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ArribaAbajoCapítulo IV

Fausto


De igual modo que en el arte clásico predomina la forma sobre la idea, en el romanticismo el pensamiento adquiere sobrenatural realce. Esta propensión a lo interno y psicológico encontró en el retorno a la Edad Media, tan dada a la teología, a la metafísica y a la magia, un clima favorable para su próspero desenvolvimiento. El doctor Fausto es exhumado de entre los escombros del Renacimiento. Su origen es mucho más remoto. Trátase de un legendario personaje medieval cuya afinidad con San Cipriano, mártir, con el monje Teófilo, del poeta Berceo y la monja Roswitha, de Gandershein, y con fray Gil de Santarem, de fray Luis de Sousa, sería fácil probar.

Fausto es un mago, brujo o alquimista. Hoy en que la ciencia se ha dignificado tanto, sería un sabio. Pero su sabiduría no es infusa y providencial. La ha logrado después de muchas horas de estudio, de reflexión sobre las cosas. Su vida ha sido un calvario. Siempre entre libros y mamotretos descoloridos y polvorientos; entre fórmulas, drogas, retortas y matraces. Sin embargo, de la piquera de sus alambiques no ha salido la substancia maravillosa que pueda rejuvenecernos, como la fuente de Juvencio al que bebía de sus cristalinas aguas. Todos los estudios y experiencias de Fausto se han estrellado contra la escollera inconmovible de este enigma. De no terciar en la disputa el mismísimo Mefistófeles, el legendario doctor no habría conseguido remozarse y embellecerse. Porque este viejo de luenga barba y encrespados cabellos, que muestra en sus ojos cierta fatiga y desaliento, a cambio de la perdición de su alma torna a ser joven, apuesto y hermoso, y con estas armas terribles se lanza a la conquista y posesión de Margarita, tras de herirla de incurable amor.

Pero Fausto no es el mismo siempre. El Fausto del Renacimiento no ofrece la misma faz, el mismo contenido psicológico que el del siglo XIX. El Fausto de Marlowe no es una entelequia, mejor o peor humanada, sino un brujo de carne y hueso, egoísta y sensual, ahíto de pasiones inconfesables, que entre la piedra filosofal y una mujer cualquiera, optaría por la mujer. Cada época imprime su peculiar carácter a sus concepciones artísticas. El Renacimiento es más sensualista que filosófico. Imitar la naturaleza es la forma primordial del arte clásico. Idealizar la vida hasta el punto de hacer de ella una abstracción, un símbolo inaprehensible, es la teoría estética del romanticismo.

Los grandes movimientos literarios producen, por lo general, un héroe de proporciones descomunales, ya en lo que respecta a su exterioridad, ya si se le mira por dentro. Toda la savia espiritual de un pueblo discurre a torrentes por él. Don Juan nos mostrará el genio indómito y tornadizo de nuestra raza. Su inquietud andariega, su fanfarronería, la voluptuosidad de poseer, sin detenerse más que lo necesario a gustar el sabor íntimo de las cosas, son cualidades eminentemente españolas. Las creaciones artísticas más notables, tienen en su fisonomía los rasgos típicos, profundos, invariables que se dan por separado en los demás. El mérito transcendental de Don Quijote consiste en haber resumido en si las condiciones y modalidades preferentes de nuestro pueblo. De aquí lo desmesurado del personaje, las enseñanzas que se obtienen de sus actos famosos, y la porfía de los críticos que descubren en él, cada día, un aspecto, un matiz absolutamente inédito o contradictorio con relación a otras singularidades ya advertidas. La misma complejidad moral del héroe literario motiva esta interesante colisión de apreciaciones y atisbos.

Al lado de estos héroes de significación transcendental o simbólica, hay otros no de menos valor y cuyo destino es tan sólo estético, bien sean debidos a la inspiración colectiva y anónima de un pueblo, como el Cid, ya provengan de la imitación clásica, como la Celestina. Con trascendencia filosófica o sin ella, representan en su robusta individualidad literaria el ápice del genio artístico de cada nación. El Renacimiento español, embebido en las maneras humanísticas, nos presenta a la Celestina. Los clásicos franceses del XVI a Gargantúa. De igual modo, el romanticismo alemán nos dió a Fausto.

No siempre es posible conocer el origen de estos personajes grandiosos y localizarlos en el arte. Por lo general, las figuras inmortales de la literatura tienen un valor universal que traspasa los linderos fatales del espacio y del tiempo. ¿Quién podría decirnos cuándo aparece el mito de Don Juan? Habrá quien se remonte a la edad heroica en que dioses y mortales están unidos en sus empresas y aventuras, y señale en Zeus el germen del conquistador. Es decir, que el ser inconcreto y difuso de un gran personaje literario, se encuentra en cualquier sitio y época, si bien su precisión y madurez corresponden a un lugar y un momento determinados. Cuando nace el genio capaz de darle forma, el presunto héroe abandona su expresión vaga e indistinta y adopta una fisonomía perdurable.

