Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo II

El teatro. La Prensa. Los malos modos. Beatería. Los jóvenes. Su indumento. Vida de sociedad. El Parnasillo. El Ateneo. Indiferencia por las cosas del espíritu. El Liceo. Los vestidos. El Paseo del Prado.


Esta sociedad apenas sí siente ganas de divertirse. Hasta en esto es sobria. Pero no por virtud ni mojigatería, sino sencillamente porque su natural es así. Conténtase con ir los lunes al teatro. Los demás días están éstos vacíos y durante la cuaresma no funcionan. De aquí que los cómicos se lamenten, con razón que les sobra, de la frialdad e indiferencia del público. Vocifera la crítica contra el desvío y la incultura de la gente. La culpa de este panorama tan desconsolador del arte escénico no es sólo del público. Los autores que se meten a traducir en vez de componer obras originales11, y los comediantes que todo se lo deben a la espontaneidad y al nativo despejo, sin preocuparse gran cosa de estudiar la psicología de los personajes que han de interpretar, ni del vestido y caracterización de cada uno, y las empresas que se limitan a poner en escena las obras que han obtenido franco éxito al otro lado de nuestras fronteras -El Diplomático, La Cuarentena, El afán de figurar, La Huérfana de Bruselas, La Pata de Cabra- tienen muchísima más culpa que el inocente espectador, cuya deficiente preparación literaria no le permite distinguir lo bueno de lo mediano, ni aun de lo malo.

Pero ¿con qué estímulos cuenta el autor dramático para componer un drama o una comedia? No reconocida la propiedad intelectual como es debido, y en manos de cómicos y empresarios poco escrupulosos, ¿qué puede sorprendernos la pereza, la apatía consuntiva de cuantos escriben para el teatro? Parecería lógico que nadie tuviera más derecho sobre una comedia, si no se ha enajenado su propiedad, que el autor. Pues no es así. Todos mandan más en ella que él. El empresario, la actriz o el actor encargado del primer papel, la mutilan; el impresor la lanza a la publicidad y paga por ella 500 reales cuando más; la compañía la representa; el autor, en un caso muy favorable cobra cincuenta o sesenta duros por su obra y ya puede darse con un canto en los pechos12. Quien se decide a escribir quema también sus naves. El arte no tiene otra salida que la pobreza -ya lo dijo Larra13-, porque la gente ni lo estima, ni lo paga suponiendo que el escritor se alimenta del aire como el camaleón, según se suele decir. Hace falta tener, pues, una grande vocación literaria para seguir en el oficio tras de ver estas dificultades tan graves e irremediables.

Por otra parte, si el autor dramático es hombre de buen gusto, ha salido algo de España y cultiva el trato diario de los libros -cosas no muy corrientes en estos días- habrá de sufrir mucho con las estragadas aficiones del público y la carencia absoluta de sentido artístico del empresario, y lo que hay de improvisación y espontaneidad en el trabajo de los cómicos. ¡Pero quién es el guapo que le mete en la cabeza a García Luna, a Mariano Fernández, a Concepción Rodríguez, a Agustina Torres, a Antonio Guzmán aquellas normas o principios que el artista no debe olvidar nunca! Hay que estudiar bien a fondo el carácter del personaje, las actitudes y gestos, el alcance y significado de la frase, y modular la voz acomodándola a las situaciones. Evitar la exageración, ya que la naturalidad -tengamos siempre presente a Julián Romea y a Aufresne, que según Goethe «declaró la guerra a toda falta de naturalidad»- debe ser la virtud más anhelada del autor, por difícil y complicado que sea su papel. Procuraremos cuidar mucho del vestido y de la caracterización, y nada de ademanes violentos y gritos desaforados14.

Anuncio de una diligencia

Anuncio de una diligencia

[Págs. 24-25]

Un lechuguino

Un lechuguino

[Págs. 24-25]

Sin embargo... ¿Dónde están los caracteres? ¿Qué singular psicología tiene Don Álvaro, por ejemplo, o Diego Marsilla, o Manrique, o incluso Don Juan Tenorio? ¿Qué complicaciones ni abismos hay en la vida interior de estos héroes? ¿No es casi todo superficialidad, vocinglería, sucesos inusitados que la fatalidad o el sino ha ido amontonando en torno a una figura más fantástica que real? Improvisan los poetas y han de improvisar también los actores. Matilde Díez, las hermanas Lamadrid, Carlos Latorre, Lombía, Calvo, Valero... son los encargados de interpretar a estos héroes descomunales y monstruosos. El talento natural, la inspiración o intuición del arte lo hacen todo.

En confirmación de nuestra tesis vamos a decir, sucintamente, cómo se escribía un drama romántico.

Allá por el año 1842 dos teatros de Madrid se disputaban los aplausos del público: el del Príncipe y el de la Cruz. El primero contaba a la sazón con más partidarios y admiradores. Lo regentaba Romea. El de la Cruz, Lombía. Al declinar la tarde de un día de Diciembre, un poeta muy celebrado entonces, de esmirriadilla figura y endrina y copiosa cabellera, recibía en su casa número 5 de la Plaza de Matute un aviso para que acudiera aquella misma noche al teatro de la Cruz.

Existía ya en estos días la costumbre de recibir, en su saloncillo o antecámara, a sus amigos y predilectos, el primer actor de la compañía. Romea tenía su tertulia en el teatro del Príncipe y Juan Lombía en el de la Cruz. Nuestro poeta entrará en la antecámara del famoso actor cuando ya se encuentran allí, además de éste, Hartzenbusch, Rubí e Isidoro Gil. ¿Quién le ha mandado llamar? Lombía explicará todo en pocas palabras. La empresa del teatro pretende que nuestro poeta, que es también autor dramático, componga una obra para que se represente durante las Navidades. El actor Carlos Latorre, con el pretexto de que el género cómico a que pertenecen las piezas que se ponen en escena en estos días del Nacimiento de Jesús, no se aviene con el repertorio que él cultiva, se pasa de vacaciones desde Navidad a Reyes. Modo de evitarlo: hacerle una obra a propósito, de la cuerda de sus aptitudes dramáticas, y nadie más indicado para realizar este milagro, dada la terrible premura del tiempo, que nuestro poeta. Estaban a 13, habría que tener terminado el trabajo el 17, copiado y hecho el reparto el 18, aprendidos los papeles respectivos el 19 y 20, ensayada la obra el 21 y 22, y puesta en escena el 24. Forcejea nuestro autor para librarse del tremendo encargo. ¡Cómo escribir una pieza dramática en tan pocos días? ¿Se han dado bien cuenta de la pretensión? Insiste Lombía terne que terne, porfía nuestro poeta por desentenderse de él, pero acorralado materialmente por el célebre actor, que no ceja ni a la de tres, acepta el compromiso.

