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ArribaAbajoTormento

Novela original de D. Benito Pérez Galdós



- I -

Deplorable fuera que las polémicas literarias entre los críticos llegaran a apasionar los ánimos hasta el punto de no reconocer los de una escuela el mérito de las obras de cuantos escriben guiándose, más o menos, por los cánones de la contraria.

Síntomas se notan de este mal, y sería una triste gracia que nuestros pocos literatos buenos padeciesen esta nueva injusticia, después de tantas como sufren con paciencia evangélica. Bastante es que la literatura no dé de comer a los más concienzudos escritores; que el público aplauda lo mismo, y más a veces, a un aficionado que a un maestro; que los periódicos, que copian comedias enteras, no hablen apenas de los libros nuevos; y   —52→   no hay para qué añadir a este calvario los ultrajes del apasionamiento.

Porque se ha dicho que Pérez Galdós representa en nuestra novela la tendencia que se llama con nombre exacto, pero mal entendido muchas veces, naturalista, ya se creen algunos críticos obligados a tratarle con menos consideración que cuando nadie hablaba en España de tal escuela.

Yo creo firmemente que Galdós, Pereda y Emilia Pardo de Bazán son, cada cual a su modo, y con original inspiración, y más o menos, naturalistas, sobre todo en sus obras más recientes; y esto quiéranlo ellos o no, díganlo o no; porque el naturalismo en la novela no es un propósito principalmente, es un resultado.

No basta decir «voy a ser naturalista», hace falta que, en efecto, el libro lo sea. Por eso el Sr. Navarrete, por ejemplo, tiene tanto de naturalista como de maniqueo; no basta que tenga la intención de serlo, que publique novelas con planos; su María de los Ángeles no es más naturalista ni menos idealista que La mujer adúltera, de Pérez Escrich, o el Luis Candelas del Sr. Cantón.

Por eso también es peregrina la idea de llamar naturalistas del teatro a los Sres. Echegaray, Sellés y Cano. Esto, sin embargo, lo ha dicho hace pocos días un crítico notable, de la clase de los instruidos (que también los hay de la otra.) El Sr. Echegaray   —53→   no sólo no es naturalista, sino que nunca ha querido serlo ni lo será. Será siempre un gran romántico, un idealista que aplaudiremos todos, a pesar de sus incorrecciones8, porque en él hay un poco de eso que ahora los gacetilleros reparten entre la turba multa: un poco de genio. El Sr. Echegaray es un gran poeta, aunque sus versos no siempre son correctos; el Sr. Echegaray es hoy el único poeta dramático de grandes vuelos9, el sucesor digno de los García Gutiérrez, Rivas y, Hartzenbusch; pero no es naturalista, ni puede serlo. El Sr. Sellés es un escritor de mucho talento, que tiene la noble ambición de introducir en nuestro teatro reformas que le acerquen a la realidad; que sabe prescindir, con abnegación muy rara, de las dotes brillantes con que puede entusiasmar a un público español, mediante situaciones dramáticas fuertes, atrevidas y llenas de pasión, versos de acero y conceptos ricos de idea (aunque inoportunos a veces en la ocasión en que se dicen); el Sr. Sellés es un verdadero autor dramático que ha escrito una joya literaria, El nudo gordiano, por el canon antiguo, y que pensando más en el arte que en su gloria (y su pan), tantea nuevos procedimientos, aunque escogiendo, a mi entender, modelos poco útiles para su propósito. Pero el señor   —54→   Sellés tampoco es naturalista, hasta ahora a lo menos.

Y en cuanto al Sr. Cano es un pundonoroso militar que escribe para el teatro dramas menos que medianos, que aplaude un público digno de Comella en ocasiones. Esto que yo digo con tanta claridad lo piensan (además de los Sres. Cañete y Llorente que lo han puesto en letras de molde), muchos literatos que lo dicen de palabra y en cartas privadas, de las cuales tengo yo algunas, y no de las autoridades menos respetables. ¿Qué tiene que ver el Sr. Cano con el naturalismo? Lo mismo que el Sr. Navarrete. Es preciso insistir en esta idea. Quien sepa lo que el naturalismo significa, no llamará naturalista a un autor, porque el autor quiera serlo y nada más. No es esto como hacerse izquierdista y después ministerial, y ganar un distrito


Por asalto como tú...

En la crítica es donde cabe esta división de escuelas o tendencias a priori; a los críticos maltratadlos por naturalistas, si tanto pecan con serlo, mas no toquéis a los autores. Pérez Galdós es el escritor más popular de España, pero si se cree que es naturalista, que por consiguiente, todo se vuelve lodo y mala educación, pesimismo y materialismo grosero, ¡adiós popularidad!

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Así como los franceses no están preparados todavía para las corridas de toros, los españoles no estamos preparados «para el grosero naturalismo», y si algo de esto se ha visto ya hace siglos en nuestra tierra ha sido como dice un crítico, en obras picarescas, de pura broma, como Don Quijote de la Mancha, El Buscón, La Celestina, Amar por señas, etc.; pero no ni nunca (estilo parlamentario), en obras serias, como por ejemplo, el Informe sobre la Ley Agraria, La Novísima Recopilación y... el Acueducto de Segovia, que nada tienen de naturalistas, sobre todo, el acueducto.

Y perdóneme el crítico a quien aludo si sigo tratando en broma de los ataques que en España se dirigen a la moderna forma literaria. Por ahora, y sin perjuicio, no hay razón para proceder de otro modo. ¿Tomar en serio lo poco y manoseado que ustedes dicen contra el naturalismo? ¡Eso sí que tendría gracia! Se exceptúa lo que ha escrito González Serrano en son de relativa censura, y lo que acaba de escribir M. Pelayo en el Prólogo a las Obras completas de Pereda. Ambos merecen mucha atención, serio estudio y refutación... relativa.

Lo que es muy serio, porque no se trata de abstracciones, sino de escritores de carne y hueso, es el propósito de echar un sambenito sobre todos los que escriben fuera de las reglas convencionales tomadas de una pseudo-filosofía estética, vacía,   —56→   sentimental, que es más francesa que ese naturalismo a quien se acusa de galicano.

Poco importa que ustedes sepan o no que a Cousín le engendró una abstracción; que Cousín engendró a Levecque -flatus vocis-, Sarcey, Brunetière, Cherbuliez, etc., etc., y que este es el idealismo que ustedes nos dan como Platón visto filosofar; lo que importa es que a Galdós y a Pereda, y a Emilia Pardo Bazán, y a cuantos en adelante escriban con tendencias realistas, más o menos claras, los traten como al prójimo se trata, y no como a bestias del Apocalipsis. Así como nosotros perdonamos a Echegaray, a Alarcón, a Valera, a tantos otros, su idealismo, que es gloria de las letras españolas, como puede serlo el realismo de los otros. Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad... y de ingenio. Y guerra a los tontos de todas las escuelas.



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- II -

Una de las ventajas del modo de entender la literatura que va dominando, es que aun los autores que no han inventado procedimientos, sino que siguen, en lo general, los de otros, lo hacen sin imitar, con originalidad en la observación y en las otras cualidades principales puramente artísticas. Así Eça de Queiroz, en Portugal, en su Primo Bazilio, principalmente, sin dejar de ser quien es, sigue a Flaubert y a Zola, y se revela sin embargo como escritor de robusto ingenio, sólido, profundo. Para pintar la burguesa de Lisboa (lisboeta), no copia el tipo extranjero, ni menos el país; no sale de su pueblo, lo que conoce de veras. Así, Galdós, que sin compromiso alguno anterior, por la fuerza de la convicción tan sólo, fue penetrando poco a poco y a su manera en la nueva retórica (lo que es principalmente el naturalismo, una retórica), supo hacerlo con toda independencia, y sin necesidad de insultar a Zola ni a nadie, quedándose tan original como era antes de escribir La Desheredada. Galdós no imita a nadie; Galdós no sigue a nadie; no es naturalista a priori... resulta naturalista,   —58→   que es lo mejor y lo que importa, tratándose de quien escribe novelas y no crítica. No se olvide nunca esta distinción.

Yo, que me esforzaré en hacer ver a Menéndez Pelayo que está más cerca de nosotros que de los otros (?) nunca pediré su adhesión en regla a Pereda ni a Galdós, porque estos trabajan de otra manera por la literatura del tiempo (la del tiempo, la oportuna, no se olvide tampoco; no se pretende otra cosa).

El Doctor Centeno, novela en dos tomos, era la primera de una serie, y Tormento es el episodio que sigue. Así como Galdós estudió, de otro modo, por felices conjeturas y algunos datos históricos, la vida de nuestros abuelos y un poco la de nuestros padres, ahora comienza el estudio -en el sentido en que el arte puede estudiar- de la sociedad española de nuestros días. Así hay que10 entender, para entenderlas bien, estas dos novelas últimas del autor insigne de Gloria.

