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ArribaAbajoCapítulo II

Espronceda258


¡Qué bien le pinta Zorrilla en sus «Recuerdos del tiempo viejo»! Acababa de llegar a Madrid el joven poeta vallisoletano. Su desmedrada figura, sus largos y negros cabellos, la «fachendosa corbata», los pantalones de Fernando de la Vera y el sur tout de Jacinto Salas, más un sombrero y unas botas de no se sabe quiénes, juntamente con la lectura de unos versos, -bastante mediocres, pero de cierta vistosidad lírica- al borde de la tumba de Larra, habían producido viva curiosidad, no exenta de emoción, en el Madrid literario de aquellos días. Bajo la descuidada pelambrera latía sus alas la ilusión, y parecía que todo se le iba poniendo al flamante romántico de modo tal que sus aspiraciones habrían de verse prestamente realizadas.

Tan placentera y envidiable situación de ánimo tenía Zorrilla cuando arribó a la casa de Espronceda, en el número 4 de la calle de San Miguel.

«-No te veo» -le dijo Zorrilla a Espronceda al acercarse al lecho en que, sumido en dulce penumbra, yacía el amante de Teresa.

«-Pues trae la luz» -le replicó éste.

Y a la suave claridad de una bujía, el vallisoletano contempló a Espronceda. Vióle el rostro empalidecido por la enfermedad. Los ojos «límpidos e inquietos, resguardados como los del león por riquísimas pestañas»; las cejas, de un sutil y recto trazado; la cabellera rizada y sedosa, con una raya. en medio de la cabeza. ¡Oh, esta cabeza de Espronceda, rebosante de «carácter y originalidad»! Las orejas de fina y breve hechura; la frente ancha, espaciosa, surcada tan sólo por las rayas que de arriba a abajo marcaban las cejas al fruncirse; el cuello robusto, vigoroso; la nariz de un delineamiento incorrecto, como el labio inferior, «algo aborbonado». Un bigote no muy tupido dejaba semioculta la boca desdeñosa. La barba, que se riza en ambos lados de la mandíbula inferior, remata en una puntiaguda perilla. Las manos son «finas, nerviosas y bien cuidadas»; los ojos miran sin recelo alguno, y la risa «pronta y frecuente» no degenerará nunca en «descompuesta carcajada».

Nada de extraño tiene que visto Espronceda con estos ojos tan bien dispuestos a la admiración y al fervor, exclame Zorrilla:

«-A mí me pareció una encarnación de Píndaro en Antinoo»259.

Interpretemos nosotros, a nuestro modo, estos rasgos físicos, en cuanto dejan adivinar la persona moral que tras ellos se esconde.

La boca desdeñosa pudiera ser un indicio de altanería, de escepticismo, de impiedad. Voltaire también tenía el mismo desdén en los labios. Si nos sentimos un poco superiores a los demás, y nuestros principios religiosos no son muy sólidos y arraigados, y hasta experimentamos cierta enfermiza voluptuosidad en dejarnos arrastrar de la corriente de escepticismo que la filosofía del siglo anterior ha llevado incluso a los países menos propicios al contagio, nada deberá sorprendernos ese gesto desdeñoso. Rezuma el alma elegante menosprecio de las cosas y es natural que los labios, como en cifra o compendio, denoten cuanto sucede en la conciencia. Los ojos inquietos, como si ocultos aguijones los espolearan constantemente, permiten traslucir un interior desasosiego, una falta de acomodación a cuanto nos rodea. Generalmente en estos días en que el futuro autor de Granada va a visitar a Espronceda, nadie está conforme con su sino. Nos sentimos mal avenidos, divorciados de la vida, que en vez de sonreírnos y de atraernos, nos repugna y nos hiere en nuestros sentimientos más hondos, y si acaso tira de nosotros alguna vez, es con artes de proxeneta y a cambio de algo, por la grosera ley del toma y daca. De esta terrible experiencia nace el descontento, que afila sus uñas carniceras y las clava en todo cuanto sale al paso. Ya tenemos aquí una explicación, rudimentaria si se quiere, pero indubitable, de aquellas pungentes y enherboladas saetas de que hace gala el mordaz ingenio de Espronceda en El Parnasillo de la calle del Príncipe, y de sus destemplados, agrios y ofensivos versos al autor de la Historia de la Revolución de 1808:


al necio audaz de corazón de cieno
a quien llaman el Conde de Toreno.260



(Sabido es que el conde le había devuelto a nuestro poeta unas composiciones con este ático alfilerazo: «Me gustan más los originales»). ¿Y por qué no ver un testimonio más de cuanto se presiente a través de esa insubordinada movilidad de sus ojos, en la fuerza expresiva, en el colorido e inquietud de la Canción del Pirata261 tan llena de luz mediterránea, de soltura, de ingravidez y de transparencia?