El día 16, a las siete de la tarde, dos horas escasas antes de levantarse el telón, pues las funciones comienzan a los «tres cuartos para las nueve», estarán otra vez reunidos en el saloncillo del teatro de la Cruz, Lombía, Rubí, Hartzenbusch y nuestro poeta. Encima de la mesa hay una Historia de España, del P. Mariana. Alguien meterá tres tarjetas por tres páginas diferentes del tomo elegido para la extraña, inusitada experiencia. Nuestro autor dramático tropezará con unas palabras relativas a la batalla de Guadalete y muerte de Don Rodrigo.

-«¡Basta; un embrión de drama se presenta a mi imaginación! -exclama de súbito-. Mañana a estas horas quedan ustedes citados para leer aquí un drama en un acto».

Torna nuestro autor a su casa del número 5 de la Plaza de Matute. Se encierra en su cuarto, pide una taza de café bien fuerte y da orden terminante de que nadie, bajo ningún pretexto, venga a turbar su trabajo. En un cuadernillo de papel, posiblemente de hojas un poco amarillentas, se escriben las primeras anotaciones. Pero lo curioso, lo pintoresco, lo extraordinario del caso es que la obra se va a componer antes de pensarse. Aquí tenemos ya a un ermitaño. Los relámpagos iluminan su severo semblante. No tardará mucho en aparecer Theudia. ¿Quién es Theudia? ¿Qué viene a hacer en la obra? ¡Ah, el autor todavía no lo sabe! Pero ahí está de todos modos, embozado en una capa, bajo la iluminación súbita, deslumbrante, cegadora de los relámpagos. El autor piensa que este caballero de la capa debe de ser un godo. Y ya sobre esta base, todo lo hipotética que se quiera, tendremos en escena a Don Rodrigo.

Por aquí va nuestro autor cuando las primeras luces lívidas de la mañana penetran por el balcón. Hace un frío muy intenso. Los cristales se han empañado del rocío, y en el angosto cuarto el silencio que reina es tan profundo que intimida y sobrecoge. Sólo los pies y las manos de nuestro poeta están yertos. La cabeza, de negra, larga, abundosa cabellera, le hierve y del corazón diríamos que ha perdido su ritmo acostumbrado, pues en estos instantes fugitivos, febriles, intensos, late acaso con demasiada celeridad.

Pero no divaguemos que ya tenemos aquí al conde Don Julián: otro nuevo personaje, que sale a escena con el orto. El autor repone sus fuerzas con un chocolate bien caliente, repasa lo que lleva pergeñado y como no hay tiempo que perder reanuda la tarea; empeña todos sus bríos en la escena del conde Don Julián con Don Rodrigo, y, ya declinando el día, escribe aquello de:


«Escucha, pues, ¡oh rey Rodrigo
a cuanto llega mi rencor contigo!».

Han pasado, pues, sin sentir, la noche, y la madrugada, y la mañana, y el mediodía, y la tarde, una tarde un poco melancólica, descolorida, gélida, de Diciembre. Y sin haber almorzado, ni comido y, mucho menos, reposado, saldrá del número 5 de la Plaza de Matute nuestro trashijadillo autor, con el manuscrito debajo del brazo y camino del teatro de la Cruz.

Así escribió El puñal del godo don José Zorrilla, según nos cuenta él mismo en sus Recuerdos del tiempo viejo, en páginas de una sinceridad admirable, cautivadora, las cuales acabamos de parafrasear. En 22 días compuso El caballo del Rey D. Sancho y se comprometió a escribir su Don Juan, en 20. No creemos que el Don Álvaro, y El Trovador, y Los Amantes de Teruel fueran escritos tan aprisa, pero desde luego podemos afirmar que no lo serían tan despacio como el Fausto, de Goethe, ni corregidos durante diez años, como Las Geórgicas, de Virgilio15.

¿Por qué no asiste el público al teatro? Si por medio del discurso quisiéramos buscar una razón al desvío de la gente, atribuiríamos la ausencia de aquél a la falta de confort de los teatros. Pero en esta época tan poco reflexiva, tan divorciada de la lógica, en que todo es súbito, inesperado, fortuito, no hay que buscar la razón con la razón. Es cierto que los locales llamados teatros por un exceso de eufemismo, son verdaderamente detestables. Nula o casi nula la ventilación, enrarecida la atmósfera por el olor nauseabundo de las galerías inmediatas y por el humo apestoso y mareante de las luces de aceite. Sucios e incómodos los asientos. Angostos los palcos, y todo el decorado de la sala, del peor gusto. Una semioscuridad diríamos que desdibuja a las personas hasta convertirlas en bultos innominados. Cuatro fornidos mozos de cuerda están encargados de subir y bajar el telón. Arrojes se les llama en el argot escénico. Con «palitos y tronchitos», como se decía entonces, se arman las decoraciones. Durante la estación estival aumenta, con el calor asfixiarte, el mal olor que emana de donde quiera, ya que la aireación de la sala no puede ser más deficiente y escasa. En el invierno la gente acude bien provista de abrigo con que contrarrestar la baja temperatura del local.

Como se verá, estas salas de recreo no habían adelantado mucho desde los días en que el popular actor cómico Máiquez, en el teatro de los Caños del Peral, y Querol y Rita Luna en el de la Cruz, recibían los agasajos del público madrileño. Es cierto que ya no se estaba de pie en el patio por falta de asientos, circunscritos éstos a palcos y galería o gradas, sino que había unas butacas, llamadas entonces lunetas -de una de las cuales se levantaría en una noche del año 1841 o 1842 don Juan Prim para aplaudir de modo muy ostensible el estreno de la segunda parte de El Zapatero y el Rey, de Zorrilla-, pero tan rígidas, duras, angostas e incómodas, que venían a ser como una nueva modalidad del lecho de Procusto. ¡Tal era la maestría que había que tener para meterse en aquellas hormas de tormento, sin menoscabo de nuestra corporeidad! Las arañas que pendían del techo de la sala y que irradiaban su débil claridad en torno, estaban sustituidas por los quinqués, apestosos y humeantes. En la embocadura del teatro un reloj marcaba la hora. Si la representación era de muchas campanillas, unos candeleros, colocados en los costados del teatro, con velas amarillas y chisporreadoras, contribuían a la luminosidad siempre mortecina del espectáculo, cuya escenografía, como se dice ahora, correspondía por entero a los pintores Francisco Aranda y José María Avríal16.

