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ArribaAbajoCapítulo IV

Naturalismo erótico: el Padre Arolas


Una frente espaciosa, limitada por un pelo negro y abundante; una cara ancha, más bien redonda, con una barbilla breve y carnosa; unos ojos soñadores, como perdidos en este mar de carne del rostro; una boca de labios finos y correctos y ningún signo exterior que denote o anuncie desequilibrio, anormalidad alguna de la mente. Sin embargo, la persona con que concuerdan estos rasgos fisonómicos perdió el juicio en 1844 y sin rescatarlo murió el 23 de Noviembre de 1849.

Si los límites que nos hemos trazado al escribir esta obra no nos compeliesen a ser breves y a ahorrarnos todo lo que no sea substancial e importante, sería tentador el intentar dar solución razonada y definitiva al caso del padre Arolas291, que es a quien corresponde la pintura que acabamos de hacer. ¿Abrazó voluntariamente la carrera religiosa, entrando como novicio en Peralta de la Sal en 1819 y profesando el 23 de Agosto de 1821, cuando contaba la temprana edad de dieciséis años? Los biógrafos de Arolas -Rafael de Carvajal, Antonio Ribot, Albino Körösi, Lomba y Pedraja- no han resuelto tampoco de plano y para siempre la autenticidad o el engaño de los amores de nuestro poeta, en los que habría que creer a pies juntillas, si diéramos fe a estas palabras que el mismo Arolas escribió en el prólogo de sus Cartas amatorias: «Nada se halla en este pequeño volumen que sea hijo de la ficción y que no esté realzado por la verdad» . ¿Fue un error, atribuible tan sólo a los pocos años que tenía Arolas, como observa muy juiciosamente Valera292 el que se decidiese por la vida religiosa? A los dieciséis años quizá sea un poco aventurado resolver sobre cuestión tan grave, y cualquiera acuerdo que adoptemos estará sujeto a los cambios y mudanzas del pensamiento, y a las indecisiones de la voluntad. ¿Habrá que achacar a esta precipitación, hija de la mocedad impresionable y versátil el error de nuestro poeta, sin que sea necesario indagar si hubo durante el noviciado alguna fuerte pasión amorosa que desbaratase las castas intenciones del futuro religioso? Sea ésta o no la explicación más lógica del hecho, la realidad inalterable nos dice que el fenómeno existe aunque nos falle la razón al pretender desentrañarlo. Y si el acuerdo de ingresar en la Orden escolapia fue espontáneo y libérrimo, ya que los únicos que podían haber aconsejado tal determinación, los padres del poeta, más bien parece que se opusieron a ella, aunque débilmente, ¿qué interpretación debe darse a las múltiples protestas que contra la vida monástica contiene el poema romántico La Sílfida del Acueducto?

Hay que inclinarse a creer que Valera tenía razón al proclamar la extemporaneidad de la resolución tomada por nuestro poeta. No se explica si no la amarga decepción que siente Arolas al verse prisionero de la Orden escolapia, y que adopta forma rítmica tan prolífica y candente como ésta:


«Y el hábito sagrado
vistió más con dolor que con contento»
..............................
«¡Ah! quien quiso que un doncel
renuncie a su libertad,
antes de tener la edad
del discernimiento fiel,
es un bárbaro y cruel,
es un monstruo del averno;
de un remordimiento eterno
tragar debe amarga hiel»
..............................
«Un padre inhumano fue
(Ricardo le respondió)
quien el traje me vistió
del claustro que detesté»
..............................
«De víctimas que el hábito vistieron
contra su voluntad, y hasta la tumba
arrastraron su pena y su tormento.

.

-(La Sílfida del Acueducto. Valencia 1837)293                


El padre Juan Arolas

El padre Juan Arolas

[Págs. 296-297]

Cómo conciliar tampoco su estado eclesiástico con aquellos cuartetos que empiezan así:


«¡Tiempo infeliz! de Cristo los ungidos»


o con estos otros versos:


«¡Oh libertad! Bien dulce y no preciado
sino cuando perdido,
que siempre fuiste amado
..............................
después de conocido»
«Yo vi caer oh dulce patria mía
de tu cuello infeliz duras cadenas»
(Se refiere el poeta al año veinte).
..............................
«¡Sagrada libertad! Risueño encanto
tras que se lanza juventud briosa,
mi débil musa te rindió su canto
en su infancia feliz y venturosa».


(Íbidem).                