Galdós, en esta nueva serie, procura, aún más que en las de sus Episodios nacionales, imitar el movimiento natural de la vida, tanto individual como social. Este punto de la nueva retórica, que tiene más claro abolengo en nuestra literatura patria que otros del naturalismo, suelen olvidarlo, muchos autores que se tienen por realistas. En Francia, Zola es el que cuida mejor de esto que tanto importa   —59→   para el efecto de realidad, de esto que se podría llamar -si no sobraran ya los términos pedantescos- la morfología de la novela, asunto que se relaciona mucho con lo que suele llamarse la composición y algo con lo que el mismo Zola llama la experimentación. Uno de los principales méritos de La Desheredada en este cuidado consiste, y el secreto del efecto intenso de verdad de obras como Gil Blas y en alguna parte del Quijote, no es otro. Pero es el caso que para conseguir algo de provecho en tal materia, el autor tiene que tomarse mucho espacio, y de ahí que Balzac haya cosido unos a otros sus lienzos, y que Zola escriba la historia de toda una familia en muchos tomos. Galdós, que se encontraba con vuelos para otro tanto, para copiar la vida de tamaño natural, de una en otra ha venido a parar en una nueva serie que empieza en El Doctor Centeno y no se sabe dónde parará. La vida es así; o se toma un pedazo de ella o se la retrata toda entera... que es precisamente lo que están haciendo los siglos en toda su historia literaria. Un autor que cita Stendhal ha dicho que una novela es un espejo qu'on promenne le long d'un chemin. Esto es verdad, aunque parezca una herejía contra el arte, mal comprendido y vagamente explicado, de la composición. No cabe negar que en la naturaleza misma hay rincones que parece que están solos; suelen ser el escenario de un idilio; un aislamiento aparente;   —60→   con estos rincones (ya de paisaje, ya sociales), se pueden hacer cuadritos de hermoso conjunto; pero cuando no se trata de ellos sino de lo que viene de todas partes y va a todas partes, de lo que no empieza ni acaba allí ni aquí precisamente, el arte mal llamado entonces de la composición suele ser una mutilación sangrienta.

Al respeto de las formas de la vida social debe Pérez Galdós que algunos lectores hayan creído inferior su Doctor Centeno a otros libros que les parecen «más acabados».

Un crítico decía que no le gustaban estas novelas que no tienen pies ni cabeza. Usando la frase en el sentido vulgar en que la figura indica que se trata de algo sin sentido, disparatado, confuso, irracional, etc., el crítico tiene razón: las novelas así no pueden gustar; pero si se trata de algo parecido a lo que en el teatro llaman exposición, enlace y desenlace, a ese artificial principio, medio y fin de cierto arte (muy hermoso, muy legítimo, pero insuficiente) que se nos quiere dar como eterno modelo, entonces al crítico se le puede recordar que la esfera tampoco tiene pies ni cabeza, ni los tiene la bóveda estrellada; y que obligar a todas las cosas a empezar por una cabeza y acabar por unos pies, es un capricho como el de figurarse a Dios con barbas. ¿Por qué no ha de ser obra de arte, y armónica, y todo eso que ustedes dicen, una novela   —61→   que no empieza por el huevo de Leda ni acaba con el sepelio del protagonista? Porque en las corridas de toros la última suerte es la de la espada, ¿ha de suceder en todo lo mismo?

Demuestren ustedes una vez siquiera que no puede haber arte y armonía, y líneas griegas, y todo eso que ustedes piden, en obras que copian un pedazo de la realidad sin pretender hacer microcosmos, ni representar en una acción cerrada sobre sí misma, todo un orden de ideas.

Se puede creer en la armonía de las esferas, sin pensar que siguen en su curso al cantar los himnos que oía Pitágoras, un compás de compasillo. ¡Señores, un poco de formalidad!

La Ilíada (y bien sabe Dios que me pesa hacer esta clase de comparaciones) empieza por una reyerta entre Aquiles y Agamenón y acaba con los funerales de Héctor, que no es el protagonista.

Y a nadie se le ocurre pedir otro toro, otro canto a La Ilíada; y ni siquiera se lo ha puesto el Sr. Albornoz, gran añadidor de poemas.

Otra graciosa preocupación que ha salido a cuento con motivo de la última novela de Pérez Galdós, es la del protagonista.

«En toda novela, se ha dicho, ha de haber un protagonista, alrededor del cual se muevan las demás figuras secundarias, sin robarle luz, sin oscurecerle:   —62→   el héroe ha de ocupar el centro de la composición y de la claridad. Un cuadro sin figura principal, no es cuadro».

¿No puede ser el protagonista un grupo como v. gr., Las Tres Gracias, y en orden más alto, la Santísima Trinidad?

¿No puede estar el núcleo de una obra en una idea, representada por una colectividad, por una institución? ¿No puede ser el protagonista de un libro un pueblo entero? El que la mayor parte de los libros tengan un protagonista individual, ¿es razón suficiente para asegurar que no hay belleza sin este requisito?

¡Señores, formalidad, vuelvo a decir! Es pueril fundar una censura en que un personaje de inferior jerarquía, según el crítico, oscurezca (¿y por qué ha de oscurecer, aunque valga más?) al que se toma por héroe o heroína...

Héroe... heroína... Las mismas palabras indican la falsedad de la invención, lo ridículo de esa retórica que toma de la antigua algunas preocupaciones, y en cambio desprecia el cuidado exquisito de la forma y los intereses de la verosimilitud.

Un autor serio no piensa al inventar y componer en que tiene entre manos un héroe que, por bueno o por malo, ha de ser más vistoso que todos y estar allí en el medio como un sol.

Con Tormento ha sucedido lo que muchas veces   —63→   en tales casos; que unos han tomado por protagonista a un personaje y otros a otro. ¿Es mala por esto la novela? Así lo han creído algunos críticos.

Para unos el héroe es Agustín Caballero, el americano; para otros el cura Polo, y para otros el héroe es heroína, es Amparo. Como Amparo es Tormento, el autor parece dar la razón a los últimos; pero al decir Tormento, tanto puede hablar de quien lo da como de quien lo recibe.

Pues bien; el caso es que siendo Tormento la protagonista, aparece oscurecida, en segundo término, porque Polo es más enérgico, o porque Caballero es más bueno (por lo que ustedes quieran). ¿Qué le falta a Tormento? Carácter. Lo que dicen en el café los arbitristas: «Aquí lo que hace falta es un carácter». Pues eso le falta a Tormento, según los críticos de que trato.

¿Por qué no le dice Amparo a D. Agustín que ella está perdida, que tuvo relaciones con un clérigo y no puede ser esposa digna de nadie?

¿O por qué no se decide a engañarle pronto y de una vez? Al vado o a la puente, o errar o quitar el banco; energía... voluntad, decisión, eso, eso es lo que debe tener una persona que aspira a la honra de protagonista de una novela...

Así ha hablado la crítica, que quiere que se discuta en serio con ella.

Sí, sí, hablemos en serio... pero no con ella.



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- III -

Tormento es un paso más de su autor en ese gran arte de la novela de observación, que hace poco Edmundo Goncourt quería que no se llamase novela sino otra cosa, y que Zola proponía apellidar estudio, nombre poco feliz. No vale más que La Desheredada, ni llega a tanto, pero es de su temple, y nos hace penetrar otra vez, y con buen pie, en esos interiores ahumados de que habla Marcelino Menéndez en su notable Prólogo a las Obras completas de Pereda.

¡Los interiores ahumados! Eso es lo que está sin estudiar en España. Interiores de almas, interiores de hogares, interiores de clases, de instituciones. En nuestro altisonante idioma se ha trabajado muy poco en este arte del buzo literario; suele faltar malicia (santa malicia) en los autores, perspicacia en el público; y si en Quevedo, Tirso, Cervantes, los novelistas picarescos y otros pocos autores de aquellos siglos encontramos algo en tal sentido, nuestra brillante literatura contemporánea, que vivió en las nubes, poco o nada ofrece digno de estudio en el respecto de que se trata.

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Nuestro gran mundo, por ejemplo, está sin estudiar. Valera pudo acaso estudiarlo, pero no quiso; Alarcón, que tenía algunas cualidades a propósito para el caso... es un gran ingenio que no estudia nada. ¿Necesita una mujer de mundo? Pues inventa él aquella simpática Pródiga, descabellada, Lady Byron absurda. El interior ahumado de nuestra nobleza y de nuestras familias ricas y empingorotadas no lo conocemos.

