Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo III

La política. El Café de Lorencini y La Fontana de Oro. Estado de la cultura. Todo estaba preparado para el advenimiento de la nueva escuela.


El romanticismo se alzó contra la rigidez de unos preceptos mal interpretados. Lo mismo hizo España contra la tiranía. Tras la lucha entablada entre el principio autoritario, ya decadente, y la libertad popular, vinieron en aluvión los excesos revolucionarios. Si la revolución francesa tuvo su resonancia literaria, ¿cómo no había de influir un fenómeno político tan vasto y profundo como aquél en nuestra estructura estatal?

Se disputaban la posesión del mundo civilizado dos concepciones políticas, no sólo diferentes sino antitéticas. De una parte los principios revolucionarios, y de otra el antiguo régimen abroquelado en su sentido conservador de la vida. Francia, desmandada, frenética, atropellándolo todo, ensangrentada de odiosos crímenes, abatiendo el trono, además de en su significación moral, en la carne inerme, inocente, diríamos, de Luis XVI y de María Antonieta. Y las fuerzas coaligadas de Europa oponiendo su resistencia autoritaria al terrible alud revolucionario. Esa resistencia un poco ciega, inconsciente, que triunfó con Metternich en momentos de mucho peligro para Europa, pero que le llevó al destierro cuando todas sus habilidades dialécticas de hombre de Estado eran ya débiles puntales con que sostener la vieja fábrica que se derrumbaba34. Al general Ricardos le tocó defender en nuestra frontera pirenaica los principios conservadores del viejo régimen en España.

La controversia entre las dos concepciones del Estado quedaba abierta y cada partidario procuraba inclinar a su favor, con su esfuerzo, el platillo de la balanza. Todo el siglo XIX es una concatenación de hechos fundamentales o episódicos de esta gran porfía. No vamos a enumerarlos todos por no caer en la prolijidad, y porque a los fines de encuadrar la literatura romántica en el ambiente político en que se formó y alcanzó su plenitud, basta con traer a cuento los acontecimientos más singulares.

Dos fechas, 1814 y 1820 bastarían para que tuviéramos una cabal idea de lo que fue la política española durante el primer tercio del siglo XIX. Dos fechas contradictorias en la peculiaridad de sus modalidades respectivas. La una, retrógrada. La otra, liberal. Y como consecuencia natural de estas dos concepciones antípodas del Estado, el hacer y deshacer una misma cosa, con grave daño del país estancado en sus actividades constructivas. ¿Que habían sido suprimidos los conventos y confiscados los bienes a ellos anejos? Pues se restituían éstos a sus dueños y se restablecía la vida conventual. ¿Que el adelanto y civilización de Europa habían aconsejado la desaparición del Santo Oficio, y así se había hecho en España? Pues se resucitaba el poder inquisitorial en razón a determinadas circunstancias del país. ¿Que tales o cuales instituciones habían sido creadas por un imperativo de los tiempos que corrían, de la cultura y del progreso humanos? Pues se suprimían de un plumazo y volvía la nación a sus antiguas corporaciones, con su achacoso funcionamiento y sus viejos servidores bien chapados al estilo de ellas. Tan pronto se concedía a los capitanes generales la máxima autoridad, como se restringía ésta dentro de los límites propios del orden militar. Y si tan instables y movedizos eran los actos de gobierno, como acabamos de ver, nada habrá de llamarnos la atención que los ministros fueran sustituidos a los veintitantos días de nombrados, e incluso a las cuarenta y ocho horas de su designación.

