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ArribaAbajoEnsayo II

Origen, caracteres y fases del romanticismo. Precursores y tránsfugas. Partidarios, detractores y eclécticos.



ArribaAbajoCapítulo I

Consideraciones generales


Fuera de la multitud de matices y variantes que ha de presentar el arte literario a lo largo de un siglo, cuatro son, a mi modesto entender, las modalidades que ofrece el XIX en lo fundamental y distintivo de su psicología. Dos épocas de transición, del neoclasicismo de la centuria décimooctava al período romántico, que apenas si dura cuatro lustros, y del renacimiento realista al naturalismo, el cual deriva después a la literatura regional y autóctona, coincidiendo esta fase interesantísima de las letras españolas con la famosa y decantada «generación del 98». Y otras dos épocas de más vigorosa y permanente fisonomía literaria: el romanticismo, un poco a destiempo del ritmo general de las letras extranjeras, y el realismo con su propensión naturalista, el cual desemboca en la típica y castiza literatura regional.

Ocúrrele al arte literario lo mismo que al paisaje, que rara vez cambia brusca e inesperadamente. Tras una gradación de variantes del terreno pasamos de la desolada llanura a la serranía hosca y agreste o a las hoces de un desfiladero, No era posible que del frío y académico clasicismo del siglo XVIII arribásemos al romanticismo. La mutación, tanto de las formas artísticas como de lo ideológico y fundamental, había de venir de manera escalonada. De aquí, precisamente, que poetas de la escuela neoclásica, tales como Quintana -el romance de La mora encantada es un preludio de la revolución literaria que había de desencadenarse poco después-, Cienfuegos y don Nicasio Gallego, fueran, en cierto modo, precursores del romanticismo, y que Espronceda, el duque de Rivas y Martínez de la Rosa, señaladísimos representantes de la poesía romántica, compusieran en su primera época obras de estilo clásico. El Pelayo, que anuncia la viril inspiración de Espronceda, muy joven a la sazón, proclama bien a las claras la ascendencia del venerable maestro don Alberto Lista. Las primicias líricas del glorioso autor de El Moro Expósito, responden a la influencia que sobre dicho poeta ejercieron Quintana y Gallego, y El Edipo, de Martínez de la Rosa, es la última manifestación del teatro clásico.

Llevábamos más de una centuria imitando la tragedia griega. Habíamos sufrido las ñoñeces y ficciones de afeminada poesía pastoril, sin la graciosa ingenuidad de los antiguos idilios bucólicos. Un exagerado sometimiento a las reglas dió al traste con la inspiración. Faltaba vigor y bizarría a los versos, cortados ahora sobre rígidos modelos. El genio literario, rara vez se alzaba a regiones ideales, en un ansia irreprimible de belleza. ¡Qué ausentes estaban de la poesía española, la ardiente fantasía, el entusiasmo desbordado, las imágenes de cegadora hermosura, la altivez y grandiosidad de las ideas! Una imaginación anémica y mendicante había reemplazado a la fantasía oriental, llena de destellos, de nuestros inspirados vates del Siglo de Oro. ¿Cómo no ha de sorprendernos que este clasicismo pobretón y esmirriado, sin la natural elegancia helénica, ni la claridad y exactitud de concepto de los filósofos griegos, esclavo de la forma fría y afectada de las Academias, falto de la fragancia de la musa popular, pereciese a manos del nuevo ideal que embocaba la trompa épica en los romances de Rivas y Zorrilla, o gemía y se agitaba en los versos hirientes y deslumbradores del autor de El Diablo Mundo, cuando no pulsaba el arpa lírica de la Avellaneda, sin rival alguna, de no retrotraernos a los tiempos de Safo y Corina?50.

