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Mesonero Romanos

Para pintar bien una cosa, hay que verla bien, ya sea con los ojos del cuerpo, ya con los del espíritu, esto es, con la imaginación si el objeto que pretendemos reproducir no está delante de nuestra vista. Los románticos, por efecto de su imaginación sobreexcitada, aumentaban o disminuían, generalmente, las proporciones naturales de las cosas. Como sentían verdadero horror respecto de todo lo que tuviera un alcance o significado científico, no se detenían a examinar el ser auténtico de cada cosa, ni a comprobar la conformidad o disconformidad entre éstas y la imagen literaria que de ellas daban. De aquí los abultamientos y exorbitancias en que incurrían de ordinario.

El romanticismo había sido, en cierto modo, una avanzada del naturalismo; pero los representantes de aquel movimiento literario estaban muy lejos de emplear iguales instrumentos de trabajo. Mientras los naturalistas llenaban de notas y observaciones sus cuadernos, resultado del105 previo examen minucioso a que sometían la realidad, y no escribían una frase, ni pintaban un rasgo, ora externo, ora psicológico, sin contrastarlo rigurosamente, los románticos, como aquella señorita Le Quesnoy, de Daudet, seguían también las mismas reglas de Monsieur Baudony. Para concebir bien un asunto cualquier, se decían, para que la imaginativa se desenvuelva vigorosamente, para soñar cosas increíbles, no es necesario tener delante de los ojos dilatados horizontes, La señorita Le Quesnoy soñaba y hacía sus novelas sentada al fondo de un jardín en un banco circundado de grandes avellanos; lo mismo que nuestro poeta Zorrilla componía sus mejores versos en un cuarto de su casa de la plaza de Matute, teniendo la pared de la habitación como único horizonte.

Mesonero Romanos pintó bien las cosas que le rodeaban porque las veía bien, tales como eran. Su propensión satírica -dulce y suave sátira, sin la hiel y el rebenque del satírico de verdad- tendía a caricaturizarlo todo; pero era ésta una voluntaria deformación de las personas y de los objetos. Los pobres vergonzantes, la patrona de huéspedes, el juntero, el lechuguino, el poeta bucólico y el autor de bucólica, el periodista, el cofrade, el alcalde de barrio, el contratista, el religioso, el elector y el forastero en la corte están retratados, sin los rasgos vigorosos, profundos, analíticos, del talento creador, pero tales como eran, con su fisonomía propia e indistinta, y sus particularidades más notables, y su indumento, y su carácter, y sus hábitos.

Falta en estas pinturas costumbristas el zumo ácido e incluso corrosivo que da más valor a esta clase de producciones. Ya sea por bondad ingénita del autor, ya, lo que es más probable, por carencia de talento desmenuzador y analítico y de vena realmente creadora, estos tipos y cuadros de costumbres agradan, pero sin herir a fondo nuestra sensibilidad, ni apasionarnos por consiguiente. Pintura detallada, minuciosa, llena de felices observaciones, de gracejo y de bonachonería; de trazos espontáneos y vivos; mas de tonos blandos, suaves, sin aristas, ni amargor.

Insistimos en señalar estas peculiaridades de la pluma de Mesonero Romanos aun a trueque de pasar plaza de tautológicos, para que veamos, más pronta y fácilmente, lo que se puede deducir de un talento así, aplicado a la crítica literaria.

Nuestros escritores románticos no se distinguieron por sus aportaciones a la filosofía de lo bello. Sus trabajos críticos adolecen, en la mayoría de los casos, de falta de verticalidad filosófica. Se contentan con el sobrehaz del arte y rara vez, escalpelo en mano y ojo avizor, penetran en sus entresijos y reconditeces. No quisieron o no supieron aprovecharse del ancho margen psicológico que aquel movimiento literario, tan hondamente demoledor y revolucionario, les ofrecía. Las quintaesencias de las ideas y de los afectos quedaron encuadradas en sus frágiles pomos, sin que mano audaz alguna, cabría decir, osase destaparlos siquiera. Se emplea como en el caso de Pastor Díaz, verbigracia, un método afectivo, dado a error por su inconsistencia racional y discursiva, por la preponderancia del sentimiento sobre la razón, o se cae en la crítica enumerativa y superficial, que escasa de aportaciones propias, se reduce generalmente a reproducir juicios y hallazgos ya formulados por otros exégetas de la literatura.

Las actividades literarias de Mesonero Romanos fueron muy copiosas. Como prosista de costumbres ya le hemos estudiado en este libro. Pero siendo esta cara de su personalidad la más notable e interesante de todas, no fue la única. Su dilección respecto de los clásicos le impulsó a refundir, Amar por señas, La dama del olivar, y Ventura te dé Dios, hijo, de Tirso, a quien en 1837 dedicó un discurso crítico, leído en el Ateneo de Madrid. Once años después apareció un libro intitulado Tirso de Molina: cuentos, fábulas, descripciones, diálogos, máquinas y dichos agudos escogidos en sus obras. Precede a esta recopilación otro discurso crítico del compilador, esto es, de Mesonero. De Hurtado de Mendoza refundió El marido hace mujer y de Lope La viuda valenciana. Por una nota suelta encontrada por sus hijos, de quienes tomamos estos antecedentes106, conocemos el propósito de Mesonero de continuar sus refundiciones o arreglos de nuestro teatro antiguo. Y sí el lector quiere saber lo que sobre este menester literario opinaba el ilustre autor de Panorama matritense y Memorias de un setentón, no tiene más que acudir a las páginas 383 y siguientes de Trabajos no coleccionados107, en donde hallará satisfacción su curiosidad. No es nada grata la tarea de refundidor. Si en ella se acierta, los aplausos del público habrá que interpretarlos como fervoroso homenaje a la memoria del autor, pues quien refundió la obra ya cuidó en ocultarse de tal modo que fuera imposible, en verdad, distinguir los materiales aportados por el clásico de los del arreglador. «¡Cuántas veces no se habrán admirado en Lope y Tirso dichos que no dijeron, y cuántas se habrán achacado a sus refundidores defectos que sólo fueron de aquéllos!»108. Pero si la obra no gusta culpa será tan sólo de la falta de habilidad de quien la refundió. Mesonero Romanos reconoce los abusos que se han cometido con nuestros gloriosos autores del siglo XVII al intentar adaptar su teatro a las condiciones y gustos de la escena moderna. «Muchas comedias han sido estropeadas por manos inexpertas y atrevidas». Pero no confundamos la osadía, arbitrariedad e inexperiencia de estos arregladores de nuestra áurea dramaturgia con el verdadero refundidor de una comedia. Para realizar cumplidamente este trabajo no basta con saber «cuatro reglillas de poética» y componer «un par de décimas o redondillas». Hace falta tener un109 gusto delicado, exquisito, que nos conduzca sabiamente entre los primores y las extravagancias del talento dramático, a fin de elegir aquéllos y desdeñar éstas. Conocer al dedillo nuestro teatro clásico, poseer un alto sentido crítico con el que apreciar los vuelos legítimos de la fantasía creadora, y por último «un don particular» para imitar el tono, las ideas y el modo peculiar de ser de cada poeta110.

La investigación histórica le debe pacientes y valiosos trabajos, sobre todo en cuanto atañe al pasado de Madrid. Difícil nos sería reconstruir este pretérito sin acudir a las obras de D. Ramón. Aparte de la comedia original, en dos actos y en verso, La señora de protección y escuela de pretendientes, de la que no sabemos si se representó, aunque el reparto que se hizo de sus papeles a favor de Concepción Velasco, Joaquina Baus111, Antonio Guzmán y otros comediantes de la época parece indicar que fue estrenada; de los epigramas, letrillas, décimas, romances y sonetos, recogidos por los hijos del autor en el segundo tomo de Trabajos no coleccionados; de las refundiciones ya mentadas y de los trabajos de crítica literaria que vamos a comentar más adelante, todo o casi todo lo demás que conocemos de Mesonero corresponde a esta disciplina de la historia. Adóptese el sistema característico de tales trabajos, de investigar el pasado y reconstruirlo después por medio de la narración o sirvámonos de la amena pintura de tipos, costumbres, escenas, acontecimientos políticos, literarios y artísticos, sin el aparato científico, severo y doctrinal de la historia, pero con el hechizo de lo novelesco o el deshilvanado decir de las memorias, el fondo, los materiales y el alcance que de ellos resulte siempre serán los mismos. Al primer género112 corresponden los Manuales de Madrid113. El Apéndice al primero de ellos y El Antiguo Madrid, paseos histórico-anecdóticos por las calles y casas de esta villa, como reza subsiguientemente al predicho título. Pertenecen al segundo, dentro de la denominación general de obras humorísticas y de amena literatura, El Panorama Matritense, colección de bellos cuadros de costumbres de la capital de España, Escenas Matritenses, complemento de lo anterior, Tipos y caracteres, que vienen a ser como una variación sobre el114 mismo tema, como un desdoblamiento o particularización de las dos obras anteriores y Memorias de un setentón, natural y vecino de Madrid, en cuyas páginas se reconstruye un pasado vivido por el autor, desde los acontecimientos infortunados, pero gloriosos del 19 de marzo y el 2 de mayo hasta el adiós dado a la historia en 1843. Treinta y cinco años ajetreados, ásperos y difíciles para los que tuvieron la desgracia de vivirlos. Mas llenos de curiosidad, de interés e incluso de emoción para nosotros, que, sin sufrir en nuestro cuerpo ni en nuestra alma las hondas y terribles heridas de una sociedad civil en descomposición y por consiguiente en permanente estado de fermentación revolucionaria, experimentamos la voluptuosidad de vivir con el pensamiento y de la mano del fácil narrador de Mesonero, aquellos días tumultuosos y voltarios.