Al mismo tiempo que se decretaba el cese en su cargo de un ministro o de un capitán general, como en el caso del marqués de Campo-Sagrado, el monarca le hacía alguna demostración de afecto35. Al general Lacy se le trasladaba a Mallorca tras de hacer creer en Barcelona que se le había indultado de la pena capital, y en el castillo de Bellver era cumplida la sentencia36. El Cojo de Málaga, condenado también a muerte por desgañitarse en la tribuna pública del Congreso de Cádiz en obsequio de los principios liberales que informaban la Constitución doceañista y por organizar las serenatas con que se festejaba a los personajes políticos de aquella situación, era advertido del indulto cuando, más muerto que vivo, se dirigía al lugar donde estaba emplazado el patíbulo37. Don Javier Elfo restablecía el tormento en Valencia, y de orden del Rey no se permitía el acceso de los deudos de don Agustín Argüelles a la prisión donde este ilustre político cumplía condena, ni se le consentía escribir, ni se le daban las cartas que la familia le enviaba38.

No podía faltar, naturalmente, el reverso humorístico de la medalla. Como por ejemplo la famosa sustitución en el ministerio de Estado, del duque de San Carlos a causa de «su cortedad de vista», y aquella búsqueda minuciosa que de papeles comprometedores hacía el gobierno, incluso en los sitios menos agradables al olfato, y que después, como en el caso de don Agustín Argüelles, lo que parecía una misteriosa clave, al servicio, de seguro, de fines políticos, eran versos sobre motivos del Korán, escritos en caracteres arábigos por un moro que, habiendo naufragado en la costa cantábrica, recibió hospitalidad de la familia de don Agustín, cuando éste contaba pocos años39.

Se recelaba de todo. Los ministros, del Rey y el Rey, de los ministros. El poder público se desenvolvía dentro de un ambiente de desconfianza. Nadie se fiaba de los demás. Los constitucionales tras de elaborar el código del Estado en momentos difíciles, se prevenían contra la traición de Fernando VII, a raíz de abandonar su cautiverio de Valencey, proponiendo a las Cortes que la persona que intentase modificar en una tilde siquiera alguno de los artículos de la Constitución sería considerado traidor y como tal condenado a la última pena40.

¡Qué desengaño sufrirían estos ingenuos repúblicos del año 12 al conocer las maquinaciones del Rey!

Fernando, que había conseguido encaramarse al trono mediante una pérfida maniobra contra su padre -más hábil y fuerte en sus pugilatos con los palafreneros de palacio que en las intrigas cortesanas- echaba mano ahora también de su hipocresía para impedir el triunfo de la Constitución. Rodeado de una aristocracia recalcitrante e indocta, que se negaba a hacer concesiones en sus prerrogativas seculares, y considerándose inexpugnable en el concepto que tenía del poder, a nadie puede extrañar su enfrentamiento con el espíritu liberal, reflejo del ideal revolucionario transpirenaico, que alentaba en la Constitución doceañista. Su viaje desde Perpignán a Madrid había sido un proceso de rebeldía contra el nuevo código del Estado. Un populacho discretamente adiestrado en su furibunda apelación de una monarquía absoluta había arrancado de su sitio, al paso del Rey -por la misma razón que en el siglo XVII fueron quemadas en el patio de la Universidad de Oxford, las obras políticas de Buchanan, Milton y Baxter41-, los letreros que rendían homenaje a la constitución en las plazas de los pueblos del tránsito. El conde del Montijo, inconsecuente y voltario, pero de mucho predicamento entre la gente baja de Madrid, había preparado también la comedia. Desde este instante todo fue una repudiación de las libertades instauradas por el nuevo régimen.

¡Vaya con Dios la trailla de colaboradores de que se rodeó el monarca! Desde su «tío el Doctor» hasta el que vendía agua de la fuente del Berro, el gatallón de Chamorro, pasando por el esportillero Ugarte, el duque de Alagón, Paquito Córdova por otro nombre, hábil mediador en ciertas aventuras, y el ruso Tattischeff, contaba el palacio de Oriente con lo más castizo y genuino de la ignorancia, de la maulería socarrona y de la adulación. ¿Qué podía salir de allí? El nefando Negrete, terror de Andalucía, el consejero de Hacienda, don Antonio Moreno, antes peluquero, o menos aun, ayudante de peluquero, y en lo cómico, que no podía faltar en la fisonomía política de España en esta época, rasgo o elemento tan significativo, la concesión de la Gran Cruz de Carlos III al señor Lozano de Torres por haber publicado el embarazo de la reina Isabel42.