¡Qué flagrantes contradicciones entre el estado religioso de Arolas y sus poesías!294. El mismo misterio de que están rodeados los pretendidos amores de nuestro autor existe con relación a su extraño acuerdo de entrar en la comunidad escolapia. De cuanto se dice en el poema citado se desprende que no hubo elección espontánea y libre, sino por el contrario imposición paterna. Claro que no todo lo que escriba un poeta debe tenerse por autobiográfico, y si es cierta la contrariedad que sintieron los padres de Arolas, de profesión comerciantes, al conocer la decisión de su hijo de abrazar la vida religiosa, hay que pensar forzosamente que ninguna relación tienen con nuestro poeta esas declaraciones de repugnancia respecto del claustro, ni de la determinación de entrar en él. Reconozcamos, sin embargo, que todo esto es muy raro y que de no acogernos a la interpretación que le da Valera, habría que creer que existe aquí un arcano, tentador, por cierto, para la investigación literaria, ya que despejado sería tanto como conocer las raíces espirituales de la poesía amatoria y anacrónica del padre Arolas.

En la poesía no puede faltar nunca el tema erótico, porque de él se desprenden diversas situaciones del espíritu que hermosean y dan mayor atractivo a la obra de arte. Pero será tal vez desusado en nuestros días que un religioso emplee tales elementos poéticos, depurándolos y quintaesenciándolos en el alambique de refinadísimo erotismo, y que su inspiración y su fantasía, muy opulentas y vigorosas, se recreen en pintarnos verdaderos paraísos de placer, con mujeres hermosas e incomparables, cuyos atavíos y joyas suspenden el ánimo y anublan el sentido; países de una geografía más imaginaria que real, donde hay sultanas, odaliscas y huríes que conocen todos los secretos del amor, y como recursos decorativos una vegetación espléndida y variada, multitud de pájaros tropicales, de maravilloso y polícromo plumaje, mariposas, gacelas, águilas, a más de aquellos estimulantes del olfato, como pebeteros, pomos de ricas esencias y plantas rarísimas que embriagan y atontan, aumentando el poder de ensoñación y la voluptuosidad y pereza de los sentidos.

Este boato, esta suntuosidad colorista, exótica y lujuriante, nada de extraño tendría en otro poeta cualquiera, pero ha de sorprendernos, por necesidad, en el ilustre escolapio. ¿Cómo explicarnos el fenómeno? A nuestro juicio o había dos personas distintas en Arolas, el religioso y el poeta, con separación e independencia absolutas, o el poeta absorbió al religioso por mandato de la naturaleza verdadera. Porque si es cierto que el inspirado autor de Poesías caballerescas cantó a Dios en hermosas y delicadas composiciones, como en La Creación, no fue la cuerda mística la que pulsó mejor, inflamándose más fácilmente su alma en la llama del amor humano.

Nacido el padre Arolas en una época de transición, fue clásico, como lo había sido Martínez de la Rosa y el mismo Espronceda mientras estuvo bajo la férula del inspirado autor de La muerte de Jesús, pero pronto repudió el clasicismo, si bien con restricciones impuestas por el buen gusto, para enrolarse en las filas románticas. Su ardiente naturaleza, mal disimulada bajo la fría austeridad del hábito, le había promovido al estudio de los clásicos del amor. Familiares le eran, pues, Ovidio y Tibulo, Garcilaso y Lope, en cuyos versos aprendió a cultivar el tema erótico. Triunfante el romanticismo, que en su desapoderada acometividad había destruido los últimos baluartes neoclásicos, Arolas se incorporó a la nueva escuela, aportando el empuje y bizarría de su inspiración y la propensa actividad del espíritu respecto del sentimiento amoroso. Impregnó sus versos de áloe, de cedro, de sándalo, de jazmín, de ámbar, y los alindó con diamantes de Golconda y perlas de Basora o Akoja. Del poderoso atractivo que tenía para los románticos este mundo tentador, irresistible, penetrado de mórbida voluptuosidad, es excelente testimonio nuestro poeta. Las esencias de la Arabia, las rosas de Idumea, y de Fayaoun, los lirios de Damahór, la púrpura del Helesponto, los corales, nácares y rubíes, el opio de Tebaida, el almizcle de Kothén, la fresca y gustosa sombra de los oasis, los tálamos perfumados y prometedores, bajo un tendal de sedas y de grana, las maderas de Comorín, las arpas de ébano y marfil, y el aljófar enhilado, y los palanquines, y las palmas datileras de ancho abanico, y el cinamomo, y el colibrí, y el elefante, constituían un arsenal de variadísimos elementos de los que enseñorearse la fantasía. Arolas los empleó con tino y maestría. El amor frívolo, lleno de arrebatos incontenibles y de dulces desfallecimientos, tuvo brillante resonancia en sus poemas.

