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Otros críticos

Florecieron en la época romántica otros ingenios, dedicados también a la crítica y a la investigación literarias. El espíritu es tan fácilmente clasificable como el insecto lo es para el entomólogo. Sus caracteres pueden ser diversos e incluso contradictorios entre sí a lo largo del tiempo, debido a nuestra susceptibilidad para acomodarnos a las teorías y escuelas dominantes o acordes con la fundamental manera de ser de cada uno. Un autor puede mostrarse partidario exclusivo de tal o cual doctrina y sujetarse a ella en la elaboración de todas sus obras. Otro denotará en el curso de sus actividades creadoras cómo no fue ajeno en épocas diferentes a dogmas literarios distintos. Y habrá aún quien ensamble hábil e ingeniosamente los elementos privativos de cada doctrina artística ofreciéndolos en maridaje en sus concepciones. Tal receptividad del espíritu respecto de las ideas, cualquiera que sea la esfera en que éstas se produzcan, hace más difícil la clasificación, cuando dejándonos llevar de un sentido materialista y simplificador pretendemos encuadrar los valores del espíritu dentro de límites perfectamente determinados.

Como nuestro objeto no es inventariar a todos los autores del romanticismo, sino discernir sus cualidades fundamentales, a nuestro juicio, basta y sobra, con los traídos a examen.

Es posible que algunos de ellos, como Aribau y Pidal, si nos atenemos a las peculiaridades de los trabajos que de cada uno hemos estudiado en las páginas precedentes, estén a disgusto del lector, en el grupo de críticos románticos en que aparecen incluidos. Los métodos usados por el segundo, sobre todo, en la crítica y la investigación literarias en nada difieren de los empleados por la generación siguiente -Aribau contribuyó con el estilo de sus composiciones poéticas al advenimiento en España del romanticismo...-. Su colaboración en El Europeo atestigua esta incorporación a las filas de la nueva escuela. Pero los estudios críticos que de él han quedado, que sobreviven a la acción demoledora del tiempo, no los repugnará259 nadie por su subjetividad e impresionismo, que fueron características muy notables, de nuestra crítica romántica.

Otros ingenios, como don Antonio Flores -estudiado en este libro como costumbrista, que es, sin duda, la modalidad más saliente de su obra-, don Gonzalo Morón, don José Garrido, Villalta, que prologó las Poesías de Espronceda, don Joaquín Rosa y Cornet (Inarco Cortejano), por pseudónimo, autor de una Historia de Jesucristo y de Mujeres de la Biblia, don Jerónimo Morán, a quien se debe una excelente Vida de Miguel de Cervantes, don José María Andueza, (Aben-Zaide), don Antonio de Bofarull, etcétera, coadyuvaron desde las páginas de la prensa a la introducción entre nosotros del ideal romántico y al desarrollo de la crítica literaria y teatral. No sería difícil encontrar juicios de esta clase en las columnas de El Artista, No me olvides, El Vapor, Diario de Barcelona, Semanario Pintoresco, etcétera. Mas no creemos que en esta labor profesional, en estas reseñas y comentarios a que obliga la comunicación periodística con los lectores, exista caudal estético diferente del que hemos examinado ya y digno, por tanto, de ser desenterrado y traído a la consideración de nuestros días.

Según observamos más arriba fueron coetáneos, en sus actividades literarias, del romanticismo, otros ingenios de resonancia indiscutible en la literatura nacional. Gallardo, Cañete, Rosell260, Gayangos, Fernández Guerra (don Aureliano), Cueto, Amador de los Ríos, etcétera, pero ninguna o muy escasa concomitancia tuvieron con él. Sus trabajos de crítica literaria, su labor de búsqueda e investigación, corresponden, por su naturaleza o su método, a la crítica sabia. Si alguno de ellos tocó el ideal romántico en sus composiciones poéticas, por ejemplo, fue como de pasada y refilón; pero sin nutrirse de él de tal modo, así en lo imaginativo, como en los análisis y juicios literarios, que denotase su traza genuinamente romántica. La ponderación, el equilibrio, la sensatez, en cuanto a la interpretación del arte se refiere, juntamente con una preparación concienzuda y profunda, imperan en todos sus trabajos. La verdad deja de ser una verdad imaginada y convencional, que un sentimiento hiperestesiado y una racionalidad poco vigilante modificaron, para ser la verdad histórica, pasada por el estrecho tamiz del examen objetivo y prolijo. Las cosas se restituyen a su verdadero valor, sin que entre en la consideración y estimación de cada una las reacciones subjetivas, las simpatías temperamentales que provocan en nosotros. No es posible borrar, naturalmente, la inclinación personal del juzgador respecto de esta o aquella modalidad del arte, lo placentero que va el crítico en compañía de tales o cuales obras del espíritu, empero sí es exigible que la dilección no se convierta en servidumbre, con menoscabo de la verdad estética. Esta reivindicación de la crítica literaria estuvo a cargo de los autores que acabamos de enumerar y al de cuantos incrementan más tarde con sus estudios el tesoro de nuestras letras.

Capítulo tercero

Románticos

Larra

Sin que desdeñemos el Macías en sus dos encarnaciones, dramática la una y novelesca la otra, el talento crítico de Larra descolló sobre las demás facultades creadoras. Y dentro de esta modalidad de su espíritu, la crítica social, que ya hemos estudiado al tratar de la prosa costumbrista, sobrepuja en valor e interés a la literaria. La disconformidad de Fígaro respecto de todas las cosas que le rodeaban, su agudeza analítica e innata mordacidad -¡con qué calor defiende a los Persios y Juvenales en su artículo De la sátira y de los satíricos, por otra parte brillantísimo testimonio de su talento!- precisaban un ancho campo en que operar libremente, y ninguno podía brindársele tan holgado como el de la sociedad, con sus torpezas y liviandades. Este es, a nuestro juicio, el mérito sobresaliente de Larra y por el cual ocupa hoy el gran satírico puesto tan señero en la literatura nacional.

Aun cuando la obra de Larra denota copiosa y bien discernida lectura, más proviene toda ella del buen gusto y talento nativos que de una sólida preparación cultural. No hacía ascos Fígaro, como la mayoría de los románticos, del estudio; pero tampoco aquellos días turbulentos y de tan movediza base política, eran los más a propósito para una benedictina y bien orientada maceración del espíritu261.

«¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?». Y tras de burlarse donosa y cáusticamente de quien inventó el escribir, y de la civilización, y del «maldito Gutemberg», que debió alumbrar su invento bajo la inspiración de algún genio maléfico, exclama: «La mitad de las gentes no lee, porque la otra mitad no escribe, y ésta no escribe, porque aquélla no lee». No hay autores buenos y los que hay, muérense miserables. Nadie prospera con la literatura, ni los libros y periódicos porfían entre sí, en constante batalla, ni las comedias buenas se ponen en el teatro sino muy de tarde en tarde. Por no ensoberbecer a nuestros comediantes se trata mal a los medianos y peor a los mejores. En fin, el escribir no es profesión, ni afición a leer: una y otra cosa son «pasatiempo de gente vaga y mal entretenida; que no puede ser hombre de provecho quien no es por lo menos tonto y mayorazgo» 262.

El que así discurría, no podía continuar la tradición de los preceptistas neoclásicos, máxime si se tiene presente la decadencia a que había llegado nuestra literatura. Pero tampoco cayó en los exabruptos del romanticismo francés, como demostrara con gallardía y firme dialéctica al dar cuenta del estreno en Madrid, del Antony, de Dumas.

Desentendiéndose de todo lastre erudito -aunque sí hemos de decir verdad muchos de sus trabajos están llenos de locuciones latinas y frases tomadas a autores de allende el Pirineo- abomina de citas y de epígrafes. Reprocha a Martínez de la Rosa y a Juan Bautista Alonso que compongan anacreónticas en una época literaria que demanda la inspiración vigorosa y el sentido filosófico y trascendental de Lamartine y Byron263.

Proclama que nunca nacerá un poeta del estudio de los preceptos. Longino, que tan bien razonó sobre lo sublime, no hubiera dado nunca con él. Boileau intentó pulsar la lira y «Apolo la rompió en sus débiles manos». Más adelante observará con discretísimo juicio: «La oscura ampulosidad es una montaña que abruma nuestra poesía». Y aconsejará a los jóvenes poetas «segreguen del fruto precioso el injurioso pámpano que le ahoga». Parta el pensamiento del poeta, derecho al corazón; aduéñese de él y la palabra fulgurará con destellos de sublimidad estética.

Con motivo de la reposición de La Mojigata, nos hará un afortunado paralelo entre Moratín y Molière. Bastaría esta prueba de eclecticismo literario, si no pudieran aportarse otras, y son muchas las que en este sentido cabría aducir para reconocer lo equidistante que se mantuvo respecto de las dos escuelas que se disputaban el cetro del arte. Bien está que se diga, observa, pues es justo, que Moratín es el Molière español. Empero no se podrá sostener nunca que la citada comedia pueda compararse con el Hipócrita, del comediante francés, si exceptuamos el desenlace, infinitamente superior en La Mojigata, porque Molière estuvo pocas veces afortunado al terminar sus obras.

