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ArribaAbajoCapítulo VIII

Partidarios, detractores y eclécticos


Todos los movimientos estéticos tienen sus partidarios y sus detractores. Sólo las llamadas ciencias exactas cuentan con la conformidad universal, Mientras exista la presente organización de nuestro cerebro, dos y dos serán cuatro, y la suma de los ángulos del triángulo, igual a dos rectos y en todo triángulo rectángulo el cuadrado de la base equivalente a los cuadrados de los otros dos lados. Pero en cuanto nos salgamos de este campo de las verdades matemáticas ¡qué difícil será poner a los hombres de acuerdo! Cualquier otra actividad del espíritu será materia opinable. Frente a dos elementos al parecer contradictorios, nos decidiremos por uno de ellos o procuraremos conciliarlos. De estas dos posiciones nacen los partidarios de una doctrina, que suelen ser los detractores de otra, y los eclécticos, que se impondrán la tarea de armonizar ambas ideas.

Decía Diderot al principio de sus pensamientos filosóficos, que si tales pensamientos a nadie agradaban podrían ser sólo malos, pero que los tendría por detestables si agradaban a todo el mundo. Y aunque en verdad no serán muchos los que resulten complacidos de su lectura, la afirmación precedente compartiránla los demás. Conviene, pues, a todo movimiento literario -limitando la observación a este terreno- que tenga sus adeptos y sus detractores, ya que si los unos cantarán sus excelencias y virtudes, los otros pondrán de manifiesto sus errores y extravagancias, y el espectador del fenómeno, que es el tercer sujeto indispensable en la disputa, sabrá a qué atenerse sobre la valoración del arte que se le ofrece.

Los románticos encontraron la natural oposición de los clasicistas o clasiquistas, como entonces se les llamaba un poco despectivamente, y los clasiquistas la natural repugnancia de los románticos. Eran dos mundos frente a frente. Pero el uno lleno de vehemencia, de frenesí, de exaltación creadora, y el otro agotado y caduco, sin arrestos que oponer al innovador adversario.

Los escritores de aquellos días carecían de verdadera preparación filosófica en lo que se refiere a la relación de esta ciencia con el arte. Kant, Hegel, Lessing, Richter, Schiller, Schlegel, habían publicado ya sus teorías estéticas. Pero las dificultades del idioma hacían inaccesibles tales estudios a nuestra curiosidad, si existía realmente. Por eso fuera de algunos trabajos algo más profundos de don Agustín Durán, don Juan Nicasio Gallego, Alcalá Galiano y Donoso Cortés, a los que habremos de dedicar la debida atención en momento oportuno, lo demás fue cosa de poco peso. Todo giraba en torno de esta cuestión: si las famosas reglas establecidas por Aristóteles debían observarse o no. ¡Como si pudiera haber actividad alguna, cualquiera que sea el círculo en que se desenvuelva, que no precise determinados principios o normas! El filósofo para distinguir lo verdadero de lo falso, para sistematizar sus doctrinas ha de sujetarse a ciertas prescripciones de la lógica y de la dialéctica. Los pueblos establecen sus ordenaciones jurídicas, El militar necesita de la estrategia, de la táctica, de la balística, etcétera. Los hombres de negocios, del cálculo y de la contabilidad. El artesano más modesto, de ciertos conocimientos empíricos que economizan en el trabajo tiempo y materiales. ¿Por qué el poeta ha de estar exceptuado de toda disciplina? Bastantes años después, otro alemán -que ha sido siempre este país el principal foco de irradiación de las ideas estéticas- afirmaba que «el arte necesita, sin excepción, una disciplina de los artistas y una educación del público, por medio de la reflexión estética, si se aspira a desarrollar, dignificar y defender su carácter superior frente a los instintos vulgares de la masa»166 .

Distíngase la procedencia o improcedencia de determinadas reglas. El arte, como cualesquiera otros órdenes de la vida social, ha de temperarse con la época en que se manifiesta. El desarrollo progresivo de los pueblos impone que unos principios sean sustituidos por otros. La vida no puede representarse por medio de una figura geométrica, de límites fijos e inalterables; pero cualquiera que sea la forma que adopte, tendrá normas que observar, si no aspira, como meta ideal de sus aspiraciones, a la anarquía o caos.

El terrible contraste de las ideas estéticas, allá por los años siguientes a 1830, exacerba los ánimos y como consecuencia, los métodos polémicos. Como el ridículo es arma muy poderosa, procúrase ver la parte risible de las dos escuelas que se disputan al público. El pintor Alenza, por ejemplo, utiliza sus pinceles para satirizar la monomanía romántica de los suicidios. En el fondo del cuadro un árbol de esquelético ramaje y de una de cuyas ramas se ha ahorcado un hombre vestido de levita. Otro infortunado mortal, de negra y espesa cabellera flotando en el aire; desesperada faz; envuelta la enjuta figura en una especie de camisón y esgrimiento contra sí agudísimo puñal, aparece sobre una roca, en actitud de arrojarse de ella. En otro cuadro búrlase de la monomanía de los suicidios románticos por amor167. Una vieja, de larga y abultada nariz, tirabuzones, gasa o tul sobre los hombros, historiado cinturón; una corona en la mano derecha y un libro de pastas encarnadas en la izquierda, tiene a sus plantas a un viejo vestido de frac, que se dispara -el viejo, naturalmente, no el frac- un tiro en la cabeza.

