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Libro tercero

Recuerdos y grandeza militar

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Capítulo I

     ¡Cuántas veces vimos acabar así, en accidentes obscuros, modestas existencias que hubiesen sido sostenidas y alimentadas por la gloria colectiva del Imperio! Nuestro Ejército había recogido los inválidos del gran ejército, y morían en nuestros brazos, dejándonos el recuerdo de sus caracteres primitivos y singulares. Aquellos hombres nos parecían los restos de una raza gigantesca que se agotaba hombre por hombre y para siempre. Amábamos lo que había de bueno y honrado en sus costumbres; pero nuestra generación, más estudiosa, no podía por menos de sorprender a veces en ello algo de pueril y un tanto atrasado que la ociosidad de la paz hacia resaltar a nuestros ojos. El Ejército nos parecía un cuerpo sin movimiento. Nos ahogábamos encerrados en el vientre de aquel caballo de madera, que jamás se abría en ninguna Troya. Vosotros, compañeros, lo recordáis; no cesábamos de estudiar los Comentarios de César, Turena y Federico II, y leíamos sin cesar la vida de aquellos generales de la República, tan puramente prendados de la gloria; aquellos héroes pobres y cándidos como Marceau, Dexais y Kléber, jóvenes de virtud antigua; y después de haber examinado sus maniobras de guerra y sus campañas, caíamos en una amarga tristeza, midiendo nuestro destino con el suyo y calculando que su encumbramiento era debido a que habían puesto el pie desde luego, y a los veinte años, en la cima de aquella escala de grados que a nosotros nos costaba ocho años por escalón. Para vosotros, a quienes he visto sufrir tanto la pesadez y el disgusto de la servidumbre militar, escribo sobre todo este libro. Además, junto a esos recuerdos donde doy a conocer algunos rasgos de lo bueno y honrado que hay en los ejércitos, pero en los que detallo algunas pequeñeces penosas de esa vida, quiero poner aquellos otros que nos permiten levantar la frente ante el espectáculo de sus grandezas.

     La grandeza guerrera o la belleza de la vida de las armas es, a mi parecer, de dos clases: la del mando y la de la obediencia. La una, exterior, activa, brillante, orgullosa, egoísta, caprichosa, será de día en día menos común y menos deseada, a medida que la civilización se haga más pacífica; la otra, interior, pasiva, obscura, modesta, abnegada, perseverante, será más honrada cada día; pues hoy, que languidece el espíritu de conquista, todo lo que un carácter elevado puede llevar de grande al oficio de las armas me parece que está menos en la gloria de combatir que en el honor de sufrir en silencio y de cumplir con constancia deberes con frecuencia odiosos.

     Si el mes de julio de 1830 tuvo sus héroes, también tuvo en vosotros sus mártires, ¡oh valientes compañeros míos! Ya estáis todos ahora separados y dispersos. Muchos entre vosotros se han retirado en silencio, después de la tormenta, bajo el techo familiar; por pobre que fuese, le han preferido a la sombra de otra bandera. Otros han querido buscar sus flores de lis en los matorrales de la Vendée, y los han regado una vez más con su sangre; otros han ido a morir por reyes extranjeros; otros, sangrando aún de las heridas de los tres días, no han podido resistir a la tentación de la espada; la han vuelto a coger en nombre de Francia y aun han conquistado para ella ciudadelas. En todos, la misma costumbre de darse en cuerpo y alma, la misma necesidad de sacrificarse, el mismo deseo de llevar y ejercer en cualquier lado el arte de sufrir bien y de bien morir.

     Pero en todo lugar se ha escuchado la queja de aquellos que no han tenido que combatir allí donde los habla lanzado la suerte. El combate es la vida del Ejército. Donde comienza, el sueño se convierte en realidad, la ciencia en gloria y la servidumbre en servicio. La guerra consuela por su esplendor de las penas inauditas que el letargo de la paz causa a les esclavos del Ejército; pero, lo repito, no es en los combates donde se encuentran las más puras grandezas. Hablaré de vosotros frecuentemente a los demás; pero quiero una vez, antes de cerrar este libro, hablaros de vosotros mismos y de una vida y dc una muerte que tuvieron a mis ojos un gran carácter de fuerza y de candor.



La vida y la muerte del capitán Renaud o el bastón de junco

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Capítulo II

Una noche memorable.

     La noche del 27 de julio de 1830 fue silenciosa y solemne. Su recuerdo está para mí más presente que el de algunos cuadros más terribles que el destino me ha puesto ante los ojos. La calma de la tierra y del mar ante el huracán no tiene tanta majestad como la que tenía París ante la Revolución. Los bulevares estaban desiertos. Yo caminaba solo, en la madrugada, a lo largo de esos bulevares, mirando y escuchando ávidamente. El cielo puro extendía sobre la tierra el blanco resplandor de sus estrellas; pero las casas estaban obscuras, cerradas y como muertas. Todos los reverberos de las calles estaban rotos. Algunos grupos de obreros se reunían al pie de los árboles escuchando a un orador misterioso que les deslizaba palabras secretas en voz baja. Después se separaban corriendo y se lanzaban por calles estrechas y negras. Se arrimaban a algunas puertecillas excusadas que se abrían como trampas y se volvían a cerrar tras ellos. Entonces nada se movía ya y la ciudad parecía no tener más que habitantes muertos y casas apestadas.

     De trecho en trecho se encontraba una masa sombría, inerte, que no se reconocía más que tocándola; era un batallón de la Guardia, de pie, sin movimiento, sin voz. Más lejos, una batería coronada por sus mechas encendidas como por dos estrellas.

     Se podía pasar impunemente ante aquellos cuerpos imponentes y sombríos, dar vueltas a su alrededor, irse, volver, sin oír una pregunta, una injuria o una palabra. Eran inofensivos; sin cólera, sin odio; estaban resignados y esperaban.

     Cuando me aproximaba a uno de los batallones más numerosos se adelantó hacia mí un oficial con extremada cortesía y me preguntó si las llamas que se veían a lo lejos iluminando la puerta de Saint-Denis procedían de un incendio; iba a adelantarse con su compañía para asegurarse de ello. Le respondí que salían de algunos grandes árboles que los comerciantes hacían derribar e incendiar, aprovechándose de la confusión, para destruir aquellos viejos olmos que ocultaban sus tiendas. Entonces, sentándose en uno de los bancos de piedra del bulevar, comenzó a trazar líneas, y círculos en la arena con un bastón de junco. Por este hecho le reconocí, mientras que él me reconocía mi rostro. Como yo permaneciese de pie ante él, me estrechó la mano y me rogó que me sentase a su lado.

     El capitán Renaud era un hombre de sentido recto y severo y de espíritu muy cultivado, como muchos de los que encerraba la Guardia en aquella época. Su carácter y sus costumbres nos eran muy conocidos, y los que lean estos recuerdos sabrán en qué rostro serio deben colocar su nombre de guerra, dado por los soldados, adoptado por los oficiales y recibido indiferentemente por el hombre. Como las viejas familias, los viejos regimientos, conservados intactos por la paz, adquieren costumbres familiares e inventan nombres característicos para sus hijos. Una antigua herida recibida en la pierna derecha motivaba aquella costumbre del capitán de apoyarse siempre en aquel bastón de junco, cuyo puño era muy singular y llamaba la atención de todos los que lo veían por primera vez. Lo llevaba a todas partes y casi siempre en la mano. Por lo demás, no ponía ninguna afectación en esta costumbre; sus maneras eran demasiado sencillas y serias. Sin embargo, se comprendía que aquello le era muy querido. Era muy honrado en la Guardia. Sin ambiciones, y no queriendo ser más de lo que era, capitán de granaderos, se pasaba la vida leyendo y no hablaba sino lo menos posible y por monosílabos. Muy alto, muy pálido y de rostro melancólico, tenía en la frente, entre las cejas, una pequeña cicatriz bastante profunda, que, con frecuencia, de azul que era, se volvía negra y daba a veces un aspecto huraño a su rostro, habitualmente frio y apacible.

     Los soldados le profesaban gran cariño, y, sobre todo, en la guerra de España se observó con cuánta alegría marchaban los destacamentos cuando iban mandados por el Bastón de Junco. Era, en verdad, el Bastón de Junco quien los mandaba, pues el capitán Renaud no ponía nunca la mano en la espada sino cuando, a la cabeza de los tiradores, se aproximaba bastante al enemigo para correr la suerte de batirse cuerpo a cuerpo con él.

     No era solamente un hombre experimentado en la guerra; tenía además un conocimiento tan verdadero de los más grandes asuntos políticos de Europa bajo el Imperio, que no sabía nadie cómo explicárselo; y unas veces se le atribuía a profundos estudios, otras a importantes relaciones muy antiguas, y que su perpetua reserva impedía conocer.

     Por lo demás, el carácter dominante de los hombres de hoy es esa misma reserva, y aquél no hacía más que llevar hasta el extremo el rasgo general. Ahora una apariencia de helada cortesía cubre a la vez carácter y acciones. No creo que muchos podamos reconocernos en los retratos desvaídos que se hacen de nosotros. La afectación es ridícula en Francia más que en cualquier otra parte, y, sin duda por eso, lejos de ostentar en sus rasgos y en su lenguaje el exceso de fuerza que dan las pasiones, cada uno estudia el modo de encerrar en sí las emociones violentas, las penas profundas y los impulsos involuntarios. Yo no pienso que la civilización lo ha enervado todo; veo que todo lo ha enmascarado. Confieso que esto es un bien y me agrada el carácter contenido de nuestra época. En esta frialdad aparente hay pudor, y los sentimientos verdaderos tienen necesidad de él. Encierra además desdén, buena moneda para pagar las cosas humanas. Hemos perdido ya muchos amigos, cuya memoria vive entre nosotros; los recordaréis vosotros, ¡mis queridos compañeros de armas! Unos han muerto en la guerra, otros en duelo, otros se han suicidado; todos hombres de honor y de firme carácter, de pasiones fuertes, y, sin embargo, de apariencia sencilla, fría y reservada. La ambición, el amor, el juego, el odio, los celos, trabajaban en ellos sordamente; pero ellos apenas hablaban y desviaban toda conversación demasiado directa que pudiese tocar el punto sangrante de su corazón. Jamás se los veía tratar de hacerse notar en los salones por una trágica actitud, y si alguna mujer joven, al salir de la lectura de una novela, los hubiese visto completamente sumisos y disciplinados a los saludos de costumbre y a las simples conversaciones en voz baja, los hubiera despreciado; y sin embargo, vivieron y murieron, bien lo sabéis, igual que los fuertes que la Naturaleza haya producido jamás. Catón o Bruto, a pesar de vestir toga, no se condujeron mejor. Nuestras pasiones tienen tanta energía como en cualquier tiempo, pero tan sólo en las huellas de sus fatigas puede conocerlas la mirada de un amigo. Lo exterior, las conversaciones, las maneras, tienen una cierta medida de fría dignidad que es común a todos y de la que no se eximen más que algunos niños que se quieren crecer y hacer valer a todo trance. Ahora la suprema ley de las costumbres es la conveniencia.

     No hay ninguna profesión en la que la frialdad de las formas del lenguaje y de las costumbres contraste más vivamente con la actividad de la vida que la profesión de las armas. En ella se odia la exageración y se desdeña el lenguaje de un hombre que trata de exagerar lo que siente o de enternecer a los demás con su sufrimiento. Yo lo sabía, y me preparaba a dejar bruscamente al capitán Renaud, cuando me cogió del brazo y me retuvo.

     -¿Ha visto usted esta mañana la maniobra de los suizos? -me dijo-; era muy curiosa. Han hecho el fuego de calzada avanzando con una precisión perfecta. Desde que sirvo no lo había visto hacer; es una maniobra de aparato y de ópera; pero en las calles de una gran ciudad puede tener su valor, con tal de que las secciones de derecha a izquierda se formen de prisa delante del pelotón que acaba de hacer fuego.

     Al mismo tiempo continuaba trazando líneas en la tierra con el extremo del bastón; en seguida se levantó lentamente, y como echase a andar a lo largo del bulevar, con intención de alejarse del grupo de oficiales y soldados, le seguí, y continuó hablándome con una especie de exaltación nerviosa y como involuntaria que me cautivó, y que yo nunca hubiese esperado de él, que era lo que se ha convenido en llamar un hombre frío.

     Empezó por una sencilla pregunta, cogiéndose a un botón de mi traje:

     -¿Me perdonará usted -me dijo- que le ruegue me envíe su gola de la Guardia Real, si la conserva usted? Me he dejado la mía en casa y no puedo enviar a buscarla ni ir yo mismo por ella, porque nos matan en las calles como a perros rabiosos; pero después de tres o cuatro años que ha dejado usted el Ejército, quizá no la conserve ya. Yo también había presentado mi dimisión hace quince días, porque estoy muy cansado del Ejército; pero anteayer, cuando vi el edicto, dije: «Vamos a coger las armas». Hice un paquete con mi uniforme, con mis charreteras y mi gorro de pelo, y me fui al cuartel a reunirme de nuevo con esas buenas gentes, a quienes se va a hacer matar por todas las esquinas, y que, ciertamente, hubiesen pensado en el fondo del corazón que les abandonaba de mala manera y en un momento crítico; eso hubiera ido contra el honor, ¿no es verdad?; enteramente contra el honor.

     -¿Conocía usted el edicto -le dije- en el momento de su dimisión?

     -¡A fe mía que no! Ni siquiera lo he leído todavía.

     -Pues entonces, ¿qué se reprocha usted?

     -Nada más que las apariencias, y no he querido que ni aun las apariencias estuviesen contra mí.

     -Es en verdad admirable -dije.

     -¡Admirable! ¡Admirable! -dijo el capitán Renaud andando más de prisa-; es la palabra actual: ¡qué palabra tan pueril! Detesto la admiración: es el principio de muchas malas acciones. Se admira muy barato ahora y a todo el mundo; debemos guardarnos de admirar ligeramente. La admiración es corrompida y corruptora. Se debe obrar bien para sí mismo y no para los demás. Por otra parte, yo tengo acerca de eso mis ideas -acabó bruscamente y se dispuso a abandonarme.

     -Hay algo tan hermoso como un grande hombre -le dije-: un hombre de honor.

     Me cogió la mano afectuosamente. «Esa opinión es común en nosotros -me dijo con viveza-: yo la he puesto en práctica toda mi vida, pero me ha costado caro. No es tan fácil como se cree».

     Al llegar aquí, el subteniente de su compañía vino a pedirle un cigarro. Sacó varios del bolsillo y se los dió sin hablar; los oficiales se pusieron a fumar, paseándose por la calle, en un silencio y una calma que el recuerdo de las circunstancias presentes no interrumpía; ninguno se dignaba hablar de los peligros del día ni de su deber, y conocían a fondo el uno y el otro.

     El capitán Renaud volvió a mí.

     -Hace buen tiempo -me dijo señalando al cielo con su bastón de junco-; no sé cuándo dejaré de ver todas las noches las mismas estrellas; llegué una vez a imaginarme que vería las del mar del Sur; pero estaba destinado a no cambiar de hemisferio. ¡No importa! El tiempo es soberbio; los parisienses duermen o fingen dormir. Ninguno de nosotros ha comido ni bebido desde hace veinticuatro horas; esto pone muy claras las ideas. Recuerdo que un día, yendo a España, me preguntó usted la causa de mis pocos ascensos; no tuve tiempo de contársela, pero esta noche siento en mí la tentación de volver sobre mi vida, que repasaré en la memoria. Recuerdo que a usted le agradan los relatos, y en su vida retirada le gustará acordarse de nosotros. Si quiere usted sentarse conmigo en aquel parapeto del bulevar, conversaremos allí muy tranquilamente, pues me parece que hemos cesado por esta vez de pegarnos a las ventanas y a los tragaluces de las cuevas. No le contaré a usted más que algunas épocas de mi historia, y no haré más que seguir mi capricho. He visto y he leído mucho, pero creo que no sabría escribir. Gracias a Dios, ése no es mi camino, y nunca he tratado de seguirlo. Pero, en cambio, sé vivir, y he vivido conforme a la resolución que había tornado -desde que tuve el valor de tomarla-, y, en verdad, ya es algo. Sentémonos.

     Le seguí lentamente y atravesamos el batallón para pasar a la izquierda de sus magníficos granaderos. Estaban de pie, graves, con la barba apoyada sobre el cañón de sus fusiles. Algunos jóvenes, más fatigados de la jornada que los otros, se habían sentado sobre las mochilas. Todos estaban callados y se ocupaban fríamente en repasar su vestimenta, haciéndola más correcta. Nada anunciaba la inquietud o el descontento. Estaban en sus filas como después de un día de revista, esperando las órdenes.

     Una vez sentados, nuestro viejo camarada tomó la palabra, y, a su modo, me contó tres grandes épocas que me dieron la clave de su vida y me explicaron la rareza de sus costumbres y lo que había de sombrío en su carácter. Nada de lo que me dijo se ha borrado de mi memoria, y lo explicaré, casi palabra por palabra.



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Capítulo III

Malta.

     -Yo no soy nadie -dijo primeramente-, y en la actualidad es una dicha para mí pensar que es así; pero si hubiese sido alguien, podría decir, como Luis XIV: Me ha gustado demasiado la guerra. ¿Qué quiere usted? Bonaparte me había embriagado desde la infancia como a los demás, y su gloria se me subía a la cabeza tan violentamente, que no tenía lugar en el cerebro para otra idea. Mi padre, antiguo oficial superior, siempre en los campos, me era completamente desconocido, cuando un día tuvo el capricho de llevarme con él a Egipto. Tenía yo entonces doce años, me acuerdo todavía de aquel tiempo como si estuviese en él, de los sentimientos de todo el Ejército y de los que tomaban ya posesión de mi alma. Dos espíritus henchían las velas de nuestros barcos: el espíritu de gloria y el espíritu de piratería. Mi padre no escuchaba al segundo más que al viento noroeste que nos conducía; pero el primero zumbaba tan fuerte en mis oídos, qué me volvió sordo durante mucho tiempo a todos los ruidos del mundo, excepto a la música de Carlos XII: el cañón, El cañón me parecia la voz de Bonaparte, y, aun cuando era muy niño, cuando el cañón gruñía me ponía rojo de placer, saltaba de alegría, palmoteaba y le respondía con grandes gritos. Estas primeras emociones prepararon el entusiasmo exagerado que fue el objeto y la locura de mi vida. Un encuentro, memorable para mí, decidió esta especie de admiración fatal, esta adoración insensata, a la que quise sacrificar demasiado.

