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Capítulo séptimo

Don Patricio de la Escosura, García Villalta, Espronceda y Estébanez Calderón («El Solitario»)

Don Patricio de la Escosura509 constituye uno de los casos más típicos del romanticismo español. Poeta, novelista, autor dramático, traductor, crítico y prosista de costumbres. Nota singular del movimiento literario que venimos estudiando fue ésta de cultivar todos los géneros. Hecho notabílisimo que pone bien de manifiesto la dinámica moral, el ferviente verbo creador de la época.

De la imprenta instalada en el número 14 de la calle del Amor de Dios, de Madrid, y en septiembre de 1832, salió a la luz El conde de Candespina510; novela histórica original de don Patricio de la Escosura, Alférez del Escuadrón de Artillería de la Guardia Real. Contaba el autor veinticinco años. No aparecen en esta obra ilustrados los capítulos, como en casi todas las imitadas de Walter Scott, con versos alusivos o afines al contenido de cada uno. Escosura se limita a reproducir en las primeras páginas del libro una octava del Canto épico al rey Fernando después de pacificar la Cataluña, de don Ventura de la Vega. Pero todo en la novela denota la natural influencia del autor de Ivanhoe. La acción se desarrolla en Castilla durante el desdichado reinado de Doña Urraca. Las desavenencias políticas entre castellanos y leoneses, y las antipatías que la unión de esta princesa con Alfonso I, de Aragón, despertó en ambos reinos, originaron una serie de situaciones que han servido a Escosura para componer este libro. Los condes de Candespina y de Lara, con los que la hija de Alfonso VI tuvo liviano trato, figuran como principales personajes de la novela. El castillo de Castelar, próximo a Zaragoza y entre cuyos muros sufre prisión Doña Urraca, Soria, Burgos y León integran el escenario del relato histórico-novelesco. Prisiones, fugas, celadas, cacerías, asesinatos, entreveran la fábula, cuyo interés es escaso, desvaída la pintura de los héroes y el lenguaje más vulgar y descolorido que brillante.

Tres años más tarde y de las prensas de Repullés, salió al público la segunda novela histórica de Escosura. Intitulábase Ni Rey ni Roque, episodio histórico del reinado de Felipe II, año de 1595. Su asunto es el mismo que posteriormente habían de llevar a la escena y al folletín, Zorrilla y Fernández y González: la leyenda del rey Don Sebastián. La propia naturaleza del relato relevaba al autor de ser respetuoso con la fidelidad histórica. Y como quiera que, por otra parte y según él mismo confiesa, los azares de la política le recluyeron en rincón alejado de todo medio de consultas y consejo, tuvo que encomendar al desenfado, lo que no pudo ser obra del estudio y de la preparación. Cáigase en la cuenta de que esta incontinencia fue uno de los rasgos más típicos del romanticismo español. Por eso ni nuestro teatro, ni nuestra novela ofrecen grandes garantías en cuanto a la verdad histórica. Sólo alguna vez, como en el caso de Martínez de la Rosa con su Doña Isabel de Solís, deja de producirse este fenómeno habitual.

Ya hemos dicho reiteradamente a lo largo de estas páginas, que nuestros novelistas románticos quedaron muy por bajo de sus modelos de allende nuestras fronteras. Ni Rey ni Roque está dentro de esta regla general. Pe ro es muy superior a El conde de Candespina. Los personajes, ora históricos, ora fabulosos -Gabriel de Espinosa, el pastelero de Madrigal, Don Juan de Vargas, Fray Miguel de los Santos, Doña Ana de Austria, Don Rodrigo de Santillana, Inés, Violante, Domingo- tienen más contenido vital, son más humanos y garbosos. Las primeras escenas del libro -la detención de Don Juan Vargas y las medidas tomadas por el padre Teobaldo contra su probable endiablamiento- van entreveradas de jocoso humorismo. El lenguaje fluye con espontaneidad y sencillez. La acción, amena e interesante a ratos, se desenvuelve hábilmente. Inés, la pastelera, y Vargas, su cortejador y por último, esposo, están pintados con toda la destreza de que era capaz nuestra novelística de aquel tiempo. No podían faltar en las páginas de esta novela algunos desahogos del autor en relación con sus ideas e inclinaciones. Apostrofará a Felipe II y arremeterá contra los procedimientos de la Inquisición. Ni uno ni otra aparecían ya expurgados en aquellos días de las atrocidades que se les imputaban. El péndulo político, que a la sazón se movía entre dos fuertes extremismos, justificaba tales desbarros.

