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Don Patricio de la Escosura

Allá por el 1826, un joven como de diecinueve años subía periódicamente las escaleras de la casa número 52 de la calle de Valverde, en la ciudad que baña el Manzanares con su parvo caudal. Vivienda si no miserable, muy humilde; con dos balcones a la calle, un zaguán de poca luz y ninguna limpieza y las escaleras excesivamente empinadas.

Nuestro héroe penetraba en una reducida sala, con estera de esparto blanco durante la estación invernal y al aire el ladrillo que la pavimentaba, en el estío. Pieza casi cuadrada y cuyo ajuar o moblaje estaba constituido por sillería de Vitoria y castiza y acogedora camilla, con tapete de hule y falda de bayeta verde312.

En torno de esta camilla y juntamente con otros jóvenes se sentaba el nuestro, a recibir docta enseñanza de un venerable sacerdote, que compartía con Pitágoras la severa disciplina de los números y al igual que Gallego, Quintana, Arjona y otros era tributario de las Musas.

Aunque se desencadenase más tarde el ventarrón del romanticismo, si es verdad que no fue ajeno a sus violentas sacudidas, también es cierto que denotó visiblemente en muchos momentos de su longeva carrera literaria, la influencia, más benéfica que dañosa, de su maestro. Fue éste Lista, y el joven a que aludimos, Patricio de la Escosura.

La personalidad literaria, cuanto más concentrada está, más perdurable es. Los vinos más exquisitos son los que a través del tiempo conservan su poder alcohólico, y este poder procede de la concentración o espirituosidad del mosto. Escosura tiró más a lo vario que a lo profundo, y debido a este fenómeno de diversidad creadora, sus obras se nos muestran hoy desvaídas e insubstanciales.

Cultivó la poesía romántica en el Bulto vestido del negro capuz, escrita en Pamplona y aparecida por primera vez en El Artista313; la novela histórica en Ni Rey, ni Roque; el teatro en La corte del Buen Retiro y en Bárbara Blomberg; la crítica social en Estudios sobre las costumbres españolas, insertos en el Semanario Pintoresco314 y dados aparte a la estampa otra vez en 1851; la prosa histórica; la crítica literaria, y lo que pudiéramos llamar literatura gubernamentalista, en las Memorias sobre Filipinas y Joló y El Gobierno superior del archipiélago filipino, amén de un Manual de Mitología y de algunos trabajos biográficos, como Vida de D. Diego Duque de Estrada y Moratín en su vida íntima, fragmentos de un libro en proyecto315.

Esta prolificencia y variedad, dentro de las actividades del espíritu, juntamente con su aportación personal a la gobernación del Estado, hizo exclamar, refiriéndose a él, a un biógrafo suyo: «Hombre de acción y de pensamiento figura como sátira del ocio y como prueba auténtica del movimiento continuo»316317.

Y no es lo malo que esta poligrafía, más extensa que honda, le perjudicase en cuanto atañe a su valoración literaria, sino que a través de sus producciones se advierte, sin trabajo alguno, un ir y venir de uno a otro credo estético, de los dos que generalmente se han disputado la hegemonía en el arte: el clásico y el romántico.

El hecho muy significativo de dar a las prensas un Manual de Mitología -de la que hicieron aborrecimiento los innovadores de 1830- y de justificar su necesidad318, así cual el elegir como sujeto de un estudio biográfico a Moratín, el hijo, y sumarse a la consideración unánime de tenerse El Sí de las Niñas «con razón por la joya del Teatro clásico en España»319, parecía indicar que el dogma romántico era compartido con severas restricciones. Sin embargo, en Tres poetas contemporáneos (Felipe Pardo, Ventura de la Vega y José Espronceda: clásico el primero, mucho más clásico que romántico el segundo, y romántico hasta el tuétano el último) proclamará a los sesenta y tres años de edad, que «los impulsos del corazón» siempre habían podido y aún en aquella sazón podían todavía en él, mucho más que el raciocinio.

Vacilante y tornadiza fue su posición en la literatura. Sus trabajos revelan varía lectura -«hemos leído y estudiado, proclama en su Introducción a la crítica teatral320 cuanto cupo en el mortal desasosiego y agitación constante de nuestra ya larga y azarosa existencia»- pero carecen de la regularidad doctrinal propia de las hondas convicciones. En el mismo estudio en que declara la supremacía, en cuanto a él toca, del sentimiento respecto del discurso, como hemos de ver en Pastor Díaz, por ejemplo, propugnará la conveniencia de las matemáticas «como base de toda educación literaria». El conocimiento de los números y de los principios que los rigen pone a los jóvenes en condiciones de poder discernir con exactitud. Procederán siempre de lo conocido a lo desconocido y jamás sentarán proposición alguna que no sean capaces de demostrar321; «no admitiendo nunca como verdadero en lo que a demostración está sujeto, más de aquello que razonadamente se les evidencia». La persona que en pos del entusiasmo creador, del ardimiento lírico, es arrastrada por su «poética fantasía» a los espacios ilimitados de la inventiva y del corazón, de «las sensaciones y las paradojas» es la que más precisa de «la saludable costumbre de discurrir lógicamente». No pensemos y sintamos temor por consiguiente, que «el juicio recto» impida volar al ingenio. Nada de eso. Su misión consistirá, por el contrario, en apartarle de lo absurdo, abismo en el que han caído, por falta de freno, no pocos poetas322.