Tras estos seis años de una política dura, se cambiaron las tornas. Abiertas las cárceles y las fronteras pudieron volver a su hogar los que sufrían condena por motivos políticos y los que se habían expatriado por igual causa. Juró el Rey la Constitución, si no «sobre un cerrojo de hierro y una ballesta de palo», como la jura de Santa Gadea, en la forma de ritual en estos días. Y la ofrecieron fidelidad absoluta todos los ciudadanos, y no hubo entre ellos ningún marqués de la Constancia43. Las mismas turbas que habían arrastrado en un serón, por Madrid, la lápida de la Constitución -aquella Constitución que, por motivos muy diferentes, enterró don José Somoza al pie del risco de la Pesqueruela-, y que con ensordecedores gritos se jactaban de su servil sometimiento al poder absoluto, prorrumpían ahora en vivas al Rey Constitucional. Los maestros y hasta los curas párrocos, por mandato del gobierno estaban encargados de explicar y preconizar, dentro de la respectiva esfera de sus actividades, los preceptos del nuevo código fundamental. En Cádiz y escritos en tablas, se ponía, sobre las puertas de las casas, artículos de la Constitución (Alcalá Galiano). Era como un desbordamiento de ciudadanía que en nada paraba mientes. Una vesania que se dilataba desde la gente conspicua hasta la plebe desarrapada y soez. Otra vez disuelta la Compañía de Jesús, y exiliados los que se negaban a acatar el nuevo régimen, o formulaban reparos y entorpecían su normal desenvolvimiento. Las llamadas sociedades patrióticas atizaban el fuego de los principios liberales que vorazmente prendía en el populacho. El café de Lorencini, en la Puerta del Sol, decorado con unos frescos de Rivelles, el de La Fontana de Oro, en la Carrera de San Jerónimo, el de Malta, en Caballero de Gracia y el de San Sebastián, en la calle de Atocha y Plaza del Ángel, eran cátedras públicas de un liberalismo furibundo y demagógico. Alcalá Galiano, que en sesión de Cortes intentaría años después incapacitar a Fernando VII y declararle semidemente, era sin duda el más popular de cuantos tribunos tomaban parte en estos clubs. En la plenitud de la mocedad y aureolado de cierta fama de hombre mundano y audaz, tenía resonancia cuanto decía y hacía. Sus ojos, de una ardiente viveza inquisitiva, denotaban toda la pasión en que se le consumía el alma. La boca desmesurada, de labios carnosos, sensuales, encrespado y copioso el cabello y el cuerpo de proporciones armoniosas, pero más bien enjuto, de un aire ensoberbecido sin petulancia, Su oratoria por lo apasionada y torrencial, encendía presto los ánimos del auditorio, de suyo inclinado a estas parrafadas tribunicias, más pirotécnicas que profundas44. El público que allí se reunía era, en verdad , poco exigente. Fuera de los que actuaban como mistagogos o iniciadores del nuevo dogma político -Cortabarria, los hermanos Adán, Gorostiza-, el resto de la asamblea estaba integrado de gente sencilla y vulgarota: tenderos de los portales de Santa Cruz, menestrales, tablajeros, covachuelistas enardecidos por la flamante situación, cesantes que confiaban en la liberalidad del gobierno para obtener alguna prebenda o canongía, y jefes y oficiales del ejército, que gustaban de formar en las avanzadas de la democracia. La plebe era más adicta a la monarquía y a la persona del Rey que al constitucionalismo.