Entiende Larra que el mérito más notable de Moratín consiste en la pintura local de las costumbres de su tiempo y en el empleo de los modismos de la lengua, quedando por bajo en el conocimiento del corazón humano. Sin que quiera decir esto que el autor de El Sí de las Niñas y de El Café desconocía los afectos que nos agitan y mueven. Molière es de una comicidad más candorosa, trasluciéndose menos el poeta a través de ella. Presenta las situaciones por sí solas, sin que asome el autor con sus propios pensamientos. Moratín, en cambio, no contentándose con presentar simplemente a los ojos del público el cuadro ridículo, interviene con su sátira en la acción, mezcla en ésta su parecer y la salpimenta con su personal mordacidad. «Molière es más universal que Moratín: éste es más local; su fama, por consiguiente, más perecedera e insegura»264. ¿Cabe mayor moderación en sus palabras e incluso exactitud en el juicio, y no es de extrañar una y otra circunstancia si tenemos presente que Moratín inspiraba tan poca simpatía a los renovadores de 1830?

El objeto del poeta cómico, nos dice en otra parte de su profusa labor periodística, es la corrección del vicio; pero los caminos que conducen a este fin son diversos, pues no cree en la exclusión de género alguno. Lo mismo puede llevarnos a este resultado la ironía y la parodia de nuestros vicios como la fiel reproducción de aquellos males de la sociedad que intentamos corregir. Molière, mostrando el lado ridículo de las cosas puede haber corregido a los más pundonorosos. Kotzebue a los más sensibles presentándonos el dolor de nuestros males humanos. Es decir, que ambas sendas van a parar a un mismo objeto y para conseguir tal cosa bastará que el poeta pinte siempre la verdad y huya de la inverosimilitud. Principio general, nacido de la naturaleza, refrendado por el sentido común, y que ningún clásico, por rígido que sea, puede recusar. Los poetas modernos no sólo lo han reconocido tiempo ha, sino que muchos de ellos no han vacilado en emplear a la vez ambos recursos, refundiendo los dos géneros en uno solo. El primero que en nuestro teatro ha seguido este ejemplo ha sido Moratín, en el que advertimos esta desemejanza fundamental si le comparamos con Molière. La finalidad moral de una comedia, añade Larra, no la ha de poner el autor en boca de este o aquel personaje, sino que ha de inferirse de la acción misma. Y como en cierta obra muy festejada, de la que era autor Martínez de la Rosa265 notase que determinadas situaciones escénicas se prolongaban con exceso, en perjuicio del interés dramático, argüirá muy juiciosamente: «Las pasiones tienen un límite, una expresión última, después de la cual nada se puede escribir que no sea para descender».

La representación de La Conjuración de Venecia, le sugiere atinadas ideas sobre el arte dramático. Recordemos que esta obra, juntamente con el Macías y Aben-Humeya, fueron escalonadamente los primeros hitos del teatro romántico, y que antes de esto, la mayor o menor observancia de las reglas, privaba al autor dramático de libertad creadora.

Nuestro crítico aduce en obsequio de dicha independencia literaria: «Con respecto a la comedia sea en buen hora el espejo de la vida [...] Pero con respecto a todo lo que no es comedia, examinemos un momento cuál puede ser el objeto del teatro». El orgullo nacional o lo que cabría llamar el amor propio de los pueblos, es el origen del arte escénico. Grecia, por medio de la escena, reproduce las hazañas de sus héroes. Suponiéndose los helenos descendientes de dioses y semidioses es perfectamente lógico que las primeras representaciones dramáticas participasen de la grandeza y sublimidad a que debían su existencia. El argumento estaba integrado, pues, de hechos sobrenaturales, que tenían por máquina principal al cielo y a la fatalidad. De tales modelos habían de deducir los preceptistas sus doctrinales literarios. He aquí la causa de que no interviniesen en la tragedia más que héroes y príncipes casi divinos y que el lenguaje por tan egregias personas empleado fuese, naturalmente, el que convenía a su rango elevadísimo. Destruidas las antiguas creencias, los reyes recobraron su auténtica personalidad humana y la tragedia heroica preconizada por Aristóteles, no tuvo ya razón de ser. Los pueblos modernos, continúa observando Larra, no conciben, por consiguiente, dicho género dramático, que es una «verdadera adulación literaria del poder». ¿Son acaso los reyes y los príncipes los únicos mortales que se mueven bajo el influjo de los afectos humanos? Error es que circunscribamos a tales límites el ámbito dramático, ya que de este modo se frustra su principal objeto. «Los hombres no se afectan generalmente, sino por simpatías; mal puede, pues, aprovechar el ejemplo y el escarmiento de la representación el espectador que no puede suponerse nunca en las mismas circunstancias que el héroe de una tragedia». ¡Valiente y tajante manera de argüir en días en que el dogmatismo literario de los pseudoclásicos forcejeaba aún en los dominios del arte, y en que la semilla sembrada a voleo por Böhl de Faber y don Agustín Durán no había florecido del todo, y por el contrario mostrábanse irreconciliables enemigos de la libertad creadora Lista, Quintana, Hermosilla y demás partidarios del clasicismo!

En la rápida ojeada que sobre la historia e índole de nuestras letras nos ofreció en su artículo intitulado Literatura, hallaremos también además de su profesión de fe, algunas atinadas apreciaciones, si no bien del todo originales, pues sabido es que en estas actividades del espíritu, salvo raras excepciones, no hacemos más que repetir las mismas cosas bajo forma diferente. Y si acaso descubrir en las ideas algún matiz nuevo o relaciones entre sí no advertidas hasta ahora.

A juicio de Larra nuestra literatura, impregnada del orientalismo que nos transmitieran los árabes e influida por la metafísica religiosa, pues teología y moral fueron los objetos principales y casi únicos, cabría decir de nuestro áureo pasado, podría asegurarse que había sido «más brillante que sólida, más poética que positiva». Los escritores españoles no hacían otra cosa que moverse de continuo dentro de unos mismos angostos límites. «Una causa religiosa en su principio y política en sus consecuencias, apareció en el mundo». Causa que había dado el impulso investigador a otras naciones, pero que reprimida y perseguida en España impuso a nuestro espíritu creador el nec plus ultra, tornándole estacionario. Razones locales, insiste más adelante, impidieron el desenvolvimiento intelectual y naturalmente el literario.

Larra fue un enamorado de la libertad. No debe por tanto sorprendernos que añorase los fulgores de esta prerrogativa humana, en días en que o no brillaba nada o con tal palidez que apenas hería nuestros ojos. Es más, Fígaro habla de la muerte de la libertad nacional, que ya había recibido un funesto golpe al venirse abajo las Comunidades de Castilla y que a la tiranía religiosa añadió la tiranía política266. De aquí que nuestra literatura, preponderante respecto de las demás naciones, por efecto del impulso anterior, no tuviese carácter sistemático investigador, trascendental, es decir, útil y progresivo.

Sí la palabra, hablada o escrita, no es otra cosa que la exteriorización de las ideas, arguye con relación al purismo literario, habrá que reconocer la necesidad de un desenvolvimiento progresivo del lenguaje, sin el cual no existiría la correspondencia indispensable entre el pensamiento y sus signos exteriores. «Marchar en ideología, en metafísica, en ciencias exactas y naturales, en política, aumentar ideas nuevas a las viejas, combinaciones de hoy a las de ayer, analogías modernas a las antiguas y pretender estacionarse en la lengua que ha de ser la expresión de esos mismos progresos, perdónennos los señores puristas, es haber perdido la cabeza». Y al socaire de este razonamiento, al que nada opondríamos, si de él se hiciera mesurado uso, defiende a Cienfuegos, «el primer poeta que teníamos filosófico» (¿acaso Fray Luis de León no fue en sus poesías un neoplatónico de primer orden?) de la inculpación que se le hizo de ser poco respetuoso con la lengua castellana. Toda esta doctrina literaria la resume Fígaro en la pregunta siguiente, que es la que debe formularse ante todo término nuevo: ¿Para qué sirves?, en vez de aquella otra: «¿De dónde vienes?» que solemos hacer.

Lamentándose del estado de nuestras letras en los días en que él hacía tan valiosa aportación al acervo común del arte, observa que llevábamos mucho tiempo sin saber si tendríamos una literatura por fin nacional o si continuaríamos siendo «una posdata rezagada de la clásica literatura francesa del siglo pasado». Larra rehusó a los escritores de su época. Detestaba aquella actividad literaria que, según él, se reducía a atavíos de expresión, sin nada debajo; a sonetos y odas de circunstancias. Quería que nuestras letras nacieran de la experiencia y de la historia y que fuesen, por consiguiente, «faro del porvenir». Literatura estudiosa, analizadora, filosófica, profunda, si hemos de emplear sus propias palabras, maestra de verdades, que presente al hombre, no como debe ser, sino como es, para conocerle, y que sea el espejo adonde vayan a mirarse las ideas del siglo, esto es, su ciencia o progreso intelectual.