Contiene también este libro un encendido elogio del género romántico, que cuenta entre sus «infinitos y más agradables privilegios», con «el de decir las cosas cuándo y cómo les viene a cuento». El autor romántico se ríe del orden cronológico. Su fin es unas veces divertir y otras horrorizar, pero siempre inspirar interés. Usa en toda su latitud de aquella máxima que establece «que el fin santifica los medios, sigue el camino que su fantasía le dicta, despreciando reglas, hollando preceptos, y preguntando sólo a sus oyentes: ¿se divierten ustedes? ¿Sí? Pues bueno va»511.

No será necesario decir que de tales privilegios echa mano Escosura cuando le viene en gana.

Si Walter Scott fue el modelo preferido de nuestros novelistas románticos, en cuanto se refiere al llamado género histórico, a Eugenio Sue, autor de El Judío errante y de Los misterios de París, tuviéronle aquellos por el otro patrón literario de sus ilusiones creadoras. El Patriarca del Valle denota la influencia de El Judío errante, como Fe, Esperanza y Caridad, de don Antonio Flores muestra el ascendiente de Los misterios de París.

Desde que apareció Ni Rey ni Roque, hasta que salió de las prensas El Patriarca del Valle, transcurren once años. Pero no está ocioso nuestro autor como parece afirmar el padre Blanco García. Compone comedias, dramas y la tragedia Roger de Flor, y pone en castellano algunas obras forasteras.

Patricio de la Escosura fue en materia de arte, tornadizo y poco consecuente. Al género moratiniano corresponde su primer comedia: El Amante novicio; y Roger de Flor es una tragedia clásica. Sin embargo, El Patriarca del Valle da quince y raya a cualquier otra novela romántica española de la época. Su autor no sólo no se sonroja de su versatilidad literaria -no fue en política menos voltario, según observamos ya en otra parte del presente libro- sino que la proclama con este desenfado: «[...] y hago solemne protesta de que por ahora y siempre que me convenga seré romántico, reservándome empero refugiarme en el clasicismo cuando las circunstancias lo exijan»512513.

El Patriarca del Valle sale de molde en 1846. La edición que nosotros hemos leído, es la segunda. Dos gruesos volúmenes en cuarto, con un total de más de mil páginas. A lo largo de ellas mézclanse copiosamente cuantos elementos estéticos del más bastardo origen acervó nuestro romanticismo. Descripciones de la naturaleza, a lo Chateaubriand, pero como es de suponer, sin el vigor poético y la visión grandiosa del autor de René y Atala. Logias, insurrecciones, saraos; un matrimonio entre hermanos -Laura y Leoncio-; muertes repentinas; encuentros inesperados, como el de Mendoza y Luisa, la loca del Cabo Martín; desafíos, conspiraciones, disquisiciones sobre esto y aquello; frailes que tan pronto cogen el rosario como empuñan la pistola... Los personajes, numerosos y variados, desde Carlos X, de Francia, hasta la manola de guardapiés, media de seda de patén, zapato de raso negro, alta y calada peineta de concha y mantilla de tira, cambian frecuentemente de escenario; Madrid, París, Valencia, Granada, Sierra Morena, Marsella...

¿Caracteres? Ninguno. Suceden muchas cosas; se enreda cada vez más la madeja de la fábula; es raro el personaje que no se encuentra en algún trance difícil; pero están ausentes del libro esos rasgos específicos de los seres que dan verdadera categoría al arte. Laura, que acaba casándose con Don Luis de Ribera: prototipo del militar faldero y frívolo del siglo XIX; Montefiorito, hermano y esposo de Laura, Don Simón, Mendoza, Don Ángel, Manuela, pertenecen a esa familia de tipos literarios cuyas fronteras están en la mente del autor. Nunca nos encontramos con ellos en la calle. Carecen de auténtica significación vital. Necesitan para vivir, la atmósfera del libro en que se mueven. Les ahoga el aire que los demás respiramos.