Quizá no sea aventurado decir que el naturalismo erótico del autor de Las Orientales es único, pues ni Zorrilla, ni incluso Espronceda le aventajaron en este género. Hay aquí mayor sinceridad amatoria, recursos de la fantasía más cálidos y espontáneos. Fluye la vena sensual copiosamente, sin refinamientos viciosos, pero con ímpetu y vasallaje. Lo que en otros poetas puede parecer convencional y afectado, como lo fue la poesía pastoril de Meléndez Valdés, por ejemplo, con relación a los antiguos idilios bucólicos, en el padre Arolas recobra su expresiva naturalidad. Las bellas e indolentes sultanas, el rico atavío, joyas y perfumes con que se hacían más codiciadas, y el ambiente de seductora molicie que las circuía, tienen su marco condigno en estos versos, quizá un poco muelles y afeminados, pero llenos siempre de lozanía moceril y de ardiente luminosidad.

No en balde había vivido la mayor parte de su vida en Levante. La luz mediterránea y la serenidad del cielo han ejercido notable influencia en el arte. Sorolla, Muñoz Degrain, Blasco Ibáñez, Querol y Teodoro Llorente, por no citar sino a los que se nos vienen de súbito a la memoria, están pregonando a gritos en sus obras el poderoso ascendiente levantino: la orgía de luz de su cielo eternamente azul, tranquilo y limpio. En esta atmósfera tibia y fulgurante en que todo brilla tanto que llega a desvanecerse por efecto de su misma luminosidad, se impregnó de erótico lirismo nuestro poeta. Sin grandes conocimientos del Oriente, con un sentido más instintivo que científico, abordó triunfalmente la poesía orientalista, sumándose, sin menoscabo de la originalidad literaria, a la ilustre familia de los Hugo, Byron, Gobineau y Zorrilla, que en prosa o verso cultivaron el mismo tema. Dominar éste con tan escasos estudios sobre los países asiáticos, sin conocerlos de visu en cuanto al paisaje y clima se refiere, y con una somera preparación de sus costumbres y actividades en las épocas en que más puede beneficiarse la poesía, es extraño fenómeno que hemos de atribuir a la imaginativa. Hay no se qué de inconsciente, de inexplicable en todo esto. La naturaleza obra prodigios, enseñando por alto y peregrino modo el sentido de las cosas que, por lejanas que se encuentren y desconocidas que nos sean, están en el espíritu como en germen o embrión, y basta el soplo del aire tibio y perfumado que nos rodea, el fulgor de la luz o el espejear del agua del mar a pleno sol, para que se produzca el milagro. ¿Cómo si no cultivar con éxito la poesía oriental? Ya ha señalado la crítica la deficitaria cultura de Arolas a este respecto. Es posible que todo el bagaje científico y literario del autor de Canto hebreo, Los amores de Semíramis, Fakma y Acmet, Romance morisco y Leyenda tártara, en cuanto a este género de poesía se refiere, no pasase de la lectura de los libros poéticos del Antiguo Testamento, de las Orientales de Víctor Hugo y Zorrilla, de las Poesías asiáticas del conde de Noroña, del drama Sakuntola de Kalidasa y de las narraciones de Galland. Sólo la fantasía, la imaginación creadora, apoyada en tan breves noticias orientales, podía salvar este magno obstáculo. Pero ¿es que Dante estuvo con Virgilio, verdaderamente, en el Infierno, ni Milton en el Paraíso? Y sin embargo, quién se atrevería a reprocharles que la pintura de uno y otro lugar, de acuerdo con la imagen que de ellos se nos ha dado, es torpe y deficiente? La fantasía de un poeta puede hacer milagros; pero además sabemos que Arolas estaba asistido de un gran poder de asimilación, que su talento poético se nutrió, sin desdoro ni merma de la propia personalidad literaria, de la savia ajena. Así advertimos a lo largo de su obra numerosos testimonios de este trasiego lírico. Del Romancero del Cid en El cerco de Zamora, Leyenda del Cid y Romance295 de Víctor Hugo y Zorrilla, en las Orientales; de Espronceda, en Cuento fantástico; de Mora, en El Abad Duncanio; de Baltasar de Alcázar, en El viejo y las cuentas; del duque de Rivas, en sus Caballerescas; de Quevedo y Góngora, en El Vaticinio y La Serrana y otras composiciones joco-satíricas; de D. Nicolás Fernández de Moratín y Jorge Manrique, en sus quintillas y coplas de pie quebrado; y de Byron, y los poetas provenzales y hebraicos, y Tomás Moore, y Lamartine y Haíitz, el Anacreonte persa, en diferentes pasajes de su copios a producción poética.