La descomposición interna de España, con sus corruptelas políticas, su ordinariez e indolencia, habían instigado el agudo y cáustico ingenio de Fígaro. Y nuestra decadencia literaria, la incultura y sordidez espiritual que reinaban en los distintos elementos sociales, nuestro apartamiento casi absoluto de la vida activa del espíritu, circunstancia que nos hacía ir muy a la zaga de los demás pueblos, fueron también acicates de su pluma, de su mordacidad y de su ambición regeneradora. La sátira no puede ejercitarse en cualquier medio. Requiere ciertas particularidades y condiciones, sin las que su venenoso aguijón ningún efecto produciría. Sólo la relajación moral de los grandes pueblos o la inepcia y desgana imperantes en las situaciones a que nos lleva la desorganización social, que era el caso nuestro, son atmósferas adecuadas para que la sátira cumpla su cometido purificador.

No deja de estar muy en su punto el paralelo que establece al enfrentar, con motivo de la representación de Teresa, de Dumas, a este autor dramático con el otro coloso del teatro francés en aquellos días: Víctor Hugo. Nuestro gran crítico Menéndez y Pelayo -que no fue tan sólo un enumerador de títulos y nombres, como se ha insinuado demasiado a la ligera por algún vidriosillo asmático escritor de hoy- hízose sucintamente eco de las siguientes desemejanzas, en su Historia de las ideas estéticas267. Dumas, nota Larra, tiene menos imaginación, pero más corazón que Víctor Hugo. Cuando éste nos asombra, bajo la opulencia de su estilo poético, aquél nos conmueve, desentrañando profundamente los afectos humanos. El uno es más osado, más colosal, imprime en sus obras dramáticas el sello candente del genio innovador; pero se extravía por efecto de su propia grandiosidad creadora. El otro penetra más hondamente en el corazón de los hombres. Es más psicólogo que poeta. Las situaciones de sus dramas, tienen menos pomposidad lírica, pero son, en cambio, más reales, más conformes con nuestra verdadera naturaleza.

El estreno de Hernani le proporciona otra ocasión en que reiterar este mismo juicio respecto del gran poeta francés.

¿Cuál es el fin del arte?, se pregunta Fígaro al dar noticia en la prensa madrileña de la representación de Margarita de Borgoña268. «¡Retratar la naturaleza!», replica decididamente. Pero ni la naturaleza es tan tímida y morigerada como la vieron nuestros clásicos, ni tan impetuosa y anárquica como la pintaron los románticos. Larra rechaza la languidez de ciertas comedias encuadradas en los preceptos de la escuela; pero repugna de igual modo las exageraciones y abultamientos del teatro romántico. Ambos sistemas difieren de la realidad, de la auténtica naturaleza de las cosas, y por eso conducen a dos extremos opuestos, reprensibles: la insipidez o la monstruosidad. Pero si la avaricia, añade, vista bajo su aspecto más sutil, puede hacer reír, y la pintura de quien la encarna, puesta en ridículo, puede ser la verdad y corregirnos, compóngase, en buen hora, con tal asunto una comedia. Mas si esta avaricia, en determinadas situaciones y considerándola desde diferente punto de vista, trueca su ridiculez en violencia, y arma la mano del hombre y ofrece al expectador el peligro de caer en pasión tan detestable, hágase también en buen hora, con tales recursos, un drama «fúnebre y lacrimoso». En uno y otro caso habremos reproducido la verdad que la naturaleza nos ofrece y cumplido, por consiguiente, el objeto de retratar a los hombres.

De todo esto colige Larra que si la pintura de un avaro que promueve a risa, enmienda según los clásicos a los que padecen tan aborrecible dolencia moral ¿por qué la descripción activa de un asesino que nos llena de espanto no ha de corregir también a los criminales? El argumento parece como si se dirigiera, no sólo contra timoratos espectadores, sino contra la crítica neoclásica que había patentizado más de una vez su disgusto e incluso su repugnancia respecto de ciertas monstruosidades llevadas a la escena. Lista, sin ir más lejos, venía declarando reiteradamente este criterio literario. Mas, arguye Larra, ¿qué es Edipo, y Yocasta? ¿Qué clase de gente es toda la familia de Atreo? ¿Quién Medea, Fedra y Nerón? «Parcialidad nada más y miseria en los juicios de los hombres». Fígaro no anda remiso en recusar los horrores y monstruosidades que además de ser inverosímiles están mal presentados. Pero mientras no ocurra así, se mostrará partidario de todos los géneros y escuelas. La literatura, prosigue, no puede ser nunca otra cosa que el espejo adonde van a reflejarse las ideas y los hechos de la época. Dirijamos una mirada retrospectiva a la Europa de las cuatro décadas. ¿Ha sido la sangrienta literatura romántica la causa de las revoluciones sufridas durante este lapso de tiempo o dichas conmociones sociales las que han producido el género romántico?

La actitud de Larra, como vemos, estuvo equidistante de los postulados estéticos que, en su tiempo, porfiaban por triunfar entre sí. Pero el neoclasicismo iba de capa caída; arrastraba entre desdenes y desaires de los turbulentos innovadores, su corcusido manto real, y la flamante escuela romántica, aunque estigmatizada por su propia teratológica facultad creadora, se imponía merced a su atuendo lírico, a su brillante imaginación y a su emotiva sensibilidad.

El eclecticismo literario de Larra proclama de un modo incontestable su talento crítico y la independencia de su juicio. Dotado de una vigorosa mentalidad, de donde proviene todo su prestigio literario, pues en aquellos días eran escasísimas estas personalidades verdaderamente típicas y trascendentes, no se sometió a ninguna disciplina partidista. Ensalzaba lo bello allí donde se producía. Repartía su admiración, por decirlo así, entre los buenos modelos del reformador movimiento estético y aquellas figuras literarias de la escuela clasicista, como Moratín, el hijo, que podían resistir las duras e implacables embestidas del tiempo269.

La característica fundamental de Larra, como ya hemos observado al estudiar su prosa costumbrista, fue el pesimismo. Cualidad substancialmente negativa que le entronca con los más genuinos románticos. Su agria melancolía, su desacuerdo respecto de cuanto le rodea, el lanzar dardos enherbolados contra personas y cosas, como si la creación entera, hubiese de ser blanco en el que ejercitar la puntería, no es sino la consecuencia natural de esa pesimista concepción del mundo que se había forjado, ya por propia inclinación discursiva, bien porque la vida española de su tiempo contribuía con su negra imagen a este estado fundamental del ánimo.

Difícil será encontrar en sus trabajos, sobre todo entre los de crítica social y política, un rincón de luz clara, alegre y profusa. Una exclamación que no chorree sangre. Muchas veces estos estados del alma son fingidos o cuando menos exagerados. El renegar de todo, el abominar de la vida, como si fuera durísima carga en vez de codiciado privilegio de los seres bien organizados para disfrutarla, es una actitud preconcebida, un deslizamiento de nuestra conciencia hacia situaciones impuestas por la moda o poco menos. Larra no era así. El estado de su ánimo respondía a íntimas conmociones del espíritu, a una estructura moral bien dispuesta para el cultivo y florecimiento de tales ideas. Su pesimismo está en su organización interna, como la savia está bajo la corteza del árbol y fluye desde las raíces, hasta las ramas y las hojas. Schopenhauer, por ejemplo, a pesar de ser el campeón del pesimismo filosófico y defensor del suicidio, vivió setenta y dos años. Y lo que es más contradictorio, huyó, como alma que lleva el diablo, de una epidemia de cólera270. Larra, en cambio, puso fin a su vida, violentamente, cuando contaba veintiocho años de edad. No era pues, un vano especulador de ideas y sentimientos, que adopta una postura filosófica tan distante de la realidad viva de la propia existencia, sino un terrible fray Ejemplo, refrendados de su hastío, con la muerte. Y, sin embargo, no nos atreveríamos a asegurar, ni debemos, por consiguiente inferirlo de cuanto va dicho, que fuera uno de esos espíritus pesimistas y nefarios que sienten el morboso afán de destruir por destruir, que se complacen voluptuosamente en acumular trazos sombríos en torno de las cosas y que acaban por comunicar su propia desolación a los demás. Si su incisiva acrimonia aparece en momentos de íntima y sincera decepción, es para dejar libre el camino a nuestro genio creador, que se consumía en la inactividad, en la imitación servil y miseranda, o en poner en lengua española cuanto otros sentían o pensaban271. Entonces restalla el látigo de la sátira y levanta en las carnes ateridas de los secuaces tremendos verdugones. O cuando el hedor de descomposición interna de España le irrita y encoragina, y clama, entre ironías y burlas de buido alcance, contra todo lo que, ya por el ascendiente de la tradición o por propia e ingénita desgana, se opone a nuestro desenvolvimiento espiritual.

Los tajos y mandobles de su pluma no siempre se dirigen contra el pasado o el presente. Con motivo del estreno de Felipe II, nos hace esta profecía: «Insistimos en la idea enunciada de que el teatro caduca, y acaso no será necesario que pasen siglos para verle desaparecer completamente del mundo». Y si hemos de atenernos a las modestas ambiciones de nuestros autores dramáticos de hoy y a la trasijada personalidad de nuestros comediantes, no anda muy lejos de cumplirse, en lo que toca a España, la predicción de Fígaro.

