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...Sermón perdido : (crítica y sátira)
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     ...Sermón perdido : (crítica y sátira)
     Alas, Leopoldo
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ArribaAbajoMarta y María

Novela por Armando Palacio Valdés


...Ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo, que cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere.


(Cervantes.- Prólogo del Quijote).                


Armando Palacio es muy joven, y ya ha escrito cuatro o cinco libros, muy celebrados, de crítica literaria, dos novelas y multitud de cuentos y artículos de costumbres. Y sin embargo, no escribe mucho, no se apresura, no tiene esa febril facilidad que tantos peligros ofrece para las facultades que no sean de hierro. Desde que con gran elegancia y exactitud ha comparado una ilustre escritora a Zola con el buey, y para alabarle por cierto, ya no se puede nadie ofender si se le   -122-   hace objeto de este símil bucólico; pues bien, Armando Palacio es un escritor que también


Con paso tardo va trazando un surco,

es uno de esos constantes y fuertes trabajadores del arte que ahora cultivan la novela con no menos, seriedad que pudieran emplear en graves negocios del Estado. Es de los que toman el trabajo literario con la constans et perpetua voluntas que querían los romanos para el derecho, y escribiendo un poco todos o casi todos los días ha llegado a reunir un buen número de libros a la edad en que otros talentos todavía no conocen su vocación definitiva. El señorito Octavio, la primera novela de Palacio, fue muy bien recibida por el público y por la crítica; pero en mi humilde opinión, no tan bien como merecía, sobre todo por parte de los críticos, alguno de los cuales vio en ella reminiscencias que no había, imitaciones soñadas.

Entonces decía el autor que su novela no tenía pensamiento trascendental, y en el prólogo de Marta y María declara que su nueva obra se propone algo y que pretende ser realista.

Ardua sería la cuestión, si quisiéramos tratarla despacio; yo prescindo de ella y, me limito a decir brevemente lo que me parece ver en el libro.

Se trata de la religión, pero en una de sus relaciones sociales, no en sí misma, en sus fundamentos   -123-   y dogmas: se da por supuesto que la religión verdadera es la de la sociedad en que vivimos, y en este punto, el autor lleva su imparcialidad al extremo de hablar por cuenta propia como el más ferviente católico.

Ni con las palabras, ni de manera alguna ostensible ataca Palacio el misticismo de su protagonista: no hace más que narrar hechos, describir sentimientos; pero no saca consecuencias. María Elorza, muchacha hermosa, discreta, de gran imaginación, comienza a cultivar su espíritu con libros de pura fantasía, con novelas románticas; además tiene un novio, un teniente de artillería. Poco a poco, por motivos que el autor indica, no con gran detenimiento, la niña convierte al Corazón de Jesús todas sus aspiraciones espirituales, deja las novelas por los libros místicos y las historias de santos, y al cabo deja su novio por el esposo místico, se mete en un convento y allí queda, sin que el autor nos diga si les fue bien o mal allá dentro. Marta, hermana menor de María, mujer hacendosa, nacida para el amor del hogar, está enamorada del artillero, y allá, en el último capítulo, después de un sueño del militar -maravilla de arte- se resuelve que se casarán el vencido rival de Jesús y la que debió ser su cuñada. Y no hay nada más.

Pero con esto sólo ha sabido Armando Palacio tejer una narración interesante, probar dotes de   -124-   observador y eminentes cualidades de artista. Verdad es que el libro ganaría mucho con ser más corto, porque los primeros capítulos, aunque todos discretos y muchos graciosos, no tienen la vigorosa savia de los últimos, y el interés tarda en despertarse. Este libro no tendría pero, por lo que respecta a los primores de proporción y armonía, si fuese algo más pequeño; si los primeros capítulos fuesen más ligeros y más importantes para la acción, resultaría una de esas narraciones que Salvator Farina escribe ahora con tan graciosa naturalidad, sencillas, sin más atractivo que el encanto de un estilo trasparente que expresa rasgos de espiritualismo sincero, noble y apasionado; atractivo que basta para crear una reputación de novelista.

En Marta y María, a pesar de la aparente imparcialidad del autor, es fácil ver que todas sus simpatías están con Marta, la figura mejor dibujada, con mucho, entre todas las de la novela. Marta es un capullo de perfecta casada, es ese devenir de mujer de su casa, que se puede llamar la Virgen madre, sin paradoja ni milagro, porque es la Virgen que está preparando en su corazón a la madre futura. Los delicados matices que el artista necesita para pintar este carácter, hermoso a pesar de ser vulgar, ha sabido Palacio emplearlos con gran habilidad, como puede verse en el capítulo del baile, en que sólo por movimientos, gestos y hasta silencios de   -125-   Marta, se adivina ya quien es y lo que vale. Después esta figura, que sigue ocupando el ánimo del lector, a pesar de que el autor parece que la olvida mucho tiempo, se presenta con mayor relieve cada vez y llega a ser lo principal y lo mejor del libro. En la excursión a la isla, en las pesquisas para encontrar el canario, en el capítulo en que la madre de Marta y María muere, y en el último, sobre todo, Marta se eleva y se eleva hasta oscurecerlo todo.

María, la mística, queda en segundo término, a pesar de ser lo que podría llamarse el protagonista oficial del libro. Pero acaso la victoria del autor consiste en eso mismo, en lo que juzgando de ligero puede parecer un defecto de composición. Armando Palacio no ha querido escribir un tratado de moral o de sociología contra el ascetismo, ni siquiera atacar de frente esa pedagogía que fabrica vocaciones que después parecen voces de lo alto a juicio del que se paga de apariencias; pero no cabe duda que al escribir obedecía a la impresión que le produjo en la realidad algún monjío en circunstancias parecidas a las que él supone en su libro. Dado el propósito de reflejar esta impresión por modo artístico, ¿cual tiene que ser el objeto del novelista? Procurar que los datos de la realidad se reflejen perfectamente en su obra, con todo su valor patético, su relieve y colorido, para que la impresión   -126-   que él sintió ante la realidad puedan sentirla los lectores ante el arte. De esta manera es como puede el escritor realista, sin dejar de serlo, sin dejar la indispensable imparcialidad, trabajar por sus ideas, ser lo que se llama con palabra poco exacta, trascendental.