Como el romanticismo abusó de la nota sombría y fúnebre


«De aquel infante tierno los vagidos
son para él hueco silbar de tumba,
y el acento del hombre en sus oídos
como tañido funerario zumba», (No me olvides)...


sus detractores reiránse de las mazmorras, de los subterráneos, de las tumbas, de los ataúdes, de los cirios, de los búhos, de los toques funerarios de las campanas, de los desafíos, de los raptos, de los espectros, de los fantasmas...

En la mayoría de los casos es una sátira de brocha gorda.


«Hubo decoraciones muy exóticas,
Noche de tempestad, truenos, relámpagos,
Convento, panteón, minas y cárceles,
Guerreros, brujas, capuchinos, cuáqueros»


(D. Eugenio de Tapia).                


Los partidiarios de la nueva escuela traerán, en cambio, a la picota del ridículo a tanto pastor y pastora de falso pellico y zurrón168, tanta poesía amatoria, almibarada y ñoña. El mismo Larra rindió tributo a las anacreónticas.

Un arte sin nervio se convierte en imitación servil y detestable. Y una de dos, se le imprime otro ritmo y se le somete a un nuevo clima moral, o está condenado a morir.

Ni Jovellanos, ni Cadalso, ni Cienfuegos tenían los alientos necesarios para mantener el prestigio de las letras y conservar la estimación del público. Había que renovarse, y mientras se operaba este fenómeno importóse cuanto en el género dramático y en el novelesco atraía más allá de nuestras fronteras la atención de las gentes.

Los cambios en cualquier orden del espíritu provienen de la declinación de aquellas actividades suyas que dieron de sí cuanto podían dar. Agotados los medios de subsistir, secas las ramas del árbol y cegados los capilares de las raíces por donde se nutre, no hay otra solución que darle por el pie y echarlo abajo. A esta tarea entregáronse con el frenesí propio de todo movimiento renovador, los que desvinculados en razón de su juventud, de los viejos cánones del arte, estaban mejor dispuestos para emprender nuevo rumbo.

«Estamos seguros -decíase desde las columnas de El Siglo169, el 24 de Enero de 1834- de que algunos de nuestros lectores con cuyas opiniones literarias chocaron abiertamente, las que como profesión de fe, manifestamos en nuestro prospecto, al tropezar en las columnas de nuestro segundo número con un artículo de... literatura ¡ya están aquí, exclamarán, ya están aquí esos románticos con su moderna escuela!... oigámoslos desatinar. Si en vez del par de columnas que tenemos a nuestra disposición para esta materia, pudiera llenar nuestra pluma páginas y páginas, trataríamos esta cuestión con el espacio y claridad que su interés exige: probaríamos que la moderna escuela es la suya, la nacida en el siglo XVIII, la que prescribe la imitación de los antiguos, que no imitaron a nadie, la clásica, en fin, pues clásica hay que llamarla para podernos entender: deduciríamos de esto, que la que nosotros profesamos es la antigua, la única, la naturaleza, sí, pero no con el manto, el casco y el politeísmo, sino con la modificación, más diremos, con la total mutación que la han hecho sufrir los nuevos usos, costumbres, ideas, sensaciones, en fin el triunfo y establecimiento del Cristianismo: haríamos ver que en vez de despreciar los modelos de la antigüedad, como se nos supone, en ellos fundamos nuestra doctrina, pero estudiando y entendiendo su ejemplo no en el sentido absoluto que los clásicos lo entienden, sino en otro relativo, racional y filosófico».

Después, el articulista anónimo -se ha creído que era Espronceda, sin duda porque aparecen versos de este autor en los números siguientes: El himno Al Sol y el soneto que empieza: «Fresca, lozana, pura y olorosa»...- discurre sobre las unidades dramáticas, para concluir afirmando «que en el drama no debe conservarse sino la unidad de interés».

Firmada por S. y bajo el título De la Poesía escribíase en el Eco de la Opinión170 correspondiente al 11 de Mayo de 1834: «Nosotros decimos como lord Byron «no quiero parecerme a los borregos aunque esté destinado a como ser su rey». El autor abomina de las reglas clásicas. «De este fanatismo nació, para mal del mundo, esa poesía monótona, reguladora del pensar, que contrariado su noble nombre y origen, pone barreras al genio, y abruma la creación».

Las dos publicaciones de la época que más incondicionalmente sirvieron al dogma romántico, fueron El Artista171 y No me olvides.

Bajo el rótulo de Un romántico y con una estampa de igual título debida a Federico de Madrazo, decíase por E. O.172 en la 3.ª Entrega de El Artista. «El Romanticismo. ¡Cuántas ideas contrarias despierta esta palabra en la imaginación de los que la escuchaban! Semejante a un talismán, a unos halaga dulcemente como los acentos de una voz amada, como una celeste armonía! Otros hay para quienes la palabra romántico equivale a hereje, a peor que hereje, a hombre capaz de cometer cualquier crimen: romántico para ellos es lo mismo que Anti-cristo, es sinónimo de Belcebuth... la palabra romanticismo resuena como un eco de disolución y de muerte, como una campana sepulcral, como el sonido de una trompeta que toca a degüello.

