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Servidumbre y grandeza militar

Alfred de Vigny



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Libro primero

Recuerdos de servidumbre militar

                                                                                     Ave, Cæsar, morituri te salutant.


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Capítulo I

Por qué he reunido estos recuerdos.

     Si es verdad, según el poeta católico, que no hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria, también es cierto que el alma encuentra alguna alegría acordándose, en horas de calma y libertad, de los tiempos de dolor o de esclavitud. Esta melancólica emoción hace volver los ojos con tristeza sobre algunos años de mi vida, aunque estén aquellos años muy cercanos a éstos y aunque mi vida no sea muy larga todavía.

     Yo no puedo obligarme a callar cuantos sufrimientos poco conocidos y valerosamente soportados he visto caer sobre una raza de hombres siempre desdeñada o glorificada con exageración, según que las naciones la encuentren útil o necesaria.

     Sin embargo, no es sólo este sentimiento el que dicta mi libro, y espero que servirá también para mostrar alguna vez, con detalles de costumbres observadas por mis propios ojos, lo que aun nos queda de atrasado y de bárbaro en la organización modernisísima de nuestros ejércitos permanentes, donde el hombre de guerra está aislado del ciudadano, donde es desdichado y feroz, porque se da cuenta de su mala y absurda condición. Es triste que todo se modifique entre nosotros y que el Ejército sea lo único inmóvil. La ley cristiana ha cambiado una vez las costumbres feroces de la guerra; pero las consecuencias de las nuevas costumbres que introdujo no han sido llevadas bastante lejos respecto a este punto. Antes de ella, el vencido está sacrificado o esclavo de por vida; las ciudades conquistadas, saqueadas; los habitantes, expulsados y dispersos; y así, cada pueblo, aterrado, se mantenía constantemente dispuesto a medidas desesperadas, y la defensa era tan atroz como el ataque. Hoy las ciudades conquistadas no tienen otro temor que el de pagar las contribuciones. La guerra se ha civilizado; pero los ejércitos, no; porque, además de conservarles cuanto en ellos había de malo, la rutina de nuestras costumbres, la ambición o los terrores de nuestros gobiernos han aumentado el mal, separándolos cada vez más del pueblo y obligándoles a una servidumbre más ociosa y más grosera que nunca. Tengo poca fe en los beneficios de las organizaciones súbitas, pero concibo los que vienen por mejoras sucesivas. Cuando se atrae sobre una herida la atención general, poco falta para curarla. Esta curación es, indudablemente, un problema difícil de resolver para el legislador, pero por eso es más necesario proponerlo. Yo lo hago aquí, y si nuestra época no está destinada a encontrar la solución, por lo menos habré dado forma a un deseo, y acaso las dificultades sean ya menores. Todo será poco para apresurar la época en que los ejércitos se identifiquen con la nación, si queremos caminar hacia los tiempos en que no existan ejércitos ni guerras y en que no haya sobre el planeta más que una sola nación unánime, al fin, sobre sus formas sociales, acontecimiento que desde hace largo tiempo debería haberse realizado ya.

     No tengo el menor propósito de interesar respecto de mí mismo, y estos recuerdos serán más bien las memorias de los otros que las mías; pero las rarezas de la vida de los ejércitos me han herido tan vivamente y por tanto tiempo, que bien puedo hablar de ellas. Sólo por hacer constar ese triste derecho es por lo que digo algunas palabras acerca de mí.

     Pertenezco a aquella generación, nacida con el siglo, que, nutrida de boletines por el Emperador, tuvo siempre ante los ojos una espada desnuda, y llegó a cogerla precisamente cuando la Francia de los Borbones la volvía a su vaina. En este modesto cuadro de una parte obscura de mí vida, tampoco quiero aparecer sino lo que fui: espectador más que actor, con gran sentimiento mío. Los acontecimientos que yo esperaba no vinieron tan grandes como yo los hubiera querido. Qué remedio! No siempre somos dueños de representar el papel que preferimos, y no siempre llega el traje en la época en que lo llevaríamos mejor. En los días en que escribo(1), un hombre con veinte años de servicio no ha visto una batalla en campo abierto. Tengo pocas aventuras que contaros, pero en cambio he oído muchas. Haré hablar a los demás, y no hablaré yo mismo sino cuando me vea obligado a citarme como testigo. Siempre he sentido alguna repugnancia y me ha cohibido cierto pudor en el momento de salir a escena. Cuando esto ocurra, puedo asegurar que, por lo menos, ese pasaje dice la verdad. Cuando se habla de sí mismo, la mejor musa es la franqueza. Yo no sabría adornarme con plumas de pavo real; por bellas que sean, cada cual debe preferir su plumaje. No me siento con bastante modestia, lo declaro, para suponer que gano algo tomando gestos y maneras que no sean míos y posando en una actitud grandiosa, escogida con arte y mantenida trabajosamente a expensas de las buenas inclinaciones naturales de la inclinación innata que todos tenemos hacia la verdad. Puede que en nuestros días se haya hecho algún abuso de esta literaria manía de imitación, y me parece que la mueca de Bonaparte y de Byron ha hecho gesticular muchas caras inocentes.

     La vida es demasiado corta para que perdamos una parte preciosa en desfigurarnos. Todavía, si nos dirigiéramos a un pueblo grosero y fácil de engañar! Pero el nuestro tiene el olfato tan rápido y tan fino, que reconoce en el acto a qué modelo tomáis aquella palabra o aquel gesto, aquella frase o aquel andar favorito, y aunque sólo sea tal peinado o tal traje. En seguida sopla en las barbas de nuestra careta y menosprecia nuestro verdadero rostro, del cual, acaso, sin el disfraz, hubiera estimado amistosamente los rasgos naturales.

     No me presentaré como guerrero, puesto que he visto poco de la guerra; pero tengo derecho a hablar de las viles costumbres del Ejército, donde no me faltaron fatigas ni disgustos, y donde se templó mi ánimo en una paciencia a toda prueba, obligándole a proyectar sus fuerzas en el recogimiento solitario y en el estudio. También podría hacer resaltar lo que hay de atractivo en la vida salvaje de las armas, por penosa que sea, después de permanecer tanto tiempo entre el eco y el ensueño de las batallas. Habrían sido catorce años disipados si no hubiese ejercitado una observación atenta y perseverante que sacaba provecho de todo para lo por venir. Hasta debo a la vida en el Ejército aspectos de la naturaleza humana que nunca hubiera podido encontrar fuera de la milicia. Hay escenas que no se encuentran sino a través de miserias que serían verdaderamente intolerables si el honor no nos obligara a tolerarlas.

     Siempre me ha gustado escuchar, y cuando era niño adquirí pronto esa afición en las rodillas heridas de mi anciano padre. Me alimentó desde el principio con la historia de sus campañas, y en sus rodillas, sentada al lado mío, encontré ya a la guerra; me mostró la guerra en sus heridas; la guerra en los pergaminos y blasones de sus padres; la guerra en los grandes retratos, en sus corazas, colgados en la Beocia, en un viejo castillo. Vi en la nobleza una gran familia de soldados hereditarios, y no pensé más que en elevarme a la altura de un soldado.

     Refería mi padre sus largas guerras con la observación profunda de un filósofo y la gracia de un cortesano. Por él conocía yo íntimamente a Luis XV y a Federico el Grande, y no me atrevería a afirmar que yo no he vivido en su tiempo: tan familiarizado estaba con ellos por tantos relatos de la guerra de los siete años.

     Mi padre tenía por Federico II aquella admiración razonada que sabe ver las altas cualidades sin asombrarse con exageración. Me impresionó, desde luego, el concepto suyo y me hizo ver cómo el exceso de entusiasmo por su ilustre adversario había sido una equivocación de los oficiales de su tiempo, que sólo con eso estaban ya medio vencidos cuando Federico avanzaba hacia ellos, agrandado por la exaltación francesa; que las divisiones sucesivas de las tres potencias entre sí y de los generales franceses, cada cual por su lado, le habían servido en la espléndida suerte de sus armas; pero que su grandeza había consistido, sobre todo, en conocerse perfectamente, en apreciar en su justo valor los factores de su elevación y en hacer los honores de su victoria con la modestia de un hombre prudente. Alguna vez parecía pensar que Europa no había querido destrozarle. Mi padre vio de cerca a este rey filósofo, en el campo de batalla, donde su hermano, el mayor de mis siete tíos, fue muerto por una bala de cañón; con frecuencia fue recibido por el rey bajo la tienda prusiana, con una gracia y una cortesía completamente francesas, y le había oído hablar de Voltaire y tocar la flauta después de ganar una batalla. Me extiendo en detalles, casi a pesar mío, porque éste fue el primer grande hombre cuyo relato del natural me fue trazado así, en familia, y porque mi admiración hacia él fue el primer síntoma de mi inútil amor a las armas, causa primera de una de las más completas decepciones de mi vida. El relato brilla todavía en mi memoria con los más vivos colores, y el retrato físico, tanto como el otro. Su sombrero avanzado sobre la frente espolvoreada, su espalda encorvada a caballo, sus ojos grandes, su boca burlona y severa, su bastón de inválido, que le servía de muleta, nada era para mí desconocido, y al salir de estos relatos yo no podía ver sin mal humor a Bonaparte tomando sombrero, tabaquera y gestos parecidos; entonces me pareció plagiario, y quién sabe si en ese punto el grande hombre no plagió un poco? Quién puede pesar lo que hay de comediante en todo hombre público, siempre en espectáculo? Aquellas eran las primeras ideas que se agitaban en mi espíritu, y yo asistía a otros tiempos, contados con una verdad llena de sanas lecciones. Todavía oigo a mi padre, irritado contra las diversiones del príncipe Soubisse y de M. de Clermont, oigo todavía sus terribles indignaciones contra las intrigas del il-de-Buf, que hacían a los generales franceses abandonarse mutuamente en el campo de batalla, prefiriendo la derrota del ejército al triunfo de un rival; aun le oigo hablar conmovido de su vieja amistad por M. de Chevert y por M. d'Assas, con quien estuvo en el campo la noche de su muerte. Los ojos que les habían visto miraban su imagen en los míos, juntamente con la de muchos personajes célebres muertos antes de que yo naciera. Esto tienen de bueno los relatos de familia, que se giraban más fuertemente en la memoria que las relaciones escritas; están vivos como el narrador, y prolongan nuestra vida hacia atrás, como la imaginación que adivina puede prolongarla hacia adelante en lo por venir.

     No sé si algún día escribiré para mí mismo todos los detalles íntimos de mi vida; pero no quiero hablar aquí más que de las preocupaciones de mi alma. Alguna vez, el espíritu, atormentado con lo que fue, y esperando muy poco de lo por venir, cede con harta facilidad a las tentaciones de entretener a algunos desocupados con los secretos de familia y los misterios de su corazón. Concibo que algunos escritores se hayan complacido en abrir a todas las miradas el interior de su vida y aun de su conciencia, dejándola de par en par y haciendo que la luz la sorprenda en desorden y como escombrada de los recuerdos familiares y de los defectos más queridos. Hay obras de éstas entre los libros más bellos de nuestra lengua, y que nos quedarán, como aquellos magníficos autorretratos que Rafael no se cansaba de hacer. Pero los que así se han representado, ya con un velo, ya a cara descubierta, tenían derecho a ello, y yo no creo que puedan hacerse confesiones en alta voz antes de ser bastante viejos, bastante ilustres o bastante arrepentidos para interesar a toda una nación con los propios pecados. Hasta aquí no podremos pretender serle útil más que por las ideas o por las acciones.