¿Es el precio de las localidades lo que retrae al público? En el teatro del Príncipe vale la butaca diez o doce reales y seis la entrada general, de aquí que sólo en los llenos se reúnan en taquilla de ocho a nueve mil reales. Quien come de duro en la Fonda del Comercio, ni digamos quien almuerza en Genieys, bien puede gastarse medio duro en una butaca. ¿Se debe, quizá, el retraimiento del público a la falta de escasez de periódicos que anuncien las obras y las jaleen de lo lindo para despertar la curiosidad de la gente? Nada de eso. Con el apogeo del romanticismo coincide un lucido ramillete de diarios y revistas17. El Artista (1835-36), Eco del Comercio (1834-49), No me olvides (1837-38), El Correo Nacional (1838-42), El Heraldo (1842-54), Semanario Pintoresco Español (1836-57), La Revista de Madrid (1838-45), y entre los satíricos y deslenguados, El Guirigay (1839), El Mundo (1836-40) y La Posdata (1842-46). Si se trata de un estreno muy sonado, ya por el prestigio literario del autor, ya por su rango aristocrático, no se reduce el anuncio de la representación a simple y oscura gacetilla, sino que hasta se rompe lanzas en él por la doctrina estética imperante. Así ocurre con el suelto que publica La Abeja -cada número vale diez cuartos- el mismo día del estreno de Don Álvaro o la fuerza del sino. ¿Acaso la insolvencia de cuantos colaboran en estos periódicos, lo poco juicioso de sus críticas o la instabilidad de sus ideas estéticas es la causa de que los lectores pasen por alto los pronósticos que se hacen de tales o cuales estrenos? Tampoco. En El Artista publican sus trabajos Larra, Ochoa, Espronceda, Santos Álvarez, Hartzenbusch, Jiménez Serrano, Romea y Madrazo. En El Piloto (1839-40) Pastor Díaz, Gil Carrasco, Pacheco, García Tassara y Cueto. Mesonero Romanos dirige el Semanario Pintoresco, que en 1846 pasa a manos de Navarro Villoslada.

El público no va al teatro por que no le da la gana. Así, en cueros sea dicho y con perdón. La gente no siente la curiosidad del arte, ni la necesidad de divertirse. España ha sido siempre un país sobrio, educado en la austeridad y buen administrador de su escaso peculio. Lo mismo le daba pasar hambre que hartarse, ser huésped del dómine Cabra que invitado a las bodas de Camacho, holgarse en fiestas y diversiones que morirse de aburrimiento y hastío.

Este despego del público por el arte, la vulgar espiritualidad de los empresarios, la mala interpretación que se da a las obras de música, las traducciones y arreglos clásicos que infectan la escena, y la improvisación de los actores, que todo lo dejan para la noche del estreno, y que en los ensayos rezan el papel, con la indignación del autor, provocan las censuras de la crítica, en cuya acerbidad rivalizan Larra, Bretón y Mesonero Romanos18.

Pero este descontento es extensivo a otras muchas cosas. Ninguna sociedad como aquélla tan digna de la picota del ridículo. Aunque ni se asista al teatro, ni se lea todo lo que debiera leerse, la nota peculiar, típica de estos días es la influencia indudable que ejerce la literatura en la mayoría de las personas. La melancolía morbosa de los poetas, su desprecio de la vida, el tedium vitae que se ha apoderado de sus almas, se transmite a los demás. La cabeza, poco dueña de sí, de esta gente, se llena de fantasmas, espectros y visiones terroríficas. El escepticismo arrebata a la fe su puesto. Los amores imposibles, las desventuras más tremendas, las utopías socializantes, constituyen la historia íntima de estos pobres mortales que, ya por los novelones que andan de mano en mano, ya por el teatro, ya por las poesías por entregas, como El Diablo Mundo o porque el mal está en la atmósfera y se respira a todas horas, se contaminan y envenenan.

A cualquier lado que miremos sólo hay motivos para la sátira. Malos modos y altivez grosera -chulería, majeza, insultos, procacidades-, en la gente baja. Las revoluciones y motines frecuentes han acabado con las categorías. Poco falta al sastre y al barbero para tutear al cliente. El postillón se revuelve airado contra el viajero. Los mozos de café -¡oh aquel Romo y su ayudante Pipí del Parnasillo!- intervienen a cada paso en las conversaciones de los contertulios y esmaltan de plebeya ingeniosidad el diálogo. Los acomodadores de los teatros son insolentes y descarados. En las oficinas públicas se contesta mal a quien va a enterarse de un trámite o de la situación de un expediente19. No se por qué todo esto nos trae a la memoria el vinazo y las corridas de toros.

Frente a las jóvenes hacendosas, sencillas, morigeradas, que moldeó la tradición española, tenemos una infinidad de mujercitas ojerosas, paliduchas, abocadas a la tuberculosis, que quieren ser damas de las camelias. Las poesías de Espronceda, los dramas de Dumas y Arnault, los novelones sentimentales y lacrimosos, les han sorbido el seso. Las gustaría ser heroínas de novelas, morir tísicas, en un hospital o en una buhardilla, como la Mimí, de Murger. Beben vinagre y sueñan con espectros.

Sin embargo, como reverso de la medalla, se visita los templos, se reza el rosario en casa, y es tal el amasijo de oraciones, fervorines, jaculatorias, tan largo y cálido el místico bisbiseo de la andante beatería20, que el Paraíso estaría lleno de damas y mujerucas del pueblo español, de este primer tercio del siglo XIX, si allá arriba no se hilase más delgado.

