Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo III

Martínez de la Rosa, Larra y el duque de Rivas.


No vamos a examinar una por una, todas las obras del teatro romántico. Quédese esta tarea para los críticos enumerativos y estadísticos. Además, los que deseen tener noticias respecto de lo que pudiéramos llamar obras secundarias del romanticismo dramático, pueden acudir a La literatura española en el siglo XIX, del padre Blanco García, o a El romanticismo en España, de don Enrique Piñeyro, o a La historia de la lengua y literatura castellana, del padre Cejador, si bien en esta última se reproducen ad pedem littaere los juicios y afirmaciones contenidos en las otras dos. Las principales características del teatro romántico están bien visibles en cuatro o cinco de sus obras fundamentales, y el resto de éstas, aun siendo muy copioso, no ofrece sino variedades y singularidades más externas o de forma, que profundamente específicas.

La primera detonación romántica, si bien la artillería de nuestros escritores estaba aún emplazada bastante lejos respecto del verdadero objetivo, fue el drama Aben-Humeya, de Martínez de la Rosa442, representado en París en 1830443 bajo el título de La rèvolte des maures sous Philippe II. Cronológicamente, en la producción literaria del dramaturgo granadino, esta obra es la primera manifestación del teatro romántico, aunque después se estrenase en Madrid, con el nombre de Aben-Humeya, en 1836, esto es, posteriormente a La conjuración de Venecia, del mismo autor, al Macías, de Larra y al Don Álvaro, del duque de Rivas.

Martínez de la Rosa no abrazó el nuevo dogma literario con renunciación expresa y solemne a toda recaída en el romanticismo. Esta hubiera sido la actitud lógica de un romántico auténtico. Pero el romanticismo de Martínez de la Rosa, incluso como el del duque de Rivas, era más bien acomodación del espíritu al nuevo modus operandi, que fruto de una honda y definitiva consubstanciación. Hay una notable diferencia entre decidirse por un flamante sistema constructivo dentro del arte, como consecuencia de un acto libérrimo de la voluntad en adaptarse al ambiente que nos rodea, que manifestarse literariamente al impulso de una fuerza interior, de un íntimo hervidero de la conciencia estética, la cual se dicta a sí misma, no por prurito imitador, sino por un imperativo de nuestra propia naturaleza. En este último caso somos rectilíneamente puros, como lo fue Musett y nuestro Espronceda, en la lírica, y Víctor Hugo y Zorrilla en todos los géneros que cultivaron. Pero en el segundo caso aparecemos como un carácter oscilante, mediatizado por la moda, que lo mismo irrumpe en la arena candente de la liza, esto es, de la revolución literaria, como se desentiende de ésta y torna al apacible regusto de las viejas doctrinas estéticas. El autor de La vida de Padilla y Moraima, fue un ejemplo de este pendulismo literario. No había cuajado todavía la nueva escuela. Las explosiones ruidosas, espectaculares, del teatro romántico, se venían preparando, pero no habían ocurrido aún, y Martínez de la Rosa, más discursivo, moderado e incluso tímido, que resuelto e impetuoso, anda y desanda el camino. Moratiniano en Lo que puede un empleo, Los celos infundados, La niña en casa y la madre en la máscara y La boda y el duelo; precursor romántico y campeón de esta nueva modalidad dramática, en Aben-Humeya y La conjuración de Venecia; pseudoclasicista en la Poética, cuyos estrechos moldes preceptivos nada desmerecerían de la rigidez dogmática de Boileau o Blair, y en el Edipo, quizá y sin quizá, la obra más perfecta de Martínez de la Rosa. Fue, como en política, fluctuante, impreciso, desteñido; sin esa viveza de color, sin ese fuego, súbito y sofocante, que da tono, carácter, personalidad, honda y durable, a nuestra vida. Sus actos políticos, como sus obras literarias, no arrancan de una misma base; no se alimentan de unos mismos principios; por eso, aun siendo notable su paso por la gobernación del Estado y por la república de las letras, hay no sé qué de postizo, de desvaído, de oscilatorio, en su espíritu, que tiende a rebajarle y constreñirle.

La revolución literaria, como la revolución política, no admitía medias tintas. Si no cabía, por muy buena voluntad que se tuviese, conciliar el ímpetu destructivo y regenerador del liberalismo político, con la moderación y la templanza gubernamentales -que esto quiso ser el Estatuto Real- tampoco era fácil armonizar las exorbitancias del romanticismo con el equilibrio y la ponderación inherentes al arte clásico. Este es, a nuestro modesto juicio, el defecto capital de la obra literaria de Martínez de la Rosa. La falta de resolución para tomar partido entre las dos corrientes que se disputaban el campo. Débil, quebradiza, exhausta, o poco menos, la una, y prometedora, la otra, de potente y corajudo brío.