Goethe

Goethe

Contribuye a esta lenta elaboración del héroe el proceso ascensional de las características de la raza. Cada pueblo tiene su psicología propia y cuando sus rasgos más salientes coinciden con las condiciones morales del personaje, toma éste su forma definitiva. Así ocurre con Don Juan, que aparece realzado y sublimado por Tirso en el momento en que está tan visible el instinto hazañoso y galante de nuestros soldados, y en que la vida desgarrada y heroica de nuestro pueblo excita los apetitos eróticos. Los grandes tipos literarios responden, pues, a la virtud plasmante de la raza, cuyo ejecutor es el genio individual. Esta es también la génesis de Fausto. Las mismas dificultades surgirán al paso si pretendemos localizar al legendario doctor en el espacio y el tiempo. Aparece indistintamente en pueblos diversos; emigra de una literatura a otra, revistiéndose de las formas propias de cada país y adoptando sus particularidades psicológicas más notables, pero alcanza su expresión definitiva cuando el ser moral del héroe encuentra, de una parte, clima más favorable, y de otra, la mano maestra que le perpetúe en bronce literario.

El Fausto, de Marlowe es el que corresponde al Renacimiento, como el de Berceo y Alfonso, el Sabio, rudimentario y tosco, a nuestras primeras tentativas poéticas. El de Marlowe es un hombre de verdad, influido por las pasiones y los vicios, y en cuya concepción artística tiene gran predicamento la vida tormentosa y sacrílega del autor. La trascendencia filosófica, el simbolismo sutil y quintaesenciado viene después. No es aquélla su hora. El arte se había humanizado en tales términos, que sólo procuraba impresionarnos con hechos reales, vigorosos y tajantes. La naturaleza en su forma más ruda y primitiva, sin alambicadas complicaciones, discurriendo por sus cauces normales, despeñándose como un torrente o remansada y tranquila.

Goethe aparece en una época absorbida por la especulación filosófica. Los grandes pensadores intentan coordinar las ciencias en un sistema adecuado, y explicarnos de este modo el sentido y alcance del universo. Todo tiende a ordenarse, a buscar el principio vital de las cosas. Abandonamos la realidad en que aparecen sumidas de ordinario las actividades subalternas del espíritu, porque nos apasiona el mundo ideal, lleno de bellos y tentadores problemas. El arte se espiritualiza, se empina, por decirlo así, sobre la naturaleza para abarcarla más fácilmente en una visión panorámica y penetrar, si es posible, sus arcanos. Goethe no es sólo un gran poeta, sino un hombre de ciencia, que comparte el tiempo entre experiencias y ensayos y gloriosas tentativas de un arte magistral y trascendente. Un hombre así no puede ver las cosas por su lado vulgar, ni ha de limitarse a embellecerlas. Buscará su porqué, las idealizará hasta hacer de ellas algo etéreo y extrahumano. Los abismos sin fondo del pensamiento metafísico le atraerán de modo irresistible. Es el poeta y el sabio en una misma pieza, que primero descubre al hombre como es en realidad y después lo deshumaniza hasta convertirlo en un símbolo o alegoría inaprehensible. Este Fausto mortal y eterno, de proporciones grandiosas y que, en virtud del poder teúrgico de que está investido, penetra en los senos de la naturaleza, ansioso de robarle sus secretos, y baja al infierno, como Orfeo, si bien con mejor suerte, o sube al Cielo con Margarita, su intercesora cerca de la Virgen María, es la creación más hermosa del romanticismo, y su ascendencia sobre otros poetas coetáneos de Goethe o posteriores a él, es por demás notoria.

¿Cómo no había de ejercer esta tiranía literaria personaje tan inmenso y vario? Fausto, además, corresponde a un romanticismo irreprochable por su técnica y concepción filosófica de la beldad. Romanticismo clásico, nacido de la unión de la fantasía y del entendimiento, inflamado por el verbo creador, pero sujeto a las leyes severas de la lógica. El arte que se apoya tan sólo en la imaginación, constituirá una manera del espíritu, pero no una plenitud. Goethe entendía que para realizar la belleza, único fin del arte, había que partir de la imitación como base, y de la fantasía como impulso y adorno. Del equilibrio y correspondencia de estos elementos, nacerá la belleza, que deja de ser o mejor dicho, no llega a ser, cuando nos servimos únicamente de la imitación o de la fantasía. Lo primero nos retrotrae al clasicismo, mas en seguida se ve lo que hay en él de servil y prosaico. Por ejemplo, nuestro siglo XVIII. Desemboca lo segundo en el caos; porque la imaginativa es una fuerza ciega, inconsciente, que proporciona al artista los materiales para edificar y requiere el auxilio precioso de la mente, la cual criba, recorta y ordena las cosas hasta hacer con ellas un todo perfecto.