¿Cómo viven los señoritos de buena familia, los lechuguinos21 pisaverdes, currutacos, petimetres, pollos elegantes o tónicos, que por andar sobrados de dinero no tienen que buscarse el sustento en una profesión liberal de las pocas que había entonces? Se levantan tarde, desayunan té, leen muy por encima algún periódico; ya en la calle y si el tiempo lo consiente se dan una vuelta por la del Príncipe y la Montera, bajan al Prado o se van a probarse alguna prenda de vestir en la sastrería de Utrilla, hacen una visita, donde será obligado hablar mal de todo el mundo, visten la levita polonesa o el frac verde pistacho de luengo faldón y se perfuman la ropa con Witiber; calzan botas a la farolé, montan a caballo por la Moncloa o la Casa de Campo, comen a las tres en Genieys, y acaban en el teatro de la Cruz, en el Conservatorio viendo La Italiana de Argel o en casa de Montijo, Hijar, Cabarrús, Heredia o Ezpeleta.

Su indumento ha sufrido algunas modificaciones a lo largo de este periodo histórico. La moda es versátil, tornadiza, y se alimenta precisamente de su propia instabilidad. En la primera década de la pasada centuria se usan pantalones ceñidos, ajustados, con media bota o bien calzón corto, si el portador de ellos es persona de alcurnia y como tal devota de la elegancia y del bien vestir. Estos pantalones cortos ofrecen la particularidad de llevar en el ajuste de la rodilla, hasta donde llegaban las llamadas botas de campana, unas cintas en lugar de hebillas. Más adelante se usará la corbata de color, denominada «guirindola» y el «carrik» de cuatro cuellos, y los pantalones «patincourt». La levita o el frac completaban el traje. Cubríanse la cabeza con el sombrero de picos o el de copa. El primero más corriente en la entrada de siglo. Una escarapela roja o negra en el sombrero de picos declaraba la calidad militar o civil, respectivamente, del ciudadano. La levita, adornada de piel y con cordonadura. El frac de color verde, azul o gris. Los guantes blancos. El cuello de la camisa muy incómodo debido a la terrible agudeza de sus puntas. El chaleco de alepín con historiada botonadura. La airosa capa, de rojo embozo y áurea botonadura a lo Almaviva y el peinado a la inglesa22.

¿No hay algo ampuloso, espectacular, llamativo en esta vestimenta, que se aconsonanta con el proceso psicológico del romanticismo ya iniciado en estos días? Esos cuatro cuellos del carrik o rob, esa brillante escarapela roja, esa bota de montar, esa guirindola de colores y ese cuello de la camisa, almidonado y cogotudo, ya preludian modalidades y caracteres estéticos que harán de pronto eclosión en nuestra literatura. De igual manera que aquel chambergo de plumas, y aquella «capa colorada sobre el caballo alazán», y aquel jubón acuchillado, y los gregüescos, y la tizona de rica y calada empuñadura toledana, eran como el exterior atavío del honor calderoniano y lopesco. Y no se olvide que uno y otro autor dramático fueron, en lo intrínseco y fundamental de su arte, precursores del romanticismo.

En el fondo, las reuniones aristocráticas son, poco más o menos, como las de hoy. Sólo habrá variado la parte externa. Los vestidos no serán los mismos, ni el peinado, ni los bailes. Entonces se jugaba al ecarté y ahora al pinacle. Ahora se baila el fox y entonces el bolero, la gavota, el galop y el rigodón. Pero se murmura y critica de todo bicho viviente; se coquetea; se arregla al país en un cuarto de hora, y se come a dos carrillos. Nunca falta la liviana y divertida, con quien pasar el rato. Y la conversación, salpimentada de chistes -cuanto más licenciosos mejor-, de anécdotas y ocurrencias, se desliza sin sentir. El Duque de Rivas dirá algunos cuentos picantes que reirá todo el mundo, incluso las damas mojigatas que, aparentando rubor, se alejan para no oír el desenlace. En lo que más difieren las veladas de hoy de las de entonces, es en el desvío con que nuestra sociedad recibe todo lo concerniente al arte literario. Debido quizá á que en aquellos días había varios aristócratas, como el mentado Duque de Rivas, Molins, Frías, Campo-Alange, que en verso o en prosa cultivaban la literatura, en las reuniones aristocráticas se leían o recitaban versos originales, y se rendía al talento el merecido tributo. A un aristócrata, precisamente, el Conde de San Luis, se debe el primer paso en el reconocimiento y salvaguardia de la propiedad intelectual.

¿Dónde se reúne el cogollo, por decirlo así, de la intelectualidad española, la gente de rompe y rasga de las letras, esto es, los innovadores y audaces, los que meten mucha bulla con sus poesías del nuevo estilo, y sus dramas espeluznantes, y sus epigramas venenosos?

Un romántico

Un romántico

[Págs. 32-33]

Una romántica

Una romántica

[Págs. 32-33]

Contiguo al teatro del Príncipe había un cafetín lóbrego y angosto, al que acudía poquísima gente. En verdad que el aspecto interior de aquella sala más que atraer repelía. La comodidad y la limpieza estaban ausentes del todo. Alumbraban la estancia varios quinqués apestosos, colocados en las paredes, y una lámpara de candilones que pendía del bajo techo. En razón a que no había otro paso para la luz del día que las toscas vidrieras de la puerta, la reducida habitación aparecía siempre sumida en una semipenumbra angustiosa y huraña.

No sabemos si la inmediación del teatro del Príncipe, lo céntrico del lugar o el tétrico ambiente del cafetín, que tan bien rimaba con la misantropía y leticia del romanticismo, atrajo la atención de la juventud literaria de aquellos días, la cual, en una noche de invierno del año 30 o del 31, se instaló allí, bautizando tan modesto cenáculo -a imitación del Arsenal23, de París- con el nombre de Parnasillo24.

No se piense ni por soñación, que el tal diminutivo representaba menosprecio. Todo lo contrario. Era un título cariñoso e incluso familiar.

La gente moza, acudía a este sitio, ya para comentar, entre ingeniosas chanzas, el último libro de versos o la comedia recién estrenada, ya para echar pestes del Gobierno. Murmuración chispeante y caústica, propia de jóvenes apasionados e irreflexivos. No todos eran románticos. Ni Bretón de los Herreros, ni Estébanez Calderón lo eran sino con muchas y profundas restricciones. Les unía más que una determinada modalidad literaria, el común ideal estético cualquiera que fuese después la manera de realizarlo.

