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Don Eugenio de Ochoa

Don Eugenio de Ochoa347 fue uno de los escritores más diligentes; que más batallaron en su época. Sus actividades literarias corresponden a varios géneros. Volveremos a encontrarle cuando tratemos de la novela romántica. Tradujo varias obras dramáticas además de contribuir con algunas originales al enriquecimiento más numérico que cualitativo de la escena española348. Puso en castellano también las grandes novelas románticas -Nuestra Señora de París, Guy Mannering, El conde de Tolosa- juntamente con otros libros históricos o científico-filosóficos, como La Creación, de Quinet y la Historia de Inglaterra, de David Hume, que entonces se disputaban la atención del público ilustrado. Sin pecar de descontentadizos y severos, cabe decir que fue más que un verdadero artista literario, un erudito y un investigador. La estudiosidad perseverante y el encuadrarse en una profesión muy relacionada con los libros, no bastan para forjar al artista. El quid divinum del arte es algo nativo, consubstancial, que va integrado en nuestra alma y sólo espera la ocasión propicia en que mostrarse, ya por propio e incoercible impulso, ya por el estímulo de agentes exteriores.

Ochoa se educó, como tantos otros compañeros suyos de letras, en el colegio de San Mateo, de Madrid; esto es, bajo la dirección y magisterio de Lista. Asomose al mundo literario como colaborador de El Artista y su cargo de bibliotecario de la Nacional, cuando estaba próximo a cumplir los seis lustros -año éste 1844- en que fue recibido como académico en la Española, permitiole el manejo de un amplio arsenal bibliográfico, si bien sus trabajos de colector, anteriores a esta fecha, le acreditaban ya de investigador y erudito.

Aunque leamos con excelente disposición benévola sus escritos, siempre llegaremos a la conclusión de que anduvo más diligente y afanoso en buscar y compilar, que en componer obras originales y de mérito349. De sus búsquedas acuciosas tenemos una prueba irrecusable en el hallazgo de la Crónica rimada del Cid y del Cancionero de Baena350. Ochoa había estado en París, primero a los catorce años de edad, pensionado por Fernando VII, para recibir las enseñanzas de la Escuela Central de Artes y Oficios, y después, huido de España por los acontecimientos políticos de la Granja. Durante esta segunda estada en la capital de Francia su laboriosidad ofreció testimonios tan valiosos, como los dos precitados descubrimientos y la aparición de varias colecciones literarias351. No esperéis encontrar en la introducción puesta por Ochoa a cada una de éstas ningún rasgo crítico, que merezca la pena de ser aquí comentado o simplemente expuesto. Más bien parece rehuir el análisis e interpretación de las materias y figuras que nutren dichas compilaciones. Del brevísimo prefacio que aparece en sus Apuntes para una biblioteca de escritores españoles contemporáneos, podría decirse que, además de ser muy modesto en sus pretensiones, está escrito desaliñada y vulgarmente. La colección es desigual. No se ha dado a cada autor el espacio que corresponde a su valer. Las noticias352 biográficas suelen ser escasas y los juicios, cuando se formulan, excesivamente parcos353. No compartimos esta deliberada actitud del colector. «[...] Nos hemos abstenido de toda crítica -observa- y por regla general nuestro mayor anhelo ha sido eclipsarnos lo más posible detrás de los autores que deseamos hacer conocer a nuestros lectores extranjeros»354. Entendemos que cuando se brinda al público docto de un país forastero una pléyade de poetas y prosistas, no está demás y es por el contrario deber inexcusable anteponer a los frutos elegidos de cada ingenio, no sólo el mayor número posible de antecedentes biográficos, sino algún comentario substancioso y cabal, que haga más apetecible la lectura de los fragmentos coleccionados. La posteridad, como añade Ochoa, es la que de un modo más definitivo juzga los valores espirituales precedentes. Pero esta gran verdad no excusa al compilador de textos literarios de mérito generalmente admitido, de exteriorizar su opinión y de estamparla al frente de cada autor. Si hemos de aguardar el fallo o veredicto de las generaciones venideras, habríamos suprimido de un plumazo la crítica contemporánea.