Tras de notar que la gran porfía que sostienen el clasicismo y el romanticismo no es más que la consecuencia de ese «desasosiego mortal que fatiga al mundo antiguo», proclamará crudamente: «El público, al levantarse el telón, está ya como el autor en el secreto de lo que le van a decir, y la vida del teatro es más bien que vida un movimiento galvánico comunicado a un cadáver».

Fígaro era un descontento del mundo en que vivió. Todo su esfuerzo mental tuvo por objeto apartar272 de los hombres de sus errores. Ponerles bien delante de los ojos, mediante la sátira flageladora; sus torpezas, convencionalismos, contradicciones y cobardías. Las ideas alumbradas entre latigazos y apóstrofes siempre nos repelen, porque nos dañan. Pero si no sólo aguantamos valerosamente el trallazo, sino que nos detenemos a considerar el fondo de verdad incuestionable que hay bajo la envoltura de las palabras, acabaremos reconciliándonos con el autor de la invectiva e incluso doblegándonos al imperativo de sus ideas.

Terrible decepción debió de sentir Larra en medio de la sociedad falaz y corrompida de su tiempo. ¿Cómo vamos a sorprendernos de que atraído por la fuerte tuforada romántica que trascendía del Dogma de los hombres, de Lamennais, viera en estas nuevas doctrinas sociológicas, tan impregnadas de honda sentimentalidad y de tan pegadizo influjo, la panacea de todos los males presentes? A juicio de Larra, las teorías del exaltado sacerdote y filósofo francés, descansaban en estas dos verdades trascendentes: la necesidad absoluta, ya que como decía Voltaire, no ha existido pueblo alguno ateo, de una religión en todo estado social y el derecho común de los hombres, tan preciso como la religión, pues como ella, se funda en la naturaleza, a no atribuirse más predominio sobre los demás que el que estos mismos quieran otorgarle.

Asentado el principio de que blasfeman contra la Providencia los que niegan la perfectibilidad del género humano: -«¿Qué importa para el orden establecido, para ese coloso que marcha, creciendo siempre, que una, diez, cien generaciones se hayan hundido sin tocar en la perfección?»- dos cosas había que tener presente en el imperfecto estado de la sociedad: la verdad última a la que nos dirigimos y el medio de lograrla.

No nos compete, por ser otra la materia de este libro, dilucidar si las teorías de Lamennais fueron el delirio de una mente arrebatada por el ideal revolucionario o la interpretación literal del Evangelio. Pero sí es conveniente dejar testimonio en estas páginas, de las reacciones que circunstancias relacionadas con la aparición entre nosotros de las Palabras de un creyente, provocaron en el espíritu de Larra. El temor de que puedan considerar subversivo el hecho de traducir a nuestra lengua dicha obra, dado el desacuerdo que aún existía entre las ideas de Lamennais y el actual estado de la sociedad, hace razonar así a Larra. Sería un crimen forzar la voluntad existente; pero explanar unas doctrinas para convencer a los hombres; sembrar hoy a fin de coger mañana, no es alterar ni subvertir el orden establecido, sino abrir el camino a los cambios y modificaciones del futuro. «Sólo el sable es peligroso; la palabra nunca». ¡Cómo se nota en la fruición con que Larra propugna la libertad del pensamiento, la natural reacción contra anteriores períodos de extrangulación de la palabra escrita! ¡Y cómo no si esta libertad del hombre respecto de la expresión hablada o escrita de sus ideas y sentimientos, junto con la responsabilidad correlativa, ha sido siempre postulado indeclinable de los pueblos! ¿Cabe pensar en la dignidad de un alma amordazada? ¿Podemos abatir a título civilizador, de progreso humano, estos principios y sustituirlos por moldes rígidos de elaboración mental, esto es, hacer con la cabeza lo que no hacemos con los pies, ni con el cuerpo, ya que cada pie y cada cuerpo tienen el zapato y el traje que les corresponde?

La palabra, continúa observando Fígaro, no ha modificado jamás de la noche a la mañana la estructura moral del mundo. Mientras más prematuras son en un estado social determinadas ideas, menos peligro representan, pues vienen a ser como «la semilla oculta y encerrada en la tierra hasta el tiempo de la germinación y del desarrollo». Y añade: «La mentira impresa y propalada cae por sí sola, y puede ser rebatida con la palabra misma. Por el contrario, la verdad impresa y propalada triunfa, pero triunfa a fuerza de convencer, triunfa sin violentar, y éste es el más bello triunfo posible».

Larra fue, como vemos, un paladín de la libertad del espíritu, e incluso reputó verdadero crimen el empeño que ponían los gobiernos en coartarla. «No sólo privan de un derecho a su generación, sino que asesinan en su germen a la posteridad». Ninguna cortapisa debe ponerse al legítimo afán de los hombres de conocer. Sólo sabiendo todo cuanto hay que saber, moviéndose libremente en la esfera de los conocimientos humanos, podemos juzgar las cosas, compararlas entre sí y elegirlas.

Si su artículo Literatura fue una profesión de fe estética, su prefacio a las Palabras de un creyente fue otra profesión de fe respecto de sus ideas sobre religión, moral y política. Cuantos principios en estos órdenes se infieren de dicho trabajo son los mismos que Larra sostuvo en todos sus escritos anteriores. Religión pura, origen de toda moral; tolerancia y libertad de conciencia; libertad civil e igualdad ante la ley. Que los hombres, según su aptitud y sin otros títulos que los de su talento, virtud y mérito, los cuales constituyen la mejor aristocracia, tengan libre el camino de los cargos públicos. Y libertad absoluta, como ya hemos visto antes, del pensamiento escrito.

En un país como el nuestro, tan lleno de prejuicios, de resabios ancestrales; si ha de cargarse un poco la mano en la expresión para identificarnos mejor con el bagaje psicológico a que aludimos, Larra tenía que ser considerado con cierta prevención. Los contemporáneos le juzgaron mal porque no le comprendieron del todo y la posteridad que ha calado hasta el tuétano a nuestro gran satírico, le ha examinado casi siempre a través de la maraña de prejuicios, reservas y salvedades que constituyen nuestro ser moral. Es lástima que sea así, pero no reconocerlo sería como mirar las cosas a cegañitas.

Sin embargo, como contrapartida de todo esto existen y existirán los que pasan por el amplificador de su incondicionalidad admirativa, la figura de Larra, dándole proporciones no sólo desmesuradas, sino gigantescas. Es difícil no mezclar con nuestros juicios, nuestras simpatías o resonancias espirituales. Al fin y al cabo, la conciencia no es otra cosa que una fina urdimbre de elementos discursivos y sentimentales, y aquel parecer que esté desnudo de toda afectividad, por imparcialísimo y justísimo que sea, nos resultará inanimado y yerto.

A nuestro entender Larra fue un escritor de vigoroso talento. Culto hasta donde cabía serlo en aquellos días. De ingenio agudísimo para descubrir y flagelar con mano muy dura, implacable diríamos, el punto flaco y vulnerable de las personas y de las cosas. Independiente en sus opiniones; certero al juzgar nuestros libros de entonces y nuestra escena, esto es, autores y comediantes273. De tan sagaz e inquisitivo, nos parece, dentro de la perspectiva en que los años pasados le colocan, adelantadísimo en sus ideas, que hoy no pecan por cierto de inactuales. Y éste quizá sea el mejor elogio que puede hacerse de un escritor. Cuando su mentalidad no queda adscrita a la época en que se ejercitó, es señal de que las ideas que de aquélla nacieron tienen carácter de universalidad y de permanencia.

El Marqués de Molíns

El mismo año que las Cortes de Cádiz elaboraban su famosa Constitución, nació en Albacete, don Mariano Roca de Togores274, por otros nombres, marqués de Molíns y vizconde de Rocamora. Aunque se ha insinuado, por un crítico de la pasada centuria, que en la nombradía y fama de este escritor tuvo mucha parte su origen linajudo, pensamos nosotros que tal circunstancia pudo contribuir a que los altos merecimientos del marqués de Molíns, ni pasaran inadvertidos, ni quedasen sin el premio público a que eran acreedores, pero no determinó la existencia de tales aptitudes y méritos. Ni el talento, ni la erudición, ni el arte de saber hacer llegar ambas cosas a los demás, son cualidades que provienen de la cuna señoril en que uno se crió. Es verdad que el autor de El duque de Alba, obra que después se denominó La espada de un caballero, y de Doña María de Molina, fue el tercer hijo de dos grandes de España: el conde de Pinohermoso y la condesa de Villa-Real. Pero también es cierto que habría sido injusto, a todas luces, haberle negado cuantos lauros, honores y consideraciones obtuvo en el orden literario, político y social, si se hubiera dado en él el hecho opuesto de venir a este mundo sin signo heráldico alguno en sus pañales.

