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ArribaAbajoCapítulo IV

García Gutiérrez, Hartzenbusch y Gil y Zárate.


Sin la aureola literaria, social y política con que el duque de Rivas entró en los dominios de Melpómene y de Talía, advino a nuestra dramaturgia el autor de El Trovador466. No fue ésta su primera obra. Había escrito ya las comedias Peor es urgallo o Don Quijote con faldas y Una noche de baile, la tragedia Selím, hijo de Bayaceto, la fantasía dramática Fingal y varias traducciones de Scribe. Pero su drama caballeresco El Trovador le hizo entrar bajo palio en el ancho ámbito de la popularidad. Con todos los defectos de construcción propios de un novel autor, ya observados por la crítica docta de aquellos días, tales como algunas entradas y salidas poco justificadas, y quizá el excesivo lirismo de ciertas escenas, la obra, rica en interés dramático, de fuerte trabazón entre sus partes y valientemente intuidos los afectos que luchan y se contradicen a lo largo de la representación, triunfó con ruidoso aplauso del público ignaro y de los conspicuos de aquellos tiempos y abrió un holgado crédito a García Gutiérrez, que más tarde canceló, con creces, al dar a la escena Simón Bocanegra, Venganza catalana y Juan Lorenzo, la mejor de sus creaciones, a nuestro modesto juicio.

No busquemos en El Trovador, raíces hondas del espíritu, caracteres vigorosamente dibujados, con esa rectilinidad en su traza o configuración íntima, que tanto valor estético y moral da a las obras. El poeta romántico, en vez de entrañarse, de proyectarse a través de sus héroes en una verticalidad del pensamiento creador, los intuye en sus pasiones y contrastes, y combina éstos de un modo más externo que psicológico, hasta lograr los efectos patéticos mediante el desenvolvimiento de la acción, pero sin que aparezca ésta profundamente enraizada en el modo de ser de cada personaje, y sea el acto una consecuencia lógica, del carácter individual de cada uno. De este postulado estético obtendremos la espectacularidad, la resonancia de la acción dramática, dirigida a allanarse, mediante una impresión emotiva, el corazón y el aplauso del espectador -que entonces era, en verdad, poco exigente y descontentadizo-; pero quedará defraudada la atención que, a más de ser, como conviene, afectiva, tenga también como poderoso elemento el discurso razonador y analítico. No bastan las situaciones tremebundas del Don Álvaro, el patético desenlace de Los Amantes de Teruel, el contraste terrible entre el amor arrebatado de Doña Leonor de Sesé y la solapada, monstruosa intención, diríamos de Azucena, la postiza madre de Manrique: ni los gritos y manotazos de los actores o las lágrimas, ayes y aspavientos de las actrices; hace falta llenar de contenido la acción, de destellos del alma humana, como no basta disparar con pólvora para que cobremos la pieza, ni mecernos en un columpio de feria para creer que estamos volando en las altas regiones del éter.

Se nos redargüirá seguramente, que el teatro romántico era más sentido que pensado: obra de la improvisación y del ardimiento, de la fantasía y de la intuición, y que en esto consistía precisamente el modus operandi de aquellos autores. Negar, pues, la procedencia de tales armas es tanto como cortar por la base el árbol frondoso de nuestro romanticismo. Pero es que las situaciones tremendas, los contrastes violentos, los desenlaces en verdad escalofriantes, patéticos, si se sostienen en el aire nos darán la impresión de irrealidad de las decoraciones, por ejemplo, y creeremos que se trata de una prolongación de tales artificios. Y si no es posible que el decorado: una plaza, una calle, un jardín, el interior de un palacio, sea auténtico, hecho todo de cal y canto, con flores, árboles, matacanes, saetías y artesonados de verdad, si es hacedero, en cambio, que los seres que van de un lado a otro de la escena, que son de carne y hueso, representen pasiones, afectos, contrastes verdaderos, bien enraizados y soterrados en la conciencia moral de cada uno; con una profunda y extensa justificación psicológica, sin la cual hay que tener al corazón siempre en primer término, con absoluta preterición de la mente discursiva y desentrañadora.

Nuestros autores románticos pretendían que el espectador no fuese un compuesto de afectividad e intelección, de sentimiento y análisis. ¡Ah, si a los poetas no se les pusiese la traba del ritmo, de la medida, del acento, de la rima; y a los filósofos la lógica, la dialéctica, los primeros principios del conocimiento; y a los arquitectos las matemáticas, la resistencia, el dibujo, todos seríamos poetas, todos seríamos filósofos y constructores. Pero ¿existiría la verdadera poesía, la verdadera metafísica? ¿No se vendrían abajo las casas? Ved a Goethe, a Schiller, a Byron. ¿Es Fausto un verdadero carácter? ¿Lo es Wallenstein, Sardanápalo, Manfredo? Pasad ahora la vista por encima del teatro de Víctor Hugo, y con excepción de Los Burgraves ¿hay en él caracteres de verdad? ¡Ah, Víctor Hugo era el genio improvisador por excelencia, la tenazón en el arte, el golpe, la corazonada, la intuición, que ve las cosas al momento en el aire, pero que allí las deja sin proveerlas de un fundamento, sin darlas la consistencia, el temple o forjadura que necesitan para no hacerse trizas. Hoy leemos María Tudor, Hernani, El rey se divierte, por curiosidad literaria. Pero, en cambio, nos acercamos llenos de inquietud, de emoción, de voluptuosidad del espíritu al Manfredo, y al Fausto, y a Guillermo Tell.

El Trovador es drama de situaciones. García Gutiérrez dispuso la acción de modo que, mediante el encadenamiento de las escenas, pero sin resonancia psicológica apenas, se obtuviese el mayor efecto dramático. Una imaginación viva, exaltada, constructiva, puede combinar el movimiento de los personajes, sus contrastes, choques y destinos, con precisión matemática en cuanto se refiere al logro de resultados afectivos y emocionales. Por ejemplo, la escena final de la primera jornada, en que Manrique desafía a don Nuño de Artal; la escena sexta de la segunda, en que profesa doña Leonor, porque


... ya no hay
elicidad, ni la quiero,
en el mundo para mí.
Sólo morir apetezco.


y la del sueño y calabozo, del cuarto y quinto actos respectivamente.

Pero un teatro así trazado; que se alimenta principalmente de situaciones externas, de combinaciones escénicas, del juego hábil de los personajes, más que del contenido moral de cada uno, es teatro musicable, que está pidiendo la romanza, el dúo, el coro, el concertante. Más fácil será que veamos hoy representar, a pesar de su senectud y prescripción, la Lucrecia, de Donizzetti y El Trovador, de Verdi, que los dramas de este mismo nombre, de Víctor Hugo y García Gutiérrez.

Los románticos españoles se jactaron siempre de su ignorancia, del carácter improvisador e intuitivo del genio; de que nada frustraba tanto o restringía, al menos, la potencia creadora, como el encadenarla con los ataderos que suministra la cultura y el discurso. La obra literaria, cualquiera que fuese el género a que perteneciera, había de ser el fruto espontáneo, súbito, incluso, del libre ejercicio de la facultad de crear. Esta intuición, con la que pueden conseguirse en casos excepcionales, como el del Quijote por ejemplo, resultados admirables, no siempre provee de todo al arte y satisface cumplidamente sus exigencias. Una preparación sólida del escritor es el mejor cedazo con que podemos cernir los afectos humanos, las ideas, los contrastes y las combinaciones y juegos que cabe obtener de todos estos elementos para llenar de interés, de substancia y de arte el proceso dramático. Como los autores románticos carecían de este contrapeso o piedra de toque que oponer a su ardimiento creador, sus obras ofrecen multitud de defectos, los cuales podrían pasar inadvertidos para el público zafio, pero no para los inteligentes y doctos.

García Gutiérrez se mostró muy audaz y codicioso en la elaboración general de El Trovador467. El argumento es vasto y complicado. Tres fuertes pasiones tienen su cauce en la obra. Don Nuño disputa a Don Manrique el corazón de Doña Leonor. La gitana Azucena busca su desquite en la venganza. Su madre había sido condenada a la hoguera por Don Lope de Artal, padre del conde de Luna. Don Manrique, que pasa por hijo de la gitana, pero que es hermano del conde de Luna, ama a doña Leonor de modo apasionado y frenético, y es correspondido por ella, la cual, antes que ceder a las apremiantes solicitudes del conde, opta por encerrarse en un convento, aún a sabiendas del enorme sacrilegio que va a cometer, por cuanto no puede apartar un solo instante de su pensamiento a don Manrique. Los soldados de Artal apresan a la gitana y la conducen a Zaragoza. Más tarde sufre la misma suerte Don Manrique, al que Doña Leonor intenta en vano salvar de la muerte. Para penetrar en la prisión había tenido Doña Leonor que fingirse rendida a las amorosas solicitaciones de Don Nuño, de quien, a cambio de este entero sometimiento, logra el perdón para el Trovador. Doña Leonor muere, envenenada por sí misma, en el calabozo donde esperan su última hora también, Don Manrique y Azucena. Y al consumarse el suplicio del Trovador, condenado por Don Nuño a morir a manos del verdugo, la gitana revela al conde de Luna que es hermano de Don Manrique.

Tres fuertes procesos pasionales. Dos pasiones amorosas: correspondida la una y denegada la otra, como es lógico, y una sed de venganza saciada de un modo patético. Desafío, convento, sacrilegio, rapto, revelación, calabozo, envenenamiento y varias muertes. Todo ello combinado de acuerdo con los métodos impuestos por el romanticismo, muy expeditivos, aunque bordeen o caigan de lleno en el absurdo y en la desnaturalización de los sentimientos humanos.

La venganza, entre temperamentos meridionales, es siempre irracional y súbita. Movimiento impulsivo del alma; pero en ningún caso premeditado y calculado. Nuestra sangre, encendida por el sol, hierve y se precipita en las venas, sin que la razón logre sujetarla o ensalmarla, al menos. Lo contrario de lo que sucede en los pueblos nórdicos, cuyo clima hace de sus habitantes, soñadores e idealistas, reflexivos y cautos. Allí la exaltación de los afectos, es más fácilmente contenida. Hamlet discurre, pondera, calcula su venganza. Se finge loco. Prepara con toda prolijidad dialéctica el golpe reparador. Hasta duda, y se rehace, y vuelve a sentir la terrible lanzada de la incertidumbre. Tiene tiempo para todo. Su desquite es más obra de la mente, agitada por el dolor de las miserias humanas, por la visión escéptica y desolada del mundo, que del corazón vehemente, indómito e ingobernable. Venganza que es, diríamos, una obra de arte, en que nada hay imprevisto, ni dejado a la casualidad o la fortuna.

¿Cómo es posible, pues, esa otra venganza de Azucena, preparada durante tanto tiempo; a lo largo de un fingido afecto maternal, afecto que se da en diversos instantes del drama, como verdadero, cual sucede en la escena primera de la tercera jornada. «¡Ingrato!? No te he prodigado una ternura sin límites?»; en la sexta de la última jornada: «Porque yo soy tu madre, y te quiero como a mi vida»... «He orado por ti toda la noche; es lo único que puedo hacer ya», y en la escena final del drama:


¡Morir! ¡Morir!... no, madre, yo no puedo;
perdóname, le quiero con el alma!


Si hubo una tremenda lucha entre el sentimiento materno, nacido de la misma superchería de la gitana, que obligaba a un trato de madre a hijo durante toda la vida del Trovador, y el deseo vindicatorio, más bien humana apetencia de la ley del Talión: ojo por ojo y diente por diente, ¿cómo no triunfó aquél de ésta, que es más racional, humano y concorde, sobre todo, con la ley de Dios, con una ley de Dios que habría de darse, naturalmente, en Azucena de un modo intuitivo? ¡Ah!, esto sería lo natural, lo verdadero. Ya que hace falta, de lo contrario, tener un corazón de hiena, capaz de los actos más odiosos; cualidad que no se vislumbra en la gitana a lo largo de su proyección escénica, ni una vez siquiera. Pero reconozcamos que colocado el autor en esta bifurcación no podía optar sino por el camino que le lleva al drama, a lo tremebundo, aun cuando caiga de hoz y de coz en la absurdidad más espantosa.