La risa «pronta y frecuente» no degenerará nunca en el bullicioso estruendo de la de Rabelais, pero dentro de su continencia existen rasgos psicológicos que nos ponen en guardia. Hay diferentes modos de reírse. La risa -ya lo ha dicho Bergson, con aplomo transcendental y metafísico, y entre nosotros don Juan Valera con ático gracejo- «es un movimiento jubilador y simpático de los nervios»262. Los griegos, para ciar al mundo un testimonio más de jocundo y alentador optimismo, y sobre todo de claridad y serenidad de espíritu, cifra y clave del arte helénico, estereotipaban una sonrisa en sus esculturas, desde los Apolos arcaicos y la Victoria de Akermos hasta el Apoxiomenos de Lisipo. Pero la risa, que es patrimonio exclusivo de los seres racionales y que puede expresar dulces y placenteros estados de conciencia, es también fino aguijón con su porcioncita de veneno. Todos reímos, pero no todos reímos del mismo modo. Hay quien descubre a través de la risa una hilera de dientes carniceros. Quien propende a la ironía tiene su estilo de reír propio, y quien al sarcasmo o la sátira, también ríe a su manera. La risada, que no era risa, del autor de A Madrid me vuelvo, transcendía a intención más ladina que inocente. Reímos, pues, según somos, porque siendo esta actividad de los nervios faciales un signo externo de nuestra alma, allí donde haya luz y miel, claridad y dulzura denotará la risa, y donde esté mezclada la luz con la sombra y la miel con el acíbar, trasunto de todos estos elementos morales será el acto de reír.

Espronceda, en parte por su natural rebelde y combativo, y en parte también por la colisión habida entre este modo de ser y la realidad multiforme y varia -la política, con sus encrucijadas y recovecos, el amor, con sus imprevistos acaecimientos, las tertulias literarias, con sus envidiosos y lenguaraces- reía a dos caras, como si dijéramos. Según le iba en la feria así hablaba de la feria. Eventos dolorosos habían echado en su espíritu la semilla de la impiedad y del sarcasmo. La enfermedad del siglo, tan dado a la melancolía y al tedio, y además a todo género de sublevaciones morales, fue acibarando el corazón de nuestro poeta, que si sabía reírle de un modo a Zorrilla, cuando éste veía en él una encarnación de Píndaro en Antinoo, también sabía reírse irreverentemente, incluso de las cosas más sagradas.

El labio «aborbonado» es signo sensual y picaresco. Luis XIV era muy mujeriego y dado a los placeres de Venus. Fernando VII, pese a los reproches que, según el marqués de Villa-Urrutia, formuló contra su virilidad la reina María Carolina, madre de doña María Antonia263 gustaba de visitar en compañía del duque de Alagón ciertos lugares prostibularios o poco menos. El fogoso amante de Teresa amó también mucho con el corazón y con la carne, como Musset y como lord Byron. ¿No es un retorno del erótico festín esa elegía a Teresa, donde en extraño revoltijo se juntan la piedad y el escándalo, el vivo, apasionado recuerdo de una dorada plenitud de amor y los tintes melancólicos, elegíacos del crepúsculo de esa misma gran pasión? Y A Jarifa, en una orgía, vibrante de fervor lírico, torrencial e impetuosa, como una catarata de afectos desordenados, ¿qué es sino otro ardiente testimonio de desesperación, en que acongojada el alma, herida de incurable hastío, va destilando gota a gota su dolor?



Yo me arrojé cual rápido cometa,
en alas de mi ardiente fantasía:
doquier mi arrebatada mente inquieta
dichas y triunfos encontrar creía.

Yo me lancé con atrevido vuelo
fuera del mundo en la región etérea,
y hallé la duda, y el radiante cielo
vi convertirse en ilusión aérea.

Luego en la tierra la virtud, la gloria,
busqué con ansia y delirante amor,
y hediondo polvo y deleznable escoria
mi fatigado espíritu encontró.

Mujeres vi de virginal limpieza
entre albas nubes de celeste lumbre;
yo las toqué, y en humo su pureza
trocarse vi y en lodo y podredumbre.

Y encontré mi ilusión desvanecida
y eterno e insaciable mi deseo;
palpé la realidad y odié la vida;
sólo en la paz de los sepulcros creo.



Blasfema exaltación de un poeta que torna de todos los placeres, que fracasa estrepitosamente en sus ansías infinitas, que ha ido dejando por doquiera jirones de su propio ser, y que en su dolor profundo, abatido y maltrecho, se revuelve contra lo divino y lo humano.

Y la Canción báquica nos le presentará en todo el apogeo de un desorden sensorial y pagano. Con los ojos alegres, medio sumido el semblante en un sopor de embriaguez, rebosantes los labios de risas y de vino, y en alto la copa, ahíta hasta los bordes de Jerez o de Chipre.


Volcanes requeman
mi frente encendida;
más alma, más vida
crecer siento en mí:
torrentes de vino
las mesas esmaltan,
en mil piezas saltan
cien copas y mil.



A través de esos ojos inquietos, de ese cuello robusto, vigoroso, de esa boca borbónica, sensual, carnosa, toparemos en seguida con un temperamento indisciplinado y ardiente, que irá dejando honda huella en la vida, en la política, en los amores, en los versos. Es un pequeño lord Byron, consumido por la misma lumbre de los sentidos, por igual escepticismo, ansioso de sorberle a la vida todos sus jugos, así dulces como amargos, lleno de idéntica inquietud demoledora y sacrílega. No negaremos que hubiera en esta semejanza algo de convencional y estudiado. El poeta inglés había sido erigido por la moda en un paradigma a imitar. Su vida desordenada, e incluso escandalosa atraía de modo irresistible, como el mosto añejo a los impenitentes de la libación, como el imán al hierro. Espronceda giró, cegado por la fuerte luz que irradiaba Byron en su obra y en su vida, en torno de éste, pero en su temperamento y en su espíritu había una espontánea inclinación hacia los mismos derroteros del autor del Don Juan.