Así y todo no debemos desdeñar la aportación del ilustre granadino al nuevo régimen literario, Aben-Humeya444, representada con más fortuna, si bien nada ruidosa, en París, que en la capital de España, no es una de esas improvisaciones que habían de venir después, en que falta todo: la preconcepción dramática, el estudio esmerado, hondo, concienzudo, del paisaje histórico en que hemos de encuadrar la acción; de los caracteres; de los afectos humanos; y de los contrastes. El asunto, ya tratado en nuestro teatro clásico por Calderón de la Barca, y resucitado contemporáneamente por Villaespesa, se presta mucho a la escena, y sobre todo, cuando las actividades políticas de España aconsonantaban con este episodio histórico, y le hacían cobrar aliento y resonancia. Martínez de la Rosa, como hizo también con el Edipo -tan injustamente tratado por Menéndez y Pelayo445-, estudia la vida y carácter de Fernando Valor; el marco local y arqueológico de la acción, tan novelesca, romántica, inusitada; busca los contrastes emotivos; las situaciones conmovedoras, no ajenas a cierto patetismo; constriñe y revaloriza el lenguaje, sencillo, expresivo, candente en los trances de más subido interés dramático, y da a las figuras un contenido real y humano, que nada tiene que ver con el convencionalismo escénico y la endeblez del amasijo vital de que adolecen casi todas las obras del teatro romántico.

¿Por qué el público de aquellos días desdeñó todo esto? ¿Por que la crítica -incluso la de escritor tan agudo y bien orientado como Fígaro446-, apenas si justipreció los quilates de oro que contenta este drama histórico-novelesco? Si un público indocto, ramplón y mal acostumbrado, puede errar al mostrar su desvío respecto de una obra, la crítica, por cuanto tiene de magistral y aleccionadora, no debe incurrir en igual torpeza. Larra satiriza a Martínez de la Rosa en vez de juzgarle. ¡Buena ocasión aquélla en que ejercitar su dicacidad corrosiva! No es cosa de todos los días enfrentarse con un autor dramático que había sido Presidente del Consejo de Ministros. La rebelión de la morisma; el contraste de la campana llamando a los fieles en el instante en que va a tener espléndida coronación el ideal subversivo de un pueblo despojado de sus libertades, creencias, costumbres e intereses; el incendio y destrucción de la villa de Cádiar: «Di a Mondéjar que venga a tomar posesión de la villa... ¡nosotros mismos vamos a iluminarle el camino!»447; la marcha ascensional del tercer acto hasta su culminación dramática, debieran haber merecido mejor trato del público y de la crítica448.

Pasemos de la agreste y feraz Alpujarra, ancho y caliente nido de la sublevación morisca que tanto inquietó a Felipe II, al marqués de Mondéjar y a don Juan de Austria, a Venecia, la seductora ciudad del Adriático. En este lindo escenario, de irresistible atractivo para los poetas y los pintores, va a desenvolverse la dramática acción de La Conjuración de Venecia449. Esta obra de Martínez de la Rosa, que se representó durante un mes sin interrupción alguna, fue dentro del teatro romántico, el aldabonazo más fuerte dado por dicho autor. En 1310 la fisonomía política de Venecia, con el rigor de sus leyes, los terribles castigos impuestos por el famoso Tribunal de los Diez, sus pintorescas diversiones de Carnestolendas, y el hechizo inefable de sus edificios, cuyas ingentes y armoniosas moles se miran en las quietas aguas del canal, brinda al autor dramático variados afectos y contrastes con los que urdir una obra de vigoroso contenido. Paralelamente a la acción política se desarrolla una honda pasión amorosa: la del joven Rugiero y Laura, hija del senador Morosini. Ambos elementos dramáticos, con toda la gama de matices delicados y recios, están sabiamente combinados para alcanzar, en distintos pasajes de la obra, y principalmente en los actos cuarto y quinto, la plenitud sentimental y patética. Bello y profundo contraste forman el desordenado júbilo del Carvanal, con sus bulliciosas y aturdidas máscaras, y el sigiloso devenir de una conspiración, cuyos agentes más notables andan hábilmente distribuidos entre las comparsas alegres, entrometidas, alborotadoras, esperando que suenen las primeras campanadas de la media noche para alzarse contra el gobierno. Terribles e hirientes, la escena del Tribunal y aquella otra, lindera casi del pavor, en que Rugiero, condenado al patíbulo, encuentra en el camino, a la desdichada Laura. La fuerza expresiva, aguda como la saeta, del diálogo; el indómito desenvolvimiento de las actuaciones, y sobre todo, esa robusta pasión de Rugiero y la hija de Morosini, embelleciendo, con la ternura y resonancia de los afectos más patéticos, la subversión del pueblo contra sus severos sojuzgadores, dan a esta obra un alto valor estético y humano, que el público de entonces supo discernir y la crítica ensalzar. ¡Qué diferencia de este drama, todo vida, movimiento, acción, respecto de La viuda de Padilla, palabrero, discurseador, declamatorio; sin pujanza y bríos en los caracteres y situaciones; desdibujado e insubstancial, porque todo el amasijo, elaborado por la mente creadora, trasciende a cosa postiza y de relumbrón!