La venganza es un movimiento rectilíneo del corazón y de la mente. Una saeta lanzada contra el blanco, con tal fuerza y puntería que no se pueda errar el golpe. Entre los griegos la venganza es un decreto inexorable de los dioses. Así Orestes vindica ante la divinidad la muerte de su padre Agamenón. Más tarde los hombres deciden por sí mismos del acto reparador; son instrumentos de su propia determinación y dan por consiguiente un valor eminentemente humano a la venganza. Si en la tragedia esquilea el héroe es casi un agente pasivo, que lleva a cabo el acto reparador, más que por sí mismo por instigación o mandato de los dioses, en Hamlet, en Castigo sin venganza, en Colomba, en El rey se divierte, si bien en esta última se frustra el intento, la bárbara reparación nace de una libre determinación de la voluntad humana. Y por cuanto el agente casi totalmente pasivo del teatro griego, pasa a ser agente activo y libérrimo, que decide por sí mismo del acto vindicativo, ya cediendo a una costumbre, todo lo cruel que se quiera, pero regidora por mucho tiempo del corazón de los hombres, ya a un sentimiento innato de desquite, es necesario que la pasión se manifieste de un modo vigoroso e inexorable, para que la venganza tenga toda la resonancia trascendental que corresponde a su naturaleza. No cabe, pues, que se den en un mismo corazón dos sentimientos tan opuestos, como el amor maternal y la venganza que precisa por víctima a la propia persona que inspira aquél. Si la Azucena de García Gutiérrez finge querer a Don Manrique, y aguarda, hipócrita y solapada, el instante de vengar a su madre, tiene razón el padre Blanco García al decir que es un ser «repulsivo y casi satánico»468. Pero si como se desprende de numerosas frases de la gitana, siente el más vivo amor maternal por el Trovador, el grito terrible: «Ya estás vengada», con que termina la obra, es un recurso escénico, todo lo efectista y dramático que se quiera, pero, en ningún caso, la exteriorización de un sentimiento humano y racional. Despojada Azucena de la grandeza estética de su hipocresía, queda reducida a un ser híbrido y convencional, que se acomoda a las necesidades escénicas del autor en su afán de herir la sensibilidad del público, pero sin la consistencia y derechura de carácter que demanda toda construcción dramática si queremos llegar, a través de ella, al corazón de los espectadores.

Extraña es a todas luces también la confusión que padece Azucena al echar a la hoguera, no al hermano de Don Nuño, como pretendía, con lo que no habría habido drama, sino a su propio hijo. De esta torpeza insigne, a la que no se le puede hallar paliativo en el furor pasional que provoca en Azucena la visión del suplicio sufrido por su madre, arranca la obra de García Gutiérrez, como el Don Álvaro del desgraciado accidente de la pistola.

¿No vemos cuánto hay de falso y fortuito en nuestro teatro romántico? Todo depende de la casualidad, del sino. Se construye un edificio, no sobre la roca viva, para que desafíe a los elementos, sino sobre tierra movediza. Se forja un personaje, no llenando de contenido moral su alma, dejando entrever las hondas raíces que echan en él sus afectos e ideas, sino imprimiéndole un sentido fatal, dándole un derrotero dramático que subyugue y deje boquiabiertos a los espectadores, aun cuando carezca de solidez y racionalidad.

Pero este grave defecto, del que estuvieron libres Goethe, Schiller, Byron, no hay que imputárselo tan sólo a nuestros autores románticos. Vino el mal de Francia, de Víctor Hugo, tenido juntamente con Dumas, Bouchardy y Soulié, por modelo entre nosotros, y no habrá habido en toda la literatura dramática hombre más expeditivo para fabricar con torpe y deleznable barro sus figuras humanas, desnaturalizar los sentimientos y faltar a la verdad histórica. El quidlibet et audendi de Horacio tuvo en sus manos la máxima y arbitraria elasticidad.

Al arte le es lícito desembarazarse de cuanto entorpezca su camino en la realización de lo bello. Si la verdad es menos estética, en determinados casos, que la ficción, siempre que ésta sea verosímil y no atente contra lo fundamental y característico de los hechos, puede el poeta optar por la ficción. Pero el excesivo desenfado del autor en este punto, le llevará a la vaguedad geográfica y temporal de la acción dramática, e incluso al amaneramiento y desnaturalización de sus héroes. Tanto Shakespeare, como los clásicos franceses y españoles, cometieron anacronismos, a sabiendas o no de que los cometían. El mismo Schiller sacrifica demasiado la verdad histórica en su Doncella de Orleans y su Don Carlos, a pesar de que en su época y tratándose sobre todo de un erudito como él, se procedía con más fidelidad y escrúpulo. Pero no se llegó nunca a la incontinencia de Víctor Hugo en María Tudor, por ejemplo. Aquella imaginación calenturienta que habría sido capaz, de proponérselo, de cambiar hasta las leyes físicas por que se rige el mundo, no se detuvo nunca ante nada. Su teatro es contraventor reincidente de la verdad histórica y de la verdad humana. Sus héroes están forjados, no en el yunque de los cíclopes, sino en una fábrica de muñecos. No tienen de verdaderos más que la apariencia, el sobrehaz de su figura moral.

Creemos que fue Sófocles quien refiriéndose al autor del Orestes, dijo que pintaba a los hombres como eran, no como debían ser. De Víctor Hugo cabría decir, parodiando a Sófocles, que pintaba a los hombres, no como eran o como debían ser, sino como no podían ser de ningún modo.

¿Ha de sorprendernos, pues, que García Gutiérrez, como el duque de Rivas, y Gil y Zárate, y Zorrilla y todos nuestros dramaturgos del romanticismo, combine hábilmente las situaciones escénicas, acumule los elementos más efectistas en torno de sus personajes, y olvide en cambio el carácter, la personalidad, el yo de cada uno, que es la base capital de toda creación literaria?

Y si en lo fundamental de la elaboración dramática, mostráronse nuestros románticos tan vagos y caedizos, tampoco puede sorprendernos que el elemento geográfico y temporal en que la acción se desenvuelve, no se ajuste del todo al espíritu que en ella alienta. Ya se ha observado por la crítica sabia que el ideal caballeresco que trasciende de El Trovador, no debió dársele por marco a Aragón, ni por tiempo nuestra centuria décimoquinta, y que la Corte de Guillermo IX, conde de Poitiers o las aventuras de algún trovador de los que cayeron en el sitio de Beziers habrían personificado mejor dicho sentimiento.

El Trovador, como las demás obras de García Gutiérrez, es copioso en trozos líricos, que si se oyen y leen con gusto por cuanto constituyen el exponente de íntimos y soterrados afectos, son como remansos o balsas allí donde la corriente debe seguir el curso de su cauce. También en esto se ve el ascendiente de Víctor Hugo, que se complacía mucho en abrir la espita lírica, como en Ruy Blas y Hernani.

A pesar de los defectos que hemos traído a la colada, quizá con ese espíritu excesivamente analítico propio de nuestro tiempo, El Trovador obtuvo un éxito ruidoso en su primera representación469. Ni una sola localidad quedó por vender. Al siguiente día del estreno, desde temprana hora había apostados delante del teatro, en espera de que abriesen la taquilla, ayudas de cámara y revendedores. La obra fue puesta en escena durante diez noches consecutivas y la primera edición se vendió en dos semanas. Como consecuencia del triunfo logrado, Mendizábal, que estaba a la sazón en el poder, concedió a García Gutiérrez la licencia absoluta, y el soldadillo del cuartel de Leganés y borrajeador de cuartillas en el Cínife, El Artista y La Revista Española, poeta lírico a lo Jorge Manrique y si no a bofetadas con el hambre, reducido, al menos, a las estrecheces y privaciones que impone una mísera retribución pecuniaria, se vio, de pronto, en los cuernos de la luna y pregonado por la trompeta de la fama470.

D. Antonio García Gutiérrez

D. Antonio García Gutiérrez

La producción dramática del ilustre gaditano fue muy abundante. Entre obras originales, ya escritas por él solo, ya en colaboración con Gil y Zárate, Zorrilla, Príncipe y los hermanos Asquerino, y traducciones de Scribe, Dumas, Mélesville y Bourgeois, se cuentan 32 dramas, 14 comedias, 13 libretos, 1 misterio y 1 parodia471.

Bastará traer a la luz del análisis, las que ofrecen características diferentes o son como jalones en el desenvolvimiento del genio dramático de nuestro autor.

Lo geográfico y lo temporal, esto es, el momento histórico de la acción y el escenario en que se coloca, están mejor observados en Simón Bocanegra472, Venganza catalana y Juan Lorenzo, que en El Trovador. Los años no han pasado en balde y este constante estar tenso el espíritu y dispuesto a lanzar la flecha aunque, por la misma precipitación y arrebato, fallemos la puntería, se convierten ahora en madurez del ingenio y precisión de tiro o acercamiento, cuando menos, al blanco. No se pida, sin embargo, caracteres de una sola pieza, como Pedro Crespo, Guillermo Tell, o Lady Macbeth, que estuvieron siempre fuera de las posibilidades de nuestros autores románticos, bien por impotencia del genio o lo que es más probable, por falta de esfuerzo específico y concentrado. Pero en esta fase decisiva de García Gutiérrez, cuyos linderos ya no rebasará, los héroes tienen más resonancia humana, sobre todo Juan Lorenzo e incluso Bernarda, dentro de su aparente sencillez artesana y hogareña.

La turbulenta república genovesa, con sus conspiraciones, piraterías, envenenamientos y torturas, es el escenario elegido ahora por García Gutiérrez para la obra que vamos a comentar. Un pirata curtido por el viento y el sol mediterráneos, que entre sirtes y escollos


los peligros ha afrontado
de los mares borrascosos,


según proclama el poeta, es aclamado Dux de Génova, en el infausto momento en que descubre el cadáver de su amada Mariana Fiesco. El fruto de estos amores, María o Susana, puesto que con ambos nombres interviene en la acción, había desaparecido del ribereño pueblo donde la deja Bocanegra, bajo la vigilancia y cuidados de una anciana mujer. El hallazgo de María, la pasión amorosa que ésta despierta en el joven Gabriel Adorno, enemigo del Dux, y en el taimado y avieso Paolo Albiani, envenenador de Simón Bocanegra; los celos de Adorno, que, desconociendo el vínculo filial de María respecto del Dux, supone a éste prendado de ella, y la conspiración de los güelfos, integran el argumento del drama. Es tal, según ya se ha observado, su complejidad y extensión, como suele ocurrir en todos los llamados «de situaciones», que podría desdoblarse en más de una acción lo suficientemente ricas y variadas para constituir por sí mismas otras obras.

Jacobo Fiesco; padre de Mariana, se reconcilia con Simón Bocanegra, el cual, al morir, proclama magistrado supremo de Génova a Gabriel Adorno, futuro esposo de María.

No se puede negar a García Gutiérrez, ni la habilidad en tramar fábulas dramáticas, felizmente llevadas a término, ni lo bien que enfrenta las pasiones humanas para conseguir el choque patético y herir por consiguiente el corazón de los espectadores. Podrá imputársele, como nosotros lo hemos hecho reiteradamente, la falta de rasgos trascendentales y decisivos, en los personajes de sus obras; sus excesivas concesiones a lo lírico, con la disculpa de que autores tan eminentes como Lope y Calderón tuvieron las mismas complacencias; pero no le regateemos el arte con que desenvuelve la acción dramática, para lograr la emoción del público; lo diestramente que combina cuantos elementos trae a la escena y cómo sabe ahondar en las almas, hasta arrancarles todos los fulgores de la pasión. Ya sea el amor, capaz de todos los sacrificios, de Doña Leonor de Sesé; ya el odio vengativo, del conde de Luna y de Gircón; ya la perfidia y la ambición de Paolo Albiani, lo cierto es que ninguno de estos movimientos del corazón humano, aparece en su pluma desvaído y confuso.

El contraste entre la muerte de Mariana Fiesco y la exaltación de Bocanegra a la más alta magistratura de Génova: escena final del prólogo, la elegíaca belleza de la escena VII del acto II, cuando se reconocen padre e hija y el poeta exterioriza tales sentimientos en el más delicado y fluido lenguaje rítmico que pudiera apetecerse; el final grandioso del drama, en que todos los resortes del amor paternal, del perdón y de la heroica entereza del ánimo ante la muerte inexorable, han sido tocados magistralmente, revelan a un verdadero autor dramático que, de estar mejor influido y administrado, habría escrito obras más vigorosas y de permanente e incuestionable mérito.