Acaso no sea aventurado aplicar a Espronceda lo que dijo Taine de Alfredo de Musset; que era un caballo de raza, en plena libertad en medio de un campo abierto. No tengo a mano la Historia de la literatura inglesa, donde aparece este juicio con motivo de un paralelo entre Tennyson y el autor de Las Noches. Pero es igual, pues no es otro su sentido aún cuando las palabras no sean rigurosamente las mismas264.

Espronceda fue también un caballo de sangre, musculoso y engallado, que respira a todo pulmón y se lanza en desenfrenada correría a través del campo. Ningún obstáculo le detiene. Está seguro de su fuerza, de la agilidad de sus remos enjutos, nerviosos, elásticos, y relincha y salta porque nadie le puso hasta ahora maniotas, ni bocado. Suyo es el campo, el tiempo y la libertad. Del mismo modo, el autor de El Diablo mundo se lanza a través de la vida en un vértigo o desmesura del espíritu y de los sentidos. Nada le contiene en sus ímpetus. Se cree dueño y señor de todo. Saborea con placer el gusto ácido de las cosas. Conoce la felicidad y la tristeza. Apenas asomado al mundo, busca en los abismos insondables, la quietud de su conciencia, ávida de sorprender el sentido ultrasutil de cuanto alienta en torno suyo. Y como no acierte en su búsqueda inquisitiva a colmarse, se revolverá contra todo. Terrible desengaño que conduce al hastío primero, a la desesperación después. Las tensas cuerdas de la lira vibrarán para el dolor tan sólo. Se llenará la paleta de tonos sombríos; irrumpirán en el magno desconcierto de las voces humanas los ayes y 1as lamentaciones, y la ira, el sarcasmo, la imprecación, el fiero apóstrofe condenatorio, la impiedad y la duda, fulgurarán su luz lívida y patética. Gozará de la carne sonrosada y fresca, de los cabellos castaños que en torrentera caen sobre la espalda ebúrnea, de los ojos azules, entre tiernos y pícaros, de largas y profusas pestañas, de la boca encendida y húmeda, como una rosa salpicada de rocío y a cuyo través unos dientes blancos y pequeños, tienen un no se qué de sensual incitación. ¡Pero qué efímeros son los goces que no tienen hondas raíces en el alma! Todo es en ellos presente, y como les falta la dulce melancolía del pasado y la tentadora voluptuosidad del futuro, que puede ser promesa de posesión, pero nada más, no tardaremos mucho en sentir el vacío de nuestra existencia y en caer en la desolación y el pesimismo. He aquí al temible spleen con sus fauces abiertas. Nos sentimos decepcionados y abatidos, sin fuerzas para salir de este hondo atolladero espiritual, y será tan recio el amargor que nos viene de dentro a afuera, que se llenará de agrios la boca.

José de Espronceda

José de Espronceda

[Pags. 264-265]

¿No es este el proceso anímico de lord Byron y de Musset? ¿Quién una vez colmada la copa, desbordándose de ella el mosto de todas las vides del placer no sentirá la nostalgia de un bien presentido y no gozado, cuya limpia estirpe es garantía de eterna felicidad? ¿Pero si el infortunado mortal que ha experimentado esta tremenda angustia, tiene enturbiadas las fuentes del espíritu, se hundirá en la desesperación, y en sus manos el plectro no arrancará a la lira más que blasfemos sones.

En la vida de los grandes artistas hay siempre una mujer cuya resonancia espiritual sobrepasa la de las demás. Rafael tuvo a la Fornarina, Petrarca a Laura, Praxíteles a Friné. El primero la inmortalizó en el lienzo; el poeta de Arezzo, en versos maravillosos y fragantes, de una mocedad eterna; Praxiteles dándola, según parece, forma imperecedera en su Venus, y obsequiándola además con la posesión de las dos esculturas que más apreciaba: el Fauno y el Amor265. Nuestro poeta, que tuvo a Teresa, la perpetuó en su celebrada elegía. ¡Pero cómo lo hizo! Quien desee conocer en cifra y resumen lo que opinaban sobre este punto los comentadores y los amigos de Espronceda, deberán acudir al estudio biográfico-crítico que don Antonio Corton dedicó a nuestro autor266.

¿Qué clase de mujer era la hija de don Epifanio Mancha? Los biógrafos de Espronceda -Rodríguez Solis, Cascales Muñoz, Corton, Gonzalo Guasp- coinciden en que era muy hermosa y algo coqueta. La pintan, sobre todo el tercero, con gran lujo de pormenores en cuanto a su persona física e interpolan en el retrato algún que otro rasgo o matiz del espíritu, que basta para hacerse una idea de la personalidad moral de Teresa. Los ojos azules, el cabello castaño, muy claro; la boca fresca e incitadora, con unos dientes blancos, pequeños y bien alineados; la mirada honda y ardiente; la lozanía y transparencia de la piel sonrosada y lechosa; los brazos esculturales; el seno como palomas escondidas bajo el corpiño; la elegancia nativa, señoril, de su atavío y de sus ademanes llevaban impreso con profunda huella, cierto espiritual hechizo en el que entraban por partes iguales el candor y la picardía. No hay arma más terrible que ésta; la malignidad y el pudor, cuando tienen por marco los primores naturales que acabamos de enumerar.