     Hacia el fin del Imperio era yo un colegial distraído. También en el Liceo estaba la guerra en pie; el tambor resonaba a mis oídos la voz de los maestros, y la voz callada de los libros no nos hablaba más que un lenguaje frío y pedantesco. Los logaritmos y las tropas no eran a nuestros ojos sino grados para subir a la estrella de la Legión de Honor, la estrella más hermosa del cielo para los muchachos.

     Ninguna meditación podía encadenar mucho tiempo aquellas cabezas, aturdidas sin cesar por los cañones y las campanas de los Tedéum. Cuando cualquiera de nuestros hermanos, salido del colegio hacía algunos meses, reaparecía con su uniforme de húsar y el brazo en cabestrillo, nos ruborizábamos de nuestros libros y se los tirábamos a la cabeza a los maestros. Los mismos profesores no cesaban de leernos los boletines de la Grande Armée, y nuestros gritos de Viva el Emperador! interrumpían a Tácito y a Platón. Nuestros preceptores parecían heraldos de armas; nuestras salas de estudios, cuarteles; nuestros recreos, maniobras, y nuestros exámenes, revistas.

     Entonces me acometió, más desordenado que nunca, el amor a la gloria de las armas; pasión tanto más desdichada cuanto que en aquel tiempo fue, como ya he dicho, cuando Francia comenzó a curarse. Pero la tempestad tronaba todavía, y ni mis estudios severos, rudos, forzados y demasiado precoces, ni el ruido del gran mundo, adonde me llevaron, adolescente todavía, para curarme de esa inclinación, pudieron quitarme aquella idea fija.

     Muchas veces he sonreído de piedad por mí mismo viendo con qué fuerza se apodera una idea de nosotros, cómo nos convierte en juguetes suyos y cuánto tiempo hace falta para gastarla. Ocurrió con ésta que ni la misma sociedad pudo destruirla en mí, y sólo llegué a desobedecerla, y el presente libro me prueba que todavía hallo placer en acariciarla, y acaso no estuviera lejos de una recaída. Tan profundas son las impresiones de la infancia y tan grabado quedó en nuestros corazones el sello ardiente del Águila Romana!

     Y fue mucho más tarde cuando me enteré de que mis servicios no eran sino una larga equivocación, y que había llevado a una vida en absoluto activa una naturaleza en absoluto contemplativa. Pero seguí la pendiente de esta generación del Imperio, nacida con el siglo, y a la que pertenezco.

     La guerra nos parecía el estado natural de nuestro país, tanto que cuando, escapados de las clases, ingresamos en el Ejército, según el curso acostumbrado de nuestro torrente, no pudimos creer en la calma duradera de la paz. Nos pareció que no arriesgábamos nada aparentando reposar y que la inmovilidad en Francia no es dolencia seria. Esta impresión nos duró todo lo que ha durado la Restauración. Cada año traía la esperanza de una guerra, y no nos atrevíamos a dejar la espada ante el temor de que el día de la dimisión fuese la víspera de una campaña. De este modo, arrastramos y perdimos años preciosos soñando con el campo de batalla en el Campo de Marte y agotando en ejercicios de parada y en querellas particulares una poderosa e inútil energía.

     Abrumado por un hastío que yo no esperaba en aquella vida tan vivamente deseada, fue entonces para mí una necesidad hurtarme por las noches al tumulto fatigoso y vano de las jornadas militares; de aquellas noches, en las que fui agrandando silenciosamente el saber que yo había adquirido en nuestros estudios tumultuosos y públicos, salieron mis poesías y mis libros; de aquellas jornadas me quedan estos recuerdos, de los cuales reúno aquí, alrededor de una idea, los rasgos principales.

     Porque no contando para la gloria de las armas ni con el presente ni con el porvenir, la busqué en los recuerdos de mis compañeros. Lo poco que a mí me haya ocurrido no servirá sino de marco a estos cuadros de la vida militar y de las costumbres de nuestros ejércitos, cuyos rasgos no son del todo conocidos.



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Capítulo II

Sobre el carácter general de los ejércitos.

     Es el Ejército una nación en la Nación, y éste es un vicio de nuestros tiempos. En la antigüedad ocurría de otro modo: todo ciudadano era guerrero y todo guerrero era ciudadano; los hombres del Ejército no querían ser distintos de los hombres de la ciudad. El temor de los dioses y de las leyes, la fidelidad a la patria, la austeridad de costumbres y, cosa extraña!, el amor de la paz y del orden se encontraban en los campamentos más que en las ciudades, porque era la flor de la nación la que habitaba en ellos. Para aquellos ejércitos inteligentes la paz tenía trabajos más rudos. Por ellos el suelo de la patria estaba cubierto de monumentos o surcado de anchas rutas, y el cimiento romano de los acueductos, así como la propia Roma, por las manos que la defendían. El reposo de los soldados era fecundo, tanto como el de los nuestros es estéril y nocivo. Los ciudadanos no tenían ni admiración por su valor ni desprecio por su ociosidad, porque sin cesar circulaba la misma sangre desde las venas de la nación a las del Ejército.

     En la Edad Media y más acá, hasta el fin del reinado de Luis XIV, el Ejército se unía a la nación, si no por todos sus soldados, al menos por todos sus jefes, porque el soldado era el hombre del noble, levantado por él sobre su tierra, llevado en su séquito al Ejército y no dependiendo sino de él; entonces un señor era propietario y vivía en las entrañas mismas de la madre patria. Sometido a la influencia, completamente popular, del sacerdote, no hizo otra cosa durante la Edad Media que dedicarse en cuerpo y bienes al país; con frecuencia, en lucha contra la Corona, y sin cesar, rebelde contra una jerarquía de poderes que hubiese traído demasiado relajamiento en la obediencia y, por consiguiente, demasiada humillación a la profesión de las armas. El regimiento pertenece al coronel, la compañía al capitán, y uno y otro solían perfectamente llevarse sus hombres cuando su conciencia de ciudadanos no estaba de acuerdo con las órdenes que recibían como hombres de guerra. Esta independencia del Ejército duró en Francia hasta el señor de Louvois, que fue el primero en someterle a papeles y oficinas y le entregó atado de pies y manos al albedrío del Poder soberano. No lo hizo sin encontrar gran resistencia, y los últimos defensores de la libertad generosa de los hombres de guerra fueron aquellos ásperos y francos caballeros que no querían llevar al Ejército su familia de soldados más que para ir a la guerra. Aunque no se pasaran el año enseñándoles como autómatas el eterno manejo de las armas, yo veo que ellos y los suyos solían portarse bien en los campos de batalla de Turena. Odiaban especialmente el uniforme que da a todos el mismo aspecto. Se complacían en vestirse de rojo los días de combate, para que los vieran mejor desde lejos los suyos y les apuntara mejor el enemigo; y me gusta recordar, bajo la fe de Mirabeau, aquel viejo marqués de Coëtquen, que, antes que presentarse de uniforme a la revista del rey, prefirió hacerse romper la cabeza por él al frente de su regimiento: -Fortuna, Señor, que me quedan los pedazos- dijo después. Ya era algo responder así a Luis XIV. No ignoro los mil defectos de la organización que imperaba entonces; pero creo que en algo era mejor que la nuestra: en dejar más libremente lucir y flamear el fuego guerrero y nacional de Francia. Aquel género de ejército era una armadura muy fuerte y muy completa, con la que cubría la patria al Poder soberano, pero de la cual podían desprenderse todas las piezas por sí mismas, una detrás de otra, si el Poder quería servirse de ella contra su voluntad.

     El destino de un Ejército moderno es muy distinto de aquél y la centralización de poderes lo ha hecho tal como es hoy. Es un cuerpo separado del gran cuerpo de la nación, y que parece el cuerpo de un niño; tan atrás camina su inteligencia y tan prohibido le está desarrollarla. El Ejército moderno, tan pronto como cesa de estar en guerra se convierte en una especie de gendarmería. Se siente avergonzado de sí mismo, y no sabe ni lo que hace ni lo que es; ese cuerpo busca por todas partes su alma y no la encuentra.

     El hombre a sueldo, el soldado, es un pobre héroe, víctima y verdugo, cabeza de turco sacrificado, día por día, a su pueblo, que se burla de él; es un mártir feroz y humilde al mismo tiempo, que se arrojan mutuamente el Poder y la Nación, siempre en desacuerdo.

     Cuántas veces, cuando me fue forzoso tomar una parte obscura, pero activa, en nuestras perturbaciones civiles, he sentido indignarse mi conciencia contra aquella condición inferior y cruel! Cuántas veces he comparado aquella existencia a la del gladiador! El pueblo era el César indiferente, el Claudio burlón, al que los soldados, desfilando, decían sin cesar: Los que van a morir te saludan!

     Que algunos obreros, más miserables aún a medida que se agrandan su trabajo y su industria, lleguen a amotinarse contra su jefe de talleres; que un comerciante tenga la humorada de agregar este año varios centenares de miles de francos a su renta, o solamente una buena ciudad, celosa de París, quiera tener también sus tres días de tiros en las calles, ya están gritando socorros de una y de otra parte. El Gobierno, el que fuere, responde, con bastante buen sentido: La ley no me permite juzgar vuestras contiendas; todo el mundo tiene razón; yo no puedo hacer más que enviaros mis gladiadores a que os maten y a que los matéis. En efecto: van, matan y son matados. Vuelve la paz; hay abrazos, cumplimientos, y los cazadores de liebres se felicitan de su destreza en el tiro contra el oficial y contra el soldado. En resumidas cuentas: queda una simple substracción de algunos muertos; pero los soldados no figuran en la lista; ellos no se cuentan. No hay por qué preocuparse. Es cosa convenida que los muertos de uniforme no tienen padre, ni madre, ni mujer, ni novia que se muera llorándolos. Es una sangre anónima.

     Alguna vez (cosa frecuente hoy), los dos partidos separados se unen para execrar con su odio y con su maldición a los infelices condenados a vencerlos.

     Así, pues, el sentimiento que dominará en este libro será el que me hizo empezarlo: el deseo de apartar de la cabeza del soldado aquella maldición que el ciudadano está predispuesto a arrojarle y atraer el perdón de la nación para el Ejército. Lo más hermoso que hay, después de la inspiración, es el sacrificio; después del poeta es el soldado; no es culpa suya si se lo condena al estado de ilota.

     El Ejército es mudo y ciego. Golpea delante de él allí donde le ponen. No quiere nada por sí y obedece por resorte. Es una cosa grande, que movemos y que mata; pero también es una cosa que sufre.