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D. Eugenio de Ochoa

[Págs. 188-189]

Reconozcamos el nobilísimo empeño de Ochoa al pretender que nuestras celebridades literarias de la primera mitad del siglo XIX traspasasen los límites fronterizos, para recreo del curioso lector extranjero y gloria de España. No estemos remisos en aceptar como circunstancias evidentes, las enormes dificultades que tenía que ofrecer un propósito como éste, concebido y realizado allende el Pirineo, sin asistencias y colaboraciones prontas, desinteresadas y entusiastas. Y admitamos, por último, que confundidos en el mismo haz compilador y compilados sin esa perspectiva histórica, temporal, tan necesaria para justipreciar bien las cosas, para discriminar y discernir valores artísticos, que sólo en la serenidad de la lejanía presentan sus auténticas proporciones fundamentales y expresivas, no es quehacer fácil formar un copioso ramillete de trozos literarios. Mas así y todo, siempre habrá que lamentar lo sobrio y hasta sórdido, unas veces, y lo expeditivo y verboso otras, que estuvo Ochoa al trazar la semblanza de cada uno de los escritores coleccionados.

Hemos advertido antes que esta compilación es muy desigual, en cuanto se refiere al espacio concedido por el recopilador a cada ingenio. Veamos el siguiente ejemplo: Don Javier de Burgos, cuyos relevantes y variados méritos somos los primeros en reconocer, ocupa, entre la semblanza literaria de Ochoa que le precede y los trozos de sus obras recopilados, ciento cuarenta y cuatro páginas del primer tomo. Se han coleccionado de sus diversas actividades trabajos políticos, académicos e históricos, poesías, traducciones de Horacio y la comedia en tres actos El Baile de Máscara. A Espronceda, por el contrario, se le dedican cinco renglones de antecedentes biográficos y se incluyen de él en la colección, fragmentos del Pelayo -obra de la juventud y la menos reveladora de la índole de su genio poético- y la Canción del pirata. Lo mismo ocurre con Zorrilla, de quien se insertan cuatro composiciones y a quien se despacha con nueve líneas biográficas. Sin que pueda alegarse respecto de este último la circunstancia de no haber aparecido aún sus versos o haber salido de molde casi simultáneamente, con relación a los Apuntes, como sucedió con las poesías más celebradas de Espronceda, ya que en 1840, fecha en que se publicó la colección de Ochoa, había dado a la luz el vate vallisoletano ocho tomos de composiciones líricas.

De las introducciones puestas por Ochoa a sus Tesoros, es decir, a sus compilaciones de obras dramáticas, narrativas, históricas, líricas, místicas, religiosas, etc., nada o muy poco puede entresacarse que además de ser original, trascienda a verdadera crítica. Observemos también, de pasada, que si nos parecen muy útiles y convenientes los florilegios de versos líricos, si han sido bien elegidas las composiciones de cada autor, no estamos tan dispuestos a admitir la conveniencia de las antologías en prosa. Una poesía, cuando no se ha tomado tan sólo un fragmento de ella, es una obra perfecta. A través suyo, el lector inteligente descubrirá la idea capital, la inspiración y entusiasmo lírico del poeta, las imágenes y comparaciones, el número, la riqueza y hermosura de la dicción, el plan, esto es, cuantos elementos formales e internos constituyen la composición. Para conocer, por ejemplo, la Giralda, la Torre del Oro, o el Alcázar de Sevilla, bastará que nos hayamos detenido a mirarlos por fuera y por dentro. Pero no se nos ocurrirá decir que conocemos la bella ciudad ribereña del Guadalquivir por haber pasado una vez por la calle de la Sierpe o haber cruzado la Plaza de San Fernando. De igual modo la oda de Fray Luis de León a la vida del campo o la dedicada a Salinas, es suficiente para saber cómo vibran las cuerdas de una lira, qué clase de numen poético tenemos delante. Mas no nos inclinamos a creer que un fragmento del Quijote, de la Historia de España, de Mariana o de La vida del Gran Tacaño, de Quevedo, basten para conocer bien al autor. De aquí que siempre miremos con cierto desvío las antologías en prosa, a excepción, claro es, de las que persiguen fines didácticos: ad usum scholorum.