En 1834 se representó por primera vez el Macías, de Larra450. Es la única obra original del gran satírico. No más mostrador está inspirada, como ya se ha dicho en otro capítulo de este libro, en el Adieux au comptoir, de Scribe y Legouve, que a su vez, tiene como antecedente literario, en cuanto se refiere a su idea capital, Le bourgeois gentilhomme, de Molière y en Le portrait de Michel Cervantes, de Dieulafoy451. Felipe, Roberto Dillón -obra de acción muy rápida, dramática y espectacular, por lo que duró bastante en los carteles-, Un desafío o dos horas de favor, Don Juan de Austria, de Casimiro de la Vigne, Siempre, El arte de conspirar, Partir a tiempo, ¡Tu amor o la muerte!, de Scribe, y Las desdichas de un amante dichoso, son traducciones más o menos libres. El conde Fernán González, no se representó, como tampoco, seguramente, La madrina y Los Inseparables452. Quien con tanta razón había exclamado, en son de amargo reproche para nuestra desidia creadora: «¡Lloremos y traduzcamos!» no hizo otra cosa que traducir, y no diremos que llorar también, porque su corazón estaba seco.

Deliberadamente omitimos todo comentario de Roberto Dillón o el católico de Irlanda. Aun cuando es obra en la que abundan los elementos románticos, que habían de enseñorearse, poco después, de la escena española, no es un drama original y por consiguiente no puede considerarse como una aportación personal al acervo del romanticismo español.

El Macías fue una escenificación, más o menos variada, de la novela del mismo autor El Doncel de Don Enrique, el Doliente. No es necesario sujetarse, en la composición de una obra dramática o novelesca, al modelo histórico en que nos inspiramos. La historia ha de ser fiel reproducción de los acontecimientos que recoge en sus páginas, porque su cometido es testificar sobre hechos concretos y legar a los tiempos venideros con toda fidelidad y pulcritud interpretativa, cuanto ocurrió en el pasado y merece perpetuarse en la memoria de los hombres. Por el contrario, la poesía, el teatro, la novela, son moldes menos rígidos y veraces, y en obsequio del arte, esto es, de los fines que se persiguen en la realización de lo bello, cabe adulterar las cosas, siempre que los rasgos fundamentales de los caracteres, se conserven en su propiedad y vigor, pues de no hacerse así, faltaríamos no sólo a la verdad histórica, sino también a la verdad estética, la cual ha de tener siempre una base real o verosímil. Quizá fígaro abusase de esta libertad de acción, desentendiéndose demasiado de cuanto la tradición y la historia nos dicen del desdichado trovador galaico. Pero no es éste el principal defecto de la obra, sino la pobreza, endeblez y desmaña de la versificación que, aun variada en el metro, cual conviene a las diversas fases y trances dramáticos, es floja, fría, incolora, sin los altibajos de la inspiración. Escenas hay en el drama, que por su fuerza pasional requieren estro más encendido y brillante. Y siendo la poesía principalmente forma, que ganará de valor si contiene altas ideas y hondos afectos, ninguna obra dramática, por interesante que sea su fábula y bien planeada que esté, alcanzará, en su plenitud, el fin estético, si el verso carece de empaque y brío.

A quien amó tanto, como Larra, se le puede exigir más fuego y colorido dramáticos. Es él el que ama, el que ve alejarse de modo fatal e irremediable, al objeto de su pasión, el que sufre y cree morir, de celos primero, de desesperación, más tarde, pues al trasvasarse al Macías debe inflamarle hasta hacer de él una llama viva... No ocurrió así porque Fígaro fue más analítico que creador; más satírico y filósofo, incluso, que poeta, y en este empeño dramático era el corazón y no la mente; el sentimiento y no la lógica y el buen sentido, los que habían de ganar la batalla.