     Por eso es por lo que siempre he hablado de él con involuntaria ternura. Ya estamos lanzados en estos tiempos severos en que las ciudades francesas van convirtiéndose por turno en campos de batalla, y tenemos ahora mucho que perdonar a los hombres que matan.

     Mirando de cerca la vida de estas tropas armadas, que, un día tras otro, han de empujar contra nosotros todos los poderes venideros, veremos desde luego que es cierto que, como ya he dicho, la existencia del soldado es (después de la pena de muerte) la huella más dolorosa de barberie que perdura entre los hombres; pero aprenderemos también que nada es tan digno del interés y del amor a la nación como esta familia abnegada, que en ocasiones le proporciona tanta gloria.



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Capítulo III

De la servidumbre del soldado y de su carácter individual.

     Las palabras de nuestro lenguaje familiar tienen algunas veces perfecta exactitud de sentido. Es servir de verdad, servir en efecto, lo que se hace, obedeciendo como mandando, en un ejército. Hay que lamentarse de tal servidumbre, pero es justo admirar a esos esclavos. Todos han aceptado su destino con todas sus consecuencias y, especialmente en Francia, adquieren con extraordinaria rapidez las cualidades que el estado militar exige. Las actividades que cada cual atesora se funden de repente para dejar sitio a no sé qué especie de melancolía y de consternación.

     La vida es triste, monótona, regular. Las horas marcadas por el tambor son tan sordas y tan sombrías como él. El andar y el gesto son uniformes como el traje. La vivacidad juvenil y la lentitud de la edad madura, acaban por tomar el mismo paso, que viene a ser el aire del arma. El arma en que se sirve es el molde en que se arroja el carácter, y allí se cambia y se refunde hasta tomar una forma genérica, impresa para siempre. El Hombre se borra y queda el Soldado.

     La servidumbre militar es pesada e inflexible como la máscara de hierro del prisionero sin nombre, y da a cuantos la sufren un rostro uniforme y frío.

     Así, el simple aspecto de un ejército delata que el hastío y el descontento son los rasgos generales del rostro militar. La fatiga agrega sus arrugas; el sol, sus tonos amarillos, y una vejez anticipada surca los rostros de treinta años. Sin embargo, una idea común a todos da con frecuencia a esa reunión de hombres serios un gran carácter de majestad, y esa idea es la Abnegación. La abnegación del guerrero es una cruz más pesada que la del martirio. Es preciso haberla llevado largo tiempo para conocer su grandeza y su peso.

     Es preciso que el sacrificio sea lo más hermoso que hay en el mundo para que haya tanta belleza enn la vida de hombres sencillos, que a veces no tienen conciencia de su mérito ni conocen el secreto de su sino. Él es quien de esta vida de molestias y cuidados hace brotar como por milagro un carácter ficticio, pero generoso, cuyos rasgos son grandes y leales, como los de las medallas antiguas.

     La abnegación completa de sí mismo, de que acabo de hablar; la espera continua e indiferente de la muerte; la absoluta renuncia a la libertad de pensar y de obrar; las lentitudes impuestas a una ambición limitada, y la imposibilidad de acumular riquezas, producen virtudes que son más raras en las clases libres y activas.

     En general, el carácter militar es sencillo, bueno, paciente, y se halla en él algo de infantil, porque la vida de regimiento tiene algo de la vida de colegio. Los rasgos de rudeza y de melancolía que la obscurecen están impresos por el hastío, pero, más que todo, por su posición, siempre falsa, respecto del pueblo, y por la comedia, necesaria, de la autoridad.

     La autoridad absoluta que ejerce un hombre le constriñe a perpetua reserva. No puede desarrugar la frente ante sus inferiores sin temor a que adquieran cierta familiaridad que vaya en detrimento de su poder. Se veda todo abandono y toda conversación amistosa por miedo a que levanten acta contra él de cualquier confidencia de su vida o de cualquier debilidad que constituyera un mal ejemplo. He conocido a oficiales que se encerraban en un silencio de trapenses y cuyos labios severos no levantaban el bigote más que para dejar paso a una voz de mando. Bajo el Imperio, casi todos los oficiales superiores y los generales tenían esa misma reserva. Comenzó por dar ejemplo el maestro, conservóse cuidadosamente la costumbre, y con motivo; porque a la consideración necesaria de alejar la familiaridad juntábase entonces la necesidad en que se hallaba su vieja experiencia de conservar la dignidad a los ojos de una juventud más instruída, que llegaba sin cesar de las escuelas militares, bien atiborrados de cifras y con una suficiencia de alumnos premiados que sólo el silencio podía refrenar.

     Nunca me ha gustado esta especie de oficialidad florida, ni aun cuando yo formaba parte de ella. Un secreto instinto de la verdad me advertía que en todas las cosas la teoría no es nada al lado de la práctica, y la sonrisa grave y silenciosa de los viejos capitanes me ponía en guardia contra esa pobre ciencia que se adquiere en unos cuantos días de lectura. En los regimientos en que yo he servido me gustaba oír a esos viejos oficiales cuya espalda encorvada conservaba aún el aspecto de la espalda de un soldado cargado con un saco lleno de ropas y su canana llena de cartuchos... Contábanme viejas historias de Egipto, de Italia y de Rusia, que me enseñaban más sobre la guerra que las ordenanzas de 1789, los reglamentos de servicio y las interminables instrucciones, comenzando por la de Federico el Grande a sus generales. Por el contrario, siempre hallé algo desagradable en la fatuidad confiada, desocupada e ignorante de los jóvenes oficiales de esa época, fumadores y jugadores sempiternos, atentos solamente a la corrección intachable de su exterior, sabios sobre el corte de sus uniformes, oradores de café y de billar. Su conversación no tenía nada que la distinguiese de la que usaban todos los demás jóvenes de la buena sociedad, sólo que las vulgaridades eran un poco más groseras. Para sacar algún partido de lo que me rodeaba, no perdía ocasión de escuchar, y casi siempre esperaba la hora de los paseos regulares, en que los oficiales antiguos gustan de comunicarse sus recuerdos. Por su parte, no les incomodaba escribir en mi memoria las historias particulares de su vida, y encontrando en mí una paciencia igual a la suya y un silencio igualmente grave, se encontraban siempre dispuestos a confiárseme. De noche caminábamos con frecuencia por los campos o por los bosques que rodean las guarniciones, o a orillas del mar, y la amplia visión de la naturaleza, o el menor accidente del terreno, les traía recuerdos inagotables; era una batalla naval, una retirada célebre, una emboscada fatal, un combate de infantería, un sitio, y, sobre todo, pesar porque ya pasó aquel tiempo de los peligros, respeto por la memoria de tal general glorioso, admiración ingenua hacia tal nombre obscuro que ellos creían ilustre; y, en medio de esto, una conmovedora sencillez de corazón, que llenaba el mío de respeto y cariño hacia esos caracteres varoniles, forjados en la constante adversidad y en las inquietudes de una posición falsa y dudosa.

     Tengo el don, muchas veces fatal, de una memoria que el tiempo no consigue alterar; mi vida entera, con todas sus jornadas, se me aparece como un cuadro imborrable. Los rasgos no se confunden nunca; los colores no palidecen nada. Algunos son negros y no pierden un punto de su aflictiva energía. Hay también flores entre ellos, y veo sus corolas tan frescas como el día en que fueron cortadas, sobre todo si una lágrima involuntaria cae desde mis ojos hasta ellas y les da mayor brillo.

     La conversación más inútil de mi vida la vuelvo a reproducir cuando quiero evocarla, y tendría demasiado que decir si fuese a hacer relatos sin otro mérito que el de una ingenua y absoluta verdad; pero, lleno de amistosa compasión por la miseria de los ejércitos, escogeré entre mis recuerdos los que acudan a mí vestidos con un bello decoro y en forma digna de envolver un pensamiento escogido y de enseñar cuantas situaciones contrarias al desarrollo del carácter y de la inteligencia derivan de la servidumbre grosera y de las costumbres atrasadas de los ejércitos permanentes.

     Su corona es una corona de espinas, y entre sus puntas no creo que sea la menos dolorosa la obediencia pasiva. Ésta será también la primera cuyo aguijón haga yo sentir. Y hablaré de ella en primer término, porque me suministra el primer ejemplo de las necesidades crueles del Ejército, siguiendo el orden de mis años. Remontándome a los recuerdos más lejanos, encuentro en mi infancia militar una anécdota que está presente en mi memoria, y tal como me la contaron la referiré, sin buscar, pero sin evitar, en ninguno de mis relatos los rasgos minuciosos de la vida o del carácter militar que una y otro, no me canso de repetirlo, están retrasados respecto del espíritu general y la marcha de la nación, y llevan, por consiguiente, todavía, el sello de cierta puerilidad.



Laurita o el sello rojo

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Capítulo IV

Del encuentro que tuve un dia en el camino real.

     La carretera de Artois y de Flandes es larga y triste. Extiéndese en línea recta, sin árboles, sin barrancos, por campos llanos y en todo tiempo enfangada por un barro amarillo. En el mes de marzo de 1815 pasaba yo por esa carretera y tuve allí un encuentro que no he olvidado nunca.

     Estaba solo, iba yo a caballo, tenía mi buena capa blanca, mi traje rojo, un casco negro, pistolas y un magnífico sable; llovió a torrentes cuatro días y cuatro noches enteras de marcha, y me acuerdo de que iba cantando Ioconda a toda voz. Era tan joven! En 1814, la Casa del Rey se había llenado de niños y de viejos. Parecía que el emperador había cogido y matado a los hombres.

     Mis compañeros iban camino adelante en el cortejo de Luis XVIII; muy hacia el Norte, en el horizonte, veía yo sus capas blancas y sus trajes rojos. Los lanceros de Bonaparte, que vigilaban y seguían nuestra retirada paso a paso, mostraban de vez en cuando la flámula tricolor de sus lanzas en el otro horizonte. Una herradura perdida había retrasado a mi caballo; era de pocos años y fuerte; le avivé para juntarme a mi escuadrón, y salió al trote largo. Llevé la mano a mi cinturón: estaba bien provisto de oro; oía sonar contra el estribo la vaína de hierro de mi sable, y me sentía orgulloso y absolutamente feliz.

     Seguía lloviendo y yo seguía cantando. Sin embargo, pronto me callé, aburrido de no oír a nadie más que a mí mismo, y ya no escuché más que la lluvia y los cascos de mi caballo, que chapoteaba en los relejes. El firme del camino faltó; me hundía, y tuve que ir al paso. Mis botas altas iban ya cubiertas por fuera de una espesa costra de barro amarillo como el ocre, y por dentro se filtraba la lluvia. Miré mis charreteras de oro, nuevecitas; mi felicidad y mi consuelo; estaban erizadas por el agua, y esto me afligió.