Se le ha pintado asimismo como equidistante de las dos escuelas literarias que forcejeaban entre sí por apoderarse del público. La una, caduca ya, no porque el arte a que tiraban sus representantes pueda envejecer nunca, sino por la estrechez con que éstos interpretaban sus cánones, sobre todo, las reglas que podemos llamar adjetivas e incluso subalternas. La otra, flamante, estrepitosa, arrolladora, destrabada de principio alguno, como nacida en la atmósfera anárquica y disolvente de una sangrienta revolución política. De este fenómeno de equilibrio estético respecto de las dos contrarias fuerzas mentadas, se ha pretendido sacar la conclusión de que el marqués de Molíns, si no propugnó con el ejemplo en materia de arte, el doctrinal clásico, ni abrazó resuelta y vigorosamente el nuevo ideal, fue porque carecía de ímpetu creador, de robusto talento para decidirse por una u otra escuela, que de los tímidos e irresolutos, es decir, de los mal provistos de fuertes recursos espirituales, sólo pueden esperarse medias tintas y borrosos caracteres. Entendemos nosotros al revés. La equidistancia de dos modalidades extremas, en muchos casos revela una bien dirigida robustez moral; un deliberado distanciamiento provocado por el buen gusto y el sano juicio. Las modas literarias, como las modas femeninas y como todas las exageraciones y violencias, arrastran más fácilmente a los ánimos poco enteros para recibir el golpe y no denotarlo, que a los espíritus recios y bien templados en el yunque de una maciza e inteligente preparación cultural.

Roca de Togores, como tantos otros jóvenes de aquellos días, se educó en el colegio de San Mateo, en Madrid. Las discretas enseñanzas de Lista, escritor que profesó el ideal clásico, aunque con sentido tolerante y juicioso, sin las severas intransigencias de su colaborador Hermosilla, forjaron la mente y el corazón de nuestro crítico y poeta en su primera fase educativa. Como la semilla no había caído en terreno baldío, otros estudios subsiguientes y una perfecta vocación literaria, de amplio margen en la adquisición de útiles y adecuados conocimientos, remataron la obra inicial del benemérito maestro.

La política deparó a Roca de Togores, como ápice de su causa gubernamental, dos poltronas ministeriales: la de Marina y la de Gobernación. Su calidad de miembro del cuerpo diplomático le granjeó la amistad de diversos artistas y escritores, con lo que ensanchose su espíritu en un sentido de universalidad y de independencia. No hay camino mejor para retocar nuestra educación, gustos y aficiones, como contrastar la propia personalidad con las demás; y el trato frecuente con quienes están bien pertrechados en el terreno de las ideas y de los conocimientos, hace que nos desprendamos de todo elemento propio que no represente un valor estimable. El marqués de Molíns, ministro plenipotenciario de España en la capital de Inglaterra y embajador en París y cerca de la Santa Sede, tuvo ocasión de airear su cultura allende nuestras fronteras y de enriquecerla con el roce de otros ingenios. Generalmente, en nuestro país, la cultura adolece de cierta hurañía o tendencia al aislamiento, que si tiene por un lado la gran ventaja de que las ideas y los sentimientos se muestren con firmes trazos castizos, ofrece por otra parte el gravísimo inconveniente del excesivo estacionamiento espiritual, ya que sólo del intercambio entre el propio saber y el ajeno, se operan las hondas trasformaciones del pensamiento y de sus formas expresivas.

Poseemos abundantes testimonios del favorable concepto que275 en el seno de las corporaciones científicas y literarias de Madrid disfrutaba Roca de Togores. Académico de las de la Lengua, de la Historia, de Ciencias Morales y Políticas y de San Fernando, fue muchas veces el encargado de dar la bienvenida, en cada una de ellas a los más ilustres recipiendarios, tales como don Aureliano Fernández Guerra, Campoamor, López de Ayala, Cánovas del Castillo, marqués de Pidal, don Pedro de Madrazo, don Cayetano Fernández, el celebrado fabulista y don Leopoldo Augusto de Cueto. Dos gruesos volúmenes de los seis que integran las obras de Roca de Togores, están constituidos principalmente por discursos académicos, en los cuales, además de un estilo cálido, brillante, pintoresco, lleno de fuerza expresiva, de color y de viveza, hay mucha erudición de las disciplinas más diferentes, y observaciones y juicios reveladores de una mentalidad sana y generalmente bien orientada.

Menéndez y Pelayo hizo notar a su debido tiempo, desde las columnas de la Revista de Madrid, lo que había de ecléctico y equilibrado en los diversos escritos del marqués de Molins. Pero no se crea que nuestro autor carecía de carácter propio, como todos los que cogiendo de aquí, y de allá, rellenando su espíritu con las modalidades de los demás en aquello que tienen de más racionales y permanentes, acaban por diluirse y casi borrarse sin dejar entrever siquiera ningún rasgo nativo. Huyó de las intemperancias, de las exageraciones y despropósitos, en que tan rica se mostró nuestra escuela romántica; pero como huye toda persona de buen juicio de tales excesos, contrarios al equilibrio de la razón y a las leyes universales del arte. No se adscribió resueltamente, como Pastor Díaz, por ejemplo, al flamante movimiento literario, pues menos esclavo que él de los fuertes dictados del corazón, nunca hizo del sentir solo, árbitro dirimente. Mas suponerle inmune de toda extremosidad romántica sería ir en nuestras afirmaciones demasiado lejos. No es cosa fácil vivir en una época de exaltación creadora, de ardor lírico, de desbordamiento del ser, tanto tiempo encadenado y sumiso sin sentir también rebullir de impaciencia el alma, en búsqueda de formas nuevas con que hacer tangibles sus lucubraciones y afectos. Podremos caer más o menos profundamente en estos estados de febril desasosiego, según que nuestro temperamento y la educación intelectiva que hayamos recibido muestren una mayor o menor afinidad con las recién aparecidas ideas estéticas. Pero pasar por entre ellas sin experimentar conmoción alguna, sin que se tiña el espíritu de sus tintas, y se impregne de su aroma, sería tanto como mirar al sol sin que nos llorasen los ojos o asomarnos a una sima sin sentir la atracción del vacío.

Los efectos de esta explotación romántica que venimos estudiando, aun se notaban bastantes años después de ocurrir, como cuando tras de descargar una tormenta, todavía se producen en el cielo algunos débiles relámpagos. Fernán Caballero, Trueba y Alarcón, por ejemplo, no se vieron libres, en varias de sus obras, de diferentes rasgos de filiación romántica. El teatro de Echegaray fue también un retorno a la escuela literaria de 1830. Es decir, que aún no estaban curados los espíritus de los desvaríos estrepitosos del romanticismo, y a pesar de mediar ya otras modalidades de creación estética, más conformes con la templanza y mesura de la razón y con los cánones permanentes de la belleza, el morbo literario que había encontrado en Víctor Hugo, Dumas y Bouchardy, el mejor campo en que desenvolverse, todavía perduraba. Y si tan lejos ya de la verdadera época romántica se producían estos fenómenos ¿cómo salvarse durante su apogeo, esto es, en los momentos de más fácil contaminación, de que la semilla literaria prendiese incluso en terreno peor preparado para germinar, y diese fruto más o menos copioso?

El marqués de Molins pagó tributo al romanticismo más de lo que parece a primera vista. Su actitud fue siempre circunspecta y razonable. No extremó la nota, como Pastor Díaz y Patricio de la Escosura y Ochoa y Ros de Olano. Pero leed sus trabajos en prosa; examinad cuidadosamente los diversos elementos que integran su estilo; la abundosa adjetivación; la alegoría; la tendencia a servirse siempre de imágenes patéticas que impresionen fuertemente al lector y graben bien en su memoria las ideas o sentimientos cuya supervivencia, respecto de otros secundarios, deseamos; el intenso colorido poético de la frase; las comparaciones; el término expresivo, vigoroso, pintoresco que contribuye a hacerla más notoria e inteligible. Todo esto, cuando se da como en el presente caso, en dosis muy considerables, hasta constituir los rasgos típicos y fundamentales de una fisonomía literaria, representa una valiosa contribución a la escuela romántica.

Cojamos al azar entre los numerosos escritos del marqués de Molíns:

«Muchas veces los escritores ascéticos han comparado al enfermo próximo a la muerte, con una plaza sitiada por invencible y cruel enemigo, pronto ya a apoderarse de ella. Caen por todas partes los embestidos baluartes, el combate no cesa, la lucha por desesperada no es menos cruel, los asaltos se alcanzan unos a otros; ninguna esperanza hay de exterior socorro, y en lo interior todo es llanto, desolación y ruinas»276.


No somos partidarios de las transcripciones. Interpolar de vez en cuando algunas frases para confirmar un punto de vista o una observación, es recurso lícito e incluso conveniente. Reproducir párrafos enteros y a menudo, es abusar de la paciencia del lector, aun cuando el objeto perseguido sea el mismo. Sin embargo, hay ocasiones como ésta, en que no cabe eludir las transcripciones, pues para poner bien de manifiesto las particularidades de estilo a que nos hemos referido antes, lo mejor es copiar algunos trozos literarios que las corroboren.

