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ArribaAbajoLos actores

Se prepara una campaña teatral, se anuncian obras nuevas de autores distinguidos, pero, como decía bien un señor concejal, de cuyo nombre no puedo acordarme, falta una primera dama. Es verdad; falta una primera dama, y hasta la segunda y la tercera. Para ser primera dama no basta haber contraído vínculos indisolubles con un primer galán.

Ala señora de un general se le llama la generala, corriente; pero a la señora de un primer galán no se la puede llamar primera dama mientras no demuestre que lo es. Cierto que el derecho civil concede a la mujer la dignidad del marido, pero el representar bien no es una dignidad, ni cosa de gananciales que se reparta por mitad entre los esposos.   —178→   Esto es lo que no quieren comprender varios excelentes actores y señoras respectivas.

En cambio las primeras damas, juris et de jure, se retiran a la vida privada para entregarse a las labores propias de su sexo, como se dice, y así anda ello. De todo lo cual resulta que los pocos poetas dramáticos que tenemos -no se cuentan los malos- tienen que prescindir en sus obras del sexo débil si no quieren exponerlas a un tropiezo.

La situación de nuestros autores es ahora semejante a la de los romanos antes del robo de las Sabinas: no tienen mujeres, artículo de primera necesidad para la conservación de los pueblos y de las comedias. O renuncian los poetas al teatro o tienen que escribir dramas como El Puñal del Godo, La batalla de Clavijo, La tienda del rey Don Sancho, etc., de repertorio entre los aficionados de corta edad, que aún no se han creado una familia y no tienen hembras que les ayuden en sus aficiones.

El recurso a que ahora se acude de trabajar las señoras e hijas de los cómicos, en calidad de sucedáneos de las actrices de verdad, es un recurso muy pobre según demuestra una dolorosa y larga experiencia.

Tampoco espero que el mal pueda remediarse con decretos, ni siquiera con una ley votada en Cortes. De donde, rigorosamente se deduce, que el mal no tiene remedio.

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Comprendiéndolo así la crítica desapasionada, se consuela imaginándose que las actrices malas son buenas y las medianas excelentes. Esto se dice un día y otro en los periódicos, y las interesadas llegan a creerlo. Y pasan unas cuantas semanas, se estrenan dramas y comedias, suena el bombo y ya nadie se acuerda de que al principio de la temporada se dijo que no había actrices. ¿Quién ha dicho que no había actrices? ¿Pues no llama la prensa eminentes a todas las que trabajan en todos los teatros? O rayó o no rayó a gran altura la señora Tal; pues si rayó, buena actriz es y no pidamos gollerías.

Esa señora Tal suele venir de provincias, donde el teatro de verso suele ser una verdadera maldición de Apolo; los provincianos más instruidos prefieren zarzuela, volatines, prestidigitación, un ventrílocuo, cualquier cosa, a una compañía de verso. La señora Tal trae de Soria, de Segovia, de Castellón de la Plana, de Pontevedra y de León, la más endiablada manera de representar que se ha visto; pero como ha ascendido, como la escasez de la oferta ha hecho subir el precio de las actrices, la señora Tal ya es para el empresario y para los periódicos una dama excelente, una verdadera categoría. Lo oye ella, se lo traga muy fácilmente, y el año próximo futuro ya pide el oro y el moro, y coche, y mil gollerías, si el público quiere admirarla.

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¿Que no se la da la luna que es lo que pide? Pues, como Aquiles, aunque sea mala comparación, se retira a sus tiendas, o se vuelve a provincias a hacer las delicias de los segovianos, de los abulenses, de los caracenses, etc., etc.

Este es el movimiento de nuestro teatro; se retiran los actores buenos, los reemplazan los medianos; estos se crecen, pasan por buenos y se relevan o se van, y los malos vienen a ocupar el puesto, en calidad de categorías. Y por aquí se va a los pésimos, por aquí se va al infinito.

A casi todos los actores que hacen primeros papeles por esos teatros de Dios, los he visto yo trabajar en provincias, tan mal como ahora, eso sí, siempre consecuentes con sus principios. ¿Tiene esto cura? Acaso no; pero a lo menos, ya que no podamos evitar esta lamentable decadencia, no ayudemos a que caiga de golpe y porrazo el teatro español. Cada vez que se nos dé gato por liebre, protestemos, señores; comamos el gato, pero que conste una cosa, que protestamos.

De no hacerlo así, el gato llegará a creerse liebre y el público se acostumbrará a comer gato. Recordemos al prudente cuadrúpedo de que nos habla Iriarte, cuadrúpedo que si le daban paja comía paja, pero si le daban grano comía grano. Muchos respetables actores y muy simpáticas actrices han llegado a creer de buena fe que no lo hacen mal.   —181→   Es claro, ayudado el amor propio, que tantos estragos hace en la gente del teatro y en la de fuera, por el cotidiano incienso de los diarios, figúrese el lector cuán profunda será la convicción de esos cómicos malos: creerán, como artículo de fe, que son excelentes.

El año pasado, con motivo del beneficio de una actriz buena a ratos, mediana por lo regular y mala en las grandes ocasiones, se hizo en cierto teatro una apoteosis del genio -así la llamaban- de la precitada actriz. Se le dijo, en versos muy malos, que ella era poco menos que Dios; que las generaciones futuras cantarían sus alabanzas; que verla y volverse loco todo era uno, con otra porción de disparates y exageraciones.

¿Qué sucede con semejante modo de entender la crítica? Que los actores se endiosan, y en vez de estudiar y aprender, que buena falta les hace, se dedican a imitarse a sí mismos, toman el espejo por modelo; y tal cómico o cómica, que con estudio y prudentes censuras hubiera sido muy apreciable, aunque no genio y esas gollerías, se echa a perder y llega al más intolerable amaneramiento. Ve la Fulanita que su tono quejumbroso agrada a los espectadores, que sus gestos de niña candorosa, inocente, producen buena impresión; pues aunque represente la alegría del mundo, su tono será llorón, siempre gimiendo y llorando   —182→   en este valle de lágrimas se presentará en escena, y será una cándida palomita sin hiel, aunque represente el papel de Trotaconventos. A esta Fulanita, a quien me refiero (porque hoy no es día de nombres propios), la vi hace tres años o cuatro prometer mucho, y en la última temporada la vi de nuevo y la vi precipitada en el amaneramiento más cursi, irremisiblemente perdida para el arte. Como esta hay algunas otras actrices dignas de aplauso cuando Dios quería, hoy verdadera plaga de las tablas. No citando nombres propios, se puede hablar muy claro.

Y aun citándolos, cuando sea ocasión, pienso hablar muy claro también, porque el deber es ese, y a las mismas señoras y señoritas de que se trata les conviene que se les adviertan sus errores y aberraciones. En salvando las prerrogativas19 del sexo, yo creo que se le pueden decir las del barquero a la dama de más categoría.

Aquí los que la pagan son los extranjeros; llega el Sr. Mierzwinski, y sólo porque el apellido lo pronuncian mal los españoles, y él no pronuncia muy bien algunas notas, la indignación filarmónica desencadena sus vientos, y ¡pobre tenor! A las tiples y contraltos del Real, que son tan señoras como nuestras cómicas, y por lo general, no menos bonitas, se las trata sin compasión, y se las silba, como si estas no tuvieran sexo con prerrogativas20.

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Yo no me opongo a que se trate mal a los cantantes malos; pero es necesario suum cuique tribuere, y silbar a un actor en siendo malo, aunque se llame López. El patriotismo se ha inventado para cosa muy distinta.