Goethe es como un nuevo Atlante que sostuviera con sus hombros el mundo clásico y el romántico. Tan sólo en los artistas soberanos pueden abrazarse estas dos concepciones antitéticas de la belleza. Parecen caminos distintos que van a desembocar en lugares también diferentes. Sin embargo, a poco que nos detengamos a contemplar esas primeras figuras del arte literario, que se nos muestran en toda su agreste pujanza creadora -Shakespeare, Cervantes, Lope, Calderón- veremos que lo clásico y lo romántico andan en ellos tan fina y sutilmente ensamblados que sería difícil abstraer lo uno de lo otro hasta formar dos mundos aparte.

El mar es el mismo cuando ruge embravecido, con sus tempestuosas montañas de agua y su espuma hirviente, y cuando se dilata hasta el horizonte sensible, como una lisa superficie apenas turbada en su mortal sosiego. Tan sólo varia la manera de presentarse a nuestros ojos. La beldad en el arte es también la misma, ya se llegue a su realización por un camino u otro. Si en la contemplación de una obra artística se produce la emoción estética, que va apoderándose de nosotros hasta ganarnos por entero al éxtasis o rapto del espíritu, ¿quién se detiene a deslindar los campos de lo clásico y de lo romántico, para una vez apreciado el valor intrínseco de estos dos elementos atribuir a uno de ellos nada más la realización de lo bello? ¿No será mejor pensar que de la íntima, soterrada unión de ambos factores ha surgida la obra de arte? ¡Admirable superioridad del alma creadora, en la que pueden mezclarse lo apolíneo y lo dionisiaco, no como el mar cuando se deshace en bravatas de espuma o se muestra sosegado y quieto, mediante una sucesión de estados, sino con expresiva simultaneidad, hasta ser imposible determinar cuándo empieza y acaba cada uno de estos dos elementos estéticos: lo clásico y lo romántico!

En el fondo todo es lo mismo. ¿Hasta qué punto si no nos estaría permitido establecer una diferencia exacta, entre lo uno y lo otro? El arte es la manifestación sensible de las cosas, pero es necesario que bajo el revestimiento formal de cada una aliente una idea con vigoroso impulso. Goethe ante el problema insoluble que representa para el espíritu la diferenciación de ambas modalidades estéticas, afirma tan sólo que lo clásico es lo sano, y lo romántico lo enfermo76. Es decir, la madurez y plenitud de la forma y de su contenido fundamental, el equilibrio y ponderación de los elementos psicológicos y externos, y su buena disposición y orden para lograr el fin artístico, es lo clásico, en cambio, lo romántico será la desproporción de las partes, el impulso irreflexivo y potente de nuestro genio creador, desentendido, como consecuencia de su propia impetuosidad, de las normas inmutables del arte. El romanticismo consistirá, pues, en la fuerza ciega, destrabada de la fuerza inflexible, que adopta la expresión que le acomoda, sin que en la elaboración de la obra de arte tengan que pasar todos sus componentes por el tamiz de la conciencia estética.

Visto así el romanticismo, desde el ápice de lo trascendental y filósofico, es como una explosión súbita de la mente, y allí donde las leyes discursivas sean más liberales, se mostrarán más visibles las deformidades y los extravíos. Hay sin embargo un punto en que lo clásico y lo romántico se absorben mutuamente, con la atracción irresistible de las afinidades químicas o de los cuerpos celestes con relación a su centro. Este fenómeno tiene universal resonancia -Fausto, el Quijote, Hamlet, la Celestina- porque su realización material es la obra eterna, inconmovible, sobrenadando triunfalmente en el océano de los siglos.

Al auge de la crítica literaria obedece la porfía de estos dos conceptos. El mismo Goethe se sorprende en sus conversaciones con Eckermann de la trascendencia estrepitosa que lo clásico y lo romántico ha tenido en todas partes. Nietzsche para distinguirlos se valió de dos términos profundamente significativos. Lo clásico era lo apolíneo, y lo romántico lo dionisíaco77. La claridad de las formas, la armonía y sencillez de las ideas universales, el sentido jocundo y optimista de la naturaleza, era lo apolíneo. La sombría concepción de las cosas, el sentimiento melancólico y enfermizo de la vida, y sobre todo la penumbra vaga y temerosa en que se desenvuelven las actividades del espíritu cuando sufre de hurañía y aislamiento, era lo romántico.

Frente a este fastuoso panorama ideal cada país reaccionó de distinto modo78.