En su aspecto externo el romanticismo51 fue la airada protesta del espíritu creador contra la rigidez hierática de los preceptistas franceses y de los neoclásicos españoles del siglo XVIII. En realidad de verdad, era insufrible aquella tiranía retórica que establecía, bajo tremebundas penas del infierno, que el drama había de tener cinco actos, que habían de observarse las unidades dramáticas, que la epopeya tenía que estar compuesta en octavas reales, y otras reglas absurdas que en nada afectaban, verdaderamente, a la esencia y entraña del arte.

En lo fundamental el romanticismo fue el retorno a lo genuinamente castizo, la reconciliación con el espíritu cristiano, tan abatido por el auge de las ideas paganas, el licenciamiento de los mitos y de los héroes adorados por la gentilidad, que fueron sustituídos por las apsaras, hurtes, sílfides, brujas, valkyrias y héroes de la Cristiandad, la vuelta jubilosa a las propias leyendas, vestidas ahora con el ropaje y la pompa de una ardiente fantasía.

Bien es cierto, que esta independencia del romanticismo dió al traste con la sencillez de las concepciones clásicas, y más de un romántico -Víctor Hugo, Espronceda, Zorrilla- cayó de hoz y de coz en la extravagancia y el mal gusto52.

Chateaubriand

Chateaubriand

[Págs. 56-57]

Contribuyó sobremanera a este desbordamiento impetuoso del arte literario, la situación política y social de España. En verdad que el panorama del país, en aquellas calendas, era como para poner en jaque a los más remisos e indiferentes. En merma el peculio del Estado, dueños del Poder los políticos más ineptos y desaprensivos, domeñada la nación por invasor ejército, extranjerizados los sentimientos de nuestros intelectuales, y olvidados, monarcas y validos, de los destinos del pueblo.

La guerra de la Independencia había sido estimulada por dos ideales, el monárquico y el religioso. La clase media y el elemento popular dieron la batalla definitiva a las invictas tropas del tirano. Un ejército irregular, escindido en partidas y guerrillas, compuestas de curas montaraces, de menestrales, labriegos y campesinos que elevaban en lo más íntimo de su corazón un altar a la patria, desbarató los planes de conquista napoleónicos, pero el descomunal esfuerzo dejó en precario a la Hacienda, sin barcos ni fortalezas nuestro largo litoral, desorganizado el ejército y hundida la Administración pública en el más terrible desbarajuste.

Por razón del clima y de la topografía, o por impenetrables designios de la Providencia, no habrá país cuya fina sensibilidad denote, como la nuestra, tan opuestas modalidades. Dominamos el mundo entero o nos constreñimos a la vida sobria y recoleta de nuestros propios lares. Alcanzamos en la santidad y el ascetismo, el ápice de lo sublime, o incurrimos en torpe liviandad y condenable concupiscencia. No hay términos medios, ni gradación de matices. Falta en nuestro estilo de vivir la ponderación y equilibrio de los pueblos del norte de Europa. Por eso nuestra Historia está llena de vaivenes, de contradicciones, de fieros y terribles antagonismos. Del régimen absolutista más despótico, a la forma de gobierno más democrática. Sin fases intermedias que, a manera de suave rampa, preparen el deslizamiento de los sistemas políticos, no bien disfrutadas las primeras concesiones a la libertad y establecidos los derechos individuales del hombre, instáurase el régimen contrario. Este desconcierto da muchas veces el Poder a gobernantes tan desprovistos de todo mérito, como Calomarde, el cual disimula su falta de talento con cierta habilidad para la zancadilla y la intriga. La cerrazón del horizonte priva a los españoles de la alegría y del optimismo que siempre fueron características fundamentales de nuestra alma colectiva.