«[...] el Sr. Campoamor ha acercado la llama de su ingenio a la piquera de esta colmena literaria, y que a su calor ha hecho volar el enjambre de las inteligencias, y con las nubes de su aroma las ha levantado a alturas para ellas, si no desconocidas, por lo menos poco frecuentadas. Ahora bien, disipada ya la fragancia, apagado el fuego, necesario es que volvamos uno tras otro hacia nuestro abandonado panal, porque al cabo en él se labra y custodia el habla, miel dulcísima con que nos despacharon nuestras madres, y blanca cera que se consagra en los altares del Dios vivo y con la cual se alumbrarán en sus caminos las generaciones venideras»277.


No subrayamos los profusos elementos tropológicos que contiene el párrafo transcrito, porque son tan evidentes que, aún los menos versados en materias literarias, darían con ellos enseguida. Pero prosigamos copiando al señor Roca de Togores, ya que nuestro propósito es demostrar, pese al eclecticismo que generalmente se le atribuye, cuán considerable fue la alcabala que pagó a la moda literaria a la sazón imperante.

«Entonces su fantasía, flor brotada en la primavera de la vida, derramaba su aroma por el verde suelo en que había nacido, y por el terrenal ambiente en que la rodeaba, y sí tal vez, levantando su linda corola, se volvía hacia el sol, era para reflejar en sus tornasolados matices los rayos de la aurora»278.


«Imitad si no el manso susurro de las cristalinas fuentes, y el apacible murmullo del aire entre las frondas, y el armonioso gorjeo de las pintadas aves, y quizá os parecerá todo un himno de alabanza a la divina hermosura; y paraos luego al espantable rugido279 de las fieras, y al horrísono bramido de los huracanes, y al estallar del trueno, y al pavoroso estruendo de los mares, y pensaréis que os hablan acordes de su eternal grandeza»280.


¿No veis cómo las ideas y los sentimientos se envuelven en un turgente estilo retórico? ¿Cómo los epítetos acuden presurosos a los puntos de la pluma, movidos de ardiente fantasía? ¿Y la ternura o el entusiasmo de un alma sobrecogida de emoción, eligen para comunicar a los demás aquellos tintes y claroscuros que más concuerdan con uno u otro estado; que más intensa y substancialmente los traducen?

Pero no se crea que el marqués de Molins tira de estos recursos literarios de tan ostensible filiación romántica, en los trabajos de mayor raigambre artística, como la poesía, el teatro, las narraciones o la crítica, que, aunque sea más razonadora y dialéctica que afectiva, también admite su embellecimiento y acicalado. En los estudios de investigación en que lo preferente es el pormenor erudito, la conjetura, la enumeración de antecedentes, el compulsar fechas y contrastar juicios hasta conseguir aprehender la verdad o acercarse, al menos, a ella, hallaremos también las mismas o parecidas singularidades de estilo. Ved, sino, este otro párrafo tomado de La sepultura de Miguel de Cervantes: memoria que escribió el marqués de Molíns por encargo de la Academia Española.

«Son, en general, los monasterios de religiosas, en el ameno y cerrado jardín de la Iglesia Católica, como otros tantos estanques de blanquísimo mármol y de cristalinas aguas. Su caudal se alimenta con la vocación, y se desagua en el sepulcro, pero lenta y silenciosamente, sin revolver limo, que no hay en el fondo, ni turbar siquiera la tersura de la superficie. Allí no penetran las corrientes del siglo, ni crecen las pantanosas y efímeras flores de la ambición: así es que cuando un suceso, por insignificante que nos parezca a nosotros, navegantes de proceloso mar [...] cae como piedra en aquella agua serena y apacible, nace de él una tradición, mansa y bella a la vez, que se extiende en círculos concéntricos, de generación en generación, hasta tocar en la orilla, y que permite a quien mira desde ella ver el punto central en que la piedra fue arrojada.

»El claustro es un recinto, silencioso y armónico a un tiempo, fundado entre la oquedad de la tumba y la bóveda del cielo, en donde todo sonido produce eco duradero»281.


Perdónenos el lector estas citas tan largas. Pero ¿quién se atreverá ahora a poner en duda la importante participación que tuvo el marqués de Molins en el movimiento literario que venimos estudiando? La multitud de tropos, los epítetos esparcidos copiosamente a lo largo del lenguaje, las comparaciones, las alegorías, las imágenes o representaciones de las cosas, de trazos patéticos e impresionantes, con objeto de dejar bien grabados en la atención del lector las ideas y los sentimientos, y ese prurito de salpicar la frase de claroscuros cuando no de tonos sombríos y hasta terroríficos, ¿no son particularidades muy notorias de la escuela romántica? Comparad este estilo del marqués de Molins con el de Lista, con el de Pidal, incluso con los de Silvela y Revilla o cualesquiera otros escritores prerrománticos que, sin haber abrazado de modo deliberado y solemne el nuevo credo estético, llevaban en sus entrañas el germen renovador y notaréis enseguida la diferencia. ¡Qué distinta manera de componer! En Roca de Togores hay mucha cargazón retórica; una búsqueda voluptuosa del elemento decorativo y formal. El juicio no se extraviará. Asentado en firmes sillares, no se abatirá al empuje vigoroso de los afectos y de la fantasía. Pero el atavío, la urdimbre del lenguaje, esto es, de los factores y caracteres que lo integran, bien están pregonando su ascendencia romántica. La razón en su atalaya, vigila y dirige todos los movimientos de la conciencia estética. La moda literaria no llegó a destronarla nunca, empero impregnó de tropical fragancia el estilo: lo que más fácilmente podía absorber las fuertes emanaciones de la época. En cambio, Lista, Pidal, Silvela, Revilla ¡cuán sobrios y mesurados se muestran! El lenguaje se adelgaza; los movimientos del corazón y de la imaginativa apenas rompen la elegante armonía de la frase, el comedido fluir de las palabras. Un ornato vigoroso, pero sencillo, sin concesiones a la hinchazón retórica.

Piñeyro en su estudio sobre el romanticismo español consideró a Larra y a Donoso Cortés como los primeros prosistas de este período literario. Efectivamente, todos los demás quedaban muy por bajo de estos dos modelos. Fray Gerundio, con su desaliñado decir; Ferrer del Río, empedrando de arcaísmos sus obras; Mesonero Romanos, de un estilo más familiar, que garboso y acicalado; Estébanez Calderón, con una riqueza de léxico que huele a cadáver, es decir, sin ese cálido soplo vital de toda locución dinámica y trafagante, bajo ningún pretexto y, en cuanto al habla se refiere, podían emparejarse con los autores de El Doncel y El ensayo sobre el catolicismo. A nuestro juicio, el que menos dista de ellos, por la viveza y colorido del lenguaje; por la frase castiza, pictórica, vigorosa, aunque algunas veces se deslía demasiado por efecto del excesivo arrequive literario, es el marqués de Molins. Si no temiéramos retardar en demasía nuestro estudio respecto de tal autor y gravar con nuestras transcripciones de trozos literarios suyos, la atención de los lectores, reproduciríamos algunas frases verdaderamente ejemplares por su concreción o por su fuerza expresiva. Discúlpesenos de nuevo, si a pesar de todo no resistimos a la tentación de traerlas aquí, aunque sea con severa sobriedad.

«No por mí, porque, profano a estas ciencias, la erudición pegadiza que allegase sería como color postizo, que no podría resistir la clara luz que en este sitio se difunde»282.


«[...] la fe y la esperanza me enseñan que alzan un sublime himno al Creador todas las criaturas, desde las estrellas que le sirven de escabel, hasta el lirio del campo, más bello que la púrpura de Salomón»283.


«[...] la nieve que ha caído abundante en las montañas ha llegado a mi cabeza; pero el hielo no ha penetrado en mi corazón»284.


«Ni faltaba allí la armonía de cantores sublimes, que los poetas, esos ruiseñores de la inteligencia que cantan siempre en el crepúsculo de la civilización de los pueblos; que presagian como las aves del cielo, si bien por superior y casi divino instinto, la aurora de la ciencia y la explosión de las tempestades; los vates, digo, llenaban estas bóvedas de sus mágicos concentos [...]»285.


De ninguno de nuestros críticos de la época romántica afectados más o menos por esta moda literaria, se puede sacar un cuerpo, verdaderamente orgánico, de doctrina. Sin embargo, a través de sus obras no será difícil encontrar variedad de preceptos o normas sobre la elaboración artística. Carecemos de unos hermanos Schlegel o de un Richter, por ejemplo, pues Lista que fue, sin duda alguna, el que más y mejor legisló en materia de arte literario, quedó muy rezagado, si no francamente en contra, del flamante movimiento romántico. Pero, como es natural que ocurra en el decurso de una amplia labor crítica, entreverados con los juicios emitidos respecto de tal o cual trabajo ajeno, aparecerán diversas ideas estéticas. Traslademos aquí, con toda la fidelidad286 y concisión que nos sea posible, las más trascendentales de cuantas esparció por sus escritos el marqués de Molíns.

Al tratar sobre las edades del antiguo teatro español287, hace notar, muy juiciosamente, la ascendencia ejercida por nuestro carácter meridional y nuestro humor festivo, en el arte escénico, de modo que se confundiesen los géneros, cual la tragedia y la comedia, que los severos preceptistas del clasicismo,288 habían mostrado como diferentes y reñidos entre sí.

