Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

En sus letrillas amatorias, entre bromas y veras, ya tierno, ya burlón, con dejo clásico o romántico, girará en torno de la mejor gala de Abril, de los ojos de su morena, de Laura tirando al blanco, de la niña enferma, del amor impaciente... Vena irrestañable, espita abierta por la que salen mezclados el buen vino generoso y el aloque más insípido e inofensivo. La musa se hace siempre burlona y cáustica, o al menos dicaz. Nada respeta. Tan pronto se encare con una figura, con una costumbre, con un sentimiento, advertirá su lado risible. Es un espíritu festivo y chancero. Sus armas más poderosas son éstas: las de la risa. ¿Qué alegría debió de producirle a las personas sensatas de aquel tiempo, que no entraron por la moda del romanticismo, en lo que tenía éste de afectado y extravagante, que hubiera un poeta como Bretón de los Herreros, tan lejos de caer en tales vicios! Es cierto que compuso el drama romántico Elena136 y los históricos Don Fernando, el Emplazado137 y Vellido Dolfos138. Pero éstos son como tres episodios o eventualidades en su vida literaria. Para un hombre de su talento, dichas tentativas no podían constituir ninguna dificultad. Y se puso a ello como se puso también a hacer poesías líricas. Mas las tres obras teatrales que acabamos de citar están al mismo nivel, poco más o menos, que la Bárbara Blomberg, de Escosura, o Don Fernando, el de Antequera, de Ventura de la Vega. Su ingenio era cómico; emparentado con el de Molière y con el de nuestro Moratín. Más suelto y humano que el de este último. La jovialidad y el desenfado le rebosan. Asiste al espectáculo de la vida sin que se le agriete el corazón, ni se le caiga el ánimo. Tiene siempre preparada la respuesta, tan pronto se le formula la pregunta. Y estas reacciones súbitas y felices denotan los quilates de su ingenio. Un día tornará a casa. En el piso de enfrente vive el doctor Mata. Está cansado éste de que aporreen constantemente su puerta y pregunten por Bretón.


En esta mi habitación
no vive ningún Bretón.



escribe en un cartelito que cuelga de la puerta. La réplica, graciosa y pungente como un dardo, no se hace esperar:


Hay en esta vecindad
cierto médico poeta
que al fin de cada receta
pone: Mata, y es verdad.



Manuel Bretón de los Herreros

Manuel Bretón de los Herreros

Si le miramos por este lado, no tiene par en aquellos días. Figurémonos con qué complacencia, con qué júbilo serán recibidas por el público de entonces sus comedias: A Madrid me vuelvo139, A la vejez viruelas140, Marcela141, Muérete y verás142. ¿Filosofías? Ninguna. ¿Tesis o asomo de ella? Tampoco. Una copia hecha con mucho garbo, de tipos y costumbres de aquel tiempo. Personajes que dialogan sencillamente; que se disparan cuchufletas e ingeniosidades; que ponen en solfa defectos, manías o exageraciones. La acción no puede ser más corriente, más natural. Un mismo asunto, como el de Marcela, por ejemplo, es reiteradamente explotado por Bretón143. En un autor tan fecundo como éste, pues para buscarle quien le supere en tal condición habrá que volver los ojos a algunos de nuestros clásicos del XVII144, no hay que atribuir las reincidencias en una misma fábula a falta de imaginación para inventar otras, sino más bien el prurito de probar una vez más que si no había para él dificultades rítmicas tampoco las tenía respecto de su propósito de hacer de un mismo tema varias comedias diferentes.

Nadie como Bretón de los Herreros se ha burlado tanto de la manía romántica. Ya hemos visto en capítulos anteriores los enemigos que tuvo esta escuela literaria. Los ingenios que se concitaron contra ella; las invectivas y las chanzas que se acarrearon sus excesos. Junto a los grandes poetas -que tampoco dejan de pagar su alcabala al mal gusto y a la afectación- hubo otros menos brillantes que en la imposibilidad de imitarles en lo bueno de sus obras, remedáronles en sus defectos. Y contra esta turba de mediocridades que giraban en torno del ataúd, de la sepultura, de los gusanos, de los cirios y de los cipreses, lanzó el autor de Todo es farsa en este mundo sus agudezas y sus chistes.

Pesaba más en su conciencia estética Molière, y Alarcón, y Moratín, que Delavigne y Víctor Hugo. Lo falso y estrepitoso del romanticismo nada tenían que ver con él. Asistía a las tertulias de escritores y artistas en que se alardeaba de tales doctrinas. Pero como Mesonero Romanos, Ventura de la Vega, Estébanez Calderón y tantos otros autores de aquellos días, apenas si se contaminó. Su contribución a este credo literario ya hemos notado lo escasa que fue. Tan anacrónicos y desusados respecto de la verdadera naturaleza de su ingenio resultaron sus dramas históricos y su Elena -su aportación al romanticismo más caracterizada- que su incursión con Mérope en el campo de la tragedia.

A genialidades de su numen hay que atribuir estos empeños. Tales desviaciones suelen ser muy frecuentes en la literatura. El duque de Rivas, después del Don Álvaro compuso Solaces de un prisionero, La morisca de Alajuar y El crisol de la lealtad, que es como un retorno al siglo XVII, y Martínez de la Rosa incrustó en su cronología literaria el Edipo entre La conjuración de Venecia y Aben-Humeya.

Meted en un duelo a un hombre chancero y festivo y estará tan a disgusto que no verá el momento de salir de allí. Igual de cohibida y contrariada estuvo la musa de Bretón al andar metida entre los románticos. Mas tan pronto les abandonó tornóse alegre y dicharachera. Púsose con sus mejores ocurrencias en los labios de Marcela, don Pablo, Don Joaquín, Tomasa, Don Elías. Les hizo moverse desembarazadamente por la escena. Les trabó en deliciosos diálogos que aprisionaban la curiosidad de los espectadores. No había que hacer esfuerzo alguno para compenetrarse con tales tipos. Eran los mismos que andaban por las calles de Madrid. Vivían en la de Postas, o en la de Fuencarral, o en la Caba Baja, o en la de Santa Clara, donde también vivió Larra. Se paseaban en el Salón del Prado. Hacían con que hacían en las covachuelas ministeriales. Oían misa en San Ginés. Asistían a las fiestas del Liceo y leían La Abeja y El Guirigay.

Son seres vivos. Si alguna vez muestran afectación o extravagancia, es para que el público se ría de ellas. Toman la existencia un poco a fiesta y tararira. Se ríen y se burlan de todo: del amor, de la vanidad, de la ambición. Lanzan saetas contra la política y quienes la sirven. Sacan a relucir, para ponerlos en la picota de la sátira o del ridículo, las flaquezas y las picardías de los demás.

No restalla el látigo flagelador en estas obras bretonianas con ese sentido hondo y lacerante que Molière encerró en sus comedias. Pero la vis cómica, el felicísimo ingenio chorreando siempre, la naturalidad con que se desenvuelve la fábula, eran títulos bastantes para mantener tensa la atención del público y para que incluso los doctos no se sintieran acuciados por el recuerdo del gran poeta cómico francés.

La escena se llenó de objetos familiares; de muebles y vestiduras envueltos en una tibia atmósfera hogareña. El costurero, el tocador, las cortinas de indiana, el piano, la chimenea francesa, el biombo, la copa de latón con lumbre, la cama de tijera. Una escribanía, un velador, una jaula con un mirlo dentro, una vela sobre una mesilla, una pecera, un saco de noche, una paletina de pieles o un chal.

Ajuar más modesto que lujoso, porque Bretón no fue el poeta cómico de Palacio o de la aristocracia, sino de la clase media, como más tarde fue Galdós su novelista.

Los personajes no se llevan ya a los labios la copa con veneno. Toman chocolate pacíficamente. Tampoco se apostrofan iracundos; optan por la burla o el epigrama. La mentalidad de tales sujetos es también de un nivel medio. Ideas corrientes y llanas. Más ingenio natural que ilustración; más gramática parda que buen discernimiento. Alguna que otra profesión liberal; empleados, militares, comerciantes. Poco hay que bucear en estas almas de sencilla psicología. Si entonces había complejos, que no dudamos, tan ocultos estaban que nadie los descubrió. Y menos podía dar con ellos un poeta festivo como Bretón que se contentaba con mirar el sobrehaz de las cosas.

La sencillez de la acción escénica ha sustituido a toda complicación o enredo de folletín. Unos parecidos dan ocasión a más de un quid pro quo. Cierto libertino enamoradizo y cáustico, en quien se ha querido ver la contrafigura de Larra, se crea una situación difícil y abandona Madrid. La creencia de que ha muerto Don Pablo es causa de graciosos trances, de los cuales se puede obtener esta filosofía:


Para aprender a vivir...
No hay cosa como morir



Una marisabidilla empedrará su conversación de latinajos, como el famoso personaje de Walter Scott, y un poetastro pueblerino dará quince y raya a Góngora, al Góngora de las Soledades y el Polifemo. Y la viudita joven que rechaza el ofrecimiento matrimonial de tres pretendientes y aquel sin par Don Celedonio que cae en la terrible manía de hospedar en su casa a todo bicho viviente.