Proverbial fue en Ochoa, como en Hartzenbusch, la benevolencia con que acogió siempre a los que probaban fortuna en el ámbito literario. Pongamos bien de resalto esta simpática cualidad. En la república de las letras, en cualquier país en que se instituye, generalmente abunda más el crítico rijoso, intolerante y severo o el que se da por no enterado de la labor ajena, si no es de muchas campanillas y gran espectáculo, que el que como Ochoa, Hartzenbusch, Valera y algún otro por el estilo, tiene la pluma dispuesta a emplearse en el elogio de neófitos y principiantes, o al menos, en estimularles.

Aunque el autor de El auto de fe y de Ecos del alma se enroló con suma complacencia propia en las huestes alharaquientas del romanticismo español, y coadyuvó con sus actividades al próspero desarrollo de esta nueva escuela, no se desentendió nunca, como así lo prueban también sus tareas de recopilador, de nuestra literatura clásica.

Ni a Espronceda, ni a Zorrilla, nos los imaginaríamos husmeando y manoseando, con diligente comezón erudita investigadora, los manuscritos españoles existentes en la Biblioteca Real de París. Ochoa pagó el natural tributo a la moda literaria que se enseñoreaba de los países europeos de más prosapia creadora, dentro del arte. Llamó «carril aristotélico-horaciano» al vial seguido por los neoclásicos. Reconoció que todos los hombres, plus minusve, «reciben por necesidad la influencia de las ideas de su tiempo»; que cada uno «pertenece a su siglo; participa del gusto dominante, que cunde hasta por el aire que se respira, y adopta, sin sentir, parte de sus manías y extravagancias por ridículas que sean a los ojos de la razón imparcial, como sucede con las modas, que repugnando al principio, acaban por agradar a sus mismos censores»355. Pero no estará remiso en proclamar, ante la interrogante de cuál sería el fallo que las generaciones futuras dictasen respecto de los dos partidos literarios que dividían y agitaban la sociedad moderna en su tiempo, «el peso que hará siempre en la balanza de las probabilidades, a favor de la doctrina clásica, la sanción unánime de más de veinte siglos» 356.

Estimada en su conjunto la labor literaria de Ochoa, fue muy considerable. Pero para formular este juicio será necesario que nos detengamos a examinar sus trabajos atómicos y diversos. En esta disciplina de la crítica literaria es más frecuente la discontinuidad creadora, esto es, el saltar de unos temas a otros, y removerlo todo incluso, pero sin dar grandes proporciones a estos trabajos, que el girar tan sólo o principalmente alrededor de un determinado objeto, hasta agotar casi la materia propuesta o las posibilidades de quien la acomete. Para encontrar un Menéndez y Pelayo, un Taine o un Ticknor, hallaremos infinidad de críticos cuyas actividades se desparramarán sobre diversos objetos, sin que nos den por con siguiente esa impresión de esfericidad, de cosa perfectamente redondeada y concluida, que sólo le está permitido producir a un contado número de escritores.

Ochoa, además de los Tesoros ya enumerados y de los Apuntes, a que nos acabamos de referir, tradujo las obras completas de Virgilio. Versión a la que puso una erudita introducción, comentarios y notas. Como la lista de traductores españoles del autor de la Eneida, no era muy copiosa y muchas de estas traducciones tienen una modesta finalidad docente, Ochoa contribuyó con su esmerado trabajo a poner al gran mantuano al alcance de los lectores estudiosos y de buen gusto. El Epistolario español editado por Rivadeneyra357, y la Colección de los mejores autores españoles antiguos y modernos, del editor Baudry, que empezó a publicarse en París al año siguiente de la llegada de Ochoa a la ciudad del Sena, tienen también prefacios suyos más reveladores de un plausible y acucioso prurito divulgador, que de alto y trascendente sentido crítico.