¿Puede sorprendernos que en una época como aquélla, en que nos vienen de fuera pastos literarios demasiado fuertes y sabrosos, a los que tan dado era al parecer Teresa, el alma se deje envenenar del tóxico romántico? Convengamos en que nada habrá más fácil. Las circunstancias imperiosas, fatales, una vez metidos en el torbellino, pondrán como contera o remate lo que en otra atmósfera menos propicia pudo haber sido un episodio erótico sin ulterior trascendencia. Teresa, la señora de Bayo y madre de Ricardito, abandona su hogar de la mano hechizada y sortílega de nuestro vate. ¡Ay, la semilla de la inquietud y de la aventura seductora estaba bien enterrada en el corazón de la juvenil madre! Un marido cincuentón, de escasos alicientes físicos y morales, por no decir ninguno, que no tardará mucho en tamborilear, con los dedos de sus manos fuertes y nervudas, sobre la barriga incipiente, no iba a hacer el milagro de que la semilla romántica se pudriera en el corazón de Teresa. Bastó la coincidencia, en circunstancias verdaderamente excepcionales, de la señora de Bayo y Espronceda en París267, para que se realizase de nuevo el mito del amor, no a la usanza impuesta por las leyes sociales, sino con la libertad omnímoda de la naturaleza, tan pródiga y despilfarrada en estos imperativos de la carne, olorosa y fresca.

Gustadas con glotona fruición estas primicias del placer, que para ser más incitantes y apetecibles estaban condimentadas con la sal y pimienta de lo prohibido, sucedió a la luz cenital el crepúsculo con sus medias e imprecisas tintas. La copa, colmada muchas veces del néctar robado por Tántalo a los dioses, no temblaba ya en las manos nerviosas y ávidas, ni cegaba con sus reflejos cristalinos los ojos de los amantes. El pelo castaño, caído en copiosa lluvia sobre la espalda de Teresa, sus ojos azules, llenos de luminosidad radiante, la boca encendida y prometedora, los dientes chiquitos, alineados, nítidos, la morbidez voluptuosa de un cuerpo proporcionado y bello, con la femineidad estatuaria de Praxíteles, ya no eran dulces, amorosas cárceles en que caer prisionero, y el amor, que acaso era más sensual que afectivo y por eso más efímero, buscó nuevos ricos panales en que colmar su apetito.

Teresa, impulsada por los celos, huyó del lado del poeta. Cierto es que ambos se reconciliaron poco después, pero la reconciliación fue más aparente que real. Se ha dicho de Teresa que era un Otelo con faldas, y roto ya el equilibrio de sus corazones, la nueva unión no podía durar mucho. Separados de un modo definitivo, fue acogida, juntamente con su hija Blanca, por Narciso de la Escosura, que, muerta la madre, contrajo nupcias con la hija, no obstante la diferencia de años que la llevaba268.

¡Pobre Teresa! Faltóle el valor necesario para poner fin a su vida como Safo tirándose desde el promontorio del Léucade al faltarle el amor de su amante Faón, y si hemos de creer al poeta, «de cristalino río» y «manantial de purísima limpieza» pasó a ser «torrente de color sombrío»,


y estanque en fin de aguas corrompidas
entre fétido fango detenidas.



¿Cómo juzgar a esta mujer, que abandona marido e hijo, que vive maritalmente con Espronceda, que tiene una hija de estos amores ilícitos y que termina también huyendo de este segundo hogar, vergel al principio, templo de amor y de juventud, e infierno más tarde, cuando los celos irreprimibles hacen su aparición? La moral cristiana repudiaría de plano la evasión de Teresa. Vínculos fuertes y sagrados como el matrimonio y la maternidad debieron retenerla al lado de don Gregorio de Bayo y de Ricardito. La razón inflexible y severa no encontrará justificación bastante para que Teresa abandone a Espronceda y caiga en la abyección y el escándalo, si hemos de dar fe al patético desahogo del poeta. Hechos son éstos que ponen bien de relieve cuán vigorosa y tajante era la personalidad moral de esta mujer. La decisión súbita de abandonar en París al esposo, aún teniendo que saltar no ya sobre las leyes divinas y humanas, sino sobre los hondos afectos que no se pueden negar a una madre respecto del ser que llevó en sus entrañas, revelan un temperamento profundamente individual y característico. Sus relaciones amorosas con Espronceda, ya de frente al mundo y pese a todas las exigencias que la moral nos impone, su intento de acabar con la vida del amante valiéndose para ello de un amigo de Espronceda que la corteja y al que se ofrece a cambio de la muerte del poeta, y la fuga, por último, del lado de éste, cuando los celos estallan a cada paso con el más futil motivo o la divergencia espiritual hace cada vez más hondas las grietas entre ambos, no se explicarían sino en una mujer de recto y singular carácter, movida de imperativas pasiones, ingobernable e indisciplinada, incluso consigo misma.

¡Excelente filón para el poeta! Estamos en presencia de un alma vigorosa y agreste, aunque extraviada. Ante unos ojos ardientes, pese a su color azul, robado a los cielos, según expresión del poeta, que más bien parecían indicar un espíritu soñador y ávido de emociones ultrasutiles, alquitaradas. Ante una boca que fue nido de besos y decidora de esas cálidas estrofas que componen en íntima colaboración el pensamiento y la carne. Ante un conjunto tal de hechizos naturales, que el más pacato temperamento se sentiría de ellos prisionero. Y rematando esta hermosa fábrica humana, un carácter selvático e inflamable, capaz de todas las pasiones, por fuertes y desordenadas que sean.

Nos hemos detenido más en esta larga peripecia erótico-sentimental de la vida íntima de Espronceda, por la resonancia que tuvo en la celebrada elegía. Veamos, ahora, todo lo sucintamente que nos sea posible, cómo reaccionó nuestro poeta.