     La escuadra acababa de aparejar desde el 30 de forestal del año VI. Yo pasaba el día y la noche en el puente, penetrándome de la felicidad de ver el inmenso mar azul y nuestros barcos. Conté hasta cien buques, y no pude contarlos todos. Nuestra línea militar tenía una legua de extensión, y el semicírculo que formaba el convoy tenía por lo menos seis. Yo no decía nada. Veía pasar a Córcega muy cerca de nosotros, arrastrando a Cerdeña tras de sí, y en seguida llegó Sicilia a nuestra izquierda, pues el Junon, que nos conducía a mi padre y a mí, estaba destinado a señalar la ruta y a formar la vanguardia con tres fragatas. Mi padre me cogía de la mano y me mostraba el Etna humeante y rocas que no he olvidado: la Favania y el monte Eria; Marsala, la antigua Lelibea, pasaba a través de sus vapores; yo tomé sus blancas casas por palomas atravesando una nube; y una mañana, era..., sí, era el 24 de prairial, vi al amanecer llegar ante mí un cuadro que me deslumbró para veinte años.

     Malta se erguía con sus fuertes, sus cañones a flor de agua, sus altas murallas, que relucían al herirlas el sol como mármoles recién pulidos, y su hormiguero de galeras muy estrechas corriendo impulsadas por largos remos rojos. Ciento noventa y cuatro buques franceses la envolvían con sus grandes velas y sus pabellones azules, rojos y blancos, que se erizaban en aquel momento en todos los mástiles, mientras que el estandarte de la región bajaba lentamente sobre el Gozo y el fuerte de San Telmo; era la última cruz militante que caía. Entonces la flota disparó quinientos cañonazos.

     El buque Oriente se enfrentaba con nosotros, solo, aparte, grande e inmóvil. Ante él comenzaron a pasar lentamente, uno después de otro, todos los buques de guerra y vi desde lejos a Desaix saludar a Bonaparte. Subimos cerca de él a bordo del Oriente. Al fin, por primera vez vi al general.

     Estaba de pie, cerca de la borda, conversando con Casablanca, capitán del barco -¡pobre Oriente!-, y jugaba con los cabellos de un niño de diez años, hijo del capitán. Inmediatamente tuve celos de aquel niño, y me dió un salto el corazón al ver que tocaba el sable del general. Mi padre se adelantó hacia Bonaparte y le habló largo rato. Yo no le veía todavía el rostro. De repente se volvió y me miró; me estremecí de pies a cabeza a la vista de aquella frente amarilla rodeada de largos cabellos que caían, como si saliesen del mar, completamente mojados; de aquellos grandes ojos grises, de aquellas delgadas mejillas y de aquel labio hundido sobre el agudo mentón. Acababa de hablar de mí, pues decía:

     -Escucha, valiente: puesto que lo quieres, vendrás a Egipto, y el general Vanbois se arreglará sin ti con sus cuatro mil hombres; pero no me gusta que se lleve a los niños; no se lo he permitido más que a Casablanca, y he hecho mal. A éste lo vas a enviar de nuevo a Francia; quiero que se haga fuerte en Matemáticas, y si a ti te ocurre algo allí abajo yo te respondo de él, me encargo de él y le haré un buen soldado.

     Al mismo tiempo se inclinó, y cogiéndome por debajo de los brazos me levantó hasta su boca y me besó en la frente. La cabeza me dio vueltas; comprendí que se adueñaba de mí y que arrebataba mi alma a mi padre, a quien, por lo demás, apenas si yo conocía, puesto que vivía eternamente en el Ejército. Creí experimentar el asombro de Moises pastor al ver a Dios en la zarza. Bonaparte me había levantado libre, y cuando sus brazos volvieron a dejarme con dulzura sobre el puente dejaban allí un esclavo más.

     La víspera me hubiese arrojado al mar si me hubiesen arrastrado al Ejército; pero me dejé llevar cuando quisieron. Me separé de mi padre con indiferencia, y ¡fue para siempre! ¡Pero somos tan malos desde la infancia y, hombres o niños, basta tan poca cosa para quitarnos los buenos sentimientos naturales! Mi padre no era ya mi dueño porque yo había visto al suyo, y de éste solo me parecía emanar toda la autoridad de la tierra. ¡Oh sueños de autoridad y esclavitud! ¡Oh pensamientos corruptores del poder, buenos para seducir a los niños! ¡Falsos entusiasmos, venenos sutiles!, ¿qué antídoto se podrá encontrar jamás contra vosotros? Yo estaba aturdido, embriagado. ¡Quería trabajar, y trabajé hasta volverme loco! Calculaba noche y día, y tomé el uniforme, el saber y, en mi rostro, el color amarillo de la escuela. De vez en cuando el cañón me interrumpía, y aquella voz de semidioses me hacía saber la conquista de Egipto, Marengo, el 18 de brumario, el Imperio... Y el emperador cumplió su palabra. En cuanto a mi padre, no sabía lo que había sido de él, cuando un día recibí esta carta.

     La llevo siempre en esta vieja cartera, que antes era roja, y la leo a menudo para convencerme bien de la inutilidad de las advertencias que da una generación a la que sigue y reflexionar sobre la absurda obstinación de mis ilusiones.

     Dicho esto, el capitán, abriendo su uniforme, sacó del pecho primero el pañuelo y después una carterita que abrió con cuidado. Entramos en un café iluminado aún y allí me leyó estos fragmentos, que han quedado entre mis manos del modo que pronto se sabrá.



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Capítulo IV

Carta sencilla

                                                                                A bordo del lareo inglés Le Culloden,
ante Rochefort, 1804.
               Sent to France, with admiral
          Collingwood's permission.


     «Es inútil, hijo mío, que sepas cómo llega a ti esta carta y por qué medios he podido conocer tu conducta y tu posición actual. Bástete saber que estoy contento de ti, pero que, sin duda, no te volveré a ver jamás. Es probable que esto te inquiete poco. Tú no has conocido a tu padre más que en la edad en que la memoría no ha nacido todavía y en que el corazón no se ha abierto aún. Se abre en nosotros después de lo que generalmente se piensa, y a menudo me he asombrado de que sea así; pero qué le vamos a hacer. Me parece que no eres peor que cualquier otro, y es preciso que me conforme. Todo lo que tengo que decirte es que estoy prisionero de los ingleses desde el 14 termidor del año VI -o desde el 2 de agosto de 1798, antiguo estilo, que dicen vuelve hoy a estar de moda-. Había ido a bordo del Oriente para tratar de persuadir a aquel buen Brueys de que se diese a la vela para Corfú. Bonaparte me había enviado ya a su pobre ayudante de campo Julián, que cometió la tontería de dejar que los árabes le hiciesen prisionero. Yo llegué, pero inútilmente. Brueys estaba tan obcecado como una mula. Decía que iba a buscar el canal de Alejandría para dar entrada a sus barcos; pero añadió algunas palabras bastante orgullosas, que me hicieron ver claramente que en el fondo estaba algo celoso del ejército de tierra. «¿Nos toman por marinos de agua dulce -me dijo- y creen que tenemos miedo a los ingleses?» Más hubiese valido para Francia que hubiese tenido miedo. Pero si cometió faltas, las ha expiado gloriosamente, y por mi parte puedo decir que expío fastidiosamente la que cometí permaneciendo a bordo de su buque cuando le atacaron. Brueys fue herido primeramente en la cabeza y en una mano. Continuó combatiendo hasta el momento en que una bala le arrancó las entrañas. Hizo que le metiesen en un saco de salvado, y murió sobre su banco de cuarto. Nosotros vimos claramente que íbamos a volar hacia las diez de la noche. Lo que quedaba de la tripulación bajó a las chalupas y se salvó, excepto Casablanca, que, como es natural, se quedó el último; pero su hijo, un guapo muchacho a quien tú has visto una vez, vino a mi encuentro y me dijo: «¡Ciudadano: ¿qué pide de mí el honor?» ¡Pobre niño! ¡Según creo, tenía diez años y hablaba de honor en un momento tal! Le tomé sobre las rodillas en la canoa y le evité que viese volar a su padre con el pobre Oriente, que se esparció en el aire como una gavilla ardiendo. Nosotros no perecimos, pero caímos prisioneros, que es en verdad más doloroso, y yo vine a Dóver guardado por un buen capitán inglés llamado Collingwood, que manda ahora el Culloden. Es un hombre atento si los hay, que desde1761 que sirve en la Marina no ha abandonado el mar más que por espacio de dos años, para casarse y dar al mundo sus dos hijos. Esos niños, de quienes habla sin cesar, no le conocen, y su mujer no conoce casi más que por carta su buen carácter. Pero bien comprendo que el dolor de esta derrota de Abukir ha abreviado mis días, que han sido demasiado largos, puesto que he visto un desastre tal y la muerte de mis gloriosos amigos. Mi avanzada edad ha impresionado aquí a todo el mundo; y como el clima de Inglaterra me hace toser mucho y ha renovado todas mis heridas, hasta el punto de privarme enteramente del uso de un brazo, el buen capitán Collingwood ha pedido y obtenido para mí -lo que no hubiese podido obtener para sí mismo, a quien está prohibida la tierra- la gracia de ser trasladado a Sicilia, bajo un sol más cálido y un cielo más puro. Creo que allí acabaré, pues setenta y ocho años, siete heridas, penas profundas y el cautiverio son enfermedades incurables. No tenía que dejarte más que mi espada, ¡pobre niño!, y ahora no tengo ni aun eso, pues un prisionero no tiene espada. Pero tengo, por lo menos, un consejo que darte: y es que desconfíes de tu entusiasmo por los hombres que se elevan rápidamente, y sobre todo por Bonaparte. Tal como te conozco, serás un Seide, y es preciso preservarse del seidismo cuando se es francés, es decir, muy susceptible de ser alcanzado por ese mal contagioso. Es una cosa maravillosa la cantidad de pequeñosy grandes tiranos que ha producido. Nos gustan los fanfarrones extremadamente y nos entregamos a ellos tan de corazón, que no tardamos en mordernos los puños. El origen de ese defecto es una gran necesidad de acción y una gran pereza de reflexión. Resulta que nos gusta infinitamente más darnos en cuerpo y alma a aquel que se encarga de pensar por nosotros y de ser responsable, a riesgo de reírnos luego de él y de nosotros.

     Bonaparte es un buen muchacho, pero es verdaderamente demasiado charlatán. Temo que llegue a ser entre nosotros fundador de un nuevo género de prestidigitación; ya tenemos bastantes en Francia. El charlatanismo es insolente y corruptor, y ha dado tales ejemplos en nuestro siglo y ha armado tanto ruido de tambor y baquetas en la plaza pública, que se ha introducido en toda profesión, y no hay un hombre, por pequeño que sea, a quien no haya engreído. Es incalculable el número de ranas que revientan. Yo deseo vivamente que mi hijo no sea una de ellas.

     Estoy satisfecho de que haya cumplido la palabra que me dio encargándose de ti, como él dice; pero no te fíes demasiado. Poco tiempo después de mi triste salida de Egipto, he aquí la escena que me contaron, y que pasó en cierta comida; quiero referirla, a fin de que pienses en ella con frecuencia.

     El 1 de vendimiario del año VII, estando en El Cairo, Bonaparte, miembro del Instituto, ordenó una fiesta cívica por el aniversario del establecimiento de la República. La guarnición de Alejandría celebró la fiesta alrededor de la columna de Pompeya, en la que se plantó la bandera tricolor; el águila de Cleopatra fue iluminada bastante mal, y las tropas del Alto Egipto celebraron la fiesta lo mejor que pudieron, entre los pilones, las columnas, las cariátides de Tebas, sobre las rodillas del coloso de Memnón, a los pies de las figuras de Tama y Chama. El primer cuerpo de ejército hizo en El Cairo sus maniobras, sus carreras y sus fuegos artificiales. El general en jefe había invitado a comer a todo el Estado Mayor, a los ordenadores, a los sabios, al kiaya del bajá, al emir, a los miembros del diván y a los agás, alrededor de una mesa de quinientos cubiertos dispuesta en la sala baja de la casa que ocupaba en la plaza de El Bequier. el Gorro frigio y la Media Luna se entrelazaban con amor; los colores turcos y franceses formaban una cuna y un tapiz muy agradables, sobre los que se casaban el Corán y la tabla de los Derechos del hombre. Luego que los convidados hubieron comido bien, con los dedos, pollos y arroz sazonado con azafrán, sandías y frutas, Bonaparte, que estaba callado, echó una ojeada muy rápida sobre todos aquéllos. El buen Kléber, que estaba tumbado junto a él, porque no podía doblar a lo turco sus largas piernas, dio un fuerte codazo a Abdallah-Menón, vecino, y le dijo con acento medio alemán:

     -¡Mira! Alí-Bonaparte va a hacernos una de las suyas.

     Le llamaba así porque en la fiesta de Mahoma el general se había divertido poniéndose el traje oriental, y en el momento en que se había declarado protector de todas las religiones le habían concedido pomposamente el nombre de yerno del Profeta y le habían llamado Alí-Bonaparte.

     No había acabado Kléber de hablar, y todavía se pasaba la mano por sus largos cabellos rubios, cuando el pequeño Bonaparte ya estaba de pie, y aproximando el vaso a su delgado mentón y a su gruesa corbata, dijo con voz breve, clara y cortante:

     -¡Bebamos por el año trescientos de la República francesa!

     Kléber se echó a reír en el hombro de Menón, hasta el punto de hacerle derramar su vaso encima de un viejo agá, y Bonaparte miró a los dos de soslayo, frunciendo las cejas.

     Ciertamente, hijo mío, tenía razón, porque en presencia de un general en Jefe, un general de división no debe portarse indecorosamente, aun cuando fuese un buen mozo como Kléber; pero a ellos no les faltaba razón tampoco, puesto que Bonaparte a estas horas se llama el emperador y tú eres su paje.»

... ... ... ... ...

     -En efecto -dijo el capitán Renaud recobrando de mis manos la carta-; acababa yo de ser nombrado paje del emperador en 1804. ¡Oh, qué terrible año aquél! ¡De qué acontecimientos estaba cargado cuando llegó a nosotros y cómo le hubiese estudiado con atención si entonces hubiera sabido estudiar algo! Pero no tenía ojos para ver ni oídos para escuchar otras cosas que las acciones del emperador, la voz del emperador, los gestos del emperador, los pasos del emperador. Su proximidad me embriagaba, su presencia me magnetizaba. La gloria de estar ligado a aquel hombre me parecía la cosa más grande que existía en el mundo, y nunca un amante sintió el ascendiente de su amada con emociones más vivas y más aniquiladoras que las que su vista producían en mí cada día. La admiración de un jefe militar se convierte en pasión, en fanatismo, en frenesí, que hace de nosotros esclavos furiosos, ciegos. Esta pobre carta que acabo de dar a leer a usted no tuvo en mi espíritu otro lugar que el que tiene en los escolares lo que ellos llaman un sermón, y lo único que sentí fue el alivio impío de los muchachos que se encuentran libertados de la autoridad natural y se creen libres porque han escogido la cadena que el entusiasmo general les ha hecho remachar a su cuello. Pero un resto de buenos sentimientos nativos me hizo conservar este escrito sagrado, y su autoridad sobre mí ha crecido a medida que disminuían mis sueños de heroica sujeción. La he llevado siempre sobre el corazón y ha acabado por echar en él raíces invisibles tan pronto como el buen sentido ha despejado mi vida de las nubes que la cubrían entonces. No he podido esta noche por menos de leerla con usted, y me da compasión considerar cuán lenta ha sido la curva que mis ideas han seguido para llegar a la base más sólida y más sensible de la conducta de un hombre. Usted verá a cuán poco se reduce; pero, en verdad, creo que basta para la vida de un hombre honrado, y me ha sido preciso mucho tiempo para llegar a encontrar la fuente de la verdadera grandeza que puede haber en la profesión casi bárbara de las armas.

     Aquí el capitán Renaud fue interrumpido por un viejo sargento de granaderos, que vino a colocarse a la puerta del café, llevando el arma como un suboficial y sacando una carta, escrita en papel gris, colocada en el cinto del fusil. El capitán se levantó apaciblemente y abrió la orden que recibía.

     -Di a Bejaud que copie esto en el libro de órdenes -dijo al sargento.

     -El sargento mayor no ha vuelto del arsenal -dijo el suboficial con voz dulce, como la de una muchacha, y bajando los ojos, sin dignarse siquiera decir cómo había sido muerto su camarada.

     -El furriel le reemplazará -dijo el capitán sin preguntar nada, y firmó la orden sobre el libro del sargento, que le sirvió de pupitre.

     Tosió un momento y continuó con tranquilidad.



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Capítulo V

Diálogo desconocido.

     La carta de mi pobre padre y su muerte, que supe poco tiempo después, produjeron en mí, embriagado como estaba y todo aturdido por el ruido de mis espuelas, una impresión bastante fuerte para ocasionar una gran conmoción en mi ciego ardor, y comencé a examinar más de cerca, y con más calma lo que había de sobrenatural en la magnificencia que me embriagaba. Me pregunté por primera vez en qué consistía el ascendiente que dejábamos tomar sobre nosotros a los hombres de acción revestidos de un poder absoluto, y me atreví a intentar algunos esfuerzos interiores para trazar límites en mi pensamiento a aquella donación voluntaria de tantos hombres a uno solo. Aquella primera sacudida me hizo entreabrir los ojos, y tuve la audacia de mirar de frente al águila deslumbradora que me había arrebatado siendo muy niño, y cuyas uñas me oprimían la cintura.

     No tardé en encontrar ocasiones para examinar más de cerca y para espiar el espíritu del gran hombre en los actos obscuros de su vida privada.

     Se hablan atrevido a crear pajes, como ya le he dicho a usted; pero llevábamos el uniforme de oficiales, esperando la librea verde y calzón rojo que debíamos tomar en la consagración. Servíamos de escuderos, de secretarios y de ayudantes de campo hasta entonces, según la voluntad del dueño, que tomaba lo que encontraba bajo su mano. Se complacía en poblar sus antecámaras, y como la necesidad de dominar le seguía por todas partes, no podía menos de ejercerla en las más pequeñas cosas y atormentaba a los que le rodeaban, por el infatigable manejo de una voluntad siempre activa. Se divertía con mi timidez, jugaba con mis terrores y mis respetos. A veces me llamaba bruscamente, y, viéndome entrar pálido y balbuciente, se divertía haciéndome hablar mucho tiempo para ver mi aturdimiento y turbar mis ideas. Otras, mientras escribía lo que él me dictaba, me tiraba de la oreja al mismo tiempo, a su modo, y me hacía una pregunta imprevista sobre cualquier vulgar conocimiento, como Geografía o Álgebra, poníendome el más sencillo problema de niño; entonces parecía que el rayo caía sobre mi cabeza. Sabía mil veces lo que me preguntaba, sabía más de lo que él creía; sabía con frecuencia hasta más que él, pero su vista me paralizaba. Cuando estaba fuera de la habitación podía respirar; la sangre comenzaba a circular por mis venas, me volvía la memoria y con ella una vergüenza indecible; la rabia se apoderaba de mí, escribía lo que debía responderle y después me revolcaba por la alfombra, lloraba, sentía deseos de matarme.