Todos estos libros que acabamos de enumerar constituyen un arsenal abundantísimo de preciosas noticias sobre el pasado de Madrid y respecto del Madrid coetáneo del autor. Ya hemos observado antes que cuantos quieran escribir algo que toque de lejos o de cerca la vida retrospectiva de la capital de España, especialmente en lo que se refiere a la primera mitad del siglo XIX, tendrán que manejar las obras de Mesonero, tan ricas en antecedentes y particularidades de este período histórico. ¿Veis un plano que se mueve, y respira, y se puebla de casas, de viandantes que cruzan calles, plazas y jardines; que vibra con los ruidos y gritos del tráfico urbano, si no muy denso a la sazón, lo bastante para llenar el aire de sus voces y latidos; que se ilustra de noticias históricas, de leyendas y tradiciones, en un tratado de indumentaria en que los trajes y las diversas prendas y adornos que los complementan -los carriks de cinco cuellos, las levitas polonesas, los pantalones plegados, las botas a la farolé, los spencers o corpiños, el mantón de cachemir, y la manteleta, y el albornoz, y el miriñaque, amén de las armaduras, almidones y postizos- se mostrarán de pronto con vida y movimiento a vuestros ojos; y a poetas, pintores, periodistas y políticos de la primera mitad de la pasada centuria, que en el Café del Príncipe o Parriasillo, hablaban por los codos, y vociferaban, y apostrofaban, y se reían de lo divino y lo humano, recobrando de nuevo el uso de la palabra, la facultad de gesticular y manotear, y burlarse de todo; y al Prado resucitar a lo largo del tiempo, con sus «damas tapadas», sus «galanes perdidizos», sus «escuderos socarrones», y sus petimetres, jóvenes emperifolladas, carretelas y tílburis; y los salones del Liceo, abrir sus puertas otra vez y congregar bajo su techo a aristocráticas damas, literatos y artistas, que van a representar una obra, oír un poema o una romanza?... Pues todo eso y otras mil facetas y pormenores que hemos de omitir voluntariamente, por no dilatarnos en demasía, y que completan la fisonomía, tanto física como moral, del Madrid de 1830, con sus románticos, sus tiranos y sus demagogos, encontraréis en la prosa, más fácil y amena que atildada y garbosa, de Mesonero.

Más de cincuenta años dedicó don Ramón a sus actividades histórico-literarias. Durante este largo lapso de tiempo estuvo casi siempre rodeado de viejos y trasolvidados libros, de polvorientos manuscritos, en los que poquito a poco se iba consumiendo la luz de sus ojos. ¿No recordáis su retrato? En 1838 y en el pintado por don José de la Revilla, con su cabello algo enmarañado, y sus tufillos que irrumpen en los extremos de la espaciosa frente, y sus cejas pobladas; sonriente la faz, de nariz ancha y larga; muy abierto el chaleco, dejando ver la blanca pechera, de rica botonadura, y el brazo apoyado en el respaldo del asiento, parece uno de esos célebres músicos alemanes que el cine de hoy reproduce con tan esmerada y veraz caracterización en sus proyecciones de vidas de genios del pentagrama. Cuando había pasado ya de los sesenta o andaba próximo a cumplirlos, sin que el pelo hubiera perdido su negrura y partido por una raya al lado; la camisa almidonada y de una perfecta nitidez; la levita, con cuello de terciopelo, ribeteada de trencilla de seda, aún no había desaparecido de su rostro, ya un poco mofletudo, la misma sonrisa bonachona y simpática de la juventud, pero los ojillos vivos y como ligeramente entornados, -que a través de los lentes denotan la husmeadora curiosidad del bibliófilo, no tienen ahora el mirar abierto y firme de 1838, sino que muestran cierto cansancio y parece como si se hubieran achicado por el desgaste diario de la lectura. Hasta es posible que la levita de don Ramón oliera a humedad -esa humedad penetrante, corrosiva, diríamos, de los archivos- y despidiese al agitarse el cuerpo que cubría,115 el polvillo rancio y a trasmano de las bibliotecas.

Además de las obras de investigación y carácter histórico-literario a que nos hemos referido anteriormente, de la prosa costumbrista y de los trabajos sobre mejoras urbanas de la villa y corte, ya realizadas, ya pendientes de ejecución o que a juicio de Mesonero debieron haberse llevado a cabo, compuso éste una serie de artículos de viaje que fueron viendo la luz en las columnas del Semanario Pintoresco. En 1841 aparecieron en volumen y bajo el título de Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica116. Constituyen una colección de amenas crónicas, veteadas de un humorismo apacible y sano, sin complicaciones psicológicas, y en lenguaje espontáneo y fluido, pero desprovisto de esa agreste fragancia y hondo colorido del estilo vigoroso. Bayona, Burdeos, París, Bruselas, Brujas, Malinas, Lieja, Amberes, con sus monumentos artísticos, y sus actividades fabriles y comerciales, y su vida literaria y científica, y sus típicas costumbres, juntamente con algún sonado acontecimiento, como las exequias de Napoleón o el entierro de Víctor Ducange, de menos trascendencia desde luego, pero de interés sentimental y anecdótico. Dos grandes trágicos, como diría, en sentido irónico, un pacifista, si bien las truculencias del Emperador tuvieron consecuencias más graves que las del dramaturgo.

Tras los restos mortales del autor de Quince años ha y El Verdugo de Amsterdam desfilan, en apretado haz, sus admiradores. Románticos outrés, es decir, «jóvenes arriscados, autoretes noveles, abastecedores de los teatros subalternos, improvisadores de fatídicas novelas, dramas compungibles y cuentos117 fantásticos»118, Mesonero, que no fue nada partidario de las exageraciones y extravagancias del romanticismo, aprovecha esta coyuntura, en la patria de Víctor Hugo, Dumas, Vizconde D'Arlincourt, Jorge Sand y Sue119, para burlarse, sin hiel ni veneno, de tales desvaríos.

Los trabajos de crítica literaria comenzaron a ver la luz en 1857. A este año y a los dos siguientes corresponden los estudios biográfico-críticos de Mesonero respecto de los dramáticos contemporáneos de Lope de Vega y posteriores al mismo. Los hijos de don Ramón recopilaron y dieron a las prensas en 1903 y 1905, bajo el título de Trabajos no coleccionados, numerosos escritos de biografía, historia y crítica120 dramática, poesía, miscelánea, documentos y antecedentes relativos al autor, historia y descripción de monumentos nacionales y extranjeros, viajes, crítica literaria y artística, refundiciones del teatro antiguo y la comedia original ya citada, amén de otros de carácter administrativo.

No busquéis en la crítica somera y un tanto desaliñada de Mesonero nuevos puntos de vista, agudas observaciones, paralelos y desemejanza121 respecto de los autores por él estudiados, que estimulen la curiosidad del lector y se granjeen su voto favorable. Más inclinado a la erudición que al análisis, circunscríbese a ofrecernos, en su lugar correspondiente, cuantas noticias y pormenores biográficos encontró en el Laurel de Apolo, de Lope, el Viaje al Parnaso, de Cervantes, el Viaje entretenido, de Agustín de Rojas, la Biblioteca hispana, de don Nicolás Antonio y otros libros, que sería difuso mentar122, en vez de investigar algo más por su cuenta y allegar de este modo cuantas circunstancias y ante cedentes ignorados topase. Sus juicios, entreverados de otros ajenos, se desvaloran y empequeñecen, sin que estos últimos, en su mayoría, contribuyan a justipreciar el verdadero mérito o demérito de los autores dramáticos sacados nuevamente de molde, ya que dichos pareceres fueron dictados por la pasión maligna o la benevolencia excesiva.

No desdeñemos nosotros la erudición, como Unamuno, que, puesto a elegir entre Teófilo Braga y Oliveira Martins, e incluso Macaulay quizá, se decidiría sin duda por el glorioso autor de la Historia de la civilización ibérica. Pero entendemos que si el saber literario no está iluminado por los destellos del espíritu creador, nos semejaremos a esos matrimonios que faltos de hijos propios adoptan otros extraños, disimulando así su esterilidad.

Entre largas acotaciones de Cervantes, Moratín, el hijo, Agustín de Rojas123 y el canónigo Antonio Navarro, el autor del Discurso preliminar a los Dramáticos contemporáneos de Lope de Vega124 disputa de «delirios de imaginación» las tentativas125 dramáticas de Timoneda, Francisco de Avendaño, Juan de Malara, etc., y de «estrambóticas máximas y preceptos» los consignados por Juan de la Cueva en su «desatentado arte», que apellidó Ejemplar poético, atribuyendo a ambas cosas, así como a la «necia exigencia de un público ignorante, crédulo y apasionado», el estado de anarquía -«período de incertidumbre y de locura»-, de nuestra escena al declinar el siglo XVI126.

Más adelante observa lo inaceptable que era la rigidez dogmática de Luzán, Montiano, Clemencín y otros críticos modernos que intentaron medir a Lope con «la vara clásica y exótica de Aristóteles y Horacio, que él mismo recusó a sabiendas»127. Lope, como Shakespeare, se doblegó involuntariamente al ímpetu de su genio creador. Conocía el código literario que griegos y latinos habían deducido de los buenos modelos. Lamentaba el tener que apartarse de estos preceptos y convenciones, para someterse, por el contrario, a las exigencias del público. Pero al proceder de este modo no hacía otra cosa que realizar «la misión providencial de su talento», que consistía en dar expresión perfecta al ser de un pueblo y de un siglo lleno de poesía, de pasión, altivez y caballerosidad, levantando así, quizá sin intentarlo siquiera, «el imperecedero monumento de nuestro teatro exclusivo y nacional» 128.

A juicio de Mesonero el único dramático capaz de disputar a Lope el cetro de la escena hubiera sido Tirso, que, si menos fecundo que el Fénix, se puso a su nivel muchas veces e incluso le superó no pocas, por lo original de su talento, lo atrevido de la inventiva, la vis cómica, el estilo y gracejo teatral129. Y tras de hacer estas afirmaciones proclamará sin titubeos que ningún teatro extranjero puede competir con el nuestro, considerando éste en su conjunto, en originalidad, riqueza y gallardía.

Como acabamos de ver, Mesonero Romanos, se distingue en todos sus comentarios respecto de nuestra dramática, por la templanza y ponderación, con que la juzga. Más responsable en cuanto a su saber literario que otros románticos y distante, como es lógico, de las agrias censuras de los neoclásicos, incapaces de comprender por su educación y por su temperamento las bellezas y bizarrías de nuestra escena antigua, sus juicios, si apenas ofrecen novedad en nada desmerecen, por lo moderados y discretos, de la ortodoxia literaria, esto es, de los sustentados por las autoridades de la crítica sabia.

