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Si te dicen que caí

Ignacio Soldevila Durante





Si te dicen que caí está entre las novelas que, en los albores del siglo XXI, los lectores críticos recuerdan mayoritariamente cuando se les pide establecer una lista restringida de obras maestras del pasado siglo. Quien esto escribe debe confesar que cuando hizo las dos primeras lecturas de esta novela, allá por 1976-1978, y al redactar las páginas dedicadas a la obra de Marsé en el manual La novela española desde 1936, mostró su disconformidad con la compleja construcción de la novela, que exigía del lector una segunda lectura para alcanzar el entendimiento cabal de su primer nivel de significación. Sobre todo cuando, de hecho, hubiese tal vez bastado con sentar, desde las primeras páginas, la identidad de los dos personajes que en los años setenta asumen la misión de narrador y narrataria internos del complejísimo y fragmentado relato de los eventos (que transcurren en la primera década del franquismo) con la de dos personajes que, bajo nombres distintos, forman parte de la vasta galería de personajes rememorados. Y la rememoración viene como resultado de la presencia de un cadáver en la sala de autopsias en donde dichos personajes, una monja hospitalaria y su ayudante, lo contemplan. Paralelamente, la relación identitaria entre el cadáver y el «héroe» central de la historia rememorada quedaba igualmente escamoteada. Me pareció entonces, y así lo apunté, que tal y como se ofrecía esta novela, de facetas tan valiosas y variadas como caóticamente vertidas, corría el riesgo de reducir el radio de sus lectores «a las minorías cultas y a los eruditos», aunque en su descargo, acababa con la hipótesis de que «de todos modos, a la novela honestamente renovadora, es posible que no le queden más clientes». Mal escogido, por cierto, el término de «clientes» cuando debí decir lectores, para distinguir entre éstos y los compradores, que entonces, como hoy, siguen manteniendo, por su número y bien provisto bolsillo, la edición de novelas. Solo más tarde, a raíz de la edición crítica que de la novela hizo William M. Sherzer en 1982, me enteré del comentario de Antonio Tovar. Este, más comprensivamente, al hablar de su propia lectura se limitó a decir: «Cuando termino la novela la vuelvo a empezar, y le recomiendo al lector que haga lo mismo. Lo que parecía desorden y capricho se vuelve desarrollo ordenado, plan concienzudo, economía de medios, que no se gasta en repeticiones ni en pasajes de relleno, ni en líneas tópicas de orientación. Todo ocupa su lugar, y el más mínimo gesto de un personaje tiene su significado» (Gaceta Ilustrada, mayo de 1977. Cito por la transcripción de Sherzer). Mi poco generosa observación dio motivo a la excelente hispanista francesa Geneviève Champeau para un artículo en defensa de la novela, en el que con precisión y minucia ponía de relieve la perfecta aunque compleja organización de la misma. Pero al parecer, el propio Marsé, que en su larga trayectoria de novelista nunca antes había dado a luz ni después volvería a dar un texto de tal complejidad, no estaba totalmente convencido de su perfección. Y eso explica que en 1988, al ofrecérsele la posibilidad de reeditar la novela, la sometiese a una minuciosa reescritura. En su advertencia a esa edición «corregida y definitiva» afirmaría que desde que se publicó en 1976 la primera edición española «me animó el deseo de corregir no solamente las muchas erratas y más de una oración desmañada, sino sobre todo, el de arrojar un poco más de luz sobre algunas encrucijadas de una estructura narrativa compleja y ensimismada. La novela está hecha de voces diversas, contrapuestas y hasta contradictorias, voces que rondan la impostura y el equívoco, tejiendo y destejiendo una espesa trama de signos y referencias y un ambiguo sistema de ecos y resonancias cuya finalidad es sonambulizar al lector. La penumbra que envuelve muchos pasajes importantes del libro siempre me pareció necesaria: en los labios niños, decía Antonio Machado, las canciones llevan confusa la historia y clara la pena. Pero en otros repliegues del relato, menos decisivos tal vez, no conectados directamente con los nervios secretos de la trama esa penumbra expositiva no era necesaria y ha sido atenuada o anulada en beneficio de una mayor claridad [...] Algunos fragmentos han sido desmontados pieza por pieza y vueltos a montar, hay supresiones y añadidos, pero nada que pueda afectar a cuestiones de tono y estilo ha sido alterado». Me parece ahora inútil glosar o decir de otra manera lo que tan limpiamente dijo Marsé, y que, tras la lectura de esta nueva versión, hay que reconocer como absolutamente exacto. Por descontado, en la nueva edición de mi historia de la novela que ahora estoy llevando a cabo, desaparecerán aquellos comentarios que, como se ha podido comprobar, no restaron buenos lectores a esta obra, pero tal vez ayudaron al autor -no me quiten la ilusión de haber servido de algo- a reflexionar sobre ella y llevarla a la perfección. En descargo de la primera versión hay que recordar que, según ha contado el propio Marsé, fue escrita sin la menor esperanza de que pudiera ser publicada, y como una satisfacción que él se daba a «cierto compromiso contraído conmigo mismo, con mi propia niñez y adolescencia, y en nada más». Y afirmaba: «Jamás he escrito un libro tan ensimismado, tan personal, con esa fiebre interior y ese desdén por lo que el destino pudiera depararle». El resto son felices e infelices coincidencias. Alguien mencionó a Marsé la existencia de un premio internacional de novela que se convocaba en México y le convenció para que lo enviase. Ganó el premio ante un jurado compuesto casi totalmente por latinoamericanos (Vargas Llosa, el venezolano Otero Silva, el mexicano José Revueltas y Ángel M. de Lera, como único español) y sin poder revisar el texto o las galeradas fue publicado. Menos suerte corrió aún la edición cuando en 1976 Seix Barral quiso distribuirla en España, siendo secuestrada por la censura, que aún coleaba en forma de tribunal de orden público, después de la muerte de Franco. Como ocurre con tantas novelas de gran calidad, a Si te dicen que caí el éxito, favorecido por sus desgracias con la censura, no tardaría mucho en provocar intentos de versión cinematográfica que, como es regla casi sin excepción, y por intentar ser fiel a la novela, iba a empobrecerla considerablemente.