[...]

»Un hombre puede ser clasiquista sin dejar por eso de ser hombre de bien, amante de su familia, buen padre, y buen hijo, buen esposo: puede saber latín y aún tener algunas nociones de griego; nadie se lo disputa; pero lo que es imposible de veras, es pertenecer al susodicho partido y no ser intolerante, testarudo y atrabiliario.

»¿Qué quiere decir clasiquista? ¿Admirador de los autores clásicos? No; porque esta definición convendría igualmente a los llamados románticos... Lo que quiere decir clasiquista, es, traducido al lenguaje vulgar, rutinero, hombre para quien ya todo está dicho y hecho, o por mejor decir, lo estaba ya en tiempos de Aristóteles; hombre para quien toda idea nueva es un sacrilegio; que no cree en los adelantos de las artes ni en los progresos de la inteligencia, porque es incapaz de concebirlos; hombre, en fin, tan desgradado que se considera a sí mismo y a la generación presente y a las pasadas, desde el día de la fecha hasta el reinado de Augusto, como una superfetación inútil sobre la faz de la tierra, incapaz de dar por sí fruto alguno.

..................................................

»¡El Romanticismo!... Mucho esplendor han derramado sobre esta escuela las sublimes creaciones de sus discípulos, pero todavía las ennoblece más la inapreciable dicha de tener por mortales enemigos a los partidarios de la rutina.»

Dos años después, el 7 de Mayo de 1837, Jacinto de Salas y Quiroga rompía una lanza desde las páginas de No me olvides173 en defensa de los jóvenes románticos: «He aquí llegado el día en que, indignados de las atroces calumnias con que seres vulgares cubren el nombre de los jóvenes del siglo, infaman la virtud más pura, insultan la más santa de las causas, nos presentamos nosotros con osadía a plantar el pendón sagrado que reúne a los entusiastas defensores de la juventud ofendida, de la juventud calumniada, de la juventud cuyo corazón contesta con sus virtudes y generosidad a la detracción y la impostura...

»Nosotros, jóvenes escritores del No me olvides, no aspiramos a más gloria que a la de establecer los sanos principios de la verdadera literatura, de la poesía del corazón y vengar a la escuela llamada romántica de la calumnia que se ha alzado sobre su frente...»

El autor llama al romanticismo «manantial de consuelo y pureza», «germen de las virtudes sociales», «paño de lágrimas que vierte el inocente», «perdón de las culpas» y «lazo que debe unir a todos los seres».

Fernando Vera en números siguientes proclama como auténtica poesía la de Víctor Hugo, Lamartine y Casimiro Delavigne. Se hace el panegírico de Lord Byron, pero al propio tiempo, P. de M., que debe de ser Pedro de Madrazo, al afirmar que el verdadero arte nos viene del corazón, abomina del falso, de donde proviene la falta de espontaneidad, de inspiración, de verdad y de sencillez «que caracteriza la mayor parte de los ensayos literarios y artísticos de nuestros días» 174.

El Correo Nacional175, en su número Prospecto y bajo el epígrafe Literatura y teatros, salía también a la liza y poníase de parte de los jóvenes autores: «El teatro fue el campo de batalla que escogieron las dos escuelas (la clásica y la romántica). Aún sigue trabada la contienda; pero la afiliación de los jóvenes autores de más esperanzas a la causa de la reforma literaria y teatral, promete que a los imperfectos ensayos que debían necesariamente señalar las primeras tentativas, sucedan obras en que se refleja la superioridad y la vida propias de las tareas de ingenios que buscan sus inspiraciones en el espíritu de su edad.

[...]

»Por lo que a nosotros toca, ayudaremos con todas nuestras fuerzas los meritorios esfuerzos de los jóvenes autores a quienes tan señalado servicio debe la causa de la ilustración».

En serio o en broma, con el estilete, nada fino por cierto, de la crítica, o los aguijones de la burla y de la sátira, la juventud literaria arremetió contra la vieja escuela176. No todos los periódicos terciaron en el debate, o al menos con igual calor y perseverancia. El Parlamento, la política internacional, las luchas de los partidos, la guerra civil, atraían más poderosamente la atención de la prensa que los dogmas estéticos. Al Ateneo de Madrid, que, juntamente con el Palacio de Villahermosa, era en aquellos días el órgano más caracterizado de la intelectualidad, correspondió la tarea de discurrir de un modo doctrinal sobre las viejas y nuevas ideas. Corría el año 1837 cuando la cuarta Sección de literatura y bellas artes se planteó las siguientes cuestiones: «Si la rígida observancia de las reglas aristotélicas ha perjudicado o no a la fecundidad de los géneros dramáticos» y «¿En qué se funda la diferencia de los géneros apellidados clásico y romántico177 .

Si el agostado jardín de los clasicistas no ofrecía ya ninguna flor lozana y fragante, la agreste selva del romanticismo mostraba mucha maleza dañosa para el arte. De los resobados Anacreonte y Teócrito habíamos pasado a lord Byron, Lamartine y Víctor Hugo. Pero como lo más fácil de imitar de una escuela poética son sus defectos, nuestra literatura llenóse de extravagancias y exageraciones; con lo que la detracción tuvo ancha base para esgrimir sus armas.