El Canto a Teresa, compuesto en octavas, con riqueza de rima, pero sin alarde, cual corresponde a un estado más propenso a lo sentimental que a lo intelectivo, adornado de imágenes emotivas, hirientes, patéticas, deslumbradoras es, como ya advirtió su autor al interpolarlo caprichosamente en El Diablo Mundo, un desahogo del corazón. Nada tiene que ver con el poema. Trátase, pues, de una expansión lírica del poeta que si viene a avalorar las páginas de El Diablo Mundo debido es a la frescura, exaltación y abundancia de afectos de la elegía, y de ningún modo a su relación interna con el poema. Crítico hubo, como don Patricio de la Escosura, que afeó a Espronceda la inclusión de la elegía en El Diablo Mundo, no ya sólo por la ausencia de nexo con éste, sino además y capitalmente porque atribuye el canto más que a un desahogo del corazón de Espronceda, a su rencor.

¿Se pensó al exteriorizar este juicio que los poetas tienen bula para entrar a saco incluso en el sagrado recinto de la propia y de la ajena intimidad; que el furor lírico -iam furor humanus nostro de pectore sensus ex pulit- no reconoce fronteras y que los subidos quilates de la pasión, juntamente con las bellezas externas de la poesía disculpan de buen grado todas las audacias y desvaríos por insólitos que sean? Un recatado sentir del poeta nos habría privado de estas admirables octavas que juntamente con La canción del Pirata, El estudiante de Salamanca y varios fragmentos de El Diablo Mundo, es lo mejor de Espronceda.

Aquella mujer «que amor en su ilusión figura», «que nada dice a los sentidos», que es aérea como la mariposa, angélica y purísima, de dulce voz y perfumado aliento, astro de la mañana y ángel de luz ¿cómo no había de transfigurarse en el objeto supremo de un corazón rendido al amor? El poeta que la exalta y sublima con tantos requiebros y galanura tanta, se considera el más venturoso mortal al verse dueño y señor del objeto de su corazón y de su pensamiento, pues hay aquí además de una pasión engendrada en el pecho, un regusto o voluptuosidad del espíritu, encandilado por toda suerte de altos e irrealizables apetitos.



¡Ay! en el mar del mundo, en ansia ardiente
de amor volaba, el sol de la mañana
llevaba yo sobre mi tersa frente,
y el alma pura de su dicha ufana;

dentro de ella el amor cual rica fuente,
que entre frescura y arboledas mana,
brotaba entonces abundante río
de ilusiones y dulce desvarío.



El poeta, que ve cumplidos sus anhelos, por cuanto tiene delante de los ojos, no en forma vaga, huidiza y etérea, como una revelación espectral del propio pensamiento, sino con absoluta y verdadera materialización, al objeto de sus desvelos e impaciencias, menea el plectro con ferviente y robusta inspiración, y los sones de la lira ascienden en torno del ser amado, como una apasionada teoría de sonidos que la va envolviendo en mística adoración.

Alzada Teresa en el pavés de este entusiasmo lírico, su caída será más vertical y por tanto más patética e impresionante. Porque esta mujer, que tiene al principio de la elegía toda la apariencia de un ser ideal, se hace tangible y perecedera y tras un largo proceso amatorio lleno de cambiantes y vicisitudes, llega a caer en la más triste abyección.

El Canto a Teresa es muy hermoso por su efusión lírica, por la sinceridad y variedad de afectos de que hace gala el poeta, por la brillantez de las imágenes, muchas de las cuales son de un verdadero dramatismo, y por el primor y bizarría de algunos conceptos ricamente engarzados en el lenguaje rítmico. Pero carece en cambio de esa apretada concepción, tanto formal como interna, de los clásicos, pues sabido es que los poetas románticos eran palabreros, fanfarrones y dilatorios. Comparad cualquiera de estas octavas con aquella estrofa de Fray Luis de León:


El aire el huerto orea,
y ofrece mil olores al sentido,
los árboles menea
con un manso rüido
que del oro y del cetro pone olvido.



y advertiréis la diferencia que hay entre aquel estilo recargado y barroco y este otro de una sobriedad escalofriante.

Si examináramos con ojos severos el Canto a Teresa notaríamos algunos descuidillos, como por ejemplo añadir una ese a la segunda persona del pretérito indefinido, no por ignorancia de la gramática, ya que en otros casos iguales no se incurre en esta torpeza, sino por exigencias de la medida del verso. Podríamos decir en disculpa de Espronceda lo que dijo Valera en su propio descargo en ocasión en que su tío don Antonio Alcalá Galiano le afeaba también el mismo vicio, que el empleo de la s debería considerarse como una licencia poética, por venir a ser como la v de los griegos: desinencia de plural en los verbos y agregado eufónico para eludir la unión de vocales269.

De todos los poetas de 1830 ninguno tan típicamente romántico como Espronceda. El romanticismo no consentía que hubiese solución de continuidad entre lo particular y lo literario. Pocas escuelas literarias habrán ejercido tal tiranía sobre sus representantes como el romanticismo. La savia romántica se trasvasaba de los versos al modo de vivir, de aquí precisamente la absoluta compenetración que existía entre el poeta y el hombre en el ilustre autor de El Diablo Mundo. Por imitación unas veces y cediendo otras al propio y natural impulso, Espronceda constituye la representación más genuina y ejemplar de la nueva escuela.