Convencido de que nuestra admiración por los clásicos no debe cegarnos hasta el punto de defender los descarríos en que cayeron, dice del ingenio de Lope que fue «colosal y extravagante». Condena severamente al autor del Quijote por sus comedias, «tan malas que hay quien asegura que las compuso tan disparatadas con el objeto de criticar las que entonces se creaban; pero muchas razones prueban que lo hizo así porque no supo más, o porque tal vez le tuviese cuenta acomodarse al gusto del siglo». De Tirso, tras de elogiarle como se merece por la pureza del lenguaje, el garbo y donosura del diálogo, la comicidad de las situaciones, la elocución vigorosa y aguda -granum salis- y el esmero que puso en la pintura de caracteres, sobre todo femeninos, observa que pecó generalmente de liviano, pervirtiendo así «la parte moral de la escena»130. Como ya hemos notado antes, en nada o en muy poco difieren sus juicios de los de la alta crítica. Quizá trató con excesivo despego a Cervantes al considerar sus composiciones dramáticas. Ni Pedro de Urdemalas y mucho menos La Numancia, merecen tal anatema. Tampoco debió omitirse, a título de desagravio, algún comentario favorable respecto de los entremeses, de cuyo mérito la crítica docta ha dicho cuanto es menester.

Calderón, prosigue Mesonero, aunque contemporáneo con el rumbo que Lope había dado al arte dramático, puso coto, sin embargo, a sus monstruosidades, creando la verdadera comedia española, que si defectuosa aún en el plan está llena de encanto en su desempeño131.

Hasta aquí todo va bien. Moratín, el hijo, aunque con cierto desafecto y severidad, don Dionisio Solís, don Manuel Silvela, don José de la Revilla, Martínez de la Rosa, don Agustín Durán y Lista habían abierto el camino a la crítica literaria. Cuantas apreciaciones hizo Mesonero tienen un antecedente, más o menos difuso, en estos autores. De ellos arranca, sin un servilismo absoluto como es lógico, su interpretación y valoración de nuestra escena antigua. Pero ¿qué ocurrirá si cambia el objeto de la crítica, si nos enfrentamos con nuevas modalidades literarias muy disímiles de los modelos clásicos y coetáneos?

Por lo general solemos adscribirnos a un determinado período literario, de tal manera, que si de pronto nos sacan de él, estaremos como el pez fuera del agua o el pájaro fuera del aire. Nuestro elemento es aquél en que se ha ido desarrollando el espíritu, alimentándose voraz o mesuradamente de todas sus partículas morales, hasta crecer y culminar en un estado de plenitud anímica. Cuantas determinaciones adoptemos, cuantos juicios forme nuestra mente, estarán moldeados en esa grande turquesa de nuestro tiempo. Y de pronto nos colocan ante un panorama literario ignorado hasta entonces por nosotros y no presentido, o una de dos: equivocamos la puntería, que será lo más natural, o damos intuitivamente en el blanco.

Desgraciadamente el fundador del Semanario Pintoresco no pertenecía a esta clase de escritores, desde luego la menos numerosa. Se vio de súbito ante otro género literario, caracterizado por el pormenor afanoso y nimio, lo que Remy de Gourmont llamó «el amor de los detalles». Un nuevo modo de hacer arte; a tempo lento, con prosopografías y etopeyas, esto es, descripciones y análisis muy minuciosos, y consiguientemente, el dictamen crítico, muy volandero y como de refilón nos puso de manifiesto la incompetencia de Mesonero para juzgar con tino la novedad literaria aludida.

Cinco años antes, en 1835, don Juan Nicasio Gallego en carta dirigida a don Leopoldo Augusto de Cueto132 y refiriéndose a Nôtre Dame de Paris, de Víctor Hugo, escribía: «No quiero hablar de la pintura de la catedral, es decir, de su descripción artística, modelo de pesadez y extravagancia». El mismo fenómeno literario se producía en 1840. Mesonero lee a Balzac, el padre espiritual del tío Grandet y de Gobsech, dignos émulos de los grandes usureros de la literatura universal, del Euclión, de Plauto y del Harpagón, de Molière, y ante la lentitud de las descripciones, el estudio minucioso de los caracteres, la pintura veraz, exacta, microscópica incluso del marco en que va a encuadrarse la acción novelesca, siente cómo desfallece su voluntad y cómo acaba apoderándose de él el aburrimiento, «Míster Balzac -dice Mesonero- es tan pesado y tan fastidioso como Jorge Sand, si bien suple a las disertaciones filosóficas de éste con minuciosas observaciones y descripciones de antiguos muebles y adornos, de los que no perdona ni siquiera un clavo»133. Y más adelante observa, con igual incomprensión crítica, que en las novelas de Jorge Sand y de Balzac «el lector salta fastidiado veinte hojas de cada situación para haber de llegar a la peripecia»134.

¡Qué habría escrito Mesonero de Zola, Flaubert y Proust, cada uno por su estilo, de haberlos alcanzado, o de La Regenta, de Leopoldo Alas, uno de nuestros monumentos literarios de fines del XIX; y de La Catedral, de Blasco Ibáñez!

Muchos de los trabajos que con el calificativo de críticos publicaron los hijos de don Ramón en los dos volúmenes citados, son someras impresiones de lectura o gacetillas literarias, más extensas de las que hoy se estilan, pero igualmente volatilizables por su contenido. A esta clase de escritos corresponden, entre otros, los comentarios a las Poesías jocosas y satíricas, de Martínez Villergas, a la Crónica de la Conquista de Granada, de Washington Irving y el Prólogo para el libro de don Antonio Bernal de O'Reilly, Viaje a Oriente. El Prospecto que apareció, como declaración de fines literarios, artísticos y científicos, con motivo de su primer número, en el Semanario Pintoresco -reseña del estado de las publicaciones periódicas (Magazines) en aquellos días, y anuncio del propósito de imitarlas por primera vez entre nosotros con las limitaciones y sobriedad impuestas por nuestros escasos medios- procede también de la pluma de Mesonero.

Anotemos por último antes de concluir estos comentarios sobre el ilustre autor de Escenas matritenses y Tipos y caracteres, que fue él quien rechazó la idea en que estuvo Moratín de que L'école des maris, de Molière, puesta en castellano por el historiador de nuestra escena, era una imitación de La discreta enamorada, de Lope, cuando, por el contrario, está inspirada, según Mesonero, en la comedia de Hurtado de Mendoza, El marido hace mujer y Tratos mudan costumbres. Nadie que nosotros sepamos se anticipó a don Ramón en este descubrimiento, ni tampoco sabemos que haya sido controvertido por ningún erudito135.

Donoso Cortés

Donoso Cortés, a quien ya hemos estudiado en este libro como tributario de una de las nueve habitadoras del Helicón, principalmente la que representa a la poesía épica, también echó su cuarto a espadas en torno de la cuestión tan debatida entonces, de clásicos y románticos. En nuestros días anda muy en candelero otra vez el marqués de Valdegamas, debido más que al valor intrínseco de su figura a lo bien que se acomodan sus ideas a la presente situación política. Donoso Cortés fue un gran hiperbólico. Sus ideas filosóficas provienen como de un delirio de la mente. Todo es en él colosal: el pensamiento hipertrofiado respecto de un ángulo visual de la vida humana, y el lenguaje vigoroso, apocalíptico, desatado como un torrente. Si aquella imaginación portentosa hubiera tenido a mano un molde poético en que fundirse, Donoso Cortés habría ocupado si no el primero uno de los más altos puestos del parnaso español. Metida tan superabundante facultad creadora en los menos holgados límites del lenguaje prosaico, parece como si los rompiera y traspasase, con lo que el discurso, a modo de nuevo Cedrón hierve, ruge y se despeña, sin que nada ni nadie consiga detenerlo o encauzarlo en vías de mayor reflexión y comedimiento.

Los hombres, para condenar o enaltecer, necesitan generalmente una palanca que, manejada desde fuera, les impulse y mueva en favor o en contra de estos o aquellos ideales. Nacidas las reputaciones de esta forma; como al viril empujón de los tiempos, que en su ceguera pasional lo mismo abaten a las personas que las encumbran, no puede sorprender a nadie que, quien equidiste de estos radicalismos ideológicos que se disputan la verdad a tirones, recele un poco del valor fundamental de tales prestigios. Parece como si los partidismos al servirse de ellos se dijeran: «No entramos ni salimos en la virtud intrínseca y universal de vuestras obras. Sois gloriosos fantasmones que conviene resucitar en obsequio y ayuda de nuestros particulares fines. Desentumeced por unos años vuestros huesos ateridos, y venid en nuestro socorro; que ya tendréis tiempo de tornar a vuestros sepulcros». De aquí que desconfiemos de Pi y Margall y Donoso Cortés, entre los nuestros; de Maistre y Lamennais, o de Feuerbach136 y Mazzini, entre los extraños. La verdad es sólo una. El equidistantismo o eclecticismo filosófico es un alivio para nuestro espíritu en tanto la verdad verdadera137, que no es sino una verdad aparente a través de las radicales ideologías, no se muestre refulgente ante nuestros ojos.

Al ojear la obra de Donoso Cortés138 para discriminar en ella los trabajos de crítica literaria de los filosóficos y políticos, se nos han venido estas reflexiones a los puntos de la pluma. Su famoso Ensayo sobre el catolicismo, etc., es un exabrupto filosófico-teológico, todo lo ingenioso, hábil y elocuente que se quiera, pero un exabrupto al fin. Mientras no cambie fundamentalmente la naturaleza humana y las trazas no son como para suponer que ocurra por ahora tan trascendental fenómeno, nos parece aventurado creer que un Santo Tomás, o una Santa Teresa, o un San Juan de la Cruz, o cualesquiera otras egregias figuras de la ciencia de Dios, serían los mejores gobernantes del mundo. Pero volvamos la hoja, pues siendo nuestro objeto exclusivamente literario no tenemos necesidad de dilatarnos sobre cuestión tan delicada como ésta, máxime si se tiene en cuenta que en España todos somos algo inquisidores, en la forma en que se puede ser hoy inquisidor: esto es; entorpeciendo y dificultando la vida de los que no piensan como uno.

Dentro de las actividades intelectivas del marqués de Valdegamas, la crítica literaria no fue factor importante. Sin embargo, ya de un modo indirecto, como en su correspondencia de París al tratar de Lamartine y de Guizot o en sus discursos y trabajos sobre filosofía, religión, historia o política, ora cuando la literatura es objeto esencial, como en la porfía respecto de lo clásico y lo romántico, hay en sus escritos observaciones y juicios que corresponden a esta disciplina de las letras. Y pues los pensadores no se contentan con examinar las cosas por fuera, sino que han de buscar la razón de ser de cada una, Donoso considerará en su trabajo El clasicismo y el romanticismo, no sólo estos dos fenómenos literarios, contraponiéndolos en el orden estético, sino la causa fundamental de ambos.