La expedición de catalanes y aragoneses contra griegos y turcos, que encontró un veraz, ameno y pulcro narrador en don Francisco de Moncada, ha suministrado a García Gutiérrez, para componer su viril obra Venganza catalana, los materiales dramáticos en que dicho relato es tan copioso y variado. Sobre este fuerte cañamazo histórico, muy del gusto, como es sabido, de romancistas y dramaturgos, había escrito ya el poeta de Chiclana una obra que, sin concluir y allá por el año 1855, fue pasto de un incendio en la bella ciudad del Guadalquivir. Tentóle el tema de nuevo y el 4 de Febrero de 1864 estrenóse en el teatro del Príncipe, Venganza catalana. Biógrafos y prologuistas de García Gutiérrez, si no bastaran los múltiples testimonios de La Iberia, La Libertad y La Unión473, dan fe del éxito clamoroso que el mentado drama obtuvo. Fue representado durante sesenta y siete noches, sin interrupción. Los juicios más favorables y los aplausos más cálidos y entusiastas tejieron en torno del nuevo drama como una corona de gloria inmarchitable. El día 12 del mismo mes de Febrero constituyóse, según afirma Hartzenbusch en el prólogo a las Obras escogidas de García Gutiérrez, una comisión de distinguidas personalidades de la política y de las letras para organizar un rendido homenaje al autor. ¿Por qué éxito tan resonante e inusitado de quien ya había aportado a nuestro acervo escénico composiciones del mérito de El Trovador, El Rey Monje474, Simón Bocanegra y El encubierto de Valencia?475. El asunto elegido por el poeta gaditano podía herir profundamente el sentimiento patriótico. Las arriscadas proezas de unos centenares de españoles a las órdenes de Roger de Flor, de una parte, y el decaído espíritu nacional, siempre en abierta sangría, pues los escalonados acontecimientos de lo que iba de siglo constituían un tremendo desgaste de nuestra moral y patrimonio, contribuyeron, sin duda alguna, a hipertrofiar el triunfo de García Gutiérrez, aunque reconozcamos paladinamente que la obra es uno de los más altos jalones en la marcha ascensional del autor.

¡Qué bien debían sonar en los oídos del público, cuyo sentimiento patrio estaba tan despierto en aquellas calendas, versos como éstos:

.
ROGER:
¿Mis soldados de Aragón
asesinos?
GIRCÓN:
Esas son
sus más heroicas hazañas.
ROGER:
¡Ellos, dechado, crisoles
de honor!
GIRCÓN:
Y de cobardía.
MIGUEL:
¡Basta!
ROGER:
¡No por vida mía!
¡Cobardes mis españoles!
MIGUEL:
Callad.
ROGER:
¡No, señor! No puedo
cuando ese punto se toca
toda mi paciencia es poca.
-¿Quién negará su denuedo?
¡El valor! ¡si esta es la joya
que mejor los engrandece
y esta campaña oscurece
las maravillas de Troya!

-(Venganza catalana, acto II, escena XIII)                


Si la verdad histórica podría apelar contra la infidelidad de García Gutiérrez y la figura moral de los principales intérpretes de tan gloriosa hazaña, tal como nos la han legado sus historiadores particulares, aparece quizá un tanto desfigurada, gajes son éstos consentidos, que ya observó Plutarco que la poesía ha de ser fabulosa, y ningún mal hay en alterar un poco los hechos si es para idealizarlos y obtener alguna satisfacción estética. Sólo cuando la poesía misma de la verdad es superior a cuanto pudiera elaborarse a los dictados del estro dramático, debe andarse con mucho tiento el creador de la belleza. Pero siendo contados estos casos, no hemos de censurar el desenfado con que nuestro autor toma en sus manos el histórico acontecimiento que sirve de fondo a su obra.

El hábil constructor dramático que hay en García Gutiérrez, no puede estar más a la vista en Venganza catalana. Sobre el duro tejido de los hechos verdaderos ha ido bordando, muy de relieve, los amores de María, princesa de Bulgaria, y de Roger de Flor; la pasión no correspondida de Irene por el valeroso caudillo, y la que igualmente insatisfecha, respecto de María, alienta en el desdichado corazón de Alejo. La torpe y ruin envidia de Miguel Paleólogo, fruto natural de un revenido imperio, de una civilización decadente, atrofiada en el sentimiento de sus deberes y solicitadísima, por el contrario, del placer y la relajación; y el vengativo Gircón, jefe de los alanos, nutren de substancia dramática la obra. Todo está combinado de modo que se colme la medida de la emoción. Las pasiones vigorosas, turbulentas, desaforadas -el amor, los celos, la envidia, el rencor-, mézclense en las dosis precisas para que el interés de la acción no decaiga un momento. Poco inclinado al análisis el público de aquellos días; más ingenuo y bonachón que escudriñador y descontentadizo, apenas si caía en la trampa de este mecanismo escénico. Los versos, azucarados y tiernos o fogosos y vibrantes, según el caso, cegaban y aturdían o dejaban al espíritu en un estado de deliciosa laxitud. Las dudas que siente el héroe catalán respecto de la adhesión y fidelidad de María, a quien supone del lado de sus enemigos; las ardientes y viriles protestas de cariño con que la princesa hace patente su incondicionalidad a Roger, y el final apoteósico en que los almogávares vengan la muerte de su caudillo, dignos son del aplauso que público y crítica coetáneos rindieron a García Gutiérrez.

No se habían apagado del todo estos vítores, cuando el poeta de Chiclana estrenaba476 en el teatro del Príncipe también, Juan Lorenzo. Según cuenta el señor Lomba y Pedraja477, el dictamen censorial de Narciso Serra, que empuñaba, a la sazón, el lápiz rojo, había sido adverso para el autor. Alzóse éste contra el fallo y hubo el gobierno de reconocer la sinrazón denegatoria. No se demoró, pues, la primera representación del drama predicho que, merced a lo ocurrido con la censura y muy en auge entonces el ideal revolucionario, provocó la curiosidad del público. Escindido éste en partidiarios y enemigos de la revolución que se estaba incubando, allá fueron unos y otros a dar fe del triunfo o del fracaso del autor. Sigue el señor Lomba y Pedraja observando que fueron múltiples y variados los juicios emitidos por la crítica de aquellos días sobre la obra de García Gutiérrez, pero que el público, que al fin y al cabo es el que falla en última instancia, no se mostró con ella muy favorable.

Declaremos por adelantado que hemos leído Juan Lorenzo, pero que no lo hemos visto representar. Aunque bastará leer una obra para decidir sobre su idoneidad escénica, pues la mayor o menor dilación del proceso dramático, el vigor y dinamismo de los personajes, la viveza del diálogo, son circunstancias que saltan a los ojos, nunca se abarca tan de golpe lo que hay de representable o no en una obra, como asistiendo a su ejecución. Desde el punto de vista literario Juan Lorenzo nos parece la creación más acabada, substanciosa y humana de García Gutiérrez. No puede decirse que sea, como se ha insinuado ya, el germen del drama social, por cuanto Lope, dos siglos antes, había compuesto Fuente Ovejuna, donde alienta con viril patetismo la rudeza justiciera del pueblo. Pero, entre los dramas históricos de su tiempo, representa Juan Lorenzo, el frustrado héroe de las Germanías de Valencia, si se quiere, una fuerte, honda, apasionada personalidad que traspira soñadora melancolía idealista y que tiene sus raíces en la conciencia popular, turbulentamente agitada por la incomprensión y la tiranía imperiales.

Juan Lorenzo, el pelaire valenciano, no es héroe de una sola pieza: voluntad terca, indómita, rectilínea, que se dispara como una flecha contra el blanco. El personaje de García Gutiérrez es un carácter frustrado en cuanto a la realización total del pensamiento político, generador del drama. No triunfa el ideal revolucionario, porque puede más la sensibilidad, el alma afectiva del pelaire, que su anhelo de justicia social. La mente concibe y plasma el ideal popular de justicia, de obediencia a la ley, de convivencia social, en un plano de equidad y mutuo respeto, mas el corazón desfallece a medio camino y el ideólogo que, al frente del pueblo, debiera ir siempre adelante, dando ejemplo de su vitalidad espiritual y de su vigor humano, apartando a un lado los obstáculos o arrollándolos como una tromba, que eso viene a ser el alma enardecida por el ideal revolucionario, sucumbe y es devorado por el mismo fuego que él encendió y alimentó con su propio ser. Frustrado el héroe popular, queda el hombre, con su idiosincrasia, con su espíritu y su arcilla, con su corazón henchido de verdad humana, trémulo, abatido por su fracaso, consumiéndose en la esterilidad de su esfuerzo supremo. Y este desenlace, que puede enojar al que va a la obra para obtener inmediatas y categóricas conclusiones, en cuanto a un ideal político que quisiéramos ver triunfante, colma la ansiedad estética del soñador, que descubre a través del objeto fallido, el dolor humano, la renunciación a cuanto apetecíamos; el desgaste inútil de una vida que había puesto la meta de sus afanes un poco más allá de donde llegaban las propias fuerzas:


Vuelva de su vano ensueño
y su camino desande
el que se creyó tan grande
y se encuentra tan pequeño.


-(Juan Lorenzo, acto IV, escena XII)                


Danton, Marat, Robespierre, que aunque devorados por el mismo incendio que habían provocado con sus prédicas y vociferaciones, más llenas de pasión que de ciencia política, realizaron su misión demagógica y redentora, son, dentro del círculo en que se mueven, verdaderas encarnaciones del furor revolucionario. ¿Pero quién se cambiaría hoy por ellos, sin sentir subir el asco, en oleadas, del corazón a la boca? Por el contrario, ¡cuántas almas templadas en la bondad y en el ejercicio del bien, no se sentirán atraídas por Juan Lorenzo, a pesar de su fracaso, y serían capaces de cambiarse por él! No son héroes tan sólo los que llegan a la cúspide del ideal, los que triunfan a cualquier precio y proclaman el temple de su espíritu, siempre tenso y dirigido, como la aguja imantada al Norte, a su fin trascendental y supremo. Hay otros héroes, de menos talla y reciura, que caen en la pelea, que se consumen a sí mismos en su impotencia, y que sin embargo, por la ardiente simpatía que despiertan, ganan nuestra voluntad, se imponen a nuestro corazón, y no repugnan del todo a nuestro entendimiento. De este linaje es el héroe de García Gutiérrez.

El público de entonces, de una sensibilidad roma y zafia, y apasionado además por la política prerrevolucionaria, no advirtió los cambiantes matices que ofrecía el alma del desventurado cardador valenciano. La crítica, imbuida también del ascendiente político; poco inclinada a soterrarse en las conciencias, a perderse en el laberinto de sus reacciones, de su alquimia sutil, presentó a Juan Lorenzo, como héroe desmañado, fluctuante y quebradizo, sin darle de ojos que esta complexión moral suya es, precisamente, lo que nos atrae y subyuga. Un héroe frustrado es Don Quijote, y no habrá en toda la literatura universal figura más grande, ni más hermosa. Poquita cosa, como le bautizara el autor, es el protagonista de una novela de Daudet, y no habrá narración más interesante, más triste, más dramática que ésta. Un carácter contradictorio es la heroína de Rojo y negro, de Stendhal, y dentro de la galería de figuras novelescas de Francia, es de las más notables. Dubitativo e irresoluto, es el príncipe dinamarqués, que inmortalizara Shakespeare, y no se encontrará, de seguro, en toda la literatura dramática un personaje más humano, ni más trascendental y filosófico.

García Gutiérrez no sólo fue respetuoso con la historia en esta coyuntura, al revés de lo que había hecho en Venganza catalana, y cabría decir que en el resto de sus obras, sino que insufló de contenido moral todo lo que pudo, a su protagonista, y dióle apariencia humana y tangible.

No desmerece Bernarda al lado de Juan Lorenzo. Bajo la envoltura social de una sirvienta, tenemos una mujer de natural talento, diserta, aguda, delicada, como cualquier dama de calidad. Podrá ser todo esto, como se ha observado ya juiciosamente478, el resultado de una alquimia literaria, tan corriente en una época como la romántica, en que el espíritu creador se desentendía, a cada paso, de los imperativos de la realidad. Bernarda no es una lugareña más que en la apariencia. Como no lo fueron tampoco, bastantes años después, ni Pepita Jiménez, ni doña Luz, ni Juanita, la Larga; creaciones novelescas de Valera, más cercanas a una madame de Sevigné o de Recamier que a la mujer aldeana que representan. Dotadas de lo que pudiéramos llamar ciencia infusa, discurren con singular agudeza; tienen una clara intuición de las cosas; proceden en todo con sumo tino y poseen además un sentimiento, que viene a ser como broche de oro de su personalidad femenina. No es la realidad, efectivamente, la que nos proporciona estos interesantes tipos de mujer. De hacerlo sería de modo excepcional y singularísimo, y no habríamos de convertir la excepción en regla. Es la mente del creador literario la que elabora, por alto modo químico, este compuesto y la que nos lo ofrece sin remilgarse lo más mínimo, del propio desafuero cometido. Pero como la figura literaria así forjada es atractiva e irradia en torno su poderoso hechizo, como destapado pomo de rica esencia, apenas si nos detenemos a discernir el fenómeno estético, sino que lo acatamos como un verdadero hecho consumado. Transigiendo en este punto, Bernarda es una mujer de irresistible encanto. Nos admira y pasma el aplomo con que se mueve siempre en la obra. Sabe guardar, con pulcro recato, en el fondo de su corazón, el bien templado afecto amoroso que siente por Juan Lorenzo; pero tan pronto se presenta la ocasión de exteriorizarlo sin sonrojo, ni merma de su pudor y crédito, decláralo con radiante júbilo de enamorada:

LORENZO:
¡Bernarda! ¿me quieres, di?
BERNARDA:
Es tanto el placer que siento,
que apenas me deja aliento
para decirte que sí.

