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Sevilla en las revistas románticas. La colaboración del Conde de Campo Alange en «El Artista»

María José Alonso Seoane


Universidad Complutense de Madrid



Dentro de la atención que las revistas románticas prestaron a Sevilla, tiene particular interés una colaboración del Conde de Campo de Alange en El Artista, por la calidad de su contenido romántico y su valor literario.

Campo Alange había pedido incorporarse al ejército de operaciones en octubre de 1833; nueve meses más tarde, tuvo que retirarse temporalmente, por enfermedad1. En julio de 1834 está en Sevilla: allí le escribe su amigo Eugenio de Ochoa, conmocionado por los recientes sucesos de Madrid. En su carta, incluye un párrafo sobre El Artista que, además de confirmar la repercusión de los acontecimientos en el comienzo de su publicación, sugiere un aspecto inesperado de lo que podría haber sido la revista en otras circunstancias: «¿Cuándo podrá salir el Artista? Ya ve Vm. cómo están los tiempos, amigo mío; trabajemos entretanto, porque me he empeñado en que ha de salir y parezco aragonés en mis empeños. Escríbame Vm. [...]; trabaje para el Artista, y haga historietas bonitas y artículos de literatura o bellas artes, que no le darán disgustos como los de política. Eugenio».2 Además de señalar la situación general, quizá Ochoa se estaba refiriendo a los disgustos que ya le habían dado a Campo Alange otros artículos, como los que publicó en la Revista Española sobre la Milicia Urbana, en marzo de 18343. Sus colaboraciones en El Artista, en el nacimiento del periodismo moderno, se ajustarán como una respuesta -salvando el tono de Ochoa- a sus líneas en esta carta. Con una característica especial: la relevancia de todo lo que va a escribir para la nueva revista. Como es conocido, dentro de la obra decisiva e innovadora de El Artista, Campo Alange prestó una colaboración inapreciable a sus ideales de difusión del romanticismo y al debate que determinaría el curso siguiente del mismo, con su manifiesto A la Aristocracia española y otros artículos, entre los que destaca su crítica al Don Álvaro. En el ámbito de la creación literaria, su aportación, en el comienzo de la prosa romántica, fue también del mayor valor. Ambos aspectos -teoría y capacidad creadora- estarán presentes en su serie de cuatro artículos titulada Sevilla, que desborda las convenciones esperables del género.

En el texto preliminar a los Recuerdos del sitio de la ciudadela de Amberes por los franceses en 1832, serie con que inicia su colaboración en El Artista, Campo Alange define su situación con respecto al tipo de narración que ha elegido; en términos que, en parte, pueden aplicarse a sus posteriores artículos sobre Sevilla. El conflicto de Amberes se había seguido con interés en la prensa de Madrid, incluso con la publicación de planos, como el que inserta la Revista Española (22-XII-1832). Pero, en su serie de El Artista, Campo Alange se aparta del artículo sólo informativo, para escribir sus recuerdos con una mirada declaradamente literaria, dentro del fondo de veracidad histórica:

No es nuestro intento ahora, al publicar estos fragmentos de unas memorias inéditas, dar una descripción científica y detallada de las operaciones del sitio de la ciudadela de Amberes: esta descripción corresponde al escritor militar. Pero el imponente espectáculo de dos ejércitos extranjeros frente a frente [...]; el aspecto singular de la ciudad y sus contornos durante el combate; los contrastes de unas escenas de pasión y horror con otras de indiferencia o alegría; el ardor y las pasiones de los combatientes; las sensaciones del espectador; la variedad de los cuadros que, como en un panorama, se iban desplegando por instantes; todo esto, decimos, pertenece al filósofo, al pintor y al poeta. La parte de estos dos últimos es la que hemos adoptado.


(El Artista, I, 9).                