Y además, ¿por qué han de enfadarse los actores, aunque se les diga la verdad? Señor A, que canta V. los versos y eso no se hace... Pues si no se le dice seguirá cantándolos; es posible que también los cante aunque se le diga, pero al menos ya no peca de inadvertido. -Señor B, que imita usted demasiado al Sr. A, y en vez de parecer B, parece V. la raíz cuadrada de A. Señor H, que no por ser rey de los visigodos, está V. autorizado para meter tanto ruido con la boca. Señor Z, que se le ha muerto a V. un hijo; llore V. como Dios manda y no se mire las uñas. ¿Que ni B, ni H, ni Z hacen caso? ¡Bueno! Pero algo es tener la conciencia tranquila. Y hacerles saber a esos señores actores que no nos mamamos el dedo, también es algo aunque no mucho.

Todo esto viene a cuento, porque va a empezar la época de los estrenos, de las batallas, y va a haber necesidad de decírselas como puños a quien no las ha oído ni siquiera como avellanas. Yo creo que llamando las cosas por su nombre es como puede la crítica trabajar en pro del arte, y por esto pienso que es mi deber y el de todos los que escriben   —184→   de teatros, consagrar especial atención y un saludable rigor a los actores que suelen tener gran parte de las culpas que pagan los poetas.

No distingamos de nacionalidades ni de sexos, no respetemos las categorías, no nos hagamos encubridores de los crímenes artísticos ocultando el nombre de los criminales, y de esta suerte, el arte se lo llevará de todas maneras la trampa... pero se lo habrá llevado con honra.



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ArribaAbajoSobre motivos de un drama de Echegaray

El Sr. D. José Echegaray era hace dos lustros un ingeniero notable, un matemático insigne, un político excelente, para sus amigos, y mediano para sus contrarios. Yo vi por vez primera, de cerca, al sabio Echegaray en aquel tiempo, y en ocasión trágica por cierto. Un hijo del Sr. D. Gabriel Rodríguez, el íntimo amigo del ex-ministro, se había ahogado en el estanque grande del Retiro. Los poco expertos marineros de aquel mar interior buscaban el cadáver con garfios de hierro; primero salió enganchado un bulto, era la capa del ahogado... El padre desde el embarcadero contemplaba la terrible pesca... Echegaray estaba a su lado, con el rostro lívido, pero   —186→   sin gesto alguno de dolor; no hablaba, excusaba consuelos inútiles que prodigaban los demás. Los garfios volvieron a hacer presa en algo más pesado... salió del agua el cuerpo del náufrago... el del padre se desplomó, entre los brazos de Echegaray, dando un grito de terror que no olvidaré nunca. Así conocí yo al trágico que después aterró a España con tantas muertes de teatro.

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Echegaray no ha hecho el drama de colegio, de que hablan tanto los críticos de Schiller, Goethe, etcétera. Le falta aquella etapa de la vida del literato en que se escribe para el fuego, como aconseja el autor de Catalina Howard. Mientras otros poetas, que después habían de quedarse a la zaga, escribían versos a la luna y su respectivo Gran Cerco de Viena, Echegaray se entretenía con los dibujos complicados de la Estereotomía: no fabricaba entonces sus famosos castillos roqueros, llenos de grifos y de endriagos en los historiados muros, natural escala de amantes audaces; entonces aprendía a fabricar puentes prosaicos y sólidos. No ha sido jamás un aprendiz de poeta; que se sepa a lo menos. Esto es lo que no le perdonan sus enemigos. Y lo mismo que es causa de la enemistad es arma para los que mantienen estos odios. ¡Cómo!, dicen algunos, nosotros literatos de profesión y de toda la vida, ¿hemos de dejar que en la admiración del público un advenedizo,   —187→   que no ha hecho planas de primera en el arte difícil de la rima? Esto les duele: y como la mayor parte de los defectos de Echegaray, como poeta, nacen de esa falta de aprendizaje, se le echan encima en cuanto su inexperiencia le deja caer en un desliz. Echegaray, por ejemplo, no se cuida de la distribución de los colores; acumula las escenas borrascosas, abusa de los parlamentos insignificantes, puramente narrativos de los criados y demás papeles secundarios; deja pasar a veces ripios de los más inocentes, y que ve el menos malicioso...; pues todo esto es para sus enemigos causa de escándalo, y gritan: ¿cómo se llama artista a un hombre que de cinco personajes que tiene su obra (Conflicto entre dos deberes) sólo a dos deja en pie? ¿Cómo se llama maestro al que explica en monólogos el argumento de un drama; al que dispone el conflicto de una obra como quien coloca las piezas sobre el tablero para plantear un problema de ajedrez? Y ¿cómo se llama poeta al que busca al rey moro de Jerez sin otro propósito que hacerle servir de consonante al castillo de Argelez; y al que dice:


en esta de infamias lid

para que venga bien con Madrid; y hace hablar a un abogado de nuestros días de luz febea y obliga a la gente de levita a decirse denuestos en romance   —188→   heroico? ¿Dónde está la habilidad? ¿Dónde el arte y el gusto? Compárese esto con la manera de Ayala, de Tamayo... etc., etc. Hasta aquí la parte contraria. Yo diré en pro de mi defendido que mucho de eso que le echan en cara es verdad y es digno de censura; pero lo que no es cierto es que tenga la importancia que quieren darle, toda esa parte flaca del arte de Echegaray. Se ve siempre al poeta que no ha luchado en la época inédita con las dificultades materiales del oficio, que lucha ahora y delante del público, no en la oscuridad de sus manuscritos ignorados. Pero tales defectos, sin que yo pretenda que son lunares que añaden gracia, como, hablando de otros autores, sostiene cierto revistero, tampoco son de tal importancia que eclipsen las grandes bellezas del ingenio de Echegaray. Este hombre universal, consagrado a tan diferentes estudios, si pierde algo por el concepto indicado, gana mucho con ser más sabio que la mayor parte de nuestros literatos. Su inteligencia ha tenido que aplicarse a muchos órdenes de la vida, y su fantasía se ha robustecido con esta abundancia de material para sus composiciones, al par que el lenguaje se ha enriquecido también y ganado en la exactitud y en la energía consiguiente.

Además, aquel a quien no ciegue la pasión, tendrá que confesar que hoy escribe Echegaray mejor   —189→   que cuando comenzó a sorprender al público con sus inesperados triunfos escénicos: sin haber perdido en vigor, grandilocuencia y brillantez, ha ganado en sobriedad, y ha llegado al natural lenguaje del teatro, hasta donde es posible llegar, a lo menos insistiendo en usar el verso. Hay escenas en el último drama, en el tercer acto sobre todo, dialogadas con primorosa verdad y sencillez: los personajes, a pesar del metro, hablan como deben y no es esto muy común en nuestra gloriosa escena; tan gloriosa como alejada de la realidad de la vida.

No es esto decir que podamos saludar en el gran ingenio de Echegaray al Mesías del teatro naturalista, porque tanto suspiramos; nada de eso: Echegaray es un romántico puro; su realismo podrá ser algo en la apariencia, en la forma, pero en lo esencial siempre será el autor idealista. Y no hay para qué pedir que cambie. Ni la observación, ni el estudio del carácter, ni la habilidad en el imitar el natural movimiento de los fenómenos de la vida social, son cualidades que posee; su gran talento sirve para cosa bien distinta; es el adivino de la pasión y sus gritos; las crisis tremendas de los afectos opuestos le inspiran sus escenas admirables; no importa que escoja el siglo actual en el tiempo y por asuntos los que parecen más vulgares y ordinarios, una quiebra, una calumnia, un adulterio   —190→   de los corrientes... no le veréis jamás abordar esta materia como lo haría un Augier, ni siquiera como Dumas; su protagonista siempre parece haber vivido en siglos que nos figuramos románticos y poéticos.

Muchas veces también parece que Echegaray se propone ser tendencioso como dicen muchos; en sus dramas, hasta en el título se ve una tesis; se ve que el autor va a complacerse en presentar uno de esos problemas sociales que a los ojos de los literatos no suelen tener solución, como no la tienen los problemas de la trigonometría para quien no sabe matemáticas: por fortuna el mismo instinto del ingenio lleva a Echegaray pronto fuera de este camino sin salida; y vence la pasión, y lo que comenzó siendo fórmula de una especie de álgebra sociológico-teatral, que gusta a muchos, acaba siendo poética figura, interesante, falsa acaso como carácter, pero verdadera y poderosa como reflejo fiel de una pasión.