Escosura, que intentó probar en sus fragmentos biográficos de Moratín, el hijo, inspirados en el Diario de éste, que don Leandro, era el D. Diego de El Sí de las Niñas y la Niña, una tal doña Paquita, de carne y hueso de quien parece ser se prendó Moratín, no escatima sus alabanzas al Molière español.

Victor Hugo eligió a Shakespeare, como objeto de lucubraciones estéticas y críticas. Guillermo Schlegel a Calderón. ¿Cómo imaginarnos al autor del Bulto vestido del negro capuz, de Bárbara Blomberg y de El conde de Candespina, girando reverente y melífico en torno a la figura del más clasicista de nuestros escritores del XVIII y principios del XIX?

Sin embargo, justo será reconocer la progenie romántica de ciertas afirmaciones de Escosura tendentes a explicar una determinada circunstancia de las actividades creadoras de Moratín, relacionada con las preferencias de su corazón.

Hay ciertas situaciones de espíritu, viene a decirnos, en las que el ingenio o más bien el genio no ha obrado para originarlas de una manera volitiva y racional -«no en virtud de un acto de la voluntad, por el raciocinio motivado»- si no bajo la influencia de vigorosa inspiración, de irresistible numen, «como la avenida hace desbordar al río o la súbita dilatación de los gases en sus entrañas encerrados, determina la erupción del Etna o del Vesubio».

A juicio de Escosura quizá no se dé el caso de poeta o artista que no haya experimentado por sí mismo este fenómeno psicológico. En tanto se produce, añade, parece como si toda la fuerza operante, toda «la actividad intelectual» se concentrase en un solo órgano del cerebro, quedando los demás, «incluso el de la conciencia» como magnetizados o mejor aún, como en estado de catalepsia323.

En los Recuerdos literarios, reminiscencias biográficas aparecidas en La Ilustración también, considera a Hermosilla como el más «intransigente» apóstol, en España, del neoclasicismo transpirenaico; «ecléctico» a Lista y «clásicos» a Byron, Schiller y Víctor Hugo. ¿A Víctor Hugo? De acuerdo con la discretísima clasificación de los dos primeros. La crítica sabia, más tarde, no tuvo el menor reparo en afirmarlo asimismo. Pero el clasicismo de Víctor Hugo, es ya harina de otro costal. No habrá habido un poeta, mejor diremos, un autor, para abarcar de este modo, sus múltiples facetas creadoras, más romántico que Víctor Hugo. Romántico, archirromántico, suscribiríamos, en sus poesías, en sus novelas, en su teatro, en sus fluctuaciones políticas, más relacionadas con los impulsos vehementes del corazón que con las directrices de la razón rectora, y hasta en su soberbia y su ignorancia.

Viénesenos a las mientes aquella famosa anécdota que, atinente al autor de las Orientales, refiere Turgueneff. «La mejor obra de Goethe -dijo Víctor Hugo en cierta ocasión en que la conversación de varias personas ilustres giraba en torno a la figura del autor del Fausto- es Wallenstein». «Maestro, observó el novelista ruso, el Wallenstein, no es de Goethe, sino de Schiller». «Lo mismo da -repuso Víctor Hugo-, yo no he leído a ninguno de los dos, pero los conozco mejor que los que los saben de memoria»324. ¡Oh, admirable ignorancia ensoberbecida, genuina característica de la romanticidad!

En sus Consideraciones generales sobre el teatro y su historia, Escosura afirma que no ha habido ni hay civilización alguna, en la cual el arte escénico no aparezca de un modo o de otro. «El teatro es un fenómeno social necesario y lógico». Tanto el filósofo, como el gobernante, el crítico como el moralista han de hacerlo objeto de su consideración y especulaciones. «No hay libro doctrinal capaz de hacernos sentir lo absurdo de la fatalidad pagana, lo grosero del amor sensual, y la ferocidad de las pasiones humanas, como las tragedias de Edipo, Fedra y Medea; y bien puede sin temeridad decirse que, con los restos que nos quedan del teatro de Atenas, le sería posible a un crítico en literatura digno de equipararse a lo que en las ciencias naturales fue Cuvier, reconstruir en lo esencial la civilización argiva, de la misma manera que aquél gran naturalista, sin más que algunos huesos fósiles, reconstruyó animales cuyas especies han desaparecido de la tierra centenares de siglos hace»325.