He aquí una letrilla que bajo el título de Poesía y firmado por O. P. Q. dió a la estampa la Crónica científica y literaria178 el 17 de Septiembre de 1819:


«Perdone usted el coscorrón
Que otra vez será mayor


Ya desenvaina Agapito
El enorme manuscrito
Traducido del tudesco
En idioma romancesco
En él prueba con ahínco
Cómo dos y dos son cinco
Que el genio no necesita
Reglas del Estagirita
Por más que lo diga Francia;
Que la mayor elegancia
Y el non plus de la belleza,
Es la intrincada maleza
De Don Pedro Calderón;
Perdone usted el coscorrón», etc.


En el n.º 263 del martes 5 de Octubre de 1819, apareció esta otra, firmada por P.


«Escritor risible
Que de luengas tierras
Vino a Propalarnos
Paparruchas viejas;
Si alguien le descubre
Calumnias perversas,
Mentiras enormes,
Injurias groseras,
Responde tranquilo
Fué yerro de Imprenta.»


Con el título de Sobre clásicos y románticos y firmadas por El literato rancio publicáronse dos juiciosas epístolas en las Cartas españolas179, de D. José María de Carnerero. El autor muéstrase partidario del clasicismo, de la observancia de las reglas, que no son arbitrarias, sino nacidas de los buenos modelos, «y que en vez de estorbar al ingenio le ayudan y elevan» (Carta I). Y termina diciendo, «en la literatura lo mismo que todas las bellas artes, no puede haber más que un solo objeto que es la imitación de la naturaleza; que esta imitación no puede ser servil, porque repugna entonces a la razón y ofende a los sentidos; que es preciso buscarla en un tipo ideal donde se halla retratada en toda su perfección; y que es errar el camino ya quedarse donde se muestra confusa y afeada, ya perderse en los espacios imaginarios donde no queda rastro de ella» (Carta II).

Otra carta contra el romanticismo publicóse en El Corresponsal de los Muertos, de Abril de 1833180.

En pleno desarrollo el credo romántico, unos días antes de representarse por primera vez en el teatro del Príncipe el Don Álvaro del duque de Rivas, díjose a través de las columnas del Eco del Comercio181: «Bien sabemos el achaque de que adolecen semejantes escritos. (La novela histórica). Ese aire de verdad es sólo una apariencia vana; la historia queda extrañamente desfigurada; se mezclan los acontecimientos ciertos con sucesos fabulosos; y el lector sencillo padece un singular engaño, formando de las épocas y de los hechos referidos un concepto equivocado.»

Don Juan Nicasio Gallego, a pesar de sus concomitancias con la nueva escuela, observaba en una carta dirigida en 16 de Enero de 1835 a don Leopoldo Augusto de Cueto182, «... En su edad de V., creo que el principal escollo que hay que evitar es el de dar en declamador, aunque también hay que huir de la propensión a singularizarse en el modo de presentar las ideas, alambicado o exagerado; vicio propio, más que de la edad, del siglo presente.

»Esto debiera conducirme a decir a V., mi opinión sobre Notre Dame de París, que ciertamente no es la más conforme con la de su cuñado de Vd., Angelito (el duque de Rivas), que está endiosado con la obra, con el autor y con el gusto de los que siguen el mismo rumbo. Mas para esto fuera preciso tener la obra y emplear más tiempo del que tengo a mi disposición. Antes sería menester ponernos de acuerdo en los principios o reglas no arbitrarias, sino dictadas por la razón humana de todos los siglos; de lo contrario, no podríamos entendernos. En mi cuento, sea el que quiera, ¿ha de haber, o no, verosimilitud? En los incidentes y en las costumbres, ¿debe haber propiedad y verdad histórica? En el estilo, ¿ha de haber claridad, naturalidad, soltura? En las pinturas, comparaciones y demás ornatos, ¿ha de haber sobriedad, congruencia, juicio, o se han de amontonar extravagancias y rarezas propias de un delirante? Si nada de lo dicho influye en el mérito o demérito de una obra de esta clase, nada tengo que decir.

»La heroína de la novela es una muchacha de pocos años, que, siendo bonita como un sol, se conserva pura e inmaculada de alma y cuerpo, viviendo entre la canalla más vil, más viciosa y más repugnante que puede imaginar la fantasía del mismo demonio. ¿Hay en esto la menor verosimilitud? Sin entrar en mil incidentes, de que no me acuerdo, ¿hay cosa más horrible que el paradero de ésta, a quien, sin ton ni son ahorcan en medio de una plaza pública? ¿y cómo? El arcediano (personaje de poder y autoridad desconocidos en el mundo en todas épocas) la obliga a seguirle desde un sitio lejano, porque quiere llevarla a la plaza a que la ahorquen, y temiendo que se le escape, no la deja de la mano, llevándola de calle en calle y de plaza en plaza, hasta llegar a la principal, donde, sin saberse por qué, la abandona sin entregarla a los verdugos. Este abandono inconcebible no tiene más objeto que proporcionar su encuentro y peripecia con la emparedada. ¿Es verosímil que la deje el arcediano en el sitio en que se hallaban los verdugos, cuando sólo a ponerla en sus manos había rodado con ella medio París?