Todo esto sucede en Conflicto entre dos deberes. Al principio parece que se trata de este rompe-cabezas ¿el mundo espiritual tiene leyes fijas como el material, con arreglo a las cuales se pueda clasificar en jerárquica subordinación la fuerza y el valor de los deberes? El protagonista se ve luchando entre dos que estima obligaciones; no sabe cuál de ellas es más fuerte: problema. Por fortuna, todo   —191→   esto se acaba pronto; bien se ve, en cuanto la reflexión ayuda un poco al personaje, que la lucha está entre el deber de entregar un depósito, de no aprovechar la confianza de una pobre huérfana en perjuicio suyo, y la tentación de salvar al que es bienhechor del depositario y padre de su amada. Raimundo, que así se llama el protagonista de Conflicto entre dos deberes, declara que conoce su obligación, pero que hará lo contrario, y desde este momento la realidad aparece con todas sus energías dramáticas en la escena, y comienza a ser esta obra de Echegaray la menos falsa de las suyas, la que más se acerca al teatro que debemos desear todos, el que puede ser reflejo de la verdad de la vida.

Se ha alabado el primer acto como exposición perfecta; hay en él, es cierto, naturalidad en el movimiento escénico, sencillez y gracia en la preparación de lo que llaman el conflicto, pero no anuncia esta exposición el drama, de pasión fuerte, de vigorosa contextura que aparece en la segunda mitad del acto segundo, desde el momento antes indicado. Al llegar aquí bien se puede elogiar sin reservas, ni aun mentales, al poeta que ha sabido hacer hablar de manera tan propia, con tanta fuerza y con tan feliz expresión a las pasiones que pone en lucha. A pesar de la abundancia de palabras parece aquello sobrio; hasta los conceptos, hasta   —192→   las figuras retóricas se ciñen de tal modo al asunto, que se me antojan oportunos, naturales. Verdadero entusiasmo produjo en el público la escena en que Raimundo se rinde a la gratitud y al amor, y la que sigue, rápida, vehemente, que consiste en el choque de dos caracteres indomables. Con arte trae el autor a Baltasar en el momento en que Raimundo olvida el deber; porque Baltasar quiere por fuerza lo que es suyo en justicia, los papeles depositados, y Raimundo, fiándose a uno de esos sofismas terribles de la pasión, ya ve un motivo legítimo para no entregar el depósito: la fuerza que quieren hacerle. Contra la justicia, una idea, una sombra, temía luchar; contra un hombre ya es mucho más fácil.

Hay verdadero valor de observación psicológica en esto, así como en lo fácil que encuentra la prometida de Raimundo el olvido de una obligación: Raimundo quería engañarse diciéndose que por gratitud era desleal; pero su amada, hiriéndole sin querer en la conciencia, y leyendo de corrido en su corazón, viene a decirle: -Por amor, ya se ve, haces lo que haces.

En los primeros días de la representación, el tercer acto no agradó a muchos espectadores tanto como el segundo. Pero la crítica, acertada esta vez, hizo notar que en el tercer acto estaba lo mejor del drama, como tal. Así lo creo yo también. Lo que   —193→   disgustó fue principalmente el final; sin que se espere, se ve un suicidio, que aunque verosímil, no era esencial en el argumento; al mismo tiempo anda por la escena un moribundo, y la hija del suicida cae desplomada: sólo quedan en pie dos personajes. El público no transige con esto. No le importa que en la plaza de toros maten de veras a un diestro, pero en el teatro no quiere sangre.

Es claro que no puede defenderse esta lenidad inoportuna del público; pero sin darle la razón por completo, cabe desear que los dramas no se hagan siempre in articulo mortis. Por lo demás, el drama de Echegaray, para ser todo lo que es, no necesitaba tantas desgracias.

Aparte de eso, las escenas en que Baltasar vuelve a reclamar la justicia para su padre muerto, los papeles que delatan al asesino, y en que Raimundo resiste a sus provocaciones, y D. Joaquín, sin querer, se declara matador, son fuertes, de una realidad que engaña a cualquiera, porque parecen la propia vida, y este es el encanto mejor y más legítimo del teatro. ¿Y qué decir de aquel diálogo cortado, interesante y poético, sin necesidad de recursos retóricos? En eso está el paso mejor que Echegaray ha dado en lo que estimo que es el buen camino.

Para concluir: los dramas de Echegaray, y este más que otro alguno, no pueden ser apreciados en   —194→   todo lo que son si no se ven representados de la manera acertada de que, aproximadamente, lo fue Conflicto entre dos deberes. El que quiera convencerse acuda allí, oiga y vea, y no será sincero si no confiesa que, como a todos, le arrastran aquellas oleadas de ingenio que se suceden y precipitan, sin dar tiempo a más que a admirar, entusiasmarse y aplaudir.

Esta es la verdad. Si cuestión de escuela fuese, yo sería el primer enemigo de Echegaray; pero es cuestión de ingenio, y a este hay que seguirle y alabarle por donde quiera que vaya.



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ArribaAbajoDiscursos

Titulo así este artículo porque en estas últimas semanas la nota predominante de la literatura ha sido la oratoria.

Al español le sucede lo que al pez, que muere por la boca. El sistema parlamentario podría llamarse aquí el sistema charlamentario. Hablamos más que catorce. Se quejaba cierto maestro de escuela a un académico, de la multitud de verbos defectivos e irregulares que tenemos: ¿en qué consiste eso? Pues es muy sencillo. Los verbos están gastados de tanto usarlos, como las piedras de los ríos cuando llegan al mar hechas arena. Es verdad: cada español emplea su idioma cinco veces por cada vez que lo usa un inglés, por ejemplo. Solamente en Constituciones se nos ha ido un dineral de palabras.

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Así es que nadie, o casi nadie, escribe libros; pero pronunciar discursos ya es otra cosa. En pocas semanas hemos tenido en Madrid:

Discursos de Pidal y Alarcón en la Academia Española.

Discurso de Campoamor en la sección de literatura del Ateneo.

Discurso de Menéndez Pelayo en la Academia de la Historia.

Discurso de Fray Ceferino en la Academia de Ciencias morales y políticas.

Discurso de González Serrano en la sección de Ciencias morales y políticas del Ateneo.

Discursos de Echegaray y Vicuña en la Academia de Ciencias naturales.

Y no cuento los discursos con que hemos recibido y dado de comer y despedido a los portugueses.

Por fortuna, muchos de los discursos citados fueron algo más que palabras que lleva el viento. Algunos son obras notables que quedarán en nuestra literatura.

No puedo contar en este número los de Pidal y Alarcón en la Academia de la Lengua.

Pidal fue nombrado académico por algunos méritos literarios y muchos méritos ultramontanos. Es de los hombres políticos que tienen lo que llaman los franceses la pose; necesita ser neo hasta   —197→   para comer y andar. Su principal ocupación es cultivar su jardín electoral, su distrito y los de algunos parientes y amigos; pero en los intervalos de tan provechosa faena, parece ser que se dedica a la mística. Es de esos obispos laicos que piensan algunas veces en la Iglesia, pero acaso nunca en Dios. Tiene diez u once hijos, buena renta, coche, palco para los estrenos, y un cura en verano que le lleva la ropa al baño. Así ya se puede ser místico. Por eso él se entusiasma con Fray Luis de Granada y le dedica su discurso; ya que en el conde de no sé cuántos -antecesor de Pidal- no halla materia imponible para el ditirambo. En efecto, Fray Luis de Granada fue una persona excelente, y todo lo que de él diga Pidal es poco: fue un varón eminentísimo por su piedad, por su doctrina, por su elocuencia de escritor cristiano, moral y místico. Pero eso no prueba, como quiere Pidal, que el siglo de ahora esté perdido y que estemos cayendo o hayamos caído ya en un abismo. ¡Pobre Fray Luis de Granada, qué papel le hace representar su pseudo-admirador Pidal!