El arte literario aún no ha sacado provecho alguno de ese gran mundo español, que debe de tener tantos elementos de belleza, tanto campo de observación y de experiencia. Me atrevo a decir que no contamos con una sola descripción auténtica y artística de un salón madrileño, de un baile aristocrático, de una quinta de un grande, de un traje de una gran señora. (¡Cuánto se ríe Emilia Pardo de Bazán de los vestidos que nuestros novelistas cuelgan a las damas!) En las novelas en que figura el gran mundo tenemos la duquesa (todas las duquesas), la marquesa (todas las marquesas); ni una sola mujer de esa clase bien estudiada. Y aunque yo no las trato, se me figura -por lo que sé de oídas-, que algo más se podría decir de esas señoras que lo que dicen los revisteros del sport y los salones.

Es más: en general, la mujer esta poco estudiada en nuestra literatura contemporánea; se la trata   —66→   en abstracto, se la pinta ángel o culebra, pero se la separa de su ambiente, de su olor, de sus trapos, de sus ensueños, de sus veleidades, de sus caídas, de sus errores, de sus caprichos; les sucede a esas mujeres lo que a los personajes de nuestro teatro: llevan un nombre, pero no pueden llevar dignamente un apellido. Se dice Carlos, Fernando, Alfredo, Emilia, Isabel, María... pero no más; son efímeras que viven tres horas con intermitencias de telón. ¡Vida miserable!

Aún entre los pocos buenos novelistas que de diez o quince años a esta parte, empiezan a escribir algo serio, no es la mujer la obra maestra de observación y expresión artística. De Pereda dice claramente su primer entusiasta, Menéndez Pelayo, que ni el amor ni los tipos femeninos son su fuerte. De Galdós, en general, puede decirse lo mismo. Había pintado una mujer con gran fuerza de color, Genara (de la segunda serie de los Episodios nacionales), pero él mismo la dejó en la sombra, perdida entre mil personajes: cuidó más de Soledad, que se hace adorar, pero que no es producto de análisis profundo, ni difícil de imaginar. Mujeres sencillas, buenas, apasionadas, tenía algunas en su primera época, pero mujer bien estudiada, sólo Genara. Después, en Doña Perfecta, tenemos algo digno de aplauso en este concepto; pero Doña Perfecta es un poco simbólica, es algo escultural; podría   —67→   ponérsela enfrente de «La libertad iluminando al mundo», en la bahía de Nueva-York, como contraste; pero por lo mismo que es colosal, es poco mujer. Pepa, la de León Roch, está bien estudiada; pero el autor la relega también a un segundo término. Siguen dominando los perfiles puros, la línea recta y la curva suave. Entre los personajes cómicos, secundarios, Galdós tiene muchas mujeres muy bien entendidas (v. gr. en El Amigo Manso), pero la mujer sinuosa no vuelve. ¿Y La Desheredada? Isidora es, en rigor, la primer hembra hecha por Galdós con esmero, observación y gran cuidado. Pero si su vicio, perfectamente estudiado y pintado, el despilfarro, es muy femenino y está bien observado, si la caída lenta, azarosa de Isidora es la obra maestra de Galdós, aún predomina aquí lo genérico, aún es Isidora la mujer de pueblo en tales circunstancias, el resultado de nuestra vida social, más que el estudio individual de un carácter de mujer. Mucho vale Isidora, pero no es lo que más vale en su novela; lo que más vale allí es la vida que la rodea.

En Tormento tenemos dos mujeres, Rosalía Pipaón de la Barca y Amparo.

Entramos en el interior ahumado de cierta parte de la clase media de Madrid, donde el espíritu de lo que llaman los franceses burgeois (con frase que va siendo universal) aparece con todos sus elementos   —68→   cómicos, tristes, desconsoladores, dando miles de argumentos al pesimismo positivo, al que se va a los hechos.

Rosalía es la reina, con corona de estera, de ese imperio de la prosa, donde toda incomodidad tiene su asiento; patria de los abortos más ridículos, Perú de los tesoros de la observación, que de polvo y madera podrida, se convierten en veneros de belleza, al tocarlos la vara mágica del arte. De ese imperio han salido «los terrones de azúcar» de Mr. Grandet, los apuros de Ágata, la corona de azahar de Mad. Bovary, y otras y otras grandes pequeñeces del arte moderno, que irán a mezclarse en la inmortalidad con el furor de Aquiles, las quejas de Dido, el beso de Paolo, las dudas de Hamlet y la perfidia de Fausto.

Rosalía, aunque en este episodio (Tormento) se presenta como figura secundaria, llama desde luego la atención por la intensidad y novedad del estudio. Es acaso la mujer que mejor ha pintado hasta ahora Galdós.

La relación fisiológica del cuerpo y del temperamento en el espíritu no está olvidada (como suele suceder en los más de los autores); Rosalía está en su ambiente, respirando por donde en tal ambiente se respira; es la mujer como la hacen allí las circunstancias, y esto sin llamarla bestia, ni negar el albedrío (ni afirmarlo); sin más que estudiar y   —69→   reflejar bien la vida. No hay detalle descuidado; hay la minuciosidad necesaria para esta clase de perfección. Creo que Rosalía va a figurar como parte principal en una próxima novela, y me alegro, porque la figura merece más desarrollo.

Amparo, aunque llena más espacio en el lienzo, no vale tanto como Rosalía anuncia valer. No es, sin embargo, Tormento, una Solita más; no es el tipo angelical, dulce y sencillo que amó al buen Araceli, ni el que amó a Monsalud, ni el que amó a Daniel Morton, ni el que amó a Penaguilas; Amparo se parece más a Isidora, y tiene mucho de original. En la debilidad, en la inercia, diré mejor, que se le ha echado en cara, está su sello de realidad, su mérito. Sus vacilaciones son naturales, aquel dejar que las circunstancias vengan a decidir por ella, son las condiciones propias de su carácter. ¿Necesitaré pararme a demostrar que los caracteres débiles también pueden ser objeto de la novela?

Es más: en las medias tintas, en los temperamentos indecisos está el acerbo común de la observación novelable; el arte consiste en saber buscar a esto su belleza.

Polo, el clérigo fiera, tan bien perfilado ya en El Doctor Centeno, se presenta aquí haciendo alarde de esas grandes facultades que siempre ha tenido Galdós para los caracteres épicos.

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No hace mucho tiempo me decía un ilustrado sacerdote (que acaso nos sorprenda el mejor día con una novela en que se describa gran parte de la vida aristocrática): «Los curas de los novelistas casi siempre son falsos: debajo de la sotana no sucede eso que ellos creen: los Jocelín son tan reales como Eurico, como Claudio Frollo, como el padre Manrique, como el abate Faujas, como monseñor Bienvenido, y como los clérigos de Champfleur y que son falsos todos: los curas, para bien y para mal, somos de otra manera».

Como yo no he sido cura en mi vida, ni llevo ya camino de serlo, ignoro hasta qué punto decía bien el futuro novelista de sotana; pero sí me atrevo a señalar en el cura Polo de Tormento un cura muy probable, dibujado con gran prudencia y con un vigor a que nos tienen poco acostumbrados nuestros autores. El mismo Galdós, siempre fuerte, ha hecho pocas figuras de tanto relieve como esta. Poco habla Polo en Tormento, y sus fechorías no aparecen en la novela, pertenecen a lo pasado, y aquí sólo se ven tentativas de reincidencia, una lucha real, tremenda y noble y grande en el fondo, entre la pasión y los instintos generosos.

Polo no es el apóstata trascendental que se separa de la Iglesia por cuestión de creencias; no es el Abelardo de ópera: es el cura que se deja crecer la barba por el alma y por la cara; el clérigo que   —71→   cría maleza, que tira al estado primitivo por fuerzas del temperamento, por equivocar la vocación, no por llevar la contraria al celibato eclesiástico, ni a Gregorio XVI, ni al Concilio de Trento, ni a la Clementina única.

Polo no es un reformista: es un irregular. Le retiran las licencias ¡bueno!, y poco a poco se va convirtiendo en un oso con ictericia. No le queda de bueno más que la caridad; pero eso no basta.

Polo en su guarida, en su guardilla, que recuerda a su modo la torre de Segismundo, enamorado como quien tiene la rabia, sueña con la vida de la fiera y aspira a salir de las convenciones que le atan como redes sutiles, poniendo tierra por medio; cree que allá muy lejos ya no es crimen lo que es crimen aquí, que las leyes que aquí parecen necesarias no rigen en otras regiones. Esta tendencia a la libertad por la geografía es una observación profunda, que Galdós expone magistralmente.