Colección de tipos cómicos sin trasfondo alguno. Las pretensiones de Bretón fueron más bien modestas. No trató de forjar caracteres vigorosos que simbolizasen un vicio, una pasión, como hizo Molière. Vió tan sólo la expresión sencilla y externa de la vida; lo superficial y anecdótico. Devaneos amorosos, equívocos, intrigas, enredos familiares. Su sátira no es agria e hiriente. Cuando se burla de la manía romántica, de las modas, de las costumbres, lo hace sin acrimonia. Prefiere la risa alegre y franca, al sonreír solapado y pretencioso. Si ejerce algún magisterio a través de la escena, es el que resulta de verdades sencillamente expuestas. Copia el mundo en que vive, y se lo pone delante de los ojos al lector o al oyente, que se ve retratado en el trasunto y se ríe de sus hábitos y de sus propios defectos. La filosófica amargura del escepticismo, el descontento, el hastío, tan prodigados en la literatura romántica, no asoman aquí su faz. La musa de Bretón desciende de aquellos poetas clásicos, como Juan Ruiz, Quevedo, Baltasar de Alcázar, Tirso, Quiñones de Benavente, que ningún tributo rindieron a la incredulidad, ni al tedio. Mientras los franceses de las postrimerías del medioevo mostraban ya en sus versos la tristeza y el desaliento, Juan Ruiz se burlaba de todo, y cuando Montaigne paseaba su escepticismo por Europa, San Juan de la Cruz se abismaba en los senos insondables del amor de Dios. Quiere esto decir, que el alma de nuestros poetas, sólo cediendo a modas extrañas, se inficionó de melancolía y pesimismo, de duda y desesperación.

Como Molière en medio de los pseudoclásicos franceses, se alzó Bretón entre nuestros románticos. Ni aquél cayó en la estrechez de los preceptos, ni éste en la omnímoda libertad romántica. El espíritu burlón y festivo fue la nota predominante de su obra, por no decir la única, ya que tuvo varios efugios respecto de la escuela opuesta. Abominó de todo artificio y de toda extravagancia. Los romances y redondillas en que compuso sus comedias fluyen con sin igual naturalidad. Ni una sola vez acude torpe y premiosa su inspiración. El verso surge espontáneo y suelto. Pulcro y castizo es el lenguaje, que se ciñe a las ideas y a los afectos como el vestido al cuerpo humano. Las ocurrencias, las agudezas, las ingeniosidades esmaltan el diálogo y hacen más atrayente el desarrollo de la acción dramática. No creemos que sean hoy representables estas obras, dado lo distante que está su contenido de las formas que al presente adopta la vida. El tiempo no pasa en balde y todo lo cambia o transforma. Pero cualquiera persona de buen gusto, que sepa por otra parte remitir su espíritu a la época en que tales comedias fueron escritas, disfrutará leyéndolas.

Juzgar a D. Ramón de Campoamor145 con el criterio de un lector de Mallarmé o de Valèry, sería un desatino. Pocos poetas habrá que juzgados con el criterio de cada tiempo salgan indemnes de la prueba. Las obras tienen generalmente la medida de su época. Cuando un autor consigue superar esa medida, nada ha de temer de los juicios que inspire a los críticos venideros. Y aún así y todo, si queremos valorar con la mayor precisión posible sus títulos, lo mejor que podemos hacer es retrotraernos a sus días y con la medida de éstos estimar en cuánto se rebasó.

Campoamor ha sido ensalzado y vituperado. Unos y otros, los que le elogiaron y los que le menospreciaron, cayeron en la hipérbole. Pero es indudable que si citáramos al público a esta disconforme asamblea de panegiristas y censores, nos diría que ha disfrutado y disfruta leyendo las poesías de Campoamor. Y no desdeñemos nunca el dictamen popular, que tiene siempre algo de intuitivo, de inspiración inconsciente o semidivina.

Llegó a la literatura el autor de los Pequeños poemas cuando el romanticismo estaba en todo su apogeo. Las Musas, que es el primer libro de versos de Campoamor, aparecen en 1837. Tras este ensayo lírico de escasísimo mérito, pues como obra juvenil tiene todos los defectos y vacilaciones de la iniciación literaria, salieron a la luz Ternezas y flores (1840). No es posible prever con estos balbuceos líricos a la vista, al poeta de las Doloras y de los Pequeños poemas. Campoamor, que se había atiborrado de lectura y que asistía, según nos cuentan sus biógrafos, a las reuniones del Liceo, en las que dió a conocer algunas poesías suyas, ofrece en estos días, naturalmente, los caracteres románticos. Ya el título de su segundo libro de versos es a este respecto muy significativo. Pero a esta edad nada hay firme y seguro. Campoamor tiene veintitrés años. Cuando las puras esencias del pensamiento y del corazón pueden manifestarse, si no en plenitud, con trazos ya más recios y permanentes, el romanticismo español, que había venido muy retrasado con relación a igual movimiento en Europa, empieza a mostrar síntomas de fatiga y entra poco después en franca declinación.

La literatura giró hacia lo real e inmediato. ¿Y qué es lo real e inmediato? La vida que nos rodea; el hombre con toda su impedimenta moral y sumido en el medio o elemento en que se desenvuelve su existencia. Que está delante de nosotros y que se nos mete por los ojos y por los oídos. Nuestro coetáneo, no el héroe de las Cruzadas o el monje del siglo XII o del XIII.

Hacia este mundo tangible, para el que no hace falta la segunda vista, respecto del cual la imaginación no tiene que realizar ningún esfuerzo reconstructivo, dirigióse Campoamor. Su cerril independencia y su amor a la verdad y a la sencillez, le apartan de lo que queda del romanticismo. Aspira a una expresión directa del arte. Abomina de todo barroquismo conceptual o formal. Esta tentativa suya de darnos una verdad estética lo más desnuda posible, fue la causa de sus prosaísmos, porque no siempre acertó al construir el molde en que vaciar sus pensamientos y sus afectos. Tal género de poesía, como el desnudo en el arte, está lleno de dificultades. Cuantos menos sean nuestros recursos, menos asequible se nos mostrará la belleza, El artista que con los elementos más simples consigue su objeto, ya puede estar orgulloso de sí mismo.

Se ha considerado a Campoamor como poeta filósofo. Quitad de la mente el recuerdo de cuantos libros publicó relacionados con la filosofía146, y ateneros tan sólo a sus obras poéticas, y veréis qué poco juiciosa es aquella consideración. Su filosofía en prosa, si así puede llamársela, es un pisto o botiborrillo de ideas no siempre conciliables entre sí. ¡Cómo se burló Valera con su fino gracejo de las metafisiquerías de Campoamor! Remitimos a los lectores a aquellas páginas llenas de buen sentido y de garabato, de socarronería andaluza147. Poco sitio por no decir ninguno habrán dedicado los historiadores que haya tenido la filosofía, de Campoamor acá, a las especulaciones de este autor. Todo su escepticismo consistió en creer que no había metafísica buena. Raro escepticismo que en vez de dudar o negar, afirma. Y como no existía sistema alguno aceptable rióse de la filosofía, a cuyo efecto fue encerrando en verdaderos comprimidos líricos los juicios que le merecían las ideas de los demás. Pero este hecho no puede servir de base para formular el dictado de poeta filósofo. De ser así encontraríamos a montones a tales poetas. ¿Quién no ha incluído en el repertorio de sus ideas, ya a sabiendas de que lo hacía, ya de un modo inconsciente, algún pensamiento o doctrina de este o aquel filósofo? Casi todas las poesías de fray Luis de León tienen por fundamento metafísico las ideas neoplatónicas. A Leopardi no sería difícil entroncarle con la filosofía del pesimismo. Aunque la poesía sea un mundo aparte, con sus fronteras, y sus códigos y su función específica y trascendental, cual es la realización de la belleza, no es cuerpo opaco impenetrable a la luz, ni vasija sin poros. Pero cuando trasciende a este mundo aparte, de otros inmediatos o lejanos, se transforma y convierte en sustancia lírica. ¡Pobre bagaje o hatillo aquél que procedente de otros mundos, al pasar al de la poesía sigue llevando el mismo rótulo o etiqueta! Si merced a la alquimia de la poesía verdadera no se ha producido este maravilloso fenómeno de transustanciación, ya podemos afirmar rotundamente que allí habrá filosofía o teología, o lo que sea, según el elemento transmigrado de un mundo a otro, pero no poesía. Y esto ocurrió a Campoamor. Impotente para transformar en el gabinete fáustico de su alma en metales preciosos los minerales arrancados de acá y de allá, compuso unos versos que contenían tales elementos: pensamientos, agudezas, ingeniosidades, ocurrencias, ironías, desengaños, pero que no habían sido fundidos previamente en la turquesa de la verdadera poesía lírica.