     Mi caballo bajaba la cabeza; yo hice lo que él. Me puse a pensar, y me pregunté por primera vez adónde iba. Yo no sabia absolutamente nada, pero esto no me preocupó mucho tiempo: estaba seguro de que, estando allí mi escuadrón, allí estaba mi deber. Como sentía en mi corazón profunda e inalterable calma, rendí gracias a ese sentimiento inefable del deber y traté de explicármelo. Viendo de cerca cuántas fatigas inhabituales eran alegremente soportadas por cabezas tan rubias o tan blancas, cómo arriesgaban caballerosamente su porvenir seguro tantos hombres de vida feliz y mundana, y tomando mi parte de aquella satisfacción milagrosa que da a cualquier hombre el conocimiento de que no puede substraerse a cumplir ninguna de sus deudas de honor, comprendí que la abnegación era cosa más fácil y más corriente de lo que se cree.

     Preguntábame yo si la abnegación de sí mismo no era un sentimiento nacido con nosotros; en qué consistía aquella necesidad de obedecer y de poner la propia voluntad en otras manos, como cosa pesada e inoportuna; de dónde venía el secreto placer de desembarazarse de esa carga, y cómo el orgullo humano no se resbalaba jamás. Bien veía cómo ese misterioso instinto ligaba por todas partes a los pueblos en poderosos haces; pero en ninguna hallaba tan completa y tan temible como en el Ejército la renunciación a sus actos, a sus palabras, a sus deseos y casi a sus pensamientos. Por todas partes veía la resistencia posible y ejercitada, ya que en todas el ciudadano tiene una obediencia razonada e inteligente, que examina y puede detenerse. Veía cómo hasta la tierna sumisión de la mujer acaba donde empieza a ordenársela el mal y la ley toma su defensa; pero la obediencia militar, pasiva y activa al mismo tiempo, que recibe órdenes y las ejecuta, que golpea a cierra ojos, como el Destino antiguo!... Hasta sus últimas consecuencias seguía yo aquella abnegación del soldado, sin compensación, sin condiciones y conduciendo más de una vez a funciones siniestras.

     Así pensaba mientras iba caminando al paso de mi caballo, mirando la hora en mi reloj y viendo prolongarse siempre el camino en línea recta, sin un árbol, sin una casa, y cortar la llanura hasta el límite del horizonte, como una gran raya amarilla sobre la tela gris. Alguna vez, la raya líquida se desleía en la tierra líquida que la rodeaba, y cuando un reflejo de luz menos pálida hacía brillar aquella triste extensión de terreno, me veía en medio de un mar cenagoso, siguiendo una corriente de légamo y yeso.

     Examinando atentamente la raya amarilla del camino observé que, como a un cuarto de legua, avanzaba un puntito negro. Aquello me agradó, porque ya era alguien. Yo no aparté de él los ojos. Vi que el puntito negro iba, como yo, hacia Sila y que caminaba en zigzag, lo que denotaba una marcha penosa. Apresuré el paso y fui ganándole terreno a aquel objeto, que, a la vista, se alargó un poco y aumentó de tamaño. Volví a emprender el trote sobre suelo algo más firme, y pronto me pareció ver que era una especie de cochecillo negro. Tenía hambre, y esperaba yo que fuese el carro de una cantinera; y considerando a mi pobre caballo como una chalupa, le obligué a hacer fuerza de mar para llegar a aquella isla afortunada, en aquel mar donde se hundía hasta el vientre alguna vez.

     Ya a un centenar de pasos, llegué a descubrir claramente un cochecillo de madera blanca, cubierto de tres aros y de una tela encerada negra. Parecía más bien una cunita puesta sobre dos ruedas. Las ruedas se embarraban hasta los ejes; una mulita lo arrastraba fatigosamente y la llevaba de la brida un hombre, que caminaba a pie. Me acerqué a él y le miré atentamente.

     Debía de ser hombre de unos cincuenta años, bigote blanco, fuerte, alto, encorvada la espalda como los viejos oficiales de Infantería que han llevado la mochila. Vestía de uniforme, y bajo su capita azul, corta y usada, se entreveía una charretera de jefe de batallón. Tenía un rostro curtido, pero bondadoso, como tantos hay en el Ejército. Me miró de través por debajo de sus espesas cejas negras y sacó rápido de su cochecillo un fusil, que cargó, pasando al otro lado de la mula para servirse de ella como parapeto. Yo, que había visto su escarapela blanca, me limité a enseñarle la manga de mi vestido rojo, y él volvió a colocar su fusil en el cochecillo, diciendo:

     -Ah! Eso es distinto. Le había tomado por uno de esos bandidos que corren detrás de nosotros. Quiere usted echar un trago?

     -Con mucho gusto -dije yo, acercándome-; hace veinticuatro horas que no bebo.

     Llevaba al cuello una nuez de coco, muy bien grabada, convertida en frasco, con su gollete de plata, de la que parecía estar muy orgulloso. Me la pasé y bebí en ella con placer un vinillo blanco bastante malo; luego le devolví su coco.

     -A la salud del Rey! -dijo, y bebió también-; él me ha hecho oficial de la Legión de Honor; justo es que yo le siga hasta la frontera. Ahora, como yo no tengo más que mi charretera para vivir, luego volveré a unirme con mi batallón; es mi deber.

     Hablando así, como consigo mismo, volvió a arrear a su mulita, diciendo que no teníamos tiempo que perder; y como yo era de su opinión, me puse también en camino a dos pasos de él. Seguía mirándole sin preguntar, que no ha sido frecuente entre nosotros la charla indiscreta.

     Así fuimos, sin decir nada, un cuarto de legua aproximadamente. Como se detuviese entonces para que descansara la pobre mulilla, que daba pena verla, me detuve también y traté de vaciar el agua que llevaban mis botas de montar, como dos aljibes en los que hubiera zambullido mis piernas.

     -Parece que las botas empiezan a agarrarse a los pies -dijo él.

     -Hace cuatro noches que no me las quito -dije yo.

     -Bah! Dentro de ocho días, ya ni se acordará usted de eso. En estos tiempos que vivimos, ser solo, vamos, ya es algo. Sabe usted lo que llevo ahí dentro?

     -No -le dije.

     -Pues una mujer.

     Dije ah! sin excesivo asombro y volví a ponerme en camino tranquilamente, al paso. Él me siguió.

     -Este mal carricoche no me ha costado muy caro -continuó-, ni tampoco la mula; pero es todo lo que necesito, aunque el camino sea una longaniza demasiado larga.

     Le invité a subir a mi caballo cuando se cansara, y como sólo le hablaba seriamente y con sencillez de su equipaje, que juzgaba expuesto al ridículo, pronto entró en confianza, y acercándose al estribo me dio una palmada en la rodilla y me dijo:

     -Bien! Es usted un buen chico! Aunque sea de los rojos.

     Comprendí en la amargura de su acento, al designar así las cuatro compañías rojas, cuántos odios y prevenciones despertaban en el Ejército el lujo y los grados de aquellos cuerpos de oficiales.

     -Sin embargo -agregó-, no aceptaré el ofrecimiento, en vista de que no sé montar a caballo y de que eso no es de mi incumbencia.

     -Pero, comandante, los oficiales superiores como usted están obligados.

     -Bah! Una vez al año en la inspección, y para eso, sobre un caballo de alquiler. Yo he sido siempre marino; luego, de infanteria, y no sé nada de equitación.

     Anduvo veinte pasos, mirándome con. el rabillo del ojo de vez en cuando, como si esperase una pregunta; y como no llegara una palabra, continuó:

     -Caramba! No es usted muy curioso! Debería asombrarle a usted eso que le he dicho.

     -Yo me asombro muy poco -le dije.

     -Ah! Sin embargo, si le contara cómo he renunciado yo al mar, ya veríamos!

     -Vamos a ver -le dije-, por qué no prueba usted? Eso le hará entrar en calor y a mí me hará olvidar que el agua me entra por la espalda y no se para hasta los talones.

     El buen jefe del batallón se dispuso solemnemente a hablar con alegría de niño. Ajustó en su cabeza el chacó, cubierto de tela encerada, y dio ese golpe de hombros que nadie puede reproducir si no ha servido en la infantería; ese empujón que da el soldado a la mochila para alzarla y aligerar un momento su peso. Es costumbre de soldado, que cuando llega a oficial se convierte en un tic. Después de ese gesto convulsivo, bebió todavía un poco de vino de su cantimplora, dio un puntapié en el vientre, para animarla, a la pobre mula y empezó.



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Capítulo V

Historia del sello rojo.

     -Habéis de saber en primer lugar, hijo mío, que yo he nacido en Brest, que empecé por sentar plaza desde los nueve años, porque mi padre era soldado en la Guardia y yo tenía ya media ración y la mitad del haber. Pero como me gustaba el mar, la noche menos pensada, hallándome de licencia en Brest, me oculté en la sentina de un barco mercante que salía para las Indias; no me descubrieron hasta que estábamos en alta mar, y el capitán prefirió hacerme grumete mejor que tirarme al agua. Cuando vino la Revolución, yo había hecho ya carrera y era capitán de un barquito mercante, bastante limpio, que trabajó en corso quince años. Como la ex marina real, vieja y honrada marina, a fe mía!, se encontró de pronto huérfana de oficiales, tuvo que buscar capitanes en la marina mercante. Yo había tenido ya con los filibusteros choques que luego le podré contar, y me dieron el mando de un brick de guerra llamado el Marat.

     El 28 fructidor de 1797 recibí orden de aparejar con rumbo a Cayena. Tenía que llevar allí sesenta soldados y un deportado que quedaba de los ciento noventa y tres que la fragata Década había tomado a bordo pocos días antes. Tenía orden de tratar a ese individuo con muchas atenciones, y la primera carta del Directorio encerraba una segunda carta, sellada con tres sellos rojos, en medio de los cuales había otro desmesurado. Me habían prohibido abrirla antes de llegar al primer grado de latitud Norte y al 27 ó 28 de longitud, es decir, antes de pasar la línea.

     Tenía aquella carta grande una forma muy especial. Era larga y cerrada tan estrechamente, que no pude leer nada por las esquinas ni a través del sobre. No soy supersticioso, pero me dio miedo aquella carta. La puse en mi cámara, debajo del cristal de un mal reloj de pesas inglés colgado sobre mi cama. Aquella cama era una verdadera cama de marino, y ya sabe usted cómo son. Pero no sé lo que me digo. Con dieciséis años que tiene usted, todo lo más, no habrá podido ver esas cosas.

     La cámara de una reina no se puede arreglar con tanta limpieza como la de un marino, y no lo digo por alabarnos. Cada cosa tiene su lugarcito y su clavito. No se mueve nada. El barco puede rodar todo lo que quiera, sin descomponerlo. Los muebles están hechos según la forma del barco y del camarote en que se tienen. Mi cama era un arca. Cuando la abría me acostaba dentro; cuando la cerraba era mi sofá, y me sentaba en él a fumar mi pipa. Alguna vez me servía también de mesa, y entonces había que sentarse en los barrilitos que guardaba en la cámara. Las maderas del piso estaban enceradas y frotadas como caoba y relucían como una joya. Lo mismo que un espejo! Ah! Era un bonito camarote! Y mi bricbarca también merecía premio. Nos divertíamos en ocasiones de una manera terrible, y aquella vez el viaje empezaba bastante bien, si no hubiera sido por... Pero no hay que adelantarse.