Joven, impetuoso, rebelde, con una fantasía lírica y exaltada, desmedidamente ambicioso y sediento de celebridad, apenas salido de las manos de Lista que le inicia en las enseñanzas del arte clásico, logra fama de buen poeta. Su vida, como la de tantos otros genios malogrados -Fígaro, Leopardi, Mendelssohn- es breve, pero variada y patética. Hay en ella alguna resonancia de la de lord Byron, y las contradicciones frecuentes de quien obra más atento a los dictados de la pasión que a los de la razón. Se las da de terrible liberalote, como corresponde a una generación que se siente oprimida y aherrojada, y que responde tan sólo a los estímulos de la libertad y del progreso humanos. Caldeado su espíritu en esta hoguera es pasional y anárquico en su vida, en sus amores y liviandades, en sus andanzas políticas y en sus versos. El precoz episodio de los Numantinos es ya indicio muy elocuente de lo que podía llegar a ser nuestro poeta. Y la prueba irrefutable de que todo esto es arrebato ciego y connatural, sin pizca de fingimiento, ni convencional superchería, está en la contumacia de su conducta, pues Espronceda no fue, al igual de otros muchos ácratas y rebeldes de pacotilla, un anarquizante que acaba en pacífico burgués. Se fue al otro mundo sin abdicar de sus ideas y sentimientos. Su alocada fantasía, la relumbre cegadora de su numen y la inquietud azarosa de su vida aventurera y galante, no es estudiada disposición de su alma, ni ficción interesada de quien pretende imponerse por el lado más fácil y estrepitoso, sino expansión propia de su naturaleza.

Y bien vale la pena que sea así, porque en este desorden precisamente, en esta fogosidad irreflexiva y desenfrenada está el principal mérito de nuestro poeta. Una psicología como ésta tenía que engendrar un arte espontáneo, arrebatado, lleno de impetuosidad y de coraje, y contra el cual no cabía oponer preceptos, retóricos que lo domeñasen y encauzaran. Habría nacido el autor del Canto a Teresa en medio del frío academicismo del siglo XVIII y sus poesías serían las mismas, responderían a iguales impulsos y tendrían idéntica forma. Si no se puede negar en nuestros románticos la ascendencia del medio ambiente y literario, es lo cierto que Espronceda se adelantó al flamante movimiento y que su arte es el espejo adonde fueron a mirarse ideas y afectos propios, que nada debían a la moda pasajera y efímera de una revolución literaria.

Hay tan noble y sincera exaltación en las poesías de Espronceda, un desorden lírico de tan subidos quilates, que en este aspecto no sería hiperbólico decir no conoció rival. Los grandes poetas románticos: Goethe, Schiller, Byron, Musset, Fóscolo, le aventajarán en sentido filosófico y trascendental, en la delicadeza de los sentimientos, en lo escultórico de la forma y en la precisión de los conceptos, pero no así en el arrebato y la inspiración, que no admiten parigual alguno.

La falta de conocimientos científicos y de cultura literaria perjudicó considerablemente a nuestro poeta. Ya hemos dicho que los románticos españoles hacían ascos de la cultura y por el contrario, gala de su ignorancia. Creían que el genio no necesita estímulos ni restricciones impuestas por el buen sentido; que el someterlo a una educación clásica y científica es condenarlo al lecho de Procusto, quitarle su natural impulsividad y su poder constructivo y creador. Como resultado de esta falsa opinión despreciaban todo comercio espiritual.


Yo con erudición ¡cuánto sabría!



exclama con irónico acento el autor de El Diablo Mundo, y un poco después:


¡mis estudios dejé a los quince años
y me entregué del mundo a los engaños!270



Y algo de verdad debía de haber en esta confesión. Cuando Zorrilla afirma que Espronceda «era un buen latino y erudito humanista»271, hay que poner un poco en cuarentena tal aseveración. Los estudios recibidos de D. Alberto Lista no serían muy profundos. Malos vientos corrían entonces para lograr nada que fuese durable y sólido. Les tiraba más la Partida del trueno, con sus travesuras moceriles y estrepitosas, que las bibliotecas, nada confortables a la sazón, y el regusto de sus propios pensamientos.

De los personajes de Espronceda, tormentosos y desgarrados en su mayoría, ninguno tan delicado y emotivo como la Elvira de El estudiante de Salamanca, bien por su ingénita bondad, bien por su contraste con la traza turbulenta y diabólica de don Félix. Nada tiene que envidiar Elvira, sí no la supera en candor y celestial ternura, a la Julia de Byron.

Espronceda respetó de la tradición lo que no contradecía su natural impulso, sus inclinaciones y gustos. En la leyenda, romanceada en vulgares versos por un poeta anónimo y referida con más prolijidad por don Cristóbal Lozano en Soledades de la vida y desengaños del mundo, el estudiante Lisardo es seducido por la mística y enclaustrada Teodora que, llegado el momento de perder a su rendido galán, ahorca los hábitos monjiles y escapa con él en un arrebato de pasión lasciva. Don Félix, por el contrario, aparece en la narración como empedernido galanteador y con una mayor dosis de impiedad que Don Juan. Adviértese en todo esto lo que hay siempre de autobiográfico, de trasunto espiritual de Espronceda, en sus obras. Para dar paso a su propio ser y no restringir la impetuosidad de su naturaleza arrolladora, se apartó resueltamente de la leyenda, pintándonos un estudiante impío, sensual y bravucón, tan exagerado que casi se borran en él las condiciones típicas y fundamentales de Don Juan.