-(Acto II, escena X)                


Aparta con altivo desdén, como quien ya ha rendido gustosa el albedrío, al Conde y al tejedor Sorolla, sus cortejadores; mas en trance de muerte el primero, condenado a la horca, que


«El que robare doncella
por fuerza», escrito allí está
sin más glosa, «morirá».


(Acto III, escena IX)                


dispuesta se halla para salvarle, a darse en matrimonio al Conde, su ofensor. Y no hay en todo el drama un solo instante en que no se conduzca con tal discreción, sagacidad y gentileza, que se echan de menos en su modesto atavío, las galas de una gran señora. Cuando la marquesa de Biar, intercediendo por su hermano, el Conde, trata de acorralar con sutil dialéctica a Bernarda, ¡con qué señoril entereza aguanta la embestida y cómo acaba por darle al corazón las alas de las palabras para que eche a volar su íntimo secreto, esto es, el amor que siente por Juan Lorenzo! Si el pelaire la pregunta cuándo será la boda, y al dulce, inefable influjo de tan deseado acontecimiento, coge entre sus manos la de Bernarda, ¡con qué tierno y pudoroso ademán procura desasirse!:

LORENZO:
¡Bernarda mía!
BERNARDA:
Adiós, hermano.
LORENZO:
Por la postrera vez te oigo ese nombre.

- (Acto III, esc. V)                


y cuando vestida de blanco, para casarse, se acerca al sillón en donde parece dormitar Juan Lorenzo, y se sorprende de que en tan señalado momento se haya dado al sueño, ¡cómo se le transe la voz, de terror, primero, y de dolor infinito, después, al presentir, bajo la simbólica blancura del traje, toda la tremenda angustia de lo inexorable!

D. Juan Eugenio Hartzenbusch

D. Juan Eugenio Hartzenbusch

El ambicioso y taimado Guillén Sorolla, aprovechando la inhibición de Juan Lorenzo -sin penetrar su hondo drama ético y pasional, que no están hechos sus ojos para bucear en la triste penumbra de las almas- se pone al frente de las desmandadas turbas. El pueblo valenciano se cree traicionado por el pelaire, al que supone aliado con los nobles, y Sorolla va a casa de Juan Lorenzo, a proponerle la fuga, que es el único medio de salvarse de las iras del populacho enardecido. Pero Juan Lorenzo ha puesto ya a salvo lo único que tenía que salvar. Ha roto la prisión de la materia, y su alma libre está, por ventura, de las miserias de este bajo mundo.

Para entreverar la acción dramática de donosa comicidad, cuando y donde es oportuno, tenemos en la obra de García Gutiérrez al albardero Vicente, muy pagado de su demagogia y populachería; vivo, sagaz, labiero, instigador de agermanados, reivindicador de los derechos inviolables del pueblo, hasta que, habiendo heredado inesperadamente a su tío Martín Puyados, liquida de súbito sus cuentas con la plebe, por estimar


..... que peligra el derecho
santo de la propiedad.


-(Acto IV, escena IX)                


Deliciosa pintura de incontinencia política, de gracioso y chispeante desenfado; antecedente literario quizá, del Aníbal de Luisa Fernanda, de los señores Romero y Fernández Shaw.

Nos hemos detenido más de la cuenta en el examen de esta obra, por la que no en vano sentía predilección su autor, porque, a nuestro modesto entender, es la mejor de cuantas compuso. No sólo porque sus personajes son más humanos y sus pasiones están contenidas dentro de los límites naturales, sin la exuberancia y el ímpetu de las que campean en El Trovador, por ejemplo, sino también por su valor ideológico, y la atrayente simpatía de sus figuras capitales, y lo ceñido y objetivo del diálogo, y el primor y sobriedad de la dicción poética.

El 19 de Enero de 1837 se representó por primera vez479 el drama legendario Los amantes de Teruel. Su autor, don Juan Eugenio Hartzenbusch480 es una de las figuras más venerables y simpáticas de nuestra literatura. Llevaba en sus venas sangre germánica, por su padre, y por su madre, española. Y puede ser que esta mezcla étnica tan contradictoria influyese en la constitución de su carácter literario. Aprendió al lado de su padre el oficio de ebanista, y dícese que trabajó con él en la construcción de los sillones de la Academia Española, uno de los cuales, andando el tiempo y perseverando en una concienzuda y paciente labor erudita, ocupó con general asentimiento. Si hemos de creer a sus biógrafos, el autor de Alfonso el Casto y Doña Mencía era hombre metido en sí; tan poco comunicativo y palabrero, que caía ya, de hoz y de coz, en la hurañía. Los años corrigieron esta innata propensión al aislamiento, y la timidez y despego de la vida de relación, trocáronse, por fin, en afable trato y acogedora simpatía, sobre todo respecto de neófitos o desvalidos de las letras. El paciente trabajo que nos impone el aprendizaje de cualquier profesión u oficio, beneficióle, sin duda, al trasplantarse a otras actividades menos serviles. La investigación erudita requiere paciencia y continuidad, y él poseía estas virtudes, sin las cuales el estudio bibliográfico no puede prosperar. Pero esta metodización de la labor literaria, proveniente del lado paterno, ahogaba o constreñía, al menos, todo brote de inspiración, de impetuosidad moceril. Acostumbrado el espíritu a la continencia, como el agua a la quietud del estanque, pocas veces se salía de esta medida y ponderación. Y el afán de acompasar las cosas al ritmo lento de la búsqueda y del contraste -principales ocupaciones de eruditos y bibliógrafos- no sólo cohibió a la facultad creadora, que aparecía desnutrida o fofa, sino que hizo instable y tornadizo al gusto. De aquí esas correcciones y cambios, en que, respecto de sus obras dramáticas, fue tan pródigo nuestro autor. Los amantes de Teruel constituyen un buen ejemplo de cuanto decimos. Todo esto parece indicar que sobrepujaba el crítico e investigador al poeta, y que no satisfecho nunca de sí mismo -ya se ha dicho por un coetáneo suyo: Revilla, que nada hay perfecto en el arte-, andaba siempre metido en mudanzas e innovaciones, de las que, si hemos de ser respetuosos con la verdad, quedaban más menoscabadas que embellecidas sus obras. Este prurito de enmendarlo todo y de subvenir con su celo y discreción eruditos a los estragos que el tiempo, desidia e ignorancia hacen en los textos clásicos, acarreóle algunos desaciertos, como cuando puso sus manos en nuestro libro inmortal. De su callada y constante labor dan fe, no sólo su Teatro escogido de Tirso, sus refundiciones de Rojas, Alarcón y Moreto, su ayuda a la Sección de literatura del Liceo, en la edición de Lope, amén de artículos críticos y traducciones de Beaumarchais, Voltaire y Alfieri -no todas de favorable fortuna-, sino también sus fábulas y ensayos poéticos, sus artículos de costumbres y esa primorosa versión de La campana, de Schiller, que por la fidelidad con que está interpretada y por la elegancia y pulcritud de la dicción poética, es bastante a enaltecerle y consagrarle como forjador de tal maravilla.

Aparece la persona de Hartzenbusch circuida de un halo de respetabilidad y atrayente simpatía, porque si, en lo tocante a timidez y trato social, cambió, saliendo de su apartamiento misantrópico, no ocurrió lo mismo con su sencillez y modestia. Pese a su próspera carrera en las letras españolas, y a la estimación que inspiraba a viejos y jóvenes, cualquiera que fuese, de éstos, su bandería política o credo literario, nunca mudó aquella traza espiritual de su persona -el vivir oscuro y tranquilo- por el disfraz mundanero de los que alborotan y medran bien de lo lindo, en salones aristocráticos, despachos de ministros y lonjas de toma y daca. Sin duda, en sus primeros estudios, cuando aprendía latín en las aulas de San Isidro, toparía con el famoso mundus universus exercet histrioniam, de Petronio, y muy pagado de la honda verdad del latinajo, huyó siempre de tomar parte activa y capital en la comedia humana. Vivía, pues, sobria y honestamente, cual corresponde a quien está dado de lleno a los nobles quehaceres del espíritu. La gritería, bambolla y vanidades del comercio social, son más bien propias de mediocres y enfatuados.


Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo, un sueño breve
que no perturben deudas ni pesares.


ha dicho el Anónimo sevillano. Y es posible que todavía le sobre algo a tan discreto modo de vivir, que la amistad, en la mayoría de los casos, es el arte de hacer pasar por oro de ley lo que en el fondo no es más que un poco de cobre.

Lo mismo cuando ayudaba a su padre en la ebanistería o ejercía el cargo de taquígrafo en el Estamento de Procuradores, como cuando era director de la Escuela Normal, primero y de la Biblioteca Nacional, después, fue siempre un alto paradigma de austeridad y de modestia. Recalcamos estas cualidades de Hartzenbusch, porque es moneda corriente ver por ahí a cualquier pelafustán o zarramplín de las letras convertido en un Júpiter de Weimar, o poco menos. Nadie habrá habido tan accesible, acogedor e indulgente como este don Juan Eugenio, de talla menudita; más bien ahilado y seco; con unos ojos muy expresivos bajo los cristales de las gafas, -ojos husmeadores, de bibliófilo- la tez sonrosada; blanco y poco abundante el pelo, traído en parvos mechones sobre los lados de una frente ancha, espaciosa y sin arrugas, y vestido con aseo y sencillez.

Las primeras tentativas dramáticas de Hartzenbusch fueron de adverso resultado. En unos años de transición, como aquéllos, y sin probada inclinación suya hacia un determinado género, todo se reduce a tantear el terreno. No podían faltar las traducciones, que era insípido, mas copioso fruto del tiempo. Sus aprendizajes del francés y del italiano le franquearon el paso hacia Voltaire y Alfieri, que todavía andaban en candelero, aunque sus días estaban contados. El estreno de La restauración de Madrid desató las iras del público. Pocas veces se habrá mostrado tan unánime y ruidoso en la protesta. No desalentó esta infortunada circunstancia al autor. En 1837, once meses después de la apoteósica representación de El Trovador, interpretáronse, por primera vez, Los amantes de Teruel, cuyo éxito delirante nada tuvo que envidiar al de García Gutiérrez, con su caballeresco drama ya citado, ni al de Rivas, con su Don Álvaro.

Antes que Hartzenbusch, habían escenificado ya el mismo asunto, Rey de Artieda, Tirso, Pérez de Montalbán y Suárez de Deza, si bien este último, de modo burlesco, como más tarde hicieran Martínez Villergas, en colaboración con otros autores, y Eusebio Blasco481. La vida azarosa y dramática de los Amantes, muertos a consecuencia de una pasión e ideal no satisfechos, es rico venero de inspiración, tema de irresistible hechizo poético, como lo fueron Romeo y Julieta, Paolo y Francesca, Hernán y Dorotea, y tantos otros héroes del amor, cualquiera que haya sido la forma por éste adoptada para manifestarse. Pero una leyenda así, si hemos de hacer algo más que narrarla en una escenificación; si hemos de llenar de substancia a sus principales intérpretes, y hacerles arder en la llama del amor, por muy ideal que sea, requiere un numen vigoroso, que ni el talento, ni la discreción, ni el estudio bastan a subvenir al empeño. De aquí que la leyenda de Fausto sea primorosa creación en Goethe y tentativa embrionaria y desmedrada en Espronceda, y bajando un poco el diapasón, que Alonso Pérez de Guzmán salga mucho mejor parado de las manos de Gil y Zárate, que de las de don Nicolás Fernández de Moratín.