     Llevábamos magnífico viento nordeste, y estaba yo atareado en poner aquella carta debajo del cristal de mi reloj, cuando entró en mi camarote mi buen deportado. Traía de la mano a una muchachita muy linda, de unos diecisiete años. Me dijo que él tenía diecinueve; buen mozo, aunque un poco pálido y demasiado blanco para hombre. Era un hombre, sin embargo, y un hombre que cuando llegó la ocasión se portó mejor que lo hubieran hecho muchos veteranos; ya lo verá usted. Llevaba del brazo a su mujercita, que era tan fresca y tan alegre como una niña. Parecían dos tortolillos. Crea usted que me daba gusto verlos. Les dije:

     -Bueno, hijos míos! Venís a visitar al viejo capitán? Sois muy amables. Voy a llevaros un poco lejos, pero tanto mejor; así tendremos tiempo de conocernos; me molesta recibir a la señora sin mi levita, pero es que estoy poniendo allá arriba esta pícara carta. Si quisieran ayudarme un poco!...

     Lo escucharon como buenos muchachos. El maridito tomó el martillo y la mujercita los clavos, y fueron dándomelos a medida que yo los pedía. Y ella me decía: A la derecha? A la izquierda, capitán?, siempre riendo, porque el balanceo hacía traquetear el reloj. Desde aquí la oigo aún con su vocecita: A la derecha? A la izquierda, capitán? Se burlaba de mí.

     -Ah, vamos -le decía yo-, traviesilla! Ya haré que su marido la corrija.

     Entonces ella le echó los brazos al cuello y le besó. Eran verdaderamente adorables, y el conocimiento se hizo así. En seguida fuimos buenos amigos.

     Fue también una travesía deliciosa. Siempre dediqué a ellos expresamente un rato del día. Como yo no tuve nunca más que caras serias a bordo, hacía venir a mi mesa todos los días a mis dos enamoraditos, cosa que me servía de distracción. Cuando habíamos comido la galleta y el pescado, la mujercita y su marido permanecían mirándose, como si no se hubiesen visto nunca. Entonces yo me echaba a reír pon todas mis fuerzas y me burlaba de ellos, y ellos se reían también conmigo. Usted hubiera reído asímismo de vernos como tres tontos, sin saber lo que teníamos. Era verdaderamente gracioso ver cómo se amaban! Se encontraban bien en todas partes, y bueno todo lo que se les daba. Sin embargo, estaban a ración, como nosotros; a la suya añadía yo solamente un poco de aguardiente seco, pero nada más que un vasito, para conservar la dignidad de mi puesto. Se acostaban en una hamaca, donde el barco les hacía rodar como si hubiesen sido esas dos peras que tengo ahí en mi mojado pañuelo. Estaban alerta y contentos. Yo hacia como usted: no preguntaba. Qué necesidad tenía yo, barquero, de saber su nombre y sus asuntos! Los llevaba al otro lado de la mar como hubiese llevado a dos aves del paraíso.

     Había acabado, después de un mes, por mirarlos como a hijos míos. Todos los días, cuando los llamaba, venían a sentarse a mi lado. El joven escribía sobre mi mesa, es decir, sobre mi cama, y cuando yo lo quería me ayudaba a hacer mi punto; muy pronto lo supo hacer tan bien como yo; a veces me asombraba. La mujer se sentaba en un barrilito y se ponía a coser.

     Un día que estábamos colocados así, les dije:

     -Saben ustedes, amiguitos, que tal y conforme estamos formamos un cuadro de familia? No es que yo quiera preguntárselo; pero probablemente no tendrán bastante dinero como es preciso, y los dos son ustedes muy delicados para cavar y manejar el azadón, como hacen los deportados en Cayena. Es un mal país, lo digo con todo mi corazón; pero yo, que soy una vieja piel de lobo disecada al sol, viviré en él como un señor. Si ustedes sintiesen, como me parece -sin que quiera preguntárselo-, un poco de amistad por mí, abandonaría de buena gana mi viejo brick, que en la actualidad no es más que un zueco, y me establecería allí con ustedes, si les conviene. Yo no tengo más familia que un perro, y esto me aburre; ustedes formarían para mí una pequeña sociedad. Yo les ayudaría a muchas cosas; he amasado una buena pacotilla de contrabando bastante honrado, de la que viviremos, y que les dejaría cuando cerrase el ojo, como cortésmente se dice.

     Se quedaron los dos pasmados, mirándose, y parecían no creer que dijese verdad; la pequeña corrió, como hacía siempre, a echarse al cuello de su marido y a sentarse en sus rodillas, muy sofocada y llorando. Él la estrechó fuertemente entre sus brazos y también con lágrimas en los ojos; me tendió la mano y se puso más pálido que de ordinario. Ella le habló en voz baja, y sus largos cabellos rubios le cayeron sobre los hombros; su rodete se había deshecho como un cable que se desenrolla de repente, pues era tan viva como un pescado. Si usted hubiera visto aquellos cabellos!; eran como el oro. Como continuasen hablando bajo, besándola él en la frente de vez en vez, y ella llorando, me impacienté:

     -Y bien, les conviene? -les dije al fin.

     -Pero..., capitán, usted es muy bueno -dijo el marido-; pero es que... usted no puede vivir con un deportado, y...

     Bajó los ojos.

     -Yo -dije- no sé lo que ha hecho usted para ser deportado; pero ya me lo dirá un día, o no me lo dirá, si lo prefiere. No tienen ustedes aspecto de tener la conciencia muy pesada, y estoy bien seguro de que yo he hecho más cosas que ustedes en la vida, pobres inocentes. Mientras estén ustedes bajo mi vigilancia, no les soltaré; no tienen ustedes que esperarlo; pero una vez de lado la charretera, no conozco ya ni almirante ni cosa que lo valga.

     -Es que -respondió sacudiendo tristemente su cabeza morena, aun un poco empolvada, como se llevaba aún en aquella época-, es que yo creo que sería peligroso para usted, capitán, hacer que nos conocía. Nosotros reímos porque somos jóvenes; parecemos felices porque nos amamos; pero paso malos ratos cuando pienso en el porvenir, y no sé lo que será de mi pobre Laura.

     Estrechó de nuevo la cabeza de su mujer contra su pecho y dijo:

     -Esto es lo que debía decir al capitán; no es verdad, hija mía, que tú le hubieses dicho lo mismo?

     Cogí la pipa y me levanté, porque comenzaba a sentir los ojos húmedos, y eso no me va bien a mí.

     -Vamos! Vamos! -dije-, eso se aclarará más adelante. Si el tabaco le incomoda, señora, sálgase un momento.

     Se levantó con el rostro muy encendido y mojado por las lágrimas, como un niño a quien se ha reñido.

     -Por otra parte -me dijo la joven mirando a mi reloj-, ustedes no piensan en esto: y la carta?

     Sentía una cosa que me hizo efecto. Tuve como un dolor en los cabellos cuando me dijo aquello.

     -Pardiez! Por mi parte ya no pensaba en ello -dije-. Ah! Mira por dónde podría haberme venido un disgusto! Si hubiésemos pasado el primer grado de latitud Norte, no me quedaría más que tirarme al agua! Es una suerte que esta niña me haya recordado esa pícara carta!

     Miré en seguida mi mapa de marino, y cuando vi que, antes de llegar, teníamos aún para una semana por lo menos, sentí que me descansaba la cabeza, pero no el corazón, sin saber por qué.

     -Es que el Directorio no gasta bromas con el artículo de la obediencia! -dije-. Vamos; por esta vez estoy todavía al corriente. Se ha pasado tan de prisa el tiempo, que me había olvidado por completo de ello.

     Pues bien, amigo mío, nos quedamos los tres con la nariz en el aire, mirando aquella carta como si fuese a hablarnos. Lo que me chocó mucho fue que el sol, que se deslizaba por la claraboya, iluminaba el cristal del reloj y hacía aparecer al sello grande rojo y a los otros pequeños como los rasgos de un rostro en medio del fuego.

     -No se diría que le salen los ojos de la cabeza? -dije, para distraerlos.

     -Oh, querido mío! -dijo la joven-. Parecen manchas de sangre.

     -Bah! Bah! -dijo su marido cogiéndola por debajo del brazo-. Te engañas, Laura; eso separece a un billete de invitación a una boda. Ven a sosegarte, ven; por qué te inquieta esa carta?

     Escaparon, como si les siguiese un aparecido, y subieron al puente. Yo me quedé solo con aquella carta grande, y recuerdo que, fumando mi pipa, la miraba siempre, como si sus ojos hubiesen atraído a los míos, subyugándolos como hacen los ojos de las serpientes. Su gran cara pálida, su tercer sello, más grande que los ojos, muy abierto, muy abierto, como la boca de un lobo..., me puso de mal humor; cogí mi traje y lo colgué del reloj para no ver más ni la hora ni aquella perra carta.

     Salí al puente para acabar allí mi pipa. En él permanecí hasta la noche.

     Estábamos entonces a la altura de las islas del cabo Verde. El Marat corría, viento en popa, seis nudos sin molestarse. La noche estaba hermosa, como no he visto otra en mi vida cerca del trópico. La luna se alzaba en el horizonte, grande como un sol; el mar la cortaba en dos, y estaba blanco, blanco como una capa de nieve cubierta de diamantitos. Yo miraba todo aquello fumando sentado en mi banco. El oficial de cuarto y los marineros no decían nada y miraban como yo la sombra que proyectaba el brick en el agua. Estaba contento por no oír nada. Me gustaba el silencio y el orden. Había prohibido todos los ruidos y todos los fuegos. Sin embargo, divisé a medias una pequeña linea roja casi a mis pies. Me hubiese encolerizado en seguida; pero como era en la habitación de mis pequeños deportados, quise asegurarme de lo que hacían antes de enfadarme. Tomándome solamente el trabajo de agacharme, pude ver por la gran escotilla el interior de la habitacioncita, y me puse a mirar.

     La joven estaba de rodillas y hacia sus oraciones. Había una lamparita que la iluminaba. Estaba en camisa; yo veía desde arriba sus hombros desnudos, sus piececitos desnudos y sus largos cabellos rubios esparcidos. Pensé en retirarme, pero me dije: Bah! Qué le hace esto a un viejo soldado? Y continué mirando.

     Su marido estaba sentado en una maletita, con la cabeza entre las manos, mirándola orar. Ella levantó en alto la cabeza, como mirando al cielo, y vi sus grandes ojos azules mojados como los de una Magdalena. Mientras ella rezaba, él cogía la punta de sus largos cabellos y los besaba sin hacer ruido. Cuando acabó, la joven hizo la señal de la cruz sonriendo, como si estuviese en la gloria. Vi que él hacia asimismo la señal de la cruz, pero como si le diese vergüenza. En efecto, en un hombre eso es singular.