Sin embargo, no desdeñemos este caudal de ideas que bajo forma rítmica Campoamor ha hecho circular por sus libros. Si a este género de versos le faltó el grado de doctor, no se quedó en bachiller. Abundan entre sus doloras, humoradas y pequeños poemas, comprimidos líricos que ponen tensa nuestra atención, o que hieren profundamente las fibras del sentimiento. Son como relámpagos de inspiración; estallidos de la sensibilidad; agudezas de la mente discursiva. La forma es sencilla, directa, sin arrequive alguno. Muchas veces tan ligero vestido degenera en vulgares modos de expresión. Campoamor daba más importancia al fondo que a la forma. No quería reconocer esta gran verdad: que no hay poesía si la forma no es bella; que los pensamientos más hermosos y los afectos más caros del corazón, nada significan para la poesía si la forma que adoptan no es artística. Las máximas de Epicteto y los pensamientos de Marco Aurelio o de Pascal son bellísimos por su contenido, porque la prosa es menos exigente que el verso. En el arte, en cambio, la forma es esencial. De no ser así, los moralistas y los filósofos serían los mejores poetas, y si efectivamente cuanto piensan y escriben muchos de ellos es verdadera poesía, no lo es en lo que al arte se refiere.

Todos los críticos han afeado a Campoamor sus frecuentes prosaísmos, que no son otra cosa sino declinaciones momentáneas del gusto. Pero quien más concretamente señaló estos defectos fue Clarín, el cual le reprochó el cúmulo de consonantes vulgarísimos, las asonancias molestas, los giros prosaicos, los adverbiales y las oraciones de gerundio. La inobservancia de esa ley del verso, que prescribe que éste debe terminar con la palabra principal de la oración y no con las accesorias, y que las muchas oraciones de subjuntivo, las de gerundio y las demás subalternas de conjunción adverbial más dañan que benefician a la poesía148.

Estimamos un error al creer que ésta es como un país sin constitución alguna, en el que cada ciudadano puede hacer lo que le venga en gana. Los preceptos del arte no son caprichosas invenciones de cualquiera, sino que han sido deducidos de obras consideradas como maestras. No acentuar el verso endecasílabo en la sexta sílaba o en la cuarta y octava, es convertirlo en prosa. Meter asonancias en los versos impares de un romance es quitarle a la composición la limpia musicalidad que debe tener149. Escribir una poesía en verso libre o suelto sin evitar consonancias o asonancias próximas es lamentable torpeza. ¿Qué beneficios recibe el arte con tales descuidos? ¿Mejoran con estas prácticas, si se consideran como deliberadas, el ritmo, la música, la armonía, la elegancia del verso? Vengan en buenhora cuantas innovaciones constituyan un adelantamiento del arte, un progreso de sus formas expresivas. ¿Quién que esté en su sano juicio puede oponerse a tal cosa? Mas si dichas permisiones hacen desmerecer el verso en vez de valorizarlo, el proscribirlas será una acción a todas luces meritoria.

Ayes del alma y Fábulas morales y políticas aparecieron en 1842. El mayor contenido poético de los Ayes del alma con relación a los versos precedentes no exige que nos detengamos a considerarlo. Junto a poesías de circunstancias, como las odas a la reina Cristina, tenemos otras en las que la lira no sonó a requerimiento del acontecer coetáneo, sino de la libre inspiración, como por ejemplo, la fantasía El juicio final, en la que aún se notan los resabios románticos, y El alma en pena, cuyo asunto se reduce a la siguiente cuestión filosófico-religiosa: ¿obra la voluntad como reguladora de nuestros actos morales y físicos, por sí misma, o lo hace al dictado de una providencia superior? A lo largo de la obra de Campoamor advertiremos siempre esta preocupación trascendental. Las Fábulas responden a ese descorazonamiento escéptico que las múltiples enseñanzas de la vida producen en los ánimos mal preparados para recibirlas. Campoamor tenía cierta propensión volteriana, de la que nunca se curó, a pesar de sus protestas en contrario150, y de aquí que a través de estas poesías doctrinales se note tal inclinación escéptica, cuyo corolario es la mala intención.

En 1846 salen de molde sus Doloras151. Con este género de composiciones se inicia una nueva fase en la labor poética de Campoamor. Aquí es donde se muestra ya como un poeta independiente y cerril, que rompe cualquier vínculo que le atase aún con lo pasado, con el romanticismo crepuscular y caduco. Más tarde aparecerán El Drama Universal y El Licenciado Torralba152, Retorno a lo romántico, ya que El Drama Universal, por lo que tiene de caos en sus elementos constitutivos nos retrotrae al modo de componer de Víctor Hugo, respecto de sus poemas, y El Licenciado Torralba resucita la leyenda de Fausto. Pero estas obras no son las que mejor definen a Campoamor. Son las Doloras, los Pequeños poemas, y las Humoradas los rasgos esenciales de su fisonomía literaria. El escéptico, el humorista, el desengañado de todo, el que descubre el fondo de las almas, el que llora unas veces y ríe otras, el que se burla de tantas cosas graves que la generalidad de las personas cree a ojos cerrados, está entero aquí. La filosofía campoamoriana que no es sino la filosofía del pueblo, la que se esconde en tanto cantar español o aquella otra entretejida con pensamientos tomados de acá o de allá y acomodados después al pensar y al sentir del autor, sirve de fondo trascendental y simbólico a estas poesías. Y el humorismo entre bonachón y cáustico, dedada de miel con su poquito de veneno; y todo el fluir de una experiencia lograda en el trato con las gentes. Estos son los elementos intrínsecos de sus poemas y de sus comprimidos líricos. ¿Qué novedad hubo en tal género de poesía? No faltaron críticos que pusieran en duda la originalidad de don Ramón. Pueril entretenimiento el señalar antecedentes literarios. No hay un solo autor en el mundo que pueda enorgullecerse legítimamente de lo original de sus ideas. No es tan hondo y ancho el acervo de éstas, que permita constantemente el brindárselas nuevas y flamantes al mundo. Byron, y Heine, y Víctor Hugo también habían pensado y sentido como Campoamor. Nuestro dilectísimo don Juan Valera rompió lanzas en defensa de don Ramón, y al hacerlo trajo de nuevo a la memoria de los conspicuos o enseñó a los menos doctos, la lista de merodeadores de la propiedad intelectual.

D. Ramón del Campoamor

D. Ramón del Campoamor

[Págs. 160-161]

¿Qué es una dolora? No vamos a definir, que siempre es difícil, este género de poesía, ni a transcribir las distintas definiciones que de él corren por los libros. Optemos por enumerar sus rasgos esenciales, tanto en lo que respecta al fondo como a la forma, y que cada uno, en posesión de tales elementos, se formule a sí mismo el juicio correspondiente.

Una abuela reconviene a su nieta porque se ha enamorado de cierto galán. Pero la mocita encuentra bellas razones que oponer a la amarga experiencia de los años. Y como no logran entenderse acaban justificando sus respectivas posiciones, la vieja con la juventud de la niña, y la niña con la vejez de la abuela. Una penitente confiésase de sus pecados, que lo son de amor. El padre ante quien está arrodillada recrimínala con tierna gravedad. Y la joven que es reincidente de tal pecado y que no está muy segura de las fuerzas de su voluntad, redargúyele al confesor:


Que es inútil la más pura
contrición,
si abona nuestra ternura
flaquezas del corazón.



Se muere una bella jovencita y un clérigo, el doctor, los padres, un muchacho, un joven, una moza, una vieja, un filósofo y un poeta giran con su pensamiento o con su corazón en torno del triste suceso. Un cura escríbele a una mocita una carta para su novio, y como para un viejo una niña siempre tiene el pecho de cristal, va adivinándole los pensamientos. Mas como el señor cura se resista a poner en el papel algunos de ellos, a la mocita se le soltará la lengua en un fluir de sus sentimientos verdaderos. La reina de Suecia pone en un grave aprieto a su maestro Descartes. Juan que amó en vida a Luisa y Luis que en vida quiso a Juana, acaban amándose mutuamente y creyendo que en el cielo harán lo mismo Juan y Juana. Rosa, a los quince años, mira por el ojo de la llave; pero a los treinta cuida bien de cerrarlo. Pasa mucho tiempo y vuelven a encontrarse ella y él:


(-¡Santo Dios! ¿y éste es aquél?...)
(-¡Dios mío! ¿y ésta es aquélla?...)



Estos y otros análogos son los asuntos de estas composiciones.