Clasicismo y romanticismo, observa nuestro ilustre conterráneo, son dos palabras que expresan dos civilizaciones distintas. El numen clásico en opinión de los románticos, no recibe sus colores del sol, ni sus ilustraciones del cielo. Una musa que pierde, bajo el imperio de las reglas, su espontaneidad, belleza y juventud, no puede ser lo bastante fuerte para dominarlo todo. La poesía clásica, desde el punto de vista artístico, es el encadenamiento del genio. Moralmente considerada se opone al desarrollo de los afectos más poderosos. En el aspecto político, propende a poner por encima de la señoril altivez creadora de los poetas, el orgullo de los próceres. Y en el social a hacer desaparecer el movimiento renovador de les sociedades humanas. La poesía clásica, en fin, es la poesía de los poderosos, no de los humildes; de los que gozan, no de los que sufren. «A la lira clásica le falta una cuerda, la cuerda destinada a obedecer a las inspiraciones del dolor, por eso, no ha sido inspirada nunca por los gemidos que se desprenden del corazón de los hombres, ni de las entrañas de los pueblos»139.

La poesía romántica, para los clásicos, y examinada desde el punto de vista del arte, de la moral, de la política y de la sociedad, es una insurrección contra los códigos literarios, contra la santidad de las costumbres -«apoteosis del crimen»- contra las instituciones tradicionales de cada nación y contra la autoridad pública, respectivamente. De aquí que cuando es didáctica se desentiende de todo canon estético, cuando es dramática lanza sobre la escena tipos monstruosos y patibularios y cuando es lírica, su numen iracundo y siniestro «desciende como la electricidad sobre las conmovidas muchedumbres». Donoso afirma a seguido que el romanticismo nunca empuñó la trompa épica, porque «la maza de Hércules no puede ser manejada por pigmeos».

Como se ve, el marqués de Valdegamas lo mismo cuando afirma que cuando niega, es esencialmente hiperbólico, desmesurado, incoercible. Hombre de grandes pasiones, de imaginación viva y pujante, de una soberbia, que rompe cuanto valladar halla al paso, de aquí ese sentido apocalíptico que trasciende de sus discursos y de sus escritos, sacaba las cosas de sus proporciones verdaderas, y ya las engrandecía y agigantaba, ora, por el contrario, las reducía a las más modestas dimensiones. No creemos que Goethe, ni Víctor Hugo, por ejemplo, cada uno en la esfera propia de su talento poético, fueran pigmeos que para ver mejor hubiera que mirarlos con cristal de aumento. Si entre los románticos no hubo verdaderos poetas épicos, es, sencillamente, sin que haya que desencajar los ojos al decirlo, porque había pasado hacía muchos siglos la época de la epopeya, que no se da legítimamente, sino en los albores de las civilizaciones, cuando el poeta épico lo es todo: cantor, filósofo, historiador, moralista, astrónomo, legislador, sacerdote, etcétera. Cuantas epopeyas se han intentado después, a excepción de la Divina Comedia que corresponde a una nueva civilización: la cristiana, han sido otras tantas frustraciones de la épica verdadera140.

«El error de los clásicos y de los románticos -continúa Donoso- consiste siempre en una verdad exagerada, cuando afirman algo de sí propios; y cuando afirman algo de sus contrarios, en una verdad incompleta»141.


Pero los sistemas filosóficos y literarios, como las instituciones en el orden político y social no deben ser estudiadas solamente en su declinación, esto es, al descomponerse y decaer, sino en sus períodos de plenitud. Razón por la cual, el marqués de Valdegamas, examina ambas escuelas literarias: la clásica y la romántica, cuando están en su apogeo. El problema que nos plantean estas dos modalidades expresivas del espíritu creador, no es un problema exclusivamente literario, sino filosófico, político y social, «como quiera que las varias literaturas que se han sucedido en los tiempos históricos, han sido siempre el resultado necesario del estado social, político y religioso de los pueblos»142.

El clasicismo y el romanticismo, como fruto espontáneo de las sociedades antigua y moderna, prosigue Donoso, se han repartido el dominio de los tiempos. El suponer que una revolución como la que separó esas dos civilizaciones diferentes no había de alterar fundamentalmente el arte «es desvarío». Pero el suponer también que no existen principios comunes entre las artes provenientes de dicha revolución y las que cultivaron las sociedades antiguas, «es un absurdo inconcebible». De aquí se infiere que tanto los clásicos como los románticos no están en lo firme al pretender que todos los principios del arte con la destrucción del imperio romano perecieron o resultaron indemnes. Grecia y Roma fueron idólatras y materialistas, por eso rindieron culto a la fuerza. Desconocían completamente la naturaleza de Dios, de la mujer y del hombre, y por ende, la de los deberes religiosos, la del amor y la de los sentimientos morales. Todo esto, que constituye la esencia de la poesía griega y latina, en lo que tiene de local, variable y contingente es lo que pereció «cuando los bárbaros del Norte, señores de Roma, fueron dueños del mundo»143. La antigua civilización pasó, como pasan todas las civilizaciones tributarias de la idolatría y del materialismo. La fuerza renunció a su imperio y fue sustituida por la justicia. «La idea de la obediencia dejó de estar asociada a la idea de la servidumbre». Llegado este instante no pudiendo el alma recrearse con el espectáculo de la naturaleza y el mundo se abismó en su propia contemplación. «Si el horizonte del mundo exterior le había parecido grande, el horizonte del mundo interior debió revelarle la idea de lo inmenso y de lo infinito»144.

Tras estos razonamientos, que en la pluma de Donoso Cortés, se dilatan bajo la pompa del lenguaje no siempre castizo y puro, y todos los recursos de la dialéctica, desembocamos en las dos conclusiones siguientes: Si el clasicismo es tanto como decir poesía de las sociedades antiguas, y romanticismo, de las modernas, una y otra escuela literaria están basadas en hechos históricos irrecusables. Dichas modalidades estéticas se distinguen profundamente entre sí, debido a que el clasicismo caracterizase por la perfección de las formas y el romanticismo por la hondura de los conceptos. Si el uno es más rico de imágenes, el otro es más esencialmente afectivo, colígese de aquí que los partidarios de una y otra doctrina literaria, cuando se niegan recíprocamente su puesto en la república de las letras, se rebelan contra la razón y contra la historia.

La literatura antigua, como la sociedad de que es espejo, es substancialmente materialista. De aquí que rinda homenaje «a la realidad, al mundo físico, a las formas». La romántica, reflejo también de la sociedad en que vive, es hondamente espiritualista, merced a su origen cristiano; razón por la cual un poeta moderno «buscará el tipo de lo sublime y de lo bello fuera de la región de las realidades, y se elevará en alas de su entusiasmo para perderse en las espléndidas regiones de la verdad absoluta»145.

Si el clasicismo, advierte por último Donoso, es tan sólo la imitación de los poetas antiguos y el romanticismo la manumisión total de los principios literarios establecidos y observados por los antiguos, ambas escuelas son absurdas. Mas si por el contrario, el clasicismo aconseja el estudio del arte antiguo y el romanticismo el de las ideas y afectos propios de los poetas modernos, una y otra doctrina estética son razonables. «Entonces la perfección consiste en ser clásico y romántico a un mismo tiempo [...] Porque, ¿en qué consistirá la perfección, si no consiste en expresar un bello pensamiento con una bella forma?»146.

Como acabamos de ver, el pensamiento capital de este trabajo, desarrollado a través de una dialéctica más amiga de la repetición que de la síntesis, es el mismo que expusieron en sus escritos, primero, los críticos neoclásicos y después, con mayor independencia y desenfado, los precursores del romanticismo. Donoso repugna el contenido ideológico de la literatura clásica, por reflejar una civilización que, tocada de «esterilidad y de parálisis», venía condenada por sus propias máculas interiores a una «precoz decadencia». Pero no rehuye la observancia de aquellos preceptos del arte antiguo que por su misma idoneidad y eficiencia estética, nacidas de su consubstancialidad con la naturaleza de las cosas en materia literaria, deben ser comunes a toda actividad creadora, cualquiera que sea el tiempo en que se produzca. Dicho cuanto antecede con gran atuendo de lenguaje: tropos, imágenes, comparaciones, y en ese tono autoritario y solemne que distingue y caracteriza al ilustre orador extremeño.

En sus Cartas de París al Heraldo147, aun cuando esta correspondencia tienda más al mundo de la política que al literario, examina la labor poética de Lamartine. Antes había proclamado a Chateaubriand como «cisne divino que cantó a la Europa los cánticos del Cielo: poeta inspirado, misionero sublime», etc.

Donoso Cortés entre las Meditaciones y las Armonías Poéticas de Lamartine, opta por las primeras. «Las Armonías son superiores bajo el punto de vista de la inspiración, pero son inferiores bajo el aspecto del arte». Ahora veremos la razón de todo esto. La revolución de julio y el viaje a Oriente transformaron al autor de Jocelyn y de Graciela de poeta católico en poeta panteísta. «Lamartine no fue nunca un poeta católico de buena ley [...] Por otra parte, no es hombre que siente, sino hombre que imagina su sentimiento»148.

No nos explicamos que se pueda juzgar la obra de arte a través de un rígido criterio religioso.

Sí así fuera, dada la intención y la materia de que se sirvió nuestro poeta José María Carulla; que puso en verso la Biblia, ninguno le aventajaría en mérito. Al revés, Carducci, el cantor de Satanás, dado el objeto de su inspiración, sería un poeta medianísimo y aborrecible. Y en efecto, podrá ser aborrecible por el contenido de su obra famosa. Pero como a la poesía no acudimos para ilustrarnos en materia de religión, para educar y fortalecer nuestro sentimiento religioso, y la Oda de Carducci, como todas sus composiciones, es verdadero modelo por la fuerza y clasicismo de la forma, que en este género de creación es lo esencial, disculpamos al poeta italiano, desde el punto de vista artístico, por sus irreverencias y condenamos o, al menos, cerramos el libro de Carulla, porque la grandeza del asunto no basta a eximirla de la torpeza y vulgaridad de su ejecución.