Y a pesar de todo, no podemos negar las condiciones de Escosura para cultivar el género novelesco. Aunque no sean tan excelentes como las de Fernández y González, se da en él igual fenómeno. Llevado de la facilidad creadora, no pesa ni discierne el material que tiene a mano. Tira de los recursos más vulgares. Se complace en usar elementos de dudoso valor artístico. Ningún factor le repugna por espurio que sea. La cosa es escribir, escribir. No dar tregua a la pluma. Páginas y más páginas. Personajes con un pie en la fantasía del autor y el otro en la realidad; pero tan espatarrados que carecen del empaque armonioso de toda concepción estética. Y si los tipos, las situaciones, los caracteres ofrecen singularidades, en verdad poco recomendables, nacieron del mínimo esfuerzo, el ropaje literario con que aparecen, es obra también de la misma vena fácil y copiosa.

Sometidas las facultades de concepción y ejecución de Escosura, a la disciplina del buen gusto, bien depuradas y decantadas, otra cosa habrían sido sus novelas.

Escribió, además de las ya estudiadas, la narración breve, en prosa y verso, Los desterrados a Siberia514; La conjuración de Méjico o los hijos de Hernán Cortés515; Estudios históricos sobre las costumbres españolas516, y Memorias de un coronel retirado517.

Digamos algo sobre las dos últimas.

La novela de costumbres quiso ser un retorno a la vida real. La prosa costumbrista que había tenido excelentes cultivadores como Larra, Estébanez Calderón y Mesonero Romanos, inclinó el arte de la novela de este lado de la verdad. Pero la lente deformadora del romanticismo, cuando aprisionaba las imágenes del mundo en el ámbito de su zona visual, las desfiguraba, si no totalmente, de modo tan notable, que distaba mucho de ser expresión auténtica de la vida. Algo de esto ocurre con los Estudios sobre las costumbres españolas, de Escosura. Pretenden ser la pintura de una sociedad y de una época. Cuadros de costumbres subordinados a la unidad de acción. El Solitario, Fígaro, Mesonero Romanos, El Estudiante, Somoza, etc., habían dislocado el cuadro general de la época, haciendo de él una serie de estampas independientes entre sí. Escosura, con más fantasía que sometimiento a la pura verdad, emprende la misma tarea, pero sujetándola a los cánones más ambiciosos de la novela.

El procedimiento, ya dentro del género, ofrece alguna singular novedad. La fábula, complicadísima según el mismo autor confiesa518, va desarrollándose, primeramente a través de la conversación de unos contertulios: Don Diego, Don Antonio, Alfonso y el Relator, y en forma dramática, esto es, por medio del diálogo. Más tarde, el que pudiéramos considerar como héroe de la narración: Carlos de Sotopardo, viene también a la tertulia a contarnos su propia vida. Por último el autor renuncia a tales recursos dramático-novelísticos y asume por entero la función narrativa.

Escosura se propuso entretener con esta novela a los lectores de su tiempo -menos exigentes en materia estética que los que les sucedieron- y lo consiguió. La narración se acomoda en la distribución de sus partes a las necesidades del semanario en que se publicó. Y como no es justo negar a Escosura la maestría -aparte los defectos propios de escuela y la falta de equilibrio y depuración en los elementos estéticos empleados- con que lleva el relato, atento tan sólo o muy principalmente a interesar y seducir, es de suponer que los asiduos lectores del Semanario Pintoresco esperaran con creciente impaciencia la continuación de la lectura.

Los personajes que pinta don Patricio son humanos en la medida en que podían serlo entonces. Sin embargo, ¿quién se atreverá a asegurar que tales seres no han existido nunca? Las pasiones que en ellos se desencadenan son las mismas que han movido a los hombres en todos los tiempos. Encerrarlas en el círculo de unas cuantas personas, y que éstas, lanzadas de él por la violencia de los hechos, vuelvan a juntarse y a servir los preconcebidos planes del autor, es algo ya que pudiera caer del lado de lo inverosímil o al menos de lo desusado.

Don Fadrique, severo administrador de la justicia, acaba siendo, tras una lenta degradación moral, víctima de sus propios desafueros. Matilde, su hija bastarda, dechado de hermosura, es un monstruo de impudor y de perfidia. Su esposo Mendoza, el infeliz Mendoza, ciegamente prendado de ella, sufre por último el desengaño más terrible que puede soportar la pobre naturaleza. Almazán, con sus torpezas e indignidades, tan sólo inspira desprecio a los demás; y Sotopardo, por no citar más que a los principales intérpretes de la fábula, de todo tiene un poco o un mucho; de valiente, de quimerista, de calavera, de jugador, de apasionado Don Juan y de consecuente enamorado, sin que se le borre por completo el sentimiento de equidad y de hombría de bien que hay en su alma.

