedidos. Pues conforme a esto os digo, hermanos, que el justísimo tribunal del Santo Oficio no es para que teman los domésticos y familiares siervos de Cristo, sino los ajenos, engañosos y pervertidos con falsas doctrinas. Y por tanto sabed, que la mayor ofensa que podéis hacer al Santo Oficio es aflojar en la virtud y buenas obras por este temor tan sin fundamento.

     Mas, por ventura, dirá alguno de estos flacos: veo que una persona que tenía grande opinión de santidad y frecuentaba los sacramentos y oraciones, vino a dar en una caída pública; y temo yo no venga también este azote por mi casa: esto es lo que me hace desmayar. Pregúntoos yo agora: ¿Cuántas personas os parece que habrá en la Iglesia cristiana que se ocupen en buenas obras y santos ejercicios sin ninguna ficción ni engaño que no han caído, antes vemos a muchos perseverar por la virtud hasta el fin de la vida? ¿Pues qué seso es poner los ojos en una sola persona que cayó, y no en tantas virtuosas que perseveran y están en pie? ¿Por qué os ha de mover más la flaqueza de uno para haceros desmayar que la constancia de muchos (de que está llena la Iglesia) para os esforzar? Porque es cierto que el Espíritu Santo que bajó sobre los apóstoles el día de Pentecostés, nunca más desamparó ni desamparará la Iglesia; y así siempre habrá en ella muchos que sean templos vivos donde Él haga su morada, los cuales despreciando el mundo con sus locos juicios y pareceres, se rijan por este juicio y doctrina de la Iglesia. Siendo, pues, esto así, ¿por qué ha de poder más con vos la caída de uno que la perseverancia de todos aquéllos en quien el Espíritu Santo mora?

     Quiero mostraros con un ejemplo cuotidiano la poca razón que en esto tenéis. Decidme: ¿cuántas mujeres recién casadas mueren de parto? Diréis que algunas. ¿Pues dejan por esos miedos los padres de casar sus hijas? Claro está que no. Porque sería gran locura, por unas pocas que de esa manera peligran, dejar de dar remedio a sus hijas. Porque no miran los hombres cuerdos a esas pocas que peligran, sino a otras muchas que tienen dichosos y felices partos. Pues ruégoos me digáis si ése es juicio y consejo acertado, ¿por qué no usaréis de ese mismo discurso en el negocio de vuestra salvación, que es no poner los ojos en uno que cayó, sino en millares de buenos que perseveran en el bien? Muchas mujeres que mueren de parto no os desmayan, ¿y una sola persona caída os acobarda y retira del bien? Tenéis ojos para mirar en un solo mal ejemplo, ¿y estáis ciegos para ver tantos buenos ejemplos?

     ¿Queréis que os diga de dónde nace este juicio tan pervertido? Nace del grande amor que tenéis al mundo y a los bienes temporales, y del poco que tenéis a Dios y a los bienes espirituales; y por esto, lanzas y peligros que se os atraviesen, no bastan para retiraros de procurar los temporales; y una pequeña paja que se os ponga delante os hace desmayar en el amor de los espirituales. Allí engullís y tragáis los camellos, y aquí os ahogáis con un mosquito. ¿Queréislo ver más a la clara? Decidme: ¿cuántos hombres de los que van a las Indias mueren en esta jornada?; ¿cuántos de los que navegan come la mar?; ¿cuántos mueren en las guerras? Diréis que muchos. ¿Dejan, pues, los hombres por estos peligros de navegar o militar o ir a las Indias? Claro está que no; porque el amor grande del interés les hace tragar todos esos inconvenientes. Y con ser esto así, basta para desistir de lo que toca a la salvación de vuestras ánimas una sola sombra de peligro. ¿Véis luego la raíz donde procede esta desorden? Y esto es de lo que San Agustín, hablando con Dios, se queja y maravilla, diciendo: «Soberano Hijo de Dios, a quien el Padre entregó todo juicio, ¿cómo consientes que los hijos de la noche y de las tinieblas trabajen y hagan más por las riquezas perecederas y por las vanidades del mundo, que nosotros por Ti, que nos criaste de nada y redimiste con tu sangre y nos tienes prometida tu gloria? ¿Pues qué cosa más desordenada y más injuriosa a la Divina Majestad que anteponer el polvo de la tierra a quien nos promete los tesoros del Cielo?

     ¡Cuán diferentes eran los ánimos de los cristianos en la primitiva Iglesia!, pues viendo cada día las cárceles llenas de mártires y las calles y plazas regadas con su sangre; viéndolos despedazar y arrastrar y desmembrar y asar en parrillas y cocer en calderas de pez hirviendo; todo esto no bastaba para apartarlos de la fe y amor de Cristo. Y para vos, basta una sombra de peligro tan pequeño. Qué lejos estáis de decir aquellas palabras del Apóstol: ¿Quién nos apartará de la caridad y amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la desnudez, la hambre, el peligro, la persecución, la espada? Cierto estoy que ni muerte. ni vida, ni ángeles, etc., ni otra criatura alguna podrá apartarnos del amor de Cristo. Y a vos, hermano, un mosquito basta para esto. Parece que está en vos la virtud pegada con alfileres, pues tan pequeñas ocasiones bastan para hacérosla dejar.

Arriba