En la narración Pamplona y Elizondo, tan diferente a los Recuerdos del sitio de la ciudadela de Amberes, Campo Alange precisará el asunto del pintor y del poeta. Pamplona y Elizondo, obra sumamente poética a pesar de su carácter de realismo contemporáneo, es un texto clave en los comienzos de la narrativa romántica. Llena de melancolía, en ella se pone de manifiesto el contraste entre el amor y juventud y la realidad de la guerra, y quizá más todavía entre el mundo civil y el militar; en esos tiempos de guerra en que los que no están implicados directamente no se hacen cabal cuenta de lo que está pasando -como dignamente escribiría Ros de Olano, en una carta de 1836: «Los trabajos de la campaña que se está haciendo a nadie deben contarse, porque quien no los haya sufrido, tampoco los creerá. Por eso, mis queridos compañeros, somos más meritorios a la nación»4-. Hay también lugar para la consideración estética: a propósito de El último pensamiento, de Weber, Campo Alange contrapone la inspiración del músico a la de pintores y poetas, que copian de la naturaleza5. A su vez, el poeta, se diferencia del pintor en cuanto que dirige su mirada al interior del hombre. Aquí, dejando lo común entre pintor y poeta a la preceptiva clásica, Campo Alange describe su tarea desde el punto de vista de la teoría romántica acerca de la labor del escritor moderno6, con palabras cercanas a la formulación de Donoso Cortés en su Discurso7.




ArribaAbajoUna mirada romántica sobre Sevilla

En la serie Sevilla, el punto de vista que Campo Alange mantiene es el de filósofo y pintor, y también poeta, todo teñido de completo romanticismo. Dentro de su objeto -la descripción de Sevilla, su ambiente, historia, riquezas artísticas-, da amplia cabida a la exposición de sus ideas -entre ellas, los principios románticos- dándole carácter de actualidad; y a fragmentos de creación literaria de muy distintos géneros.




ArribaAbajoLa llegada en el vapor de Cádiz

La serie se inicia con un primer artículo, titulado «El Guadalquivir», en que predomina el carácter general de libro de viajes y de escritor de costumbres. Comienza de manera humorística, en un tono muy común en El Artista, especialmente en las colaboraciones de Eugenio de Ochoa -que, en parte, corresponde a un determinado tipo de artículos de la época-, con los tópicos de la velocidad sin sentido del siglo8 y los viajes al extranjero de jóvenes sin preparación; con sarcásticos comentarios, acerca de cómo, mientras esto sucede, los extranjeros recorren España, llevándose los tesoros que son indiferentes a los españoles9.

Queriendo alejarse de estos pensamientos, se abisma en el paisaje; reviviendo mentalmente épocas pasadas. Pero la tentación del humor puede con la situación potencialmente poética: contemplando el Guadalquivir, entra en el terreno prohibido de lo que los clasiquistas verían; en un pastiche paródico similar al que después escribirá Espronceda, en El pastor Clasiquino. Una pequeña sátira, encapsulada en el relato del viaje, quizá con una punta de ironía también hacia el romanticismo histórico:

Mas por mis pecados, al punto mismo me veía rodeado de las ninfas del padre Betis de los rancios modernos, las cuales me perseguían y atormentaban como una pesadilla, como un remordimiento, sin darme tregua, ni dejarme permanecer un solo instante en el mundo ideal que tan a placer mío me forjaba. Cuando por esa sublime prerrogativa del hombre, que le permite evocar las ya desaparecidas generaciones, y darles vida y movimiento, y borrar los siglos que separan el antes del después, lograba yo trasladarme a tiempo de recordación feliz, y embelesado contemplaba el Guadalquivir en todas direcciones cubierto de blancas velas, de naves romanas que a la poderosa Itálica subían, de galeones españoles, que, después de conquistar un nuevo mundo, henchidos de gloria y de botín a su patria regresaban; a lo mejor veía asomar en medio de la corriente una comparsa grotesca de viejos sudando cieno, de ninfas con la pierna airosa vestida de escamas y finalmente, de muchachos carrilludos y abotagados, con cuernos y caracoles en las manos [...]. Entonces ¡adiós ilusión! Callaba la historia y empezaba la poesía, la poesía clásica, la bucólica. Ya no se oía sino Betis por arriba, y Betis por abajo, con la añadidura de padre (que señor de tantas barbas por fuerza ha de ser casado), pues mal pudiera el lenguaje poético tolerar un nombre tan bárbaro como Guadalquivir, un nombre que tiene demasiado sabor a africano para poder conciliarse con las dulzuras de la edad de oro, de la edad de las églogas y de los idilios.