El entusiasmo del ultramontano-alfonsino no conmueve, porque es falso de los pies a la cabeza. Todos aquellos elogios suenan a hueco. No basta con una colección de lugares comunes, con un estilo declamador y propio de libelo religioso, con una erudición de quinta mano, floja y facilísima,   —198→   para convencer al pío auditorio de la profundidad, fuerza y sinceridad de las opiniones y de los sentimientos. Ser religioso de veras es más difícil de lo que Pidal piensa; para ello se necesita, entre otros cosas, no pasar la vida repartiendo estanquillos a los electores y persiguiendo a los enemigos políticos. ¡Vaya un místico, que se le encuentra en todas las oficinas del Estado!

Duerme en paz, Fray Luis de Granada, y perdona al señor Pidal sus irreverencias, si no por lo bueno de la intención, por la pobreza de los recursos.

El discurso del Sr. Alarcón es un artículo de periódico escrito a vuela pluma, no sin pretensiones, pero sí sin resultados. El Sr. Alarcón, que es muy buen novelista, como sabio vale menos todavía que su apadrinado el señor Pidal. Cuando Alarcón escribe pintando, suele hacer maravillas; cuando escribe para instruir, sólo enseña... la oreja del neo intemperante e indocto. Es triste decirlo, pero sabe muy poco el señor Alarcón, y ni siquiera discurriendo por cuenta propia, se levanta dos dedos del suelo. Hasta sus hermosas novelas se resienten de tales defectos. Cuanto en ellas huele a filosofía, a intención moral, parece obra de un burgués de esos atrevidos, que partiendo del sentido común, llegan al absurdo en su forma de vulgaridad. Alarcón es de los que creen que la ciencia se pasa la   —199→   vida negando a Dios por gusto, y diciendo que el pensamiento es fósforo, o una secreción como la bilis (frase consagrada); sus sabios leen a Büchner y creen que no hay Dios, o que si lo hay, son ellos. Cuando Alarcón entró en la Academia, habló de las relaciones de la moral y el arte, y combatiendo una doctrina que se puede combatir muy bien, la hizo simpática y la rehabilitó: como los cacheteros que yerran el golpe y suelen levantar el toro moribundo.

Para contestar a Pidal, Alarcón ha creído oportuno hablar mal de todos los que no hablan bien de él: dirigir alusiones a los que llaman envidioso a quien lo es, y, por último, insultar al naturalismo, doctrina que no ha comprendido siquiera. Es lástima que un hombre de tanto21 mérito, eminente, sin duda, ponga en tal peligro su fama por vengar agravios que nadie le hizo, y por darse el placer, que para muchos es tan sabroso, de hablar de lo que no entiende. El Sr. Alarcón comenzó a figurar en una época en que hacían gracia los escritores ignorantes que suplían el saber con el ingenio. Entonces se fiaban demasiado de la inspiración, del soplo divino, de las adivinaciones del genio. Todo eso ya pasó. Ahora las novelas que no indican en el autor pensamiento profundo, reflexión grande, instrucción sólida, pueden valer mucho, pero es difícil que no sufran grandes censuras; en   —200→   cuanto a los trabajos de crítica, que sólo revelan desenfado, ligereza y genialidades, méritos que van siendo muy vulgares, ya no llaman la atención de los discretos. El discurso de Alarcón -lo ha dicho todo Madrid- es superficial, inoportuno, baladí. Está escrito con alguna gracia acaso, pero con menos que los artículos que publica a cientos Eduardo Palacio todas las semanas, sin entrar en ninguna academia. Hay en el estilo de Alarcón, cuando no trabaja en sus descripciones de novelista, esa fácil facilidad de que tanto se abusa y con que se lucen nuestros peor pagados gacetilleros.

En resumen; los discursos de Pidal y Alarcón son una derrota más de la literatura trasnochada. Una beata y una cocotte cogidas del brazo... vestidas con miriñaque.

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Campoamor ha sido este año presidente de la sección de Literatura en el Ateneo. Presidía haciendo anotaciones marginales a los discursos de los socios. Hablaba cuando quería, interrogaba al disertante, como si presidiera un juicio oral y público. Y a pesar de esto, el auditorio le agradecía aquella especie de dictadura presidencial. El tema de la discusión era muy vago, se trataba de «los   —201→   ideales humanos según fueron determinados por los grandes genios» o una cosa por el estilo. Era un asunto que a muchos socios les sirvió para decir mil vulgaridades literarias y otras mil filosóficas. Campoamor hizo el resumen leyendo unos capítulos de un libro en prosa que va a publicar dentro de poco. La filosofía, dice él, si no lo resuelve todo, no resuelve nada. Y se propone que su librito en octavo, que costará cinco o seis pesetas, lo resuelva todo. Esto que en otro sería una locura, en Campoamor es una gracia. Libros de esta índole, que tienen soluciones para todos los problemas del Universo, ya sólo pueden publicarlos, sin que el mundo se ría, los grandes humoristas como Campoamor. Campoamor escribiendo un libro de filosofía sistemática que todo lo explica, es el colmo del escepticismo humorístico. Sin embargo, no se crea que todo es broma en las salidas filosóficas del poeta. Burla burlando, dice grandes verdades, sobre todo cuando critica a otros pensadores. Hay dos cosas muy serias en la filosofía de Campoamor: su espiritualismo, que su idiosincrasia de artista le presenta como una cosa evidente, y su desprecio de las vulgaridades del positivismo superficial que anda ya por los cafés y hasta por las tabernas. En los capítulos que leyó en el Ateneo, Campoamor ataca a los católicos que confunden la causa de la teología con la causa de la ontología, y ataca al   —202→   positivismo que niega toda metafísica sin pruebas suficientes. No puede alabarse bastante el ingenio que Campoamor prodiga en aquellas páginas escritas con la serena maestría del gran poeta, sincero y sencillo en las formas literarias. La prosa de Campoamor suele ser de las mejores prosas que aquí se escriben. No tiene fama como prosista, porque la tiene tan grande y tan merecida como poeta; y los españoles, naturalmente envidiosos, como dice muy bien Castelar, podrán elogiar a un hombre por alguno de sus méritos, por uno sólo, cuando la evidencia les obligue a ello, pero dos órdenes de talento no los reconocen en nadie.

* * *

Por esto se ha negado y se sigue negando a Marcelino Menéndez Pelayo sus cualidades de escritor elegante, de artista verdadero. Se le reconoce la erudición, se concede que es pasmosa; pero no se quiere transigir con el escándalo de que en este país, donde hay tantos personajes que ni son eruditos ni tienen imaginación, un solo muchacho, que ni siquiera viste bien, sea un sabio y al mismo tiempo un crítico profundo, que tiene de artista todo lo que el crítico necesita tener para saber lo que dice. Sin embargo de esta inoportuna aplicación   —203→   de la ley de la división del trabajo, ahora los más torcidos de intención han tenido que reconocer que Menéndez Pelayo sabe escribir muy bien, pensar por cuenta propia, sentir y discernir y pintar lo que siente, y expresar con claridad, precisión y fuerza lo que juzga, como cualquier maestro.

Todas estas cualidades, que muchos ya le reconocíamos, saltan a la vista en su reciente discurso de entrada en la Academia de la Historia. Escribe en él de la forma de la historia, trata de la historia como arte bella y demuestra dotes de crítico tan superiores, que para encontrar analogías a su trabajo hay que acordarse de los ensayos literarios de Macaulay o de los numerosos escritos de Taine.