Lo mejor del libro, por lo menos lo de más fuerza, es la lucha entre Polo, Tormento y el padre Nones, sobre todo, la escena de la acometida del clérigo ciego de pasión, y el contraste de su criada enferma. Lo que vale todo aquello, la fuerza de verdad que hay allí, el interés que despierta, mejor se siente al leer que después se explica.

El cura Polo no prueba nada, ni quiere probar nada, ni siquiera encarna ese pedantesco sublime de   —72→   la mala voluntad, porque en el fondo es un bendito que se deja, si no convencer, prender y llevar por el padre Nones; no es ni más ni menos que un hombre de carne y hueso, de los pocos que tiene la literatura española contemporánea.

Agustín Caballero, el indiano, también es un personaje real, observado y pintado con fuerza y corrección, con más corrección que fuerza. No tiene el relieve de Polo, porque su carácter es de medias tintas: viene cansado de luchar en la vida, y el amor, el orden, el hogar honrado, todos estos deseos suyos no son más que fórmulas de su afán de reposo. La frialdad de sus amores es una primorosa y hábil expresión de su carácter, y prueba de que Galdós ahonda más y más cada día en la realidad para arrancarle sus secretos; esos secretos que saltan a los ojos y que, sin embargo, sólo ven los grandes observadores artistas.

Bringas, o sea Thiers, la mujer de caoba, la hermana de Amparo, el padre Nones y demás figuras secundarias, son todas de movimiento, hablan y se portan como los mortales de su orden, y contribuyen a la vida de realidad del cuadro en su conjunto.

La acción, creada en las entrañas de la lógica de los caracteres y de su ambiente social, es sencilla, natural, sin pueriles simbolismos ni combinaciones artificiosas. Sabe a poco, pero es porque Tormento es   —73→   un acto de un drama, o mejor, un episodio de una historia natural de nuestra fauna bautizada. Es claro que el lector queda con deseos de saber lo que sucede a los Bringas después que Tormento, no pudiendo ser la esposa de Agustín es su querida. Los planes interesantes, oscuros y muy bien desfumados de Rosalía la ambiciosa piden consecuencias que no cabrían en la novela de Tormento. Para esto, esperemos la de los Bringas.

No diré yo que el último libro de Galdós sea el mejor de los suyos, pero sí que señala nuevos progresos en sus facultades de gran novelista, de novelista de la raza poco abundante de los que Taine considera colaboradores de la ciencia (sin salir jamás del arte), para el estudio del alma humana y sus complicadas relaciones en la convivencia social.

Galdós ve más y refleja mejor cada día; tal vez esto le enajene al cabo las simpatías de cierta clase de crítica, y hasta de cierta clase de público. Pero no le importe. Él y el arte español ganan, si sigue el autor de Tormento el camino por donde ahora va, delante de todos los españoles.





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ArribaAbajoPedro Sánchez

Novela por D. J. M. de Pereda


No tengo noticia de que hasta la presente ningún capitán general le haya dicho al Sr. Pereda que su último libro es excelente, ni sé de una mala cabeza de partido que le haya declarado hijo adoptivo, entusiasmándose, como un solo ayuntamiento, con las bellezas de su novela; pero tenga por seguro que si yo tuviera los tres entorchados y por consiguiente la autoridad necesaria para decidir lo que es música seria y música de mojiganga, y lo que es un drama bueno y una novela admirable, en papel de oficio le habría dicho ya a estas horas al Sr. Pereda que era un novelista de los mejores, de aquí y de fuera, y que por mí podía viajar todo lo que quisiese por Europa y el Piamonte, como dijo el otro. Pues no digo nada, si yo fuera un pueblo; por corto que   —76→   fuese mi vecindario, hijo adoptivo mío era en el día de la fecha el autor, para mí insigne, de Pedro Sánchez. Por lo demás, si lo que quiere el solitario de Polanco es música, que me parece que no, escriba sus novelas en redondillas que tengan cinco pensamientos en cada dedo de la mano, como las escribía, aunque sin pensamientos, aquel Larrañaga que vivió en tiempo de Pedro Sánchez, y verá lo que es percalina y palmadas y salir en fotografías.

Entretanto ha de darse por muy contento con el aplauso sincero y la admiración callada o mal descrita, como esta mía, de las pocas personas que en España leen libros de 475 páginas.

Una novela de 475 páginas, en que hay pocos renglones cortos y ningún dialoguito de aquellos de -¿Cómo está V.? -Bien, ¿y V.? -Retebién. -Vaya, pues que aproveche; una novela en que no matan a nadie misteriosamente, y mucho menos resucitan a alma viviente, podrá ser buena; pero no lo sabrán ustedes por los periódicos.

Con las novelas va sucediendo a algunos lo que a otros con la política. -Lo que hace falta aquí es mucho palo, sostienen ciertos bravucones de levita; pues lo mismo dicen muchos críticos. -La novela lo que quiere es mucho interés... y mucho palo.

Palos hay, y bien dados, en Pedro Sánchez; pero como no lleva ni uno solo -puede jurarse- el sentido común, no se cuentan.

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En fin; olvidándonos de las miserias del mundo, vengamos a lo primero. ¿Qué es Pedro Sánchez? En mi humilde opinión la mejor novela de Pereda, y una de las mejores que se han escrito en España en estos años de florecimiento del género. Para mí, Pedro Sánchez es a Pereda lo que La Desheredada es a Galdós.

Yo debía al ilustre montañés un artículo de franco, entusiástico aplauso para el día en que él cumpliera ciertas condiciones que en Pedro Sánchez ha cumplido; no ciertamente pensando en que yo se las había pedido, pues probablemente no habrá leído siquiera lo que he dicho de sus libros, sino porque su ingenio estaba naturalmente llamado a acertar por completo.

Siempre fue, o hace mucho tiempo, un gran escritor de costumbres, estilista admirable, observador atento, exacto y hábil en el arte difícil -y el más importante- de representar bien lo observado bien; pero en sus libros anteriores había uno de dos defectos principales, o los dos juntos: O prescindía de dar un asunto de importancia a sus libros, o caía en lo que llaman bárbaramente la tesis, y dividía a los montañeses en moros y cristianos, en católicos a macha martillo y perros judíos; o lo que es peor, sin que tuviese importancia el asunto, pecaba en él de parcialidad. Yo le había dicho muchas veces: Todo lo que V. escribe está muy   —78→   bien hasta que se mete con personajes finos de los que son algo más que montañeses, hombres de mundo, de pasión, de idea, o lo que sea. En De tal palo tal astilla, por ejemplo, es excelente, digno de Manzoni y de Auerbach o Hartmann (el novelista) todo lo que se refiere al campo y a los campesinos; Patricio Rigüelta es o debe ser inmortal; ¡pero los señoritos!, quite V. allá. ¡Y sobre todo los señoritos libre pensadores! Bueno, pues escribe el Sr. Pereda el Sabor de la Tierruca; allí ya no hay tesis, ni señoritos apenas, ni nada de eso; hay campo y campesinos; y como si estuviéramos jugando al mal contento, se me ocurre decirle: «Todo eso está muy bien... pero no basta. Falta interés, pasión, idea, intención, algo más que la Montaña con pastores y ganado...». Afortunadamente, el Sr. Pereda no sabría de mis exigencias, o si sabía le importarían un bledo; pero si no, era cosa de decirme: -Hombre, tome V.; escriba V. lo que quiera, a ver si nos entendemos...

Parecían gollerías lo que se le pedía al Sr. Pereda. Se admiraba su Montaña, pero se quería algo más. ¡Más que tanto tan bueno! Pues aquí lo tienen ustedes. A mí me lo daba el corazón; del Sr. Pereda tenía que salir algo excelente; un novelista del lado de acá de los puertos, uno de los más profundos, intencionados y hábiles novelistas. Es lo que tiene este pícaro oficio de criticar y barruntar donde hay   —79→   cantera y donde no la hay; que unas veces acierta uno y otras se equivoca. Yo, por ejemplo me equivoqué hace tiempo, cuando dije que el Sr. Cano ni entonces era ni después probablemente sería, un poeta dramático bueno; ahora resulta que lo es y no así como se quiera, sino con genio, lo cual demuestra que yo no sirvo para anunciar poetas, y temiéndome estoy que no sea él sólo quien admire al mundo, o por lo menos a los españoles, con dramas y otras obras, que a mí me parecerían malas, si me dejaran solo y juzgando con arreglo a la pícara pasión. Pero en fin, una de cal y otra de arena. En lo de Pereda acerté.