No podemos negar al marqués de Valdegamas su vasto saber y su talento. Mucho menos la elocuencia y vigor de sus escritos. Aunque el estilo literario haya evolucionado mucho en sus elementos constructivos y en la manera de emplearlos, si nos colocamos al juzgar esta parte de la labor de Donoso en su tiempo, como debe hacerse, no nos disgustará la opulencia y derroche de su forma, porque equidista del periodo numeroso de nuestros clásicos y del asma de nuestros estilistas de hoy que, cual si se ahogaran, han de detenerse a cada paso.

Pero con lo que no nos mostramos conformes es con la rotundidad con que Donoso afirma o niega. Cuanto más se sabe menos alientos se tienen para afirmar o negar de un modo rotundo y categórico. El «sé que no sé nada» de Sócrates parece invitarnos a ser comedidos, juiciosos en nuestras determinaciones ideológicas. La soberbia con que discurre el marqués de Valdegamas, pues hay una soberbia del pensamiento como la hay en nuestros actos morales y afectivos, le lleva a sostener ciertos principios que están más cerca del absurdo que de la verdad y del buen sentido. Por ejemplo, las conclusiones en que desemboca en su Ensayo sobre el catolicismo. Y dentro de estas mismas Cartas de París a que nos venimos refiriendo con motivo de la semblanza de Lamartine, existen deducciones de tal naturaleza que no nos resistimos a la tentación de comentarlas, si bien ligera y sucintamente por no ser ya asunto propio de este libro.

Infiere Donoso de afirmaciones hechas en la Carta anterior, de 31 de agosto, que la guerra no es un hecho bárbaro. Suprimidla con el pensamiento y habréis suprimido la humanidad. La historia os hablará de la guerra, como de un acontecimiento que viene repitiéndose en el mundo a lo largo de los siglos. La universalidad de tal acontecer arguye su necesidad. «Su necesidad le constituye en un hecho humano; es decir, en un hecho propio de la naturaleza del hombre». Hechos como estos, prosigue argumentando, ni han podido crearse, ni pueden suprimirse. No están sujetos a discusión porque corresponden a otros límites que los de nuestro libre albedrío. «Existen, porque existen; y su existencia es una existencia providencial, necesaria». Y pues que todo lo que existe necesariamente, arguye eternidad, y nada que haya sido hecho para la eternidad ha sido hecho por el hombre, y «lo que no es hechura de la libertad del hombre, lo es de la voluntad de Dios; la guerra, que es un hecho humano, necesario, eterno -es Donoso quien subraya-, es hechura de Dios, es un hecho divino»149.

Sustituid, a fines polémicos, la palabra guerra, por la voz robo150, y hacedla pasar por las mismas fases discursivas, y llegaremos a igual conclusión ab absurdum. Esto es, que el robo es un hecho divino. Conclusión que repugna a la razón menos espabilada, no digamos al sentimiento menos vivo, y no se nos objete que el robo no presenta idénticos caracteres de universalidad y permanencia. Desde Prometeo, que, según la mitología, robó del Olimpo el fuego para animar con él al hombre de barro que había formado, hasta nuestro Tempranillo, o si hemos de dilatarnos aún más en el tiempo, hasta cualquier estraperlista de hoy, tan censurable vicio humano ha venido repitiéndose a través de los siglos en todas las latitudes del globo. Las sanciones penales que registran para este delito las leyes de todos los pueblos, prueban que el mal no era privativo de determinados países y tiempos. El Decálogo prescribe por igual: no matar y no hurtar. Si no vemos la precisión de apoderarnos de lo que no es nuestro, ni aún para satisfacer las necesidades más apremiantes, ¿por qué hemos de hacer la guerra ni a título de civilizadores?151 ¿Qué civilización es esa -sin duda, la del bárbaro refrán de que la letra con sangre entra-, considerada desde un elevado punto de vista moral, que lleva como esto suyo, la ruina, la desolación y la muerte? ¿Cómo propugnar tal procedimiento civilizador, y lo que es más grave aún, suponer a Dios autor suyo?

Respecto de la eternidad poco o nada representan los siglos de existencia que cuenta el mundo. ¿Por qué hemos de colegir de este pasado brevísimo que en lo que reste de vida al linaje humano no existirán otros medios con los que dirimir los pleitos internacionales, las propias desavenencias internas o llevar el adelanto a los pueblos que lo necesiten, que la guerra? Difícilmente encontraríamos una afirmación más pesimista que ésta, si nos decidiéramos por la afirmativa.

¿Puede sostenerse hoy seriamente que la guerra es una necesidad absoluta, y que sin ella, que es la destrucción sistemática de la vida, en todas las manifestaciones de su actividad, no podríamos desenvolvernos, y nuestra marcha a lo largo de los siglos sería regresiva y aniquiladora del impulso vital que nos mueve? ¿Cabe sostener igualmente que sin ladrones ni habría bienestar, ni progresarían los negocios, ni tal vez contaría nuestra literatura con un Hurtado de Mendoza, o un Mateo Alemán, o un Espinel, que deben principalmente su gloria a habernos narrado las flaquezas y vicios del Lazarillo de Tormes, del Guzmán de Alfarache o del Marcos de Obregón?152

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D. Juan Donoso Cortés, Marqués de Valdegamas

[Pág. 96-97]

Recordad las imágenes de la guerra. ¿Hallaréis ningún otro mal en el que concurran, como en éste, tantas calamidades juntas y pruebe a la vez un mayor refinamiento criminal? ¿Tiene la naturaleza al desatarse, estos refinamientos? ¿Ni en la selva las fieras más sanguinarias? ¿Ha de vivir la presente generación y cuantas la sucedan en el correr del tiempo hasta el juicio final en la idea de que cualquier esfuerzo que hiciéramos, por vigoroso y constante que fuese, sería inútil, ya que no estando dentro de nuestras humanas posibilidades el acabar con tan terrible azote, sólo Dios por sus propios medios podría eliminarlo?

Cada vez que nazca un Alejandro -el tizón encendido que su madre Olimpia creía llevar en su seno-, un Julio César o un Napoleón, estaremos abocados a153 la guerra.

Cuando nos sintamos incómodos o estrechos dentro de nuestras fronteras, traspondremos las del país vecino. Somos seres irresponsables, en lo que atañe a este particular, y bastará un estímulo fuerte: la estrechez económica, el deseo de hacer a otros pueblos partícipes de nuestra civilización, un malentendido que hiera nuestra sensibilidad caballeresca, una alianza con cualquier nación levantisca y pendenciera, para que demos al traste con la paz. Las antiguas anfictionías fueron lucubraciones utópicas154 llevadas a la práctica para demostrar más pronto y rotundamente su ineficacia. Los arbitrajes cuando hay colisión de intereses entre dos o más pueblos, es tiempo perdido, paños calientes. Abramos el templo de Jano que no se despoblará el mundo por eso. ¿No se ha dicho que las mareas fueron establecidas para que los barcos pudiesen arribar más fácilmente a los puertos?155 ¿Por qué no hemos de creer también que la guerra tiene, entre sus varias finalidades, la de inspirar a los poetas épicos? ¿Habría habido un Homero sin la guerra de Troya, ni un Tasso sin la liberación de Jerusalén, ni un Ercilla sin el Arauco indómito? Si hemos tenido caballeros andantes, a la guerra se lo debemos. ¿Pues qué es la caballería andante, sino una florescencia de la guerra? No se piense tampoco que el guerrero es un monstruo de maldad, una hiena pronta a arrojarse sobre la pobre víctima. Quien hunde la espada en el pecho del adversario o parte de un mandoble en dos su cabeza, o de una feroz cuchillada le corta la yugular, sabe también decirle galanterías a una dama, inclinar gentilmente el cuerpo a su paso, bailar con ella un minuet. ¿Acaso Hércules, después de matar a Diomedes y Gerión, no hiló, como una mujer, a los pies de Onfala? Hasta ahora habíamos creído que la guerra era un mal y que el mal moral -voluntas est causa peccati, in quantum deficiens- proviene de la voluntud nuestra, en cuanto somos seres libres y responsables consiguientemente de nuestros actos. Sin embargo, el marqués de Valdegamas «monstruo de ingenio y de elocuencia», pero de quien el autor de estas palabras ha dicho asimismo que tenía «poca o ninguna ternura y caridad en el alma», opina que la guerra «es un hecho divino [...] un hecho bueno». Creemos que fue Cicerón el que observó que no existe absurdo alguno por enorme que sea que no provenga de los labios de un filósofo156.

Y disculpe el lector esta nueva digresión, teniendo en cuenta el momento que vivimos.

Hartzenbusch

Los trabajos críticos de Hartzenbusch tienen más de someros que de trascendentes. No quiere decir esto que no haya en ellos observaciones muy juiciosas. Su disciplina en el trabajo -manual primero y de taquígrafo después, como ya hemos advertido al estudiarle en la esfera de sus actividades dramáticas- le facilitó el áspero camino del Aprendizaje literario. El talento nada vulgar que poseía, deparole a su vez uno de los más encumbrados puestos de nuestras letras, en la primera mitad del siglo XIX. Si unidos a una gran inteligencia no bastan el entusiasmo y la paciencia para vencer gloriosamente las dificultades de la poesía lírica, ni las de la dramática, sobre todo sí pretendemos colocarnos junto a sus más peregrinos representantes, mucho pueden hacer en cambio mentadas cualidades en el ejercicio de la crítica literaria y especialmente en el campo de la investigación erudita.

Se ha observado ya por Cejador, que en el nacimiento de Hartzenbusch se equivocó la fortuna «echándole al mundo en una época para la cual no le había, sin duda, destinado»157. Varias veces hemos indicado, en el decurso de estas páginas, la poca estimación en que los románticos tenían el saber. Alardeaban de su liviana cultura y concedían el primer puesto en la elaboración de sus obras, a la improvisación, al impulso ciego del genio creador, más que al bien dirigido empleo de tan portentosa energía. El orden, la disciplina, el comedimiento con que don Juan Eugenio Hartzenbusch acometía su labor literaria, cualquiera que fuese el género elegido, eran cosa extraña, por no decir del todo inusitada, en aquellos días.