Sostiene Pelayo que no existe entre la historia y la poesía la diferencia que encontraba Aristóteles, fundada en que la historia expresa lo particular y relativo y la poesía lo universal; no lo que es, sino lo que debe ser. Para defender su opinión hace Menéndez observaciones profundas y llega, por un movimiento dialéctico que yo creo absolutamente necesario, a decir ni más ni menos lo que sostiene el naturalismo en lo más fundamental de su dogma; el naturalismo literario, se entiende. Dice Menéndez Pelayo que la poesía tampoco puede consistir en la abstracción, en ese debe ser que nace de la inteligencia sin valor de realidad; las creaciones de este género no tienen valor propio e intrínseco, y   —204→   «estoy por decir- añade -que no son los caracteres así expresados ni estéticos siquiera, sino frías personificaciones morales». Los hijos del arte, según Pelayo, son hombres como los que vemos en el mundo, dotados de una cualidad predominante buena o mala, con la cual se combinan en distintas dosis otras cualidades secundarias, y por esta complejidad de elementos brillan y se identifican con los demás hijos de Adán. Estas afirmaciones colocan al ilustre profesor de la Central en la escuela literaria que se llama naturalista, aunque él no quiera, porque eso mismo es lo que sirve de base a las doctrinas literarias contra que protesta la estética anticuada, escolástica y sin amor real al arte, que no estudia en la experiencia. Esa combinación de las cualidades secundarias con la predominante es lo que da realidad a los caracteres que ha creado el naturalismo, tomándolos de la observación de lo real en la vida.

Aunque el discurso de Menéndez Pelayo no tuviera otro mérito que esa preciosa confesión (y tiene otros muchos) merecería alabanzas y plácemes.

Así como descuella el nuevo académico de la Historia entre los jóvenes católicos y los sabios amigos de lo pasado, en el bando contrario brilla como pocos el Sr. González Serrano, filósofo y crítico, y orador de grandes facultades. Fue González   —205→   Serrano discípulo predilecto de Salmerón y explicó muchas veces en su cátedra de Metafísica. Comenzó siendo krausista de los verdaderos, de los pocos que lo eran por esfuerzo real de la propia reflexión; pero su carácter independiente22, la fuerza y originalidad de sus pensamientos, le fueron dando poco a poco una especie de autonomía intelectual que le llevó a un prudente criticismo, el cual confieso que me enamora. Psicólogo ante todo, González Serrano procura más allegar datos para su ciencia, discernir las afirmaciones útiles de la opuesta doctrina, que encontrar soluciones precipitadas para las cuestiones graves y difíciles de la metafísica. Tenía su discurso resumen del Ateneo, por tema obligado: La Sociología, y con claridad admirable, precisión en la palabra y en los conceptos, expuso en forma improvisada, con estilo llano, su pensamiento acerca de esta ciencia que se presenta con grandes pretensiones y hasta ahora resultados no muy satisfactorios. Sin valerse de los argumentos siempre refutados de algún dogmatismo metafísico, sin manifestar preocupaciones contrarias al positivismo, examinó lo que esta doctrina pretende en punto a la ciencia de la sociedad, y dio pruebas de haber pensado con gran prudencia, novedad y profundidad tan difícil y compleja materia.

Se distinguió su discurso sobre todo por un concepto de los ideales muy original y razonado, y por   —206→   una crítica de la teoría fundamental de Spencer relativa a lo incognoscible, que era ni más ni menos, según González Serrano, no lo que es imposible que conozcamos, como pretende Spencer, sino lo que no es posible que imaginemos.

También es filósofo verdadero, en cuanto puede serlo quien tiene que partir de un dogmatismo autoritario, el muy venerable arzobispo de Sevilla23, Fray Ceferino González, que con motivo de su entrada en la Academia de Ciencias morales y políticas, leyó un discurso acerca de la situación actual de la filosofía. Otras veces ha sido más tolerante con las ideas heterodoxas el reverendo dominico. En este discurso están las ideas estereotipadas de la filosofía católica, pero no están sus naturales asperezas críticas modificadas por la suavidad filosófica que suele emplear Fray Ceferino.

De los discursos de los Sres. Echegaray y Vicuña en la Academia de Ciencias naturales, yo no hablo, porque está demasiado lejos de mi jurisdicción la materia de tales disertaciones, que según dicen los que lo entienden, son excelentes, sobre todo la de Echegaray, nuestro primer matemático, como reconocemos todos, y uno de los sabios naturalistas que más honran a España.

  —207→  

Por este resumen de los discursos de la temporada, se ve que el tiempo empleado en oraciones no ha sido inútil. ¡Ojalá pudiera decirse esto muchas veces! En cambio, ¡cuánta palabra vacía ha sonado por esos banquetes, círculos, ateneos, congresos y demás sitios retumbantes!

La libertad de decir necedades es una de las que han echado en España grandes raíces.

Múdanse las horas, cambian los gobiernos, unas veces se prohíbe hablar de religión, otras de familias reales, a veces hasta de filosofía, pero nunca se ha cohibido el sagrado derecho de hablar por hablar, que es el que ejercitan sin cesar nuestros ilustres charlatanes, famosos o desconocidos.



  —[208]→     —209→  

ArribaAbajo¡Moralicemos!

En el número anterior de Gil Blas me pedía mi amigo Blasco que le ayudase en la penosa tarea de desmoralizar a nuestro público, entendiendo por desmoralizar, como quien dice, despilarsinuesdemarcotizar.

¡Ay, amigo Blasco! Es imposible lo que usted quiere. Aquí la moral pública está asegurada para mucho tiempo. La única que está corrompida es la privada. Se cumple al pie de la letra aquello de «que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha». Se deja que la mano derecha haga lo que quiera, y sólo se procura que la izquierda no sepa nada, y viceversa.

La moral, huyendo del fondo de la conciencia, del seno del hogar y demás lugares comunes de la   —210→   multitud, se ha refugiado en los teatros. El otro día un periódico escribía: «Diversiones públicas»; y en seguida copiaba las disposiciones de la Gaceta, entre ellas varias lucubraciones de Camacho para uso del consumidor. Pues con la moral hacemos aquí lo mismo; la colocamos en la sección de espectáculos. Por ejemplo: «Real: Baile de Beneficencia.- Toros: Corrida de Beneficencia.- Español: Drama en que muere el culpable, o lo pasa muy mal cuando menos.- Comedia: Juguete cómico con chistes verdes y moral picante, pero con arreglo a la doctrina».

Los padres de familia quieren que sus hijos vean moralidad en alguna parte: ¿y dónde mejor que en el teatro? Si se los lleva a la iglesia, allí no se oye más que pullas de un obispo mestizo contra Nocedal, o, lo que es más escandaloso todavía, ejemplos, tomados del natural, de la concupiscencia y demás llagas morales. Las muchachas aprenden en el sermón lo que no hace falta que sepan. Pues en casa no se puede enseñar moral, porque no ha de sujetarse un padre de familias a ser moral todo el santo día, ni ha de dejar la querida, ni venir a casa temprano, ni lavarse las manos puercas, por dar ejemplo a los niños. Para la moralidad, la institutriz inglesa; y si no la hay, basta un abono a turno par en la Comedia o en cualquier teatrito de esos donde siempre triunfa la virtud.

  —211→  

¡Líbreles Dios al Sr. Blasco y al mundo entero de llevar al teatro las cosas que suceden en la vida!

En el teatro, como en las Revistas, debe haber siempre una saludable hipocresía, sosa, necia, soporífera, que nos haga pensar, con motivo del poco ingenio del autor, en la pequeñez de las cosas humanas.

Aquí me tienen ustedes a mí dándome de cabezadas, y no de calabazadas, como diría D. Venancio, para poder escribir un miserable articulejo que no sea inmoral, que no ataque ni a las instituciones, ni al clero alto ni bajo, ni al culto, ni a los peregrinos.

¡Imposible! Como no es posible inventar nada peor que los hechos, no acierto a decir cosa que sea rigurosamente moral, ejemplar, como no sea mentira, y entonces ya no es moral tampoco.