»¿Cuándo, en qué tiempo ha habido en esta ciudad un barrio habitado por gentes de tales costumbres con autoridad para ahorcar impune y públicamente a quien le diese la gana, como nos lo pinta su autor? ?No es esto delirar? ¿Es posible leer sin reírse los pasajes en que Cuasimodo toca las campanas con tanta fruición y cariño, pasando de una en una, dando a ésta un embión, abrazándose con la otra, y volteándolas a todas deliciosamente? ¿No pudiéramos decir que Víctor Hugo ha oído campanas y no sabe dónde? Vaya V. por gusto a la Giralda en un día de repique, y verá que para voltear ocho campanas son menester una docena de hombres.

»No quiero hablar de la pintura de la catedral, es decir, de su descripción artística, modelo de pesadez y extravagancia, ni del estilo, más alambicado y gongorino que cuanto se escribió entre nosotros en el siglo XVII. Acuérdome que dice de las dos torres de Notre Dame que son dos flautas de piedra. ¿No hay más verdad en decir que un pájaro es flor de pluma o ramillete con alas, que en las flautas dichosas? En mi modo de ver, me parece mayor extravagancia que llamar al ama de cría


Lugarteniente del pezón materno,

de que tanto nos hemos reído. En este verso, a lo menos, la idea es exacta: lo ridículo es la expresión. En la otra, idea, expresión y todo es un delirio.

»No hay duda en que hay en la obra mil y mil cosas todo que prueban el gran talento en su autor; pero se trata de si la obra es buena, que es cosa muy distinta. Veo que de reminiscencia en reminiscencia se me ha ido la pluma hasta faltar poco para que el papel se acabe...»

También D. Bartolomé José Gallardo aprovecha una disquisición sobre el teatro para dar una lanzada a los que porfían sobre lo clásico y lo romántico: «El hombre es el centro del gran teatro del universo: todo pues en la naturaleza, real y figurada, es dramáticamente por y para el hombre.

»Esta generalidad de principios, que hace compatible con la racionalidad todo género de Espectáculos, cortando la pedantil e impertinente contienda entre Clásicos y Románticos, abraza desde el Entremés a la Tragedia, etc...»183

Y más adelante, en el mismo número184, vuelve a burlarse del romanticismo con esta alusión: «Todo esto de aburrir la cándida paloma el nido casero, y al pío-pío de su pichón amante alzar el vuelo e irse por esos mundos de Dios, ya se ve que es muy romántico (que digamos) y muy caballeresco y todo».

En 1836 la fiebre romántica marca su más elevada temperatura. Las notas características de la escuela están bien visibles en todas las obras. Se abusa de lo sombrío y de lo fúnebre. La inverosimilitud es una nueva hidra que asoma por cualquier parte sus cabezas. Se han abierto las sepulturas y nos topamos con los muertos a cada paso. Los fantasmas abandonan sus escondrijos para formar parte del elenco de los personajes románticos. Arrástranse cadenas en las oscuras espeluncas. El tañido de las campanas es lúgubre y funerario. Envenenamientos, crímenes, monstruosidades nutren la escena, la novela y el verso.

Estos desvaríos era echar leña al fuego. Los detractores del flamante movimiento tomaban a chacota tales demasías. Sátira de sal gorda como a seguido vamos a ver.

En el Semanario Pintoresco185 de 21 de Agosto de 1836. Clemente Díaz, en un trabajo denominado Rasgo romántico burlóse de los excesos que cometía la nueva escuela. Un joven «tan enjuto de carnes que pudiera servir de transparente en una vidriera gótica», tiene la manía de no comer: manía que le proviene de la lectura de «monstruosas novelas y furibundos dramas». Le aconsejan que se haga romántico; que destroce los miembros de un inocente pavo y se cebe en la sangre de otros veinte. Y llegará un tiempo «en que repleto de carne cambiaría de naturaleza y mirando con desdén a los rancios clásicos que vegetan en sus preocupaciones les diría con altivez de tigre: soy superior a vosotros; ya pertenezco a las fieras»; exclama: «¡Carne, carne! ¡sangre, sangre! ¡yo quiero ser caribe! ¡yo quiero ser romántico!...»

¡Si yo fuera poeta! He aquí el título de un articulejo que aparece en El Mundo186 del 13 de Septiembre de 1836. «¡Ay, Señores, si yo fuera poeta! si yo supiera hacer esos rengloncitos cortos y largos que llaman versos ¡cómo me había de lucir con un pensamiento que tengo para un drama romántico!»

Después se cuenta el asunto: «un incesto, un homicidio, un desafío, un hijo natural o dos, un par de amores ilícitos... en fin no me negarán ustedes que esto va siendo ya muy de moda».

Sigue refiriendo las terroríficas incidencias del drama, y finiquita: «Qué tal? que le imagine mejor Víctor Hugo».

Volvamos a las páginas del Semanario Pintoresco187, que, como vemos es de los que, en el debate, más tercian contra el romanticism. Un romántico más es el título del trabajo, que firma M. R. de Q.