(El Artista, II, 172).                


Hasta que el escritor deja de contemplar el río, dirigiéndose a los pasajeros circundantes. Su nuevo objetivo le hace captar un cuadro propio de una novela de costumbres, que va describiendo en pocos rasgos. Especialmente, la realidad social, ante la que se muestra conmovido, del padre que, por su pobreza, ha dejado a su mujer en Cádiz criando «un niño ajeno, un niño que vale dinero» y vuelve con su hijo de cuatro meses, al que buscará «una nodriza barata». Otros viajeros son descritos más como tipos: un majo andaluz, un viajero inglés. El artículo termina con la llegada a Sevilla; con la vista de la torre de la catedral y la Torre del Oro.




ArribaAbajoLa delicada belleza de Sevilla

El segundo artículo lleva el título de «La Ciudad». En sus primeros párrafos, describe las impresiones admiradas y positivas del que se encuentra por sorpresa con Sevilla. Comienza afirmando uno de los primeros principios del romanticismo frente al único canon de la universalidad clásica: la diferencia de las épocas y de los países, y el valor de lo peculiar, que en este caso se conserva10; para pasar después a una original percepción de Sevilla, encantadora y alegre, como ciudad en que todo se desdibuja, de una belleza delicada:

Todo en ella tiene algo de vaporoso. Lo es casi siempre la atmósfera, que a breve distancia envuelve los objetos en una gasa, que les roba sus contornos y los presenta vagos e indeterminados como espuma: lo es el cielo, en el cual a ciertas horas parece que se ve hervir el éter. La arquitectura gótica se amolda al país: sus formas quebradas y angulares se rodean, sus arcos en punta se ensanchan, las aristas se pierden y confunden; su carácter de austeridad y de aspereza se suaviza; las líneas son grandiosas, delgadas las paredes, los arranques atrevidos, y los pilares gigantescos y sutiles, góticos, en una palabra, pero nada hay duro, nada recortado ni sombrío. Lo mismo sucede con las pinturas de Murillo. Las casas particulares (que contra el uso de la corte tienen arquitectura) participan del mismo carácter de originalidad y de indecisión, con sus patios sembrados de flores y adornados de fuentes, con su profusión de columnas y de arcos, cuyo orden sería difícil determinar, pero que están llenos de soltura, de elegancia y ligereza. Hasta del acento o dejo de los andaluces pudiera decirse lo mismo: su pronunciación suele ser vaga, como si no se atreviesen a articular distintamente todos los sonidos, suprimiendo letras, o fundiéndolas unas en otras [...].


(El Artista, II, 182).                


Campo Alange, además de ver a Sevilla cultamente, en referencia a los clásicos11, se hace eco de sus costumbres, como las veladas -a propósito de las cuales, muestra su deseo de modernidad dentro del romanticismo12-, la celebración del Corpus, las rejas, Triana. Anima a los extranjeros a descubrir España y, en concreto, a observar directamente el mundo gitano; que pocos conocen, aunque lo utilicen rentablemente en sus dramas13.




ArribaAbajoLa catedral

El tercer artículo, titulado «La Catedral», tiene tres entregas. En él, Campo Alange acude brevemente a la descripción objetiva del templo y de su historia, incluyendo un fragmento de la General Estoria de Alfonso X el Sabio en tipografía gótica. Pero en absoluto son sólo artículos de objetiva información: lo que resulta de mayor relieve es la opinión y las impresiones del autor, que hará constar continuamente. Así, llama la atención sobre lo peculiar del gótico de la catedral de Sevilla, en que se da una nota de alegría que contrasta con las gárgolas y demás aditamentos de las sombrías catedrales europeas que tenía presentes14; por lo demás, señala el «tono de gravedad, de armonía y de misterio muy propio para excitar a la meditación y para inspirar recogimiento» que derraman en la atmósfera las vidrieras góticas. Anota las obras de arte contenidas, el nombre de los pintores, y objetos preciosos; precisando la importancia del arte en la civilización, el verdadero valor de los tesoros recogidos en la catedral y -dejando aparte anteriores comentarios anticlericales- la necesidad de la conservación de templos y conventos:

Y hago esta indicación, porque aquellos que no saben ver en un objeto sino la cantidad de reales que puede valer en venta, han dado en estos últimos tiempos en aconsejar que las alhajas de todos los monasterios se deshagan y reduzcan a efectivo, sin hacer cuenta de que defraudan a la historia del arte de sus mejores, tal vez, de sus únicos documentos. Pero ¿qué les importa a éstos el arte? Ardan los conventos; desaparezcan entre sus pavesas las obras de Murillo y de Ribera, y los códices de la edad media [...]; y luego... luego hablemos de civilización (1).


(El Artista, II, 238)15.                





ArribaAbajoUna narración fantástica

En la última entrega sobre la catedral de Sevilla, Campo Alange incluye, citándolo, un episodio del libro de Arana de Varflora, Hijos de Sevilla ilustres en santidad, letras, armas, artes o dignidad16. Este episodio que, con otras relaciones de este tipo, inspiró distintas obras en el siglo de oro y en el romanticismo17, da pie al fragmento de mayor importancia estética del texto: el joven que sigue a una dama encubierta y descubre que es un esqueleto -que es la muerte-. Campo Alange le dedica una atención completamente literaria, empezando por el planteamiento de la introducción; de modo que el fragmento, engastado en la serie, resulta, en sí mismo, una leyenda en prosa, bellamente contada, de un romanticismo extremo. Al estar incluido en este tipo de artículos, no se ha advertido como texto de creación; pero constituye, a pesar de su relativa brevedad, uno de los mejores de El Artista, y del romanticismo español en general.

El texto comienza cortando la descripción objetiva de la Catedral para pasar al plano de la recreación literaria del texto de Varflora; con la introducción de un ambiente propicio mediante la ruptura y creación de un nuevo espacio. El autor, que visita la Catedral guiado por un sacerdote, se sorprende:

Al salir de la capilla Real, no pude menos de detenerme a contemplar el efecto misterioso, que en la bruñida superficie del pavimento producía una gran masa de luz, proyectada por una vidriera de colores, en que oblicuamente se quebraban los rayos del sol. Era una confusión singular de tintas vivísimas, mezcladas como las del arco Iris: era como una ráfaga de fuego y de vapores que sale del infierno.

-Hoy hace 227 años y ocho días que en este mismo paraje aconteció, por la misericordia divina, una aventura terrible y que, para nuestra débil inteligencia humana, raya en los límites de lo imposible.

Vivía en Sevilla, por los años de 1603, un joven llamado D. Mateo Vázquez de Leca.


(El Artista, II, 236).                


Con esta apertura, se narra la historia que recoge Arana de Varflora. En ella se cuenta cómo este joven galante, la tarde del día del Corpus, ve en la catedral a una dama bellísima que, al separar el velo, resulta ser un esqueleto, con la consiguiente conversión fulminante. Campo Alange recrea literariamente el texto en lo que se refiere a este encuentro, de modo que constituye un relato original, de tipo fantástico; una leyenda basada en una tradición culta, con todo el léxico, imágenes y contenido absolutamente románticos, que inserta en su descripción de la catedral. Limitándonos a esta parte, reproduzco el fragmento de Campo Alange y su intertexto, de modo que puedan compararse. El texto de Arana de Varflora es el siguiente:

en la tarde, cuando se paseaba por la Iglesia con deseos de ver y ser visto, advirtió que una mujer de gallardo talle y traje muy lucido le hacía señas para que la siguiese a la Capilla de los Reyes. Hízolo así, y estando en aquel sitio a instancias suyas apartó la mujer el manto; y éste fue el instante en que la mano de Dios hizo la mudanza de aquel descuidado Eclesiástico, pues cuando esperaba mirar una singular belleza, vio un horroroso y espantable esqueleto. Sorprendióse, y poseído del pavor sin atender al gran concurso, que aún había en la Iglesia se apartó dando voces, y exclamando: Eternidad, Eternidad, Eternidad.