Diego de Marsilla es un joven soldado sin patrimonio alguno. Esta pobreza constituye su único obstáculo en sus pretensiones amorosas cerca de Isabel de Segura. Ambos se aman con pasión arrebatada. Pero la realización de tan alto anhelo está condicionada a la conquista de la fortuna. Sólo poseyéndola el fiel amante, le será dada en matrimonio Isabel de Segura. Seis años se concede de plazo al mancebo para lograr enriquecerse. Zulima, esposa de un rey moro, préndase de Marsilla, y al verse desdeñada jura vengarse de él. A tal objeto y fingiéndose un joven, hace creer a Isabel que su amante ha muerto, tras de faltarla a la fidelidad jurada. Don Rodrigo de Azagra pretende a Isabel, y para conseguirla amenaza a Doña Margarita, que, ya casada con Don Pedro de Segura y madre de Isabel, había caído en pecado de adulterio, con entregar a su esposo unas cartas probatorias de tal delito. Doña Margarita acude a Isabel para salvarse del oprobio a que se vería fatalmente arrastrada si su hija no accediese en dar su mano a Don Rodrigo. Pero Isabel decide sacrificarse por su madre, a pesar de haber prometido a Dios consagrarse a Él en el caso de no poder ser la esposa de Marsilla. Torna éste al cabo de los seis años que le fueron concedidos por Don Pedro de Segura, mas tan contado el tiempo y con tan adversa fortuna, que es apresado y desvalijado por unos bandoleros en las proximidades de Teruel, de cuantos ricos presentes trae. Cuando arriba a la ciudad acaban de contraer, en la parroquial de San Pedro, Isabel y Don Rodrigo, y frústrase, por consiguiente, toda esperanza de recibir, en premio de su triunfal regreso, la mano de su amada.

Los arreglos de que hizo objeto Hartzenbusch este drama legendario482, parecen indicar que no estaba muy seguro, ni complacido del modo de planearlo. No puede culparse al dramaturgo de la larga ausencia del héroe, que desaparece de las tablas desde la escena VI del primer acto, hasta la segunda parte del cuarto483. Atribúyase a un imperativo de la leyenda tal circunstancia; pero no se nos oculte la contrariedad que produce siempre en el espectador la prolongada desaparición del protagonista. Como drama de situaciones, las escenas han sido coordinadas de la mejor manera posible para obtener los efectos dramáticos apetecidos. Ya hemos observado reiteradamente a lo largo de estas páginas, que todo nuestro teatro romántico, calcado sobre el de Víctor Hugo principalmente, tira más a encadenar los trances efectistas que a insuflar de savia los personajes. Como hicieron el duque de Rivas y García Gutiérrez, que a su vez lo habían tomado del predicho autor francés, Hartzenbusch también emplea en este drama indistintamente la prosa y el verso, dando la preferencia al último, como es lógico, en los momentos capitales, ya por la ternura de los sentimientos a exteriorizar, ya por el vigor y temple de las situaciones. El metro varia de acuerdo con la naturaleza de los afectos, pero sin el despilfarro de que hicieron gala otros autores. No faltan las expansiones líricas, si bien menos prodigadas que en las obras de García Gutiérrez. El execrable Don Rodrigo, dominador y altanero; muy pagado de su origen y poderío; capaz de echar mano de todos los recursos, por aborrecibles que sean, que el destino o la casualidad pongan a su alcance, con tal de conseguir el fin deseado, es una figura dramática bien forjada y sostenida. Mari-Gómez, más desenvuelta y chispeante que la Teresa por que fue sustituida en la segunda refundición de la obra. Y el honorable Don Pedro de Segura, con su arrepentida esposa Doña Margarita, que si en el drama primitivo acude a Isabel para salvarse de la afrenta y deshonor, en la última refundición recibe esta ayuda sin impetrarla, no desmerecen del empaque de las figuras capitales del drama.

No es posible leer una obra en que los protagonistas sean héroes del amor, sin que venga a las mientes el recuerdo de Romeo y Julieta. Como no se puede hablar de un avaro sin que nos acordemos en seguida del Harpagón, de Molière, o de un ser pérfido, malvado, vengativo, sin que surja en nuestra mente la contrafigura de Yago. ¿Pueden resistir este paralelo Diego de Marsilla e Isabel de Segura? Un crítico484 de mucha autoridad, aunque quizá excesivamente rígido y hasta sectario, insinuaríamos, en la interpretación de los valores literarios, ha estimado «más recia y no menos simpática» que la de los amantes de Verona, la fisonomía de los de Teruel.

Hartzenbusch era un escritor de talento, un espíritu estudioso, enamorado de su profesión literaria; un artífice concienzudo, prolijo, que antes de tomar en sus manos los instrumentos de trabajo procura enterarse de cómo se deben emplear. Pero el acto creador tiene más de intuitivo y de súbito, que de razonador. Si el genio está bien cultivado, como en Goethe, Schiller, o Byron, la explosión creadora será después perfectamente calculada y ordenada, y todos los elementos, desde la mole capital y trascendente, a la partícula más deleznable, conspirarán a la realización de la belleza. Si, por el contrario, el genio está sin desbastar, ni tallar, al lado de la luz esplendorosa de la inspiración, o más bien entre esos mismos raudales de claridad, divisaremos manchas y nubosidades, que afearán el radiante conjunto luminoso, pero sin rebajar, ni mucho menos neutralizar su fuerza cegadora. Este es el caso de Shakespeare. Romeo, Julieta, Capuleto, Montesco, la Nodriza, surgen de golpe, a martillazos geniales. Veis cómo golpean los cíclopes en el yunque; cómo se llena la fragua de Vulcano de chispas, de sonidos, de vibraciones; cómo se caldea la atmósfera hasta abrasarlo y enrojecerlo todo; pues así también, entre martillazos, retumbos, llamaradas y partículas de fuego, nacen al arte los héroes de Shakespeare y sus áulicos o serviles acompañantes. Seres de tal vigor y bulto, han de hablar fuerte, vociferar, insultar, herir con la palabra o con el gesto, moverse con desembarazo, con audacia; enseñorearse de las cosas, poseerlas apasionadamente, pisotearlas o desdeñarlas. Es el río que se sale de madre; el viento que rompe las odres, como en la Odisea. Héroes así forjados, que tajan o tunden con sus afirmaciones, y sus gritos, y sus apóstrofes; que respiran como gigantes, y huelen a humanidad por todos sus costados; que al ocupar el espacio escénico desplazan el aire ruidosamente, como los cuerpos voluminosos y veloces, cuando pasan junto a nosotros, han de impresionarnos de tal modo, que, hechos a sus razonamientos, voces, ademanes y brusquedades, nos parecerán como de pacotilla y enredijo los demás. Capuleto se apasiona, se enfurece; golpea, aturde, hiende el aire con sus insultos y bravatas. Don Pedro de Segura, a su lado es un traspillado hidalgo pundonoroso, que apenas se le oye; que anda con mesura, casi con timidez, que aguarda pacientemente a que el plazo dado a Don Diego trascurra para entregar a Isabel al corajudo Don Rodrigo de Azagra. Mari-Gómez, con sus latinajos y parlerías excusadas, desaparece por completo ante la charlatanería de la Nodriza. Isabel, que habrá ganado con su austeridad el cielo, pero que ha perdido su inmortalidad en el arte, ¡qué lejos queda de la creación shakesperiana! Julieta es una mujer de carne y hueso que se enamora de Romeo súbita y torrencialmente, cual corresponde al verdadero amor. Sus palabras queman, diríamos que chisporrotean como el fuego. Lenguaje tropológico, lleno de imágenes brillantes, de comparaciones, de estallidos de la imaginación, pues el que ama, sólo por este hecho y por vulgar que su alma sea, es un poeta inconsciente, intuitivo, semidivino. «Galopad rápidamente, corceles de pies de llamas, hacia el palacio de Febo... ¡Corre pronto tu espesa cortina, noche protectora del Amor! ¡Que los ojos de la luz se cierren y que Romeo llegue a mí sin que nadie le vea... Ven, amable noche, matrona de modesto velo negro... ¡Ven, noche! ¡Ven, Romeo! Tú serás el día en la noche, porque parecerás sobre las alas de la noche más blanco que la nieve nueva sobre el dorso del cuervo... Dame a mi Romeo, y cuando él muera tórnamelo para hacer de él pequeñas estrellas. Hará entonces tan hermosa la faz del cielo, que todo el mundo, amoroso de la noche, no querrá rendir tributo al sol cegador»...485. ¡Qué fruición del espíritu! ¡Cómo se derrama el caudal poético que alumbra el amor en el corazón! Sin la menor timidez, sin el menor asomo de gazmoñería; como quien proclama un código del amor, que ya está escrito con ígneos caracteres dentro del pecho, fluyen las palabras a la boca de Julieta, y suenan a inefable melodía en el arcano de la noche. Ama con pasión, con lírico arrebato. No se detienen ante nada, ni ante aquel anticipo de la muerte que iba a proporcionarle una gloriosa resurrección en los brazos de Romeo. Ve las terribles dificultades que hay que vencer, pero en lugar de amilanarse, se enardece y pone en juego todos los recursos del ingenio y del corazón. En su ardimiento pasional no hay orillas, como no las hay tampoco en el infinito. En una heroína del amor, el amor no puede estar condicionado porque es más fuerte que toda ley, porque es la ley misma.

Con una encantadora verbosidad femenina justificará lo accesible de su corazón: «¿Me amas? Sé que vas a decir que sí, y yo estoy dispuesta a cogerte la palabra... No jures, ¡oh! yo te lo ruego, podrías faltar un día a tu juramento, y dicen que Dios castiga al que es perjuro en amores. Gentil Romeo, si amas a otra, dímelo lealmente; y si piensas que yo entrego con demasiada facilidad mi corazón, dímelo también y frunciré el ceño, y me mostraré desdeñosa, y te diré que "no", a fin de que me ruegues que te ame. Pero habrá de ser con esta seguridad; pues de otro modo no lo diría por todo lo del mundo. ¡Oh! Siento, bello Montesco, el mostrarte tanta ternura, porque quizá te parezca ligera mi conducta... Confieso que hubiera sido más reservada si no hubieras sorprendido el misterio de mi sincero amor sin que yo me apercibiese de ello. Perdóname, pues, y no atribuyas mi ternura a la facilidad de mi corazón, pues sólo la noche es la que ha hecho traición a mi secreto»486.

No es menos candente y metafórico el lenguaje de Romeo. ¡Cómo se recrea voluptuosamente en describirnos el amor! ¡Con qué vigorosos trazos lo hace! Le llamará odio y lucha, vacío fecundo, vanidad grave, locura importante, caos absurdo que adopta multitud de risueñas formas, vapor que esplende ante los ojos, enfermedad del hombre sano, sueño del que está despierto, caprichoso sentimiento que expresa cosa distinta de lo que es en realidad, ilusión que alimentamos y aborrecemos. Y cuando creíamos que se había agotado ya esta exuberante, caudalosa manera de exteriorizar tan alta pasión del ánimo, exclamará con la misma desatinada y fúlgida elocuencia: «¡El amor! ¡El amor es el vapor de nuestros tristes suspiros, el relámpago que brilla en la mirada amorosa, el océano tempestuoso que alimenta nuestras lágrimas! ¿Qué más podría decirte? (A Benvolio). ¡Ah, sí; que es una locura que nutre con llantos, una amargura que mata, una dulzura que nos sostiene con angustia y alegría al mismo tiempo!»487. Pero este arrebato y variedad de la palabra es Rosalinda quien los provoca. ¡Qué no dirá de la hija de Capuleto cuando la descubra por primera vez, y se deslumbre y ciegue ante su irresistible hechizo! Se amontonarán las comparaciones, con el flujo y reflujo de una marea lírica y pasional. Cantará y sublimará a Julieta con toda la liturgia de que es capaz su fantasía y su corazón. No escatimará esfuerzo alguno hasta plasmar por medio del verbo, del gesto, del ademán, la pérdida absoluta de su albedrío. Julieta absorbe a Romeo y Romeo a Julieta, como dos ventosas que ejercieran recíprocamente su acción la una sobre la otra. Son dos seres unimismados a impulsos de la misma pasión.

Ningún reparo tenemos que oponer a Diego Marsilla. Ama con la vehemencia y arrebato propios del verdadero amante. Nada ni nadie desmiente este amor fuerte y perdurable. Si abandona la ciudad de Teruel durante seis años es tan sólo para alcanzar gloria y fortuna. Recorre los caminos del mundo; sufre mil eventos; ya combate en las Navas de Tolosa, ya perece en el Garona todo el botín conquistado; ora apresan su navío que venía de oro bien repleto, ora cae prisionero de rey moro. Y cuando de retorno en Teruel, tras de haber sido desvalijado por unos bandoleros que le retienen cuando nada falta apenas para que expire el plazo de los seis años, y de haber vencido en noble contienda a su rival Azagra, penetra en el cuarto de Isabel de Segura, ¡con qué apasionado acento exterioriza el amor en que se consume su alma! ¡Cómo prorrumpe en reconvenciones y quejas! ¡Ardiente frenesí el suyo al precisar de modo poético e indeleble las trazas del verdadero amor:

ISABEL:
Di ¿no te hubieras, como yo, casado?
MARSILLA
Jamás: nada respeta quien bien ama.
Todo el amante fiel lo sacrifica
en el altar del numen que idolatra.488
...............
...............