Como el público de entonces no se detenía a discernir el valor intrínseco de las obras, su mejor o peor acomodación a las reglas del arte dramático, la nitidez y apretadura del verso, acogió favorablemente el Macías, que es copioso en trances de efecto, y procura combinar todos los recursos escénicos de modo que el espectador salga bien saturado de emoción, rayana casi en lo melodramático. Y en cuanto a los caracteres se refiere -fin primordial del arte: Hamlet, Pedro Crespo, Fausto, Harpagón- ni los protagonistas, el Doncel y Elvira, ni mucho menos, como es natural, Villena y Fernán Pérez, están forjados de una sola pieza y con trazos vigorosos, cual convendría453.

El duque de Rivas fue el verdadero adalid del romanticismo. Los ensayos y experiencias de Martínez de la Rosa y de Larra, precursores suyos, como acabamos de ver, podrían ser tenidos por escarceos, barruntos y tentativas frente a la fuerte explosión romántica que es el Don Álvaro454. Aquí aparecen rotas del todo las trabas del pseudoclasicismo. El autor que escribió Ataúlfo, Aliatar, Doña Blanca, El duque de Aquitania, Maleck-Adhel y Arias Gonzalo, cortadas por el patrón neoclásico y bajo el ejemplo más próximo de Quintana y Alfieri, se desembaraza ahora de todo lastre preceptivo, y sin unidades, ni coturno, ni reyes y príncipes, ni señoril y áulico lenguaje, plasma en duro bronce literario la acción singular, insólita, tremebunda del Don Álvaro. En el romanticismo no cabía la manera, por demás ecléctica, de Larra. Había que abrazar el nuevo dogma literario, si no con íntima convicción, sin restricciones, al menos, o permanecer fiel a los antiguos cánones. El duque de Rivas, que había estado en Francia desterrado, allá por el 1830, fue testigo, casi, de la gran revolución literaria apadrinada por Víctor Hugo, Musset y Alfredo de Vigny, y bajo este poderoso ascendiente entronizó en nuestro país, no el germen o primera fase floral del romanticismo, sino su manifestación culminante y definitiva, ya que lo que hubo de venir después, no fue más que una variante de aquel fenómeno estético.

Y don Ángel, pese a su natural optimista, ha de renunciar aquí a tales cualidades, y dejándose llevar de cierta inclinación suya, como buen andaluz, a la exageración, amontonará a brazadas en su Don Álvaro455 todos los recursos de que puede echar mano su ingenio para conmover a los espectadores, para herirles profunda y reciamente en la raíz misma del sentimiento. Aquel aristócrata de la mejor ley, en cuanto están ensambladas en él la nobleza de la sangre y de la mente, que de nada sirve lo primero sin lo segundo; que cuenta con donairoso gracejo los más chispeantes chascarrillos; que anda metido en galanteos y querellas de amor, vémosle emplearse en la ejecución de una obra dramática tan rica en situaciones tremendas; de tan vastos recursos escénicos y fruto, bien sazonado, del frondoso árbol del romanticismo, a cuya sombra grandiosa fueron a cobijarse los ingenios más brillantes del siglo XIX.

¡Al desván de los trastos inservibles con los cánones literarios de Boileau, Batteux y Luzán! La revolución es como la mancha de aceite que se va extendiendo cada vez más sobre la superficie del objeto manchado. Conmovidos hasta en sus cimientos los principios políticos, el arte ofrecía un ancho campo a la experimentación literaria, y allá fue el Duque, bien pertrechado y empapado de romanticismo, a ganar la pelea que se venía librando, entre recalcitrantes e innovadores. Mezclará la prosa con el verso; lo cómico y lo trágico; el lenguaje castizo, incluso achabacanado, de la gente de rompe y rasga, con la frase señoril y elegante. Distribuirá la acción dramática en el tiempo y en el espacio, sin los agobios y estrecheces del neoclasicismo. Acumulará sobre el infortunado Don Álvaro las más terribles vicisitudes, hasta que, incapaz de sobrellevarlas, a pesar de su nuevo estado, pues ya es sabido que se hace religioso, acabe despeñándose, tras de proferir tremendas blasfemias. Y buscará, por último, aquellos contrastes, como el que se obtiene del desafío entre Don Álvaro y Don Alfonso, el hermano de Doña Leonor, pues no es nada corriente ver remangarse los hábitos a un fraile y cómo espada en mano se lanza sobre su fatal enemigo, que más vigorosamente puedan apuñalar el corazón de los espectadores y confundirlos de emoción y pavor. Y lo sorprendente del drama, dicho sea sin la menor ironía, es que toda su patética espectacularidad depende de un involuntario disparo. De no descargarse la pistola, que lanza de sí Don Álvaro al caer de rodillas a los pies del marqués de Calatrava, y herir a éste mortalmente nada de lo que sucedió más tarde habría ocurrido de seguro456. Es decir, que la muerte de Don Carlos, de Don Alfonso, de Doña Leonor y la del mismo Don Álvaro, provienen de tan infausto accidente; el cual podría haberse evitado si el héroe del drama hubiera sido más prudente, ya que, temeraria imprevisión es lanzar contra el suelo una pistola cargada. ¡Ah, pero la prudencia de Don Álvaro habría frustrado, en cambio, la posibilidad del drama! Y no olvidemos que lo que pudiera tenerse por un recurso o artificio del autor, no es sino un imperativo del sino, de la fatalidad, de la suerte o de la ventura, que todos estos nombres ha barajado la crítica al referirse al caso de Don Álvaro457 ¿Pero dónde está el carácter de Don Álvaro si no vemos en este personaje más que a un juguete de fatales fuerzas exteriores?