El traductor de La campana, de Schiller y de las fábulas de Lessing, escritas en prosa y puestas por él en verso, fue ante todo un hombre estudioso, reflexivo, diligente, muy mesurado y discreto en sus afirmaciones. Poco propenso, por consiguiente, a las fanfarronadas e incontinencias con que se manifestaron otros ingenios coetáneos. Quizá esta mesura académica, este examinarlo y ponderarlo todo, juntamente con su timidez nativa, fueran causa de sus indecisiones. Ya hemos hecho notar también en otra parte de este estudio, que Hartzenbusch, con menoscabo de la frescura y espontaneidad de sus obras, era excesivamente dado a corregir, sustituir una cosa por otra, borrar y escribir de nuevo. El afán de enmendar cuanto le parecía vicioso o deficiente, ya en lo que era fruto de su talento, ya en lo que pertenecía a perínclitos antecesores suyos en la república literaria, es cosa bien sabida. Nuestros clásicos componían, a excepción de alguno como Alarcón, menos fecundo y más cuidadoso, con prisa y desenfado, olvidándoseles unas veces repasar y corregir lo escrito, dando otras de barato deliberadamente a estas prolijidades o contentándose con un refunfuño poético, como Calderón, respecto de la torpeza de los impresores:

Como la escribió su autor;

no como la imprimió el hurto

de quien es su estudio echar

a perder otros estudios158.



Como ha observado el mismo Hartzenbusch: «en las copias manuscritas como en las pruebas, lee uno lo que pensó, en vez de leer lo que hay escrito o impreso»159. Ni los artífices de la letra de molde, ni los copistas pensaron nunca ganarse el cielo evitando erratas y supresiones de versos los unos, y errores, de tomar esto por aquello, los otros. A tales descuidos y chapucerías subvino Hartzenbusch con su paciencia y estudiosidad. Pero llevado de este prurito corrector quizá fuese demasiado lejos, y no sólo enmendase tal o cual palabra equivocada y salvase el pequeño vacío de un verso suprimido en anterior edición, sino que corrigiera la misma plana al autor, haciéndole decir lo que, de seguro, no había pasado ni por sus mientes. Defecto es éste en el que incurrirán de continuo los celosos y diligentes escoliastas de nuestra literatura clásica, cuyos discrepantes pareceres sobre cualquier nadería o minucia lo atestiguan. Adivinar, aunque sea con la ayuda del buen sentido, de algunas circunstancias coincidentes y de una sólida preparación histórico-literaria que autorice e incluso respalde cada conjetura, es menester dificultoso y de varia fortuna.

Hartzenbusch prologó y anotó colecciones de obras dramáticas de Tirso, Calderón, Alarcón y Lope160. Además de los comentarios y observaciones que estos autores le sugirieron, colocó delante de cada compilación artículos biográficos y críticos de las firmas más prestigiosas, no sólo laudatorios, sino adversos y de una indigesta severidad, como el de don Blas Nasarre sobre Calderón. De este modo suplía la excesiva brevedad de algunos de sus comentarios y ponía al lector, que no fuera muy versado en estas lides, al corriente de los múltiples y contradictorios juicios que las letras clásicas inspiraran a nuestros críticos más afamados, de cada tiempo.

No cree Hartzenbusch que en conciencia puedan compararse nuestros poetas épicos y líricos del Siglo de Oro con los griegos y latinos. Pero no duda en afirmar la equivalencia literaria de los grandes autores dramáticos españoles de dicha centuria, con los trágicos y cómicos de Grecia y Roma. Lope, Tirso, Alarcón, Moreto, Rojas y especialmente Calderón «pueden encararse muy bien con Sófocles y Eurípides, Plauto y Terencio, sin necesidad de bajar los ojos: nuestro teatro vale tanto como el suyo, y no es hijo del suyo»161. Antes había proclamado nuestros blasones literarios, por lo que atañe a los romances históricos, caballerescos y moriscos, y por lo que respecta a nuestra comedia antigua, que en su parecer es superior en mérito al romance, porque inspirándose en él y alentada por idéntico espíritu, «le da mayores proporciones, y sustituye a la relación muerta la representación y acción viva; de manera que la comedia española antigua es el romance, y es todavía más que el romance»162.

Refiriéndose concretamente al autor de La vida es sueño y El mágico prodigioso, confiesa que si en la forja de caracteres no se muestra de ordinario tan afortunado, en cambio no hay quien compita con él, sobre todo más allá de nuestras fronteras, en el urdir dramático y en los recursos escénicos para suscitar la curiosidad163 del público y tenerla siempre viva y tensa. En su estudio sobre Alarcón reivindica, entre calurosos elogios, los grandes merecimientos contraídos por este poeta en el área de la escena. Pocos escritores de los áureos siglos habían sido164 tan vejados como el glorioso autor de La verdad sospechosa y de Ganar amigos. Los alfilerazos más burdos y los más sutiles también, que el ingenio español nunca ha quedado a la zaga de ningún otro en el herir y escarnecer por lo fino si se ha puesto a ello, llovieron como avispas rabiosas sobre Alarcón. Sátiras, décimas y seguidillas tuviéronle por blanco repetidas veces, sin que el maltratado poeta opusiese a tal avispero otras armas que las muy inteligentes, pero romas, en cuanto se refiere a toda idea de desquite; que se descubren en este par de redondillas:

¿Satirizas?

-No conviene;

que eso solo sabe hacer

quien no tiene qué perder,

o que le digan no tiene.

Pero yo, ¿cómo querías

que predique sin165 su santo?

¿Qué faltas diré, si hay tanto

que remediar en las mías?166



Tras de observar Hartzenbusch que de todos nuestros poetas dramáticos del siglo XVII, Alarcón es el que más se aproxima a la comedia moderna, añadirá que ninguno de aquellos nos parecerá no superior ni igual, pero ni compararle siquiera a él. «Ninguno, porque en el templo de Talía sólo él descuella como campeón de la verdad, de la clemencia, del agradecimiento, de la entereza, de toda virtud»167. El autor de Los pechos privilegiados tendrá menos imaginativa que sus rivales, prosigue Hartzenbusch; menos prolificencia; no será tan gran poeta dramático-lírico-caballeresco como Lope y Calderón, Tirso y Moreto, pero por lo mismo de no poseer fantasía tan viva, se extraviará menos, por ser menos fecundo será más original, y aventajará a todos en buen gusto, corrección y hondura filosófica. Hartzenbusch no siente indecisión alguna al proclamar que la enseñanza moral que encerró Molière en El misántropo, El avaro y El hipócrita no tuvo deducciones tan atinadas como las que pueden obtenerse del Maldiciente y del Mentiroso, de Alarcón, esto es, del Don Mendo, de Las paredes oyen y del Don García de La verdad sospechosa.

«Avarientos, misántropos y embelecadores, tan exagerados como los de Molière, pocas veces,168 por fortuna, se ven; maldicientes y mentirosos como los de Alarcón los169 ha habido y habrá mientras no mude su ser en otro la flaca naturaleza del hombre: son pues más verdaderos los tipos del poeta español, y es más aplicable, y por ello más útil, la censura del vicio»170.


Además de los prólogos e ilustraciones a las obras dramáticas de los clásicos mencionados, sacó de molde en 1874 sus Notas al Don Quijote171. En ninguna otra labor precedente y de esta naturaleza desenvolviose tan fruitivamente su comezón enmendadora. Dudamos del éxito de tantas correcciones, y no somos nosotros los únicos en mostrarnos recelosos a este respecto172. Aunque la intención no pueda ser más noble, ya que se trata de limpiar de vicios y deficiencias, ajenos en gran parte al insigne forjador de tal maravilla literaria, el susodicho texto cervantino, no siempre la conjetura o la suposición son la verdad misma. De aquí que miremos, como reiteradamente hemos observado, con cierta prevención estos trabajos, por autorizadas y relevantes que sean las personas que los emprenden.

A la memoria se nos viene una anécdota alusiva a este particular y que no estará de más reproducir aquí.

Un escritor, amigo del que escribe estas líneas, tan amigo que parece una prolongación suya, entregó al director de determinado periódico unas cuartillas para su inserción en él. El director, que se las daba de muy leído y sabido y que, en cualquier época de bozal y entredicho del pensamiento, hubiera sido un gran censor, no dejó en el precitado trabajo línea alguna sin enmienda, tachadura o interlineación. Iba ya a llamar al regente para entregarle las cuartillas, cuando el autor de éstas le advirtió: -«Se le ha olvidado a usted tachar una cosa». -«¿Es posible?» -repuso con extrañeza y si cabe con un poco de recelo. -«Sí, señor. Mi firma». Juzguen los lectores, por la distancia que va del personaje de la anécdota al glorioso autor del Quijote, el efecto que producirá en el público docto y juicioso, el tanto enmendar a quienes, si cayeron por sí o por ajena negligencia o torpeza en tal o cual dislate, acertaron tantas otras veces y encaramáronse en pináculo tan alto, que bien podemos perdonarles los descuidos e incluso tenerlos por contraste de peregrinos logros173.

De propio intento hemos faltado en esta ocasión al orden cronológico. Como el escrito que vamos a comentar ahora es el que guarda más afinidad ideológica con el movimiento literario sugeridor de este libro, decidimos dejarlo para lo último, con objeto de que quede más grabada en la atención del lector, lo que pudiéramos considerar como una aportación al acervo del doctrinal romántico.

En 1839 y en el Ateneo de Madrid se discutía sobre la procedencia o improcedencia de las unidades dramáticas y en particular respecto de las de lugar y de tiempo, ya que la de acción, modificada un poco por la denominada de interés, por imperativo de su naturaleza era respetada de clásicos y románticos. A la sazón conocíase, no solamente lo que sobre esta materia había escrito Guillermo Schlegel174 en sus Lecciones de literatura dramática, sino también la famosa carta del autor de Y promessi sposi, el cual faltó deliberadamente a las unidades de lugar y de tiempo en sus tragedias históricas El conde de Carmagnola y Adelchi, y el prefacio de Víctor Hugo al Cromwell. Ya hemos notado en la parte primera de este ensayo cómo evolucionó el sentido de interpretación de dichas unidades, desde el humanista aragonés, autor de la Poética, hasta don Agustín Durán. Hartzenbusch como veremos ahora, ocupó en la ininterrumpida polémica el puesto que correspondía a su discreción y mesura proverbiales.

Comienza observando que si el poema dramático necesita para su cabal ejecución de determinadas reglas, como por ejemplo, la que prescribe que su acción sea una, puede pasarse muy bien sin las de tiempo y de lugar, de mucho menos valor jerárquico. Tras de hacer esta afirmación advierte que su trabajo versará sobre estos cuatro puntos: inconvenientes que ofrece la fiel observancia de las tres unidades; inconvenientes de nuestra falta de fidelidad a dicho precepto en su triple alcance; aptitud adoptada por los románticos frente a esta cuestión literaria; y límites que el buen sentido debe fijar a esta independencia estética.