Las doloras son poemas breves e incluso verdaderos comprimidos líricos. Vario el metro empleado; tercetos, redondillas, quintillas, serventesios, cuartetas, romance, soneto y otras combinaciones al arbitrio del poeta. La dicción clara y directa. Escasísimo el lenguaje tropológico. Frecuentes los prosaísmos y no siempre bien medidas las sílabas del verso.

Bueno o malo este género de poesía -junto a felicísimas ocurrencias líricas asoma la faz la prosa rimada- era una modalidad nueva que ningún parentesco tenía con el romanticismo. Cierto es que Heine ha escrito muchas composiciones breves como éstas. Pero ciego ha de estar quien no advierta la desemejanza. El poeta alemán fue esencialmente lírico, sin depresiones o altibajos. El nivel de su inspiración es siempre el mismo. Cuanto piensa y siente forma una pieza enteriza, sin que el pensamiento o el sentir discutan su hegemonía. Este es a nuestro entender el verdadero ideal de la poesía. No separemos, como sagazmente observó Goethe, cosas que están entrañablemente unidas en nosotros. Contra viento y marea, es decir, a pesar de sus ironías y de sus sarcasmos, Heine es de una lírica ternura. A través de sus versos va cantando el corazón la melodía de los afectos más puros. Tales sentimientos adoptan al exteriorizarse forma subjetiva, y aún cuando a veces se sirva el poeta de la acción o fábula para comunicárselos al lector, la nota esencial y característica suya es el modo directo que emplea para traducir las intimidades del corazón. La poesía, naturalmente, es más de la raíz del alma, de su hondón o penetral, cuanto menos necesita de intermediarios. Si el poeta pudiera mostrarnos sus sentimientos con sólo abrirnos de par en par las puertas del alcázar donde moran:


¡Ay, qué miedo me da de las palabras!
No hay nada comparable
ir al augusto silencio de dos almas.



habría conseguido realizar el mayor portento de cuantos cupiera imaginar, mas como esto no sólo no es fácil, sino que es imposible, habrá de acudir a los artificios que la técnica literaria pone a su disposición, y cuantos menos utilice y más directa e inmediata sea la manera de comunicarse con los lectores, más subido será el valor de su lírica. Esto lo han logrado contadísimos poetas. Quién más quién menos se ha apoyado en las muletas de la narración o de la acción dramática. Campoamor no sólo no renunció a tal ortopedia, sino que la empleó frecuentemente. Sus doloras, como sus pequeños poemas, que no son sino doloras más extensas, ofrecen como ningunas otras poesías, carácter escenificable. Entiéndasenos. No es que todas o la mayor parte sean representables, pues la acción es tan sencilla y requiere tan pocos intérpretes, que difícilmente sojuzgaría la atención del auditorio. Es que, como en el teatro, hay en ellas un asunto o fábula mediante el cual el poeta hace llegar al lector sus ideas y sus afectos. Lucía, Juan, Elena, Emilia, Rosaura, Blas, Andrés pueden atestiguar cuanto decimos.

Otra particularidad de las doloras, que les resta valor poético es la preconcebida idea del autor de adoctrinar, moralizar o... desmoralizar con ellas. Tal propósito convierte al arte, que es esencialmente un fin, en medio, haciéndole vehículo de las ideas del artista. El arte no debe tener otro objeto que el de realizar la belleza. Para enseñar están los maestros, y para moralizar los moralistas. No es nuestro criterio de todo punto intransigente respecto de esta cuestión. Reconocemos que hay obras de tesis tanto en el teatro como en la novela, de elevadísimo mérito. Mas tratándose del mundo de la poesía, que ya hemos dicho que es un mundo aparte, todo lo que trascienda a utilidad, a interés, es como aquella llaga que descubriese Lulio en el pecho de su amada Blanca de Castelo, que siendo lo único feo de toda su hermosura, destruye su hechizo o al menos lo malogra. ¿Y qué composición de Campoamor no encierra alguna enseñanza buena o pecaminosa? A través de sus versos alienta siempre el escéptico burlón que todo lo pone en cuarentena; el soñador que frustra sus propios sueños con alguna picante agudeza; el desengañado que descubre siempre junto a la flor el espino; el hombre de mundo que da forma rítmica a sus experiencias.

El público se encontró con este género de poesía nuevo para él, y quedó preso en sus redes. Las ediciones se multiplicaron y de seguro que no habría una sola mujer en aquellos días, que no se supiera de memoria alguna dolora, algún pequeño poema o alguna humorada. El agridulce sabor de esta fruta, les encantaba. La picardía, el humor o el desengaño que contenían tales composiciones excitaron la curiosidad femenina, y Campoamor fue durante mucho tiempo, entre ellas, el más leído y admirado de nuestros poetas.

Entre las Doloras y los Pequeños poemas vieron la luz Colón y El Drama Universal. Ya hemos observado anteriormente que ninguno de estos poemas contribuyen a delinear, con firme y peculiarísimo trazo, la figura literaria de Campoamor. Como más extensos permiten el uso de ciertos recursos retóricos que D. Ramón había desterrado de sus Doloras. Vano empeño querer escribir epopeyas o poemas épico-filosóficos en el siglo XIX. Primero porque había pasado ya el tiempo de poder componer una epopeya, y segundo porque caso de que pueda realizarse el propósito de encerrar la filosofía en un poema, se necesitarían más arrestos de los que tuvo Campoamor, Así Colón, pese a los elogios que promovió al aparecer, ningún atractivo nos ofrecerá aunque lo leamos con el criterio estético de un lector de la segunda mitad del siglo XIX. Con El Drama Universal resucita Campoamor el modo romántico. Muestra este poema el mismo desorden caótico de los adscritos a dicha escuela, pues con contadas excepciones y todas ellas extranacionales, tal género de poesía se distinguió por la falta de plan, la incoherencia de sus partes y el libérrimo juego de la imaginación.

Ya hemos advertido que entre las doloras y los pequeños poemas no hay una desemejanza esencial. Campoamor con la experiencia literaria de las doloras, emprende esta nueva tarea poética que sólo se distingue de la anterior en las dimensiones. Los Pequeños poemas son doloras más extensas. Una fábula o acción dramática que se desenvuelve con mayor amplitud, y como el marco es más grande, la pintura de los personajes que se mueven dentro de él, es más prolija, más numerosas las escenas a que dan lugar, más copiosos los sentimientos que expresa cada uno, más lento el acontecer y menos sobrios los recursos tropológicos, que propenden, como en El tren expreso, por ejemplo, a dar al poema un ornamento más rico y variado. Campoamor concede ahora mayor atención al escenario en que la acción se desarrolla. Su musa se hace pictórica y plástica. Aparece el paisaje, un poco vago e indistinto, pero descrito con trazos profundamente poéticos. Las imágenes y las comparaciones no sólo están en el poema, sino que se brindan al tacto. Campoamor que va siempre a lo suyo, que apenas cae en la cuenta de que existen estos medios auxiliares que, bien manejados, pueden contribuir tanto a hermosear una poesía, no los desdeña ahora. Recama el estilo y se sirve de representaciones y símiles. Sin perder la cabeza, naturalmente, sin echar la casa por la ventana; con la moderación de quien prefirió siempre el sayal de la forma sobria a todo atavío lujoso.

Lucía, Rosaura y Andrés son reemplazados por Teodora, Juan y Pablo, pero traen la misma carga lírica. Lloran, ríen, aman, sueñan, y aunque autónomos hasta cierto punto, con presencia corpórea en el poema, no ocultan del todo sus designios. Están allí para desenvolver por medio de sus actos una idea trascendental, una burla escéptica del destino, un desengaño del corazón.

Reiterémoslo. El lirismo de Campoamor no es directo y puro; ahilada saeta que va a clavarse en la sensibilidad de los demás. Es el lirismo de un sucedido, de una acción humana cargada de poesía. Don Ramón levantó un escenario en cada poema; creó unos personajes y les hizo representar a cada uno su papel. ¿No es raro que quien concebía la poesía lírica como un verdadero teatro fracasase en éste cuantas veces escribió para él?153.

Los Cantares y las Humoradas154 son cofrecillos, no siempre de oro, que contienen un pensamiento o un sentir. Campoamor dividió los cantares en amorosos, epigramáticos y filosófico-morales. Como válvulas de escape de sus ideas y sentimientos, estas coplas encierran ternuras, requiebros o lamentaciones, sutilezas como alfilerazos o desengañados pensamientos. ¡Con qué voluptuosidad de la mente o del corazón, cuando no de ambas cosas, debió componer los Cantares y las Humoradas! Cuantas veces se le ocurrieran estas concreciones de su alma pensante o sensitiva, no cejaría hasta darles forma155. Campoamor se encerraba frecuentemente en el claustro de sus ideas y sentimientos, como si la vida que cruzaba ante él le sedujera menos que su propia conciencia.