Martínez de la Rosa

Martínez de la Rosa

[Págs. 416-417]

Imaginémonos, a efectos dialécticos, a un viajero que al subir al tren tuviera la desgracia de torcerse un pie; que entre las dos primeras estaciones y al pretender bajar el cristal de la ventanilla, se machacase atrozmente un dedo; que a mitad del camino y merced al horrísono traqueteo del tren, se le cayera sobre la cabeza un cofre que había sido mal colocado en la rejilla del coche, y le produjese una extensa herida en el occipucio: que al ir a limpiarse la herida al lavabo, resbalase en el pasillo y sufriese una fuerte contusión a la cadera, y que, por último, al apearse del ferrocarril cometiera la imprudencia de atravesar la vía, en el mismo momento de entrar un tren en la estación, y fuera arrollado, y terrible y mortalmente mutilado por la máquina. ¿Se nos ocurriría pensar que este infortunado hombre era todo un carácter? De seguro que le tendríamos por un ser vulgar, atolondrado, poco precavido; que se había acarreado esta larga serie de incidentes y finalmente la muerte, a causa de su poco talento, previsión, o cuidado. Y si la continuidad de su desventura nos inclinaba del lado de las fuerzas o agentes externos, diríamos que todo era obra del sino, de la fatalidad, o de la mala suerte, pero continuaríamos creyendo que nada tan lejos de ser un carácter como el desdichado viajero. Los tipos humanos fuertes, complejos, profundos, son los que más terminantemente están en posesión de la libertad; los que deciden sus actos e imprimen a ellos toda la fuerza, el color, la resonancia del yo, de la propia personalidad; los que obran a impulsos del sentimiento, de la inteligencia, de la sangre, de los nervios. De aquí esas grandes encarnaciones estéticas que se llaman Hamlet, Alonso Quijano, la Celestina, Don Juan, Pedro Crespo. Del libre albedrío nace la verdadera personalidad moral; del determinismo fisiológico, la bestia humana. Se nos redargüirá, de seguro, que la fatalidad griega es el agente poderoso del arte clásico. Pero el fatum helénico -fata volentem ducunt, nolentem trahunt- nada tiene que ver con el sino del Don Álvaro, ni las civilizaciones -la antigua y la moderna- son iguales en cuanto se refiere a su contenido moral, de aquí precisamente que haya que situarse en posición diferente para juzgar sus resultados o efectos. Si Don Álvaro es un juguete del sino, de la casualidad, de esa fatalidad menor que el pueblo llama ventura o suerte, no es un carácter moral, trascendente y hondo. Si Don Álvaro obra al dictado de su manera de ser, como el Tenorio, y comete los actos que comete porque es un imprudente, un temerario, un irascible, un puntilloso en cuestiones de honor, como lo es también Don Juan, al dar muerte al Comendador, y Don Quijote al arremeter contra el gallardo Vizcaíno, y los yangüeses, y el caballero de la Blanca Luna, entonces sería un carácter, ya que no reconocía otra ascendencia o impulso que la propia fuerza moral y afectiva.

Pero como el duque de Rivas no forja así a su héroe, y todo cuanto éste dice:


¡Qué carga tan insufrible
es el aliento vital
para el mezquino mortal
que nace en sino terrible!


- (Don Álvaro, jornada III, escena III)                


tiene por objeto confirmar la existencia de esa fuerza ciega, casual o fatal, bajo cuyo poder irresistible realiza todos sus actos decisivos, hay que inclinarse del lado de dicha fuerza y renunciar a fijar las particularidades de la figura moral de Don Álvaro, que, por esta razón, aparece desvaída y confusa.