El resto de la relación de Varflora, con extensión considerablemente mayor, se dedica a todas las buenas obras que Vázquez de Leca hizo a partir de entonces; empezando por ordenarse de diácono y, después, de presbítero. Conversión y buenas obras que Campo Alange resume en pocas frases, mientras que su texto se centra en el episodio de la dama. En primer lugar, con una visión del joven ya como héroe romántico:

Celebráronse en la tarde las vísperas; y apenas se concluyeron, empezó él a pasearse por la iglesia, con el mismo objeto de vanidad y de disipación que a todas sus acciones presidía. Era gallardo de cuerpo y bien portado: sus facciones bastantes regulares y agradables, si bien la media tinta azulada, que sombreaba sus ojos, era indicio de su alegre y desordenada vida, y la ligera contracción de sus labios le daba el aire de un hombre que ya empieza a mirarlo todo con hastío, porque todo cuanto desea con facilidad lo logra, de un hombre que necesita encontrar un objeto, cuya posesión le sea difícil, imposible, para reanimar su energía y alterar la monotonía de su existencia.


Comienza después la escena del juego entre galán y dama, en que ella lo va llevando en su seguimiento:

A punto ya de concluir su paseo, lamentábase interiormente de su poca ventura, cuando, a la sombra de un pilar, modestamente arrodillada, descubrió una mujer de talle esbelto y airosa presencia, vestida con suma gala y elegancia: mas no bien hubo puesto los ojos en ella y empezaba a adivinar un prodigio de hermosura, cuando un manto, rápidamente corrido por una mano de alabastro, le arrebató la delicia de contemplar visión tan peregrina. Desesperado el arcediano, empezó a dar vueltas por aquella nave, como un milano en torno de su presa, sin perder un momento de vista a la recatada señora; la cual, en un principio, ningún caso hacía al parecer de su admirador; pero que, al fin, ya al soslayo seguía todos sus movimientos. Esta escena muda tuvo por resultado levantarse la señora; y mirando con cautela en torno de ella, como si temiese que la observasen, hízole una señal bien clara para que la siguiese. No se hizo de rogar el enamorado varón, y con aire de interior contentamiento y suficiencia, empezó a abrirse paso por medio de los fieles en seguimiento de la dama.


Ambos llegan al lugar en que comienza la narración, la entrada de la capilla de la Virgen de los Reyes; allí culmina el episodio, con un horror que ha dejado huellas capaces de ser captadas por un autor romántico, siglos después:

Era ya bastante tarde, y una luz escasa penetraba en el templo, cuando ambos llegaron junto a la reja misma de esta capilla. Alcanzó entonces el arcediano a la misteriosa mujer; y como ante todo le dominase su mal deseo, asió fuertemente de su vestido, pero tal era la elasticidad de éste, que se le escurrió de las manos, como pudiera suceder con una culebra. Ella, empero, se detuvo, y se volvió hacia él. A pesar de ser espeso el velo que encubría sus facciones, lo traspasaba el fuego de sus ojos, que relumbraban de una manera singular. Tornó entonces a mirar si había alguno cerca de ella, y segura de que no, permitió al importuno D. Mateo que separase su velo; mas apenas hubo éste puesto en él los dedos, sintió en ellos una violenta sacudida eléctrica que hizo crujir todos sus huesos, saltó en mil pedazos el velo, cual si hubiese sido de vidrio, los vestidos de la señora se aplastaron, así como una vejiga que suelta el viento que la tenía henchida, y entonces vio el libertino un esqueleto, del cual pendían flojas y desairadas las ropas, que antes para él tantas seducciones contenían; una calavera, que por los ojos y las narices y por los huecos de su almenada dentadura arrojaba una luz lívida y fosfórica, levemente inclinada sobre el hombro siniestro, en ademán burlesco y con infernal sonrisa de hito en hito le contemplaba. Aterrado al aspecto de visión tan espantosa, sintióse desfallecer el arcediano y tuvo que apoyarse en un pilar para no caer sobre las losas: pero alzando en medio de su angustia los ojos desencajados hacia el cielo, sintió de repente en su pecho un calor sobrenatural, de que aún no tenía idea, un calor vivificador, semejante al aliento de una madre18; y entonces, lanzándose frenético por medio del concurso, que así temblaba a su aspecto y a su contacto se estremecía, como si fuese el mismo demonio, empezó a gritar ¡eternidad! ¡eternidad! ¡eternidad!!!