Pedro Sánchez es montañés también, y los primeros capítulos del libro son del mismo género que tantas obras tan admirables del mismo autor; pero después el héroe -que héroe fue, aunque de barricada- deja la tierruca y se va a Madrid, y allí mete baza en todo: en las casas de huéspedes, en las tertulias cursis, en las del gran mundo, tal vez cursis también, en los ministerios, en los teatros, en los periódicos, en la política, en los motines, en el amor casto, en el amor carnal, en los gobiernos de provincia y hasta en las irregularidades.

Pedro Sánchez es pretendiente, administrador de periódico, crítico, revistero de salones, libelista, patriota, orador de club, héroe, empleado en Gobernación, gobernador, predestinado, viudo; cuanto hay   —80→   que ser, todo muy bien, y como las personas, no como los personajes de las novelas y de los dramas que dicen: Repare V. que yo soy un avaro, ahora y siempre, en todo y por todo; o soy un enamorado, o un jugador, o un charlatán, o un ambicioso... No: Pedro Sánchez es, ante todo, un hombre; tiene carácter en que predominan ciertas pasiones, ciertas ideas, ciertas tendencias de la voluntad tiene un temperamento, que aún se contradice menos que el carácter, como menos libre que es; y con ser así, es también una creación artística sin dejar de ser un caballero particular como otros muchos. Él influye, como una fuerza personal que es, en los acontecimientos; pero estos mucho más en él, como sucede en el mundo; y de esto se vale el autor para describir, con motivo de la vida de Sánchez, sin violencia, oportunamente, la sociedad de su tiempo. Y es de ver cómo salen allí, con los mismos cuerpos y almas que tuvieron, los polacos, los progresistas, los escritores de entonces, el populacho de siempre, las damas sin vergüenza de todos los siglos, y otra muchedumbre de personajes, clases, ideas, pasiones, que hacen del libro una acabada imitación de la vida.

Muy bien, Sr. Pereda, muy bien. ¿Ve V. como sabía V. hacerlo?

Tal vez las carcajadas que provocan otros libros de Pereda son más estrepitosas; acaso el placer   —81→   (digno de los dioses) de la risa, es más intenso después de la lectura de otros cuadros cómicos del mismo autor; pero este, que es un mérito muy grande, no es el único, ni el principal que se puede desear en un novelista. No será este el mejor libro montañés de Pereda; pero es, con mucho, su mejor novela.

Pues si tiene el gran valor que nace de tratar muchos e interesantes aspectos de la vida, de profundizar en el hombre, no sólo en el montañés; aun le recomienda la calidad, no menos apreciable, de haber prescindido de todo espíritu de secta, sino en el secreto de la intención (que esto yo no lo examino) en cuanto se refiere a los recursos del arte. Pereda nos pinta una época de lucha entre el doctrinarismo y la revolución; narra vicios y ridiculeces de uno y otro partido; encuentra, con arte admirable, la parte flaca de los caracteres que atribuye a doctrinarios y liberales, sin exceptuar al protagonista; pero hace todo esto como fiel observador, trayendo a colación lo bueno y lo malo sin pretender que tomemos por representantes de tales ideas o de tales pasiones a personajes de su invención, sino copiando fielmente la fea realidad; de lo que resulta, por misterio del arte, o sin figura, por ley psicológica no estudiada, una imagen bella.

Pedro Sánchez y su amigo Matica, sobre todo   —82→   este, liberales son, y bien liberales, y sin embargo, son los personajes más simpáticos de la obra. El mismo Redondo, el pan-progresista, el director del Clarín de la Patria, es, además de una excelente obra de arte, un hombre muy honrado, muy simpático, a pesar de su fanatismo por las personalidades políticas.

Es decir, que en esta novela no hay moros ni cristianos; no hay ley de razas. Al enemigo (de las ideas del autor) se le pinta bien, como pide la verdad, y se le pinta sin rencor, sin complacerse en sus defectos. Es más, yo creo que en aquel Pedro Sánchez que hizo tantas atrocidades patrióticas de que el Sr. Pereda sería incapaz, hay algo del alma del autor, sobre todo al principio, cuando vive en su provincia y siente aquellos arrebatos religiosos en la catedral, y cuando reflexiona de manera tan sensata al escribir tales recuerdos.

Yo no sé si a los que dicen que la mejor novela del mundo es Los tres Mosqueteros, les parecerá poco interesante el libro de Pereda; si creerán que falta argumento; pero de mí puedo asegurar, que sin dejar el volumen de la mano, seguí con ansiedad de saber en qué paraba aquello del hidalgo, que primero quería ser secretario del ayuntamiento, y no me cansaba de aquellos graciosos y tan artísticos pormenores del viaje a Santander y las visitas a Valenzuela, y mucho menos   —83→   me cansaba seguir jornada tras jornada al protagonista en su peregrinación a Madrid, metido en la diligencia. Ni el viaje de Gil Blas desde Oviedo a donde quiso la suerte, es más interesante que este de Pedro Sánchez, en el que hay, a falta de aventuras, sentimiento, gracia, observación y delicado pincel. Admirable es Balduque, el empleado de las veintitrés cesantías, que sin ser liberal ardiente, muere sobre una barricada gritando: ¡Viva la Justicia!, armado de cólera santa y de un fusil descargado contra las arbitrariedades burocráticas del siglo; admirable es el cuadro de la posada de estudiantes, donde la realidad de lo cómico ostenta toda la alegría y belleza que lo cómico sólo tiene cuando es real; admirable es la redacción del Clarín de la Patria, cuyo modelo se ha perdido, pues ya nadie peca de progresista, admirable es el rápido escrutinio de los libros y comedias de aquel tiempo, en que prueba Pereda que podría ser excelente crítico (pero no lo quiera Dios, porque se moriría de berrinches); admirables son otras muchas cosas que yo no puedo enumerar.

Pero si hacia el medio del libro el interés decae un poco, a pesar de tratarse de las aventuras más novelescas del héroe, desde que este decide enamorar a Clara, y la enamora y se casa con ella, el libro adquiere nueva fuerza, la acción se hace más intensa al reducir sus límites, y Pedro Sánchez se   —84→   eleva hasta ser uno de los libros escritos con más naturalidad y más vigor dramático de cuantos han aparecido en España. Sin aspavientos, sin párrafos sobre el honor, el amor, la familia, etc., etc., todos estos grandes intereses mueve el protagonista, que sin salir de la realidad más ordinaria, nos atrae, nos conmueve y nos lleva atentos, subyugados, al fin de sus aventuras, con profundas lecciones morales que brotan del espectáculo de su vida, no de vanas declamaciones. Si Sancho fue inmortal en su ínsula Barataria, no le va muy en zaga este Pedro Sánchez en su ínsula moderna, con aquella suegra que tiene lunes, y aquel secretario que tiene irregularidades.

Se anda buscando por ahí la alta comedia; se quiere que se copie de la vida. ¿Queréis un modelo para el fondo dramático (no para la forma, que esa está por inventar)? Pues miradlo en la última parte de Pedro Sánchez; así se pinta la vida; así se saca interés de la observación y representación de las cosas que, con ser vulgares, tienen en sí lo más esencial de lo humano.

En el naturalismo cabe lo que llama el Sr. Benjumea el nudismo de Zola; caben los pormenores del adulterio como en Flaubert y Eça de Queiroz, y cabe esta concisión y prisa con que trata Pereda del adulterio de Clara; no es menos naturalista; pero tampoco más moral, sino lo mismo, porque   —85→   con sólo una frase nos haga ver lo que otros pintan con muchas pinceladas.

El libro de Pereda deja en el alma una profunda impresión, en que se mezclan dolor y placer: el dolor de las tristezas del mundo, contempladas en su espejo fiel, el arte naturalista, y el placer estético de saborear el dejo inefable de una delicada obra de arte, placer en que hay algo de orgullo para los que, no sabiendo producir tales primores, nos preciamos de saber aquilatarlos, gustarlos y sentirlos en el fondo del alma.

La delicadeza que hay en el fondo de este libro, tan sensato, es algo que necesita un nombre y no lo tiene; es una dulzura que nace en el alma al contemplar la obra de un espíritu poderoso y sereno, que sabe contenerse sin pecar de cobarde; que en medio de tantas corrupciones y amaneramientos escoge por musa y sola inspiración el buen sentido, la santa prudencia, suprema ley de la armonía del arte. Leyendo libros como este, se piensa no sólo ¡cuántas cosas ha sabido decir el escritor!, sino, además, ¡cuántas cosas ha sabido no decir!

¿Podrá ser un libro popular Pedro Sánchez? Creo que no. ¿Podrá ser siquiera un banderín de enganche para los naturalistas grosso modo? Tampoco, y más vale así. Si tanto le alabo, no crea el señor Pereda que es para atraerle a nuestro campo. ¿Para   —86→   qué? El mayor premio que le esperaría tal vez fuera un elogio filosófico de algún gacetillero naturalista.