D.ª Concepción Rodríguez

D.ª Concepción Rodríguez

[Págs. 448-449]

¿Cabe decir lo mismo de Isabel? Bastará que reproduzcamos aquí algunas frases suyas. Marsilla ha entrado, por la ventana, en la estancia de Isabel. Es la primera vez que se ven tras los seis años de forzada separación y tras de haber creído Isabel, también, que Marsilla había muerto. La escena tendría un alto valor patético, si Hartzenbusch hubiera sabido darle la ejecución debida.

MARSILLA:
      ¡Dulce bien!
ISABEL:
Detente. ¿Cómo
te atreves a poner aquí la planta?
Si te han visto llegar... ¿A qué has venido?
...............
...............
ISABEL:
Mi deber...
MARSILLA:
Es amarme.
ISABEL:
Tengo esposo.
...............
...............
ISABEL:
¿Qué podré yo decir? Dios lo ha querido.
El término expiró489 fuéme anunciada
tu muerte; yo creída...490

¡Oh, oh, oh! No es este el lenguaje de dos enamorados, de dos amantes que se idolatran. Decía bien Marsilla al proclamar impetuosamente que nada respeta quien bien ama. No habléis al amor verdadero de otras leyes que las que él mismo impone. Por algo, los antiguos poetas, nos lo muestran con los ojos vendados. Su ceguera es sagrada. Romper la venda, consentir que el pensamiento razone fríamente, y la conciencia venga por los fueros de la virtud, será de una irreprochable ejemplaridad, de una alta y severa enseñanza, pero nada habrá en este drama en esos momentos, más convencional y falso, o bien, si se insiste en considerar de la mejor ley los austeros sentimientos de la protagonista, nada habrá menos humano, menos estético, que este rígido y mesurado desenvolverse de la acción dramática. Por algo se ha dicho ya por un critico de nuestros días491, que en un drama, como éste, de «intenso amor», el amor «no se ve por ninguna parte».

Como los astros giran en el éter, al mandato de una ley universal, sin que se perturbe nunca esta armonía, este orden prestablecido, los corazones que están superhenchidos de amor, que rebosan de tan riquísimo venero ideal, sólo pueden obedecer a sus leyes, que también son rígidas e inexorables. Romeo y Julieta giran en torno el uno del otro, y nada como no sea la muerte misma, puede apartarlos de su camino. Toda la tragedia shakesperiana está atravesada por este dardo agudísimo, que cuando hiere, hiere para siempre. Las incidencias de la acción dramática vienen a confirmar, en todo momento, esta honda pasión amorosa. Nada ocurre en la obra que no sea un eslabón más de la cadena. Ni la antigua y odiosa rivalidad entre Montescos y Capuletos; ni la pretendida boda con París; ni la muerte de Tibaldo; ni el destierro de Romeo, tuercen el destino fatal de los amantes. ¡No podía ser de otro modo! Poned fronteras a esta pasión; haced claudicar a uno de los amantes, ya por razones de filial cariño -como Isabel de Segura a su madre Doña Margarita-, bien por respeto al sacramento del matrimonio -como Isabel a Don Rodrigo de Azagra-, y veréis desnaturalizarse, empequeñecerse aquel amor que diputamos de fuerza incoercible y arrolladora.

Se nos dirá que ahora hemos trocado la pluma del moralista por la del diablo; que nunca fue más hermosa y poética la figura de Isabel como al inmolarse ésta en obsequio de su madre Doña Margarita, y al defender con el admirable tesón de Penélope o de Lucrecia, su virtud, de las ardientes solicitaciones de su amante; que toda la escena final del drama de Hartzenbusch está esmaltada de acendrados conceptos, inspirados por el pudor y la propia estimación; y que si la moral más austera rige los labios y el pensamiento de Isabel, su muerte de amor prueba de indubitable modo que el corazón ardía aún con devoradora lumbrarada.

No censuramos el propósito del autor, sino la ejecución artística de este propósito. Hemos comparado dos obras muy semejantes y acabamos de ver que, mientras en la una se realiza cumplidamente el fin estético, en la otra queda por bajo del blanco en que el autor debió poner sus ojos. Romeo y Julieta es la tragedia del amor. El amor lo absorbe todo en ella. Ambos héroes encarnan por alto estilo este desordenado apetito del corazón. Aman incluso la muerte, porque es la muerte la que va a unirlos en la eternidad. Sus acciones, como sus pensamientos, no saben andar más que el mismo camino, y no hay contingencia alguna, por poderosa que sea, que aparte a los amantes de Verona de esta ruta luminosa y ardiente.

¿No es esta perseverancia del carácter, esta rectilinidad del espíritu hacia su ápice, la que precogizó Horacio al decir en su Epístola a los Pisones:


      servetur ad imum,
qualis ab incoepto processerit, et sibi constet?


Son las pasiones fuertes, violentas, tempestuosas, dilacerantes, las que nos atraen y subyugan. Así lo proclamó Aristóteles en el capítulo décimo de su Poética. Por eso preferimos Ricardo III a Catón, Aquiles a Eneas, el Satanás de Milton, a su Adán y Eva, y el Infierno del poeta florentino, a su Purgatorio y su Cielo, con tal que el autor haga expresa condenación de cuanto sea condenable y traiga al arte tales pasiones y desvaríos, no como cebo o incentivo de las actividades de nuestro espíritu, sino como solemne y brava repudiación del mal.

Faltóle a Hartzenbusch la necesaria entereza de ánimo para dar de sí, en todas sus dimensiones, esto es, para cubicarla, a Isabel de Segura, e hizo de esta mujer un paradigma de virtud, de abnegación, de renunciamiento, desnaturalizando, a cambio de fin tan ejemplar y envidiable, el verdadero carácter del personaje. Lo que esperábamos al final del drama no eran timideces, sustos, gazmoñerías, salvaguardia del honor conyugal, sino una explosión súbita e incoercible del alma enamorada; una rebelión del corazón, Amarse era el destino de aquellos dos seres desventurados, y si la muerte, la más grande reparadora de todo mal, había de cobijarlos bajo su égida terrible, dejando a salvo, incluso, la honra de Isabel, bien pudo Marsilla recibir más dulce y compensadora réplica de amor, respecto de las protestas y exaltaciones con que su corazón se manifestara.

Para ejemplaridad de las gentes es más hermoso dominar las pasiones, que ser dominados por ellas. Mucho más ejemplar y edificante sería ver a Otelo reprimir los ímpetus salvajes de su corazón vengativo y perdonar la vida a la infortunada Desdémona, pensando que existe otro tribunal inapelable de cuya sabia justicia nadie puede escapar, y que al reparar por sí mismo una ofensa que, por otra parte, no existía más que en la calenturienta imaginación del moro de Venecia, sobreexcitada por el pérfido Yago, es inferir a Dios tremendo agravio; pero el arte exigía el derrotero contrario, y Desdémona sucumbió. Es posible que Otelo esté en el infierno, y no seremos nosotros los más remisos en condenarle, pero la emoción estética pocas veces se habrá colmado tanto como con el regusto voluptuoso de la tragedia shakesperiana.

No vamos nosotros, por último, a dilucidar si se puede o no morir de amor492. Quédense estas cientifiquerías para los futuros González Serrano y Novoa Santos que quieran buscarle a la razón mística o a la estética un fundamento real y científico. Larra, que amó mucho, según parece, ha redargüido contra toda objeción a este respecto; «que los cadáveres se conservan en Teruel, y la posibilidad (de morir de amor) en los corazones sensibles; que las penas y las pasiones han llenado más cementerios que los médicos y los necios; que el amor mata (aunque no mate a todo el mundo) como matan la ambición y la envidia... y aún será en nuestro entender mejor que a ese cargo no se responda, porque el que no lleve en su corazón la respuesta, no comprenderá ninguna»...493,

Al año siguiente del estreno de Los amantes de Teruel se representó por primera vez, también en el teatro del Príncipe, Doña Mencía494. No fue menos brillante y ruidoso el éxito de Hartzenbusch. Este drama seguía los mismos pasos del Carlos II de Gil y Zárate. Está justificado que un público como aquél, devorado por la pasión política; convaleciente aún de la enfermedad del vasallaje que hubo de padecer durante la reacción absolutista de Fernando VII, tras el trienio demagógico y populachero de 1820-23 -que nuestro sino político ha sido de péndulo o vaivén- aplaudiese a rabiar obra como ésta, en la que se clama reiteradamente contra el Tribunal de la Inquisición. Y reconozcamos a fuer de honestos e imparciales comentaristas, que los mismos motivos instigadores del aplauso movieron, en cambio, a todo lo contrario, esto es, a la censura despectiva, a cuantos estiman muy provechosa y edificante la misión del Santo Oficio, y hasta es posible que sientan la nostalgia de su desaparición.

Aun cuando el asunto -dos hermanas que se disputan el corazón de Don Gonzalo de Mejía, y que resultan ser, equivocadamente Doña Inés, y de verdad la que da título al drama, hijas del que las corteja- más parece de folletín, por lo inesperado de la fábula, que artística y bien pensada acción dramática, no faltan situaciones que atenacen nuestra atención. La mesura de Hartzenbusch, diríamos que falla o se eclipsa en esta obra, pródiga en expresiones y agudezas anti-inquisitoriales.

Será o no juicioso traer estas cosas a cuento; pero una vez resucitadas de mentirijillas, quizá para que no resuciten de verdad, no cabe sino abominar de ellas. Esto hicieron en nuestro teatro romántico Hartzenbusch y Gil y Zárate, y más tarde en discursos académicos y ensayos de crítica literaria, Núñez de Arce y Valera, por no citar más que a los de casa. Ahora bien, ninguna obra se salvará del fallo definitivo de la posteridad por su inquina contra el Santo Oficio, ni se hundirá por esta circunstancia si el arte con que está escrita no da un punto de apoyo a la crítica para el elogio. Y como no sucede esto último, de modo rotundo y categórico en Doña Mencía o La boda en la Inquisición, dejémosla abandonada a su propia suerte, y allá se las entienda con recalcitrantes o liberaloides.

En 1839 estrenó Hartzenbusch en el teatro del Príncipe495 la comedia de magia La redoma encantada, a cuyo mismo género corresponden también Los polvos de la madre celestina496, refundida en 1855, y Las Batuecas497, que no obtuvo éxito; y en 1840, la comedia de carácter La Visionaria498, modalidad dramática a la que pertenecen asimismo, La Coja y el Encogido499 y Juan de las Viñas500.

Alfonso, el Casto, segundo de este nombre, hijo de Fruela I y de Murriag, biznieto de Pelayo, es, dentro de nuestra literatura, uno de los reyes más asendereados. No sólo en los romances viejos que tienen por héroe a Bernardo del Carpio, sobrino de dicho monarca, sino en nuestra escena, con Juan de la Cueva, Lope y Hartzenbusch, entre otros: Rey que templó su alma en el yunque del dolor; dulce y afectivo con los suyos; valeroso y recio en la lid, según proclaman los historiadores, y profundamente enamorado de su hermana Doña Jimena, si bien no existen testimonios irrefutables que confirmen la existencia de ésta, ni de su esposo el conde de Saldaña e hijo de ambos, Bernardo del Carpio; que más parecen personajes de leyenda, bizarramente cantados por la épica popular, que seres de carne y hueso. Pero auténticos o soñados movieron con brioso impulso la pluma evocadora de nuestros poetas dramáticos, y Hartzenbusch ha obtenido de la pasión incestuosa de Don Alfonso y Doña Jimena, contenida dentro de los límites de un pecado espiritual, y por ende en potencia, ricos materiales con los que forjar, en duro y apretado molde, uno de sus mejores dramas históricos.

El incesto, como tema literario, no constituye ninguna novedad como sabemos. Ha habido incestos que pudiéramos considerar de orden trascendente y vital, como el de las hijas de Lot; incestos meditados o involuntarios, que no tienen otra razón de ser que un amor más o menos puro e ideal, como el de Edipo y Yocasca, el de Fedra por su hijastro Hipólito, el de Antioco Sóter y su suegra Estratónice y el de La novia de Mesina, de Schiller; e incestos repulsivos y monstruosos, que no reconocen más causa que la voluptuosidad del pecado, de lo prohibido y aborrecible, como el de Amnón y su hermana Jamar, el de La Ralea, de Zola y el de El demonio de la vida, de Edmundo Jaloux.

Alfonso, el Casto está profundamente enamorado de su hermana Doña Jimena; pero, al parecer, nadie conoce este secreto. Sorprende en el rey, no ya sólo su continencia, sino la ausencia de toda inclinación amatoria y erótica, como el mismo Ordoño le dice al quejarse éste de los desdenes de Doña Jimena, a quien adora:


Vos, que por una excepción,
harto digna de envidiar
tranquilo entráis en los años
de la varonil edad
sin haber sentido celos
ni saber lo que es amar

- (Acto III, escena III).                