Las Humoradas, que algunas veces son simples pareados, se distinguen de los cantares en que tienen más intención y filosofía. Atraviésalas generalmente como la sombra de un desengaño, como un estar de vuelta de la vida. En las Doloras y en los Pequeños poemas desenvolvió una fábula hondamente sentimental o de cierta significación trascendente y simbólica. Aquí se limita a enunciar una idea o expresar un sentimiento sin pasar a desarrollarlo. Este verso lapidario exige, para mantener su jerarquía lírica y no convertirse en máxima o agudeza rimada, que los elementos escasísimos que lo integran sean de la mejor calidad posible; circunstancia que no siempre se dio en tales comprimidos.

Nada de lo que vino después influyó considerablemente en la fama literaria de Campoamor. Su Poética es de 1883. Doctrinal estético en el que don Ramón se desentiende de toda clásica autoridad y sostiene principios no siempre de buen gusto y acertada interpretación de lo bello, como cuando afirma rotundamente que toda poesía lírica debe ser un pequeño drama. ¿Qué drama hay en la Vida retirada o A Francisco Salinas de Fray Luis de León o en «¡Oh libertad preciosa!» de Lope de Vega?

El Licenciado Torralba es como un nuevo brote romántico. La leyenda de Fausto y quizá, quizá Don Félix de Montemar son los dos patrones que debió de tener Campoamor delante al escribir este poema. Y dados los caracteres predominantes de ambos modelos, de una parte, y de otra el desenfadado escepticismo, entre inconsciente y deliberado de don Ramón, no habrá de sorprendernos que el héroe del poema proclame así su pensamiento:


Y en conclusión, al ver que en la existencia
no hay cansancio peor que el de la ciencia,
con eterna sonrisa
supo llevar al aire desplegada
la bandera que ostenta la divisa
que dejó Sardanápalo grabada:
«Come bien, bebe más, goza de prisa,
porque eso es todo, y lo demás es nada».



Muerto Torralba de asco de la vida y de empacho filosófico, se le aparece por última vez Catalina. Mas el autor del poema, no muy seguro de que pueda salvarse el alma del licenciado, no se atreve a tener por cierta y sólo se la figura, la siguiente escena:


Y ¡oh, divina ilusión¡ Ya agonizante,
cree oír Torralba, en el postrer instante,
la voz de Catalina que le dice:
«¡Por aquí... por aquí... Sigue adelante,
que el cielo por mi mano te bendice!»



Campoamor como Zorrilla alcanzó las cumbres nevadas de la senectud. Tal longevidad hízole coetáneo de las distintas modas literarias que adoptó el espíritu creador del siglo XIX. Romántico a un principio no tardó mucho en abandonar esta escuela con la que pugnaba su carácter cerril. Fue, pues, un tránsfuga del movimiento que vamos estudiando a través de las presentes páginas. Lo que hubiera de sinceridad en sus ideas, es cuestión oscura y no resuelta. Quizá la corriente pesimista y escéptica que se atraviesa a lo largo de este siglo y que imprime actividad y dirección al ingenio fuese, más que un impulso nativo de su alma, la causa de su posición espiritual. Sus biógrafos y quienes con él convivieron muéstranle risueño y decidor. De su conversación Valera afirma que era alegre como unas sonajas156. Y cuando don Manuel de la Revilla hace su retrato, tampoco tiene la menor duda en proclamar que su boca no estaba plegada por «el amargo rictus del dolor, sino por la más bonachona de las sonrisas»157. Si el pesimismo y algunas veces la melancolía -esa dulce melancolía soterrada en el corazón de gallegos y astures- asoman la faz en las composiciones de este autor, así como el escepticismo su rostro entre amargo y burlón, bien pudiera ser un testimonio más de la servidumbre que muchos escritores de entonces rindieron a la filosofía de su tiempo. No nos interesa por ahora resolver este punto de sinceridad literaria158.

Bien hemos visto a través de las precedentes páginas como, aparte algunas apariciones esporádicas, que ya no responden a preconcebido propósito de escuela, sino a momentáneas exigencias del asunto elegido, el elemento fúnebre y sombrío desaparece de aquellos poemas de Campoamor que más le definen. Por eso le hemos considerado como un tránsfuga del romanticismo. Sus poesías ofrecerán elementos morales análogos a los que muestran las que le precedieron: el desengaño, el pesimismo, la incredulidad, mas tratados con otra alquimia literaria.

En cuanto al juicio definitivo que, como resumen de lo expuesto, nos merece Campoamor, estimamos que a pesar de los graves reparos que hemos formulado contra él, fue un poeta, y al proclamarlo así damos a esta palabra todo el alcance que tiene.

Por mucho que se afanen algunos críticos de hoy en menospreciarle, pierden el tiempo. Son juicios de escuela que carecen de toda objetividad critica.

No ha estado ésta conforme al juzgar a don Gabriel García Tassara159.

Mientras unos, como el padre Blanco García, le consideran romántico de los pies a la cabeza, otros, como el autor de Pepita Jiménez, estiman que tuvo tanto de romántico como de clásico. A nuestro juicio Tassara fue también un tránsfuga del romanticismo. El propio poeta andaluz lo declara así en el prefacio o introducción a sus Poesías: «De estas dos tendencias -la esencialmente romántica y la que aún procediendo del romanticismo tiende hacia el renacimiento clásico- cada una de las cuales ha tenido en España más de un ilustre representante, el autor siguió por instinto la última, y, prescindiendo de toda consideración puramente literaria, no ha sido de los que menos han participado de ese espíritu de invasión intelectual que la caracteriza y que tanto ha contribuido a la anarquización moral de la Europa»160.

García Tassara nace en Sevilla el día 19 de julio de 1817. Cuando el romanticismo español está en todo su apogeo, el futuro autor del Himno al Mesías cuenta unos veinte años. Lejos de ofrecer a esta edad una fisonomía moral perfectamente delineada, puede en cambio ser todo él materia muy moldeable respecto de las grandes influencias coetáneas. Por otra parte lleva en las venas la sangre andaluza que tan ardientemente se manifiesta en los poetas de esta región. Es decir, la fantasía y la opulencia de la forma.

En los oídos de Tassara suenan los arrebatos líricos de Espronceda y la grata música de los romances de Rivas y de Zorrilla. Asiste a las representaciones clamorosas de Don Álvaro y de El Trovador, que han pasado, naturalmente, del ámbito cortesano al provincial. Cuando llega a Madrid en 1839 el grande incendio de la nueva escuela aún perdura y caldea los ánimos. ¿Quién se sustrae, pues, a este ascendiente tan poderoso? Tassara entra en buena amistad con escritores y políticos, de los que recibe ayuda para triunfar en sus pretensiones. La política y el periodismo han sido siempre excelentes plataformas, mucho más en aquellos días en que no había otras actividades relevantes desde las que atraer la atención de los demás.

Encargado de representarnos en Washington, tiene ocasión de desentenderse de la influencia inmediata y activa del romanticismo español. Ya no está sumido en la atmósfera moral de las tertulias literarias de Madrid; de las redacciones de los periódicos; del Ateneo y del Liceo. La flamante escuela se había distinguido entre nosotros por su propensión a lo tradicional, a la vida pasada, cuya idealización se pretende. Las leyendas, el acontecer histórico de la Edad Media, el espíritu caballeresco. Todo esto tiene un sabor popular y religioso. Pero el romanticismo, especialmente fuera de España, no sólo se alimenta de lo teocrático y feudal. La visión de los poetas forasteros y singularmente de los franceses e italianos, se extiende a otras zonas de la actividad social. Europa sufre fuertes conmociones políticas. El fracaso de la herencia revolucionaria, el desplome del espíritu, incapaz ya de soportar durante más tiempo los duros golpes de la filosofía materialista, que más socava que construye produce dos fenómenos al parecer contrarios, pero que en realidad están soterráneamente unidos. Profundo descontento de los pueblos respecto de su propia expresión social: de sus ideas políticas, de sus regímenes, de su falta de ideal religioso, de su ética, y naturalmente, el deseo de regeneración. Aunque no fuese éste el propósito primordial de la poesía romántica de más allá de nuestras fronteras, es indudable que algunos líricos como Leopardi y Manzoni, por ejemplo, habían cantado nuevos ideales políticos. No era ajena la poesía, por consiguiente, a este objeto. Es muy difícil que el alma de un poeta se muestre insensible respecto de cuanto le rodea, porque la visión de lo pasado llene todo el área de su facultad creadora.