Hartzenbusch no se muestra partidario de una rígida observancia de la unidad de acción. Los inconvenientes que traería al arte la acción sin episodios preconizada por Voltaire, serían mucho más graves de los que pudiera acarrear el absoluto sometimiento del autor dramático a las otras dos unidades. Si Corneille al componer su Poliuto se hubiera sujetado escrupulosamente al simplex dumtaxat et unum, de Horacio, «¿no habría tenido que renunciar a una gran parte de las bellezas de aquella tragedia magnífica?»175. Una acción; ni puede medirse por horas como un día, ni por varas como una plaza o un templo, ni por individuos como una compañía o un batallón. La unidad de acción no constituye un obstáculo, sino que es por el contrario una facilidad. Lo verdaderamente difícil sería escribir un buen drama con dos o más acciones. El mérito de las obras en que se ha faltado a este precepto no consiste en la conjunción de dos acciones, sino en la feliz ejecución de una u otra, en todo o en parte: «son espejos rotos en pedazos grandes, donde aún cabe una fisonomía»176.

Ni la autoridad literaria, ni la homogeneidad o armonía, ni la verosimilitud dramática, a que se acude de ordinario para robustecer de este modo la necesidad de observar las unidades de lugar y tiempo, son otra cosa que ineficaces raciocinios. La poesía dramática antigua desentendiose de tales trabas. Cuantos afirman que la acción por ser una ha de circunscribirse a un giro de sol y a un lugar determinado, nada dicen: «esto es palabrería pura». La acción no ha de verificarse en un día, sino «en un tiempo, en su tiempo [...] en el que necesite para ocurrir». Tampoco ha de desarrollarse en un solo sitio, sino «en el lugar de la acción, pues lo que para la vista de los espectadores pueden ser muchos lugares, para la acción es uno: todo el espacio que necesita para desenvolverse, le corresponde por derecho; porque allí hay unidad moral, aunque no la haya física, y sólo se altera cuando se lleva la acción a un paraje que no le pertenece»177.

Esta interpretación de las unidades que pudiéramos llamar subalternas, es decir, de lugar y de tiempo, quizá sea demasiado elástica. Si la acción ha de disponer del espacio y de los días o incluso de los años que precise, convendrá fijar a la acción misma determinados límites178. De lo contrario el autor dramático, halagado por esta liberalidad de recursos, por esta independencia creadora, podrá incurrir, verbi gratia, en la demasía de Lope, cuya comedia El Nuevo Mundo se desenvuelve, además de en el mar y en el aire, en Lisboa, Santa Fe, Granada, Barcelona y Ultramar. Acción que hoy sólo correspondería a un viajante de comercio.

No aconsejaríamos nosotros a un autor dramático que sacrificase un buen argumento si no encajaba dentro del severo marco de las unidades de tiempo y lugar. Como tampoco impediríamos a un poeta que compusiera una oda en versos asonantados y sin rima, como los romances, los impares. Si es un lírico vigoroso; de ideas y sentimientos originales y profundos; de elegante dicción poética; feliz en las imágenes y las comparaciones, realizará su cometido magistralmente, aun cuando nos parezcan inadecuados la rima y el metro. Mas si todas estas circunstancias concurren en un poeta que componga la oda de acuerdo con sus particularidades clásicas, nos creeremos en presencia del mismísimo Apolo. Por idéntica razón preferiremos en el teatro al autor que llene todas nuestras aspiraciones estéticas dentro de una juiciosa observancia de las unidades dramáticas. Poned frente a frente dos grandes poetas dramáticos; dos bellísimos asuntos; iguales poderosas armas; inspiración, patetismo, elocución brillante y castiza, vigor y novedad de los caracteres, bien urdidas situaciones que sostengan sin oscilación alguna el interés del público, y no titubearemos en decidirnos por el que haya encerrado la acción dentro de límites severos respecto de su rectilinidad del sitio y tiempo de su desarrollo. Hay no sé qué de puro, íntegro y magistral en las obras así trazadas, cuando su contenido y forma no tienen nada, naturalmente, de las ñoñeces y frialdades de Jovellanos, Moratín, el padre Cienfuegos o Cadalso.

¿Puede creerse, prosigue Hartzenbusch en corroboración de su punto de vista, que un Malgastador, como ocurre en la comedia de este mismo nombre, de Destouches, se arruina en un día? ¿Cabe describir con tan sólo lo ocurrido en la noche de Montiel el «desigual carácter» de Don Pedro, de Castilla? ¿Dónde es más verosímil la acción y sus singularidades fundamentales y típicas, en La Princesa de Elide, de Molière, y en La coqueta corregida, de Lanoue, o en El desdén con el desdén, de Moreto?

Pero el mismo Hartzenbusch, tras de plantear así la cuestión, reconoce que si el «rigorismo clásico» ofrece graves inconvenientes, no son tampoco, escasos y de poca monta los escollos que presenta el sistema contrario. «Por clásico se reputa a Corneille, y en Horacio y en La muerte de Pompeyo, diestro será quien halle la unidad de acción observada»179. Arguye así para defender a los poetas románticos: Hugo, Dumas, Vigny, de las inculpaciones que se les hacían de ser poco mirados con los preceptos clásicos.

Para tornar de nuevo a las unidades dramáticas, tema capital del Discurso, se aparta un momento de ellas, con objeto de desaprobar la ingerencia de la política en el teatro romántico y la tesis sostenida en el mismo por algunos autores franceses muy famosos a la sazón. Pero no sin recordar que los clásicos españoles y de allende el Pirineo «emplearon las mismas situaciones de que nos escandalizamos en las composiciones modernas»180.

Todo el pensamiento de Hartzenbusch cerca de la debatida cuestión de las unidades dramáticas, puede encerrarse en estas palabras suyas: «Yo te haré -dice el espectador al poeta-, todas las concesiones que quieras, con tal que por cada una me des una belleza más, un placer nuevo»181.

No termina aquí, ni con mucho, el acervo crítico-literario de Hartzenbusch. El renombre que adquirió en su tiempo y la benévola acogida dispensada a principiantes y consagrados de la república de las letras, fueron causa de sus múltiples actividades críticas, ya como embajador de los primeros, ya como refrendo de las obras con que los segundos acrecían nuestro caudal literario. Así prologó las Poesías de la Coronado, las Obras escogidas, de García Gutiérrez y el Diccionario de galicismos, del escritor venezolano, don Rafael María Baralt. Comentó el Teatro de Don Ramón de la Cruz y la Vida y escritos de Don Dionisio Solís, a quien muy justamente reivindicó del olvido e indiferencia de sus contemporáneos; ocupose en la Revista de España en la nueva traducción del Quijote y puso una introducción a la edición que de la Divina Comedia, ilustrada por Gustavo Doré, hicieron Montaner y Simón182.

Sus trabajos críticos no fueron todos del mismo mérito. Pero aunque sea fácil determinar estas desigualdades dentro de la jerarquía literaria, su labor diligente, el honesto ejercicio que hizo, en toda ocasión, de su pluma y amor al arte, le granjearán, sin tasa ni plazo, la estimación de cuantos sentimos idénticas inclinaciones183.

Don Pedro de Madrazo

Hemos examinado ya, a su debido tiempo, las aportaciones líricas de don Pedro de Madrazo184, a nuestra poesía del siglo XIX. Réstanos, pues, considerar a este autor bajo el aspecto de la crítica literaria y artística.

Si el estilo es el hombre, porque toda manera de manifestarse lleva consigo la substancia del ser de cada uno, en Madrazo se cumple, como en ningún otro, la famosa frase de Buffon. A través de su lenguaje pulcro y atildado, de su manera literaria llena de elegancia y de señorío, descubriremos sin dificultad su figura, así moral como física. El modo epigramático de Voltaire no sólo no se contradice en su persona, sino que es como el espejo de ella.185 La inclinación del autor de los Mártires a lo fastuoso, cortesano y mundanal está atestiguada por la opulencia, frondosidad y retoricismo de su literatura. Madrazo parecía un hidalgo español del siglo XVI. Su largo mostacho y su barba puntiaguda no repugnarían el uso del chambergo. Despojadle de su levita y de sus pantalones ceñidos y abotinados; vestidle con las ropas de aquellos capitanes cuyos ojos recibieron la luz dulce y apagada de Flandes, y no desdecirá la figura, ni mucho menos el rostro, de este indumento y atavío186.

El apellido de este autor es de honda raigambre artística. Su padre don José de Madrazo, pintor de Carlos IV, de Fernando VII, de Isabel II, del marqués de Santa Marta, y sus hermanos don Federico y don Luis, notable retratista el primero y autor el segundo de bellos cuadros, retratos muchos de ellos también excelentes.

Fruto sazonado de sus estudios y laboriosidad investigadora fueron los volúmenes con que enriqueció la obra Recuerdos y bellezas de España, aparecida más tarde, con nuevas aportaciones, bajo el título de España: sus monumentos y artes, su naturaleza e historia. A cargo de Madrazo estuvieron las provincias andaluzas de Córdoba, Sevilla y Cádiz; la de Navarra y la de Logroño. En un volumen la primera; en uno también las otras dos siguientes, y en tres las dos últimas, correspondiendo a Navarra dos tomos y gran parte del tercero.