Pero la pasión entrañable que le devora, como fuego inextinto, es de las que no pueden confesarse por su ilicitud. ¡Con qué honda complacencia, no ajena al morboso sentimiento que la promueve, escucha Don Alfonso este juramento que Doña Jimena hace a Dios:


       Padre piadoso
que nos ofreces del dolor la copa,
sálvanos del peligro que nos cerca,
y yo renuncio la mundana pompa,
y en la morada fraternal viviendo,
sierva tuya seré y humilde esposa.


- (Acto I, escena IX).                


Y cómo tiembla todo, de gozo y de pasión ardiente, cuando su nodriza Bernarda, que ha vislumbrado por sí misma o por insinuación del traidor Ordoño, qué clase de voraz incendio consume el alma de Don Alfonso, le presenta un espejo y tras de preguntarle si ve en la faz que retrata algún parecido con Doña Jimena, le hace creer, diciendo mentira para sacar verdad, que la tal Doña Jimena no es hermana suya, sino hija de la nodriza, pues:


muerta desgraciadamente
de la vida en el umbral
la hija del lecho real,
hallándose el rey ausente
quiso la reina...


- (Acto III, escena VIII).                


hacer pasar por hija suya a una hija de Bernarda.

Tanto esta escena, como la de la reconciliación entre Doña Jimena y el conde de Saldaña; la quinta del acto tercero, entre Don Alfonso y su hermana, y la final de la obra, son muy bellas y atrayentes, unas por la delicadeza y ternura de los afectos, otras por el interés dramático y el fuego de la pasión, que se desborda y exterioriza primero, para constreñirse y sepultarse después en el corazón del incestuoso monarca. Y aunque es cualidad de ¡Hartzenbusch cuidar mucho la dicción poética, no es este drama donde tan alta propensión se realiza de modo menos notable501.

Muy enamorado Hartzenbusch de las figuras históricas, sobre todo si las hinche el sentimiento patriótico, el valor o la abnegación, llevó a la escena también a Pelayo, a su madre Doña Luz y a Díaz de Vivar. No se arredró ante las gloriosas escenificaciones que del héroe castellano habían hecho nuestro Guillén de Castro y Corneille. Estudioso y hábil desentrañador de caracteres ungidos por la popularidad y el arte mostróse don Juan Eugenio en su dramatización del héroe burgalés. Tras de oliscar en cuantos testimonios poéticos o históricos cerca del Cid existen, trasplantó a su obra La jura en Santa Gadea502 tan brava figura, y como si se valiese del mazo y escoplo que manejase en su oficio de ebanista, el tal héroe parece labrado a duros golpes, con lo que quedamos advertidos de su empaque y reciura.

Partidario Hartzenbusch de las doctrinas liberales, que no practicó como militante activo, pero que compartió en las intimidades de su conciencia política, supo sacar el efecto apetecido de aquel soberbio rasgo de Díaz de Vivar -irrecusable prueba de nuestro indómito señorío- al tomar juramento al Rey leonés. Abunda la acción dramática en situaciones que sojuzgan la atención del espectador, como el encuentro del Cid y Jimena, en el primer acto, tras de referir aquél a la reina Alberta, cómo conoció y quedó prendado de la hija del conde Lozano; la escena final del acto segundo, entre el Cid y Don Gonzalo, y todo el acto tercero desde la escena quinta en adelante.

A lo largo de toda la obra, el valor, la arrogancia o el sentimiento amoroso, modelados siempre en la recia turquesa de la altivez castellana, brillan con fuerza y dan singular encanto al proceso dramático. Los defectos ya advertidos por la crítica, como la lentitud de algunas escenas perdidas en el fárrago de ciertas descripciones y pormenores históricos, achaque propio de todo poeta erudito que se olvida de la derechura y ritmo a que ha de atenerse la acción, afean y entorpecen ésta, pero sin hacerla desmerecer en su conjunto. En la versificación alterna el romance octosílabo con la redondilla, prolongándose quizá demasiado un mismo asonante en el primero, por lo que se aproxima más de lo debido al canon clásico de no cambiarlo sino cada acto. Son muy bellas y fluidas, e incluso están animadas del dinamismo de las ideas y afectos que encierran, las quintillas de la escena quinta del acto segundo. Circunstancia que es de notar tratándose de poeta más bien áspero y seco, como ya hemos observado antes. La solemne y grave escena de la jura está compuesta en sonoras octavas, las cuales contribuyen a infundirle señorío y majestad. Apuntemos, por último, que este drama de Hartzenbusch, de los mejores, a nuestro juicio, que salieron de su pluma, difiere de las escenificaciones que del Cid hicieron Guillén de Castro y Corneille en que éstos fundan el interés de los amores entre Jimena y el héroe en la circunstancia de haber sido éste el matador del conde Lozano, mientras que en la obra de Hartzenbusch, pese a cuanto se dice en el Romancero, es el Rey leonés el que se opone al enlace de su prima Jimena con el Cid. El padre Blanco García, al notar esta diferencia503 señala, muy juiciosamente, cuánto había de «repugnante y de contrario en la naturaleza» en amores enturbiados por tal circunstancia, si bien hemos de reconocer que estuvieron más respetuosos con la tradición Guillén de Castro y Corneille que Hartzenbusch.

Antonio Gil y Zárate

Antonio Gil y Zárate

[Págs. 456-457]

Quizá porque Moratín, el padre, Jovellanos y Quintana habían llevado ya al teatro la figura enteriza y vigorosa de Pelayo, esto es, el Pelayo de la edad viril, tomó Hartzenbusch, como tipo cardinal de su obra, La madre de Pelayo504, a la princesa Doña Luz y el paladín iniciador de la Reconquista sale a escena no como un héroe, sino como una promesa de héroe. Doña Luz, que creyó al principio que Alicio (Pelayo) había sido el matador de su esposo Favila, reconoce en aquél a su hijo y muere para salvarle, sacrificando, pues, su vida en holocausto de la patria, que tendrá en Pelayo a su primer reconquistador. Aunque no falten en esta obra de Hartzenbusch momentos de inspiración y de interés dramático, los versos son duros; revelan al poeta de talento, capaz de vencer las dificultades métricas, pero sin que la galanura, la armonía y el entusiasmo de la verdadera poesía hermoseen y vigoricen la fábula.

De su vario talento responden los distintos géneros dramáticos que cultivó. Compuso unas setenta obras entre originales y versiones de autores extranjeros. Además de las modalidades ya examinadas y según la clasificación que hizo de las producciones de Hartzenbusch su biógrafo y crítico don Aureliano Fernández-Guerra, ensayó el drama filosófico en Primero yo505, obra de dudoso mérito, más oscura que accesible; el drama anecdótico en El Bachiller Mendarías506, descaecido e incoloro; la comedia moratiniana en Un sí y un no507, primorosa imitación del autor de El Café, y el drama religioso, con relumbres de auto sacramental, en El mal apóstol y el buen ladrón508, de ingeniosa escenificación, diríamos, pues había que salvar ciertas dificultades en el desenvolvimiento de la fábula. El gobierno había prohibido la representación de los dramas entre cuyos personajes figuraran los de la Santísima Trinidad o Sagrada Familia. Era necesario compensar la ausencia física de Jesús y María con una continua alusión poética a dichas sacras figuras, y Hartzenbusch, como observa el señor Fernández-Guerra, dióse maña de que a Jesús y María se les viera, sin verles, y se les oyera, sin oírles.

Corresponden al género simbólico, además de Doña Mencía y La madre de Pelayo, ya comentadas, Honoria509, mal acogida por la crítica y el público; Vida por honra510, sobre la vida del conde de Villamediana y La ley de raza, estrenada en el teatro del Drama511, seis años antes que la precedente; obra de vigoroso asunto, si bien su complejidad y la lejanía histórica de sus personajes, pues se trata del periodo visigótico, exigían, como ya se ha observado, explicación más amplia de ciertos extremos, sobre todo si se tiene en cuenta que la mayor parte de los espectadores no suelen ser muy versados en la disciplina de que es Clío inspiradora y regente. Defecto imputable también a La madre de Pelayo. Sin embargo, la maestría con que el autor borda, sobre el fuerte lienzo histórico, la pasión amorosa de Heriberta y los fulgores de inspiración que irradia el drama en algunos momentos, bastan no sólo a salvarlo del olvido, sino a grabarlo con trazos robustos e indelebles en la memoria de toda persona devota del arte512.

La más desaforada aportación al romanticismo corresponde al estro dramático de don Antonio Gil y Zárate513. No hay desacuerdo alguno por parte de la crítica respecto del carácter eminentemente romántico de Carlos II, el Hechizado. Su autor, tributario del ideal neoclásico en Blanca de Barbón y Don Rodrigo, advoca de él y se alista en las huestes imperantes de la nueva escuela. Pocas obras tan discutidas como su Carlos II. Mientras la prensa francesa e incluso la crítica histórico-literaria por boca de Hubbard514, encarece el valor estético de este drama, entre nosotros las opiniones se dividen y hay juicios para todos los gustos, desde el muy favorable y elogioso de don Antonio Ferrer del Río, en su Galería de la literatura española515, hasta por el de más adverso y despectivo del padre Blanco García en La literatura española en el siglo XIX516. La razón de esta discrepancia hay que buscarla en la índole y circunstancias del mentado drama y en el momento histórico de su representación, más que en su valor literario. Bien podrá juzgarse obra tan ruidosa y controvertida ahora en que el tiempo la sitúa en una lejana perspectiva, y el dictamen de la crítica está a salvo de toda bastarda influencia partidista y sectaria.

El autor de Rosmunda y Guzmán el Bueno fue muy festejado y encarecido por sus contemporáneos. Generalmente la palma de la posteridad es otorgada por la posteridad misma. El caso de Goethe es menos frecuente que el de nuestro Arriaza o el conde de Mulgrave, por ejemplo, que habiendo gozado del favor oficial y del aplauso del público, ocupan hoy un lugar más que secundario entre los poetas de su tiempo. Sin embargo, Gil y Zárate logra su reputación literaria de cara a la adversidad. Aquel hombre de facciones más bien duras, frente calva y sencillo indumento, hijo del actor Bernardo Gil y de la comedianta Antonia Zárate, educado en un colegio de Passy, en las cercanías de París; escribiente, más tarde, del Ministerio de la Gobernación; enrolado a la Milicia Nacional y desde 1828 catedrático de francés en el Consulado de la Corte, tuvo que porfiar más de una vez con su suerte, poco próspera y expeditiva. Fue su principal enemigo el famoso y vapuleado fray Fernando Carrillo, minorista del convento de la Victoria, a cuyo cargo y muy holgadamente, corría por aquellos años la censura de obras dramáticas. Verdugo, más que censor del pensamiento, se le ha llamado y exageradas o no, falsas o verdaderas, que no es de nuestra incumbencia decidir tales extremos, son mutuas las graciosas anécdotas a que dio lugar su celo censorino517.

No era Gil y Zárate hombre apocado y sumiso. De la entereza de su carácter dan fe los biógrafos que tuvo. Y pese al elefantíaco lápiz rojo de fray Fernando, que impidió la representación, a su debido tiempo, de Blanca de Borbón, y de las versiones de Artajerjes y El Zar Demetrio, y a la hostilidad con que los contertulios del Café del Príncipe recibieron, allá en 1835, la aparición sobre las tablas de la primera de las obras citadas, nuestro escurialense autor forjóse una personalidad muy relevante, ora en las letras con sus aportaciones dramáticas y su Manual de literatura, ya en la política por su discutido plan de estudios o su paso por la subsecretaria de varios Ministerios.

Que era hombre de alientos, aun cuando el corazón le engañase a menudo, lo demuestra la circunstancia de haberse atrevido con la figura legendaria e ingente, por su vigoroso contenido dramático, de Guillermo Tell, ya escenificado de modo insuperable por Schiller. Ni el drama que tiene por protagonista al Condestable de Castilla y favorito del rey poeta Juan II, ni el amor de Enrique II a Rosmunda, ni El Gran Capitán, ni Masaniello, ni Un monarca y su privado, que se desenvuelve con donoso desenfado en el ámbito histórico del reinado de Felipe IV, ni sus comedias y traducciones, pueden rivalizar en mérito literario con su Guzmán el Bueno (1842)518, obra maestra y capitalísima de Gil y Zárate, según el común asenso de la crítica. El héroe de Tarifa ofrécese en toda la magnitud, honda y brava, de su épica hazaña. ¡Terrible lucha entre el corazón y la conciencia; entre el sentimiento, herido, desgarrado, del amor paternal y el duro deber espartano del soldado que antes de rendir la plaza que defiende prefiere ver muerto a su hijo! Este es el drama de Gil y Zárate, llevado con mucha habilidad escénica; de versificación sonora y grandilocuente; de fuertes contrastes y ardientes afectos, y muy superior, por tales cualidades, a las tragedias, sobre el mismo asunto, de Moratín, el padre, y de don Enrique Ramos.