     -¡Pues, qué! -me decía-. ¿Hay, pues, cabezas lo bastante fuertes para estar seguras de todo y no vacilar ante nadie? ¡Hombres que se distraen por la acción sobre toda cosa, y cuya seguridad aniquila a los demás, haciéndoles pensar que la llave de todo saber y de todo poder, llave que no se cesa de buscar, está en su bolsillo y que no tienen más que abrirlo para sacar de él luz y autoridad infalibles! Comprendía, sin embargo, que aquélla era una fuerza falsa y usurpada. Me rebelaba y gritaba: «¡Miente!» Su actitud, su voz, su gesto, no son más que una pantomima de actor, una miserable ostentacion de soberanía, cuya vanidad debe conocer. ¡No es posible que crea en sí mismo tan sinceramente! Nos prohibe a todos levantar el velo; pero él se ve desnudo por dentro. ¿Y qué es lo que ve? ¡Un pobre ignorante como todos nosotros, y bajo todo eso, la débil criatura! Sin embargo, yo no sabía cómo ver el fondo de aquella alma disfrazada. El poder y la gloria le defendían bajo todos conceptos; yo daba vueltas a su alrededor sin lograr sorprender nada en él, y aquel puercoespín, siempre armado, se revolcaba ante mí no ofreciendo por todos lados más que puntas aceradas. Un día, sin embargo, la casualidad, dueña de todos, las entreabrió, y a través de las picas y los dardos hizo penetrar un momento la luz. Un día, quizás el único de su vida, encontró alguien más fuerte que él y retrocedió un instante ante un ascendiente mayor que el suyo. Yo fui testigo de ello y me sentí vengado.Verá usted cómo ocurrió:

     Estábamos en Fontainebleau. El Papa acababa de llegar. El emperador le había esperado impacientemente para la consagración y le había recibido en coche, subiendo al mismo tiempo uno por cada lado, con una etiqueta en apariencia descuidada, pero calculada profundamente para no ceder ni tomar el paso: astucia italiana. Volvía al castillo y allí todo era ruido; yo había dejado a varios oficiales en la habitación que precedía a la del emperador y me había quedado solo en la suya. Examinaba una larga mesa que tenía en lugar de mármol mosaicos romanos y que estaba cargada de un enorme montón de memoriales. Había visto a menudo a Bonaparte entrar allí y hacerles sufrir una extraña prueba. Nunca los ponía en orden ni al azar; pero cuando su número le irritaba pasaba la mano por encima de la mesa de izquierda a derecha y de derecha a izquierda como un segador, y los dispersaba hasta que el número quedaba reducido a cinco o seis, que abría. Esa especie de juego desdeñoso me había emocionado singularmente. Todos aquellos papeles de luto y de tristeza rechazados y tirados por el suelo como arrebatados por un viento colérico; aquellas súplicas inútiles de viudas y de huérfanos, que no tenían más éxito que ser barridas por el sombrero consular, del mismo modo que las hojas voladizas; todos aquellos pliegos dolientes, humedecidos por las lágrimas, arrastráneose al azar bajo las botas del emperador, y sobre los que éste andaba como sobre sus muertos del campo de batalla, me representaban el destino actual de Francia como una lotería siniestra; y por grande que fuese la mano indiferente y ruda que sacaba los lotes, pensaba que no era justo disponer así, al capricho de sus puñetazos, de tantas fortunas obscuras que hubiesen sido un día quizá tan grandes como la suya si les hubiese sido dado un punto de apoyo. Sentí que mi corazón latía y se rebelaba contra Bonaparte, pero vergonzosamente, como el corazón de un esclavo que era en realidad. Examinaba aquellas cartas abandonadas; gritos de dolor no escuchados se elevaban de sus profundos pliegos, y, cogiéndolas para leerlas y tirándolas de nuevo, yo mismo me hacía juez entre aquellos desgraciados y el dueño que ellos se habían dado y que iba aquel día a sentarse sobre sus cabezas más sólidamente que nunca. Tenía en la mano una de aquellas peticiones cuando el ruido de tambores me hizo saber la súbita llegada del emperador. Usted sabe que lo mismo que se ve la luz del cañón antes de oír su detonación, se le veía siempre, al mismo tiempo que oía uno el ruido de su proximidad, ¡tan rápido era su modo de andar y tanta prisa parecía tener de vivir y de echar sus acciones unas sobre otras! Cuando entraba a caballo en el patio de un palacio, a sus guías les costaba trabajo seguirle, y el centinela no había tenido tiempo de coger las armas cuando él ya había bajado del caballo y subía la escalera. Aquella vez había dejado el coche del Papa para volver solo delante y al galope. Oí sonar sus espuelas al mismo tiempo que el tambor. Apenas tuve tiempo de lanzarme a una alcoba en la que se ostentaba un gran lecho que no servía a nadie, fortificado por una balaustrada de príncipe y felizmente cerrada a medias solamente por cortinones sembrados de abejas.

     El emperador estaba muy agitado; andaba solo en la habitación, como quien espera con impaciencia, y en un instante anduvo tres veces toda su longitud; después se adelantó hacia la ventana a tamborilear en ella una marcha con las uñas. Un coche rodó por el patio y él paró la marcha, dio dos o tres pataditas como impacientado a la vista de alguna cosa que se hacía con lentitud, fue bruscamente a la puerta y abrió al Papa.

     Pío VII entró solo. Bonaparte se apresuró a cerrar la puerta tras él con una prontitud de carcelero. Yo sentí un gran terror, lo confieso, viéndome en tercera persona entre aquella gente. Sin embargo, permanecí sin voz y sin movimientos, mirando y escuchando con todo el poder de mi espíritu.

     El Papa era alto; tenía el rostro alargado, amarillo, en el que se pintaba el sufrimiento, pero lleno de una nobleza santa y de una bondad sin límites. Sus ojos negros eran grandes y bellos; su boca estaba entreabierta por una sonrisa bienhechora, a la que su saliente barbilla daba una expresión de finura muy espiritual y muy viva, sonrisa que no tenía nada de la sequedad política y todo de la bondad cristiana. Un solideo blanco cubría sus largos cabellos, negros pero surcados por anchos mechones plateados. Llevaba negligentemente sobre los hombros encorvados una larga muceta de terciopelo rojo, y la sotana arrastrando hasta los pies. Entró lentamente, con el paso tranquilo y prudente de una mujer de edad. Fue a sentarse, con los ojos bajos, en uno de los sillones romanos dorados y cargados de águilas, y esperó lo que iba a decirle el otro italiano.

     ¡Oh, amigo mío, qué escena! ¡Qué escena! Todavía la veo. No fue el genio del hombre lo que me mostró, sino su carácter; y si su vasto espíritu no se desenvolvió en ella, por lo menos su corazón estalló. Bonaparte no era entonces como usted le ha visto después; no tenía ese vientre de banquero, ese rostro mofletudo y enfermo, esas piernas de gotoso, toda esa enfermiza robustez que el arte ha cogido desgraciadamente para hacer de él un tipo, según el lenguaje actual, y que ha dejado de él a la muchedumbre yo no sé qué forma popular y grotesca que aplican a los juguetes de los niños y le dejará quizá un día fabuloso e imposible como el informe Polichinela. Entonces no era así, amigo mío, sino nervioso y flexible, listo, vivo y esbelto, convulsivo en sus gestos, gracioso en algunos momentos, afectado en sus maneras, con el pecho hundido y tal aun como yo le he visto en Malta, con el rostro melancólico y delgado.

     No cesó de andar por la habitación cuando el Papa hubo entrado; comenzó a dar vueltas alrededor del sillón como un prudente cazador, y deteniéndose de repente frente a él en la actitud rígida e inmóvil de un caporal, siguió el hilo de la conversación comenzada en el coche, interrumpida por la llegada, y que estaba impaciente por continuar.

     -Os lo repito, Santo Padre: yo no soy un espíritu fuerte y no me gustan los razonadores ni los ideólogos. Os aseguro que, a pesar de mis viejos republicanos, iré a la misa.

     Lanzó bruscamente al Papa estas últimas palabras como un golpe de incensario echado al rostro y se detuvo para esperar los efectos que causara, pensando que las circunstancias un poco impías que habían precedido a la entrevista debían dar a aquella confesión súbita y clara un valor extraordinario. El Papa bajó los ojos y colocó las manos sobre las cabezas de águila que formaban los brazos del sillón. Pareció por esta actitud de estatua romana que decía claramente: «Me resigno por anticipado a escuchar todas las cosas profanas que le parezca bien hacerme oír».

     Bonaparte dio la vuelta a la habitación alrededor del sillón, que se encontraba en medio, y vi en la mirada que lanzó de soslayo al anciano Pontífice que no estaba contento ni de sí mismo ni de su adversario y que se reprochaba de haber reanudado demasiado pronto la conversación interrumpida. Así, pues, se puso a hablar con más ilación, andando circularmente y lanzando a hurtadillas miradas penetrantes a los espejos de la habitación, donde se reflejaba el rostro grave del Santo Padre, y mirándole de perfil cuando pasaba por su lado, pero jamás de frente, por miedo a parecer demasiado inquieto por la impresión que sus palabras pudiesen producir.

     -Hay algo -dijo- que lo tengo clavado en el corazón, Santo Padre, y es que consentís en la consagración, del mismo modo que la otra vez consentísteis en el Concordato, como si estuvieseis forzado a ello. Tenéis ante mí el respeto de un mártir, estáis ahí como resignado, como ofreciendo al cielo vuestros dolores, y, en verdad, ésa no es vuestra situación, no estáis prisionero ¡no, por Dios!, sois libre como el aire.

     Pío VII sonrió con tristeza y le miró de frente. Comprendía lo que había de prodigioso en las exigencias de aquel carácter despótico, a quien, como a todos los espíritus de esa clase, no le bastaba hacerse obedecer, si obedeciéndole no se demostraba además haber deseado ardientemente lo que ordenaba.

     -Sí -continuó Bonaparte con más fuerza-, perfectamente libre; podéis volver a Roma, tenéis el camino abierto y nadie os detiene.

     El Papa suspiró y levantó la mano derecha y los ojos al cielo, sin responder. En seguida dejó caer de nuevo con mucha lentitud su arrugada frente y se puso a examinar la cruz de oro suspendida de su cuello.

     Bonaparte continuó dando vueltas más lentamente. Su voz se hizo dulce, y su sonrisa, llena de gracia.

     -Santo Padre, si la gravedad de vuestro carácter no me lo impidiera, diría en verdad que sois un poco ingrato. No me parece que os acordéis lo bastante de los buenos servicios que Francia os ha prestado. El conclave de Venecia, que os eligió Papa, me parece que tiene un poco de aspecto de haber sido inspirado por mi campaña de Italia y por una palabra que yo dije sobre vos.

     Austria no os trató bien entonces,y yo me afligí por ello. Vuestra Santidad se vio, según creo, obligado a volver a Roma por mar, a falta de poder pasar por las tierras austríacas.

     Se interrumpió para oír la respuesta de su silencioso huésped; pero Pío VII no hizo más que una inclinación de cabeza casi imperceptible y permaneció como sumergido en un abatimiento que no le permitía escuchar.

     Entonces Bonaparte arrastró con el pie una silla hasta que estuvo próxima al gran sillón del Papa. Yo me estremecí, porque al ir a buscarla había rozado con la charretera el cortinón de la alcoba en que yo estaba oculto.

     -Y en verdad -continuó- que aquello me afligió como católico. Yo no he tenido nunca tiempo de estudiar mucho la Teología, pero conservo todavía una gran fe en el poder de la Iglesia; tiene una vitalidad prodigiosa, Santo Padre (Voltaire lo ha decentado un poco; pero yo no le amo, y voy a aflojar sobre él un viejo oratoriense exclaustrado). Vos os alegráis de ello. Vamos, si quisierais podríamos hacer muchas cosas en lo por venir.

     Y adoptó un aspecto de inocencia y de juventud muy cariñoso.

     -Yo no sé; aun cuando lo intento, no comprendo bien, en verdad, por qué os causaría repugnancia residir para siempre en París. Yo os dejaría, ¡por mi fe!, las Tullerías si lo quisierais. Encontraríais ya allí vuestra habitación de Monte Cavallo, que os espera. Yo no resido apenas en ella. ¿No veis, Padre, que aquélla es la verdadera capital del mundo? Yo haría todo lo que vos quisierais; empezando porque soy más niño de lo que se me cree. Con tal de que se me dejase la guerra y la cansada política, vos arreglaríais la Iglesia a vuestro gusto. Yo sería vuestro soldado inmediatamente. Sería verdaderamente bello; tendríamos nuestros concilios, como Constantino y Carlomagno; yo los abriría y los cerraría; os pondría en seguida en la mano las verdaderas llaves del mundo, y como Nuestro Señor ha dicho: «He venido con la espada», yo guardaría la espada; os la presentaría para que la bendijeseis solamente después de cada éxito de nuestros ejércitos.

     Al terminar estas palabras se inclinó ligeramente.

     El Papa, que hasta entonces no había dejado de permanecer sin movimiento, como una estatua egipcia, levantó lentamente la cabeza, bajada a medias, sonrió con melancolía, levantó los ojos en alto y dijo con un suspiro apacible, como si confiase su pensamiento a su ángel guardián, invisible:

     -Commediante!

     Bonaparte dio un salto en la silla y brincó como un leopardo herido. Una verdadera cólera se apoderó de él, una de sus cóleras amarillas. Echó a andar, primeramente sin hablar, mordiéndose los labios hasta hacerse sangre. Ya no daba vueltas alrededor de su presa con mirada fina y andar cauteloso, sino que se paseaba derecho y firme en todos sentidos de la habitación, bruscamente, pisando con estrepito y haciendo sonar las espuelas. La habitación tembló; las cortinas se estremecieron como los árboles cuando se acerca el trueno: me pareció que iba a ocurrir alguna cosa terrible y grande; los cabellos me hacían mal, e involuntariamente me llevé la mano a ellos. Miré al Papa, que no se movió; solamente oprimió con ambas manos las cabezas de águila de los brazos del sillón:

     De repente estalló la bomba:

     -¡Comediante! ¡Yo! ¡Ah! Yo os daré comedias que os hagan llorar a todos como mujeres y niños. ¡Comediante! ¡Ah! ¡No estáis en lo cierto si creéis que conmigo se puede hacer alarde de sangre fría insolente! ¡Mi teatro es el mundo; el papel que en él represento es el de dueño y autor; los comediantes sois vosotros, Papa, reyes, pueblo! Y el hilo por el que os muevo es el miedo. ¡Comediante! ¡Ah!, es preciso ser de otra talla muy diferente para atreveros a aplaudirme o silbarme, signor Chiaramonti! ¿Os habéis dado cuenta de que no seríais más que un pobre cura si yo lo quisiese? Francia se reiría en vuestras narices de vos y de vuestra tiara si yo no conservase mi aspecto serio al saludarnos. Hace cuatro años solamente, nadie se hubiese atrevido a hablar alto de Cristo. ¿Quién, pues, hubiese hablado del Papa? ¡Comediante! ¡Ah, señores, habéis hecho muy pronto hincapié en mi casa! ¡Estáis de mal humor porque no he sido lo bastante tonto para firmar, como Luis XIV, la desaprobación de las libertades galicanas! Pero a mi no se me caza así como así. Yo soy quien os tengo entre mis manos; yo soy quien os lleva del Norte al Mediodía, como polichinelas; yo soy el que finge contar con vosotros para alguna cosa porque representáis una antigua idea que quiere resucitar, y vosotros no tenéis ingenio para ver eso y hacer como si no os apercibieseis. ¡Pero no! ¡Es preciso decirlo todo! Es preciso meteros las cosas por los ojos para que las comprendáis. ¡Y creéis buenamente que se tiene necesidad de vosotros, y levantáis la cabeza, y os envolvéis en vuestras ropas de mujer! Pues sabed que no me imponen en absoluto, que si continuáis trataré las vuestras como Carlos XII las del gran visir: las rasgaré de un espolazo.

     Se calló. Yo no me atrevía a respirar. Saqué un poco la cabeza al no oír ya su voz de trueno, para ver si el pobre anciano estaba muerto de espanto. La misma calma en la actitud, la misma calma en el rostro. Levantó por segunda vez los ojos al cielo, y después de haber lanzado también un suspiro sonrió con amargura y dijo:

     -Tragediante!

     Bonaparte, en aquel momento estaba en el extremo de la habitación, apoyado en la chimenea de mármol, tan alta como él. Partió como un rayo hacia el anciano: creí que le iba a matar. Pero se paró en seco, cogió de encima de la mesa un vaso de porcelana de Sèvres, que tenía pintado el castillo de Sant-Angelo y el Capitolio, y tirándolo contra los morillos y el mármol de la chimenea lo trituró bajo sus pies. Después se sentó de repente y permaneció en un silencio profundo y en una inmovilidad formidable.

     Me tranquilicé; comprendí que había vuelto a él la reflexión y que el cerebro había recobrado el imperio sobre las efervescencias de la sangre. Se puso triste, su voz se tornó sorda y melancólica, y desde su primera palabra comprendí que estaba en lo cierto, y que aquel Proteo, domado por dos palabras, se daba a conocer a sí mismo.

     -¡Desgraciada vida! -dijo primeramente.

     Después se quedó como en éxtasis, desgarró el borde del sombrero y permaneció sin hablar durante un minuto aún; luego continuó, dirigiéndose a sí mismo, como si despertase:

     -¡Es verdad! Trágico o cómico. Todo es papel, todo es disfraz para mí desde hace mucho tiempo y para siempre. ¡Qué cansancio! ¡Qué pequeñez! ¡Posar! ¡Siempre posar! De frente para este partido, de perfil para aquel otro, según su idea. Aparecer ante su vista como ellos quieren que sea y adivinar justamente sus sueños de imbéciles. Colocarlos a todos entre la esperanza y el temor. Alucinarlos con fechas y boletines, con prestigios de distancia y prestigios de nombre; ser su dueño siempre y no saber qué hacer de ellos. ¡Eso es todo, a fe mía! Y después de ese todo, aburrirse tanto como yo me aburro; es demasiado fuerte. Pues en verdad -prosiguió cruzando las piernas y tumbándose en un sillón- me aburro enormemente. Tan pronto como me siento reviento de fastidio. No cazaría tres días en Fontainebleau sin peligro de languidecer. A mí me es preciso andar y hacer que anden los demás. ¿Dónde vamos? ¡Que me ahorquen si lo sé! Os hablo con el corazón en la mano. Yo tengo planes para la vida de cuarenta emperadores y ejecuto uno cada mañana y otro cada tarde; luego una imaginación infatigable; pero no habré tenido tiempo de llevar la vida de dos cuando ya estaré gastado en cuerpo y alma, pues nuestra pobre lámpara no arde mucho tiempo. Y, francamente, cuando todos mis planes hayan sido ejecutados, no juraré que el mundo se encuentre mucho más dichoso; pero será más bello y una unidad majestuosa reinará en él. Yo no soy un filósofo, y no sé más que de nuestro secretario de Florencia que haya tenido sentido común. No entiendo de nada en ciertas teorías. La vida es demasiado corta para detenerse. Apenas he pensado, ejecuto. Ya se encontrarán bastantes explicaciones de mis actos para agrandarme si prospero y empequeñecerme si caigo. Las paradojas están siempre prontas y abundan en Francia; las hago callar mientras vivo; pero después será cosa de ver. No importa; mi negocio es prosperar, y en eso soy atendido. Yo hago mi Ilíada en acción y la hago todos los días.