Si se nos diese a elegir entre toda ella nos decidiríamos por sus Orientales y Caballerescas. No se nos oculta que en el nutrido ramillete de sus poesías religiosas, las hay muy bellas, tanto por la forma apretada, escultural, rica en imágenes y colorido, como por los afectos de que, en mentadas composiciones, hace gala el poeta. Que aunque no logren esa plenitud de sentimientos, de áurea y célica ternura, de los grandes cantores del espíritu cristiano, ni su profundo simbolismo y místico alcance, están impregnadas de fervor y entusiasmo religioso, como por ejemplo: Dios Hombre, El Ángel del Señor y Al nacimiento del Redentor. Pero convengamos, como ya queda dicho, que esta cuerda de su lira no era la mejor templada, la que vibró con más hondos, recios y acordados sones. El amor, con toda la muchedumbre de voces y matices de que se hace seguir, con sus latidos más tiernos y elocuentes, con sus fugas al placer, como culminación y remate de la pasión misma que, desatada e incontinente, ya no puede volver y retreparse sobre sí, ni trocar sus lascivas brasas en el fuego de Isaías, que al devorar el corazón le renovaba, el amor, decíamos, era la fuerza propulsora de nuestro poeta. Tan es así, que no será difícil comprobar a través de sus versos sacros, cómo se escapa el pensamiento de Arolas hacia otros lugares donde más holgado y jubiloso acomodo halla. Lo mismo que la brújula mira siempre al norte y que los ríos siguen la inclinación de sus cauces, el cisne del Turia iba tras Psiquis hasta quemarse en su temblorosa llama. Este era su norte y este el suave declive de su álveo. Imágenes, comparaciones, metáforas, es decir, todo cuanto constituye el lenguaje tropológico está empapado, transido de este sentimiento. De aquí que algunas veces nos sorprendan, por su resonancia anacrónica y extemporánea, ciertas representaciones de que se vale Arolas para exteriorizar afectos e ideas en sus poesías religiosas, y que en vez de atraernos hacia el objeto fundamental de cada una, nos aparta de él en una inconsciente derivación hacia lo profano y perecedero. En cambio, vienen como anillo al dedo estas explosiones súbitas de la imaginación, este ropaje ardiente, expresivo, deslumbrador, recamado de rica pedrería, hecho de plumas y nácares y ámbar, y todo cuanto pueda llegar al alma, pero no en vuelo directo de saeta, sino a través de los sentidos, en las poesías orientales y caballerescas, como La Babucha, Zora la tártara, El Harén, Don Alfonso y la hermosa Zaida, o en las amatorias, ungidas de leve y regalada voluptuosidad, como Plegaria, La cita, El encanto y Sé más feliz que yo.

El lenguaje de Arolas es apasionado, cálido, turgente. Caudaloso en imágenes y símiles que hieren nuestra atención con lanzada honda y durable. En lo descriptivo y pictórico queda por bajo del de Zorrilla y el duque de Rivas, que se dilatan más en la vistosa y gaya prosopografía de sus romances y leyendas. Pero no desmerece en la intensidad y el colorido. Es abundante, castizo, lleno de pormenores indumentarios, de piedras preciosas, de perfumes, de guzlas y címbalos, de armas, de cosas, en fin, que, por la belleza y sonoridad de sus denominaciones, dejan en el espíritu del lector como una estela de color y de música296. Saltan las imágenes y comparaciones unas tras otras, en un cegador centelleo, y el verso se endurece y templa en lo atraillado de las palabras, que no ocupan vacíos métricos, sino que proclaman su jerarquía, tanto formal como ideológica.

Mentiríamos si a pesar de todo esto no notáramos también la desgana, monotonía, descuidos e insulsez de algunas composiciones de Arolas, escritas más por ejercicio de la mente, distracción o hábito que como verdadero desahogo del corazón y de la fantasía. Pero ¿a quiénes no les ocurre otro tanto, si se les mira con enfadosa severidad a lo largo de su obra? Pocos poetas, como Bécquer, por ejemplo, podrían salir airosos de esta prueba.