El café de Lorencini, con su galería y su patizuelo cubierto de cristales, era poco holgado para contener a tanto liberalote como acudía a su saloncillo. En cambio, La Fontana de Oro disponía de un largo local, que iba a dar a la calle del Pozo y que tenía varias rejas a la de la Victoria. El techo, sostenido por gruesas vigas, casi estaba al alcance de la mano. En los dos lienzos de pared contiguos a la puerta había unos espejos medio ocultos bajo sendos velos verdes. Las columnas imitaban ser de jaspe y estaban adornadas de unos capiteles cuya pintoresca y arbitraria hechura en nada desdecía, ciertamente, del estilo decorativo adoptado por el dueño del café en el resto del luengo e irregular salón. Una cenefa con unos machos cabríos y unos tirsos enramados de hojas de parra, con racimos de uvas y otras frutas golosas, contribuían al embellecimiento de la sala, cuya deficiente iluminación consistía en unos humosos y macilentos quinqués colocados en medio de los espejos45. Se servía chocolate a los parroquianos, o café con tostada, o un boli de ponche, o medio sorbete a dos reales vellón, y se mataba el tiempo jugando al chaquete -juego parecido al de damas- o al ajedrez, Pero sobre todo se discurseaba largo y tendido. ¡Qué peroraciones empedradas de tópicos y lugares comunes! ¡Qué palabrería incendiaría y desaforada capaz de inflamar en santa cólera demagógica a los simplistas mercadantes de la calle de Postas, y a los chupatintas de los ministerios, y a los militarotes contagiados del virus revolucionario! Allí vociferó también, con ademanes descompuestos y exaltado y febril verbalismo, el héroe de las Cabezas, el cual, a pesar de su sobrenombre, no tenía más que una, que valía bien poco si hemos de rendir tributo a la verdad histórica46. Pero esto no era óbice para que la heteróclita concurrencia que se congregaba en el café a impulsos de un ardiente constitucionalismo, festejase y aplaudiera a Riego, y entonase el Himno compuesto en su obsequio por don Evaristo San Miguel.

No era extraño tampoco ver a algún innominado ciudadano alzarse de súbito de su asiento, encaramarse sobre la mesa y antes de que el silencio reinase en torno suyo, endilgar al auditorio una tremebunda palabrada, rica en incoherencias y desatinos. Después se cantaba el Trágala con terribles apóstrofes condenatorios al cura de Tamajón. Los liberales parecían niños con zapatos nuevos. Habían sufrido durante seis años las durezas de una política represiva y estaban ahora en el disfrute, un poco pueril y otro poco fanfarrón, de su decantado régimen. Sentían el optimismo, la paganía jubilosa de sus conquistas y reivindicaciones en el orden político, y no sabían contener sus ímpetus, Sin embargo, todo aquel aparato de discursos demoledores como almajaneque o catapulta, de ademanes renegados, ampulosos, incluso grotescos, en el fondo no era más que una gran nuez vacía. ¡Ay! Muchos años después, en las Constituyentes del 69 y en las del 76, aparte de algunas intervenciones juiciosas y doctas, se repetían los mismos tópicos, los mismos conceptos vanilocuentes y relumbrosos.

Mientras en los Clubs se embocaba el clarín de guerra y los liberales más exaltados se consumían en una crisis histérica contra todo cuanto trastendiese a poder unipersonal y absoluto, en las altas esferas procedíase al descuaje de las organizaciones fernandinas, con su estol o séquito de represalias y persecuciones. Se suprimen las comunidades religiosas, las vinculaciones y el fuero eclesiástico, pues desde este momento tanto el clero secular como el regular quedan sujetos a la jurisdicción ordinaria. La digestión, asaz laboriosa y difícil, de los principios liberales, producía en la nación un aupamiento o flatulencia en la que hubo de poner mano el gobierno. Y es que, como dijo don Juan Valera con relación a Pi y Margall, hay «inteligencias a quienes un pasto espiritual sobrado fuerte para ellas ha hecho caer en algo como una borrachera peligrosa, y que en vez de curarse por la abstinencia, se entregan luego por vanidad a una orgía desenfrenada»47.