Don Pánfilo, que además de saber escribir «es sobre todo un gran leedor», se trastorna con la lectura de obras románticas, que cierto librero de la corte vendía por docenas, y que una por una valían a seis cuartos. Hiere a un hijo suyo, a quien le clava todas las uñas en la cabeza; apalea un cura; es metido en la cárcel y sorprendido por último durante un profundo sueño, se le oye delirar de esta guisa: «Una ruidosa campana rompe el silencio; cuatro veces sonó: otra aún más triste le contesta con tres. El arropado arrimón endereza su cuerpo, levanta el capaz y vomita un estupendo gargajo...188, escuchó un ruido estrepitoso y continuó cual si arrastrasen infernales cadenas...! ¡Qué horror! ¡... Los gigantescos torreones chocando unos con otros se estrellan y desgajan a la fuerza del temblor!... El espanto se apodera de mí... un sudor frío y casi mortal baña todo mi cuerpo... ¡Qué asombro! ¡Uno de aquellos bultos se sume en la tierra, veloz y con la misma facilidad que la más delgada aguja cala por el más ancho agujero de una criba... Un fétido infernal hedor hiere mis narices»... etc.

Todas las críticas tienden a poner de resalto los excesos y extravagancias del romanticismo. A los espíritus equilibrados les repugna este linaje de morbosas exageraciones. Piensan que el arte no debe degenerar en tales demasías contra el buen gusto y el sentido común, y cada uno reacciona según sus recursos polémicos. No se detienen a considerar la cuestión desde un punto de vista doctrinal y filosófico. Ésto requeriría una preparación intelectual que no tienen. Pero como saltan a la vista los desafueros de la nueva estética: la inverosimilitud, la necromanía, la fotofobia, la patogenia, y están hartos de venenos, de tumbas, de espectros, de asesinatos, de tísicos, de huérfanos, de desheredados, claman contra tales truculencias a través de una sátira, todo lo burda que se quiera, pero exponente de una íntima y verdadera indignación.

Bajo la máscara de El Curioso Parlante, Mesonero Romanos también disparó su burla, más paternal que hiriente, contra los excesos románticos189.

Un sobrino del autor, imbuido por las nuevas doctrinas, que han ido pasando de una en otra pluma, de una en otra cabeza, hasta dar en la cabeza y en la pluma suyas, decide atemperar su persona, así en lo físico como en lo moral, a la flamante escuela. Y como la fachada de un romántico debe ser «gótica, ojiva, piramidal y emblemática», dedicase a revolver cuadros y libros viejos en los que inspirar su indumento.

Tras de eliminar el frac, suprimir el chaleco, el cuello de la camisa, las cadenas y relojes... y despreciar todos aquellos adminículos del aseo personal que los que no alcanzaban la perfección romántica creían indispensables y de todo rigor, queda circunscrito su atavío a las siguientes prendas: un estrecho pantalón, una levitilla «de menguada faldamenta y abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta; un pañuelo negro descuidadamente añudado en torno de ésta, y un sombrero de misteriosa forma, fuertemente introducido hasta la oreja izquierda». Dos guedejas de pelo negro y barnizado descuélganse de entrambos lados de la cabeza. Las patillas, la barba y el bigote «daban con dificultad permiso para blanquear a dos mejillas lívidas, dos labios mortecinos, una afilada nariz, dos ojos grandes, negros y de mirar sombrío, una frente triangular y fatídica».

Romantizada la persona, romantízanse también las ideas, el carácter y los estudios. Nada de seguir una carrera. Hay en su corazón «algo de volcánico y sublime, incompatible con la exactitud matemática o con las fórmulas del foro». Se hará poeta, que es el camino que conduce al templo de la inmortalidad.

Día y noche recorre los cementerios y escuelas anatómicas; traba amistad con los enterradores y los fisiólogos; aprende el lenguaje de los búhos y de las lechuzas; encarámase en las peñas escarpadas y piérdese en la espesura de los bosques. Interroga a las ruinas de monasterios y ventas, que toma por castillos góticos, examina la ponzoñosa virtud de las plantas y experimenta en algunos animales el filo de su cuchilla y los convulsos movimientos de la muerte. He aquí la fuente de sus inspiraciones y el aula en que formar su carácter «tétrico y sepulcral». Trueca los libros de Cervantes, Solís, Quevedo, Saavedra, Moreto, Meléndez y Moratines, por los de Hugo, Dumas, Balzac, Sand y Soulié. Rebute su mollera de las fantasías de Byron, de los tétricos cuadros d'Arlincourt, de los abortos de Ducange, de los ensueños de Hoffman... Y cuando no le atenaza la melancolía, entretiénese en estudiar la Craneoscopía de Gall o las Meditaciones de Volney.

Ya podemos imaginarnos lo que saldrá de aquí. Cultivará la prosa poética y el verso prosaico. Todos sus cuentos empezaban con puntos suspensivos y concluían con esta palabra: ¡Maldición! Figuras de capuz, siniestros bultos, hombres gigantes, de sonrisa infernal; almenas altísimas; profundos fosos; buitres carnívoros; copas fatales; ensueños fatídicos, velos trasparentes, aceradas mallas, briosos corceles, flores amarillas, fúnebre cruz, pueblan tales creaciones, cuyos títulos rezan así: ¡¡¡Qué será!!!, ¡¡¡...No...!!!, ¡Más allá...!, Puede ser, ¿Cuándo?, ¡Acaso!, ¡Oremus!