     La joven se puso de pie, le abrazó y se tendió la primera en su hamaca, en donde él la echó sin decir nada, como se acuesta a un niño en un columpio. Hacía un calor sofocante; se sentía mecida con placer por el movimiento del navío, y parecía empezar a dormirse ya. Sus blancos plececitos estaban cruzados y levantados al nivel de la cabeza, y todo su cuerpo envuelto en su larga camisa blanca. Era un amorcillo!

     -Querido mío -dijo medio dormida -, no tienes sueño? No sabes que es muy tarde?

     Él permanecía siempre con la frente entre las manos, sin responder, cosa que inquietó un poco a la buena niña, que sacó su linda cabeza fuera de la hamaca como un pájaro fuera del nido, y le miró, con la boca entreabierta, sin atreverse a hablar.

     Al fin él dijo:

     -Ah!, mi querida Laura; a medida que avanzamos hacia América no puedo por menos que ponerme más triste. No sé por qué me parece que el tiempo más feliz de nuestra vida habrá sido el de la travesía.

     -Eso me parece a mí también -dijo ella-; yo no quisiera llegar nunca.

     Él la miró, juntando las manos, con un transporte que usted no se puede figurar.

     -Y, sin embargo, ángel mío, tú lloras siempre orando a Dios -dijo-; esto me aflige mucho, porque bien sé yo en quiénes piensas, y creo que sientes lo que has hecho.

     -Yo sentirlo! -dijo la joven con aire muy apenado-; sentir el haberte seguido, querido mío! Crees que por haberte pertenecido tan poco te haya yo amado menos? Es que no sabe una mujer sus deberes a los diecisiete años? Mi madre y mis hermanas, no me han dicho que mi deber era seguirte a las Guayanas? No han dicho que con ello no hacia nada sorprendente? Me asombro solamente de que esto te haya chocado, amigo mío; todo esto es natural. Y ahora no sé cómo puedes creer que siento el haber hecho nada, cuando estoy contigo para ayudarte a vivir o para morir contigo si tú mueres.

     Decía todo esto con una voz tan dulce, que se hubiese creído que era una música. Yo estaba emocionado, y dije: Pobre mujercita, tan buena!

     El joven se puso a suspirar, dando patadas en el suelo y besando una linda mano y un brazo desnudo que ella le tendía.

     -Oh! Laurita, mi Laurita! -decía-; cuando pienso que si hubiésemos retardado cuatro días nuestra boda me hubieran detenido a mí solo y habría partido solo, no puedo perdonarme.

     Entonces la hermosa niña sacó fuera de la hamaca sus dos bellos brazos blancos, desnudos hasta los hombros, y le acarició la frente, los cabellos y los ojos, cogiéndole la cabeza como para llevarla y ocultarla en su pecho. Sonreía como un niño y le decía una cantidad de zalamerias como yo no he oído nunca. Le cerraba la boca con sus dedos para hablar ella sola. Le decía, jugando y cogiendo sus largos cabellos a modo de pañuelo para secarle los ojos:

     -No es mucho mejor tener contigo una mujer que te ama, di, querido mío? Yo estoy muy contenta por ir a Cayena; veré salvajes y cocoteros como los de Pablo y Virginia, no es eso? Plantaremos cada uno el nuestro. Ya veremos quién será mejor jardinero. Nos haremos una pequeña choza para los dos. Yo trabajaré todo el día y toda la noche si tú quieres. Soy fuerte; mira, mira mis brazos; casi podría levantarte en alto. No te burles de mí. Por otra parte, sé bordar muy bien; y no hay una ciudad en cualquier parte por allí donde hagan falta bordados? Daré lecciones de dibujo y de música también, si se quiere; y si allí saben leerlo, tú escribirás.

     Recuerdo que el pobre muchacho se desesperó tanto, que lanzó un grito cuando su mujer le dijo esto último.

     -Escribir! -gritaba-, escribir!

     Se cogió la mano derecha con la izquierda, apretándola por la muñeca.

     -Ah!, escribir! Por qué he sabido yo nunca escribir? Escribir!, es el oficio de un loco!... He creído en la libertad de la prensa? Dónde tenía yo el ingenio? Y para hacer qué? Para imprimir cinco o seis pobres ideas bastante mediocres, leídas solamente por aquellos que las aman, tiradas al fuego por aquellos que las odian, sin servir para nada más que para hacer que nos persigan! Todavía yo, pase; pero tú, ángel bello convertido en mujer desde hace cuatro días apenas, tú, qué has hecho? Explícame, te lo ruego; por qué te he permitido ser buena hasta el punto de seguirme aquí? Sabes siquiera dónde estás, pobrecita? Y sabes dónde vas? Pronto, hija mía, estarás a mil seiscientas leguas de tu madre y de tus hermanas... Y por mí! Todo esto por mí!

     La joven ocultó la cabeza en la hamaca, y yo, desde arriba, vi que lloraba; pero él, desde abajo, no le veía el rostro, y cuando le sacó fuera de la tela estaba sonriente, para darle alegría.

     -En verdad que en la actualidad no somos ricos -dijo riendo a carcajadas-; oye, mira mi bolsa; no tengo más que un luis solito. Y tú?

     Él se echó a reír también como un niño.

     -A fe mía que aun tenía un escudo, pero se lo di al muchachito que trajo la maleta.

     -Ah, bah!, qué importa! -dijo ella haciendo sonar sus blancos deditos como castañuelas-; nunca se está más contento que cuando no se tiene nada; y no tengo en reserva las dos sortijas de diamantes que me ha dado mi madre? Eso es bueno en todas partes, no es eso? Cuando tú quieras las venderemos. Además, creo que el buen hombre del capitán no dice todas sus buenas intenciones para con nosotros y que sabe lo que hay en la carta. Seguramente una recomendación para nosotros al gobernador de Cayena.

     -Quizá -dijo él-; quién sabe!

     -No es verdad? -continuó su mujercita-; eres tan bueno, que estoy segura de que el Gobierno te ha desterrado por algún tiempo, pero que no te quiere mal.

     Había dicho aquello tan bien, llamándome el buen hombre del capitán, que me estremeció, y hasta se regocijó mi corazón, porque quizás ella habría adivinado con respecto a la carta sellada. Comenzaban otra vez a abrazarse; golpeé con el pie con viveza en el puente para hacer que acabasen.

     Les grité:

     -Eh, amiguitos! Se tiene dada orden de apagar todos los fuegos del buque. Apaguen ustedes la lámpara si les parece.

     Apagaron la lámpara y les oí reír, hablando en voz baja, en la sombra, como escolares. Me puse de nuevo a pasearme solo por el combés fumando mi pipa. Todas las estrellas del trópico estaban en su puesto, grandes como pequeñas lunas. Las miraba, respirando un aire que sentía fresco y bueno.

     Me decía que seguramente aquellos buenos niños habían adivinado la verdad, y esto me daba ánimo. Se podía apostar a que uno de los cinco directores había cambiado de idea y me los recomendaba; no me explicaba bien el porqué, pues hay negocios de Estado que yo no he comprendido nunca; pero, en fin, lo creía, y sin saber por qué estaba contento.

     Bajé a mi habitación y fui a mirar la carta bajo mi viejo uniforme. Tenía otra cara; me pareció que reía y sus sellos eran de color de rosa. Yo no dudaba de su bondad, y le hice un pequeño signo amistoso.

     A pesar de eso, volví a poner mi traje encima; su vista me fastidiaba.

     No pensamos más en mirarla por espacio de algunos días y estábamos alegres; pero cuando nos aproximábamos al primer grado de latitud comenzamos a no hablarnos ya.

     Cierta mañana me desperté bastante asombrado de no sentir ningún movimiento en el buque. A decir verdad, no duermo nunca más que con un ojo, como se suele decir, y al faltarme el balanceo abrí los dos. Habíamos caído en una calma chicha, y aquello era bajo el 1 latitud Norte, al 27 de longitud. Asomé las narices en el puente; el mar estaba liso como una balsa de aceite; todas las velas abiertas caían, pegadas a los palos, como balones vacíos. En seguida dije: Vaya, ya tendré tiempo de leerla!, mirando de soslayo hacia la carta. Esperé hasta la tarde, a la puesta del sol. Sin embargo, era preciso leerla; abrí el reloj y saqué vivamente la orden sellada. Pues bien, amigo mío, la tenía en la mano desde hacía un cuarto de hora y no podía leerla aún. Al fin me dije:

     Esto es demasiado!, y rompí los tres sellos de un tirón, y el sello grande rojo lo hice polvo.

     Después de haberla leído, me froté los ojos, creyendo haberme engañado.

     Volví a leerla por entero; la leí otra vez; empezaba de nuevo por la última línea, subiendo hasta la primera. No creía lo que decía; sentía ponérseme tirante la piel del rostro; me froté las mejillas con ron y me eché un poco en el hueco de las manos; tenía compasión de mí mismo por ser tan bestia; pero fue cuestión de un momento; subí a tomar el aire.

     Laurita estaba aquel día tan bonita, que no quise acercarme a ella; llevaba un vestidito blanco muy sencillo, con los brazos desnudos hasta el cuello, y sus largos cabellos sueltos, como los llevaba siempre. Se divertía mojando en el mar su otro vestido al extremo de una cuerda, y reía tratando de parar las ovas, plantas marinas semejantes a racimos de uvas y que flotan sobre el agua de los trópicos.

     -Ven a ver los racimos! Ven de prisa! -gritaba.

     Y su amigo se apoyaba en ella, y se inclinaba, y no miraba al agua, porque la miraba a ella de un modo muy tierno.

     Hice seña al joven de que viniese a hablarme. Ella se volvió. No sé qué cara tendría yo, pero dejó caer la cuerda; cogió violentamente por el brazo a su marido y le dijo:

     -Oh, no vayas! Está muy pálido!

     Bien podía ser; había por qué palidecer. Él vino, sin embargo, a mi lado. Ella nos miraba, apoyada contra el palo mayor. Nos paseamos largo rato en todos sentidos sin decir nada. Yo fumaba un cigarro, que encontraba amargo, y lo tiré al agua. Él me seguía con la vista; le cogí por el brazo; me ahogaba, palabra de honor!, me ahogaba.

     -Vamos! -le dije al fin-; cuénteme usted, amiguito, cuénteme usted un poco su historia. Qué diablos ha hecho usted a esos perros de abogados que están allí como cinco pedazos de rey? Parece ser que le quieren a usted horriblemente mal! Es gracioso!

     Se encogió de hombros, inclinando la cabeza -con un aspecto tan dulce el pobre muchacho!-, y me dijo:

     -Oh, Dios mío! No gran cosa, capitán: tres cuplés de zarzuela sobre el Directorio; eso es todo.

     -No es posible! -dije.

     -Oh, Dios mío, sí! Los cuplés no eran ni aun demasiado buenos. Fui requerido el 15 fructidor y conducido a la fuerza, juzgado el 16, condenado a muerte al principio, y después, a la deportación, por benevolencia.

     -Es gracioso! -dije-. Los directores son compañeros muy susceptibles, pues la carta que usted sabe me da orden de que le fusile.