García Tassara no abomina del romanticismo porque de él nutrióse principalmente su pensamiento y su corazón. Pero se siente atraído por otros fines. Hay una cuerda más en la lira: lo que pudiéramos llamar poesía político-social. Don Pedro I, de Castilla, el rey Monje, el conde de Benavente, son sustituidos por Napoleón y por Mirabeau. Las justas, la magia, los embelecos, la milagrería, los envenenamientos, los claustros, las sepulturas, ceden el sitio a la filosofía de la historia y a las profecías. El poeta sevillano clama contra todo. Apostrofa y condena. Se revuelve airado contra la sociedad de su tiempo; le dispara como un Júpiter tonante el rayo destructor. Ha perdido la esperanza de toda palingenesia social. Niega unas veces, afirma otras. El espectáculo que contempla en torno suyo le arrastra al pesimismo. Es un alma delirante, consumida por el fuego de su propia desesperación.

Este género de poesía es más cerebral que afectivo. Entendámonos. Es pasional en cuanto a la forma que adopta al expresarse, pero eminentemente cerebral por cuanto son las ideas las que mueven y gobiernan al sentimiento. Poesía de la historia, del acontecer social, de los grandes sucesos que clavan su zarpa en la atención de todos. Poesía que sólo roza la superficie del alma. De ella tenemos abundantísimos testimonios. Gira en tomo de los grandes soldados cuyos hechos de armas están vivos aún en la memoria de las gentes; de los tribunos que han movido a los pueblos para que se den un nuevo régimen jurídico; de las hondas conmociones sociales, ya pone un crespón negro a la lira y la hace gemir y lamentarse de todo cuanto existe; ya la baña de una luz alegre y optimista, de fe en lo porvenir. Porque Tassar a lo mismo cree que duda; tan pronto anuncia la destrucción del mundo, como se las promete muy felices respecto de la salvación del género humano.

Estas alternativas del pensamiento son propias de la inseguridad social, de la inestabilidad de las ideas políticas. La filosofía tampoco logra la menor permanencia a través de sus sistemas, y las sombras del pesimismo y de la incredulidad que tanto entenebrecieron la mente y el corazón de los poetas románticos, todavía andan por el espíritu de Tassara, como apretados flecos ideales que impidiesen el paso a esa luz nativa, pura y radiante que ha puesto Dios en nuestras almas.

Versos hay compuestos por él que firmaría de seguro el más furibundo romántico:


... Retumba, ¡oh trueno!
Y anuncia ya mi hora...
Ven, rayo, ven... Ahora
Que entre tumbas estoy... ¿Cuándo más lleno
De la sublime idea
De eternidad, de muerte?
Mi sien el aire de la tumba orea,
Un túmulo es mi asiento;
La niebla de la noche
Entre la hueca calavera humana,
Y silba en ella pavoroso el viento.161



No es menos romántica la que lleva por título La fiebre, en la que mientras el mundo despierta al placer y a la alegría, él, Tassara, despierta al dolor y a la agonía:


que mi existencia atormentando está.



Y como estas composiciones teñidas de sombríos tonos, por las que cruzan ráfagas de dolor y desesperación, encontraremos unas cuantas en el libro ya citado.

Quien influyó más sobre Tassara, no con influencia literaria sino ideológica, fue Donoso Cortés; otra alma exaltada y delirante. No se le nombra, pero se alude a él en la introducción de las Poesías162. Tassara mantenía correspondencia con Donoso, por quien sentía viva admiración. Era hombre de ideas conservadorass, y miraba con malos ojos toda aquella alquimia intelectual de su tiempo, encaminada a la destrucción de las sociedades. El ejemplo bien patente de lo ocurrido en días no muy lejanos a los suyos o de lo que estaba ocurriendo en éstos, lo instigaba a seguir el camino que recorrió al componer sus versos. Aunque haya tratado también otros temas; el amor en A Justa, el ramo de flores, Monotonía, A Elvira; el religioso en «Yo te adoro, gran Dios. El alma mía»... Las Cruzadas, Canto bíblico; el de la naturaleza En el campo y La tempestad, y el filosófico y el histórico; y haya escrito versos satíricos como sus Epístolas, El Oso y Clasicismo y romanticismo, y joco-serios como Don Quijote, la musa que más corajudamente alentó en Tassara fue la político-social. Cuando se eleva a la consideración de estos asuntos, y ve con negros colores el estado de la sociedad en que vive, y enumera con apasionado lirismo los trastornos que sufren los pueblos a causa de los regímenes en que se desenvuelven, y señala como triaca de este veneno el retorno a Dios. Esta es, sin duda alguna, la cuerda que mejor sonó de su lira. Aquí es donde fulge el verso con cegadora luz. La imaginación se le enciende como una lámpara maravillosa a cuya claridad fuésemos viendo el mundo entero. Los héroes, los tiranos, los políticos; los sistemas de gobierno o al menos sus efectos sociales; las ideas filosóficas; las guerras, las revoluciones, el sentimiento religioso, el escepticismo, la perversión moral. Se amontonan las imágenes; el lenguaje tropológico da de sí en toda su elasticidad. Surge el verso sonoro y elocuente y se despeña como una catarata.

Pero este romanticismo de Tassara que está ya en Leopardi, Víctor Hugo, Lamartine, Chateaubriand y Monti, no es nuestro romanticismo de 1830 en adelante. A pesar del desorden lírico, de la pasión, del entusiasmo que brilla en las poesías de este vate andaluz, -que tiene naturalmente todas las cualidades de las escuelas sevillanas- hay en ellas una indudable propensión a lo clásico. La majestad y rotundidad del verso recuerda a Quintana, Lista y Gallego. La preferencia por las octavas reales, la lira, los tercetos y serventesios, la silva y el soneto, es un botón más de muestra. Las traducciones de Virgilio y Horacio, las citas mitológicas, las epístolas, los apóstrofes e invocaciones, las anáforas, son otros tantos testimonios. Es un poeta lleno de resabios románticos, que tiende a emanciparse de ellos, y que no logra del todo porque el caudal de sus ideas y la fuerte pasión que le enardece, no caben dentro de las severas formas del ideal clásico.

Tassara no podía echar por la borda este bagaje que el romanticismo había puesto en sus manos, ni apagar o reducir siquiera el incendio de su corazón. Esto último era cosa más difícil porque formaba parte de su propia naturaleza; no se trataba, pues, de algo adquirido o pegadizo, sino consustancial a él. Pero a pesar de todo este caudal imposible de meter, sin que se desbordase, en la vasija del clasicismo, Tassara se sentía ya requerido por otros ideales más sosegados y puros.

Con el Himno al Mesías quedan canceladas sus dudas. Es una composición bellísima por su contenido y por su forma. Canta el poeta a Jesús y pídele que vuelva a bajar a la tierra.


Baja, ¡oh Señor! no en vano
siglos y siglos vuelan;
los siglos nos revelan
con misteriosa luz
el infinito arcano
y la virtud que encierra,
trono de cielo y tierra
tu sacrosanta cruz.



Nada sobra en esta poesía. Las galas de que se visten las ideas y sentimientos del poeta, son sencillas y sobrias: La espada hiere cuando está desnuda, no cuando permanece en la vaina. Por eso los pensamientos y los afectos cuanto más desnudos, más penetrarán en nosotros. Y esto ocurre con el Himno al Mesías, a través de cuyos versos se pinta el desolado panorama moral del mundo, el eclipse del sol en las almas, las vacilaciones de la fe, los días de luto, de agonía y de muerte porque pasa la ciega humanidad. Tan triste y desconsoladora visión de la tierra hace prorrumpir a Tassara en ayes de angustia y de dolor, para rematar el himno con este grito de esperanza:


¡ya nacerás, luz nueva
de la futura edad!
Ya luciréis, ¡negros vestigios
de los antiguos días!
Ya volverás, ¡Mesías!
en gloria y majestad.



Pasar de los versos de Tassara a los de don Antonio de Trueba163 es lo mismo que abandonar un mar turbulento para acogerse al dulce sosiego de una bahía. Tal es el contraste que existe entre los arrebatos líricos del uno y la apacible inspiración del otro. La sonoridad de las poesías de Tassara diríamos que nos atruena y ensordece. El sencillo y reposado fluir de los romances y seguidillas de Trueba hiere blandamente nuestro corazón. Reconocemos toda la distancia que les separa, pero en vez de lamentarlo sentimos una, si se quiere, inexplicable complacencia. En nuestros románticos hay mucha bambolla lírica, mucha falta de sinceridad. Bajo la ampulosidad de sus versos no abundan ciertamente los sentimientos verdaderos. Todo es exagerado, grandilocuente. De aquí el gusto con que nos acercamos a Bécquer y a Rosalía de Castro. Y por eso mismo no nos desagrada trocar la impetuosa musa del autor de Invocación y El crepúsculo por la de El libro de los cantares. Aquí las cosas pasan sencillamente, como canta un pajarillo en la rama de un árbol o mana el agua en un hontanar. El verso surge de las manos del poeta con una naturalidad seductora. Debajo de esta dicción tan pura y sencilla hay unos afectos llenos de ternura o una intención picaresca. Parece como si el autor de estos cantares hubiese ido eligiendo las palabras más desprovistas de todo aparato retórico. Mas el elegir ya supondría esfuerzo, deliberado propósito, y en las composiciones de Trueba la espontaneidad es la nota característica.