Puesto que «lo burlesco y lo heroico, lo edificante y lo escandaloso, los príncipes y los jornaleros, los vicios y las virtudes están mezclados», en la vida, y el teatro no es otra cosa sino un remedo, imitación o simulacro de la sociedad, ¿qué barreras cabe levantar, sino las nacidas de una excesiva rigidez clasicista -«espíritu exagerado de distinción»- entre estas dos especies de poemas?

Retrato_5

D. Mariano Roca de Togores, marqués de Molíns

[Págs. 160-161]

Y como no se puede ir contra la naturaleza de las cosas, ni las excomuniones de los Papas, ni los decretos de los monarcas, ni las leyes que consideraban infames a los juglares, impidieron que el arte dramático y el trovadoresco progresasen, sin que se separasen ambos géneros, lo trágico y lo cómico, ni las acciones de los santos, ni las chanzas y excentricidades del bobo o del gracioso, fueran suprimidas en nuestro teatro hasta el advenimiento de Luzán. De aquí que el maestro Tirso de Molina pensase lo cerca que está de «parecer sublime a unos lo que a otros ridículo», y en los patanes y graciosos que puso cabe reyes y héroes, hizo notar que el talento del autor dramático no consiste en edificar una barrera entre lo trágico y lo cómico, sino en ofrecer juntas ambas modalidades como «la naturaleza lo hace siempre con la luz y la sombra»289.

Tras de asentar esta afirmación, observa que el autor de El Burlador de Sevilla, infringió en dicha obra, como en otras muchas de su vasta producción, la regla capital de todas cuantas un escritor debe tener presentes, cualquiera que sea su patria nativa y el siglo en que advino a la literatura. Regla -el respeto al decoro y a la moral- que no la estableció legislador alguno del arte; sino que procede de un código que está muy por encima del ingenio humano.

En su opinión, Rojas es el verdadero trágico del teatro español, el que más «ha entendido el modo de aclimatar, por decirlo así, el espectáculo de Sófocles entre nosotros». Pero el príncipe de los dramáticos en nuestro país, fue Calderón, que merced a lo complicado de sus asuntos y a la diversidad y originalidad de sus lances, dio a su fama un valor proverbial. No considera el Censor de la Academia Española como demérito la circunstancia de que Calderón presente casi siempre los mismos personajes. Esto prueba por el contrario su fecundidad al atraer tantas veces la atención del público con caracteres que ya nos son conocidos, «así como es un mérito en el Quijote mantener tan largo tiempo la acción dramática con sólo dos interlocutores»290.

Más adelante y en este mismo discurso sobre las edades del antiguo teatro español repetirá el argumento tantas veces esgrimido por los precursores del romanticismo y los críticos pertenecientes a esta escuela literaria, contra los indigestos preceptistas del siglo XVIII si Voltaire, por ejemplo, al proponerse describir abstractamente una pasión, puede dentro de angostos límites lograr su objeto, quien intente desenvolver los afectos de esta misma pasión, en un determinado individuo, precisará campo más ancho en que moverse, ya que le es forzoso pintar todos los estados de ánimo de su héroe, «Fácilmente se dibuja un hombre, pero difícilmente se le retrata»291.

Lo cómico y lo satírico, seguirá observando, signos son de la vejez, porque ni se finge, ni se trae a otro a la picota del ridículo, hasta que con el correr del tiempo hemos conseguido conocer los defectos de los demás, y con la experiencia despreciarlos.

En su discurso Sobre la pintura de paisaje292 advierte que forman legión los que se lamentan del excesivo desarrollo que en los días de nuestro autor tuvo la escuela naturalista. «No seré yo quien disculpe el exceso en este punto», afirma. Quien tenía por rudeza del arte, el hacer de él un medio de enunciar simbólicamente dogmas sagrados, tenía también por sacrilegio o poco menos que los misterios y asuntos divinos sirvieran de pretexto para la reproducción servil de la materia. «Hacer del arte casi mera escritura jeroglífica -observa- es poquedad indigna de artistas; pero atreverse con él a materializar, sólo con una sensual expresión las cosas santas, si no es sacrilegio indigno de hombres, es por lo menos error impropio de cristianos»293.

La intención sublime del arte, continúa, debe ser una, como una es la esencia divina. Sentir vigorosamente por alta inspiración y por privilegio294 de nuestra capacidad espiritual la belleza, es el principio en que debemos inspirar nuestras actividades creadoras. Comunicar a los demás, de un modo eficaz, estos mismos sentimientos y elevar su espíritu hacia la causa de la inspiración divina, debe ser el fin que nos propongamos.

En su discurso Sobre si la metafísica limpia, fija y da esplendor a la poesía295, afirma que en todo cambio notable de la humanidad hay tres inescrutables manifestaciones: un corazón que lo apetece, una inteligencia que le da forma y un brazo que lo ejecuta. El corazón, generalmente, es el de un poeta o el de un sacerdote, que contienen en su propio sentir, el sentir de todo un pueblo. A través del polvo que cada cual levanta con su pie al dirigirse ordenada o tumultuosamente hacia el objeto fijado y del humo que despide «la antorcha de su ingenio», columbramos al poeta, que como explorador a todos precede. En medio de nuestra ceguera, su canto nos conduce. Por eso, si en la marcha colectiva del linaje humano, «la filosofía mide el paso» y «la guerra sienta la planta», la poesía «mueve el pie». Porque en nuestra peregrinación por los caminos de la vida sólo la fe infaliblemente nos guía296.

¿Dónde reside la verdad poética? ¿En la naturaleza, fuera de nosotros? ¿En el seno recóndito de nuestra alma? Si unos la buscan en la muchedumbre de elementos que integran la naturaleza, otros, por el contrario, creen descubrirla en lo más hondo y oscuro de su propio ser. Pero la verdad poética, sigue discurriendo el marqués de Molins, no está ni en las cosas puramente externas y materiales, aisladas siempre, ni en nuestro sentido íntimo, aislado asimismo297 y oscuro y egoísta a veces. Nuestro crítico considera «aprendices de escultor» a los que buscan la inspiración verdadera en la «imitación servil de la materia» y piensan que cubriendo de barro la fisonomía de su modelo, pueden obtener su retrato, cuando lo que hacen es moldear apenas una mascarilla. Y reputa de infelices enfermos «que padecen arrebatos de sangre a la cabeza y ven tintas rojizas que no tienen los objetos, y oyen zumbidos y murmullos que nadie articula, y sienten impresiones de ardor y de hielo que no están en la atmósfera» a los que a la inversa de los «aprendices de escultor» pretenden encontrar la verdad poética en su conciencia y como resultado de su gran poder abstractivo «concretan en sí mismos el pensamiento y juzgan raciocinar cuando fantasean»298.

Como tantos otros precursores de Hipólito Taine, pues el celebrado autor de los Orígenes de la Francia Contemporánea y de Filosofía del arte no hizo otra cosa sino sistematizar esta doctrina, observa que si las edades y las estaciones ejercen influencia sobre la idiosincrasia de cada uno, los siglos y los climas operan sobre el modo de existir de las razas y de las naciones modificándolo accidentalmente.

En su discurso La doctrina católica, fuente de verdaderas bellezas poéticas299 afirma que son tres los principales veneros de la inspiración: la memoria, el entendimiento y la fantasía. Al primero corresponden la epopeya, la leyenda, el romance histórico. El poeta recuerda héroes, dichos, acontecimientos que pertenecen al pretérito. Su arte consistirá en saber coordinarlos y en referirlos de un modo bello y verdadero. El segundo pertenece a la esfera de la razón, que impresionada por el variado espectáculo de la sociedad, con sus fuertes pasiones, sus cómicos accidentes que mueven a risa y sus catástrofes tremebundas, presenta a los hombres, como manifestación poética, el teatro. Al ancho campo de la fantasía, del entusiasmo o voluntad sobreexcitada corresponde el tercero. Nuestra imaginativa se enardece con el ansia incoercible de lo ideal; rompe las amarras que la tenían sujeta al mundo real en que de cierto vivimos y va en busca de emociones nuevas, de inquietudes no gustadas hasta ahora. Y si hemos de decirlo, con las mismas palabras del marqués de Molins, «se lanza por rumbos desconocidos y por mares sin términos en demanda de nuevos climas y de nunca visitados horizontes»300. De todo lo expuesto se deduce que la poesía no tiene en su cítara sino estas tres cuerdas: la épica, que narra; la dramática, que imita; la lírica, que canta. Claro que esta correspondencia que el marqués de Molins establece entre las potencias anímicas y los géneros poéticos, tiene un valor relativo. La memoria, meritísimo receptáculo de cuanto conocemos, podrá proporcionar los materiales para la elaboración estética; pero si no existe verdadera inspiración o numen que dé forma brillante y cuanto más perfecta mejor, a dichos elementos, ni razón equilibrada y discursiva que los ordene y ensamble respecto de un alto fin artístico, de nada nos servirá el tener a mano, facilitados por la recordación, personajes, dichos y sucesos del pretérito. Como de nada sirve tampoco que el entendimiento, impresionado por el espectáculo de la vida, ya en lo que tiene de risible, grave o pavoroso, intente darle forma artística por medio de la representación dramática si quien este empeño se impone carece de verbo creador, no residente tan sólo en una determinada potencia.