Se ha dicho de este drama que puede «parearse con los mejores históricos del siglo XVII»519, y no consideramos exagerada tal afirmación. La sobriedad con que se desenvuelve, circunstancia poco frecuente en nuestro teatro romántico; la bien tallada figura del protagonista, hecho de una pieza y a golpazos de inspiración; el sentimiento, agreste y bravío, de la patria, que exuda por todas partes el corazón de Guzmán, en contraste con la actitud de Doña María, arrebatada por el amor maternal a Don Pedro, y hermética, inabordable respecto de cuanto no sea este afecto hondo y legítimo, bastan para allanar a un autor el camino del triunfo. Muy bella la escena IV del acto I, por su dicción poética, la viveza relumbrante del diálogo y la ternura amorosa que transpira. Llena de viril arrogancia la entrevista de Aben-Comat con Guzmán; de gran efecto dramático el monólogo del cuarto acto y verdaderamente patético el sobrio final de la obra, en la que conviene señalar, por último, como aciertos muy estimables, las escenas de los actos III y IV entre Doña María y Guzmán, y éste y su hijo Don Pedro.

Pero aunque los biógrafos y comentadores del autor de Don Álvaro de Luna y Guillermo Tell coincidan al diputar mejor que ninguna otra, el drama histórico que acabamos de examinar sucintamente -al que quizá siga en mérito la tragedia Rodrigo- fue su aparatoso, estridente y asendereado Carlos II, el que allegó nuevos bríos al romanticismo y señaló en la carrera dramática de Gil y Zárate el rompimiento absoluto, como el Don Álvaro, de Rivas, con los rígidos cánones de la literatura neoclásica. Concedamos, pues, de acuerdo con el primordial objeto de este libro, una mayor atención a esta obra super-romántica, que la otorgada a las demás del mismo autor.

Imaginaos un Estado en descomposición. Corruptelas administrativas, impericias y deslealtad de los gobernantes, ya se llamen Medinaceli u Oropesa. Ingerencias de otras naciones en la política interna de dicho Estado; embajadores, como aquel Barillón destacado por Luis XIV cerca de Jacobo II, de Inglaterra, sin otra misión que la de vigilar bien al monarca y ganarse su voluntad, quebradiza y versátil, para todo lo que redunde en beneficio de Francia, como, por ejemplo, la sucesión del trono. Sonadas y motines; mala distribución del pan. Hechizos, exorcismos, récipes, menjurjes, de los que es víctima la más alta magistratura del país. Autos de fe; pregones de la Inquisición; alguaciles, notarios, familiares; timbales y clarines; reos de hechicería vistiendo el oprobioso sambenito; soldados, alazanes, estandartes y gualdrapas. Un rey infortunado, que no carente de luces fáltale el carácter, la decisión, y está enfermo, de dolencia incurable y extraña, que se manifiesta con visiones y delirios. Intrigas palatinas; esterilidad de las dos coyundas del rey; un embajador francés muy astuto e ingenioso, y un inquisidor general y un cardenal, partidarios de Luis XIV y atormentadores del enfermizo monarca.

Dad ahora un salto en el tiempo, que no en el espacio. Un salto de siglo y medio. Fernando VII ha muerto ya, y su viuda la Reina Gobernadora ha tenido que deponer sus intransigencias y buscar un puntal en los liberales repatriados. Decir repatriación es decir amnistía, ya que sin esta gracia real no cabría reintegrarse al solar nativo. Pero aun cuando la Constitución de 1837 sea como una fórmula transaccional entre la doceañista y el Estatuto de 1834, no se ha cerrado del todo la honda llaga que la política fernandina abrió en el ser colectivo de España. Se respiran auras de libertad; se hincha el espíritu de este soplo restaurador, y sus actividades y anhelos, antes tiranizados y constreñidos, encuentran ya más holgado recinto en que explayarse. La censura se muestra benigna, comprensiva, tolerante, contemporizadora. El minorista padre Carrillo no empuña ahora el lápiz rojo, contra las creaciones de la mente humana. ¿No es éste el momento de tomarse el desquite; de cancelar una deuda, una de esas deudas alimentadas por la soberbia indómita? Y si es así, ¿dónde hallaremos más copiosos y variados materiales que en aquel desdichado periodo histórico de descomposición civil -que es la peor descomposición de todas- a que nos hemos referido hace un instante? ¿Es que Carlos II, el último vástago de la casa de Austria, el hijo de Felipe IV y María Ana; y el conde de Oropesa, y el cardenal Portocarrero, y el Inquisidor general Rocaberti, y el marqués de Harcourt, embajador francés, y el confesor del rey, Froilán Díaz, y la taifa de ineptos, desleales, corrompidos y sañudos servidores de la monarquía y de la Inquisición, no ofrecían ancho campo en que moverse para saciar viejos odios y torpes apetitos? Y si es necesario falsear la historia; violentar los rasgos característicos de cada una de estas celebridades y colgarlas un sambenito, incluso, que es prenda aborrecible de aquellos días ¿qué obstáculos se oponen a ello? ¿No hizo lo mismo Schiller con su Don Carlos? ¿No se ha dicho de la María Tudor, de Víctor Hugo, que lo único verdadero del drama son las decoraciones?

Carlos II, el Hechizado, fue una obra de desquite. Desahogo del corazón, más que discurso de la mente. Fruto más pasional que intelectivo, y por eso mismo, en cuanto pasó su plenitud sabrosa, se revino. No busquéis en él la labor del artífice, que cincela, y pule, y dora, pieza por pieza, parte por parte, hasta dar cima a la obra emprendida. Se han ido amontonando efectos, circunstancias, rasgos, particularidades que hieran el sentimiento del público. Inés, la novia infortunada de Florencio, que resulta ser hija natural de Carlos II, y a la que Froilán Díaz ama con satánico arrebato, es condenada a la hoguera, merced a una criminal patraña del desdeñado y aborrecido amante. El Rey es exorcizado, y de vez en vez sufrirá tremendos delirios y exaltaciones de terror. El cancerbero de Inés y Florencio derramará lágrimas de angustia al ver la triste situación de los novios, encarcelados por el Santo Oficio. Las turbas, decepcionadas y hambrientas, asaltarán el palacio del conde de Oropesa. Portocarrero intimida al monarca con la condenación eterna si no se decide a nombrar heredero del trono al nieto de Luis XIV, el duque de Anjou, que hubo de reinar después, como es sabido, con el nombre de Felipe V, y cuya elección dio lugar a la guerra de Sucesión. ¿Dónde otorgará su firma el Rey? ¡Ah, en el recinto más lóbrego, más sombrío, del Escorial: en el Panteón de sus antepasados! Y como remate de este cúmulo de exorbitancias, que tan bien rimaban con el estilo de los dramas y novelas de Víctor Hugo520, un capitán de los soldados de la Fe presentará a Carlos II el simbólico haz de leña con que habrá de alimentarse la hoguera en que perecerá la desdichada Inés.

Una obra de estas características y recursos escénicos, puesta en las tablas en 1837, tenía, por fuerza, que constituir un verdadero acontecimiento. Y así fue. Las representaciones de Carlos II, el Hechizado se multiplicaron en Madrid y en los teatros de provincias. La gente parecía que olía la chamusquina, y como las fieras se vuelven más terribles al ver correr la sangre de sus víctimas, aquel público frenético y desarrapado, pero que había sufrido vejación y escarnio durante dos periodos de represalia absolutista, sin entrar a discernir el mérito o demérito de la obra, aplaude, vocifera, ruge, como si nada mejor se hubiera escrito o pudiera escribirse. Cómo sería la tremolina que se armaba en el teatro todas las noches, que el actor Guillermo Monreal, a cu o cargo corría la interpretación del odioso Froilán, solía llevar puesto, debajo de los hábitos, el uniforme de miliciano. Y tan pronto desgañitábanse los espectadores pidiendo la cabeza de aquel monstruo ensotanado, arremangábase la ropa talar y a la vista del predicho uniforme, trocaba en vítores los denuestos iracundos del público521.

Al cabo de dos décadas casi, se repetía lo ocurrido con el Lanuza de Saavedra. Una España ignara y populachera prorrumpía en ruidosas aclamaciones allí donde se congregara para ver el Carlos II. La crítica literaria, más consciente y razonadora, como es natural, ya arremetía, rebenque en mano, contra el autor, ya le ponía en los cuernos de la luna, o lo que es más discreto, loaba lo loable y traía a la picota cuanto hay de demasía e hinchazón en el drama. No faltó la anécdota grave y jocosa a la vez. Un lejano -¡tan lejano!- pariente del vilipendiado Froilán Díaz reclamó a las Cortes para que se obligara judicialmente a Gil y Zárate a rehabilitar el nombre del confesor del Rey522.

Dícese que nuestro autor acabó abominando de su obra523. Y cuando la familia de éste desmintió que fuese verdadera la retracción aparecida en La Esperanza del 7 de Febrero de 1861, mentado periódico reafirmó su autenticidad524.

Lo cierto es que el aplaudido y vapuleado drama apenas ofrece a la crítica recalcitrante un débil punto de apoyo para el elogio. Como no sea aquel fiel criado de la escena VI del IV acto que dispara contra el populacho en defensa de su señor el conde de Oropesa. ¡Pero es tan menguada su intervención escénica que o no pararon mientes en él, aturdidos por la gritería y desmanes de los amotinados, o no les pareció juicioso alzarlo sobre el pavés!

Pongamos las cosas en su punto. Sería lamentable error de nuestra parte no reconocer que Gil y Zárate violentó la historia. Más aún, que la falseó para aprovecharse mejor de esta hipérbole o desnaturalización de los caracteres escenificados. Admitamos que el confesor de Carlos II no es el Froilán Díaz del drama. Que Portocarrero no usase la dialéctica que empleó el de Gil y Zárate para convencer al monarca de la conveniencia de nombrar sucesor suyo en el trono al duque de Anjou y ganarle de este modo la partida a la reina y a los embajadores de Austria e Inglaterra, Harrach y Stanhope. Admitamos también lo peligroso que era en los días en que se estrenó Carlos II, el Hechizado, si bien el asalto y quema de los conventos habíanse perpetrado con anterioridad a la primera representación de esta obra, traer a escena excesos y errores fanáticos ya olvidados y sepultados por la repulsa tácita o expresa del mundo entero. ¿Qué buen francés sacaría hoy a relucir las cremaciones de locos del bajo Languedoc? ¿Qué partidario de la Reforma escenificaría el suplicio de Miguel Servet, condenado por Calvino, como es sabido, a perecer en la hoguera? ¿Qué amante de nuestras instituciones seculares, aunque no sea oro todo lo que reluce bajo esta pomposa denominación, se le ocurriría dramatizar la figura del arzobispo Carranza o de fray Luis de León525, con el solo propósito de poner de relieve las persecuciones de que, por el Santo Oficio, fueron objeto varones de tan universal virtud y saber? No turbemos la paz eterna de los inquisidores, que bien ganada se la tienen después del afanoso trabajo a que en esta pícara vida se vieron impelidos.

Pero aceptado todo cuanto antecede, no nos será lícito dejar de reconocer que Gil y Zárate demostró en este drama que poseía, cual ningún otro autor, el arte del mecanismo escénico. Que la tierna y delicada Inés; la simpática entereza de Florencio; el carácter irresoluto y oscilante de Carlos II; el natural monstruoso y aborrecible de Froilán -aun cuando poca o ninguna relación tenga con el histórico confesor del Rey-; la escena del exorcismo; la del veneno, entre Inés y Florencio, en los calabozos de la Inquisición; y el final del drama; la belleza e inspiración de algunos versos y lo cortado y vivo del diálogo, cuando así conviene al proceso dramático, rasgos y singularidades son que no deben despreciarse en la valoración estética de una obra. Podrá haber mucho de monstruoso y repugnante en este drama, ya debido al fondo de algunos caracteres, ya a determinadas circunstancias históricas que habría sido mejor no resucitar. Pero si la ejecución de tales particularidades es artística, ¿por qué renegar tanto del valor estético del drama? Repugnante es El vientre de París, de Zola; monstruosa la misa negra descrita por Huysmans en su novela Allá lejos, e impía la Oda de Carducci al diablo. Sin embargo, la forma poética de esta última y el prolijo realismo con que los dos citados novelistas franceses describen uno el mercado de la calle de Rambuteau y otro la sacrílega liturgia de los devotos del demonio, salvan dichas tres concepciones literarias.

Bárbara Lamadrid

Bárbara Lamadrid