No busquemos en la predestinación la razón de cuanto le sucede a Don Álvaro, sino en su propia manera de ser, y veremos agigantarse la figura moral de este héroe de nuestro teatro. Apreciaremos en su justo valor su incontinencia, lo poco discursivo y moderado que es, lo indómito de sus pasiones, que le hacen obrar contra la razón y la moral, su orgullo moceril, de hombre bien templado, capaz de raptar a Doña Leonor, pese a todos los contratiempos imaginables, aunque sean éstos tan graves como el de haber sido la causa de la muerte del marqués de Calatrava, y de dirimir con la espada en la mano las situaciones difíciles, y de guerrear en Italia y salvar acaso la vida de Don Carlos, cuando hace éste frente a los espadachines y tahures de Veletri. Pero no mezclemos con estas cosas la fatalidad, el sino, la predestinación, la suerte o la ventura. Como no se mezclan en Don Juan, no las mezclemos aquí tampoco. ¿Don Juan? Sí, sí, Don Juan. ¿Pues qué es Don Álvaro sino una mixtificación de Don Juan? Un Don Juan desnaturalizado, si se quiere, por el autor, que al tirar del sino o hado escamotea en su superficie, en el sobrehaz de su persona, a Don Álvaro; pero que no puede borrar intrínsecamente la afinidad de este personaje dramático con el Tenorio, con Mañara, con el Convidado de piedra. El héroe de Saavedra, si no es el mismo Don Juan, es un retoño del árbol frondoso de esta leyenda que el duque de Rivas, absorbido por la idea ambiciosa del sino, desfiguró y contrahizo, pero no hasta el punto de borrar por completo su ascendencia. Y visto así Don Álvaro, como una prolongación de Don Juan, cobra interés y empaque; se perfila más vigoro samente en sus peculiaridades típicas: el valor, la pasión -aun cuando aquí sea más unipersonal-, la superioridad física de las armas; lo varonil de la figura; la resolución, el ímpetu; lo que hay en él de seductor y atrayente; la intrepidez de las almas fuertes, que cuando no se les ofrece expedito el camino real, echan por el atajo.

No son tan imperiosas las situaciones de Don Álvaro como para desertar del campo de la razón. Pudo vencerlas, sobreponerse a ellas, porque sus facultades morales, de estar mejor templadas, y más dúctil la pasión a la disciplina de la conciencia. habrían vencido, sin duda, merced a su esfuerzo heroico, pero vencido al fin. Cómoda cosa es atribuir a la fatalidad todo aquello que ejecutamos contrario a la razón y a los principios rectores de la conciencia. Abiertas habrían de estar las cárceles; licenciados los jueces del derecho positivo y de la ley moral, si cuantos infringen el uno y la otra, no fueran sino agentes pasivos, juguetes de fuerzas ocultas y fatales. Don Álvaro pudo vadear el río; pero para que no se frustrase el drama era preciso remontarlo, seguir luchando a brazo partido con la corriente y perecer, por último, en el primer vórtice o remolino que surgiera al paso. Y claro, de esa desviación de la trayectoria espiritual de Don Juan y de esa insuficiencia de la fatalidad para erigirse en motor o agente del drama, nace la inconsistencia del carácter de Don Álvaro, si se le mira a la luz de una crítica honda y severa. Ni Don Juan, ni Edipo. Un ser híbrido, cruzado de dos influencias contradictorias; una, que confirma el libre ejercicio del espíritu ante todas las encrucijadas de la vida, y otra, que subordina, aunque no tan rotunda, categórica y terminantemente como la fatalidad griega, la libertad humana a un imperativo extraño a su propia naturaleza. Falta, pues, esa coordinación de rasgos privativos de los caracteres de una sola pieza, como aquellas primeras esculturas helénicas, que eran troncos de árboles desbastados.

¿Es un carácter doña Leonor? La hija del marqués de Calatrava, como la Elvira, de Espronceda, y la doña Inés, de Zorrilla, y la Isabel, de Hartzenbusch, es una mujer apasionada, dúctil y plegable a la gran tiranía del amor que, como ciego que es, según nos lo pintan los mitólogos, no analiza el pro y el contra de las cosas, vistas desde el lado moral. Es la mujer que ama; la que siente en llamas su corazón; la que impotente para contener y sojuzgar tan soberano impulso, se entrega a él y se deja moldear por sus manos pecadoras. En este estado sentimental, la conciencia o no existe o queda narcotizada, por el voluptuoso efluvio del corazón, dueño ya de sí mismo y de cuanto le rodea. El amor tiene la virtud de fundirlo todo, como el fuego ablanda el hierro y lo hace sensible al duro golpe del martillo.