Así lo es Armando Palacio en Marta y María. Por eso, si Marta llega a ser el personaje más interesante, a pesar de que la perspectiva artística había escogido para protagonista a María, no hay en esto falta de habilidad, sino el resultado que el autor quería, el reflejo exacto de la realidad produciendo impresiones análogas. Y adviértase que hasta tal punto es así, que del mismo modo que en parecidos casos al que imita el autor, otros pudieran recoger impresiones muy distintas, según el temperamento, las ideas, los sentimientos; así en la novela de Palacio pueden ver cosas muy diferentes de las que yo voy diciendo, hombres que sean partidarios de las ideas de María Elorza. Así ha podido un crítico muy ortodoxo encontrar inocente y muy respetuosa la novela de Palacio, que acaso otros considerarán como poderosa apología del racionalismo.

Lo que prueba esto es que el autor ha sabido ceñirse a la obligación del novelista, sin acudir, infructuosamente, al terreno vedado al arte.

Difícil era, sobre todo para quien nunca fue místico,   -127-   ni siquiera seminarista, describir con propiedad la vida y pensamientos de una joven arrancada por la influencia del clero a las abstracciones del romanticismo, en provecho de las idealidades generalmente llamadas religiosas. A un escritor de los que profesan el idealismo, ningún trabajo le costaba suponer situaciones, ideas, impresiones, sentimientos y hasta discursos; pero a quien pretende imitar la verdad se le ofrecían no pequeños inconvenientes. No digo que todos los haya vencido Armando Palacio, pero sí que, huyendo los más graves, se ha abstenido de profundizar mucho; ha dejado aparte cierta psicología intrincada, y ha preferido estudiar lo más exterior, lo formal casi, casi: diría la parte política y literaria del misticismo de su novicia. Para esto tenía datos que ha sabido utilizar con gran acierto; la lectura de autores devotos, de vidas de santos, y la observación inmediata de lo que pasa en nuestras provincias ante nuestros ojos todos los días, fueron elementos suficientes para el estudio que el novelista se había propuesto.

Había un momento, sin embargo, en que no bastaban estos datos, en que era preciso una poderosa intuición, gran sentimiento y fuerza de expresión, momento dificilísimo, expuesto a una solemne caída, y por fortuna Armando Palacio, al llegar a tal apuro, hizo un soberano esfuerzo y salió triunfante de la empresa: me refiero a la escena indispensable   -128-   de la visión en que Jesús necesitaba todo el prestigio de su presencia real para vencer a un rival que tantas raíces tenía en el corazón de la amada. La aparición de Jesús a la primogénita de Elorza es una página digna del mejor novelista de España; en ella Palacio siente, a lo menos como artista, toda la grandeza de la situación, y en aquel momento María es sublime. En casi todos los demás su devoción affairée, que dirían los franceses, es poco simpática; se parece a ese bigotismo puramente francés, como su nombre, que hasta en España va suplantando a la clásica beatería de raza. Claro que esto no es censura para el autor; al contrario, prueba que sabe lo que hace.

De los demás personajes de la obra poco hay que decir, pues todos son secundarios, incluso Ricardo, el novio de María, y por fin esposo de Marta. D. Mariano Elorza, el padre de las niñas, es una de esas figuras de segundo término que muchas veces prueban especiales aptitudes del artista, que allí no se muestran apenas porque no es su lugar propio, por no deslucir la unidad del cuadro. En general, tipos y situaciones cómicas que aparecen en Marta y María nos recuerdan al escritor satírico y al humorista sui generis que hay en Armando Palacio; pero la prudencia del novelista serio, el depurado, gusto del artista amante de la armonía y las proporciones, impiden que los alardes del ingenio cómico   -129-   abunden tanto como tal vez desee el lector al ver asomar algunos muy graciosos.

Abunda Marta y María en descripciones de la naturaleza y de costumbres muy correctas y de fuerte color, pero en este respecto era difícil que el autor hiciese olvidar las excelencias de su Señorito Octavio.

El lenguaje es, en general, castizo, sin ser arcaico, correcto, puro; mas siendo mi propósito decir lo que siento, advertiré que hay algunos descuidos de sintaxis, más que en nada en la construcción: a veces hay anfibologías de las verdaderas, es decir, de las que no crea la malicia o la torpeza del lector, sino el desaliño de la cláusula.

Algunos giros y algunas conjunciones usa Palacio en Marta y María, que tal vez tomó de antiguos escritores, pero que me parecen de mal gusto.

En el estilo es donde se ve más claramente lo mucho que el autor ha adelantado en el arte de novelista. ¡Cuánta prudencia, sencillez y experiencia demuestran aquella naturalidad, aquella concisión casi constante! ¡Qué bien se infiltra la frase en el pensamiento! ¡Cómo se olvida en las escenas culminantes al retórico para no pensar más que en los sucesos que narra, en lo que describe y en lo que hace decir a los personajes! En este punto Armando Palacio ha llegado esta vez donde pocos.

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Mucho más tenía que decir; pero confieso que la obligación de no poder dar rienda suelta a la alabanza, por causas que al lector no importan, me molesta no poco y estoy deseando poder terminar este artículo.




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