Como en las poesías de Campoamor aquí también ocurren cosas tristes o alegres, ingenuas o picantes. La mocita de aldea que desoye el prudente consejo: «que de mano del soldado - nunca vino cosa buena», y siendo con exceso complaciente va a caer en la más dolorosa situación:


Madre! cuando el sol asome
ven a mi alcoba, y en ella
encontrarás un cadáver
que otro cadáver encierra!...



El labrador que halla abrojos en vez de mieses doradas. La pastorcita que en el arroyo lava sus manos y peina sus trenzas sin dar oídos al mancebo que la enamora. Y el galán que lamenta la ausencia de quien le robó el corazón, y la jovencita que le pide a las relumbrantes estrellas su clara luz para seguirle los pasos al amante que se va, y la virgen de ojos azules que llora en la aldea de amor y de melancolía... Romances llenos de candor o picantes y maliciosos, como La gorra de pelo y A oscuras. Seguidillas cuyo bordón o estribillo encierra sabio y dulce consejo:



Lloré desconsolado
días y días,
creyendo que mis penas
se endulzarían;
mas ¡cómo el llanto
ha de endulzar las penas
si es tan amargo!

En un corro de gente
que le escuchaba,
vi un anciano cantando
con su guitarra...
¡Cantan los ciegos
y lloramos nosotros
que la luz vemos!...

Acerquéme y le dije:
«Dichoso anciano,
vos cantáis y yo vivo
siempre llorando...
..............................

-Oye y nunca lo olvides -
respondió el ciego,
y entonó acompañado
de su instrumento:
«Canta y no llores
que cantando se alegran
los corazones».



Musa sencilla y tierna, que se tiñe de melancolía o salta jubilosa; que va del corazón al papel y que si se malicia a ratos es al estilo de la poesía popular, cuyos atrevimientos llevan la disculpa en el propio candor con que se manifiestan.

La rima asonante, elegida siempre por el poeta, presta suave musicalidad a estos temas líricos, las imágenes y comparaciones que esmaltan el verso ofrecen también una transparencia y naturalidad encantadoras. El romanticismo apenas salpicó El libro de los cantares. Hay en el fondo de estas composiciones la misma ternura y sentimentalidad que con más empaque poético aparecen en los versos de Enrique Gil y de Bécquer, pero sin que se vean por ninguna parte los sombríos elementos que entenebrecieron la poesía romántica. El pensar y sentir de estas almas sencillas, el tornasol de sus reacciones espirituales, la manera de comportarse en el medio rústico en que están sumidas, requerían un tono retórico más apagado que brillante. Los cuadros que aporta la naturaleza como fondo o perspectiva de estos cantares en nada se apartan de tal módulo. El poeta va eligiendo las cosas más humildes: el arroyo, las avecillas, los lirios... No hay cumbres en estos versos, pero tampoco depresiones. La poesía se mueve a lo largo de una línea ligeramente ondulada. Por eso la sensibilidad no vibra, sino que se relaja. Después de los bruscos llamamientos hechos a nuestra atención por los poetas románticos. Trueba nos brinda estas vacaciones en las que la placidez y el reposo apenas alterados por algún estallido lírico, se imponen a toda turbulencia.

La aldea y el campo constituyen principalmente el marco de estas poesías. Ni la luna, ni el sol, ni la soledad, ni la mariposa negra, ni la tumba fría entraron por fortuna en el mundo poético de Trueba. Es decir, que ninguno de tales motivos tan traídos y llevados por sus predecesores, fue eje en torno del cual girase la inspiración de este autor. El pueblo vasco y el madrileño, cuando desde su tierra nativa vino a la Corte, son las fuentes de su musa, la cual tendió a idealizarlos, como correspondía a una época de transición entre la literatura romántica y la realista, próxima a florecer.

En El libro de las montañas, aparecido en 1867, sopla la misma inspiración sencilla y tierna. El tema popular y campesino, enmarcado ahora por el país en que nació, sigue siendo el punto central de la musa de Trueba. La llamada del suelo, del propio terruño, que difícilmente dejará de ejercer en cada uno su dulce ascendencia, está bien visible a lo largo de estas páginas en las que alternan los afectos del corazón con los más caros ideales patrióticos o religiosos.

A Trueba se debe principalmente la restauración en nuestra literatura del arte realista. Quien puso en verso la llana psicología de aldeanos y rústicos, también acertó a mostrarla a través de la prosa de sus Cuentos color de rosa, campesinos y populares. Aunque aumentase con la novela histórica El Cid Campeador la copiosísima lista de obras de este género, sin añadirle ningún valor nuevo, fueron sus narraciones breves las que más contribuyeron a su auge literario. Brillan en ellas las mismas cualidades específicas de sus cantares. La naturalidad, excesiva a veces, del estilo; el candor e inocencia de las fábulas, veteadas de sentimental humorismo y con algún brote de ingenua malicia; la pintura un tanto idealizada de los personajes, que aun siendo ya de carne y hueso, se desvanecen un poco a causa de esta atmósfera como soñada que les envuelve. Mas pese a tales singularidades de su conformación moral, representan un giro muy notable respecto de los patrones por donde habían cortado sus obras los novelistas románticos. Las escenas del hogar lugareño o campesino; el quehacer de la tierra; las fiestas populares y religiosas integran ahora el cuerpo de estas narraciones. Y aunque la vida no palpite aquí con todo su vigor, y los rasgos de los tipos traídos por figuras del relato, y las acciones que realizan no tengan sino a medias resonancia humana, ¡qué distantes están ya de las páginas de Escosura, Flores y García Villalta!

El arte había dado la vuelta y estaba de nuevo mirándole la cara a nuestros viejos símbolos, a lo tradicional de la literatura española; Juan Ruiz, Hurtado de Mendoza, Cervantes, Mateo Alemán, Quevedo, Vélez de Guevara. El brumoso septentrión, con sus idealismos y ensoñaciones, y la vaguedad misteriosa, y la enfermiza melancolía, y el pesimismo escéptico, fueron siempre cosa extraña y postiza. Los fantasmas y los espectros se desvanecen con la luz meridional, como se borran de la imaginación los sueltos cuando viene el día y la claridad que penetra por las rendijas de la ventana devuelve a las cosas que nos rodean su forma verdadera.

Cuando quisimos imitar a Walter Scott o fracasamos rotundamente o quedamos muy lejos de él. Mas cuando volvimos los ojos al Lazarillo de Tormes, a La Tía fingida, a Guzmán de Alfarache y a El Buscón, pasamos la raya de nuestro propio genio literario con Galdós y Pereda, Blasco Ibáñez y Baroja. En este terreno pisamos siempre firme. Con los pies bien asentados en el suelo pintaron Velázquez y Goya. Y aún nuestros poetas del pincel más místicos o ascéticos, como Morales, Zurbarán y Ribera nunca estuvieron vueltos de espaldas a lo real.

Naturalmente que los cuentos de Trueba no fueron sino la iniciación de un ideal restaurador. Las primeras tentativas de este retorno al viejo solar del arte. Pero las caserías, y las llosas, y los tordos, y los picazos, y el sol que «derramando torrentes de vida y dorada luz» aparece por las alturas de Urállaga, y el tamborilero, y Santiago, Catalina, Juan Saca-cuentas, Bautista, doña Ciriaca abrieron paso a Muergo, a Gabrielillo, a Batiste...

Quien más se adelantó a sus coetáneos en beberle los alientos a la vida fue doña Cecilia Böhl de Faber164, que usó por sobrenombre literario el de Fernán Caballero. Cuantas veces intentaron nuestros novelistas del romanticismo pintarnos la cara de la sociedad española, no acertaron a dar sino una caricatura de ella. Tan deformadas nos presentaron sus facciones y rasgos más esenciales. Parece natural que nada resulte tan fácil como reproducir la vida tal como es. Teniendo el modelo delante de los ojos ¿qué dificultad puede haber en copiarlo? Sin embargo, esos módulos y caracteres específicos que las cosas reales le señalan a la imaginación creadora, constituyen el más grave obstáculo para que ésta se desenvuelva. ¡Qué hacedero es forjar esos tipos que no tuvieron contrafigura en la sociedad de cualquier tiempo o que de tenerla surge de la yuxtaposición de elementos morales y físicos que la historia nos ha ido proporcionando, pero sin la medida exacta, ni el valor verdadero de cada uno! ¿Quién conoce a Felipe II, ni a Carlos, el Hechizado a través de nuestras novelas o de nuestro teatro romántico? ¿Fue el príncipe Don Carlos tal como nos lo muestra Schiller? ¿Y Don Pedro de Castilla y el Rey Monje, tienen algo que ver con el de los romances del duque de Rivas o con el de La campana de Huesca, de Cánovas del Castillo, respectivamente? Aún los más doctos autores pintan como quieren, dentro de aquellos límites que el buen sentido y la verosimilitud les señalan. ¡Ah, la poesía debe ser fabulosa, exclaman! Mas esta licencia o arbitrio llevado al exceso constituirá una tremenda concesión al arte, y en cuanto al amparo de tal permisión construyan sus fábulas y forjen sus tipos las medianías de la literatura, ¿qué verdad histórica, ni novelesca siquiera, si nos limitamos a este género de creación, saldrá de las manos de estos escritores?