El drama moderno procede en gran parte de la civilización cristiana; pero su forma literaria, aunque tomándonos el derecho de modificarla y hasta de hacer caso omiso de ella, tiene como modelo la de la antigüedad clásica. Los padres de nuestro teatro eran románticos, como dentro del Estado, monárquicos y católicos, porque su historia, su educación, sus creencias, sus lecturas, sus costumbres y el elemento social en que se desenvolvían, contribuía a hacerlos románticos, católicos y monárquicos. «Todo se oponía invenciblemente a que dejaran de serlo. La literatura española tenía entonces su ortodoxia no menos exclusiva que la de la Iglesia. Si hubo entre nosotros clásicos en aquella época, fue por excepción; tan contra el espíritu y sentimiento públicos, como hubo también protestantes en Sevilla, en Valladolid, en la cámara misma del emperador Carlos V»326.

Escosura no creyó que para acabar con las demasías de Comella fuese preciso esclavizar el ingenio, condenándolo a las rigideces de las famosas unidades, «especie de lecho de Procusto, de donde no hay fantasía poética que no salga más o menos mutilada»327.

Si Jovellanos, Moratín, padre e hijo, Iriarte, Huerta y algunos autores más de su tiempo, no consiguieron a pesar de sus ardorosos esfuerzos hacer popular entre nosotros el neoclasicismo, hay que llegar a la conclusión, de que tales principios no solamente carecían en España de eficiencia apostólica, conversiva, sino que repugnaban «casi invenciblemente al romántico natural instinto de nuestra poética índole»328. De Francia nos llegó el clasicismo, y de allí también procede la reforma literaria de 1830. Sin embargo, lo que al otro lado de los Pirineos fue una encendida protesta contra los principios estéticos personificados en Molière, Corneille y Racine, en España hubo de ser «pura y simplemente, la restauración en lo posible entonces, del arte nacional de que Lope, Tirso, Calderón, Rojas y Moreto nos habían legado magníficos modelos».

Cuando se descubre una verdad literaria, no vemos a todo lo largo del proceso crítico subsiguiente, sino su propia resonancia a través de nuevos escritores. De aquí que nos pareciese muy oportuno dar cuenta al principio de este ensayo, aunque de modo sucinto, cual convenía a nuestro objeto, de los que aportaron al acervo de la crítica literaria, esas grandes y no discutidas verdades, que han venido después repitiéndose a cada paso.

Lamentándose Escosura en su Introducción a la crítica teatral de que los disturbios políticos, las luchas fratricidas y la propensión utilitaria imperante en su siglo (este trabajo corresponde a 1875) hayan acortado la existencia a nuestro teatro romántico, que trocó el ideal caballeresco por el realismo más exagerado, depravándose por último en el género bufo, exclama: «Los pueblos felices no tienen inconveniente en llorar en el teatro; los que no lo son, quieren reírse allí al menos».

En su trabajo intitulado El demonio como figura dramática en el teatro de Calderón sostiene que la belleza «es cosa más de sentimiento que de especulación» y que no han salido, por decirlo así, «las obras de arte de los cánones literarios, sino éstos de las obras de arte»329.

El estilo de Escosura, desaborido unas veces y con excesiva cargazón retórica otras, no ofrece singularidades dignas de mención. Su traza es romántica a todas luces. Periodos largos, sintaxis más propia del lenguaje rítmico que de la prosa -«que mi memoria recordar podía»-; lenguaje tropo, lógico abundante y teñido de cierto patetismo: -«Antes de entrar en la adolescencia, ya el huracán de las persecuciones políticas me arrojaba a la emigración, como suele el viento en el desierto arrastrar, en su ira, el casi imperceptible brote que a vegetar comienza en su abrasada arena»- y colocación del infinitivo en primer término con relación a las formas verbales complementarias.

En una época tan combativa, tan porfiadora como la de Escosura, el eclecticismo, si no está apuntalado por una fuerte personalidad, ha de parecernos más bien irresolución doctrinal, ausencia de hondas convicciones estéticas. El espíritu creador, instigado a falta de propio impulso, por opuestas fórmulas literarias, oscila entre unas y otras sin decidirse a abrazar ninguna. Este fenómeno es igual que cuando echamos agua al vino. Quien compuso el Bulto vestido del negro capuz proclamó la supremacía del sentimiento sobre la razón, y estudió al autor de El mágico prodigioso, ya en el predicho trabajo, ora en el intitulado Calderón considerado como moralista dramático, prohijó máximas de Boileau, recomendó el estudio de las matemáticas como base de toda educación literaria e hizo sujeto de sus aficiones biográficas al más intransigente de nuestros clasicistas: Moratín, hijo330.