Se ha dicho que la carta de Elvira a don Félix es casi una traducción272 de la de Julia, de lord Byron273. Nos parece un poco aventurada tal afirmación. No negaremos la influencia del poeta inglés en éste como en tantos otros pasajes de la obra poética de Espronceda. Como no negamos tampoco la de Beranger en El canto del Cosaco. Pero una cosa es imitar -Boileau recomendaba a los poetas jóvenes que imitaran a los clásicos- y otra es casi reproducir el original sin aportar nada esencialmente propio.

La carta de Julia es la de una mujer. La de Elvira es la de una colegiala. Hay más emoción, más simpática, atrayente ingenuidad, afectos más hondos y verdaderos en la carta de Elvira. Los conceptos de cada una responden a dos caracteres distintos. Julia es una mujer que siente y razona. Es una inteligencia inflamada por la pasión. Discurre a través del volcán interior que la devora. Elvira es la timidez, el candor, el sentimiento exaltado. No razona apenas, estalla en conceptos afectivos, patéticos, de una belleza lírica sin parigual. Es un corazón en el ápice de su dolor. Renuncia a todo, se sacrifica con determinación voluntaria, espontánea, sin otras protestas, que las de su amor incoercible y soberano. No se le ocurrirá hablar, como la Julia del poeta inglés de la «aguja palpitante que busca siempre al polo inmóvil», ni de «la corte, los campamentos, la iglesia, los viajes, el comercio, la espada, la toga, las riquezas, la gloria» en que los hombres pueden distraer la pena, ni de «la sangre que hierve todavía... como ruedan las olas aún después de haber pasado la tormenta». El lenguaje de Elvira es menos tropológico y discursivo. Sus palabras son graves, ingenuas, rectilíneas. Denotan un estado pasional en el que no caben los artificios literarios. No es el agua que surge de un estanque entre esculturas y adornos, sino en plena sierra, esto es, en la agreste espontaneidad de la naturaleza. Elvira es la ternura, el sentimiento, la piedad, el dolor. Julia es la mujer burlada que renuncia a todo desquite porque la pasión amorosa es más fuerte que las reacciones de su pudor mancillado y su alegato no tiene la honesta y simple raigambre sentimental que se descubre a través de las palabras de Elvira.

Señalemos de El estudiante de Salamanca el lindo y primoroso romance con que empieza la parte segunda del cuento y la bizarría y empaque de algunas octavas, en las que por estar más apretados los sentimientos e ideas se alcanza una mayor plenitud estética. Al contrario de lo que sucede con otros pasajes por demás difusos y plúmbeos. En la última parte de la leyenda, por ejemplo, se abusa demasiado de los tonos sombríos, de la tumba, de los espectros, calaveras, fantasmas y toda suerte de visiones terroríficas, sin que el autor logre, a pesar de su morosidad al pintarnos este cuadro tan tremebundo, los efectos pánicos deseados. Más fácilmente se producirían éstos con una visión directa y concisa de las cosas, ya que la prolijidad y dilaciones en que incurre el poeta entorpecen la acción y desvirtúan su contenido patético. Este grave lunar ya notado por la crítica sabia, juntamente con la comezón de cambiar a cada paso de metro, constituye la parte más flaca y vulnerable del cuento.

La idea capital de El Diablo Mundo, inspirada o no en el Fausto, de Goethe, carece en su desenvolvimiento del grandioso valor filosófico que adquiere en manos del poeta alemán. Ni las digresiones que imitó de Byron principalmente ofrecen el fino humorismo o la sátira intencionada del autor de The Corsair. Pero en cambio ¿qué pasaje de cualquier poema de uno y otro vate, aventaja en estro, en exaltación lírica y en colorido algunos trozos de El Diablo Mundo -la Introducción y el Primer Canto- o de El estudiante de Salamanca?

El intento de componer en el siglo XIX un vasto poema humanitario, revela la inconsciencia de nuestro poeta al pensar que tamaño despropósito podía tener aún realización. ¿Con qué armas advenía Espronceda a tal empeño? Ni la inspiración por vigorosa que sea, ni cuanto hay de intuitivo en el genio, ni la fantasía desbordada y fecunda, son sillares suficientes sobre los que alzar el grandioso edificio de un vasto poema humanitario. Además de que esta clase de poesía tuvo su tiempo y fuera de él todo se ha reducido a intentos vanos, tan sólo admisibles desde el punto de vista de la belleza literaria, haría falta una madurez intelectual que sólo se adquiere mediante el estudio paciente y reflexivo. Tampoco El Proscripto, de Heriberto García de Quevedo, ni El drama universal de Campoamor, pueden considerarse de otro modo que como trozos de poesía, más o menos inspirados, pero sin que satisfagan la mínima parte de condiciones que han de exigirse a un poema trascendental.