     Dicho esto se levantó con alegre prontitud, en la que había algo de alerta y de viveza; estaba natural y verdadero en aquel momento; no pensaba en sobresalir como lo hizo después en sus diálogos de Santa Elena; no pensaba en idealizarse y no componía su persona de modo que realizase las más bellas concepciones filosóficas; era él mismo exteriorizado. Se llegó de nuevo hasta donde estaba el Santo Padre, que no había hecho un movimiento, y se paseó por delante de él. Allí, enardeciéndose, riendo a medias con ironía, recitó poco más o menos lo que sigue, entre trivial y gracioso, según su costumbre, hablando con una volubilidad inconcebible, expresión rápida de aquel genio fácil y pronto que lo adivinaba todo a la vez, sin estudio:

     -El nacimiento es todo -dijo-; los que vienen al mundo pobres y desnudos no son nunca otra cosa que desesperados. Eso se convierte en acción o en suicidio, según el carácter de las gentes. Cuando tienen, como yo, valor para poner mano en todo, se convierten en diablos. ¿Qué queréis? Es preciso vivir. Es preciso encontrar su puesto y hacer su agujero. Yo he hecho el mío como una bala de cañón. Tanto peor para los que estaban delante de mí. Los unos se contentan con poco y los otros no se contentan jamás. ¿Qué le vamos a hacer? Cada uno come según su apetito, ¡y yo tenía gran hambre! Mirad, Santo Padre: en Tolón yo no tenía con qué comprar un par de charreteras, y en su lugar tenía una madre y no sé cuántos hermanos sobre los hombros. Todo esto está colocado en la actualidad de un modo bastante conveniente, según creo. Josefina se había casado conmigo como por piedad, y vamos a coronarla en las barbas de Raguideau, su notario, que dijo que yo no tenía más que la capa y la espada. No se engañaba, ¡a fe mía! Manto imperial, corona, ¿qué es todo esto? ¿Es mío? ¡Disfraz! ¡Disfraz de actor! Voy a ponérmelo para una hora y ya tendré bastante. En seguida recobraré mi trajecillo de oficial y montaré a caballo; ¡toda la vida a caballo! No estaré sentado un día sin que corra el riesgo de que me tiren abajo del sillón. ¿Es esto digno de envidiar? ¿Eh? Os lo aseguro, Santo Padre, en el mundo no hay más que dos clases de hombres: los que tienen y los que ganan. Los primeros se acuestan; los otros se mueren. Como yo lo he comprendido a tiempo y con oportunidad, iré lejos; eso es todo. No hay más que dos que hayan llegado comenzando a los cuarenta años: Cronwell y Juan Jacobo; si le hubieseis dado al uno una heredad y al otro mil doscientos francos y su sirvienta, no hubiesen ni predicado, ni ordenado, ni escrito. Hay obreros en construcciones, en colores, en formas y en sus frases; yo soy obrero en batallas. Ése es mi estado. A los treinta y cinco años he fabricado dieciocho que se llaman victorias. Es preciso que se me pague mi obra. Y pagarla con un trono no es demasiado caro. Por otra parte, yo trabajaré siempre. Vos veréis otras muchas victorias... Veréis a todas las dinastías datar de la mía, aun cuando soy un advenedizo y elegido. Elegido como vos, Santo Padre, y sacado de la muchedumbre. En ese punto podemos darnos las manos.

     Y, aproximándose, tendió su mano, blanca y brusca, hacia la mano descarnada y tímida del buen Papa,, que, quizás enternecido por el tono de bondad de aquel último movimiento del emperador, quizá por un retorno secreto sobre su propio destino y un triste pensamiento sobre el porvenir de las sociedades cristianas, le dio dulcemente la punta de los dedos, temblorosos aún, con el aspecto de la abuela que se reconcilia con un niño a quien había tenido la pena de reñir demasiado fuerte. Entretanto, movió la cabeza con tristeza y vi rodar de sus bellos ojos una lágrima, que se deslizó rápidamente por su lívida y seca mejilla. Me pareció el último adiós del cristianismo moribundo, que abandonaba la tierra al egoísmo y al azar.

     Bonaparte echó una mirada furtiva a aquella lágrima arrancada a aquel pobre corazón, y hasta sorprendí en uno de los extremos de su boca un movimiento rápido que se asemejaba a una sonrisa de triunfo. En aquel momento, aquella naturaleza todopoderosa me pareció menos elevada y menos exquisita que la de su santo adversario; esto me hizo enrojecer, tras los cortinones, por todos mis entusiasmos pasados; sentí una tristeza completamente nueva al descubrir cómo la más alta grandeza política podía hacerse pequeña en sus frías astucias de vanidad, sus lazos miserables y sus bajezas de taimado. Vi que no había querido nada de su prisionero y que sentía una tácita alegría por no haber fracasado en aquella entrevista y, habiéndose dejado sorprender por la emoción de la cólera, hacer doblegar al cautivo bajo la emoción de la fatiga, del temor y de todas las debilidades que producen un estremecimiento inexplicable en el ánimo de un anciano. Había querido que fuese suyo el último triunfo, y salió sin añadir una palabra, tan bruscamente como había entrado. No vi si había saludado al Papa. Creo que no.



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Capítulo VI

Un hombre de mar.

     Tan pronto como el emperador salió de la habitación, dos eclesiásticos se llegaron al Santo Padre y se lo llevaron sosteniéndole por debajo de los brazos, aterrado, emocionado y tembloroso.

     Yo permanecí hasta que se hizo de noche en la alcoba desde donde había escuchado esta conversación. Mis ideas se confundían, y no era el terror de la escena lo que me dominaba. Estaba abrumado por lo que había visto; y sabiendo entonces a qué bajos cálculos podía hacer descender al genio la ambición personal, odiaba aquella pasión que acababa de empequeñecer a mi vista al más brillante de los dominadores, al que dará quizá su nombre al siglo, por haberle detenido diez años en su marcha. Comprendí que era una locura entregarse a un hombre, puesto que la autoridad despótica no puede por menos de pervertir a nuestros débiles corazones; pero no sabía a qué idea entregarme en adelante. Ya le he dicho a usted que tenía entonces dieciocho años y no había aún en mí más que un ínstinto vago de la verdad, de lo bueno y de lo bello, pero bastante obstinado para entregarme sin cesar a la investigación. Esto es lo único que estimo en mí.

     Juzgué que mi deber era callar lo que había visto; pero tuve ocasión de creer que se habían dado cuenta de mi desaparición, inmediata a la del emperador, pues verá usted lo que me sucedió. No noté en las maneras de aquél ningún cambio con respecto a mí. Sólo pasaba pocos días al lado de él, y el estudio atento que había querido hacer de su carácter fue bruscamente detenido. Una mañana recibí la orden de partir inmediatamente para el campo de Boloña, y, a mi llegada, la orden de embarcar en uno de los barcos planos que se probaban en el mar.

     Partí con menos pena que si me hubiesen anunciado el viaje antes de la escena de Fontainebleau. Respiré al alejarme de aquel viejo castillo y de sus bosques, y en aquel alivio involuntario comprendí que mi seidismo estaba mordido en el corazón. Me entristecí al principio por este primer descubrimiento, y temblé por la deslumbradora ilusión que hacía para mí un deber de mi ciega abnegación. El gran egoísta se había mostrado desnudo ante mí; pero a medida que me alejaba de él comenzaba a contemplarle en sus obras, y merced a esta contemplación recobró aún sobre mí una parte del mágico ascendiente por el que había fascinado al mundo. Sin embargo, fue más bien la idea gigantesca de la guerra la que se me apareció en adelante que la del hombre que la representaba de un modo tan temible, y a su vista sentí aumentarse en mí una insensata embriaguez por la gloria de los combates, aturdiéndome con respecto al amo que los ordenaba y mirando con orgullo el trabajo perpetuo de los hombres, que todos ellos no me parecieron más que sus humildes obreros.

     El cuadro era homérico, en efecto, y bueno para cautivar a escolares, por el aturdimiento de las acciones multiplicadas. Algo falso se destacaba en él sin embargo, y se me mostraba vagamente, pero de un modo confuso aún, y yo sentía la necesidad de una vista mejor que la mía, que me hiciese descubrir el fondo de todo aquello. Acababa de aprender a medir al capitán, y me era preciso sondar la guerra. He aquí qué nuevo acontecimiento me dio esta segunda lección, pues he recibido tres rudas enseñanzas en mi vida, y se las refiero a usted después de haberlas meditado todos los días. Sus sacudidas fueron violentas y la última acabó de derribar el ídolo de mi alma.

     La aparente demostración de conquista y de desembarco en Inglaterra, la evocación de los recuerdos de Guillermo el Conquistador, el descubrimiento del campo de César en Boloña, la reunión súbita de novecientos barcos en aquel puerto bajo la protección de una flota de quinientas velas, siempre anunciada; el establecimiento de los campos de Dunkerque y de Ostende, de Calais, de Montreuil y de Saint-Omer bajo las órdenes de cuatro mariscales; el trono militar de donde cayeron las primeras estrellas de la Legión de Honor, las revistas, las fiestas, los ataques parciales, todo ese fragor, reducido, según el lenguaje geométrico, a su más sencilla expresión, tuvo tres fines: inquietar a Inglaterra, adormecer a Europa y concentrar y entusiasmar al Ejército.

     Conseguidos sobradamente esos tres puntos, Bonaparte dejó caer pieza a pieza la máquina artificial que había hecho funcionar en Boloña. Cuando llegué allí funcionaba en el vacío, como la de Marly. Los generales hacían allí aún los falsos movimientos de un ardor simulado del que no tenían conciencia. Continuaban aún echando a la mar algunos desgraciados barcos desdeñados por los ingleses y echados a pique por ellos de vez en cuanto. Recibí orden de formar parte de una de aquellas embarcaciones desde el día siguiente a mi llegada.

     Aquel día estaba en el mar una sola fragata inglesa. Corría bordadas con majestuosa lentitud, iba, venía, viraba, se inclinaba, se volvía a levantar, se miraba, se deslizaba, se detenía, jugaba al sol como un cisne que se baña. El miserable barco plano, de nueva y mala invención, se había arriesgado muy adelante, con otros cuatro barcos semejantes, y estábamos muy orgullosos de nuestra audacia, botados desde por la mañana, cuando descubrimos de repente los apacibles fuegos de la fragata. Sin duda nos hubiesen parecido muy graciosos y poéticos vistos desde tierra firme, o solamente si se hubiese divertido ejecutando sus fuegos entre Inglaterra y nosotros; pero era, por el contrario, entre nosotros y Francia. La costa de Boloña estaba a más de una legua. Esto nos puso pensativos. Hicimos fuerza con nuestras malas velas y con nuestros peores remos, y, mientras nosotros bregábamos, la apacible fragata continuaba tomando su baño de mar y describiendo mil contornos agradables a nuestro alrededor, haciendo el manejo, cambiando de mano como un caballo bien amaestrado y dibujando eses y zedas en el agua del modo más amable. Notamos que tuvo la bondad de dejarnos pasar varias veces por delante de ella sin tirar un cañonazo, y hasta, al mismo tiempo, retiró todos los cañones al interior y cerró sus portas. Creí primeramente que era una maniobra muy pacífica, y no comprendía nada de aquella política. Pero un grueso y viejo marino me dio un codazo y me dijo: «Esto va mal». En efecto; después de habernos dejado correr por delante de ella como ratones por delante de un gato, la amable y bella fragata se echó encima de nosotros a todas velas, sin dignarse hacer fuego; chocó contra nosotros por su proa, como un caballo con el pecho; nos hizo trizas, nos aplastó y nos echó a pique, y pasó alegremente por encima de nosotros, dejando que algunas canoas pescasen a los prisioneros, de los que yo hice el número diez, de doscientos hombres que éramos al partir. La bella fragata se llamaba La Náyade, y, por no perder la costumbre francesa de los juegos de palabras, puede usted comprender que no nos quedamos sin llamarla La Noyade.

     Había recibido un baño tan violento, que estuve a punto de que me tirasen al mar como muerto, cuando un oficial que registraba mi cartera encontró en ella la carta de mi padre que acaba usted de leer y la firma de lord Collingwood. Hizo que me procurasen cuidados más atentos, encontraron en mí algunas señales de vida, y cuando recobré el conocimiento me encontraba, no en la graciosa Náyade, sino a bordo de la Victoria (The Victory). Pregunté quién mandaba aquel navío, y me respondieron lacónicamente: «Lord Collingwood». Creí que sería el hijo de aquel que había conocido a mi padre; pero me condujeron a él y salí del error. Era el mismo hombre.

     No pude contener mi sorpresa cuando me dijo, con una bondad completamente paternal, que no esperaba ser el guardián del hijo después de haberlo sido del padre, pero que esperaba no portarse entonces peor; que había asistido a los últimos momentos de aquel anciano, y que al saber mi nombre había querido tenerme a bordo de su buque; me hablaba en el más puro francés, con una dulzura melancólica cuya expresión no se me ha ido jamás de la memoria. Me ofreció que permaneciera allí, bajo palabra de no hacer ninguna tentativa de evasión. Yo le di mi palabra de honor sin vacilar, a manera de los jóvenes de dieciocho años, y porque me encontraba mucho mejor a bordo de la Victoria que en cualquier otro pontón. Asombrado de no ver nada que justificase las prevenciones que nos daban contra los ingleses, hice conocimiento bastante fácil con los oficiales del barco, a quienes mi ignorancia del mar y de su lengua divertía mucho, y que se entretuvieron en hacerme conocer lo uno y lo otro, con una cortesía tanto más grande cuanto que su almirante me trataba como hijo suyo. Sin embargo, una gran tristeza se apoderaba de mí cuando veía lejos las blancas costas de Normandía, y me retiraba para no llorar. Resistía a las ganas que tenía de ello porque era joven y valiente; pero en cuanto mi voluntad no vigilaba ya a mi corazón, en cuanto estaba acostado y dormido, las lágrimas salían de mis ojos contra mi voluntad y me empapaban las mejillas y las sábanas del lecho, hasta el punto de despertarme.

     Una noche, sobre todo, se había hecho una nueva presa de un bergantín francés; yo le había visto de lejos naufragar, sin que se hubiese podido salvar un solo hombre de la tripulación, y, a pesar de la gravedad y de la moderación de los oficiales, me había sido preciso oír los gritos y los hurras de los marineros, que veían con alegría desvanecerse la expedición y engullir la mar gota a gota aquel alud, que amenazaba aplastar a su patria. Me había retirado y ocultado todo el día en el cuartito que lord Collingwood había hecho que me diesen cerca de su departamento, como para mejor declarar su protección, y llegada la noche subí solo al puente. Había sentido al enemigo a mi alrededor más que nunca, y me puse a reflexionar sobre mi destino, detenido tan pronto, con gran amargura. Hacía ya un mes que estaba prisionero de guerra, y el almirante Collingwood, que en público me trataba con tanta benevolencia, no me había hablado en particular más que un instante, el mismo día de mi llegada a bordo de su barco; era bueno, pero frío, y en sus maneras, lo mismo que en las de los oficiales ingleses, había un punto en que todas las efusiones se detenían y donde la política compasada se presentaba como una barrera que interceptaba todos los caminos. Esto hace que pese la vida en países extranjeros. Yo pensaba en ello con una especie de terror considerando la vileza de mi posición, que podía durar hasta el final de la guerra, y veía como inevitable el sacrificio de mi juventud, anonadada en la vergonzosa inutilidad del prisionero. La fragata marchaba rápidamente a todas velas y yo no la sentía andar. Había apoyado ambas manos en un cable y la frente en las manos, e inclinado así miraba el agua del mar. Sus profundidades verdes y sombrías me producían una especie de vértigo, y el silencio de la noche no era interrumpido más que por gritos ingleses. Esperaba que el navío me llevara muy lejos de Francia y que a la mañana siguiente no vería ya aquellas costas rectas y blancas cortadas en la buena tierra querida de mi país. Pensaba que de ese modo quedaría libertado del deseo perpetuo que me producía su vista y que no tendría, por lo menos, el suplicio de no poder ni aun pensar en escaparme sin deshonor; suplicio de Tántalo en el que una sed ávida de la patria debía devorarme por mucho tiempo. Me aniquilaba mi soledad y deseaba una próxima ocasión de hacerme matar. Soñaba componiendo mi muerte hábilmente y a la manera grande y noble de los antiguos. Imaginaba un fin heroico y digno de aquellos que habían sido el objeto de tantas conversaciones de pajes y de niños guerreros, el objeto de tanta envidia entre mis compañeros. Estaba en esos sueños, que a los dieciocho años se asemejan más a una continuación de acción y de combate que a una seria meditación, cuando sentí que me tiraban dulcemente del lazo, y, volviéndome, vi de pie detrás de mí al buen almirante Collingwood.

     Llevaba en la mano su anteojo de noche y estaba vestido con su gran uniforme, con el rígido aspecto del uniforme inglés. Me puso la mano en el hombro de un modo paternal, y noté un aire de profunda melancolía en sus grandes ojos negros y en su frente. Sus cabellos blancos, medio empolvados, le caían bastante negligentemente sobre las orejas, y a través de la calma inalterable de su voz y de sus maneras había un fondo de tristeza que me impresionó aquella noche sobre todo e hizo que sintiese por él desde aquel momento más respeto y más atención.

     -Ya está usted triste, hijo mío -me dijo-. Tengo algunas cosillas que decirle; ¿quiere usted conversar un poco conmigo?

     Balbucí algunas vagas palabras de reconocimiento y de cortesía que probablemente no tenían sentido común, puesto que no las escuchó, y se sentó en un banco, teniéndome cogido de la mano. Yo estaba de pie ante él.

     -No hace más que un mes que está usted prisionero -comenzó- y yo lo estoy desde hace treinta y tres años. Sí, amigo mío. Soy prisionero del mar, él me guarda por todos lados; siempre olas y olas; no veo ni oigo otra cosa. Mis cabellos han blanqueado bajo su espuma y mi espalda se ha encorvado un poco bajo su humedad. He pasado tan poco tiempo en Inglaterra, que no la conozco más que por el mapa. La patria es un ser ideal a quien no he hecho más que entrever, pero a quien sirvo como un esclavo y que aumenta para mí el rigor a medida que me hago más necesario. Ésta es la suerte común, y hasta debemos desear mucho el tener tales cadenas; pero a veces son muy pesadas.

     Se interrumpió un instante, y quedamos callados los dos, pues yo no hubiese osado decir una palabra viendo que él iba a proseguir.

     -He reflexionado mucho -me dijo-, y me he interrogado sobre mi deber al traerle a bordo de mi buque. Hubiera podido dejarle conducir a Inglaterra, pero hubiera usted podido caer allí en una miseria de la que siempre le preservaré y en una desesperación de la que también espero salvarle; tenía con su padre de usted una amistad muy verdadera, y ahora le daré una prueba de ella; si me ve, estará contento de mí, ¿no es eso?