En torno de una mesa de pino, como la del Don Pablo de El Diablo Mundo, agrupábanse las celebridades de la época o las que iban camino de serlo. Espronceda, impetuoso y exaltado, parecía un Júpiter de pacotilla que en vez de rayos fulminase epigramas contra todo el mundo. Junto a él y como reverso suyo, el ecuánime don Ventura de la Vega. Presidiendo la tertulia, el italiano don Juan de Grimaldi, y alrededor Bretón, Carnerero, Estébanez, Gil y Zárate, Larra, Ferrer del Río, Asquerino y Bautista Alonso. Gente de encontrados pareceres, arrebatada e impulsiva. Frente a la afirmación más juiciosa, la pedantería o el chiste mordaz. La actitud sombría y recelosa de Larra, contrastando con el simpático semblante de Bretón y la sana alegría de El Solitario, pese a su remoquete o sobrenombre de letras. Anécdotas, chascarrillos, procacidades y carcajadas, en ese revoltijo propio de las personas de ingenio que lo mismo discurren con tino y mesura, que cuentan una historieta picante o lanzan un dardo enherbolado.

No hay menos variedad en el indumento. Desde la levita ramplona, de larga faldamenta, el pantalón ceñido y la chistera deslucida y añosa, hasta el traje pulcro y correcto de Larra, tan pagado de sí mismo. No faltará tampoco la barbita en punta, ni la melena, mejor o peor cuidada, ni las ojeras, ni el dije del reloj, ni cierta lividez del rostro, ya propia, ya debida a la sombría iluminación del cafetín. Embebidos en sus pensamientos o enzarzados en la más viva disputa, ni echan de menos la comodidad de otros lugares confortables, ni se dan cuenta de la peste y del humo de los quinqués. ¿No hay no sé qué relación entre este pintoresco cenáculo, tan esquinado y lúgubre, y la literatura que en aquellos días va a ponerse de moda hasta constituir una especie de dictadura artística?

¡Qué brillantes parrafadas saldrán de los labios de Bautista Alonso! ¡Cómo pasará el tiempo sin sentir al lado de aquel Ixión de entonces, José María de Carnerero, en cuyo ameno y donairoso decir se embeberán todos. ¡Qué orondo y repantigado en su tosca silla de pino el obeso y ventripotente Mariátegui! Se han dado cita allí no sólo los que por sus actividades literarias tienen siempre que ver con las sacras habitadoras del Helicón. Junto a los claros ingenios de las letras se sientan también los pintores, como Madrazo, Esquivel y Villamil, y los muñidores de la política nacional, palabreros y discurseantes, como Olózaga, Donoso Cortés y González Bravo, que algo más tarde aparecieron por el Parnasillo, y los arquitectos, y los maestros del grabado, y los ingenieros, y los impresores, y aquel don Manuel Delgado, editor, que hizo su agosto dando a la estampa las obras de sus coetáneos, mientras el autor vivía en la indigencia más lastimosa25.

De una asamblea como ésta, escindida en grupos según la profesión, oficio e inclinaciones artísticas de cada uno, puede esperarse todo. La crítica demoledora y despiadada de Fígaro. El chiste, el chascarrillo y la habladuría socarrona de Veguita. La estrepitosa risada, como un torrente, de Bretón de los Herreros26. De aquí saldrán las agudezas, los epigramas, los sucedidos anecdóticos que a poco comentará Madrid en casas, calles y paseos. Y citando esta turba heterogénea de asistentes al café del Príncipe, abandone el incómodo cuchitril, y nubes de humo, no de las que forman los poetas con sus exaltadas lucubraciones líricas, sino reales y palpables, circundan la lámpara de candilones que pende del techo, y los quinqués que hay en los testeros de la sala, unos animalitos diminutos, inquietos, roedores, por más señas, se disputarán la basura del suelo, tan pronto el dueño del cafetín, que es además alcalde de barrio, apague las luces y cierre tras de sí la puerta de la calle27.

Qué distantes están ya aquellos años, del despotismo fernandino, cuando los actores Maíquez y Bernardo Gil eran encarcelados y Argüelles recluido en el Fijo de Ceuta, y Muñoz Torrero en el convento de Erbón, y el autor de la famosa elegía a la Duquesa de Frías, el sacerdote don Juan Nicasio Gallego, en la Cartuja de Jerez. No se cerraban las universidades y se abrían las Academias de Tauromaquia. ¡Oh tremendos vaivenes de nuestro país, que constituyen sin duda alguna la nota más típica, de nuestra idiosincrasia! ¡Qué tejer y destejer por las manos duras y vigorosas del pueblo español! ¡Cuánta vitalidad en este estilo contradictorio, en este devorarse a sí mismo de las luchas intestinas, en cuyo tremendo fragor suena el canto libre y hermoso del poeta o la voz corajuda y cavernaria del hombre primitivo! Luz y sombra de las que emerge la mole ingente de España desafiando a todos los ensayos, a todas las experiencias, como el hombre fuerte, sano, optimista, enraizado en lo augusto de su conciencia y en la reciura de su cuerpo, reta a todos los peligros.

El Ateneo de Madrid28 abrió sus puertas al público en 1835, pues si bien es cierto que, aprovechando un lapso de tiempo favorable a las actividades del espíritu, ya había funcionado en 1820 a 1821, esta primera fase de su iniciación había sido, como se ve, muy breve. Fue exaltado a la presidencia del mismo el ilustre prócer autor de Don Álvaro o la fuerza del sino, obra estrenada unos meses antes de la designación29. El Ateneo ocupaba a la sazón la casa número 28 de la calle del Prado. Tuvo que pasar por alguna que otra situación difícil. Cambió de domicilio, faltóle el entusiasta apoyo que en los primeros momentos había recibido de los hombres más eminentes de la época y hubo de constreñirse en términos tales que hasta se pensó en que lo mejor de todo sería hacerlo desaparecer. Salió sin embargo, como pudo del penoso trance y fue poco después no sólo punto de reunión de esclarecidos ingenios en las distintas disciplinas del saber, sino cátedra divulgadora de éste y estímulo de cuantos tienen concomitancia con la ciencia y el arte. Quién se acordaba ya del número 27 de la calle del Prado, adonde por dificultades y eventos insuperables y a raíz casi de su fundación había tenido que trasladarse desde la casa número 28 de la misma calle. Situado ahora en el número 1 de la Plaza del Ángel toma nuevos bríos y desenvuelve su acción cultural con el concurso desinteresado y benemérito de escritores, artistas, políticos y hombres de ciencia.