Poco después de asentar estas afirmaciones observará que no es la poesía épica ni la más copiosa, ni la que mejor suena en nuestro Parnaso, sino la dramática, a cuyo vigor y variedad, le debemos ese sello especial y característico que ostentamos en la asamblea universal de las letras.

El marqués de Molíns, en su propensión de decirlo todo por medio de símiles o de alegorías, en vez de emplear el método directo y sencillo de la escuela clasicista, más conforme con el dictado escueto de la razón, comparar a la creación artística, ya en materia de pintura, escultura o poética con lindísima moneda grabada por el buril griego. Pues en toda moneda tenemos que considerar el metal, el troquel y el crédito otorgado a su circulación, en la obra artística habremos de tener presente, la idea, metal preciosísimo que Dios puso en la inteligencia del hombre; el entusiasmo que liquida ese metal, el crisol del gusto, en que ha de troquelarse y el sentimiento público, que acepta la obra de arte, como el pueblo, la moneda, y la avalora y rodea de estimación301.

«El arte, para ser humano, -añade- ha de ser como el hombre que lo practica y a quien se endereza; ni pura idea, ni pura materia, ni individualidad aislada e independiente de que baste sacar una mascarilla, ni colectividad indivisible de que haya de extraerse la quinta esencia»302.


Cada escritor está adscrito a una época determinada, generalmente a aquélla en que vivió. Ejemplos hay de inmunidad espiritual respecto del ambiente que nos rodea; pero son los menos, pues no es cosa fácil sustraerse a todo cuanto palpita y alienta en torno nuestro, como no podemos al respirar repeler de la atmósfera los microbios que contiene. La época en que vivimos ejerce influencia sobre nosotros. De aquí que participemos de sus inconvenientes y de sus ventajas. Pero todo cambia a la postre. Lo juicioso, por lo tanto, afirma el marqués de Molíns, será apartarse de lo malo y perecedero y abrazar solamente lo que es eterno así en moral como en literatura303.

En este pensamiento se encierra el doctrinal estético del Censor de la Academia. Si las formas adoptadas por él en la exteriorización de sus ideas, están bien empapadas de romanticismo, cual creemos haber probado superabundantemente páginas atrás, su razón, en cambio, poco inclinada a dejarse arrastrar de las exaltaciones de la fantasía, se muestra siempre entera, equilibrada y circunspecta. La humedad moja el vestido, y si es muy intensa acaba por penetrarnos los huesos. El romanticismo de Roca de Togores no atravesó del todo el ropaje literario con que este autor vestía sus ideas y sus afectos. En el fondo de sus obras, fuera de aquellas poéticas deliberadamente románticas, como las Fantasías, nada hay estrepitoso, intemperante, arbitrario, que revele el carácter demagógico del movimiento literario que venimos estudiando. Él mismo aludió en diversos pasajes de sus escritos, a «los dislates del romanticismo», aconsejando, como acabamos de ver más arriba, el cultivo y asimilación de todo lo que es eterno en arte, y mostrándose esquivo respecto de lo que pasa y cambia.

Enamorado, como es lógico, dado lo que pudiéramos llamar su prosapia clásica, del principio de que la belleza se dirige a la sensibilidad, como la voluntad apetece el bien, y la verdad el entendimiento, declarará que sólo es verdaderamente artista aquél cuya idea púlcramente engendrada en la mente y luminosamente comunicada «logra ser eficazmente sentida»304. En Segovia, en 1863, compuso o fechó al menos sus Doce estudios sobre Dante, publicados como prólogo a la traducción por el conde de Cheste del Infierno, de la Divina Comedia.

Es uno de los trabajos más doctos salidos de la pluma del marqués de Molíns.

¿Cómo hay que considerar el poema de Dante, como obra de la inventiva, del dogma o de la moral? De los tres orígenes participa, se contesta a sí mismo Roca de Togores. Porque procede de la imaginación, toca todos los antiguos resortes de la teogonía pagana. Porque su autor es un teólogo notable, distingue atinadamente las penas de daño y de sentido, y exime de esta última a «los que fueron sólo contaminados del pecado original y vivieron justamente, según la ley natural». Porque es ante todo y sobre todo obra moral, no libra el poeta a sus propios amigos del castigo que por sus culpas merecen. Pero lo que no puede verse en la Divina Comedia es «una máquina política exclusivamente destinada a satisfacer las aspiraciones o las venganzas de un partido»305.

Molíns discrepa de los críticos intolerantes, «alumnos del clasicismo francés», que consideraron a Dante como un poeta semibárbaro; pero dista mucho también de Leonardo Aretino y César Cantú, que sitúan al desterrado de Florencia, entre los poetas eruditos. «[...] en el conjunto de su obra, como en sus detalles, vemos siempre el vuelo de la fantasía al par que los latidos del corazón y las revelaciones de la ciencia»306.

El Infierno, observa Roca de Togores, es lo más sobresaliente del poema. A ello contribuyen varias razones: los años que pesaban sobre el poeta y sus graves vicisitudes, que le habían agriado el carácter, haciéndole más idóneo para «comprender y describir el sumo mal que el sumo bien». Y siendo indudable «que ni la misteriosa purificación del alma» es asequible a nuestra inteligencia, «ni el goce de la visión beatífica puede caber ni en sentido ni en palabra humana», fácilmente se deducirá que la razón del poeta florentino y su saber teológico y científico, así como su experiencia de la vida mundana, fuesen insuficientes para pintar el Purgatorio y el Paraíso; pero más que bastante para «fantasear y describir el Infierno»307.

¿Por qué el gran poeta de la Divina Comedia plantea, discute y resuelve cuestiones de Teología en una obra de imaginación? El marqués de Molíns desata fácilmente este nudo. Si en un poema, cuyo asunto tiene por escenario el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, por trama la gracia o el pecado de las almas y por final o desenlace la visión beatífica, las cuestiones teológicas deben estar demás, no sabemos por qué han de ser mucho más oportunas las relacionadas con la unidad e independencia italianas que la crítica moderna se empeña en descubrir en los versos de Dante.

La doctrina de éste, afirma más adelante, es ortodoxa, está llena de caridad y de dulzura, beneficiosa para todos y eminentemente enaltecedora para la santa religión que profesaba. La obra del vate florentino «no sólo es racional y poética dentro del catolicismo, sino que por el catolicismo sólo se mide la fuerza de su razón y el vuelo de la poesía»308.

Atento el marqués de Molíns al dictado de «que el estilo es el hombre»; admitido, pues, el paralelismo o mancomunidad que se establece entre el poeta y la poesía, el escritor y el libro, detúvose, antes de entrar en el estudio del magistral poema, en trazar la biografía del autor. Más de veintiséis páginas de este prólogo o introducción al Infierno, traducido por Cheste309, están dedicadas a la vida de Dante.

Por la sana doctrina filosófica y literaria que Togores sustenta en estos Doce estudios; por el vasto saber que revelan y la galanura con que están escritos, ocuparán siempre señaladísimo lugar en la producción de este autor.

En 1883, Molíns recibió de la Real Academia Española el encargo de estudiar la vida y obras de Bretón de los Herreros310. En tal trabajo biográfico y crítico se considera a Bretón como periodista, cronista teatral, crítico y escritor de costumbres.

¿Cómo pudo hombre tan juicioso en sus aseveraciones, que, refiriéndose a Cervantes y tomándole la traza del pensamiento a Carlyle, respecto de su afirmación sobre Shakespeare y el imperio inglés311, observó que las naciones todas nos envidiaban más que por la antigua posesión de dos mundos, por ser ésta la patria del autor del Quijote, diputar como el mejor de cuantos romances escribiera el duque de Rivas, el intitulado Bailén, que en nuestro concepto y en el de otros comentadores, es quizá el más flojo de todos? ¿Fue la amistad la causa de este parecer tan aventurado? No. En el primoroso ramillete de romances históricos de D. Ángel Saavedra había otros más bellos que Bailén con el que satisfacer la amistad, sin sombra alguna de parcialidad crítica, su deseo de encomiar al Duque. ¿No será lo más probable que el marqués de Molíns se sintiera cautivado por esta narración, merced a la circunstancia de contarse en ella un suceso tan reciente y glorioso en las vicisitudes de nuestra reivindicación nacional como la batalla de este nombre? Sea lo que fuere la verdad es que el juicio de Roca de Togores es a todas luces infundado y desmedido.

Si el cargo que ejerció de Censor de la Academia Española, el cual según él mismo manifiesta en su ya citado discurso de contestación al de Campoamor, le obligaba a ser necesariamente severo en materia lingüística, nos incitase a nosotros a examinar también con celosa atención el léxico de Roca de Togores, señalaríamos algunos descuidillos, como el uso indebido de vocablos «eflorescencia» y «apercibir», por ejemplo. Mas todo esto es pecatta minuta y sólo como de pasada puede traerse aquí.