Tan graves vicisitudes requerían el estro cálido y viril de los poetas románticos. Las escenas de sublime heroicidad a que dió ocasión nuestra epopeya de 1808, y los fusilamientos de Torrijos y de Riego, encontraron adecuada resonancia en las poesías de Espronceda. El romanticismo advino a España porque nuestra literatura se nutrió casi siempre de la francesa, y allende el Pirineo la nueva escuela había alcanzado toda su plenitud. Pero contribuyó extraordinariamente a este cambio de nuestro genio literario, nuestra especial psicología. De aquí la iniciación súbita y el desarrollo avasallador que el romanticismo lograra en España. Los españoles teníamos más motivos de llanto que de cantaleta y regocijo. La inspiración lamentosa y llorona de nuestros poetas venía de perlas al estado hipocondríaco de nuestra sociedad.

La indisciplina y el caos imperantes en España trascendieron al arte literario que, si adoptó nueva forma, no perdió ni con mucho su fisonomía propia y nativa. Por eso se ha dicho, muy juiciosamente, que si en el universo mundo hay en verdad un país naturalmente romántico, ese país es el nuestro. Esto no quiere decir que la nueva escuela literaria no responda de modo harto visible a la influencia de autores forasteros. El hecho circunstancial de que se hallaran desterrados en Inglaterra o Francia algunos de nuestros poetas más brillantes, fue causa principal de que el romanticismo floreciese entre nosotros. La más notable poesía lírico-romántica del duque de Rivas fue compuesta durante la estancia forzosa en Londres de este ilustre prócer. Y Martínez de la Rosa cambió de rumbo después de leer la carta de Schlegel, sobre las famosas unidades dramáticas y de asistir, en París, a la representación de Hernani.

No nos ciegue excesivamente nuestro amor a las propias letras. El súbito desarrollo que tuvo en España la escuela romántica, corresponde, en no escasa medida, a autores de allende la frontera. Perceptible es la huella de Goethe y de lord Byron en El Diablo Mundo. Las pródigas digresiones de este poema tienen su antecedente en las de Don Juan, del poeta inglés, en las de Tristán Shandy, de Sterne y en las de Orlando, de Ariosto. Entre la carta de Elvira, en El Estudiante de Salamanca y la de Julia, del Don Juan, de Byron, no sería difícil establecer cierta semejanza. La canción del pirata y El canto del cosaco, están imitados de The Corsair, del vate inglés y de La chanson du cosaque, de Beranger. Vil remedo de Dumas, Vizconde de Arlincourt, Sué y demás novelistas franceses, fue nuestra novela en los dos decenios que duró el romanticismo. La fantasía meridional de nuestros noveladores imaginó lo que le vino en gana, faltando a cada paso a la verosimilitud artística y sin otro norte que el satisfacer la insaciable sed de aventuras y truculencias del vulgo. Había que interesar al lector a todo trance. La prosa costumbrista de Fígaro y Mesonero Romanos quizá tenga también precedente literario en las obras de Jouy.

Pero estos ascendientes no han podido borrar lo que hay de genuino y castizo en nuestra literatura romántica. El retorno a la Edad Media, tan rica en tradiciones y costumbres de la más honda y venerable poesía, la rehabilitación del ideal cristiano, el nuevo auge del sentimiento caballeresco, que resplandeció en nuestro teatro clásico -Lope y Calderón han sido los precursores del teatro romántico-, contribuyeron a que el romanticismo español nada debiese, en lo fundamental, a las letras extranjeras.

Ninguna especie de afinidad sería hacedero determinar entre los romances del duque de Rivas y de Zorrilla y la poesía coetánea de otras naciones, en los que el romanticismo alcanzó inusitada brillantez. Ni en lo concerniente al fondo de las composiciones, ni en lo que atañe a la forma métrica. Porque el romance es genuinamente español, consustancial a nuestra personalidad histórica, ya que en romance se han cantado nuestras gestas más gloriosas, romanceada está nuestra vida caballeresca y popular de la Edad Media, y en octosílabos asonantados han escrito nuestros líricos delicados, íntimos y sutiles sentimientos.

Todo esto, pues, es español, y del más hondo, recio y castizo españolismo, del que está metido en el meollo de la raza.