Pero hasta llegar a esta situación, en que se cerraba el presupuesto con un sobrante de 1.384 reales, ¡cuántos obstáculos hubo que vencer! No estará demás que nos detengamos a enumerarlos, o mejor aún a referir aquellos hechos de su vida oficial, de los cuales será fácil deducir el trabajoso camino andado.

En dos años largos el Ateneo había tenido que cambiar de casa cuatro veces. Trescientos nueve socios contaba en 1835, cuyo 6 de Diciembre fue la fecha en que se inauguró. Verificóse esta apertura, con asistencia de ochenta y ocho socios, en el palacio que en la calle de Concepción Jerónima tenía el duque de Rivas. Al año siguiente intenta la junta de gobierno fundar un periódico mensual que recoja las actividades científicas y literarias de sus socios, pero con ser tan encomiable el proyecto, por cuanto tendría de divulgador y estimulante de la cultura; hasta 1877, esto es, cuarenta y un años después, no pudo realizarse. En 1836 comenzaron a funcionar las cátedras, con asistencia de setenta y nueve socios en la lección inaugural. Del 36 al 37 la mesa de lectura del Ateneo cuenta, no sólo con las publicaciones periódicas que en Madrid y provincias ven la luz, sino además con varios de los diarios que aparecen en Londres, París y Lisboa. Cuatrocientos reales al mes cuestan las suscripciones de periódicos españoles y seiscientos cincuenta las de veintiún extranjeros. Las primeras obras científicas que entran en el Ateneo, son dos: una dé Botánica y otra de Historia natural. En 1837 las Memorias de Silvio Pellico y el Folletín Histórico de don Juan Miguel de los Ríos. De este año data una asignación de 3.000 reales que anualmente y de los fondos de la sociedad, contribuirá al enriquecimiento de la biblioteca. La Imprenta Nacional acerva doscientos libros, y la biblioteca de las Cortes, la de los Conventos suprimidos, y la Nacional, donan los ejemplares duplicados. En 1838 se cuenta con 800 volúmenes, en 1839 con 1.000 y con 1.277 al año siguiente. En 1837 se habrían podido adquirir 600 libros si la situación económica de la sociedad hubiera consentido un desembolso de 18.451 reales pagaderos en cuatro años. La cuota mensual de socio fue de cuarenta reales al principio y de veinte después, y la de ingreso varió de ciento sesenta a doscientos. En 1628 se fija el número de asistentes a las cátedras en el año 1839. El marqués de Someruelos, en este mismo año regala seis banquetas para el salón de lectura, que hasta esta fecha no disponía de una estantería completa. Los socios no pasan de 295 en 1836, de 311 en 1837, de 334 en 1838 y de 495 en 1839.

«El Ateneo rompía el capullo», exclama el señor de Labra al llegar aquí en esta minuciosa, plúmbea enumeración de pormenores de la vida interna de la sociedad.

A propósito nos hemos dilatado en tan fatigosa transcripción porque refleja cual ninguna otra circunstancia de la época, el despego, cuando no la animosidad con que asiste el público a este azaroso desenvolvimiento de nuestra cultura. ¿No es todo cuanto va dicho un botón de muestra en la sintomatología romántica? ¿No declaró Espronceda con desenfadada incontinencia:


«Mis estudios dejé a los quince años
y me entregué del mundo a los engaños»?

¿Y los atropellos cometidos por Zorrilla con la historia, ya «clavándole a Felipe IV un hijo como una banderilla», ya «levantándole un chichón histórico a don Pedro de Peralta y otro al príncipe de Viana»? Reconozcamos paladinamente que ni el juicioso maestro don Alberto Lista, ni la Academia de San Fernando, ni el Seminario de Nobles; ni los Padres Escolapios, ni doña María de Aragón, ni San Isidro, ni Santo Tomás, ni el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, despertaron en los jóvenes esa incipiente curiosidad intelectiva que andando el tiempo habrá de transformarse en honda y perseverante inquietud.

La sordidez mental en que se desenvuelve la vida española en los primeros decenios del siglo XIX es poco favorable al florecimiento de la ciencia y el arte. Las sátiras de Fígaro, flagelador insaciable de la sociedad de aquel tiempo, confirman esta apreciación nuestra. Por orden del Gobierno los periódicos extranjeros no entran en España. Aparece un periodiquito satírico, como El Duende (1828) y bastará que algunos de los vapuleados en sus páginas interpongan su influencia cerca de la autoridad, para que inmediatamente sea prohibida la publicación. Se persigue a los que piensan -«lejos de nosotros la funesta manía de pensar»- porque toda actividad del espíritu se estima como una enfermedad nociva al bien público.

El Padre Carrillo decide con su fallo inapelable de la suerte de las obras dramáticas y el solo hecho de que el rey don Rodrigo fuera enamoradizo y mujeriego es suficiente para que se considere dañino a la moral y buenas costumbres el que aparezca en escena, de la mano de Gil y Zárate. La poesía se enriquece con las pintorescas aportaciones de don Diego Rabadán, cuyos sonetos en honor del «gran Fernando», a quien entre otras cosas galanas llama «mayoral virtuoso» nada tienen que envidiar por cierto los de Lope, Argensolas, Quevedo y Arguijo. Los hombres de valer han sido exilados y viven en la penuria más allá de nuestras fronteras. Pero bastará que un poeta -Quintana- cante a la reina Cristina, para que se le cancele el destierro y hasta se le asigne una pensión del Estado. La ceguera de los que ejercen la crítica teatral es tan grande que no se sabe cuando una obra es original y cuando traducida o imitada. El 29 de Abril de 1.831 se estrena en el teatro de la Cruz No más mostrador, de Larra, y sólo al hacerse la segunda edición impresa de esta comedia se cae en la cuenta de que no es original, sino imitada del Adieux au comptoir, de Scribe y Legouve. Período histórico en que las turbas se uncen al coche del Narizotas y arrastran por las calles y plazas de la Corte la lápida de la Constitución. ¿Será necesario citar los nombres de don Blas Ostoloza y Ugarte, asiduos cortesanos de Fernando VII, inspiradores de sus actos políticos, para colegir de todo esto la atmósfera que respiraba el pueblo español en aquellas calendas? De un lado los cristinos o liberales, de otro los apostólicos o carlistas. La eterna disputa entre una libertad que degenera fácilmente en el motín, en todas las aberraciones revolucionarias y las rígidas formas del gobierno autocrático. El Himno de Riego de una parte y la disolución del Congreso de Cádiz por Egula, de otra. ¡Oh aquellos terribles valedores de las ideas moderadas o de los doceañistas furibundos! El Universal, El Imparcial, El Censor y El Espectador, El Constitucional, El Independiente, La Aurora, El Sol, La Libertad... ¡Cuánto tiempo perdido! ¡Qué andar y desandar el mismo camino! El Ejército desnutrido, desorganizado, sin la menor fe en sus destinos, es un instrumento más de la política imperante. Ello desencadena en Valencia el primer pronunciamiento militar . No es más próspero el estado de nuestra Marina. Los bandazos de la política son tan fuertes, tan terribles, que la nación está sometida a un perpetuo movimiento oscilatorio. Tan pronto se ejecuta a Polier y Vidal como se canta al Rey el Trágala y el Lairón.