Si yo alabo con tal entusiasmo la última novela de Pereda, es sin intención oculta, es porque la creo muy buena.



  —87→  

ArribaAbajoTribunales

Sala de lo criminal en verso


PRESIDENTE.-  ¿Confiesa el acusado llamarse D.***?

ACUSADO
¡Aún tiemblo de placer! Tiemblo de miedo
de haber besado su inocente boca11.

PRESIDENTE.-   A eso vamos. ¿Confiesa V. haber dado muerte a una chica, quiero decir, a una virgen de pocos años?

ACUSADO
¡Mi beso la mató! ¡Perdón, Dios mío!
Fue de mi amor el último tributo.

PRESIDENTE.-  ¿Qué circunstancias alega el acusado que puedan atenuar su delito?

ACUSADO
¡La amaba tanto...! El corazón henchido
de angustia, de inquietud, de luto y pena...

  —88→  

PRESIDENTE.-   ¡Vaya una razón de pie de banco! El amor no es una circunstancia atenuante. ¡Si fueran los celos! ¿Pero V. no tendría celos?

ACUSADO
No, señor; esos los tengo en otra composición que dice a la letra...

PRESIDENTE.-   ¡Silencio!, no acumulemos los procesos; yo sólo entiendo en este homicidio en cuartetos. Pero vamos a cuentas. Dice el acusado que tenía el corazón henchido de luto.

ABOGADO FISCAL.-   Hago notar a la Sala la falsedad notoria de las declaraciones que hace el acusado; dice que tenía el corazón henchido de luto, y eso no puede ser, porque el luto no hincha, excelentísimo señor.

PRESIDENTE.-  El estado de exaltación del acusado que su defensor hace valer, ¿en qué consiste?

ACUSADO
Como a la altiva, poderosa palma...

PRESIDENTE.-   Nada de comparaciones palmípedas, al grano...

ACUSADO
Así se anonadó la mente mía,
y cegaron mis ojos aturdidos...

ABOGADO FISCAL.-   Protesto contra el aturdimiento de los ojos... La vista se turba, se desvanece, se pierde, pero no se aturde...

ACUSADO
Para llorar después, y tristemente
recordar con espanto mi fortuna;
desgraciado, frenético, demente...

ABOGADO FISCAL.-  ¡Contradicción! El acusado dice   —89→   que llora, y antes ha dicho: «¡Quiero llorar, pero llorar no puedo!». ¿En qué quedamos, señor presidente?

PRESIDENTE.-   Basta de conversación. Al grano; cuente el acusado la historia del crimen. A ver cómo fue eso.

ACUSADO
Corre, caballo, corre, que la noche
es a cada momento más oscura;
la luna luminosa el áureo coche
desciñe a su eternal cabalgadura...

PRESIDENTE.-   Suplico al acusado que se explique con más claridad; ¿dónde se ha visto un coche que se desciñe a una cabalgadura, y además dígale V. a la luna que se apee, y pregúntela para qué le sirve el coche yendo a caballo? Siga V.

ACUSADO
El silencio en las cumbres adormido
las pardas nubes del espacio asombra...

PRESIDENTE.-  Las pardas nubes no tienen por qué asombrarse del silencio dormido en las cumbres, y haga usted el favor de bajar a tierra firme y cantar claro...

ACUSADO
Corre, caballo, corre...

PRESIDENTE.-  Caballero, ese caballo va a reventar; póngale V. a un prudente paso de mula...

ACUSADO
...Que me espera
el ángel que a mi mente le da vida...

PRESIDENTE.-  ¿Ha dicho V. a mi mente?

ACUSADO
Sí, señor, mente.

PRESIDENTE.-   ¡Bueno, bueno! Alla V.

ACUSADO
Esas las torres son de su morada,
y las ojivas de su regia alcoba...

  —90→  

PRESIDENTE.-   ¿En qué quedamos? ¿Son torres o son ojivas?

ACUSADO
Son las ojivas de su regia alcoba...

PRESIDENTE.-  ¿Cómo regia? ¡Se trata de una reina! ¡Un regicidio!

ACUSADO
No, señor, es un decir...
El fiero bruto entre las sombras cae
rendido de fatiga y sin aliento...
mientras la muerte con temor me trae
su triste adiós en el ligero viento.

PRESIDENTE.-   ¿El adiós del fiero bruto? Pero V. ¿a quién ha dado muerte? ¿A una doncella o a una jaca?

ACUSADO
¡Mi beso la mató! ¡Perdón, Dios mío!

PRESIDENTE.-  Está V. perdonado, hombre.

ABOGADO FISCAL.-  ¿Cómo perdonado? Protesto en nombre de los santos fueros de la justicia.

PRESIDENTE.-   Pero si este señor no ha matado a nadie... si es irresponsable...

ABOGADO FISCAL.-  No importa; protesto entonces en nombre de los fueros de las Nueve Musas...

PRESIDENTE.-  Eso es otra cosa. Condenado el Sr. *** a ripio perpetuo.

ACUSADO

 (Delirando.)  

Corre, caballo, corre, que delira
la mente loca...

PRESIDENTE.-   Pero ¿qué caballo es ese?

APOLO.-   Es Pegaso, que le va a echar por las orejas.


  —91→  

ArribaAbajoLos señores de Casabierta

¡Pero estos señores de Casabierta no tienen vida privada!

Así se explica lo que le sucedió con ellos a D. Eufrasio Paleólogo, Presidente del Casino de Villapidiendo, gran lector de periódicos y elector nato del señor de Casabierta, candidato nato también a la Diputación de Villapidiendo.

Pues señor, vino a Madrid Paleólogo a unos asuntos del común, o del procomún, como él cree que se dice; y claro, en seguida, es decir, en cuanto se dejó dar lustre a las botas en la Puerta del Sol, junto al Imperial, se dirigió a casa del señor de Casabierta.

¡Entró! -El señor no esta... -Ya, ya lo sé; pero de seguro está la señora. -Caballero, ¿V. qué sabe? -Hombre, sepa V. que trata con una persona ilustrada que lee los periódicos y tiene coleccionados   —92→   en un tomo los artículos de Almaviva... La señora se levanta a las nueve; hace su toilette -usted no sabe lo que es eso- hasta las diez; toma un piscolabis, que consiste en una copa de Jerez seco y versos de Grilo mojados en el Jerez. A las once recibe en el salón verde, que tiene una consola Pompadour, una chimenea de la Regencia... de Espartero, y muchos platos allá cerca del techo. Como si lo viera, hombre, como si lo viera. Ea, déjeme V. pasar. -Por aquí, caballero, por aquí. -No, señor, voy bien; los íntimos entran por aquí: a mí me recibirá en su boudoir chocolate claro, color serio, propio de señora leída al par que dettechée, de las vanidades del mundo. ¿V. qué se figura, hombre de Dios, que en Villapidiendo no sabemos francés españolizado y entrar en el boudoir por donde entran les íntimes, y en francés como ellos?

En efecto, Paleólogo, que fue carlista y estuvo emigrado, sabe su poquito de francés, y lo que no, lo aprende en Almaviva, Ladevese, Blasco, Asmodeo y otros escritores del Instituto. Es un alcalde a la moderna, con la facha de Luján alcalde; pero tan fino como Sardoal cuando era del Ayuntamiento.