     El almirante se calló otra vez y me estrechó la mano. A pesar de la noche, se adelantó y me miró atentamente para ver lo que experimentaba a medida que él me hablaba. Pero yo estaba demasiado turbado para responderle, y continuó más rápidamente:

     -He escrito ya al Almirantazgo para que al primer cambio sea usted enviado nuevamente a Francia; pero esto puede ir para largo, no se lo oculto; pues, además de que Bonaparte se presta mal a ello, nos hacen pocos prisioneros... Mientras tanto, quiero decirle a usted que le vería con gusto estudiar la lengua de sus enemigos; ya ve usted que nosotros sabemos la suya. Si usted lo quiere, trabajaremos juntos, y le prestaré Shakespeare y el capitán Cook. No se aflija usted, se verá usted libre antes que yo, pues si el emperador no hace las paces, tengo para toda la vida.

     Aquel tono de bondad por el que se asociaba a mí y nos hacía camaradas en su prisión flotante hizo que sintiese pena por él; comprendí que en aquella vida sacrificada y aislada tenía necesidad de hacer bien para consolarse secretamente de la rudeza de su misión, siempre belicosa.

     -Milord -le dije-, antes de enseñarme las palabras de una lengua nueva, deme a conocer los pensamientos mediante los cuales ha llegado usted a esa calma perfecta, a esa igualdad de alma que se asemeja a la felicidad y oculta un eterno fastidio... Perdóneme usted lo que voy a decirle, pero me temo que esa virtud no sea más que un disimulo perpetuo.

     -Se engaña usted grandemente -dijo-; el sentimiento del deber acaba por dominar de tal modo al espíritu, que entra en el carácter y se convierte en uno de sus rasgos principales, lo mismo que una sana alimentación perpetuamente recibida puede cambiar la masa de la sangre y convertirse en uno de los principios de nuestra constitución. Yo he experimentado más que cualquier otro hombre quizá hasta qué punto es fácil llegar a olvidarse completamente. Pero no se puede despojar al hombre todo entero, y hay cosas que están en el corazón más arraigadas de lo que se quisiera.

     Aquí se interrumpió y cogió su largo anteojo. Lo colocó encima de mi hombro para observar una luz lejana que se deslizaba en el horizonte, y comprendiendo al instante lo que era, por el movimiento: «Barcos pescadores» -dijo-, y se colocó a mi lado, sentado en el borde del navío. Yo veía que desde hacía mucho tiempo tenía que decirme alguna cosa que no abordaba.

     -No me habla usted nunca de su padre -me dijo de repente-; estoy admirado de que no me pregunte usted acerca de él, acerca de lo que sufrió, de lo que dijo, de sus voluntades.

     Y como la noche era muy clara pude ver que atentamente me observaba con sus grandes ojos negros.

     -Temía ser indiscreto... -le dije con mucha turbación.

     Me oprimió el brazo, como para impedir que continuase hablando.

     -No es eso -dijo-; my child, no es eso.

     Y movió la cabeza con duda y bondad.

     -He encontrado pocas ocasiones de hablar con usted, milord.

     -Menos aún -interrumpió-. Me hubiese usted hablado de esto todos los días si hubiese querido.

     Noté en su acento agitación y un poco de reproche. Aquello era lo que tenía en el corazón. Aun se me ocurrió otra tonta respuesta para justificarme; pero nada nos hace tan necios como las malas excusas.

     -Milord -le dije-, el sentimiento humillante de la cautividad absorbe más de lo que usted puede creerse.

     Y recuerdo que al decir esto creí adoptar un aire de dignidad y un continente de Régulo, propios para causarle un gran respeto hacia mí.

     -¡Ah! ¡Pobre muchacho! ¡Pobre niño! Poor boy! -me dijo-; no está usted en lo cierto. No desciende usted hasta sí mismo. Busque usted bien y encontrará en si una indiferencia de la que no es usted responsable, sino el destino militar de su pobre padre.

     Había abierto el camino a la verdad y le dejé salir.

     -Es cierto -dije- que no he conocido a mi padre; apenas le vi una vez en Malta.

     -¡Ahí está la verdad! ¡Ahí está lo cruel, amigo mío! Lo mismo dirán un día mis dos hijas. ¡No conocemos a nuestro padre! ¡Eso dirán Sarah y Mary!, y, sin embargo, las amo con un corazón ardiente y tierno; las educo desde lejos, las vigilo desde mi buque, les escribo todos los días, dirijo sus lecturas, sus trabajos; les envío ideas y sentimientos, y recibo en cambio sus confidencias de niños; les riño, me apaciguo, me reconcilio con ellas, ¡sé todo lo que hacen!, sé qué día han ido al templo con sus lindos vestidos. Doy a su madre continuas instrucciones para ellas; preveo por anticipado quién las amará, quién las pedirá, quién se casará con ellas; sus maridos serán mis hijos; hago de ellas dos mujeres piadosas y sencillas; no se puede ser mejor padre de lo que yo soy... ¡Pues bien!; todo esto no es nada, porque no me ven.

     Dijo estas últimas palabras con voz emocionada, en el fondo de la cual se adivinaban las lágrimas... Tras un momento de silencio continuó:

     -Sí; Sarah no se ha sentado en mis rodillas más que cuando tenla dos años, y no he tenido a Mary en mis brazos sino cuando sus ojos no se habían abierto aún. Sí; es justo que a usted le haya sido indiferente su padre y que yo llegue a serlo algún día para ellas. No se ama a un invisible. ¿Qué es un padre para ellas? Una carta de cada día. Un consejo más o menos frío. No se ama a un consejo, se ama a un ser, y a un ser a quien no se ve no existe y no se le ama, y cuando ha muerto no está más ausente de lo que ya estaba, y no se le llora.

     Se ahogaba, y se detuvo. No queriendo ir más lejos en aquel sentimiento de dolor delante de un extraño, se alejó y se paseó un rato a lo largo y a lo ancho del puente. Aquel espectáculo me impresionó profundamente, y sentí remordimientos por no haber comprendido bastante lo que vale un padre, y a aquella noche le debo la primera emoción buena, natural, santa, que haya experimentado mi corazón. En aquellos pesares profundos, en aquella tristeza insuperable en medio del más brillante esplendor militar, comprendí todo lo que había perdido no conociendo el amor del hogar, que podía dejar en un corazón grande tan agudas penas; comprendí todo lo que había de ficticio en nuestra educación bárbara y brutal, en nuestra insaciable necesidad de acción atolondradora; vi, como por una revelación súbita del corazón, que había una vida adorable y sensible, de la que había sido arrancado violentamente; una vida verdadera de amor paternal, en cambio de la cual se nos daba una vida falsa, toda compuesta de odios y de toda clase de vanidades pueriles; comprendí que no había más que una cosa más bella que la familia y a la que se la pudiese santamente inmolar: la otra familia, la patria. Y mientras el viejo valiente, alejándose de mí, lloraba porque era bueno, yo metí la cabeza entre las manos y lloré por haber sido hasta entonces tan malo.

     Después de algunos instantes, el almirante volvió a mí.

     -Tengo que decirle a usted -comenzó con tono más firme- que no tardaremos en aproximarnos a Francia. Soy un eterno centinela colocado delante de los puertos de ustedes. No tengo que añadir más que una palabra, y he querido que fuese estando solos: acuérdese usted que está aquí bajo su palabra y que no le vigilaré en absoluto; pero, hijo mío, cuanto más tiempo pase, más fuerte será la prueba. Es usted muy joven aún; si la tentación se hace demasiado grande para que su valor resista a ella, venga usted a buscarme cuando tema sucumbir, y no se oculte de mí; yo le salvaré de una acción deshonrosa que, por desgracia para su nombre, han cometido algunos oficiales. Acuérdese usted de que está permitido romper, si se puede, una cadena de galeote, pero no una palabra de honor.

     Y tras estas frases, estrechándome la mano, se marchó.

     No sé si se habrá dado usted cuenta, amigo mío, de que las revoluciones que se realizan en nuestra alma dependen a menudo de un día, de una hora, de una conversación memorable e imprevista que nos conmueve y echa en nosotros como gérmenes nuevos que crecen lentamente, y de los que el resto de nuestras acciones es solamente la consecuencia y el natural desenvolvimiento. Tales fueron para mí la mañana de Fontainebleau y la noche del barco inglés. El almirante Collingwood me dejó presa de un nuevo combate. Lo que no era en mí sino un fastidio profundo de la cautividad y una inmensa y juvenil impaciencia por obrar, se convirtió en una necesidad desenfrenada de la patria; al ver el dolor que minaba poco a poco a un hombre siempre separado de la tierra maternal, sentí una gran prisa por conocer y adorar a la mía; inventaba lazos apasionados que no me esperaban, en efecto; me imaginaba una familia y me puse a soñar con parientes a quienes apenas había conocido y a quienes me reprochaba de no haber querido bastante, mientras que, acostumbrados a no contar conmigo para nada, vivían en su frialdad y su egoísmo, perfectamente indiferentes a mi existencia abandonada y frustrada. De este modo, el mismo bien se tornó en mal mío; así el sabio consejo que el buen almirante había creído deber darme me lo había rodeado por completo de una emoción que le era propia y que hablaba más alto que él; su voz turbada me había impresionado más que la prudencia de sus palabras; y mientras creía apretar mi cadena, había excitado más vivamente en mí el deseo de romperla. Así sucede casi siempre con todos los consejos escritos o hablados. Solamente la experiencia, el razonamiento que producen nuestras propias reflexiones, pueden instruirnos. Vea usted, que las cultiva, la inutilidad de las bellas letras. ¿Para qué sirven ustedes? ¿Qué convierten? ¿Y de quiénes son ustedes comprendidos? Casi siempre hacen ustedes prosperar a la causa contraria a aquella por la que pleitean. Mire usted: hay uno que hace de Clarisa el más bello poema épico posible sobre la virtud de la mujer; ¿qué sucede? Toman lo contrario y se apasionan por Lovelace, a quien ella aniquila, sin embargo, con su esplendor virginal, que la misma violación no ha empañado; por Lovelace, que se arrastra en vano de rodillas para implorar la gracia de una víctima santa y no puede conmover aquel alma que la caída del cuerpo no ha podido mancillar. Todo se vuelve malo en las enseñanzas. No sirven ustedes más que para mover vicios, que, orgullosos de que ustedes los pinten, acaban por mirarse en el cuadro y encontrarse bellos. Es cierto que a ustedes les da lo mismo; pero mi sencillo y buen Collingwood me había cobrado verdadera amistad y mi conducta no le era indiferente. Encontró primeramente mucho placer viéndome entregado a serios y constantes estudios. En mi moderación actual y en mi silencio encontró también algo que simpatizaba con la gravedad inglesa, y tomó la costumbre de confiarse a mí en más de una ocasión y encomendarme asuntos que no carecían de importancia. Al cabo de algún tiempo se me consideró como su secretario y pariente, y, por mi parte, hablaba bastante bien el inglés para no parecer ya demasiado extranjero.

     Sin embargo, era cruel la vida que llevaba, y encontraba muy largas las jornadas melancólicas del mar. No cesamos por espacio de años enteros de rondar alrededor de Francia, y sin cesar veía dibujarse en el horizonte las costas de esa tierra que Grotins ha llamado el más bello reino, después del reino del cielo; luego volvíamos al mar y no había a mi alrededor por espacio de meses enteros sino nieblas y montañas de agua. Cuando pasaba un navío, cerca o lejos de nosotros, era inglés; ningún otro tenía derecho para entregarse al viento, y el océano no oía palabra que no fuese inglesa. Los mismos ingleses estaban entristecidos por ello y se quejaban de que entonces se hubiese convertido el océano en un desierto en el que se encontraban eternamente, y Europa en una fortaleza que les estaba cerrada. A veces mi cárcel de madera se acercaba tanto a tierra, que yo podía distinguir a hombres y niños que andaban por la orilla. Entonces el corazón me latía violentamente y una rabia interior me devoraba con tanta violencia, que iba a ocultarme al fondo de la cala para no sucumbir al deseo de echarme a nado; pero cuando volvía al lado del infatigable Collingwood me avergonzaba de mis debilidades de niño, no podía dejar de admirar cómo a una tristeza tan profunda unía un valor tan activo. Aquel hombre, que desde hacía cuarenta años no conocía más que la guerra y el mar, no cesaba nunca de aplicarse a su estudio como a una ciencia inagotable. Cuando un navío estaba cansado, montaba otro como un jinete implacable; los gastaba y los mataba bajo su mando. Cansó a siete en el tiempo que estuvo conmigo. Se pasaba la noche completamente vestido, sentado encima de los cañones, sin cesar de calcular el arte de tener a su navío inmóvil, en centinela, en el mismo punto del mar, sin echar el ancla, a través de los vientos y las tempestades; ejercitaba sin cesar a su tripulación y velaba por ella y para ella; aquel hombre no había gozado de ninguna riqueza, y mientras se le nombraba par de Inglaterra, amaba su sopera de estaño como un marinero; después, una vez bajado a su cuarto, se convertía en padre de familia y escribía a sus hijas aconsejándoles que no fuesen solamente bellas damas, que leyesen, no novelas, sino historias de viajes, ensayos, y a Shakespeare tanto como quisiesen (as often as they please); escribía: «Combatimos el día del nacimiento de mi pequeña Sarah», después de la batalla de Trafalgar, que tuve el dolor de verles ganar, y cuyo plan había trazado él con su amigo Nelson, a quien sucedió. A veces sentía que su salud se debilitaba y pedía gracia a Inglaterra; pero la inexorable le respondía: Permanezca usted en el mar, y le enviaba una dignidad o una medalla de oro por cada bella acción, y su pecho estaba cargado de ellas. Escribía también: «Desde que abandoné mi país no he pasado diez días en un puerto; mis ojos se debilitan; cuando pueda ver a mis hijas, el mar me habrá dejado ciego. Lamento que entre tantos oficiales sea tan difícil encontrar quien me substituya aventajándome en habilidad»; Inglaterra respondía: Permanecerá usted en el mar, siempre en el mar. Y en él permaneció hasta la muerte.

     Aquella vida romana e imponente me aniquilaba por su elevación y me impresionaba por su sencillez cuando le había contemplado un día solamente en su resignación grave y reflexiva. Me despreciaba yo mismo grandemente a mí, que, sin ser nada como ciudadano, nada como padre, ni como hijo, ni como hermano, ni hombre de familia, ni hombre público, me quejaba cuando no se quejaba él. No se había dejado adivinar más que una vez contra su voluntad, y yo, niño inútil, hormiga entre las hormigas que pisoteaba el sultán de Francia, me reprochaba mi deseo secreto de volver, de entregarme al azar de sus caprichos y convertirme de nuevo en uno de los granos de ese polvo que amasaba con sangre. La vista de aquel verdadero ciudadano sacrificado, no como yo lo había estado, a un hombre, sino a la patria y al deber, fue para mí un feliz encuentro, pues aprendí en aquella escuela severa cuál es la verdadera grandeza que debemos buscar en las armas, y comprendida así, cuánto eleva nuestra profesión por encima de todas las demás y cuán digna de admiración deja la memoria de algunos de nosotros, cualquiera que sea el porvenir de la guerra y de los ejércitos. Jamás ningún hombre poseyó en más alto grado esa paz interior que nace del sentimiento del deber sagrado y de la modesta indiferencia de un soldado a quien le importa poco que su nombre sea célebre con tal de que la cosa pública prospere. Un día le vi escribir: «Mantener la independencia de mi país es la primera voluntad de mi vida, y prefiero que mi cuerpo esté añadido a la muralla de la patria que arrastrado en una pompa inútil a través de una multitud ociosa. Mi vida y mis fuerzas están consagradas a Inglaterra. No hable usted de mi última herida; creería que me glorifico por mis peligros». Su tristeza era profunda, pero estaba llena de grandeza; no impedía su actividad perpetua, y él me dio la medida de lo que debe ser el hombre de guerra inteligente, debiendo ejercitarse, no en la ambición, sino en el arte: en el arte de la guerra, juzgándolo, sobre todo, muy alto y despreciándolo muchas veces, como aquel Montecuculli que, habiendo sido muerto Turena, se retiró sin dignarse empeñar más la partida contra un jugador ordinario. Pero yo era demasiado joven aún para comprender todos los méritos de aquel carácter, y lo que más me dominaba era la ambición de tener en mi país un rango parecido al suyo. Cuando veía a los reyes del Mediodía pedirle su protección, y al mismo Napoleón emocionarse con la esperanza de que Collingwood estaba en los mares de la India, llegaba hasta llamar con todos mis votos la ocasión de escaparme, y llevaba la prisa de la ambición que alimentaba siempre hasta estar a punto de faltar a mi palabra. Sí; hasta ese extremo llegué.

     Un día, el barco Océano que nos conducía, hizo estada en Gibraltar. Bajé a tierra con el almirante y, paseándome solo por la ciudad, me encontré con un oficial del 7º de húsares que había sido hecho prisionero en la campaña de España y conducido a Gibraltar con cuatro de sus camaradas. Tenían la ciudad por prisión, pero estaban vigilados de cerca. Había conocido a este oficial en Francia. Nos encontramos con placer en una situación poco más o menos semejante. Hacía tanto tiempo que un francés no me había hablado en francés, que lo encontré elocuente, aun cuando fuese perfectamente tonto, y al cabo de un cuarto de hora nos confiamos el uno al otro en lo referente a nuestra posición. Me dijo en seguida francamente que iba a escaparse con sus camaradas; que habían encontrado una ocasión excelente y que no se lo haría decir dos veces para seguirles. Me incitó mucho a que hiciese otro tanto. Yo le respondí que era muy feliz por estar vigilado; pero que yo, que no lo estaba, no podía evadirme sin deshonor; que él, sus compañeros y yo no estábamos en el mismo caso. Esto le pareció demasiado sutil.

     -A fe mía que yo no soy casuista -me dijo-, y si quieres te enviaré un obispo para que te diga su opinión. Pero en tu lugar yo me marcharía. No veo más que dos cosas: ser libre o no serlo. ¿Sabes bien que tu carrera está malograda al cabo de cinco años que te arrastras en ese zueco inglés? Los tenientes de tu tiempo son ya coroneles.

     Dicho esto, llegaron sus compañeros y me arrastraron a una casa de bastante mal aspecto, donde bebían vino de Jerez, y allí me citaron a tantos capitanes convertidos en generales y a tantos subtenientes hechos virreyes, que me dió vueltas la cabeza y les prometí encontrarme dos días después, a medianoche, en el mismo lugar. Una pequeña canoa, alquilada a unos honrados contrabandistas, debía recogernos allí y conducirnos a bordo de un barco francés encargado de conducir a Tolón los heridos de nuestro ejército. La invención me pareció admirable, y mis compañeros, que me habíán hecho beber muchas copas para acallar mi conciencia, terminaron sus discursos con un argumento victorioso: juraron por su cabeza que se podían tener, en rigor, algunos miramientos con un hombre honrado que nos hubiese tratado bien, pero que todo les confirmaba en la certidumbre de que un inglés no era un hombre.