¿Cómo se las compondrá el Sr. Bremón, por ejemplo, para escribir sus crónicas generales sin mengua de la moral y sin escándalo del más insignificante monaguillo, si es que hay monaguillo insignificante desde todos los puntos de vista?

Pues vean ustedes cómo se las compone el señor Bremón, que no ofende a nadie, que no ataca a nadie, que no se mete con nadie. Comienza hablando de Turquía, y si es posible se va más lejos, y hace como que le importa mucho lo que pasa en el Afganistán o en el Beluchistán o en otro tan tan   —212→   por el estilo. ¿Qué significa la conducta del bey A o del bey B? Y con esto ya tiene para una columna, y por fin, ¡eureka!, encuentra lo que significa la conducta de aquel señor, y pasa a otro asunto. V. gr.: se muere un obispo de Calahorra. ¡Hombre, bonita ocasión para hablar bien de los obispos en general y del difunto en particular! En seguida se averigua si tenía parientes, y de resultas se habla bien de todos los parientes del difunto. Díganme ustedes si escribiendo así, hay modo de faltar a la moral. Se podría hacer dormir al curioso lector; pero ¿dónde hay cosa como un sueño reparador para recobrar las fuerzas que necesitamos en el tráfago de esta miserable existencia?

Pero no olvidemos al obispo de Calahorra con estas filosofías. Modelo del género de revistas a lo Bremón. Dice el poeta en una de sus últimas crónicas:

«El apellido Catalina, que llevaba el último obispo de Calahorra, ha sido fecundo en estos tiempos en personas notables».

Ya llama la atención un apellido fecundo en personas, y esto es poner a parir la gramática y el apellido; pero dejemos eso, y vamos a las personas notables.

«El prelado cuya pérdida es tan reciente, era hermano del malogrado hombre político y excelente escritor (y excelentísimo señor, señor mío), don   —213→   Severo Catalina, tío de D. Mariano, el autor dramático y académico de la lengua (de la legua) y de los actores y escritores también D. Manuel y D. Juan Catalina; muerto este hace algunos años, y el antiguo director del Español, dirigiendo (gerundio intempestivo) hoy otro teatro español en Barcelona».

Ahí tienen ustedes un parrafito que empieza en el cementerio y acaba en el teatro. Parecería una esquela mortuoria, si no fuera que en las litografías suelen escribir mejor, y hacen saber al público quiénes son hermanos y quiénes sobrinos del difunto. No así en el párrafo copiado, en que parece que el autor de Masaniello es autor también de don Manuel Catalina, dirigiendo, etc.

Eso no será escribir bien, corriente, pero es ganar amigos aquí y en el purgatorio. En cuatro renglones da bombo Bremón a todos los Catalinas del mundo, hasta a Catalina el peor (Mariano) ¡No le falta más que emparentar al difunto obispo con la Rueda Catalina, más famosa que todos los de su fecundo apellido!

Obsérvese, ante todo, cuán ajeno es cuanto dejo copiado a la literatura corrosiva que va entrando por el Pirineo y amenaza corromper... etc.

Una vez metido en genealogías episcopales, Bremón no las suelta así como quiera, y haciendo generoso alarde de erudición, prosigue:

  —214→  

«Parecía indicado para reemplazar al Sr. Catalina otro sacerdote de reconocida ilustración, don José Joaquín de Cafranga (¡hola, hola!), hijo del antiguo ministro del mismo apellido y hermano del catedrático de derecho D. Benigno y de doña Concepción...».

«Si alguna persona supiera algún impedimento por donde este matrimonio no pueda ser contraído...».

Así parece que debiera continuar el Sr. Bremón, si no se tratara de un sacerdote.

«Desgraciadamente, sigue Bremón, cada vez más celoso del honor de los Cafranga, el presunto obispo de Calahorra, secretario del vicario (¡atiza!), y capellán de honor (¡tanto honor!), también ha fallecido».

¡Pues, hombre, hubiera V. empezado por ahí! Ahora yo concluiré. Sus hermanos D. Benigno y doña Concepción ruegan a ustedes se sirvan encomendarle a Dios, etc., etc.

De manera que cuando haya que tomar un nicho, en vez de entenderse con los empleados del Ayuntamiento, o con quien corresponda, se debe ir uno derecho a las crónicas de Bremón, donde yacen todos los obispos efectivos y presuntos y se lleva perfectamente el movimiento de la población... de los muertos.

Véase, pues, cómo sin apretar el ingenio se escriben   —215→   crónicas generales, de purísima moral, por cuanto hacen pensar en la hora de la muerte.

Esta es la literatura que aquí podemos tolerar, Sr. Blasco, y no esas escandalosas escenas que el Sr. Bremón, o sea el panteón calagurritano, afea tanto en las letras de la vecina República. Yo ya sé lo que tengo que hacer en adelante. ¿Voy a escribir un articulejo? Pues en vez de meterme con los vivos, me voy a la cuarta plana de La Correspondencia y copio todos los anuncios de muertes y aniversarios, y comienzo, v. gr.:

«Tengo el disgusto de participar a mis lectores que hoy hace cuatro años falleció en Madrid, a las cuatro de la tarde, un apreciable sujeto. Esta desgracia recayó (estilo Bremón) en D. Juan Pérez, hermano del Pedro, del mismo apellido. Todas las misas que se digan hoy en San Ginés, se aplicarán a su intención».



  —[216]→     —217→  

ArribaAbajoA Madrid me vuelvo

Querido Tuero: Allá voy. No se puede vivir en provincias, por muy autonomista que se sea. ¿Te acuerdas de aquel amigo nuestro que decía que las botas le lastimaban más en provincias que en Madrid? Pues así me sucede a mí con las comedias. Me lastiman más en provincias que en Madrid. Tal comedia, que allí aplaudí casi de buena fe, aquí -en provincias- la encuentro insoportable.

No me queda ni el recurso de enterarme por los periódicos de lo que pasa en los estrenos. Desde que estoy en provincias no entiendo los argumentos que explican los críticos con tanta claridad.

El único argumento que he entendido perfectamente fue el de esas corridas de toros en que hubo no sé si muertos, pero si sé que heridos. Eso es   —218→   claro como la luz: se entiende en seguida. Los toros van decayendo también, por culpa de Echegaray y del romanticismo; acaban siempre con alguna cogida, que es lo más trágico en materia de toros. A este doloroso paso, como dice un colega, pronto se acaba el toreo. Es verdad. Y al doloroso paso de los poetas dramáticos pronto se acaba el teatro también. Y así de lo demás. Con el tiempo no va a quedar más que la contribución.

Pero, volviendo a lo de no entender yo los argumentos, te diré que no sé a qué atenerme respecto de un drama estrenado ahí con el título de La Ley suprema.

Cojo un crítico y leo: «El argumento es sencillo». ¡Dios le oiga a V.! -A ver si entiendo este -me digo.

«Don Andrés, hombre acaudalado, casa a su hija María con un noble, vicioso y corrompido». Perfectamente; un noble vicioso, y además, para remachar el clavo, corrompido. «Ella se casa por obedecer, él por alcanzar su dote. Logrado su objeto...». Aquí empiezo a ofuscarme, sin duda porque en provincias no se entienden bien los argumentos, como dejo dicho. Yo no sé de quién es su objeto ni de quién es su dote.

«Llega un momento en que sólo queda una diadema destinada por María asegurar el porvenir de una pequeña niña».

  —219→  

Aquí empiezo a sospechar que el crítico traduce su narración del francés, a la manera que el autor, según otros críticos, copio del francés su drama.

«El conde intenta vender la diadema, para con su precio huir (bonito hipérbaton) en unión de una bailarina, querida suya, al extranjero. D. Andrés y María se oponen (es natural); él cede (¿quién cede?), pero con el propósito de robarla (¿a quién?), descerrajando el mueble donde está guardada. (¿María está guardada en un mueble y la van a descerrajar?) En tanto que las pretensiones del marido y la resistencia de la esposa (que no se deja descerrajar) y el padre con motivo (por mor) de la preciada joya dan lugar a escenas violentas, viene a complicar la acción la llegada de un joven...».