En frontera casa vive cierta Melisendra, de diez y ocho años, «más pálida que una noche de luna, y más mortecina que lámpara sepulcral; con sus luengos cabellos trenzados a la veneciana y sus mangas a la María Tudor, y su blanquísimo vestido aéreo a la Straniera, y su cinturón a la Esmeralda, y su cruz de oro al cuello a la huérfana de Underlach». Enamóranse.


«Y en tan fiera esclavitud
Sólo puede darte mi alma
Un suspiro... y una palma...
Una tumba... y una cruz»


Una moza gallega que servía en casa del joven romántico, intenta conquistarle a su modo, pero el galán, que tiene el alma borracha de romanticismo, tras de agarrarle con una mano la camisa e hincar una rodilla en tierra, le enjareta estos versos:


«Sombra fatal de la mujer que adoro,
Ya el helado puñal siento en el pecho;
Ya miro el funeral lúgubre lecho
Que a los dos nos reciba al perecer;
Y veo en tu semblante la agonía
Y la muerte en tus miembros palpitantes,
Que reclama dos míseros amantes
Que la tierra no pudo comprender»


Y cambiando de estilo y de metro, ante el asombro de la zafia sirvienta:



«¡Maldita seas, mujer!
¿No ves que tu aliento mata?
Si has de ser mañana ingrata,
¿Por qué me quisiste ayer?
¡Maldita seas, mujer!

..............................

Ven, ven y muramos juntos,
Huye del mundo conmigo,
Ángel de luz,
Al campo de los difuntos;
Allí te espera un amigo
Y un ataúd.»


Comprende el tío, que sin ser visto ha sido testigo de la anterior escena, que el único remedio eficaz contra aquella endiablada locura de su sobrino, es arrancarle de las lecturas a que se ha entregado.

La vida militar, tan activa y azarosa en aquellos días, le devuelve el seso al exaltado hugólatra. Y cuando tras un año de servicios castrenses torna el sobrino al lado del tío ¡con qué gana se ríe al recordar sus románticos arrebatos! Mas como intentara pegar fuego a aquellos papeles en los que había cifrado sus ilusiones de inmortalidad, opónese el tío resueltamente, consintiendo tan sólo hacer un escrupuloso escrutinio de aquellas composiciones, que dividirá «no en clásicas y románticas, sino en tontas y no tontas», sacrificando las primeras y poniendo las segundas sobre las niñas de sus ojos.

Por lo serio terció en la contienda Donoso Cortés190. En otra parte de esta obra encontrará el lector la referencia crítica de tal trabajo.

En 1839 aún estaba abierta la liza. Esto es, cuatro años después de la primera representación de Don Álvaro, tres de la de El Trovador y dos de la de Los Amantes de Teruel. En las páginas de El Estudiante191 apareció la siguiente composición:

UN CLÁSICO Y UN ROMÁNTICO



El Clásico

«... Cuando vertiendo perlas y diamantes
risueña asoma el Alba por Oriente...»
-¡Que por más que golpeo en esta frente
no se me han de ocurrir los consonantes!

El Romántico

«...Noche, que con tus sombras misteriosas
llenas al mundo de pavor y espanto...»
Se me ha alargado ya la estrofa tanto
que no caben las fadas vaporosas.

El Clásico

¿Qué escribe V., Sr. Don Federico?
(Ap.) ¡Que se meta a poeta este borrico!

El Romántico

¿Y V. qué hace de nuevo; D. Canuto?
(Ap.) ¡Que se crea inspirado este gran bruto!
..............................
Y para defender las dos escuelas
se quitan pelos y se arrancan muelas:
que en este siglo en vez de dar razones
se estila convencer a mogicones.192


D. Miguel Agustín Príncipe, Gorostiza y Bretón de los Herreros a cara descubierta, y D. Antonio María Segovia, López Pelegrín y D. Modesto Lafuente, bajo los pseudónimos de El Estudiante, Abenhamar y Fray Gerundio, ridiculizaron también las exageraciones del romanticismo.


«¿Y aquel caer el telón
Cantando el Kirie-eleisón,
Al compás como es razón,
Del romántico bajón?
Maldición!!!
¿Y aquel pintar a la hez
De la canalla soez,
Bebiendo sangre tal vez
Como vino de Jerez?
¿Y aquel finar la función
Con la sabida canción
Que es el quid del diapasón
Del romántico bajón,
Maldición y maldición,
Y cien veces maldición?
Acabemos la canción
¡Ay que diabólico son!
!Maldita sea mil veces
El romántico bajón!!!!!!!»193


En la letrilla satírica El rigorismo clásico194 burlóse en chunga del clasicismo y volvió a la carga contra los románticos en El Ambidextro195 , inclinándose por cultivar ambos géneros: lo romántico y lo clásico:


«Unas veces zurdo,
Otras veces diestro,
Todas ambidextro,
Y alguna ambizurdo».


«Quiero decir, que escribiré en prosa, en verso, en verso y prosa, alegre, triste, festivo, tétrico... en fin según me dé el naipe, y como Dios me ayude».

El Estudiante, en el mismo número de El Entreacto se mete con los versificadores que se llaman poetas, pero que no lo son.