No se distinguía el romanticismo por sus normas discursivas, ni por la madurez de sus pensamientos, ni por la vigorosa armazón de sus situaciones o la verosimilitud y naturalidad de los afectos. El estrecho círculo en que habían sido encerradas las tragedias de Cienfuegos, Moratín, el padre, García de la Huerta, y el pulcro y sencillo realismo de Moratín, hijo, hicieron más posibles, como contrapartida y desahogo, estas exageraciones del romanticismo. Aquellos días turbulentos no permitían los métodos analíticos de hoy. El tiempo tenía el semblante de las cosas huidizas, inaprehensibles, etéreas. Había que aprovechar lo fugaz y explosivo de la inspiración. De aquí lo que había de improvisación, de tenazón, de corazonada en las obras. Ahora, el tiempo, en cierto modo, es nuestro prisionero. Sabemos obtener de él cuanto puede darnos; la meditación, el orden, la medida, el contraste. Entonces se veían las cosas de bulto; lo que en un instante fugitivo y con más fuerza hería nuestra sensibilidad. Todo lo que salía de sus justos límites, lo desproporcionado, gigantesco, pavoroso, era lo que más fácilmente atraía al poeta; lo que mejor rimaba con su estado moral, ya fuera éste verdadero o fingido. Se amontonaban las pasiones, como hoy se agrupan, en torno de una idea capital, los matices, las íntimas particularidades de las cosas. Hoy vamos en busca de las reconditeces y de las quintaesencias, que nunca se atrapan de tenazón, sino mediante el análisis y la fuerza inquisitiva del pensamiento, que ha de salvar todas las fronteras, hasta dar en el fondo de las almas con su raíz o ápice.

No nos detengamos más en el Don Álvaro458. Ya se ha dicho por la crítica y huelga que nosotros insistamos con detenimiento sobre lo mismo, que nada hay más emotivo y conmovedor, como la escena de doña Leonor al llegar al convento de los Ángeles; ni pintura más llena de color y casticismo, que la que hace el duque de Rivas del aguaducho del tío Paco459. Que el hermano Melitón está tomado de fray Antolín de El diablo predicador, pero aventajando la imitación el original460. Y que el mesón de Hornachuelos, el Estudiante, el Mesonero, el tío Trabuco, dignos son de Goya y Theniers, de Quevedo y don Ramón de la Cruz461. Observemos, por último, que está escrito, cual correspondía a la moda literaria imperante, en diversidad de metro: redondillas, décimas, silva y romance octosílabo.

Tras el Don Álvaro y apartado ya de la arena candente de la política, pues según su biógrafo don Manuel Cañete fueron compuestas en Sevilla «a la grata sombra de los limoneros y naranjos» de la casa del Duque, convertida «en una especie de templo de la poesía y de las artes», escribió tres comedias de las llamadas de capa y espada: La morisca de Alajuar, Solaces de un prisionero y El crisol de la lealtad, el sainete El Parador de Bailén y el drama calderoniano El desengaño en un sueño, estrenado en Madrid, en el teatro de Apolo, en 1875, a pesar de las enormes dificultades que ofrecía la representación, dada la índole de la obra: una verdadera leyenda fantástica462.

Sus tres comedias fueron un remedo, nada vulgar, ni desmañado, del teatro español del siglo XVII. La morisca de Alajuar no obtuvo todo el éxito que correspondía a su buena traza literaria. Solaces de un prisionero, tiene por héroe a Francisco I, durante su estancia en la torre de Lujanes. Y Crisol de la lealtad, dedicada a D. Juan Nicasio Gallego, se desenvuelve en Zaragoza y sus aledaños, en 1163, e intervienen en su acción, como personajes centrales, Doña Isabel Torrellas, dama de la reina de Aragón, y Don Pedro López de Azagra.