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Bueno, bueno, pues ahí queda eso. Renuncio a entender las complicaciones.

¿Con que el argumento es sencillo y no hay dios (con minúscula) que lo entienda? Y como si esto fuera poco, viene un joven exprofeso a complicarlo.

Yo no he sacado en limpio más que esto: un padre, una hija, un marido, una preciada joya, un mueble y una joven dentro del mueble descerrajado.

Afortunadamente la forma, aunque no es correcta,   —220→   según el crítico, revela siempre la imaginación fogosa y americana del autor.

¡Hubiera V. empezado por ahí! Si el autor tiene la imaginación americana, no tenemos más que hablar.

Con una imaginación americana se va muy lejos, como dicen los que dejan las novelas en francés.

De todas suertes, yo que tengo una imaginación metropolitana y no colonial, quiero enterarme, ver por mis ojos quién descerraja a quién; y dentro de pocos días tomo el tren, y en cuanto llegue a Madrid me voy a ver La Ley suprema, que está visto que no se puede entender claramente desde provincias.

¡Qué bien habrá entendido Bremón ese robo con fractura! ¡Bremón! ¡Esa ley de Enjuiciamiento dramático!



  —221→  

ArribaAbajoBalaguer o los ideales

Calcaño, el pino del Norte, escribió una carta idealista a Balaguer, la palmera del Mediodía.

Calcaño y Balaguer habían nacido para comprenderse.

Se hubieran amado a consentirlo el sexo.

Pero en fin, ya que no se aman, se escriben.

El uno es el literato guayaba.

El otro el literato progresista.

Goethe habló del eterno femenino.

Pues hay que decir algo del eterno progresista.

Con llamarle eterno progresista comprenderá Balaguer que aprecio en mucho sus cualidades, pues yo soy muy amigo de los progresistas.

Pero si en política los tengo por parientes, cúmpleme   —222→   confesar que el progresista literario es harina de otro costal.

El progresista literario es el que cree que la buena intención es lo principal en el arte.

El que piensa que con cantar a la patria, o a la libertad, o contra los tiranos ya está hecho todo.

El progresista literario es el que coge y pone feliz coronamiento al Diablo Mundo de Espronceda.

El que hace una novela con el argumento de un drama aplaudido... y ajeno.

El que da tes danzantes en su casa con acompañamiento de poesías.

Y sobre todo, el progresista literario es Balaguer, hombre serio si los ha, consecuente con sus vulgaridades, capaz de decir en un discurso de apertura de cualquier cosa lo mismo que había dicho el año anterior, y el otro, y el otro, y así hasta la consumación de los siglos, yendo hacia atrás.

Por todo lo cual el Sr. Calcaño, literato de jipijapa, sinsonte correspondiente de la Española, aunque muy cumplido caballero, según tengo entendido, se dijo: ¿dónde mejor que en Balaguer puedo yo sembrar mis ideas de estética y agricultura?

Y fue y le escribió una carta.

Balaguer tardó en contestar, porque es hombre que piensa las cosas y las madura, y hasta las deja pudrirse.

Se trataba de que el naturalismo era una mala   —223→   vergüenza, lo cual me extraña mucho que lo digan Calcaño, Balaguer y Luis Alfonso después de publicadas novelas naturalistas como las del Sr. Navarrete y otros de cuyo nombre no quiero acordarme.

Según Calcaño... ¿pero quién se acuerda ya de Calcaño? -Yo declaro, con la mano sobre mi conciencia, como dice Balaguer, que ya no me acuerdo de lo que dijo Calcaño. Así, vagamente, recuerdo que no fueron más que adefesios; pero esto, más bien que un recuerdo, es una deducción...

Volvamos en Balaguer.

O sea la funesta corneja, como le llamó Castelar sin querer.

¡Si Balaguer supiera lo que dicen de él, por detrás (en cuanto literato) muchos que se llaman sus admiradores! Pero dejemos la cizaña.

En una palabra, que Balaguer ama los ideales; ea, que ama los ideales y el género catalán y de ahí nadie le apea.

Y los ama hoy como ayer, mañana como hoy.

¿Y qué dice ahora Balaguer?

«Diré lo mismo que en cierta discusión del Ateneo hace algunos años».

Y va y lo repite.

¿Y qué decía hace años en el Ateneo? Esto:

«Señores: Voy a permitirme leeros lo que yo escribí el año 64...».

  —224→  

Esto es un hombre. Un hombre que el año 64 ya tenía ideales y los amaba, como se aman los ideales, con toda la pureza del ideal, con la idealidad que le es característica... Un hombre así, repito yo, como en el año 64, un hombre así... ¡ah!, ¡un hombre así... está juzgado!

Por supuesto que Balaguer no ve claro en eso del naturalismo; pero lo confiesa con noble franqueza, y hasta pregunta, diciendo:

«Ya es hora de que nos entendamos, ¿qué es el naturalismo?».

Pues, lo que V. quiera.

Naturalismo es lo mismo que arquitrabe.

Y también es pasarse la vida diciendo en el Congreso:

«¡Ah, señores diputados! Entiendo yo...».

Y siendo de todas las comisiones, y presidiendo juegos florales, y escribiendo discursos anodinos y enjaretando historias ad usum cocherorum punti.

Y después de todo esto querer ser crítico en los ratos perdidos y tratar de tú a hombres como Zola y Flaubert, que han pintado cien veces a Balaguer en sus libros, magüer que no le conocieron.

¿Cree el Sr. Balaguer que es ser literato de veras quedarse en casa los sábados o los domingos y reunir allí a Luis Alfonso, a Pando y Valle, a un genio reciente del Ateneo (llámese Ferrari o llámese H) y leer versos todos como si estuvieran locos?

  —225→  

Pero el Sr. Balaguer y los suyos ¿creen que somos tontos los otros, los demás, los que efectivamente no lo somos?

¿Cree que a nosotros se nos deslumbra con ideales ni con ser de la Academia?

Por no preocuparnos la Academia, ni siquiera caemos en la manía ridícula y cursi de hablar mal de todo lo académico.

Si el académico se llama Castelar, Campoamor, Menéndez Pelayo, etc..., excelente.

Si se llama Catalina, Arnao, Balaguer..., pésimo.

Conque... volvamos al naturalismo.

¿Que qué es? Una cosa que los necios confunden con otras muchas que no tienen nada que ver con ella.

Una cosa que algunos pobres diablos quieren que les sirva para hacerse célebres escribiendo libros a la moda.

Una cosa que no se ha definido bien, ni falta, pero que tomada en el sentido puramente literario (sin filosofías intempestivas), es excelente y está influyendo de muy buena manera en la literatura en Francia, en Italia, en España, en Portugal y otros países.

Una cosa que es para muy pensada y sólo por quien tenga aptitud para tratar estas materias, que parecen fáciles y no lo son.

Una cosa que no es para V.

  —226→  

En suma, una cosa que es todo lo contrario del progresismo literario.

Ahora, ate V. cabos, si sabe.

* * *

Y ahora, Sr. Balaguer, un poco de formalidad.

Es V. para mí un político muy respetable, un caballero digno de los mejores tiempos de la caballería, un catalán muy amante de su Cataluña, a la cual yo quiero mucho y debo mucho; y todo lo dicho más arriba, encima de las tres estrellitas no va con V. en estos conceptos.

El Balaguer que yo ataco es de papel y letras de molde, el Balaguer que emborrona cuartillas puramente literarias, el Balaguer que nos llama a nosotros amotinados y envidiosos y partidarios de la pornografía.

¿No sabe su amor propio distinguir entre uno y otro Balaguer?

Pues yo sí.