¿No será ésta la atmósfera ideal para que Larra ejercite su mordacidad; su agudeza crítica, su amargo y profundo sentido de los hombres y de las cosas?

El proceso inicial del Ateneo en su vida activa y brillante coincide con el apogeo del romanticismo. Si tras la revolución francesa vino el estallido literario de Chateaubriand, Lamartine, Víctor Hugo, Musset y Vigny, tras las persecuciones fernandinas, y la opresión, y el desvío respecto de toda lo que transcendiera a actividad del espíritu, y los motines y algaradas como desfogue de un descontento general, vino también esta eflorescencia del romanticismo español. ¿Cómo no darle cantonera, de una parte a la escuela pseudoclásica, que era asimismo privación de libertad literaria, y de otra a una época de triste recordación por su tiranía y su insubstancialidad?

No se redujo esta expansión intelectual al Ateneo. En el año 1836 se fundó el Liceo. Prolegómenos de su brillante actuación fueron las reuniones celebradas en el número 13 de la calle de la Gorguera. Al Liceo de la calle de Atocha acudía lo más empingorotado de la sociedad juntamente con la espuma de nuestros escritores y poetas. Sin embargo, quizá el exceso de camaradería que se advierte en estas fiestas, la mezcolanza o botiborrillo de unas personas con otras, sea causa de que se retraigan las familias verdaderamente distinguidas. Así lo proclama, al menos, don Juan Valera y es voto de calidad, en sus cartas a su madre la marquesa de la Paniega. Pero sea esto o no una remilgada apreciación del ilustre autor de Pepita Jiménez, lo cierto es que aquí acude la Reina Gobernadora y su augusta familia, y los políticos, y la gente de pluma en ristre y la cabeza ahíta de imaginerías, y los pintores, y los aristócratas, como el duque de Rivas , el de Gor, el de Osuna, el marqués de Pontejos, inteligente reformador de Madrid, y tantos otros de igual prosapia y mérito. Se leen o recitan versos, se ciñe la corona de laurel a la frente de los poetas -Zorrilla, la Coronado-, se organizan conciertos filarmónicos, representaciones, fiestas de gay saber; se baila a todo pasto30, se derrocha belleza, lujo y gracia femenina, y la juventud frívola, encuentra en el galop y la gavota una compensación respecto de los discursos y de las recitaciones... La perseverante labor terpsicoriana de las antiguas academias de baile, de los Besuguillos o Bellugis, tiene al presente una espléndida coronación en estos salones del Liceo.

La gente se ha soltado el pelo, como suele decirse. La competencia y emulación en el atavío, las joyas, el peinado, la cortesanía insustancial y elegante, no sólo tienen su zona de expansión en el Liceo, sino que se extiende a las casas particulares, ya encopetadas como la del duque de Hijar, conde de Toreno y marqués de Santiago, ya de un áureo sector de la clase media, como las de Mariátegui y Gayangos.

Las damas lucen sus corpiños ajustados, que dan a los cuerpos una estructura anfórica de morbidez incitante. El pecho guarnecido de chorreras y las mangas muy ahuecadas, de las llamadas de farol. Las faldas amplias, ampulosas, de un vuelo exagerado, porque en estos días de plenitud romántica el indumento ha de rimar con los caracteres y rasgos de la nueva escuela. Por eso se emplean también los adornos recargados, y las telas de colores fuertes, con estampados llamativos, chillones, de una vistosidad barroca. El sombrero de pomposas flores en su ápice, circunda la cara un poco pálida y ojerosa. Partido en dos el pelo, cae a ambos lados del rostro y se entremezclan en él unos sencillos arrequives de seda o bien con la raya escindida en bucles y cocas de oro. El pie breve, apenas se descubre bajo la ancha falda, de hondos pliegues y bajos rameados. Junto a este atavío exuberante y sinuoso, que subraya unas veces las formas femeninas y las oculta otras, la entallada levita, de corta faldamenta, elegante cordonadura y cuello alto, que visten los señores. Las mangas estrechas, el talle muy esbelto y airoso, los pantalones abotinados, rectos, ceñidos, el camisolín con chorrera de batista, rizada la melena abundosa y brillante, y la barba en punta, cuidadosamente peinada.

¿A quién puede sorprender esta contagiosa sociabilidad después de las severas restricciones del período calomardino? Desatad las fuertes ligaduras que opriman vuestro cuerpo, y veréis como circula aceleradamente la sangre, y como respiráis mejor, y la mirada se os tornará plácida y firme, y los labios recobrarán su sonrosado color natural. Eso ocurrió a la sociedad madrileña del 33 en adelante. Respiró a gusto, sintió correr libremente la sangre del cuerpo y la savia del espíritu, y se dió al honesto solaz. Pero a pesar de esta atractiva, irresistible exterioridad había en el semblante, en las actitudes, en el andar, en la mirada ese aire cansado, displicente, de hastío o preocupación que envuelve, como una sutil atmósfera ideal, a todos y les presenta a nuestros ojos con cierta estilización enfermiza y soñadora...

Si en el palacio de Villahermosa y en el Ateneo se reúne la intelectualidad y las personas más distinguidas y elegantes, al Paseo del Prado acude todo Madrid, lo mismo los señores empingorotados como la gente zafia.