     Volví bastante pensativo a bordo del Océano, y cuando hube dormido y vi claramente mi posición, al despertarme, me pregunté si mis compañeros no se habían burlado de mí. Sin embargo, el deseo de la libertad y una ambición siempre punzante y excitada desde mi infancia me impulsaba a la evasión, a pesar de la vergüenza que experimentaba por faltar a mi juramento. Pasé un día entero al lado del almirante, sin atreverme a mirarle de frente y estudiando el modo de encontrarle inferior y de inteligencia estrecha. Hablé en la mesa muy alto, con arrogancia, de la grandeza de Napoleón; me exalté, alabé su ingenio universal, que adivinaba las leyes haciendo los códigos y el porvenir provocando los acontecimientos. Apoyé con insolencia la superioridad de aquel genio, comparado con el mediocre talento de los hombres de táctica y de maniobra. Esperaba que me contradijesen; pero, contra mi esperanza, encontré en los oficiales ingleses más admiración aún de la que yo podía demostrar por su implacable enemigo. Lord Collingwood, sobre todo, saliendo de su triste silencio y de sus continuas meditaciones, le alabó en términos tan justos, tan enérgicos, tan precisos, haciendo considerar a la vez a sus oficiales la grandeza de las previsiones del emperador, la prontitud mágica de su ejecución, la firmeza de sus órdenes, la certidumbre de su juicio, su penetración en las negociaciones, su acierto de ideas en los consejos, su grandeza en las batallas, su calma en los peligros, su constancia en la preparación de las empresas, su arrogancia en la actitud dada a Francia y, en fin, todas las cualidades que componen al gran hombre, que me pregunté si la Historia podría añadir algo a este elogio, y quedé echado por tierra, puesto que mi propósito había sido irritarme con el almirante, esperando oírle proferir acusaciones injustas.

     Hubiese querido, malintencionado, ponerle en el disparadero y que una palabra inconsciente o insultante por su parte pudiese justificar la deslealtad que yo meditaba. Pero parecía haber tomado a destajo, por el contrario, el redoblar sus bondades y su solicitud, haciendo suponer a los demás que yo tenía alguna nueva pena de la que era justo consolarme, y estuvieron todos conmigo más atentos y más indulgentes que nunca. Esto me puso de mal humor y abandoné la mesa.

     El almirante me condujo de nuevo a Gibraltar al día siguiente, por mi desgracia. Debíamos pasar allí ocho días. Llegó la noche de la evasión. Mi cabeza hervía y yo deliraba sin cesar. Me daba a mí mismo especiales motivos y me aturdía acerca de su falsedad; se libraba en mí un combate violento; pero mientras mi alma se retorcía y se revolcaba sobre sí misma, mi cuerpo, como si hubiese sido árbitro entre la ambición y el honor, seguía, él solo, el camino de la huida.

     Sin darme yo mismo cuenta de ello, había hecho un paquete con mi ropa, e iba a trasladarme desde la casa en que estábamos en Gibraltar a la de la cita, cuando de repente me detuve y comprendí que aquello era imposible. Hay en las acciones vergonzosas algo emponzoñado, que se hace sentir en los labios de un hombre de corazón tan pronto como toca los bordes del vaso de perdición. No puede gustar de él sin estar presto a morir al hacerlo. Cuando vi lo que iba a hacer y que iba a faltar a mi palabra, se apoderó de mí un terror tal, que creí haberme vuelto loco. Corrí a la orilla y huí de la casa fatal como de un hospital de pestíferos, sin atreverme a volver la cabeza para mirarla. Me eché a nado y abordé en la noche el Océano, nuestro barco, mi flotante prisión. Subí a él con arrebato, asiéndome fuertemente de su cables, y cuando hube llegado al puente me cogí al palo mayor, me agarré a él con pasión, como a un asilo que me garantizaba contra el deshonor, y al mismo instante, rasgándome el corazón de sentimiento de la grandeza de mi sacrificio, caí de rodillas y, apoyando la frente en los cercos de hierro del palo mayor, comencé a fundirme en lágrimas como un niño. El capitán del Océano, viéndome en aquel estado, me creyó o fingió creerme enfermo, y me hizo llevar a mi habitación. Le supliqué a grandes gritos que me pusiese un centinela a la puerta para que me impidiese salir. Me encerraron, y respiré, libertado al fin del suplicio de ser mi propio carcelero. Al día siguiente, al ser de día, me vi en plena mar, y gocé de un poco más de calma al perder de vista la tierra, objeto de toda tentación. Pensaba en ella con más resignación, cuando mi puertecita se abrió y entró el buen almirante solo.

     -Vengo a decirle a usted adiós -comenzó, con un aspecto menos grave-; mañana por la mañana partirá usted para Francia.

     -¡Oh! ¡Dios mío! ¿Me anuncia usted eso para probarme, milord?

     -Sería un juego muy cruel, hijo mío -respondió-; yo he cometido para con usted una gran falta. Hubiera debido dejarle en prisión en el Northumberland, en plena tierra, y devolverle su palabra. Hubiera usted podido conspirar sin remordimiento contra sus guardianes y usar la habilidad sin escrúpulo para escaparse. Ha sufrido usted más por tener más libertad, pero ¡gracias a Dios!, ha resistido usted ayer a una ocasión que le deshonraba. Hubiese sido encallar en el puerto, pues hace quince días que negociaba yo el cambio de usted, que el almirante Rosily acaba de concluir. Ayer temblé por usted, pues sabía el proyecto de sus camaradas. Les he dejado escapar, temiendo que al detenerlos se le detuviese a usted. ¿Y qué hubiéramos hecho para ocultarlo? Habría estado usted perdido, hijo mío, y, créame, se hubiese visto además mal recibido por los viejos bravos de Napoleón. Tienen el derecho de ser exigentes en honor.

     Estaba tan turbado, que no sabía cómo demostrarle agradecimiento; lo comprendió y apresurándose acortar las torpes frases con que trataba de balbucir lo que sentía:

     -Vamos, vamos -me dijo-; nada de eso que nosotros llamamos french compliments: estamos contentos el uno del otro, eso es todo; y, según creo, tienen ustedes un proverbio que dice: No hay prisión bonita. Déjeme usted morir en la mía, amigo mío; me ha sido preciso acostumbrarme a ella. Pero esto no durará mucho tiempo; siento que mis piernas flaquean y tiemblan bajo mi peso. Por cuarta vez he pedido el descanso a lord Mulgrave y me lo ha vuelto a negar; me escribe que no sabe cómo reemplazarme. Cuando me muera será preciso encontrar alguno, sin embargo, y no hará mal en tomar sus precauciones. Yo voy a permanecer de centinela en el Mediterráneo; pero usted, my child, no pierda tiempo. Aquí está un sloop que debe conducirle. No tengo que recomendarle más que una cosa: que se sacrifique usted a un principio más bien que a un hombre. El amor a la patria es bastante grande para llenar todo un corazón y ocupar toda una inteligencia.

     -¡Ay! -dije-, milord; hay tiempos en los que no se sabe claramente qué es lo que quiere la patria. Voy a preguntárselo a la mía.

     Nos dijimos una vez más adiós, y, con el corazón oprimido, me separé de aquel digno hombre, cuya muerte supe poco tiempo después. Murió en plena mar, como había vivido por espacio de cuarenta y nueve años, sin quejarse ni glorificarse y sin haber vuelto a ver a sus dos hijas. Solo y sombrío como uno de esos viejos dogos de Ossián que guardan eternamente las costas de Inglaterra entre las olas y las nieblas.

     Había aprendido en su escuela todo lo que los destierros de la guerra pueden hacer sufrir y todo lo que el sentimiento del deber puede dominar en un alma grande; bien penetrado de aquel ejemplo y habiéndome hecho más serio por mis sufrimientos y el espectáculo de los suyos, vine a París a presentarme, con la experiencia de una prisión, al dueño todopoderoso de quien me había separado.



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Capítulo VII

Recepción.

     Aquí, habiéndose interrumpido el capitán Renaud, miré la hora de mi reloj. Eran las dos de la madrugada. Se levantó y anduvimos entre medio de los granaderos. Un silencio profundo reinaba por todas partes. Muchos se habían sentado en las mochilas y se habían quedado dormidos. Nos colocamos a algunos pasos de allí, en el parapeto, y continuó su relato, después de haber encendido el cigarro en la pipa de un soldado. No había una casa que diese señales de vida.

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     Tan pronto como llegué a París quise ver al emperador. Tuve ocasión de ello en el espectáculo de la Corte adonde me condujo uno de mis antiguos camaradas, convertido ya en coronel. Era allá abajo, en las Tullerías. Nos colocamos en un pequeño palco frente al palco imperial y esperamos. En la sala no estaban aún más que los reyes. Cada uno de ellos, sentado en un palco de los primeros, tenía a su alrededor a su corte, y delante, en las galerías, a sus ayudantes de campo y sus generales familiares. Los reyes de Westfalia, de Sajonia y de Wurtemberg, todos los príncipes de la Confederación del Rin, estaban colocados en la misma línea. Cerca de ellos, de pie, hablando alto y de prisa, Murat, rey de Nápoles, sacudiendo sus negros cabellos, rizados como la melena de un león, y lanzando fieras miradas. Más arriba, el rey de España, y solo, aparte, el embajador de Rusia, el príncipe Kurakin, cargado de charreteras de diamantes. En el parterre, la muchedumbre de generales, duques, príncipes, coroneles y senadores. Arriba, por todos lados, los brazos desnudos y los hombros descubiertos de las mujeres de la Corte.

     El palco coronado por el águila estaba vacío aún; nosotros mirábamos sin cesar. Después de un corto intervalo, los reyes se levantaron y se quedaron de pie. El emperador, solo, entró en su palco andando de prisa, se tiró en seguida en el sillón y echó una ojeada a los palcos de enfrente; después, acordándose de que la sala entera estaba de pie y esperaba una mirada, movió la cabeza dos veces bruscamente, de mala gana, se volvió rápidamente y dejó sentarse a las reinas y a los reyes. Sus chambelanes, vestidos de rojo, estaban de pie detrás de él. Les hablaba sin mirarles, y de vez en cuando extendía la mano para recibir una caja de oro que uno de ellos le daba y volvía a tomar. Crescentini cantaba Les Horaces con una voz de serafín que salía de un rostro chico y arrugado. La orquesta era dulce y débil por orden del emperador, queriendo quizá, como los lacedemonios, ser apaciguado más bien que excitado por la música. Miró delante de él y con mucha frecuencia hacia mi lado. Reconocí sus grandes ojos, de un gris verdoso; pero no me gustaba la gordura amarilla que había devorado sus rasgos severos. Se puso la mano izquierda encima del ojo izquierdo para ver mejor, según su costumbre, y comprendí que me había reconocido. Se volvió bruscamente; no miró ya más que a la escena y salió pronto. Yo ya estaba por donde él había de pasar. Venía de prisa por el corredor, y sus piernas gruesas, encerradas en medias de seda blancas, y su talle hinchado bajo su traje verde, me le hacían casi imposible de conocer. Se detuvo en seco delante de mí, y hablando al coronel que me presentaba, en lugar de dirigirme directamente la palabra:

     -¿Por qué no le he visto en ninguna parte? ¿Teniente aún?

     -Estaba prisionero desde 1804.

     -¿Por qué no se ha escapado?

     -Estaba bajo mi palabra -dije a media voz.

     -No me gustan los prisioneros -dijo-. Se hace uno matar antes.

     Y me volvió la espalda. Quedamos inmóviles en fila, y cuando todo su séquito hubo desfilado:

     -Querido mío -me dijo el coronel-, ya ves que eres un imbécil; has perdido tus ascensos y no se te agradece nada.



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Capítulo VIII

El cuerpo de guardia ruso.

     -¿Es posible? -dije dando una patada en el suelo-. Cuando oigo semejantes relatos aplaudo que el oficial haya muerto en mí desde hace veinte años. No queda más que el escritor, solitario e independiente, que mira lo que va a venir a ser su libertad y no quiere defenderla contra sus antiguos amigos.

     Y creí encontrar en el capitán Renaud rasgos de indignación al recuerdo de lo que me refería; pero sonreía con dulzura y con aire contento.

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     -Era muy sencillo -continuó-. Aquel coronel era el mejor hombre del mundo; pero hay personas que son, como dice la célebre frase, fanfarrones de crímenes y de rudeza. Quería maltratarme, porque el emperador le había dado el ejemplo. Tosca lisonja de cuerpo de guardia.

     Pero, ¡qué dicha fue para mí! Desde aquel día comencé a estimarme interiormente, a tener confianza en mí, a sentir que mi carácter se depuraba, se formaba, se completaba, se afirmaba. Desde aquel día vi claramente que los acontecimientos no son nada, que el hombre interior lo es todo, y me coloqué muy por encima de mis jueces. En fin, sentí mi conciencia y resolví apoyarme únicamente en ella, y considerar los juicios públicos, las recompensas deslumbradoras, las fortunas rápidas, las reputaciones de boletín, como ridículas fanfarronerías y un juego de azar que no vale la pena de ocuparse de él.

     Iba de prisa a la guerra, a sumergirme en las filas desconocidas de la infantería de línea, la infantería de batalla, donde los aldeanos del ejército se hacían segar por miles a la vez, tan parecidos, tan iguales como los trigos de una fértil pradera de la Beauce. Me ocultaba allí como un cartujo en su claustro, Y desde el fondo de aquella muchedumbre armada, marchando a pie como los soldados, llevando la mochila y comiendo su pan, hice las grandes guerras del Imperio en tanto que el Imperio permaneció en pie. ¡Ah! ¡Si supiese usted qué a gusto me encontraba en aquellas fatigas inauditas! ¡Cómo amaba aquella obscuridad y qué alegrías salvajes me proporcionaron las grandes batallas! La belleza de la guerra está en medio de los soldados, en la vida del campo, en el borde de los caminos y del vivaque. Me vengaba de Bonaparte sirviendo a la patria sin tener nada de Napoleón, y cuando pasaba por delante de mi regimiento me ocultaba por temor a algún favor. La experiencia me había hecho medir las dignidades y el poder en su justo valor; no aspiraba ya más que a tomar de cada conquista de nuestros ejércitos la parte de orgullo que debía corresponderme según mi propio sentimiento; quería ser ciudadano donde aun estaba permitido serlo, y a mi modo. Cuanto más desconocidos pasaban mis servicios, tanto más elevados estaban por encima de sus méritos, y yo no dejaba de tenerlos en la sombra con todas mis fuerzas, temiendo sobre todo que mi nombre fuese demasiado pronunciado. La multitud de los que seguían una marcha contraria a la mía era tan grande, que la obscuridad me fue fácil, y no era aún más que teniente de la Guardia Imperial en 1814, cuando recibí en la frente esta herida que usted ve, y que esta noche me hace sufrir más que de ordinario.

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     Dicho esto, el capitán Renaud se pasó varias veces la mano por la frente; y como pareciese querer callarse, le insté a que continuase, con bastante insistencia para que cediese.

     Apoyó la cabeza en el puño de su bastón de junco, y:

     -Es singular -dijo-; no he referido jamás todo esto, y esta noche tengo deseos de hacerlo. ¡Bah! ¡No importa! Me gusta dejarme llevar de este deseo contándoselo a un antiguo camarada. Será para usted un objeto de serias reflexiones cuando no tenga otra cosa mejor que hacer. Me parece que esto no es indigno. Me creerá usted muy débil o muy loco, pero es igual. Hasta el acontecimiento, bastante ordinario para otros, que voy a contarle, y ante cuyo relato retrocedo contra mi voluntad, mi amor por la gloria de las armas se había hecho prudente, grave, abnegado y perfectamente puro, como lo es el sentimiento sencillo y único del deber; pero a partir de aquel día vinieron otras ideas a entristecer más aún mi vida.

     Fue en 1814, era el comienzo del año y el final de aquella guerra sombría en la que nuestro pobre Ejército defendía el Imperio y el emperador, y en la que Francia miraba el combate con desaliento. Soissons acababa de rendirse al prusiano Bulow. Los ejércitos de Siberia y el Norte habían hecho allí su unión. Macdonald había salido de Troyes y abandonado las márgenes del Yonne para establecer su línea de defensa de Nogent a Montereau con treinta mil hombres.

     Debíamos atacar a Reims, que el emperador quería recobrar. El tiempo era sombrío y la lluvia continua. La víspera habíamos perdido un oficial superior que conducía prisioneros. Los rusos le habían sorprendido y matado en la noche precedente y habían libertado a sus camaradas. Nuestro coronel, que era lo que se llama un hombre duro de pelar, quiso tomar el desquite. Estábamos cerca de Epernay y dimos vuelta a las alturas que le rodeaban. Llegada la noche, y después de haber ocupado el día entero en reponer fuerzas, pasamos cerca de un lindo castillo blanco de torrecitas, llamado Boursault, cuando el coronel me llamó. Me llevó aparte, mientras se formaban los pabellones, y me dijo con su vieja voz enronquecida:

     -¿Ve usted allá arriba un hórreo encima de aquella colina cortada a pico, allí donde se pasea aquel gran simple de centinela ruso con su bonete de obispo?

     -Sí, sí -dije-; veo perfectamente al granadero y al hórreo.

     -Pues bien; usted, que es un veterano, es preciso que sepa que aquél es el punto que han tomado los rusos anteayer y que preocupa al emperador por el momento. Me dice que es la llave de Reims, y bien pudiera ser. En todo caso, vamos a jugar una mala pasada a Woronzoff. A las once de esta noche toma usted doscientos de sus valientes y sorprende al cuerpo de guardia que se ha establecido en ese hórreo. Pero, por miedo a producir alarma, lo tomará usted a la bayoneta.

     Cogió y me ofreció una pulgarada de tabaco, y tirando el resto poco a poco, como yo lo hago ahora, me dijo, pronunciando una palabra a cada grano sembrado al viento:

     -Ya comprenderá usted que yo estaré detrás y que acudiré con mi columna. Apenas si perderá usted sesenta hombres para apoderarse de las seis piezas que están colocadas ahí... Las volverá usted hacia Reims... A las once..., a las once y media, la posición será nuestra. Y dormiremos hasta las tres para descansar un poco... del pequeño asunto de Craonne, que no estaba, como aquel que dice, en excelentes condiciones.