En fin, o finalmente, como decían los italianos en la Comedia, Paleólogo ya está sentado frente a la señora de Casabierta. -Casabierta no está en casa.   —93→   Ha ido... -Sí, supongo que habrá ido a afeitarse; es la hora precisamente. Sí, señor; antes venía el barbero a casa... -Sí, ya sé; pero desde que le cortó aquel poquito de oreja de que hablaron los periódicos... ¡pícaros barberos!, ya no hay clases... ¡y qué versos tan hermosos los que hizo su oreja de V., digo no, su hija de V., la rubia, la Pilarita, al cacho de oreja de su papá difunto, el cacho, se entiende! -¿V. los conoce? -Toma, y los sé de memoria... ¡si los publicaron cinco periódicos! Y diga V. ¿qué es de él? -Creo que está en Córdoba. -¿El cacho de oreja? -No, señor, Grilo; creí que hablaba V. de Grilo, que fue el que improvisó los versos de la niña. - Bien, lo mismo me da; ¿y qué es de Grilo? -Pues ayer comió aquí. -Pero ¿no dice V. que está en Córdoba? -Bien, pero eso no quita. -¿No quita? (¡Y este Almaviva que no explica estas cosas!) ¿Y el ojo de gallo de V., señora? -Tan robusto. -Hace días que no hablan de él las crónicas de salones. -¡Es un ojo de gallo muy modesto! -Es moda ser modesto, pero decirlo, porque si no como si no se fuera. Y ¿qué tal les han sentado a ustedes las anguilas del lago Tiberiades del miércoles? -¡Cómo! ¿V. sabe que comimos anguilas el miércoles? -Sí, señora, por los periódicos. Las anguilas no tienen vida privada. A propósito, señora, ¿es verdad que la viudita de Truchón ha tenido un tropiezo? -No   —94→   señor, ha tenido un hijo, pero nadie lo sabe. -Dispense V., señora, yo lo sabía, pero creí que se trataba ya de otro, es decir, de otro lance. Ese que V. dice, le refirieron los periódicos de la manera más discreta. En Villapidiendo nadie cayó en la cuenta más que yo, y por eso no comprendieron aquel sueltecito que decía: «La señora viuda de Truchón ha tenido que guardar cama. Celebraremos que la interesante viuda se restablezca pronto. Dicen que demostró gran valor durante la crisis de la enfermedad, o como dijo el clásico:


«En aquel duro trance de Lucina...».

por eso sé yo que parió sin novedad, porque conozco la Mitología y conozco a la viuda. -¿V. la ha tratado? -A la Mitología no, ni a la viuda tampoco. Pero leo; algo se sabe, y he visto tantas crónicas con alusiones trasparentes a sus trasparentes gracias y costumbres... que algo se ha trasparentado.

 (Pausa.)  ¡Oh, señora, feliz la honrada madre de familia que puede dar a luz, a la prensa, como quien dice, todos los hijos que quiere! ¡Todas las hojas literarias de los periódicos estaban consagradas el lunes al rorro de V.!, ¿Cómo está, cómo está el muñeco? -¡Hermosísimo! -¿Y es cierto que tiene esa inteligencia que dice el revistero Begonia? -Pues ya lo creo, y más. -Qué saladísimo   —95→   estaba Ricardo Flores, el que firma Cardoenflor (por imitar a Fernanflor, que no me gusta porque habla poco de salones), qué gracioso estaba Ricardito contando las travesuras de su bebé de usted durante la ceremonia del bautizo. -Está gracioso, pero calumnia al muchacho. -Sí, dice que antes que le hicieran cristiano tenía en la iglesia cara de aburrido como un perro o como un libre pensador. -El revistero no sabe que los niños no entran en la iglesia hasta que les echan los demonios fuera del cuerpo. -Pero lo mejor son los versos de Cigarra el chiquitín junto a la pila bautismal. Los sé de memoria:


    «En la pila bautismal
todo el Jordán se refleja;
te moja el cura la oreja
y ya estás libre del mal.
    El acto sacramental
mata en tu pecho el pecado
y se abre regenerado,
como rosa alejandrina,
tu ser a la fe divina,
pues de pila te ha sacado
el Ministro de Marina,
en el acto acompañado
de más augusta madrina».

-¡Hermosa décima! ¿Verdad V.? -Décima precisamente, no señora. -Bien, ya lo sé, es la docena del fraile, un nuevo género de décimas de   —96→   trece versos, que ha inventado Cigarra, para que cupiesen el Ministro de Marina y la madrina más augusta. Ya ve V., por verso más o menos no habíamos de ser unos mal criados. -No cabe duda: y más vale que sobre que no que falte. -A propósito de versos, señor de Paleólogo. Me va V. a sacar de un apuro. Aquí en casa vamos a representar una comedia, pero nos falta un personaje. ¿Sería V. tan amable?... -Señora, yo no soy personaje más que en Villapidiendo... -No importa, ¿quiere V. crear el papel de Cocupassepartout? -Señora, mucho crear es, pero si no hay otro Cocu... yo lo haré, como se hacen esas cosas en Villapidiendo. -¡Oh, gracias, gracias! -Por supuesto, ¿V. sabe francés?... condición indispensable. -Pero qué, ¿vamos a representar en francés? -No, señor, en castellano; es una traducción de Fois-Grass, el corresponsal del Bombo en París... y ya ve V., hace falta dominar el francés... para pronunciar correctamente los galicismos. -¿Y cómo se llama la comedia? -Espere V... se llama... -¡Ah!, ya sé, lo he leído ayer en los periódicos, se llama: A qué sueñan las jóvenes hijas, es un fusilamiento de Musset. Pues cuente V. conmigo. Por supuesto, ¿hablarán los periódicos de los ensayos? -Ya lo creo, hombre; hablarán por encima del mercado...

Paleólogo se despidió. Eran las once y quince.   —97→   Sabía por los periódicos que era la hora de inspeccionar la lactancia de Bebé.

Si el lector quiere, volveremos a visitar a los señores de Casabierta con el presidente del Casino de Villapidiendo, y acaso veamos la comedia de Fois-Gras... si se logra.



  —[98]→     —99→  

ArribaAbajo¿¡Mi caricatura!?

Ante todo, dispense la Academia -cuyos Balaguer y Catalina beso-, la manera de señalar mi admiración. Me admiro y al mismo tiempo pregunto. Todo esto cabe en lo humano. Puede uno admirarse preguntando, lo mismo que afirmando.

Por ejemplo: a mí me admira que Balaguer, ese género catalán de la literatura, entre a conservar el idioma en la caja de conservas que se llama la Academia, y, más elegante y oblicuamente, la casa de la calle de Valverde; pues bien, digo yo:


    En Balaguer, a mi ver,
tu locura es singular,
¿¡quién te mete a conservar
lo que has echado a perder!?

  —100→  

Me admiro de que se meta, y, al mismo tiempo, le pregunto que quién le mete a eso.

* * *

Me pide el director del Madrid Cómico mi retrato para hacer mi caricatura.

Y yo me admiro de que se pidan estas cosas; y pregunto, sí, en efecto, no estoy soñando, como en el teatro se preguntan los que leen cartas que no les convienen; si es verdad que se quiere hacer mi caricatura con mi permiso.

Bueno, hombre, bueno, háganla ustedes.

Así, como así ya no estoy en estado de merecer. He perdido las pocas ilusiones que pude haber tenido respecto a mi físico. No hago lo que Cánovas, que no se contenta con que Romero Robledo sea guapo, y quiere serlo él también.

Una vez asistí en el teatro Real a una especie de juicio de París al revés. Dos señoras del paraíso, de esas que tienen los codos gastados a fuerza de hacer el amor con la elocuencia del silencio, se decían en voz baja:

-¿Qué te parece de ese? (Ese era yo).

-Es feo.

  —101→  

-Sí, pero simpático. Sentí la lisonja y perdone la ofensa. Me enternecí de tal modo, que cuando Gayarre llegó a lo de spirto gentil bañó mis mejillas el llanto.

¡Oh, joven desconocida! Si eres poetisa y publicas Sueños, Fantasías, Aspiraciones o cualquier cosa de esas con que se nombra el flato espiritual, no vaciles; mándame el libro y yo diré también que tus versos son feos, pero simpáticos.

¡Si todos se resignaran como yo!

¿Por qué Bremón, por ejemplo, que es tan discreto revistero y habla de la cuestión de Egipto como si la hubiera parido, y se incomoda con la Puerta, como si por allí le fuese a entrar un aire colado; por qué Bremón, repito, tan discreto y decidor, se ha de empeñar en ser poeta dramático?...

* * *

Volviendo a mi caricatura, diré a ustedes que la que publiquen no será la primera.

Mi caricatura ya la han hecho mis enemigos.

He visto muchas ediciones de ella. Suelen publicarla sin mi nombre debajo. No la reconozco por   —102→   el parecido sino por los rasgos convencionales que constantemente me atribuyen.

Así como a Sagasta le pintan con un tupé que no tiene (porque el que tiene es otro), a mí siempre me pintan mordiéndome el rabo, déjenme ustedes concluir, como una culebra de esas que representan la eternidad.

En una palabra, que dicen que yo soy todo envidia, y que por no tener ya qué morder, me muerdo a mí mismo.

Calumnia. No sé lo que es envidia.

Será orgullo o buen natural o todo mezclado (vaya usted a saber), pero el resultado es que yo no envidio a nadie, ni a Cañete, que nunca come en casa (come en los Cisnes, le he visto yo muchas veces).

Tengo una receta para no envidiar a nadie.

La publico porque puede convenir a muchos, (donde digo muchos, léase todos).