Si como se ha dicho ya, para calar en lo hondo del pueblo árabe, es necesario conocer su idioma, no creemos preciso tal cosa, esto es, saber el éuscaro, para poder estudiar mejor a los navarros, considerados bajo todos los aspectos en que pueden ser examinados. Es, sin duda alguna, el prolijo y extenso trabajo dedicado a Navarra, el más notable de los cinco que constituyen su aportación a la obra España. No desmerecen los estudios anteriores del resto de los que integran la ya citada publicación Recuerdos y bellezas de España. Pero la erudición, prolijidad y bellezas de estilo de su trabajo sobre Navarra sobrepasan en mucho los méritos que pudieran encontrarse en los tomos dedicados a Córdoba, Sevilla, Cádiz, Huelva187 y Logroño. En aquél, la cultura, el buen sentido de interpretación del arte, la elección188 de materiales con que emprende la obra, el excelente modo de ejecutarla, reposada y concienzudamente, sin el ritmo un poco acelerado que se advierte en las anteriores sobre las ya mentadas provincias andaluzas, son testimonio muy elocuente de la sazón a que habían llegado el talento, preparación y destreza literaria de Madrazo. La Introducción es un acabado estudio de la monarquía navarra considerada bajo el aspecto histórico y político. En los primeros capítulos el autor presenta el cuadro general geográfico de Navarra: montañas, ríos, flora y fauna. Su etnografía, considerando aún no resuelto este problema. Con erudita minuciosidad estudia tanto la prosopografía como la etopeya del navarro; la extinción gradual189 de la raza y del idioma eúskaros; la agricultura y el pastoreo; emigración, indumentaria, desemejanzas entre montañeses y ribereños; religión panteísta de los vascones, divinidades, supersticiones, agüeros, etc.; estética indígena, poesía erudita y popular, músicos: compositores y ejecutantes; fiestas del pueblo. Después de esta labor generalizadora, en la que no se regatea el mínimo esfuerzo de búsqueda y utilización de materiales valiosos, el autor constriñe su tarea a lo local y característico, sin olvidar monumento ni vestigio arquitectónico alguno, del país objeto de sus actividades. Roncesvalles, con la rota de Carlo Magno y toda la rica poesía fabulosa y romancesca a que dio lugar; Roldán; la Colegiata; las proezas del rey Don Sancho, el Fuerte; el Roncal; los monasterios navarros; fueros, constitución política; la catedral pamplonesa; la basílica de San Ignacio... sin prisas, ni generalizaciones; con precisión en el pormenor; dilatorio y exhaustivo cuando lo exige el caso, recorre su itinerario de Navarra; goloso peregrinaje para un artista como él, enamorado de la arqueología, y a quien no repugnaban las tinieblas e incomodidades de los archivos.

Tácito y Tito Livio fueron los modelos de «los graves historiadores del tiempo pasado»190. Atraídos por su modus operandi, desdeñaron el pormenor y la menudencia, sin advertir que esas nimiedades y pequeñeces son las encargadas de suministrarnos hoy el color local para las reconstrucciones que pretendemos hacer de la vida privada y pública de cada pueblo. Acomodando Madrazo la ejecución de su obra a esta teórica, ya tan generalizada en nuestros días, no escatimó el tiempo en relación con la busca y aprovechamiento de materiales preciosos a tal fin. El Archivo de Comptos le proporciona copiosos antecedentes. Allí están los nombres de multitud de artistas forasteros y regnícolas: pintores, imagineros, mazoneros, arquitectos, plateros, tapiceros, rejeros, etc. Los de diversas prendas de vestir, algunas de ellas desconocidas hoy. El examen de estos documentos nos permitirá saber cuál era el estado de las artes industriales en aquellos días; cómo se celebraban las grandes fiestas; el lujo y fastuosidad de príncipes y magnates; los extremos a que llegaban en sus megalomanías. «La imaginación menos férvida -observa Madrazo- con esas cuentas a la vista, aunque tan descarnadas al parecer, rompe de grado el amarillento y carcomido papel, y como en espejo mágico descubre al través los infinitos y variados cuadros del tiempo pasado»191. Por las cuentas de tapicería y mercería conoceremos los magníficos revestimientos de las estancias palatinas. Por las de cerería una circunstancia, al parecer insignificante, pero curiosa en cualquier caso: que en aquellas mansiones suntuosas no había cristales en las ventanas. A falta de estos, telas enceradas hacían sus veces. Por los pagos hechos a un verdugo o justiciario, a causa de sus trabajos, esto es, de sentencias ejecutadas en homicidas y ladrones, sabremos de qué manera y con qué aparato se ajusticiaba o azotaba en vida de Carlos, el Calvo, «y cual era entonces el gasto del añafil que se tocaba durante la triste solemnidad, de la escalera para subir a la horca, del dogal que se le echaba al reo, de la gente que acompañaba, etc.»192.

¿Había leído don Pedro de Madrazo la Historia de Inglaterra de lord Macaulay? Ningún otro libro, allá por los promedios del siglo XIX, aventajará a éste en incorporar a la historiografía, tantos pormenores inútiles e insignificantes a primera vista, pero que de tal modo han contribuido a fijar más honda y perdurablemente la fisonomía de cada momento histórico.

Al examinar las obras de Madrazo hemos faltado al orden cronológico, porque pareciéndonos la mejor de todas su estudio de Navarra, creíamos que debíamos anteponer su consideración a la de Córdoba y Sevilla y Cádiz.

El cuadro general de la cultura sensualista mahometana que nuestro autor nos ofrece en el primero de los libros anteriormente citados, atrae y cautiva por el vigor de los trazos con que está hecho. La observación de Madrazo sobre quiénes fueron los poderosos auxiliares de la emancipación religiosa, quizá no sea temeraria, ni siquiera aventurada. En su opinión, los enemigos más terribles del «principio católico y de cuanto él había creado» no eran Lutero y Calvino, sino los sabios, literatos y artistas que se movían activamente en torno a los Médicis. «[...] estaban en el corazón193 de la misma Iglesia romana, eran los cardenales eruditos y sensuales, los filósofos epicúreos platónicos, los jurisconsultos regalistas y los poetas licenciosos que a su sombra florecían [...] conspiraban, sin propósito deliberado tal vez, nada menos que a anular el cristianismo y sus consecuencias»194.

A Madrazo se debe el importante descubrimiento de Medina Azzahara. Abde-r-ramán An-nasir tenía una concubina que al morir dejó cuantiosa riqueza. El califa dispuso que esta fortuna se dedicase a redimir muslines cautivos, mas los pesquisidores enviados a tal efecto a los dominios cristianos, volvieron a Córdoba sin haber encontrado un solo musulmán privado de libertad. Pensando un día An-nasir qué empleo haría del tesoro de Azzahara, se le presentó ésta y le dijo: «¿Por qué no edificas con ese dinero una ciudad para mí, que lleve mi nombre?». A tres millas de distancia al noroeste de Córdoba fue erigido el soberbio palacio, que juntándosele luego las construcciones realizadas en torno suyo, tomó el nombre de la favorita del espléndido y magnífico Abde-r-ramán An-nasir.

No nos resistimos a la tentación de referir, aunque dilatemos demasiado este estudio de Madrazo, lo que ocurrió con tal descubrimiento. Cuanto vamos a reproducir es un testimonio muy elocuente del egoísmo privado, respecto del interés colectivo de un pueblo en orden a su cultura y exaltación de su pasado glorioso.

No pudiendo el señor Madrazo, con sus propios recursos, llevar a cabo las excavaciones necesarias, acudió al Gobierno en solicitud de ayuda. Era ministro de Fomento a la sazón don Agustín Esteban Collantes, el cual correspondió con el mayor entusiasmo a la demanda. Hiciéronse cargo de la dirección de los trabajos arqueológicos, Madrazo y Gayangos. Desplegose toda actividad, mas como el dueño de la finca en que las excavaciones se realizaban había condicionado su autorización a las estipulaciones siguientes: que los trabajos exploradores habían de suspenderse a fin de mayo -faltaban siete días para que el mes finalizase- y que no había «de poderse cortar ni quemar árbol, arbusto, ni mata de ninguna especie»195 por fuerza hubieron de paralizarse las exploraciones.

La aportación de Madrazo a las publicaciones ya mentadas, representa, a nuestro juicio, lo más completo, extenso y bien perfilado de sus actividades de escritor. El caudal histórico y artístico que revelan estos trabajos de arqueología local, el buen gusto que los preside y el lenguaje atildado y pulcro, de la mejor solera castellana, con que se hermosean y singularizan, granjeáronle a Madrazo fama de hombre culto, de excelente discernidor del arte y de hablista nada vulgar.

Monumentos de relevante mérito, vestigios de cualquier fábrica antigua, tradiciones, fiestas, trajes, costumbres, naturaleza, clima, etnografía, carácter de cada provincia visitada, tienen196 en los libros mencionados su explicación adecuada y perfecta.

A los estudios que llevamos enumerados hay que añadir el Catálogo histórico y descriptivo del Museo del Prado, que vio la luz en 1872, enriqueciéndose cinco años después con nuevas aportaciones, relativas a la pintura italiana y a la española; el Museo español de antigüedades, Monumentos arquitectónicos de España y Viaje artístico de tres siglos por las colecciones de cuadros de los reyes de España197.

Madrazo cultivó también el género biográfico, circunscribiéndose, naturalmente, a aquellas famosas personalidades que por la naturaleza de sus creaciones estaban más cerca de los gustos y preferencias a que él propendía198. Su colaboración literaria en periódicos de la época en que vivió fue muy copiosa. Las columnas de El Artista, No me olvides, El Español, Semanario Pintoresco, Revista Hispano-Americana199 y las de otras200 publicaciones se honraron con sus trabajos de amena divulgación artística, pues era muy versado en orfebrería, tapices, esmaltes, mosaicos, armas, xilografías201, estatuaria, etc.

Se le ha reprochado por la crítica literaria que sus convicciones estéticas eran inestables y tornadizas. Nosotros no nos mostraríamos tan severos con este fenómeno de filosofía de lo bello. Generalmente, la copiosa lectura hace a los hombres de letras volubles y antojadizos. El encasillamiento ad perpetuam en materia como el arte tan sujeta a cambios y evoluciones más o menos profundos, antes representa una rémora e inadaptación para interpretar la belleza en la diversidad de sus manifestaciones sensibles, que un medio seguro de hacer viable, adecuada y justa la función crítica. Ponerle puertas al arte es como ponérselas al campo. Toda escuela trae consigo un rótulo, una limitación. Preferimos incluso las contradicciones a lo largo de una vida operante y dinámica, pues no hay cambio que no suponga un proceso vital, una existencia, y nada hay por el contrario que tanto se parezca a la muerte, como la quietud.

Las ideas sobre lo bello acopiadas por Madrazo en sus estudios, lecturas y peregrinajes, constituyen un excelente patrimonio estético. De él se sirvió, más que para derramarlo en forma aforística, para interpretar juiciosamente las manifestaciones sensibles de la belleza. Sus descripciones de cuadros, tablas, estatuas, monumentos, objetos de arte, etc., gustan por la precisión y prolijidad de los pormenores, por el caudal de conocimientos que revelan y por la exactitud del juicio, ya entreverado en ellas, ya como remate y coronación de cada una. La circunstancia de que el vocabulario artístico, por su morfología y sonoridad, se presta a recamar el lenguaje y hermosearlo, contribuye, juntamente con la propensión de Madrazo al atildamiento, a que su estilo sea de traza señoril.