     -Eso basta -le dije, y me marché con mi segundo teniente a preparar un poco nuestra velada. Lo esencial, como usted ve, era no hacer ruido. Pasé la revista de las armas e hice quitar con los sacatrapos los cartuchos de todas aquellas que estaban cargadas. En seguida me paseé algún tiempo con mis sargentos, esperando la hora. A las diez y media les hice poner el capote encima del uniforme y el fusil ocalto bajo el capote; pues a cualquier cosa que se hace en una noche como ésta la bayoneta se ve siempre, y aun cuando aquélla era más sombría que ésta, yo no me fiaba. Había observado los pequeños senderos bordeados de hayas que conducían al cuerpo de guardia ruso, y por ellos hice subir a los más audaces valientes que he mandado nunca. Todavía hay en las filas algunos que se encontraban allí y que lo recuerdan bien. Conocían las costumbres de los rusos y sabían cómo apoderarse de ellos. Los centínelas que encontramos subiendo desaparecieron sin ruido, como cafias que se echan por tierra con la mano. El que estaba junto a las armas requería más cuidados. Estaba inmóvil, con el arma a los pies y la barba apoyada en el fusil; el pobre diablo se balanceaba como un hombre que se duerme de cansancio y se va a caer. Uno de mis granaderos le cogió en sus brazos, apretándole hasta ahogarle, y otros dos, habiéndole puesto una mordaza, le tiraron a la maleza. Yo llegué lentamente y no pude por menos, lo confieso, de sentir una cierta emoción que no había experimentado jamás en el momento de otros combates. Era la vergüenza de atacar a gentes acostadas. Les veía envueltos en sus capas, alumbrados por una opaca linterna, y el corazón me latió violentamente. Pero de repente, en el momento de obrar, temí que aquello fuese una debilidad semejante a la de los cobardes; tuve miedo de haber sentido una vez el miedo, y, cogiendo el sable que llevaba oculto bajo el brazo, entré el primero bruscamente, dando el ejemplo a mis granaderos. Les hice un gesto que comprendieron; se arrojaron primeramente sobre las armas y luego sobre los hombres como lobos a un rebaño. ¡Oh, fue una matanza sorda y horrible! La bayoneta perforaba, la culata mataba a golpes, la rodilla ahogaba, la mano estrangulaba. Todos los gritos, apenas lanzados, eran ahogados bajo el pie de nuestros soldados, y ninguna cabeza se levantaba sin recibir el golpe mortal. Al entrar yo había descargado al azar un golpe terrible, delante de mí, sobre algo negro que había atravesado de parte a parte; un viejo oficial, hombre alto y fuerte, con la cabeza cargada de cabellos blancos, se levantó como un fantasma, lanzó un grito terrible al ver lo que yo había hecho, me hirió en la cara de un sablazo violento y cayó muerto al instante bajo las bayonetas. Yo caí sentado a su lado, aturdido por el golpe recibido entre los ojos, y oí debajo la voz moribunda y tierna de un niño que decía: «Papá...»

     Entonces comprendí mi obra y miré con prontitud frenética. Vi uno de esos oficiales de catorce años, tan numerosos en los ejércitos rusos que nos invadieron en aquella época, y a quienes se les arrastraba a aquella terrible escuela. Sus largos cabellos rizados le caían sobre el pecho, tan rubios, tan sedosos como los de una mujer, y su cabeza se había inclinado como si no hubiese hecho más que dormirse por segunda vez. Sus labios, rosados como los de un recién nacido, parecían aún engrasados por la leche de la nodriza, y sus grandes ojos azules entreabiertos tenían una belleza cándida, femenina y acariciadora. Le incorporé sobre mis brazos y su mejilla cayó sobre mi mejilla ensangrentada, como si fuera a ocultar la cabeza entre la barba y el hombro de su madre para calentarse. Parecía acurrucarse contra mi pecho para huir de sus asesinos. La ternura filial, la confianza y el reposo se reflejaban en su cara muerta, y parecía decir: Durmamos en paz.

     -¿Era esto un enemigo? -exclamé. Y lo que Dios ha puesto de paternal en las entrañas del hombre se emocionó y tembló en mí; le estrechaba contra mi pecho, cuando sentí que apoyaba contra mí la guarnición de mi sable, que atravesaba su corazón y que había matado a aquel ángel dormido. Quise inclinar mi cabeza sobre su cabeza; pero mi sangre la cubrió de grandes manchas; sentí la herida en la frente y me acordé de que me la había hecho su padre. Miré vergonzosamente de lado y no vi más que un montón de cuerpos que mis granaderos cogían por los pies y sacaban fuera, sin cogerles nada más que los cartuchos. En aquel momento el coronel entró, seguido de la columna, cuyo paso y armas oía ya.

     -¡Bravo, amigo mío! -me dijo-; ha tomado usted esto listamente. Pero ¿está usted herido?

     -Mire usted esto -le dije-; ¿qué diferencia hay entre un asesino y yo?

     -¡Ah! ¡Por vida de...! ¿Qué quiere usted? Cosas del oficio.

     -Justo -respondí, y me levanté para ir a coger el mando. El niño volvió a caer entre los pliegues de su capa, en la que le envolví, y su manita, ornada de gruesas sortijas, dejó escapar un bastón de junco, que cayó en mi mano como si él me lo hublese dado. Lo cogí, y resolví que, cualquiera que fuesen mis peligros en lo venidero, no tendría ninguna otra arma, y no osé arrancar de su pecho mi sable de asesino.

     Salí precipitadamente de aquel antro que apestaba a sangre, y cuando me encontré respirando aire puro tuve fuerzas para enjugarme la frente, roja y mojada. Mis granaderos estaban en las filas; cada uno limpiaba fríamente la bayoneta en el césped y colocaba la piedra de chispa en la batería. Mi sargento mayor, seguido del furriel, y con un papel en la mano, pasaba lista, leyendo al resplandor de un cabo de vela plantado en el cañón de su fusil como en un candelabro. Me apoyé contra un árbol y el cirujano mayor vino a vendarme la frente. Una espesa lluvia de marzo caía sobre mi cabeza, haciéndome bien. No pude menos de lanzar un profundo suspiro.

     -Estoy cansado de la guerra -dije al cirujano.

     -Y yo también -dijo una voz grave que me era conocida.

     Me levanté el vendaje que me cubría las cejas y vi, no a Napoleón emperador, sino a Bonaparte soldado. Estaba solo, triste, a pie, delante de mí, con las botas hundidas en el barro, el traje rasgado, el sombrero chorreando la lluvia por los bordes; comprendía que habían llegado sus últimos días y miraba a su alrededor a sus últimos soldados.

     Me examinaba atentamente:

     -¿Te he visto en algún sitio, veterano? -me dijo.

     Por esta última palabra comprendí que con aquello no me decía más que una frase trivial; yo sabía que había envejecido de rostro más que de años, y que fatigas, bigotes y heridas me desfiguraban bastante.

     -Yo os he visto a vos en todas partes -respondí.

     -¿Quieres ascensos?

     -Es muy tarde -dije.

     Se cruzó de brazos un momento, sin responder; después:

     -Tienes razón. ¡Bah! Dentro de tres días, tú y yo dejaremos el servicio.

     Me volvió la espalda y volvió a montar en su caballo, que estaba a algunos pasos. En aquel momento la cabeza de nuestra columna había atacado y nos respondían con obuses. Una granada de ellos cayó ante el frente de mi compañía, y algunos hombres se echaron atrás por un primer movimiento, del que luego se avergonzaron. Bonaparte se adelantó solo sobre la granada, que ardía y humeaba ante su caballo, y le hizo olfatear aquella humareda. Todo calló y quedó sin movimiento; la granada estalló, pero no alcanzó a nadie. Los granaderos comprendieron la terrible lección que les daba; yo comprendí en aquello algo más, no exento de desesperación. Francia le faltaba, y había dudado un momento de sus viejos bravos. Yo me encontré bastante vengado y él demasiado castigado por sus faltas con un abandono tan grande. Me levanté haciendo un esfuerzo, y aproximándome a él le cogí y estreché la mano, que tendía a varios de entre nosotros. No me reconoció; pero aquello fue para mi una tácita reconciliación entre el más obscuro y el más ilustre de los hombres de nuestro siglo. Se dio la carga, y al día siguiente Reims fue tomado nuevamente por nosotros. Pero algunos días después París lo era por los extranjeros.

---

     El capitán Renaud, después de este relato, estuvo callado un buen rato y permaneció con la cabeza baja, sin que yo quisiese interrumpir su abstracción. Miraba a aquel hombre honrado con veneración y había seguido atentamente, mientras él hablaba, las lentas transformaciones de aquella alma buena y sencilla, siempre rechazada de sí misma en sus donaciones expansivas, siempre aplastada por un ascendiente invisible, pero que había llegado a encontrar el reposo en el más humilde y el más austero deber. Su vida desconocida me parecía un espectáculo interior tan bello como la vida resplandeciente de cualquier hombre de acción. Cada onda del mar añade un velo blanquecino a las bellezas de una perla; cada ola trabaja lentamente para hacerla más perfecta; cada copo de espuma que se balancea entre ella le deja un tinte misterioso medio dorado, medio transparente, de donde solamente se puede adivinar un rayo interior, que parte de su corazón; del mismo modo se había formado aquel carácter entre vastas confusiones y en el fondo de las más sombrias y perpetuas pruebas. Yo sabía que hasta la muerte del emperador había mirado como un deber el no servir, respetando, a pesar de todas las instancias de sus amigos, lo que él llamaba las conveniencias; y después, libre del lazo de su antigua promesa a un amo que no le conocía ya, había vuelto a mandar en la Guardia Real los restos de su vieja Guardia; y como jamás hablaba de sí mismo, no se había pensado en él y no había tenido ascensos. Se preocupaba poco por ello y tenía la costumbre de decir que, a menos que se fuese general a los veinticinco años, edad en la que se puede poner en obra la obra de la imaginación, valía más quedarse de simple capitán, para servir con los soldados como padre de familia, o prior de un convento.

     -Vea usted -me dijo después de aquel momento de reposo-, mire usted a nuestro antiguo granadero Poirier, con sus ojos sombríos y bizcos, con su cabeza calva y sus sablazos en la mejilla; él, a quien los mariscales de Francia se detienen a admirar cuando les presenta las armas a la puerta del rey; vea usted a Beccaria, con su perfil de veterano romano; a Fréchou, con su bigote blanco; ¡vea usted toda esa primera fila decorada, cuyos brazos llevan tres galones! ¿Qué hubiesen dicho esos viejos monjes del antiguo ejército, que no quisieron ser nunca otra cosa que granaderos, si yo les hubiese faltado esta mañana, yo que les mandaba aún hace quince días? Si yo hubiese tomado desde hace varios años costumbres de hogar y de reposo, o cualquier otro estado, hubiese sido diferente; pero ahora no tengo en verdad más mérito que el que ellos tienen. Por otra parte, ya ve usted cómo todo está tranquilo esta noche en París, tranquilo como el aire -añadió levantándose, cosa que imité-. He aquí el día que llega; no volverán, sin duda, a romper linternas y mañana estaremos de nuevo en el cuartel. Yo, dentro de unos días, me retiraré probablemente a un rinconcito de tierra que tengo en un lugar de Francia, donde hay una torrecita, en la que acabaré de estudiar a Polybio, Turena, Folard y Vauban para entretenerme. Casi todos mis camaradas han perdido su vida en el gran ejército o han muerto después; hace tiempo que no converso con nadie, y usted sabe por qué camino he llegado a odiar la guerra, haciéndola al mismo tiempo con energía.

     Dicho esto me sacudió vivamente la mano y se separó de mí, pidiéndome otra vez la gola que le faltaba, si la mía no estaba estropeada y si la encontraba por mi casa. Después me volvió a llamar y me dijo:

     -Oiga usted: como no es enteramente imposible que se nos haga fuego aún desde alguna ventana, guárdeme usted, se lo suplico, esta cartera llena de cartas antiguas que sólo a mí me interesan y que quemará usted si no nos volvemos a encontrar. Han venido a nosotros varios de nuestros antiguos camaradas, y les hemos rogado que se retirasen a sus casas. Nosotros no hacemos la guerra civil. Estamos tranquilos, como bomberos cuyo deber es apagar el incendio. Ya se explicarán en seguida; eso no nos interesa.

     Y se separó de mí sonriendo.



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Capítulo IX

Una bolita.

     Quince días después de esta conversación, que la revolución misma no me había hecho olvidar, reflexionaba yo solo sobre el heroísmo modesto y el desinterés, ¡tan raros los dos! Trataba de olvidar la sangre pura que acababa de correr, y volvía a leer en la historia de América cómo en 1783 el ejército angloamericano, completamente victorioso, habiendo depuesto las armas y libertado a la patria, estuvo a punto de rebelarse contra el Congreso que, demasiado pobre para pagarle su sueldo, se preparaba para licenciarle. Wáshington, generalísimo y vencedor, no tenía más que decir una palabra o hacer una señal de cabeza para ser dictador; hizo lo que él sólo tenía el poder de cumplir; licenció al ejército y presentó la dimisión. Yo había dejado el libro y comparaba aquella serena grandeza con nuestras inquietas ambiciones. Estaba triste y recordaba a todas las almas guerreras y puras, sin falsos esplendores, sin charlatanismo, que no han amado el poder y el mando más que por el bien público, lo han guardado sin orgullo y no han sabido ni volverlo contra la patria, ni convertirlo en oro; pensaba en todos los hombres que han hecho la guerra en la inteligencia de lo que vale; pensaba en el buen Collingwood, tan resignado, y, en fin, en el obscuro capitán Renaud, cuando vi entrar a un hombre de alta estatura, vestido con un largo capote en bastante mal estado. En sus bigotes blancos y en las cicatrices de su rostro cobrizo conocí a uno de los granaderos de la compañía de mi amigo; le pregunté si Renaud estaba vivo aún, y la emoción de aquel buen hombre me hizo ver que le había ocurrido alguna desgracia. Se sentó, se enjugó la frente, y cuando se hubo repuesto, tras algunos cuidados y un poco de tiempo, me dijo lo que le había pasado.

     Durante los dos días del 28 y 29 de julio, el capitán Renaud no había hecho otra cosa que marchar en columna a lo largo de las calles a la cabeza de sus granaderos; se colocaba delante de la primera sección de su columna e iba apaciblemente en medio de una granizada de piedras y de tiros que partían de los cafés, de los balcones y de las ventanas. Cuando se detenía era para hacer cerrar las filas, abiertas por los que caían, y para ver si los cabos de escuadra se conservaban a la distancia debida y a la cabeza de sus filas. No había sacado la espada y marchaba con el bastón en la mano. Las órdenes le habían llegado primeramente con exactitud; pero, ya sea que hubiesen matado a los ayudantes de campo en el camino, o que el Estado Mayor no las hubiese enviado, le dejaron en la noche del 28 al 29 en la plaza de la Bastilla, sin otras instrucciones que la de retirarse a Saint-Cloud, destruyendo las barricadas que encontrasen en el camino, cosa que hizo sin disparar un tiro. Llegados al puente de Jena, se detuvo para hacer la llamada de su compañía. Le faltaba menos gente que a todas las demás de la Guardia que habían sido destacadas, y sus hombres estaban también menos cansados. Había tenido el arte de hacerles descansar con oportunidad y a la sombra en aquellas ardientes jornadas y de encontrar para ellos en los cuarteles abandonados los alimentos que negaban las casas enemigas; el aspecto de su columna era tal, que había encontrado desiertas todas las barricadas y no había tenido sino el trabajo de derribarlas.

     Así, pues, estaba de pie, a la cabeza del puente de Jena, cubierto de polvo y sacudiendo los pies; miraba hacia la barricada, para ver si algo impediría la salida de su destacamento, y designaba a los exploradores que habían de adelantarse. En el Campo de Marte no había más que dos albañiles que parecían dormir, tumbados boca abajo, y un muchachito de alrededor de catorce años que andaba con los pies descalzos y tocaba las castañuelas con dos pedazos de loza de alguna vajilla rota. De vez en cuando las hacía sonar contra el parapeto del puente, y llegó jugando así hasta el límite, hasta donde estaba Renaud. El capitán señalaba en aquel momento con el bastón las alturas de Passy. El niño se aproximó a él, le miró con ojos de asombro, y sacando de la chaqueta una pistola de arzón la cogió con las dos manos y la dirigió hacia el pecho del capitán. Éste desvió el golpe con el bastón, y, habiendo hecho fuego el niño, le dio la bala en lo alto de la cadera. El capitán cayó sentado, sin decir palabra, y miró con piedad a aquel singular enemigo. Vio a aquel muchachito, que, siempre con el arma entre las manos, permanecía horrorizado de lo que había hecho. Los granaderos estaban en aquel momento tristemente apoyados en sus fusiles, y no se dignaron hacer fuego contra aquel picaruelo. Unos incorporaron al capitán, otros se contentaron con tener cogido por el brazo al niño y llevárselo a quien había herido. Comenzó a deshacerse en llanto, y cuando vio que de la herida del oficial corría la sangre a oleadas por su pantalón blanco, horrorizado de aquella carnicería, se desvaneció. Llevaron al mismo tiempo al hombre y al niño a una casita próxima a Passy, donde estaban todavía los dos. La columna, conducida por el teniente, había proseguido su camino a Saint-Cloud, y cuatro granaderos, después de haber dejado el uniforme, se habían quedado en aquella hospitalaria casa para cuidar a su antiguo comandante. Uno -el que me hablaba- había tomado obra como armero en París, los otros como maestros de armas, y llevando sus jornales al capitán habían evitado que le faltase ningún cuidado hasta aquel día. Se le había operado; pero la fiebre era ardiente y mala, y como temía un acrecentamiento peligroso, me enviaba a buscar. No había tiempo que perder. Marché inmediatamente con el digno soldado, que me había referido estos detalles con los ojos humedecidos y la voz temblorosa, pero sin murmurar, sin injuriar, sin acusar a nadie, repitiendo solamente: «Es una gran desgracia para nosotros».

     El herido había sido llevado a casa de una mujer comerciante en pequeña escala, que era sola y vivía en una tiendecita, y en una calle separada del pueblo, con dos niños de corta edad. No había temido ni un solo momento comprometerse, y nadie había tenido la idea de inquietarla por aquel motivo. Los vecinos, por el contrario, se habían apresurado a ayudarle en los trabajos que el enfermo la ocasionaba. No habiéndole juzgado transportable después de la operación los oficiales de Sanidad a quienes se había llamado, aquella mujer le había cuidado y a menudo había pasado la noche cerca de su lecho. Cuando entré se adelantó a mí con un aire de reconocimiento y de timidez que me dio pena. Comprendí cuántos temores ocultaba a la vez por bondad natural y por caridad. Estaba muy pálida y tenía los ojos rojos y cansados. Iba y venía hacia una trastienda que yo divisaba desde la puerta, y vi en su precipitación que arreglaba la habitación del herido y ponía una especie de coquetería para que un extraño la encontrara conveniente. Por lo tanto, tuve cuidado de no andar demasiado de prisa, y le di todo el tiempo que necesitó.

     -Vea usted, señor, ¡ha sufrido mucho! -me dijo abriendo la puerta.