¿Que un amigo, conocido o desconocido, hace alguna gran cosa, demuestra un soberano talento? Mejor: suponiendo que yo también soy un genio -que es lo que supone cada cual-, ¿por qué no he de dejar que haya otro? La historia me demuestra que ha habido muchos, pues ¿por qué no ha de haber uno más? ¿Y por qué ese no ha de vivir en mi época, a mi lado, en mi compañía? Precisamente, en la historia hay temporadas en que se dan genios, como diría el Gobernador de Madrid   —103→   antes de su conversión12. Díganlo el siglo de Pericles, el siglo de Augusto, el de León X, la edad de oro de la literatura alemana, cuando, sólo en Weimar, se juntaban más de cinco genios alrededor de Goethe. Pues señor, ¿por qué no ha de suceder ahora lo mismo? Seré yo un genio, bueno, lo admito; pues también puede serlo el joven que ayer dio una conferencia en el círculo de los Concéntricos acerca de la influencia de tal cosa en tal otra (probablemente el progreso), y otro genio el autor que estrena hoy y el poeta que lee versos mañana. ¿Por qué no?

Para que no haya envidia conviene que se propague la vanidad y el orgullo. El vanidoso no envidia, porque en toda envidia va implícita una comparación, y la que establece el vanidoso siempre es ventajosa para él.

El orgullo no compara siquiera.

De todo lo cual resulta, o, sino de eso, de otra cosa, pero en fin, resulta que yo no tengo envidia a nadie, como se me ha dicho hasta en anónimos.

Cierto es que el verso malo y la prosa mala no me gustan, y que hablo pestes de los autores detestables... Pero eso mismo prueba que no tengo envidia. Los envidiosos son los que hablan mal de los buenos.



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ArribaAbajoCartas a un poeta

(Primera y última)


Amigo Bartolillo: Me escribes una epístola de no sé cuántos miles de tercetos (acaso no sean miles, pero a mí ya se me hacen los dedos tercetos) con el fin de convertirme a tus ideas, como tú las llamas, o sea con el propósito de que alabe tus versos y los de otros como tú. No en mis días. Seremos todo lo amigos que tú quieras, Bartolillo; es cierto que hemos ido a la escuela juntos (y ahora recuerdo que tenías muy mala ortografía entonces); habremos comido esas cosas que tú dices al mismo tiempo; pero hijo eso ¿qué tiene que ver? ¿Crees tú que López Trabajador, el poeta de los ripios trascendentales, no habrá comido también muchas cosas y tal vez ido a la escuela?, aunque esto no se puede jurar.

  —106→  

Dices tú:


    Clarín, ¿por qué negar que el alma pura
anhela un más allá?

¿Un más allá de qué, Bartolomeíto? Parece así como que el alma pura anhela el destino inmediato superior. Explícate.


       La poesía
es la alondra que canta en esa altura.

¿En qué altura, Bartolo? ¿Ves? Con los poetas malos no hay modo de entenderse; queréis decir uno y decís otro. Y esto de malos no creas que lo digo por ti y por López Trabajador nada más; lo digo por casi todos los poetas; para encontrar uno bueno de verdad, hay que buscar. El escribir versos, por regla general, supone muy poca formalidad, sí el delincuente pasa de los veintidós o veintitrés años. Yo no daría sufragio ni derecho de administrar los propios bienes, ni cosa alguna por el estilo, al que siguiese haciendo versos una vez nacida la muela del juicio. Ya veo que estas ideas mías no tienen todavía muchos partidarios. ¿Qué muchos, si hasta Cánovas, después de ser Presidente del Consejo de Ministros y metomentodo, todavía escribe versos en los albums13? No; lo que es en esto soy ministerial; quiero decir, que me parece mucho más serio Sagasta, que no hizo nunca más aleluyas que aquellas de «Caeré del lado de la   —107→   libertad», que después de todo no están en verso siquiera, aunque son coplas de Calaínos para su excelencia. Bien, no hablemos más de política; ya sé que te empalaga, que finges despreciarlo todo para refugiarte, como en un santuario, en el arte. Yo te daré santuario. Pero eso más adelante. Vuelvo a mi asunto.

Decía que cunden poco mis ideas respecto de eso que llamas tú la alondra, o sea calandria. Al contrario: las Diputaciones provinciales más empedernidas, hasta los manicomios, hasta las Ligas de contribuyentes contribuyen a mantener la locura de la rima celebrando juegos florales y repartiendo rosas naturales y pensamientos de plata a troche y moche por esas provincias de Dios. Ya se sabe, no hay feria de mala muerte en que no se amenice la estancia de los ferieros con juegos florales y corridas de toros, por supuesto (que no quita lo toro a lo poeta). Y tú que eres del ramo ¿podrás decirme por qué el premio principal consiste siempre en una rosa natural, que vale unos pocos cuartos, y el segundo, tercero, etc., etc., en pensamientos, escribanías, plumas de plata o de oro? Será, como si lo viera, que los poetas lo entendéis todo al revés. Porque cualquier persona de juicio comprende que vale más una escribanía de plata que una rosa, aunque sea de Alejandría; porque aun suponiendo afición a las rosas, lo cual no niego   —108→   que sea muy poético, se puede vender la escribanía y comprar muchas rosas naturales con el dinero que se saca de la venta, y aún queda algo para el bolsillo. Estas son habas contadas.

Ahora vamos a los juegos florales de Linares. Dirás que a qué viene esta digresión. Pues para que veas. ¿Quién lo había de decir? Hasta en Linares, pueblo industrioso si los hay, tenemos quien quiera perder el tiempo. ¿Quién dirás tú que es el mejor poeta de Linares? Pues nada menos que D. José Devalx y García; figúrate tú.

Este señor ganó el premio de honor, según veo en los periódicos más serios de Madrid, y usó acto continuo del derecho que le concedían los estatutos de elegir la reina de la fiesta, ni más ni menos que como sucede en el Valle de Andorra. Creería cualquiera que estas cosas ya sólo sucedían en las Batuecas; pues ocurren en Valencia, y en Linares, y en Vigo, en toda España. Verdad es que las Batuecas empiezan en los Pirineos.

Pues señor, que D. José Devalx recibió su premio de honor por una oda A la belleza. Le estoy oyendo ¡Oh! Tú que... como dice Heine que comienzan siempre estas odas. ¡A la belleza! Pero, señor, ¿quién es la belleza? Un poeta que se inspira con motivo de la belleza, y para caer en gracia a un Jurado de Linares... me le figuro.

Antes de premiar al Sr. Devalx se procedió a la   —109→   cremación de los pliegos que contenían los nombres de los autores de las composiciones no premiadas. Muy bien hecho: y habrán echado al fuego un poco de estoraque o espliego. Nunca sobra. Yo sé a lo que huele eso. Pero puestos a quemar, ¿por qué no quemaron también a los autores que fueren habidos, y no sólo los nombres? El caso era extirpar el mal. Y cuando menos, ¿por qué no se queman también los pliegos de las composiciones? Y no sólo de los no premiados, ¡no faltaba más!, las de los premiados también: Libertad igual para todos, porque si no es igual para todos, no es tal libertad.

Después, el Sr. Devalx llevó otro premio por otra oda a la Justicia. Este Sr. Devalx tiene la vida ganada con los juegos florales, y así como D. Hermógenes se dedicaba a la honrosa profesión de opositor a cátedras, el poeta de Linares debía dedicarse a ganar premios, pidiéndolos en metálico por supuesto. ¿Y quién dirás, Bartolo, que otorgaba el premio por la oda a la Justicia? ¡La Audiencia de lo criminal! Claro, la Audiencia de lo criminal creyó que tratándose de versos, todo aquello entraba en su jurisdicción. Pero en vez de condenar al poeta, lo que está en sus atribuciones, le premió, y eso creo que no lo autorice ningún artículo de la ley de Enjuiciamiento. Bueno está que las Audiencias criminales empleen sus ocios y   —110→   su dinero en propagar la filoxera literaria a fuerza de juegos florales. Pero falta la más gorda, Bartolomé mío. La más gorda es la de la liga de contribuyentes, que se permitió la coquetería de premiar al autor del mejor soneto a la Industria. ¡No hay más allá! El autor resultó ser (como ellos dicen) un Sr. Rentero; como quien dice un poeta de pan llevar. Otro poeta premiado se llamaba Almendros y Campos, otro agraciado Alaminos (casi casi Álamo) y Arboledas, y el socio que leyó los versos, Parra; de modo y manera que no podía estar aquello más frondoso: Parra, Campos, Arboledas, Almendros, Alaminos, Rentero... la liga de contribuyentes... La poesía bucólica en masa. Ya ves, Bartolomé, que en un país de esta Fauna y de esta Flora poco pueden prosperar mis ideas disolventes. No temas, pues, y oye como quien oye llover lo mucho que yo tengo que contestar a tus malísimos tercetos, que Dios confunda. Y a ti te dé la gloria eterna. Amén.