Por cuanto queda dicho hemos de considerar El Diablo Mundo como un poema incompleto y como tal género de poesía, poco afortunado. A la vista está la inconexión que existe entre sus partes, la traza patibularia de algunos pasajes, como ya notó la crítica del pasado siglo, y las digresiones no siempre oportunas y chispeantes274, y desde luego nada originales, pues no nos sería difícil determinar sus antecedentes literarios. Pero si examináramos aisladamente algunos fragmentos del poema, nos cautivarán por la elegancia de las estrofas y el poderoso numen que movió el plectro del poeta. La fantasía se desborda en impetuosa riada. Un enjambre de fantasmas inunda el espacio, tras un fuerte desasosiego de la naturaleza manifestado de diversos modos, ya por un rumor lejano, ya por el silbido del Aquilón, ya por la bronca voz del trueno o del mar. Estos seres fantasmales vienen montados en cabras, sierpes, cuervos y palos de escobas. Vociferan, aúllan, relinchan y arman tan «desbordado estrépito» que no habría mortal alguno, por recio que tuviera el ánimo, que fuese capaz de enfrentarse con ellos sin sentir helársele la sangre en las venas. Cuanto allí ocurre, por alto estilo extraterreno, está contado en variedad de metro, como si lo fugitivo y breve de la expresión o su rotundidad y parsimonia viniera a ser como la rima de estados de conciencia de las cosas, ya que los elementos que maneja el poeta tienden a personificarse. ¿Qué de extraño tiene que al aparecer el poeta en medio de esta barahunda y desconcierto no sepa dónde se encuentra, ni si todo lo que le rodea es obra de poderes sobrenaturales o de su inflamada imaginación creadora? Pero sea lo que quiera, allí está rodeado de genios sombríos, de olas de fuego que se suceden en el aire con feroz estruendo, de duendes y trasgos que se agitan y afanan en pos de su señor, de visiones fosfóricas y trémulas imágenes. Y como es lógico, por grande esfuerzo que haga el poeta en discernir juiciosamente esta compleja y arbitraria multitud de seres, acaba tan desorientado y ciego como empezó:


¿Es verdad lo que ver creo?
¿Fue un ensueño lo que vi
en mi loco devaneo?
¿Fue verdad lo que fingí?
¿Es mentira lo que veo?



Con la misma incontinencia con que Espronceda concibe y plasma en primorosos versos este mundo irreal y fantasmagórico, trueca en mocedad la senectud de don Pablo.



Los ojos abre al resplandor inciertos,
la luz buscando con su luz excita;
sienten grato calor sus miembros muertos,
con nuevo ardor su corazón palpita.

La sangre hierve en las hinchadas venas,
siente volver los juveniles bríos,
y ahuyentan de su frente albas serenas
los pensamientos de la edad sombríos.



Espronceda abre un paréntesis en lo que pudiéramos llamar ciclo fáustico, esto es, en la metamorfosis, merced a la intervención del diablo, de la ancianidad en juventud. Don Pablo se convierte en un apuesto mancebo, tras de rechazar la visión de la Muerte, que le brinda eterno reposo, y confiarse a una hermosa y refulgente deidad, vestida con la luz de encadenados soles. El demonio, pues, no aparece por ningún lado. Basta una visión deifica para que se opere el cambio que, para ser original en todo, se produce en el tercer piso de una casa de huéspedes de la calle de Alcalá, de Madrid y en el año 1840.

Como aquellas primeras esculturas griegas -los Apolos arcaicos- que muestran su forma tosca y rudimentaria, el torso sin desbastar, los brazos pegados al cuerpo y las piernas juntas, dando una fuerte impresión de primitivismo, los poderes sobrenaturales que utiliza Espronceda en su poema, apenas se destacan del cañamazo de la narración. Son formas vagas, sin la plasticidad objetiva y tangible que es necesaria para que el lector sienta el escalofrío de las cosas presentes y verdaderas, aun cuando correspondan al orden sobrenatural o extrahumano. El Mefistófeles de Goethe se hace palpable. La deidad de Espronceda no lo es: quizá porque no conviniera a su rango maravilloso adoptar, en el tercer piso de una casa de huéspedes, la forma de un ser viviente, fácilmente identificable.

Pero aunque sean muchos los reproches que respecto de estas circunstancias del poema pudieran hacerse a su autor, la verdad es que pocos poetas aventajarán a Espronceda en inspiración y deslumbrante fantasía, y que algunos trozos aislados, tales como el Himno a la Inmortalidad, la canción de la Muerte y la brillante palabrada del Genio del hombre, han pasado ya a la posteridad como rotundos ejemplos de alta poesía275.

No podía faltar a la lira de Espronceda la cuerda que pulsaron en la antigüedad Calino de Efeso y Tirteo. La situación política de España en los días en que vivió nuestro vate se prestaba mucho a este género de versos. La elegía A la Patria, el Dos de Mago y la Despedida del patriota griego de la hija del apóstata son tres bellas composiciones en las que alienta el mismo anhelo de redención nacional. La elegía fue escrita en Londres durante el destierro de Espronceda. A esto obedece sin duda el exaltado sentimiento españolista que se advierte en sus estrofas. El ropaje de estas tres poesías es sencillo y sobrio en la primera, cual corresponde a la sinceridad de los afectos de que hace alarde él poeta, y opulento y vario en las otras dos, con las que se puede emparejar en bríos y lírico arrobamiento, el Himno al Sol276.

En la época de Víctor Hugo, Sue, Jorge Sand y Soulié tampoco podía estar muda la musa demagógica. Musa espuria, pues nada tiene que ver la poesía con la cuestión social, pero los románticos no siempre se allanaron al puro principio estético de «el arte por el arte». De aquí esas composiciones intituladas El mendigo, El reo de muerte y El verdugo, que ni afean la obra poética de Espronceda, ni aumentan su mérito y brillantez. Más bien hemos de considerarlas, juntamente con el Pelago277, obra de juventud y de remedo de los clásicos, la prosa novelesca y Doña Blanca de Borbón, tragedia en cinco actos, como variantes, poco notables, del genio literario de Espronceda.