Al último le votaría diputado, senador, etc.

Al otro le echaría de la república.

Y no por poeta, precisamente.



  —227→  

ArribaAbajoLos Pirineos del arte

Sarah Bernhardt


¡Sí, aún hay Pirineos! -Venga un Dos de Mayo y no faltarán héroes. Cada crítico (?) español será un Daoiz, cada gacetillero un Velarde.

¡Pobre Sarah Bernhardt! ¿Qué se creía? Aquí no hemos olvidado todavía la invasión napoleónica. Sarah quiere invadir las tablas españolas, quiere anonadar la escena española por el sistema de las comparaciones odiosas...; pero ¡ay!, el pueblo de Numancia y de Sagunto (bis) ha defendido enérgicamente su independencia, y ha rechazado los ataques del genio conquistador con una frialdad sublime, con un silencio preñado de misterioso desdén, escribiendo apenas tres o cuatro disparates   —228→   con desaliño estudiado. ¡Hurra por nuestros críticos! Ante todo, como decía bien un periódico, la patria. España es, y será siempre, la España de Morales y Zamora (el que no se hizo en una hora), de la Contreras y la Calderón, de los Calvos minorum gentium, y, como decía el año pasado un poeta, «de Talma y la Rita Luna».

Los periódicos de más circulación, como se dice, que serían capaces, si D. Zoilo Pérez saliese de Madrid, de ponerlo en nuestra noticia, esos mismos periódicos han callado como oráculos mal consultados cuando Sarah Bernhardt se despidió del público madrileño.

Verdad es que los apasionados de la célebre actriz le consagraron el aplauso más entusiástico, la colmaron de vítores, y, en fin, la despidieron como merece.

¡Pero esos son los afrancesados! La colonia de los naturalistas, los enemigos del arte nacional.

La prensa patriótica no ha querido hacerse solidaria de esta insensata conducta de unos pocos soñadores, que no saben aplicar el proteccionismo al arte.

Aplaudir con entusiasmo a una francesa. ¡Horror!

Désenos la indemnización, y hablaremos.

¿No es una imprudencia prejuzgar con tales aplausos la cuestión del tratado?

Una nación pobre, pero digna, como la nuestra   —229→   no debe manifestar ante las glorias de una nación más poderosa, un entusiasmo loco ¡Nihil mirari, señores, nihil mirari!

¡Oh!, la crítica, esta vez, como siempre, se ha puesto del lado del honor castellano.

Esa crítica, que ha llamado Dios padre a Jiménez; a Calvo Dios hijo, y a la Tenorio diosa Espíritu Santo; esa crítica, que muchas veces no ha sabido cómo aplaudir a nuestros actores porque había que verlos, porque hay cosas que se sienten, pero no se dicen; esa crítica ha sacado del fondo de su caja todo el patriotismo necesario para decirle a Víctor Hugo: «Para, y óyeme, ¡oh sol!».

¡Hernani! ¿Qué es Hernani? El señor nadie no se explica cómo esta obra ha gustado.

Y el que esto dice, no firma siquiera: ¿para qué? ¿Qué firma tienen las grandes catedrales? ¿Quién ha firmado las Pirámides? El mismo Dios ha dejado sin firmar su gran libro el Mundo, y por eso hay quien le niega la paternidad de la obra. Cuando se escriben grandes cosas, no se firman. Allá la posteridad que se dé de calabazadas.

Y además bueno es no soltar prenda.

El modesto redactor de quien trato, que aún no se explica (ni se explicará jamás, yo se lo fío), por qué ha gustado Hernani, ha renunciado al inmortal seguro, no echando una rúbrica en su atrevida frase.

  —230→  

El gran defecto de Hernani, según mi incógnito es estar escrito en francés. En efecto, señores: la claridad es una de las primeras necesidades de la literatura, y como el francés no se entiende, máxime cuando no se sabe, el Hernani es oscuro... ¿Y qué mayor defecto?

Pues el mismo defecto tiene Sarah Bernhardt; habla en francés, y ni siquiera procura adoptar una pronunciación al alcance de todas las fortunas.

Es de alabar la sinceridad de nuestros críticos.

¿No han entendido una palabra? Pues tampoco dicen una palabra. Sarah representa Frou Frou; el público afrancesado la despide con entusiasmo; pero la prensa, que no tiene obligación de saber francés ni necesidad de estudiarlo para escribir galicismos; esa prensa que encuentra todos los días un genio al volver de una esquina, deja que Sarah se vaya, sin decir siquiera:

«Hoy han salido de Madrid doña Sarah Bernhardt y D. Zoilo Pérez. En cambio ha llegado el Sr. Pando y Valle, redactor del Boletín de Pósitos».

Si un gran incendio, o un gran fiscal, acabasen con todo papel impreso de repente, y sólo quedaran para muestra los números de nuestros populares diarios correspondientes al día en que Sarah Bernhardt dejó la Villa del oso, sabría la posteridad que había existido en el mundo un Sr. Batanero que no le gustaba hablar de prisa; pero ignoraría   —231→   que una Sarah Bernhardt había asombrado a sus contemporáneos, hecha excepción, honrosa excepción, de algunos literatos de vecindad.

Lo que sí ha hecho la crítica es contar todos los chascarrillos que se han podido traducir de Fígaro y otros papeles deslenguados.

En esos cuentos cada chiste es un jirón de la honra de una mujer: ¿qué importa?

La histrionisa es la histrionisa.

La proverbial galantería española no ha quedado muy bien parada.

Muchos creen que hubiera sido más delicado prescindir por completo de la leyenda, poco edificante y poco caritativa, escrita en ese romancero de la deshonra que se llama la petite-presse (que empieza a prosperar en España), y hablar de la artista, de la mujer de genio, estudiando lo mucho que hay que estudiar en sus trabajos de la escena, pero ¿cómo resistir a la tentación de darse por enterado de la crónica escandalosa de París?

¡Cuánto más bonito es hacer frases, o traducirlas, que escribir artículos serios con motivo de la declamación y mímica de una cómica! ¡Es tan espiritual poder insultar a una mujer en buenas palabras, con giros delicados, con eufemismos de buen tono!

¡Y se hace esto con tanta comodidad! Estas indiscreciones no son nuevas, son del dominio público;   —232→   la responsabilidad se parte entre el inmenso concurso de los maldicientes.

Sarah Bernhardt ha pasado por Madrid sin enseñar nada a los que hablan de arte sin saber dónde les aprieta.

Pero se ha acrisolado el patriotismo.

Si otra vez quiere mejor éxito, procúrese una carta de naturaleza de primera clase.

* * *

Era la media noche. Frou-Frou acababa de morir y salió a recibir el premio de su buena muerte. Llovían flores y resonaban bravos y palmadas. Después Frou-Frou, rápida en sus movimientos, como César (y como Villaverde), llegaba a las puertas del hotel que por última vez iba a albergarla.

-¡Fila! ¡Fila! -gritó la multitud.

Frou-Frou, apoyada en el brazo de su esposo, anduvo el estrecho camino de gloria que sus admiradores le dejaron. Cuatro o cinco metros medía aquella carrera de su triunfo; apenas un minuto duró aquel placer de saborear la gloria, placer que sólo saborean dignamente los que viven de ella. Sarah dijo al pasar entre la multitud que aplaudía, algo que entendieron todos; no fue un sonido articulado, no fue un grito siquiera, sonó más abajo de la garganta;   —233→   yo creo que fue una resonancia que el aplauso nuestro tuvo en el corazón de Sarah.

El corazón agradecido, es una caja sonora que repercute los sonidos de la justa alabanza.

Me parece que he hecho una frase.

Pues voy a hacer otra.

El corazón agradecido, antes citado, es un arpa eólica que suena con el soplo de la lisonja...

Otra frase.

¿Por qué estará el Hernani escrito en francés?

Otra.

Todavía hay Pirineos.

Otra.

Buenas noches. (Se acuesta).