D.ª Cecilia Böhl de Faber (Fernán Caballero)

D.ª Cecilia Böhl de Faber (Fernán Caballero

[Págs. 176-177]

La realidad está ahí delante y no cabe escamotearla, ni desfigurarla a nuestro antojo. Todos los caracteres con que se manifiesta están a disposición de nuestros sentidos. Las cosas son como son. A esta gran verdad se debe que el paisaje, por ejemplo, sea en la literatura de la segunda mitad del siglo XIX, uno de los más preciosos elementos estéticos. Los hombres con su figura corpórea, y sus ideas, y sus afectos, y sus costumbres, y su indumentaria, y sus oficios o profesiones, y su lenguaje, y sus gustos, están a la vista, sin que nos quepa modificar su talla física, ni alterar su indumento, ni falsificar su psicología. La sociedad que forman al agruparse y relacionarse jurídicamente, se nos ofrece con la misma exactitud que una serie de árboles, o un camino, o un caserío. Tan auténticos son unos como otros elementos naturales y vitales. Fijar bien este mundo en la retina y brindárselo después a la imaginación para que lo reconstruya, es mucho más difícil que reanimar lo pasado y encerrarlo dentro de los límites del romance, del teatro o de la novela. En el arte realista no caben las vaguedades, ni las idealizaciones en tanto éstas no se conformen en cierto modo con la naturaleza o carácter de las cosas. La verdad tal como es está siempre dando aldabonazos en nuestra conciencia. Su propio estar delante de nosotros es una perpetua corrección, un ¡alerta! a los sentidos. Todo el vigor de la facultad creadora ha de dirigirse a hacer exacta la reproducción, no a romper los muros que lo real alza en torno suyo. Cuanto más exactamente pintemos la vida, más alta será la jerarquía de nuestro arte. Esto no quita que idealicemos la verdad en un anhelo de purificación y exaltación de su propio contenido. Mas que tal deseo no borre, ni contradiga en ningún caso sus caracteres esenciales. Pretender que en la presente organización del espíritu, cuyo sustentáculo más poderoso es la materia, cabe desentenderse de tal base, sería como estimar que la naturaleza tuviese un espíritu propio, no el que nosotros le atribuimos al poetizarla.

Dentro de este criterio estético se movió siempre la Fernán Caballero. Si no alcanzó el ápice ni mucho menos, dirigió la novela por este camino, a lo largo del cual y en épocas sucesivas surgieron los grandes maestros del género: Daudet, Zola, Galdós, Huysmans, Jaloux, Reymont. La familia, el hogar, las fiestas típicas andaluzas, los refranes, las costumbres domésticas, el sentido cristiano de la vida, las prácticas religiosas constituyen el repertorio ideológico y sentimental de La Gaviota, Clemencia, Cuadros de costumbres populares andaluzas, La familia de Alvareda. Obras que proceden de la observación directa de la sociedad en que vivía, con sus aristócratas, generales, asistentas, curas, bandidos, toreros, labradores y gañanes. No hizo sino trasplantar de las ciudades, pueblos y campos andaluces a los libros todos estos tipos e infundir a la mayoría de ellos un alto espíritu cristiano. A este magisterio se entregó en cuerpo y alma. No se puede decir que fuese un propósito preconcebido tal tendencia docente, que se sirviera de la novela con la deliberada intención de despertar en los corazones o de robustecer en ellos el sentimiento religioso y de ponerlos en el camino del bien obrar. Tales caracteres se daban en sus obras porque al llevarlos la autora muy entrañablemente metidos en su alma, por fuerza y de modo espontáneo tenían que salirle fuera en cuantos actos o empeños realizase. Lo raro habría sido que quien estaba así organizada espiritualmente hubiera podido desentenderse de tal influencia. Mas paralela a esta dirección educativa, moralizadora, existía la puramente literaria, sin que se entorpeciesen la una a la otra, más bien fundiéndose al objeto de lograr la realización de la belleza.

A medida que fue desarrollándose este ideal de restitución a lo verdadero, la novela frunció el ceño y se agrió. Las crudezas de la vida asomaron su faz dura y sombría. El arte se prostituyó en los lupanares, amasóse con sangre y pus, se hizo tabernario y se impregnó del olor nauseabundo de los mercados y de las atarjeas: Alexis, Rod, Vallés, Lemounier, Cladel, Mendes y Bourget165. Si volvemos los ojos después de pasarlos por estos cuadros tan crudos de la literatura naturalista, a las novelas y narraciones de Fernán Caballero, resaltará mucho más en ellas la propensión idealista. Los personajes y sus acciones aparecerán bañados de una suave luz evocadora. Aquí no hay tonos sombríos, desmayos de la voluntad, ni tinieblas del espíritu. La fuerte corriente escéptica que torció a tantos autores de deficiente formación filosófica, ningún daño hizo a Cecilia Böhl. Había demasiada ternura en su corazón y claridad en su mente para que el escepticismo se las sorbiese con la misma facilidad que un secante la tinta o una esponja el agua. Por eso sus personajes tienen un corazón sano y sencillo, y sólo como contraste para llegar de este modo a repudiarlos, asomará en algunos el vicio de la maldad.

Una concepción pesimista de la vida fuera razón de ser del naturalismo; del naturalismo llevado a tales extremos, pues mientras se mantuvo dentro de los límites de una discreta acción artística, nada hubo que censurar en él. Tan pronto se estimó que el hombre carecía de verdadera libertad para elegir entre el bien y el mal, ya que estaba sometido a la ley del determinismo filosófico, la literatura se llenó de inmundicia. La lujuria, el alcoholismo, las aberraciones más vergonzosas, el crimen, la tuberculosis, la paranoia, se convirtieron en objeto del arte. Fue el romanticismo de la materia. Al cementerio sustituyó el hospital. Los subterráneos y las mazmorras cedieron la vez a las cloacas y los vertederos. El tumor, la pústula y el vómito de sangre advinieron a la novela como poderosos estimulantes de nuestra sensibilidad. El libro se hizo también blasfemo, y sin la bula que el triunfo definitivo de la forma concedió a un Leopardi o a un Carducci, se compusieron los Abismos y Neurosis de Rollinat y Las flores del mal, de Baudelaire. El hombre chapoteó en el cieno y manchó su alma con las más sucias salpicaduras del pecado.

(Qué lejos estaban, por fortuna, en los día de Trueba y de Fernán Caballero, estas aberraciones del genio literario! Aborrecible degeneración del gusto que vuelve a tener en sus manos hoy el cetro de la novela. Y lo que más nos duele es que quienes cayeron a la hora presente en tales demasías creen que han alumbrado un arte nuevo. ¡Hasta dónde llega su ignorancia! Desgraciadamente las fronteras del espíritu son muy estrechas en lo que toca a la originalidad. Se repiten las ideas y las formas y muy de tarde en tarde topamos con algún concepto nuevo o alguna novedad formal. A lo más que podemos aspirar es a lavarle un poco la cara a las cosas. Presentarlas bajo un aspecto menos conocido; introducir alguna variante; descubrir tal o cual matiz. Mutatis mutandis todo es uno y lo mismo. No hay un solo autor que carezca de antecedentes literarios, como no hay escuela, por nueva y flamante que nos parezca, que no los tenga también. (Cuántas extravagancias como las de la poesía actual no encontraremos en los tiempos que van de Licofrón a Mallarmé.

El nimbo de idealidad que circunda a los personajes de Fernán Caballero, así como la ternura y sencillez que trascienden de ellos, es un vivo rescoldo romántico. Se ha atribuído tal circunstancia a la sangre germana que circulaba por las venas de Cecilia Böhl. Pero ¿qué sangre germana circuló por las de don Antonio de Trueba, Bécquer y Rosalía de Castro? Este dulce y mesurado idealismo provenía de la escuela romántica, que lo tomó a su vez de la literatura septentrional.

No era necesario llevar sangre nórdica en las venas. Bastó con mostrar cierta permeabilidad de espíritu respecto de las grandes influencias extrañas ejercidas sobre nuestros románticos. Si consideramos a la Fernán Caballero como un evadido más del romanticismo, es natural que llevase en el alma estos cendales vaporosos que ceñir a sus creaciones, como el tránsfuga en la retina la imagen ideal del país que abandona.