(El Artista, II, 237-8).                


Una de las líneas esenciales de El estudiante de Salamanca, de Espronceda, es precisamente el episodio de la dama de supuesta hermosura a la que sigue el joven, para encontrarse con la muerte; con el contraste de lo que espera y lo que encuentra, y todos los detalles tétricos imaginativos -aunque en este caso se salva-. A pesar de que se ha citado a Vázquez de Leca como fuente de Espronceda19, no he visto referencia al libro de Varflora, ni al relato de Campo Alange que lo recrea; su cercanía con Espronceda, colaborador de El Artista, señalan una lectura segura, no pudiéndole haber pasado inadvertido.




ArribaAbajoEl Alcázar: Pasado mítico y deficiente actualidad

El último artículo de Sevilla se titula «El Alcázar». Se abre con una evocación del autor, llena de poéticas impresiones, de su entrada en él; en la que lleva a cabo la tarea romántica de reviviscencia del pasado:

Poderosa es la magia de los recuerdos en un edificio, que han enlazado con la historia sucesos memorables [...]. Dentro de su recinto, el velo, que la vista de los pasados tiempos nos encubre, se rasga como por encanto: la ilusión se apodera de nuestros sentidos, y altera con su prisma y engalana los objetos que nos rodean, y suple los que no existen. Las cortadas galerías se prolongan; los arcos rotos, de nuevo se unen y consolidan; las columnas derribadas se levantan, y completamente desaparecen los huecos y las quiebras de las paredes. La obra se ve completa, por un momento, cual en otros siglos existiera: la historia se convierte en realidad, lo pasado en presente.

Sujeto al poder de esta influencia misteriosa, atravesé los arcos almenados del alcázar [...]. Empero muchas habitaciones y patios atravesamos, en los cuales busqué en vano vestigios de la antigua grandeza y de la construcción moruna.

Abrióse por fin un postigo, y se ofreció a nuestra vista un pequeño patio de un trabajo y una riqueza verdaderamente oriental.»


(El Artista, II, 241).                


Pasa después, brevemente -ya con desgana-, a la descripción del Alcázar, recurriendo, como en otras ocasiones, a Rodrigo Caro20; señalando la inutilidad de sus esfuerzos en cuanto se refiere a interlocutores contemporáneos, que desconocen casi todo del lugar21.




ArribaSevilla en la visión de Campo Alange

La voz de Campo Alange, que imprimió su sello personal a la visión de Sevilla para El Artista, en artículos de tanto interés, enmudeció pronto, trágicamente. Larra habló de su renuncia a la gloria literaria, «que tan a poca costa hubiera podido adquirir», por amor a su patria («Exequias del conde de Campo Alange», El Español, 16-1-1837). Su amigo Eugenio de Ochoa, lo incluirá, por sus textos de creación, en la Colección de los mejores autores españoles (I, París, Baudry, 1838). Su obra, necesariamente breve, es de una importancia que cada vez se reconoce con mayor frecuencia. En estas líneas, espero que haya quedado de manifiesto el valor romántico y literario de una serie, que podría haber sido anodina, sobre la bella y amada ciudad de Sevilla, de tan gratos recuerdos22.





 
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