«Para poner aquí ejemplos de este linaje de versificación sin poesía, mal contagioso de que se han plagado los jóvenes de nuestra época, porque han encontrado harto más fácil agradar a las orejas que interesar a los corazones, no tengo más que dos arbitrios: o hacer yo mismo una composición de esta clase, muy sonora, muy armoniosa y tan llena de desatinos como vacía de sustancia, o bien citar infinidad de las que ahora corren por este estilo y con grande aplauso»196 .

En el Liceo leyó el cuento romántico La Cometa: Batiburrillo poético que es una parodia del arte que a la sazón imperaba:


«Allá en la cocina de un rico usurero...» etc.


Si los periódicos, como acabamos de ver, fueron una excelente tribuna desde la que impugnar o ridiculizar las doctrinas y exabruptos del romanticismo, la escena no se mostró neutral en la contienda. Gorostiza197 y Bretón de los Herreros198 pusieron en labios de sus personajes burlas y cuchufletas como las que vamos a transcribir:

«Manuela...
¡Y yo que anoche
estuve en Lucrecia Borja!...
Quiero decir, en el drama
que de este modo se nombra.
¡Aquélla sí que es mujer!-
No porque yo me proponga
imitarla en sus maldades
Pero ¡qué alma tan hidrópica
de agitaciones sublimes!
D. Joaq.
(¡Y que quiera yo a esta tonta!)
Tomasa.
Apuesto a que esa mujer
no hacía punto de blonda,
ni supo en toda su vida
cómo se hace una compota.
Manuela.
¡Ay! ¡Por Dios! ¿Quieres matarme?
Ya se ve; como vosotras,
las clásicas, no sentís...
ni tenéis nervios...
..............................
..............................
Mi lógica no hizo mella:
yo hablaba con la pared;
y usted...
D. Joaq.
Yo...
Manuela.
¡Si ha estado usted
tan prosaico como ella!
D. Joaq.
He callado porque advierto
que es clásica impenitente,
Y predicar a esa gente
es predicar en desierto.»199

Todavía en 1846 se satiriza a los románticos. Fray Gerundio pinta a un poeta que da lectura a sus versos en medio de las constantes interrupciones de los oyentes: una mamá, las hijas y la criada. Veamos el contraste que ofrece tan singular diálogo:


¡Mujer!, ¡mujer!, ¡oye mi triste acento!
Que llaman, Celestina.
Dime quién es ese rival odioso,
El aguador, señora,
que de beber su sangre estoy sediento.
Di que traiga otra cuba,
y en ella ¡sí! me bañaré gustoso,
y llene la tinaja
¡Mujer, mira mi pecho desgarrado!
¿Se cose esto a pespunte?
Mira mi rostro en lágrimas deshecho!
¡Jesús, que hilo tan gordo!
Mujer, o ten piedad de un desdichado,
Corta sin duelo al víes
o el duro acero clavaré en mi pecho.
¿Dónde están las tijeras?200


No todos los autores coetáneos de este movimiento estético profesaron tal dogma o hicieron armas contra él. Equidistantes de las truculencias del romanticismo y de las ñoñeces en que había caído el ideal clásico, constituyeron una especie de zona templada. Ni don Juan Nicasio Gallego, ni Ventura de la Vega, ni Bretón, ni Mesonero Romanos, ni Gil y Zárate militaron sin condiciones bajo la bandera romántica. La educación literaria que habían recibido o su idiosincrasia moral, les apartó de toda concomitancia permanente y profunda. Ya hemos visto cómo algunos de estos autores dieron cantaleta a los jóvenes melenudos. Su relación con 1a nueva escuela o fue temporal o denotó esos tonos suaves y desvaídos con que mostramos nuestra complacencia, pero no una adhesión militante y dinámica. Periódicos hubo también que frente a las detracciones o a la incondicionalidad, mantuvieron una posición equilibrada. Ni el fervor y en entusiasmo de No me olvides y El Artista, partidarios y campeones del romanticismo, ni las diatribas y chanzas del Semanario Pintoresco y de El estudiante.

«Si en política no conocemos otro partido que el de la legitimidad y el de la patria -decía El Cínife201 del 15 de Febrero de 1834- en la república de las letras no nos hemos alistado en la bandera de los románticos ni en la de los clásicos. Somos del partido de la razón. Esta razón ilustrada por una crítica imparcial, no puede aprobar el título de poeta al que escribe en prosa dramas monstruosos, semejantes a los que alimentan en el día el teatro francés, y abastecieron con frecuencia el teatro español».

Y el Eco del Comercio del 24 de Marzo de 1835 era aún más expresivo a este respecto: «para nosotros no hay clásicos ni románticos, o por mejor decir, no hay más que clásicos, tomando esta voz en sentido genuino, y aplicada a todo lo que es bueno, selecto y digno de que lo aprueben los inteligentes...

»... ¿Cómo ha podido comprometer su reputación literaria (el duque de Rivas), rebajándose hasta el nivel de los que abastecen los teatros de los arrabales de París, y presentando en el nuestro una composición más monstruosa que todas las que hemos visto hasta ahora en la escena española?

»... el nombre del autor hizo la tempestad menos ruidosa, aunque no bastó a contenerla; el público manifestó su desagrado de un modo no dudoso, y aunque los aplausos de los amigos quisieron sofocar los chicheos, éstos prevalecieron»202