Se suprimieron, pues, las llamadas sociedades patrióticas y restringióse juiciosamente la libertad de imprenta, para impedir de este modo el excesivo desenfado de algunas publicaciones levantiscas e instigadoras de las libertades del pueblo. Pero el mal estaba hecho y no faltaban los que, al socaire de tanta audacia, procuraban ir minando la presente situación política para restaurar, con la ayuda extranjera, como así sucedió, el poder absoluto del Rey. Todo esto representaba un nuevo viraje de retorno al autoritarismo de Fernando, con su doloroso acompañamiento de proscripciones48, fugas y encierros.

Asistimos a un nuevo crepúsculo del espíritu. Las tentativas literarias son pocas y de una insubstancialidad y ñoñería decepcionantes. Aparte de que esta época es un eslabón más en la cadena de nuestra decadencia literaria y que el árbol frondoso y gigante del Siglo de Oro está ahora cercenado en sus ramas y seco en sus raíces, hay un terrible agudizamiento del mal, porque el espíritu no alienta bajo la férula calomardina. Que ya ha sabido rodearse el Monarca de colaboradores adecuados, de gente afín a sus gustos e inclinaciones. Y este don Tadeo, rechonchete y gordinflón, de ancha boca, pobladas, tupidas cejas, algo encrespado el pelo, nariz borbónica, como aquélla que ridiculizara la ingeniosa dicacidad de nuestro Quevedo y un semblante, si se le mira de golpe, más revelador de tosquedad y torpeza que de inteligente simpatía, era un experto ejecutor de las ideas del Rey. Lo mismo que ha habido un Pericles, un León X, un Augusto, un Luis de Baviera, que coadyuvaban con su generosidad y su natural propensión a lo bello y a lo verdadero, al desarrollo espléndido de la cultura, del arte, de la ciencia, tuvimos nosotros a este Mecenas de la ignorancia, que perseguía todo cuanto hay de munificente y expansivo en nuestras almas; su facultad de crear.

El teatro ni siquiera arrastra la cola del manto imperial con que se cubría en los siglos áureos. Un severo tamiz en manos indoctas, impedía el menor resurgimiento escénico. Las obras se traslucían de tan adelgazadas y canijas. No tardó mucho en arremeter, rebenque en alto, contra autores y traductores, el justamente descontentadizo Larra, cuyo Macías, dicho sea de refilón, no contribuyó tampoco gran cosa al enaltecimiento de nuestra dramática. Baste decir como botón de muestra de una vergonzosa decadencia literaria, que la Galería de espectros y sombras ensangrentadas, de Zaragoza y Godínez era, del público, el pasto más codiciado en aquellos días.

Si la reacción de 1814 había sido muy dura, la de 1823 la sobrepujó en mucho. Ya no son renovados los ministros como antes, cada cuarenta y ocho horas. La táctica fernandina ha variado en este punto por lo menos. La estabilidad de los consejeros es un signo de fuerza, de seguridad, de un rectilíneo sentido del poder, y el Monarca que lo comprende así, retiene largamente en sus puestos a cuantos colaboran con él. La reina María Josefa Amalia, segunda mujer de Fernando, de una beatitud simplona e intranscendente, apenas le queda tiempo para nada fuera de sus rezos copiosos y de sus visitas a los conventos de monjas49. A trancos y barrancos el gobierno de los diez años afronta las situaciones difíciles. La falta de sucesión del Rey la peor de todas, pues enconada la actitud de los apostólicos, se presiente el estallido de la guerra civil. Parecían colmados todos los sufrimientos del país, agotada la resistencia de su espíritu. ¿Qué paréntesis de reposo, de dulce y gustosa paz, ha habido en este primer tercio del siglo XIX? Sin restañar la honda herida de 1808, desembocamos en la reacción del 14, y apenas cerrado este período histórico, las libertades de 1820, mal digeridas por la nación, provocan un retroceso de la táctica gubernamental. Y como las restricciones y angosturas del poder, con su terrible cortejo de arcabuzazos, exilios y pérdida de la libertad -«la fruta prohibida», según Byron-, juntamente con la extrangulación de toda actividad del espíritu, universitaria o libresca, pareciera exigua concesión a los apostólicos, crece el descontento de éstos y se producen los primeros estallidos de la guerra civil.