     No respondió, y sonrió con una presencia de ánimo bastante buena para un joven de diecinueve años. Solamente miró a su mujer y se enjugó la frente, de donde caían gotas de sudor. Yo tenía tantas como él en la cara, por lo menos, y otras gotas en los ojos.

     Continué:

     -Parece ser que esos ciudadanos no han querido resolver este asunto en tierra y han pensado que aquí no parecería tan grave. Pero para mí esto es muy triste, pues es inútil que usted sea un buen muchacho; yo no puedo dejar de obedecer; la sentencia de muerte está en regla; la orden de ejecución, firmada, legalizada, sellada; nada falta.

     Me saludó muy cortésmente, poniéndose muy encarnado:

     -No pido nada, capitán -dijo con una voz tan dulce como de costumbre-; me desolaría ser causa de que faltase usted a sus deberes. Quisiera hablar un poco con Laura y rogar a usted que la proteja, en el caso de que me sobreviviese, cosa que no creo.

     -Oh! En cuanto a eso, es justo, hijo mío -le dije-; si no le parece a usted mal, la conduciré a su familia a mi regreso a Francia, y no me separaré de ella más que cuando ella no quiera verme. Pero, en mi opinión, puede usted vanagloriarse de que no resistirá a ese golpe, pobre mujercita!

     Me cogió las dos manos, me las estrechó y:

     -Mi buen capitán -me dijo-, usted sufre más que yo por lo que tiene que hacer, bien lo comprendo; pero qué podemos hacer nosotros? Cuento con usted para que le conserve lo poco que me pertenece, para que la proteja, para que vele porque ella reciba lo que su anciana madre pueda dejarle, no es eso?, para garantizar su vida, su honor, verdad?, y también para que se atienda siempre a su salud. Mire usted -añadió en voz más baja-: tengo que advertirle a usted que está muy delicada; con frecuencia siente atacado el pecho hasta el punto dedesvanecerse varias veces al día; es preciso que se abrigue bien siempre. En fin, usted reemplazará a su padre, a su madre y a mí tanto como sea posible, no es cierto? Si pudiese conservar las sortijas que le ha dado su madre, sería un placer para mí. Pero si se tiene necesidad de venderlas para ella, estará bien que se haga. Mi pobre Laurita! Mire usted qué hermosa está!

     Como aquello comenzaba a ponerse demasiado tierno, me fastidió y comencé a fruncir las cejas; le había hablado en tono alegre para hacerme el fuerte, pero ya no podía más.

     -En fin, basta! -le dije-. Entre gentes honradas, lo demás está comprendido. Vaya usted a hablarle, y despachemos!

     Le estreché la mano amigablemente; y como no soltase la mía, mirándome con un aspecto singular:

     -Ah! Sí; tengo un consejo que darle -añadí-; es que no le hable usted de esto. Arreglaremos la cosa sin que ella se dé cuenta ni usted tampoco. Esté usted tranquilo; eso corre de mi cuenta.

     -Ah! Eso es diferente -dijo-. Yo no sabía... Es preferible, en efecto. Por otra parte, los adioses, los adioses hacen perder las fuerzas!

     -Sí, sí -le dije-. No sea usted niño; es preferible. No la abrace usted, amigo mío; no la abrace usted, si puede, o está perdido.

     Le di otra vez un apretón de manos y le dejé marchar. Oh, qué duro era para mí todo aquello!

     A fe mía que me pareció que guardaba bien el secreto, pues se pasearon cogidos del brazo por espacio de un cuarto de hora y se llegaron de nuevo al borde del agua a coger la cuerda y el vestido, que uno de mis grumetes había sacado.

     Llegó de repente la noche. Era el momento que yo había escogido. Pero aquel momento ha durado en mí hasta el día en que estamos y le arrastraré toda la vida como una cadena de presidiario.

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     Aquel viejo comandante se vió forzado a detenerse. Yo me guardé de hablar, por miedo a desviar sus ideas. Empezó de nuevo, golpeándose el pecho:

     -Aquel momento, se lo aseguro a usted, no puedo comprenderlo todavía. Sentí que la cólera me subía a la cabeza, y al mismo tiempo un no sé qué me hacía obedecer. Llamé a los oficiales y le dije a uno de ellos:

     -Vamos! Un bote a la mar..., pues ahora somos verdugos! Metan ustedes en él a aquella mujer y se la llevan lejos, hasta que oigan unos disparos. Entonces vuelven ustedes.

     Obedecer a unos pedazos de papel, pues al fin no era más que eso! Era preciso que hubiese algo en el aire que me empujase. Vi de lejos a aquel joven... Oh! Era horroroso verle arrodillarse delante de su Laurita y besarle las rodillas y los pies! No le parece a usted que yo era muy desgraciado?

     Grité como un loco:

     Separadlos!... Somos todos unos malvados! Separadlos! La pobre República es un cuerpo muerto! Directores y directorios son la miseria de la República! Yo abandono el mar! No temo a todos vuestros abogados! Que les cuenten lo que digo! Qué me importa?

     Ah! Bien poco me preocupaban, en efecto! Hubiese querido tenerles allí! Hubiese hecho fusilar a los cinco, los bribones! Oh! Lo hubiese hecho! Me importaba la vida tanto como el agua que cae ahora, vea usted... Bastante me preocupaba!... Una vida como la mía!... Ah! Bien! Pobre vida!... Bah!...

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     Y la voz del comandante se apagó poco a poco y se hizo tan incierta como sus palabras; y anduvo mordiéndose los labios y frotándose las cejas en una distracción terrible y huraña. Tenía pequeños movimientos convulsivos y daba a la mula con la vaina de la espada, como si hubiese querido matarla. Lo que me asombró fue ver que la pobre piel amarilla de su cara se ponía de un rojo obscuro. Se desabrochó y entreabrió violentamente el uniforme, descubriéndose el pecho al viento y a la lluvia. Continuamos andando así, en un gran silencio. Comprendí que no hablaría más por su cuenta, y me resolví a preguntar:

     -Bien comprendo -le dije, como si hubiese acabado su historia- que después de una aventura tan cruel se toma horror al oficio.

     -Oh!, el oficio; está usted loco? -me dijo bruscamente-. Ése no es el oficio! Jamás el capitán de un barco estará obligado a ser un verdugo, sino cuando vengan gobiernos de asesinos y de ladrones que se aprovechen de la costumbre que tiene un pobre hombre de obedecer ciegamente, de obedecer siempre, de obedecer como un desgraciado mecánico, contra su corazón.

     Al mismo tiempo sacó del bolsillo un pañuelo rojo, sobre el que se puso a llorar como un niño. Me detuve un momento, como para arreglar mi estribo, y, quedándome detrás de la carreta, anduve algún tiempo tras ella, comprendiendo que se sentiría humillado sí yo veía claramente sus abundantes lágrimas.

     Lo había adivinado, pues al cabo de un cuarto de hora, poco más o menos, vino también detrás de su pobre equipaje y me preguntó si llevaba navaja de afeitar en el portamantas; a lo que le respondí sencillamente que, no teniendo aún barba, aquello me era muy inútil. Pero no le interesaba, era por hablar de otra cosa. Sin embargo, noté con placer que volvía a su historia, pues me dijo de repente:

     -Usted no ha visto nunca barcos en su vida, verdad?

     -No los he visto -dije- más que en el Panorama de París, y no me fío mucho de la ciencia marítima que haya sacado de allí.

     -Por consecuencia, no conoce usted los nombres técnicos?

     -No, señor -le dije.

     -Pues hay en los barcos una especie de terraza de vigas, que sale de la parte de delante del navío y desde donde se echa el ancla al mar. Cuando se fusila a un hombre, se le hace colocar allí por lo regular -añadió más bajo.

     -Ah!, ya comprendo, para que caiga al mar.

     No respondió y se puso a describir todas las clases de botes que puede llevar un brick y su posición en el barco; y después, sin orden en las ideas, continuó su relato con ese aire afectado de indiferencia que infaliblemente proporciona un largo servicio, porque es preciso mostrar a los inferiores el desprecio al peligro, el desprecio a los hombres, el desprecio a la vida, el desprecio a la muerte y el desprecio a sí mismo; y todo esto oculta bajo una seca envoltura casi siempre una sensibilidad profunda. La dureza de un hombre de guerra es como una máscara de hierro sobre un noble rostro, como un calabozo de piedra que encierra un prisionero real.

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     -Esas embarcaciones tienen seis hombres -continuó-. Cogieron a Laura y se la llevaron con ellos, sin que tuviese tiempo de gritar ni de hablar. Oh!, ésa es una cosa de la que ningún hombre honrado puede consolarse cuando es causante de ella. Es Inútil decirlo; no se olvida una cosa semejante!... Ah! Qué tiempo hace!... Qué diablo me ha impulsado a contar esto? Cuando lo cuento no puedo detenerme, se acabó. Es una historia que me embriaga como el vino de Jurançon. Ah! Qué tiempo hace! Llevo calada la ropa... Creo que le hablaba a usted de la pequeña Laurita! Pobre mujer! Qué gentes tan torpes hay en el mundo! El oficial fue lo bastante tonto para conducir el bote delante del brick. Además, es cierto que no se puede prever todo. Yo contaba con la noche para ocultar el negocio y no pensé en la luz de los doce fusiles haciendo fuego a la vez. Y a fe mía! vio desde el bote caer al mar a su marido, fusilado.

     Si hay un Dios allá arriba, él sabe cómo sucedió lo que voy a contarle; yo no lo sé; pero lo vieron y lo oyeron como yo le veo y le oigo a usted. En el momento que hicieron fuego se llevó Laurita la mano a la cabeza, como si una bala la hubiese herido en la frente, y se sentó en el bote, sin desvanecerse, sin gritar, sin hablar, y volvió al brick cuando quisieron y como quisieron. Fui a ella, le hablé largo rato y lo mejor que pude. Ella parecía escucharme y me miraba el rostro frotándose la frente. No comprendía; tenía la frente roja y el resto de la cara muy pálido. Temblaba convulsivamente, como si tuviese miedo de todo el mundo. Así se quedó. Todavía está lo mismo, pobrecilla!; idiota o como imbécil o loca; como usted quiera.

     Nunca se le ha sacado una palabra, a no ser cuando dice que le quiten lo que tiene en la cabeza.

     Desde aquel momento yo me quedé tan triste como ella y sentí en mí algo que me decía:

     -Permanece con ella hasta el fin de tus días y guárdala; y lo he hecho. Cuando volví a Francia, pedí pasar con mi guarnición a las tropas de tierra. Había tomado odio al mar, porque en él había derramado sangre inocente. Busqué a la familia de Laura. La madre había muerto. Sus hermanas, a quienes se la llevaba loca, no la quisieron y me ofrecieron meterla en Charenton. Les volví la espalda y me la llevé conmigo. Ah, Dios mío! Si quiere usted verla, compañero, en usted consiste.

     -Estará ahí dentro? -le dije.