     El capitán Renaud estaba sentado en una camita con cortinas de sarga, colocada en un rincón de la habitación, y varias almohadas sostenían su cuerpo. Estaba delgado como un esqueleto y sus pómulos eran de un rojo ardiente; la herida de la frente estaba negra. Vi que no llegaría muy lejos y su sonrisa me lo dijo también. Me tendió la mano y me hizo seña de que me sentase. A su derecha había un muchachito que tenía un vaso de agua engomada y la removía con la cucharilla. Se levantó y me llevó una silla. Renaud le cogió desde la cama de una oreja y me dijo dulcemente, con vez débil:

     -Mire usted, amigo mío, aquí le presento a mi vencedor.

     Me encogí de hombros y el pobre niño bajó los ojos ruborizándose. Vi que una gruesa lágrima le corría por la mejilla.

     -¡Vamos! ¡Vamos! -le dijo el capitán pasándole la mano por los cabellos-. No es suya la falta. ¡Pobre muchacho! Había encontrado a dos hombres que le habían hecho beber aguardiente, le habían pagado y le habían enviado a que me disparase un pistoletazo. Y lo hizo, lo mismo que hubiese tirado una bolita a la esquina de la linde. ¿No es verdad, Juan?

     Y Juan se echó a temblar y adquirió una expresión de dolor tan punzante, que me impresionó. Le miré más de cerca; era un niño muy guapo.

     -Era, en efecto, una bolita -me dijo la joven comerciante-. Vea usted.

     Y me mostró una bolita de ágata, gruesa como las más bellas balas de plomo y con la que habían cargado la pistola de calibre, que estaba allí.

     -No hace falta más que eso para cercenar una pierna a un capitán -me dijo Renaud.

     -No debe usted hacerle hablarmucho -me dijo tímidamente la mujer.

     Renaud no la escuchaba.

     -Sí, querido, no me queda pierna suficiente para hacer tener en ella una pata de palo.

     Le estreché la mano sin responder, humillado al ver que para matar a un hombre que tanto había visto y sufrido, cuyo pecho estaba bronceado por veinte campañas y diez heridas, hecho al hielo y al fuego, pasando a la bayoneta y a la lanza, no había hecho falta más que el brinco de una de esas ranas de los arroyos de París que se llaman pilluelos.

     Renaud respondió a mi pensamiento. Inclinó la mejilla sobre la almohada, y estrechándome la mano:

     -Estábamos en guerra -me dijo-; no es más asesino de lo que yo fui en Reims. Cuando maté al niño ruso, ¿no era yo también un asesino? En la gran guerra de España, los hombres que daban de puñaladas a nuestros centinelas no se creían asesinos, y estando en guerra quizá no lo fuesen. Los católicos y los hugonotes, ¿se asesinaban, o no? ¿De cuántos asesinatos se compone una gran batalla? Ése es uno de los puntos en los que nuestra razón se pierde y no sabe qué decir. La guerra es la que tiene la culpa, y no nosotros. Le aseguro a usted que este buen hombrecito es muy dulce y muy simpático; lee y escribe ya muy bien. Es un niño expósito. Era aprendiz de carpintero. No se ha separado de mi habitación desde hace quince días y me ama mucho; ese pobre muchacho anuncia disposiciones para el cálculo; se puede sacar provecho de él.

     Como hablara más penosamente y se aproximara a mi oído, me incliné y me dio un paquetito enrollado, que me rogó examinase a la ligera. Vi un corto testamento, mediante el cual dejaba una especie de alquería miserable que poseía a la pobre comerciante que le había recogido, y después de ella, a Juan, a quien debía hacer educar, bajo condición de que no fuese jamás militar; estipulaba la suma de un reemplazo y daba aquel rinconcito de tierra para asilo a sus cuatro viejos granaderos. Encargaba de todo aquello a un notario de su provincia. Cuando tuve el papel en las manos pareció más tranquilo y presto a amodorrarse. Después se estremeció, y, abriendo de nuevo los ojos, me rogó que tomase y guardase su bastón de junco. En seguida se amodorró otra vez. Su viejo soldado movió la cabeza y le cogió una mano. Yo le cogí la otra, que sentí helada. Dijo que tenía frío en el pie, y Juan acostó y apoyó su pechito de niño en la cama para darle calor. Entonces el capitán Renaud empezó a tentar las sábanas con las manos, diciendo que no las sentía, cosa que es un signo fatal. Su voz era cavernosa, Se llevó penosamente una mano a la frente, miró atentamente a Juan, y dijo aún:

     -¡Es singular! ¡Este niño se parece al niño ruso!

     En seguida cerró los ojos, y apretándome la mano con una presencia de espíritu renaciente:

     -¡Vea usted! -me dijo-; el cerebro desvaría; esto es el fin.

     Su mirada era indiferente y más tranquila. Comprendimos aquella lucha de un espíritu firme, que se rebelaba contra el dolor, y aquel espectáculo, sobre un camastro miserable, estaba para mí lleno de una majestad solemne. Enrojeció de nuevo y dijo muy alto:

     -Tenían catorce años... los dos... ¿Quién sabe si no es aquella joven alma vuelta a este otro cuerpo para vengarse?...

     En seguida se estremeció, palideció y me miró tranquilamente y con ternura:

     -¡Escuche usted!... ¿No podría usted cerrarme la boca? Temo hablar..., se debilita uno... No quisiera hablar más... Tengo sed.

     Se le dieron algunas cucharadas y dijo:

     -He cumplido con mi deber. Esta idea me hace bien.

     Y añadió:

     -Si el país se encuentra mejor con todo lo que se ha hecho, nosotros no tenemos nada que decir; pero ya verá usted...

     Quedó amodorrado y durmió alrededor de media hora. Pasado este tiempo, una mujer vino a la puerta tímidamente e hizo señas de que estaba allí el cirujano; salí de puntillas para hablarle y entré con él en un jardinillo, y habiéndonos parado cerca de un pozo para interrogarle, oímos un gran grito. Corrimos y pusimos un paño sobre la cabeza de aquel hombre honrado, que ya no existía...



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Capítulo X

Conclusión.

     La época que me ha dejado estos dispersos recuerdos está cerrada hoy. Su círculo se abrió en 1814, con la batalla de París, y se cerró con los tres días de París, en 1830. Aquel era el tiempo en que, como ya he dicho, el Ejército del Imperio acababa de expirar en el seno del Ejército naciente entonces y muerto hoy. Después de haber bajo varias formas explicado la naturaleza y compadecido la condición del poeta en nuestra sociedad, he querido demostrar aquí la del soldado, otro paria moderno.

     Quisiera que este libro fuese para él lo que era para un soldado romano un altar de la Pequeña Fortuna.

     Me he complacido en estos relatos porque pongo por encima de todos los sacrificios aquel que no busca el ser mirado. Los más altos sacrificios tienen algo en sí que pretenden la publicidad y que no podernos menos de ver en ellos, a pesar nuestro. En vano se les querría despojar de ese carácter que vive en ellos y equivale a su fuerza y sostén; es el hueso de sus carnes y la médula de sus huesos. Tenía quizás algo del combate y del espectáculo que fortificaba a los mártires; el papel era tan grande en aquella escena, que podía doblar la energía de la santa víctima. Dos ideas sostenían sus brazos por cada lado: la canonización de la tierra y la beatificación del cielo. Que aquellas antiguas inmolaciones a una santa convicción sean por siempre adoradas; pero ¿no merecen ser amados, cuando los adivinamos, esos sacrificios ignorados, que no tratan ni aun de hacerse ver por aquellos que son el objeto del sacrificio; esos sacrificios modestos, silenciosos, sombríos, abandonados, sin esperanza de ninguna corona humana o divina; esas mudas resignaciones cuyos ejemplos, más multiplicados de lo que se cree, tienen en sí un mérito tan poderoso que no conozco ninguna virtud comparable con ellos?

     De intento he tratado de hacer que sevuelvan todas las miradas del Ejército hacia esa grandeza pasiva que descansa toda en la abnegación y la resignación. Jamás puede ser comparable en esplendor a la grandeza de la acción, donde se desenvuelven ampliamente enérgicas facultades; pero será, por mucho tiempo, la única que pudiese pretender el hombre armado, pues está armado casi inútilmente. Las grandezas deslumbradoras de los conquistadores están quizás apagadas para siempre... Su esplendor pasado se debilita, lo repito, a medida que crece en los espíritus el desdén por la guerra y en los corazones el disgusto por sus frías crueldades. Los ejércitos permanentes impiden la libertad de acción a sus dueños. Cada soberano mira tristemente a su ejército; aquel coloso sentado a sus pies inmóvil y mudo le molesta y le atemoriza; no sabe qué hacer de él y teme que se le rebele. Le ve devorado de ardor y sin poder moverse. La necesidad de una circulación imposible no cesa de atormentar a la sangre de aquel cuerpo, a esa sangre que no se derrama y hierve sin cesar. De vez en cuando, gritos de grandes guerras se alzan y gruñen como un trueno lejano; pero esas nubes impotentes se desvanecen; esas trombas se pierden en granos de arena, en tratados, en protocolos, ¡qué sé yo! La filosofía ha empequeñecido, felizmente, la guerra; las negociaciones la reemplazan; la mecánica acabará de anular sus inventos.

     Pero esperando que el mundo, niño todavía, se libre de ese juguete feroz, esperando que esto se cumpla muy lentamente, cosa que me parece infalible, el soldado, el hombre de los ejércitos, tiene necesidad de que se le consuele del rigor de su condición. Comprende que la patria, que le amaba a causa de las glorias con que la coronaba, empieza a desdeñarle por su ociosidad o a odiarle a causa de las guerras civiles en las que se le emplea para castigar a su madre. Ese gladiador, que no tiene ni aun los aplausos del circo, tiene necesidad de tomar confianza en sí mismo, y nosotros tenemos necesidad de compadecerle para hacerle justicia, porque ya lo he dicho: está ciego y mudo; lanzado donde se quiere que vaya, combatiendo hoy tal escarapela, se pregunta si no la pondrá mañana en su sombrero.

     ¿Qué ideas le sostendrían, a no ser la del deber y la de la palabra jurada? Y en las incertidumbres de su camino, en sus escrúpulos y sus arrepentimientos pasados, ¿qué sentimientos deben inflamarle y pueden exaltarle en nuestros días de frialdad y de desaliento?

     ¿Qué nos queda de sagrado?

     En el naufragio universal de las creencias, ¿qué restos a los que puedan sujetarse aún las manos generosas? Fuera del amor al bienestar y al lujo de un día, nada se ve en la superficie del abismo. Se creería que el egoísmo lo ha sumergido todo; los mismos que tratan de salvar a las almas que se sumergen con valor se sienten expuestos a ser engullidos. Los jefes de los partidos políticos toman hoy el catolicismo como un santo y seña y una bandera; pero ¿qué fe tienen en sus maravillas y cómo siguen la ley en su vida? Los artistas lo ponen en evidencia como una preciosa medalla y se sumergen en sus dogmas como en una fuente épica de poesía; pero ¿cuántos de entre ellos se ponen de rodillas en la iglesia que decoran? Muchos filósofos abrazan su causa y la defienden, como abogados generosos la de un cliente pobre y desamparado; sus escritos y sus palabras les gusta que se impregnen de sus colores y de sus formas; les agrada que sus libros se adornen con sus dorados góticos; su trabajo entero se complace en serpentear alrededor de la cruz el hábil laberinto de sus argumentos; pero es raro que esa cruz esté a su lado en la soledad. Los hombres de guerra combaten y mueren sin acordarse casi de Dios. Nuestro siglo sabe que es así; quisiera ser de otro modo y no puede. Se observa con mirada melancólica y ningún otro ha comprendido mejor cuán desgraciado es un siglo que se va.

     Por estos signos funestos, algunos extranjeros nos han creído caídos en un estado semejante al del Bajo Imperio, y hombres grandes se han preguntado si el carácter nacional no iba a perderse para siempre. Pero los que han sabido vernos más de cerca han observado ese carácter de rigurosa determinación, que sobrevivió en nosotros a todo aquello que el frotamiento de los sofismas ha gastado deplorablemente. Las acciones viriles no han perdido nada en Francia de su antiguo vigor. Una pronta resolución gobierna sacrificios tan grandes, tan enteros como los haya habido jamás. Más fríamente calculados, los combates se ejecutan con una sabia violencia. El menor pensamiento produce actos tan grandes como antiguamente la fe más ferviente. Entre nosotros las creencias son débiles. Pero el hombre es fuerte. Cada plaga encuentra cien Belzunces. La juventud actual no cesa de desafiar a la muerte por deber o por capricho con una sonrisa de espartano, sonrisa tanto más grave cuanto que ninguno cree en el festín de los dioses.

     Sí; yo he creído ver en este sombrío mar un punto que me ha parecido sólido. Le he mirado primero con incertidumbre, y en el primer momento no he creído en él. He temido examinarle, y por mucho tiempo he desviado de él los ojos. Luego, porque me atormentaba el recuerdo de aquella primera vista, he vuelto contra mi voluntad a aquel punto visible, pero incierto. Me he aproximado a él, le he dado la vuelta, he mirado por debajo y por encima, he puesto en él la mano, le he encontrado bastante fuerte para servir de apoyo en la tormenta, y me he tranquilizado.

     No es una fe nueva un culto de nueva invención, un pensamiento confuso; es un pensamiento nacido, con nosotros, independiente de los tiempos, de los lugares y hasta de las religiones; un sentimiento orgulloso, inflexible; un instinto de una incomparable belleza, que no ha encontrado más que en los tiempos modernos un nombre digno pero que ya producía sublimes grandezas en la antigüedad y la fecundaba como esos bellos ríos que en su origen y sus primeras vueltas no tienen nombre. Esta fe, que me parece existe en todos aún y que reina como soberana en los ejércitos, es la del HONOR.

     No veo que se haya debilitado y que nada la haya gastado. No es un ídolo; es para la mayor parte de los hombres un dios, y un dios alrededor del cual muchos dioses superiores han caído. La caída de todos sus templos no ha movido su estatua.

     Mucha vitalidad indefinible anima esta virtud extraña, orgullosa, que se tiene en pie en medio de todos nuestros vicios, y aun aviniéndose con ellos hasta el punto de acrecentarlos en su energía. Mientras que todas las virtudes parecen descender del cielo para darnos la mano y elevarnos, ésta parece emanar de nosotros mismos y tender a subirnos hasta el cielo. Es una virtud toda humana, que se puede creer nacida de la tierra, sin palmas celestes después de la muerte; es la virtud de la vida.

     Tal y conforme es, su culto, interpretado de diversas maneras, es siempre incontestado. Es una religión rigurosa, sin símbolo y sin imágenes, sin dogma y sin ceremonias, cuyas leyes no están escritas en ninguna parte. ¿Y cómo se entiende que todos los hombres tengan el sentimiento de su serio poder? Los hombres actuales, los hombres de la hora en que escribo, son escépticos e irónicos para todas las cosas menos para ésta. Todos se ponen serios cuando su nombre se pronuncia. Esto no es teoría, sino observación. El hombre, al nombre del honor, siente moverse algo en sí que es como una parte de sí mismo, y esa sacudida despierta todas las fuerzas de su orgullo y de su energía primitiva. Una firmeza invencible le sostiene contra todos y contra sí mismo, ante el pensamiento de velar sobre ese tabernáculo puro, que está en su pecho como un segundo corazón donde reside un dios. De ahí le vienen consuelos interiores, tanto más bellos cuanto que él ignora la fuente y la razón verdaderas; revelaciones súbitas de la Verdad, de lo Bello y de lo Justo: de ahí una luz que va delante de él.

     El Honor es la conciencia, pero la conciencia exaltada. Es el respeto a sí mismo y a la belleza de la vida llevado hasta la más pura elevación y hasta la pasión más ardiente. Es cierto que no veo ninguna unidad en su principio, y siempre que se ha intentado definirla se ha perdido uno de los términos; pero no veo que haya más precisión en la definición de Dios. ¿Prueba eso algo contra una existencia que se siente universalmente?

     ¡Ése es el mayor mérito del Honor, el ser tan poderoso y siempre bello, sea cual fuere su origen!... Ya lleva al hombre a no sobrevivir a una afrenta, ya a sostenerla con un esplendor y una grandeza que reparan y borran la mancha. Otras veces sabe ocultar juntas la injuria y la expiación. En otros tiempos inventa grandes empresas, luchas magníficas y perseverantes, sacrificios inauditos lentamente cumplidos y más bellos por su paciencia y su obscuridad que los impulsos de un entusiasmo súbito o de una violenta indignación; produce actos de beneficencia que la evangélica caridad no sobrepasa nunca; tiene tolerancias maravillosas, delicadas bondades, indulgencias divinas y sublimes perdones. Siempre y en todas partes mantiene en toda su belleza la dignidad personal del hombre.

     El Honor es el pudor viril.

     La vergüenza de faltar a él es todo para nosotros. ¿Es, pues, la cosa sagrada esa cosa inexplicable?

     Vemos que la palabra humana deja de ser la expresión de las ideas solamente; se transforma en la palabra por experiencia, la palabra sagrada entre todas las palabras, como si hubiese nacido con la primera dicha por la lengua del hombre; y como si después de ella no hubiese ya una palabra digna de ser pronunciada, se convierte en la promesa del hombre, bendecida por todos los pueblos; se transforma en el juramento mismo, porque a ella le añadís la palabra: HONOR.

     Desde entonces, cada uno tiene su palabra y se liga a ella como a su vida. El jugador estima sagrada la suya y la guarda; en el desorden de las pasiones es dada y recibida, y, por profana que sea, se cumple santamente. Esta palabra es bella en todas partes y en todas partes consagrada. Ese principio, que puede creerse innato, al que no obliga más que el asentimiento interior de todos, ¿no es, sobre todo, de una soberana belleza cuando es practicado por el hombre de guerra?

     La palabra, que con demasiada frecuencia no es más que una palabra para el hombre de alta política, se convierte en un hecho terrible para el hombre de armas; lo que el uno dice ligeramente o con perfidia, el otro lo escribe sobre el polvo con su sangre, y por esto es honrado por todos, por encima de todos, y muchos deben bajar los ojos ante él.

     ¡Ojalá, en esas nuevas fases, la más pura de las religiones no intente negar o ahogar ese sentimiento del honor, que vale en nosotros como una última lámpara en un templo devastado! ¡Que se le apropie más bien y que le una a sus esplendores, colocándolo como un resplandor más sobre su altar, que quiere rejuvenecer! Ésa es una obra divina por hacer. Por mi parte, impresionado por ese signo feliz, no he querido ni podía hacer más que una obra muy humilde y completamente humana y atestiguar sencillamente lo que he creído ver vivo aún entre nosotros. Guardémonos de decir que ese dios antiguo del honor es un falso dios, pues la piedra de su altar es quizá la del dios desconocido. El imán mágico de esa piedra atrae y une los corazones de acero, los corazones de los fuertes. ¡Decid si esto no es cierto vosotros, mis buenos compañeros; vosotros, a quienes he hecho estos relatos, ¡oh nueva legión tebana!; vosotros, cuya cabeza se hizo aplastar sobre esa piedra del juramento; decidlo vosotros todos, santos y mártires de la religión del HONOR!

     Escrito en París, el 20 de agosto de 1835.

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