¿Qué no se habrá dicho ya sobre este pulmón de la Corte, sobre este lugar de recreo y esparcimiento? Desde el príncipe de los novelistas hasta Gómez de la Serna, estrafalario y pintoresco, no ha habido poeta, comediógrafo, costumbrista, sainetero que no haya opinado favorable o adversamente respecto a este paseo de Madrid ¡Y cómo no si es holgado escenario de una gran parte de nuestra historia?31

Las primitivas huertas y los herbazales depusieron lo espontáneo de su naturaleza en obsequio de la urbanización cortesana. Álamos gigantes en las cercanías de los Hierónimos extendieron su sombra beatífica, patriarcal, sobre el suelo. Y poco a poco se amoldaron las formas rústicas, a las necesidades de la población. Álzanse las fuentes rumorosas, con sus esculturas y alegorías, y sus tritones, delfines, mascarones, surtidores, conchas y tridentes... Cibeles, Apolo, Neptuno, la Alcachofa. Se trazan los andenes, plántanse nuevos árboles con su alcorque y arbollón, y surgen en torno el Botánico, el Museo de Pintura, la Real Fábrica de Platería, la Bolsa... A lo largo del antiguo estadio o recinto desfila doña Ana de Austria y su fastuoso cortejo, cuando esta reina, cuarta esposa de Felipe II, entró en Madrid en 156932. Aquí se festejó con bullicioso atuendo el enlace matrimonial de Fernando VII con doña María Cristina, y lo que es más digno de recordación, aquí derramaron copiosamente su sangre los españoles en 1808. Por cierto que Teófilo Gautier opina que hemos cacareado con exceso este ápice de nuestra epopeya, y cuando habla de nuestras batallas dice que son muy chiquitas si se las compara con las del Imperio francés, sin tener en cuenta que en estas pequeñas batallas dió, precisamente, de narices el glorioso Napoleón. Aquí pasean su prosopopeya los próceres, y su bizarría y garabato los chisperos y las manolas. Y se lucen las mantillas de encaje, blancas o negras, y las altas peinetas de teja de concha, y los claveles reventones, de ampo de nieve o más rojos que la sangre, y los altivos escarpines, donde la gentil mujer española encierra sus pies breves, diminutos. Majos de pelo en pecho, inmortalizados por el lápiz de Goya, muestran en este paseo su arriscada figura varonil y su pata de gallo.

Una calesa (Museo del Pueblo Español)

Una calesa (Museo del Pueblo Español)

[Págs. 40-41]

Paseo del Prado

Paseo del Prado

[Págs. 40-41]

Bajo estos árboles un tanto achaparrados paseó Larra su enfermizo engurrio. Aquí se pregonó el agua fresquita, y los puerros, y los bizcochos, y los roscones. En unos simpáticos, pintorescos aguaduchos que han pasado a nuestra literatura -¡oh los de don Ramón de la Cruz y el del tío Paco, en Sevilla, del Don Álvaro!- con sus vasos de grueso cristal, sus botellas, sus blancos y panzudos botijos de barro cocido, sus limones y sus naranjas, se expenden bebidas frescas, heladas, de fresa, de chufas, de cebada, de frambuesa, de guindas... Hay hombres y mujeres que cruzan de un andén a otro para ofrecer a los transeúntes el agua frígida, cristalina de Recoletos33. Llevan un cesto tejido de mimbre, que les sirve de salvilla o vasera, y unos azucarillos nítidos y como agujereados, y un gran cántaro de barro. Por el paseo de coches andan y reandan el camino muchas veces las carrozas, las calesas, con su capota de vaqueta, los tílburys, las carretelas, las berlinas y los simones. En caballos enjaezados, de pura sangre andaluza, nerviosos, engallados, caracoleantes, luce la mocedad madrileña -duques de Osuna y San Carlos-, mientras la gente de a pie -de levita, sombrero de copa, leontina y dije, pantalones ajustados y botas a la bombé- se congrega en la avenida de París.

A este angosto recinto -angosto porque su capacidad es desbordada por la aglomeración de personas- acude la flor y nata de Madrid, la élite, como se dice ahora. A lo largo del paseo hay unas sillas toscas, incómodas, desvencijadas, que suelen ocupar los que para discutir todas las cosas que pasan en torno suyo repugnan el sistema peripatético. Durante el invierno la concurrencia se dilata hasta las tres y media de la tarde, hora en que se retira a yantar. En el estío caluroso, polvoriento de Madrid, el paseo se celebra de siete a nueve y media de la noche. De aquí en adelante, el amor subrepticio y esotérico, como aquel de las floristas y limeras de la segunda mitad del XVIII, que dió lugar a su extrañamiento del Prado, tiene en este sitio, en la dulce y tibia penumbra de la noche lunar, bajo los árboles, cátedra y campo de experimentación. Espronceda, enamoradizo y lunático, paseará su porte byroniano por estas avenidas llenas de tentación y de misterio. Y si la semioscuridad de la noche, ligeramente plateada de luna, es favorable a lo sentimental y pecaminoso, la fuerte luz estival de la tarde contribuye a hermosear el atavío de las mujeres y su propia belleza. ¡Oh aquellas morenas de ojos negros, profundos, luminosos o las rubias de verdad, con unas trenzas que parecían de oro! Ostentaban en el Salón del Prado su abultado y pomposo miriñaque, y tenían siempre en torno una pléyade de boquiabiertos lechuguinos. ¡Con qué elegancia meneaban el abanico! En ningún país del mundo se ha derrochado tanto arte, gracia y distinción como en el nuestro, para echarse aire. Las lindas manos de azucena metiditas en los calados mitones y la sombrilla, de varillas metálicas, bóveda de raso y unos arrequives de fino encaje en el borde, dejada caer negligentemente sobre el hombro. Estas damitas que por la noche van al teatro del Príncipe a aplaudir a Matilde Díez, se hacen guiños cuando pasa junto a ellas Julián Romea, prototipo de la naturalidad y la elegancia, así en la calle como en la escena y de cuyo talento artístico se hizo lenguas un escritor francés, que no reconocía a nuestro actor otro rival que Federico Lemaistre. Y a la par que la gente moza, un poco espectacular si se quiere en razón a los imperativos de la moda romántica, recorre el Salón de una parte a otra, los niños montan en el cochecito de cabras o lanzan al aire sus jubilosos gritos.