     -Ciertamente! Verá usted! Espere. Oooh..., oooh..., mula!...



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Capítulo VI

Cómo continué mi camino.

     Y paró a la pobre mula, que pareció encantada de que yo hubiese hecho aquella pregunta. Al mismo tiempo levantó la tela encerada del cochecito, como para arreglar la paja que casi lo llenaba, y vi algo muy doloroso. Vi dos ojos azules, desmesuradamente grandes, admirables de forma, saliendo de una cabeza pálida, delgada y larga, inundada de cabellos rubios muy lisos. No vi, en verdad, más que aquellos dos ojos, que eran todo en aquella pobre mujer, pues el resto estaba muerto. Su frente estaba roja; sus mejillas, hundidas y blancas, tenían pómulos azulados; estaba acurrucada en medio de la paja tan bien, que apenas se veían salir sus dos rodillas, sobre las que jugaba al dominó ella sola. Nos miró un momento, tembló, me sonrió un poco y se puso de nuevo a jugar. Me pareció que se aplicaba a comprender cómo su mano derecha derrotaba a su mano izquierda.

     -Vea usted: hace un mes que juega esa partida -me dijo el jefe del batallón-; mañana será quizás otro juego que dure mucho tiempo. Es curioso, eh?

     Al mismo tiempo se puso a reponer la tela encerada de su chacó, que la lluvia había estropeado un poco.

     -Pobre Laurita! -dije-. Has perdido para siempre!

     Aproximé mi caballo al cochecito y tendí la mano a la joven; ella me dió la suya maquinalmente y sonriendo con mucha dulzura. Noté con asombro que en sus largos dedos tenía dos sortijas de diamantes; pensé que serían aún las sortijas de su madre, y me pregunté cómo las había dejado allí la miseria. Por nada del mundo hubiese hecho esta observación al viejo comandante; pero como me seguía con la vista y veía que la mía se había detenido en los dedos de Laura, me dijo con cierto orgullo:

     -Son diamantes bastante gordos, verdad? Podrían tener un precio en las ocasiones, pero no he querido que la pobre niña se separase de ellos. Cuando se toca las sortijas, llora; no las deja. Por lo demás, no se queja nunca, y de vez en cuando puede coser. Le di palabra a su pobre maridito, y en verdad la cumplo. No la he abandonado nunca y he dicho en todas partes que era mi hija, que estaba loca. Han respetado eso. En el ejército todo se arregla mejor de lo que se cree en París, ya ve usted. Ha hecho todas las guerras del Emperador conmigo y siempre la he sacado bien del asunto. La tenía siempre abrigada, cosa que no es imposible con la paja y un cochecito. Tenía sus ropas bastante cuidadas, y siendo yo jefe del batallón, con una buena paga, mi pensión de la Legión de Honor y el mes Napoleón, que en aquel tiempo era doble, marchaba completamente al corriente y no me molestaba. Al contrario, sus niñerías hacían reír a veces a los oficiales del séptimo de ligeros.

     Entonces se aproximó a ella y le dio unos golpecitos en el hombro, como hubiese hecho con su mulita.

     -Y bien, hija mía! Di algo, habla un poco a este teniente; vamos, una pequeña inclinación de cabeza.

     La joven se puso de nuevo a sus dominós.

     -Oh! -dijo el comandante-. Es que está un poco huraña hoy porque llueve. Sin embargo, no se resfría nunca. Los locos no están nunca enfermos; por esa parte, es cómodo. En el Beresina y en todas las retiradas de Moscú iba con la cabeza desnuda. Vamos, hija mía, juega siempre; no te inquietes por nosotros; haz tu voluntad, Laurita.

     La joven le cogió la mano, que tenía apoyada en su hombro, una mano gruesa, negra y arrugada; se la llevó tímidamente a los labios y la besó como un pobre esclavo. Sentí el corazón oprimido por aquel beso y volví la brida violentamente.

     -Quiere usted que continuemos nuestro camino, comandante? -le dije-. Se hará de noche antes de que estemos en Bethune.

     El comandante raspó cuidadosamente conla punta de su sable el barro amarillo que cargaba sus botas; en seguida se subió en el estribo del cochecito y cubrió la cabeza de Laura con el capuchón de paño de una capita que llevaba. Se quitó la corbata de seda negra y la rodeó al cuello de su hija adoptiva; después dio una patada a la mula, hizo un movimiento con un hombro y dijo:

     -En marcha, mala tropa!

     Y nos pusimos de nuevo en camino.

     La lluvia caía siempre tristemente; el cielo gris y la tierra gris se extendían sin fin; una especie de luz opaca, un sol pálido, todo mojado, bajaba detrás de grandes molinos que no daban vueltas. Nuevamente caímos en un gran silencio.

     Yo miraba a mi viejo comandante; andaba a grandes pasos, con un vigor siempre sostenido, mientras que su mula no podía ya más, y hasta mi caballo comenzaba a bajar la cabeza. Aquel buen hombre se quitaba de vez en cuando el chacó para enjugar su frente calva y algunos cabellos grises de su cabeza, sus tupidas cejas o sus blancos bigotes, de donde caía la lluvia. No se inquietaba por el efecto que hubiese podido producir en mí su relato. Él no se había mostrado ni mejor ni peor de lo que era. No se había dignado hacerse resaltar. No pensaba en sí mismo, y al cabo de un cuarto de hora empezó en el mismo tono una historia mucho más larga sobre una campaña del mariscal Massena, en la que él había formado en cuadro su batallón contra no sé qué caballería. Yo no le escuchaba, a pesar de que se acaloraba para mostrarme la superioridad de la infantería sobre la caballería.

     Llegó la noche y nosotros no caminábamos de prisa. El barro era cada vez más espeso y más profundo. Nada en la carretera y nada al final. Nos detuvimos al pie de un árbol muerto, el único árbol del camino. Prestó primeramente sus cuidados a la mula, como yo a mi caballo. En seguida miró al interior del cochecito, como una madre a la cuna de su hijo. Le oí que decía: Vamos, hija mía, échate esta levita sobre los pies y trata de dormir. Ah! Esto está bien! No tiene ni una gota de lluvia. Ah, diablo! Me ha roto el reloj que le había dejado al cuello! Oh! Mi pobre reloj de plata! Bueno; es lo mismo; trata de dormir, hija mía. Dentro de poco va a venir buen tiempo. Es curioso! Tiene siempre fiebre; las locas son así. Toma; mira: chocolate para ti, hija mía.

     Apoyó el cochecito contra el árbol y nos sentamos bajo las ruedas, al abrigo del eterno aguacero, dividiendo un pedacito de pan entre los dos. Mala cena!

     -Me disgusta que no tengamos más que esto -dijo-; pero vale más que caballo cocido bajo la ceniza con en la pólvora encima a modo de sal, como se comía en Rusia. A la pobre mujercita es muy justo que le dé lo mejor que tenga. Ya ve usted que la pongo siempre aparte. No puede sufrir la vecindad de un hombre después del asunto de la carta. Yo soy viejo y parece ser que cree que soy su padre; a pesar de eso, me estrangularía si quisiera besarla tan sólo en la frente. La educación deja siempre algo, según parece; jamás he visto que se olvide ocultarse como una religiosa. Es magnífico, eh?

     Mientras hablaba de este modo oímos suspirar y decir: Quitad este plomo! Quitadme este plomo! Me levanté, pero él me hizo volverme a sentar.

     -Estése usted quieto, estése usted quieto -me dijo-. No es nada; eso lo dice toda la vida, porque cree sentir siempre una bala en la cabeza. Pero no le impide hacer lo que se le dice, y con mucha dulzura.

     Me callé, escuchándole con tristeza. Me puse a calcular que de 1797 a 1815, en que estábamos, habían pasado diez y ocho años así para aquel hombre. Permanecí mucho tiempo en silencio a su lado, tratando de darme cuenta de aquel carácter y de aquel destino. En seguida, a propósito de nada, le di un apretón de manos lleno de entusiasmo. Él se asombró.

     -Es usted un hombre digno! -le dije.

     -Ah! Y por qué? -me respondió-. Lo dice usted por lo de esta pobre mujer? Bien comprende usted, hijo mío, que era un deber. Hace mucho tiempo que me he resignado.

     Y me habló otra vez de Massena.

---

     A la mañana siguiente, al ser de día, llegamos a Bethune, pequeña ciudad, fea y fortificada, de la que se diría que las murallas, estrechando su círculo, han oprimido a las casas una sobre otra. Todo estaba allí en confusión; era el momento de una alerta. Los habitantes comenzaban a retirar las banderas blancas de las ventanas y a coser los tres colores en sus casas. Los tambores y las cornetas dejaban oír el toque de generala por orden del señor duque de Berry; las largas carretas picardas llevaban los Cientos Suizos y sus equipajes; los cañones de los Gardes-du-Corps corrían a las murallas; los coches de los príncipes, los escuadrones de las compañías rojas, formándose, llenaban la ciudad. La vista de los gendarmes del rey y de los mosqueteros me hizo olvidar a mi viejo cornpañero de camino. Me uní a mi compañía y perdí entre la muchedumbre al cochecito y a sus pobres habitantes. Y los perdía para siempre, con gran sentimiento por mi parte.

     Aquella fue la primera vez en mi vida que leí en el fondo de un verdadero corazón de soldado. Aquel encuentro me reveló una naturaleza de hombre que me era desconocida, y que el país conoce mal y no trata bien; desde luego, la coloqué muy alta en mi estimación. Después he buscado con frecuencia a mi alrededor algún hombre semejante a aquél y capaz de aquella abnegación completa e insignificante de sí mismo. Pues bien; por espacio de catorce años que he vivido en el Ejército, solamente en él, y sobre todo en las filas desdeñadas y pobres de la infantería, he encontrado esos hombres de carácter antiguo que llevan el sentimiento del deber hasta sus últimas consecuencias, sin tener remordimientos por la obediencia ni vergüenza por la pobreza, sencillos de costumbres y de lenguaje, orgullosos de la gloria del país y despreocupados de la suya propia, encerrándose con placer en la obscuridad y partiendo con los desgraciados el pan negro que pagan con su sangre.

     Ignoré mucho tiempo lo que había sido de aquel pobre jefe de batallón; tanto más, cuanto que no me había dicho su nombre, ni yo se lo había preguntado. Un día, sin embargo, en el café, creo que en 1825, un viejo capitán de infantería, a quien se lo describí mientras esperábamos la parada, me dijo:

     -Ah, pardiez, amigo mío; he conocido a ese pobre diablo! Una bala le quitó de en medio en Waterloo. Dejó, en efecto, entre sus equipajes una especie de hija loca, que llevamos al hospital de Amiéns, cuando íbamos a incorporarnos al ejército del Loira, y que murió allí furiosa al cabo de tres días.

     -Lo creo -le dije-; ya no tenía a su padre protector!

     -Ah! Bah! Padre? Qué es lo que dice usted? -añadió con un tono que quería hacer fino y licencioso.

     -Digo que tocan llamada -respondí saliendo.

     Yo me había resignado también.

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