La obra que sigue al Don Álvaro en importancia dramática y atuendo literario, y la que viene a confirmar de un modo rotundo el tremendo pesimismo del autor, tan en abierta contradicción con su carácter y costumbres, es El desengaño en un sueño. No hemos de tomar al pie de la letra, ni la predestinación de Don Álvaro, ni la terrible experiencia, si bien de alto modo imaginativo sufrida, del infortunado Lisardo, para deducir de aquí que el duque de Rivas era un desatentado pesimista, misántropo y negador del libre albedrío. La vida del ilustre prócer en Nápoles, cuando tenía de attaché ad honorem a nuestro don Juan Valera; sus discretos trapicheos y pindonguerías, cual habían de ser por fuerza, dada su condición de diplomático; las epístolas joco-serias, en diversidad de metros compuestas, dirigidas desde la bella ciudad del mar Tirreno, al marqués de Valmar, cuñado suyo; el mismo sainete antes mentado; las quintillas de su primorosa poesía La cancela, y en fin, sus hábitos comunicativos, galantes, aristocráticos, ya en Madrid, ya en Sevilla, desmienten tales supuestas hurañías y fatalismos. Don Ángel rindió tributo con su Don Álvaro a la moda literaria cuyas ínfulas y exorbitancias había visto tan de cerca, durante su destierro en Francia. Y volvió a encarecerla con los mismos pujantes alientos, en esta extraordinaria leyenda, donde no sólo se falta a la unidad dramática de lugar, no a la de tiempo, ya que la obra ocurre en lo que va del ocaso al orto, sino que, como observa muy juiciosamente el padre Blanco García463, se pretende fundir en ella el elemento épico con el teatral.

El desengaño en un sueño no es una creación del todo original. Sería cosa fácil encontrarle un antecedente literario en la comedia de Cañizares, Don Juan de Espina en Milán; en la que lleva por titulo Sueños hay que lecciones son, traducida del italiano por D. M. A. Igual y en La prueba de las promesas, de Ruiz de Alarcón, las cuales proceden, a su vez, de la narración que del mágico de Toledo, don Illán, hace el príncipe don Juan Manuel en el Conde de Lucanor464, que tampoco fue original, por cuanto todos los cuentos contenidos bajo este título son de procedencia oriental, si bien la maestría del narrador los hermosea notablemente465.

No podríamos escribir una sola línea si nos impusiéramos como condición indispensable al coger la pluma, ser absolutamente originales. La originalidad se reduce, en la mayoría de los casos, a revestir de nueva forma las ideas; a descubrir algún matiz oculto de ellas o a darlas, todo lo más, una personal configuración al hacerlas pasar a través nuestro. Fray Luis de León imitó a Horacio, Horacio a Virgilio, y Virgilio a Homero. Corneille escenificó al héroe de Vivar, sin apartarse gran cosa del Cid de Guillén de Castro. Lesage puso en lengua francesa todo un género literario español: la novela picaresca. Las obras de Shakespeare están llenas de versos tomados de poetas anteriores a él, y los libros sagrados se han copiado unos a otros. La caída de nuestros primeros padres está contada en forma muy semejante al Génesis en el Boundehesch de los iranios; el diluvio universal lo reproduce la mitología griega en el trance parecido de Deucalión y Pirra; la serpiente de bronce de nuestra Historia Sagrada, irguiéndose ante el pueblo de Israel cuando más acosado estaba por terribles males físicos, se repite en la leyenda o mito de Esculapio, y los titanes, al poner el Pellón sobre el Osa para escalar el Olimpo, recuerdan nuestra torre de Babel en la llanura de Senaar, con la diferencia de que el texto bíblico, en vez de fulminar el rayo contra los audaces escaladores, lleva la confusión a sus lenguas.

Los numerosos antecedentes literarios de El desengaño en un sueño, no quitan valor y mérito a esta primorosa leyenda dramática. La inspiración del Duque, destrabada de todo atadero preceptivo, la variedad métrica de la composición; el singular e inefable encanto de Zora; lo que hay de espectacularidad extrahumana y metafísica, diríamos, en la obra, con la aportación a ella de elementos prodigiosos, como las voces de seres invisibles, la bruja, el demonio, el ángel, las sílfides, e incluso las acotaciones intercaladas a lo largo de la leyenda, son cualidades muy estimables que contribuyen a embellecer y valorizar el drama.

Ahora bien, si tuviéramos que tomar en serio la única enseñanza doctrinal que cabe deducir de El desengaño en un sueño; esto es, la renunciación al mundo, chiquitos y muy rechiquititos quedarían los grandes propugnadores o pacientes del pesimismo: Schopenhauer, Hartman, Leopardi, Espnonceda, ante la tremenda hurañía del Duque. Lisardo, víctima de la misantropía de su padre Marcolán, viejo mágico, sin el atuendo y trascendencia filosófica del Fausto de Goethe, ni el contenido humano del Manfredo de Byron, condena la vida de relación, reniega de todo anhelo mundano, tras de haber sufrido en moral e imaginada experimentación, ya que de un sueño se trata, los más atroces desengaños en el amor, en la posesión de la riqueza, y del poder, y de la gloria, y tener que renunciar, por último, pues la muerte de Zora lo impide, al regusto de esta primera pasión amorosa.