Todo cuanto queda enumerado en vertiginoso y sucinto desfile de acontecimientos por falta de ancho espacio en que movernos, confirma el «pendulismo» de la política española durante este primer tercio del XIX. Todo tiene un valor efímero, transitorio, circunstancial. Los períodos constructivos de la historia se caracterizan por su continuidad de pensamiento y de acción. Las interinidades ideológicas, la intemperancia o el libertinaje acarrean estas situaciones de discordia latente o pública. Sólo cala en el espíritu aquello que es consubstancial al hombre y que encuentra naturalmente el camino expedito, la conciencia permeable. Ni la violencia autocrática, ni la anarquía popular, que es un desdoblamiento multitudinario de la fuerza, forjan la personalidad del hombre, sino que la destruyen. No es sólo nuestra parte afectiva, íntima, sentimental, la que repugna el sistema, venga de arriba -Fernando VII- o de abajo -los constitucionales-. Es la dignidad de la razón, gobernadora del hombre de acuerdo con determinadas leyes morales inmutables, la que rechaza el agravio de la violencia. Pero esto que es de una claridad meridiana hoy, debido al desenvolvimiento progresivo de la sensibilidad política y de la cultura, era entonces la verdad de unos pocos. Y la gobernación del Estado, que merced a este concepto simplista de su función debería haberse ceñido al centro de gravedad, en vez de trasladarse a los extremos, se hizo oscilatoria entre el absolutismo fernandino y el desconcierto constitucionalista.

¿Cómo no había de influir esta instabilidad política en la gestación del romanticismo español? ¿No se les brindaba a los poetas una ocasión excelente para protestar contra todo, para desesperarse, y enfurecerse, y llorar de indignación o de pena, y sentir cómo la melancolía, el escepticismo y la negación incluso, se iban apoderando de sus almas? Ahí había multitud de motivos en que inflamar el numen. Todas las cosas internas y formales conspiraban al advenimiento de la nueva escuela. Sobrados trances amargos tenía la lira para lanzar al aire sus notas más hondas, subjetivas y ardientes. Y la sátira sitio de sobra en que restallar el látigo, y los poetas épicos de componer sus epinicios, y a vueltos del todo a la Edad Media, ya prendidos en la irresistible atracción de los fastos coetáneos. A estos manantiales de inspiración habían ya acercado sus labios Quintana, y Juan Nicasio Gallego, y Cienfuegos, y Alberto Lista. Con satírico desenfado, profundo sentido filosófico y castizo ropaje, don Sebastián Miñano en sus Cartas del pobrecito holgazán (Madrid, 1820), y en su Examen crítico de las revoluciones en España (París, 1839), trajo a la colada nuestros errores políticos, nuestros fracasos, vicios y aberraciones. Pero cuanto había sucedido en el primer tercio del siglo XIX, descomposición y gestación de un régimen en cuya íntima contextura moral obraban todos los factores desatados de un fuerte periodo de transformación histórica, requería otros cantores y críticos formados al desgarre, a la intemperie del nuevo fenómeno social. Rotos los moldes políticos, metamorfoseada en principio la sociedad española, tenía que sufrir igual cambio la técnica literaria, no sólo en lo externo y formal de su estructura, sino en el meollo mismo de ella. Todo lo que quedaba detrás, en una lontananza histórica, en una perspectiva de lejanía, de senectud del espíritu, pertenecía a una época de transición entre el frío clasicismo del XVIII -estéril como todos los períodos críticos, razonadores, eruditos y académicos que ahogan en la severidad de sus principios al verbo creador- y el nuevo renacimiento literario. A éste correspondía embocar la trompa de los poetas épicos, y tañer el arpa lírica, y satirizar aquella parte de nuestras costumbres que mereciera el látigo de Juvenal o de Marcial, y hurgar muy hondo, como hizo Larra, en la herida abierta de la vida española, para que el dolor nos purificase y ennobleciera.