Decía José María Merino en un texto reciente que las narraciones nos ayudan a descifrar el fluir tumultuoso y desordenado de los hechos, o al menos a comprenderlos mejor, y con ello a comprendernos y descifrarnos más certeramente a nosotros mismos. Quizá en el caso de Si te dicen que caí se provoca intencionalmente que los hechos se presenten de manera más tumultuosa y desordenada de lo que es capaz de reconstruirlos la memoria, con intención de hacernos dudar del carácter verdadero de lo que se nos ofrece como verdad, y mostrar, a través de la invención, imaginaciones que vienen a poner la realidad a una luz más inquietante y menos consoladora para quienes viven en la comodidad de una «versión autorizada», y ofrecen, a fin de cuentas, una verdad más genuina y profunda. No es ajena a ello la profusa utilización por parte de Marsé de los aventis o aventus, esa abreviación del término «aventuras» que, según contó Montserrat Roig en La hora violeta, era como los niños barceloneses de la posguerra designaban las invenciones callejeras, cuando se mantenía aún en toda su viveza la narrativa oral, y en las que las más crudas realidades se filtraban por su imaginación. Si bien Marsé no ha vuelto a escribir una novela de pareja complejidad, no por ello ha dejado de seguir utilizando los aventis en otras novelas, desde Un día volveré hasta su espléndida y muy reciente Rabos de lagartija. Paradójicamente, quienes quieran percatarse del estado de corrupción material y moral, que alcanzó por igual a vencidos y vencedores de aquella cruenta guerra, en los años primeros de la dictadura, tendrán siempre en esta grandiosa y mítica mentira de verdades una recreación más vivaz e impregnante que cualquier obra de historiador. Y probablemente ese sea el sentido y la razón por la que se está ya afirmando el carácter clásico de esta novela.





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