Como complemento de estas figuras y de la acción que desarrollan, una serie de episodios, situaciones y circunstancias que aprisionan la atención del lector no muy descontentadizo: un encuentro en la sierra con los bandoleros de Ronda, un baile de máscaras, un proceso, un garito, amén de lances de honor, arrestos, destierros, etc.

Jamás tuvimos delante de los ojos narración más viva y complicada. Que esta pintura no es el retrato exacto de las costumbres de la época, pese al deseo del autor519, como sospecha el padre Blanco García520, hay que darlo por descontado. La imaginación del autor tiene más parte que la realidad que le circundara y que trató de reproducir en las páginas de su obra.

El lenguaje ofrece algunos descuidos, como por ejemplo, escribir cualesquiera por cualquiera y cualquiera por cualesquiera521. ¡Hay que ver la guerra que este adjetivo indefinido ha dado a algunos escritores! Repeticiones de frases522, construcciones viciosas, etc.

En sus Memorias de un coronel retirado523 desarrolló una especie de novela autobiográfica; escrita con el desenfado de siempre, pero de estilo más difuso y dilatorio del que en él era habitual. Poca sustancia puede sacarse de este libro que alcanza las cuatrocientas ochenta y cuatro páginas de lectura. Un duelo frustrado; una verbena; un baile aristocrático; amoríos, política, espionaje, concurso de acreedores. He aquí, con otros acontecimientos análogos, la materia de que se sirve Escosura para componer su obra postrera. De este bloque ingente de episodios y circunstancias, destácase la pintura de un lechuguino524. Tampoco creemos que de las Memorias de un coronel retirado puedan obtenerse noticias interesantes y aprovechables respecto de las costumbres de la época; lugares, indumentaria, interiores, etc.; fisonomía social, en una palabra, del primer tercio del siglo XIX.

Entre los cultivadores de la novela durante el período romántico, tenemos a don José García Villalta525. Traductor de Shakespeare, no muy afortunado, de Irving y Delavigne526; autor de una Gramática y buen periodista, de filiación liberal.

Aportó al género novelesco El golpe en vago, Cuento de la 18.ª centuria; salido de las prensas de Repullés en el año 1835, en seis volúmenes en octavo menor. Esta obra había sido escrita primeramente en inglés, (The Dous of the last century) siguiendo sin duda el ejemplo de don Telesforo Trueba y Cossío. Va precedida de un prólogo, que es una sátira crítico-literaria. La acción se desenvuelve en Andalucía, principalmente en Sevilla, ciudad nativa del autor. En el fondo del asunto hay algo de folletín. El libro quiere ser un cuadro de costumbres. Carlos, enamorado de Isabel y a causa de estos amores, sostiene una extraña reyerta con el padre de Narciso, que se opone a estas relaciones entre ambos jóvenes. Carlos, que cree haber matado al padre de Narciso, huye de Aznarcollar y cae en poder de una partida de bandoleros, capitaneada por Diego Corrientes. Es después encerrado en Sevilla, libertado por los bandidos, preso de nuevo y condenado a muerte. Esta terrible pena le es conmutada por la de varios años de servicio en filas. Tras largos y variados eventos consigue contraer matrimonio con Isabel, que no ha sido menos desdichada, pero que acaba ocupando el puesto que le corresponde por su ilustre nacimiento.

La lectura resulta plúmbea a ratos. El lenguaje es rico, pintoresco, no falto del todo de cierto casticismo, si bien muestra algunas distracciones del autor, como emplear torcidamente las voces genuflexión y sendo, ponerle una s innecesaria a la segunda persona del singular del pretérito indefinido y escribir preveí por preví, etc. El estilo, desenfadado, ofrece algunos ribetes satíricos y humorísticos. Las palabras del pedantesco Guzmán no carecen de gracia. Hay en el libro descripciones excelentes. El relato que Diego Corrientes hace de su vida, es vigoroso y emotivo. Pero todo esto lo desvirtúa lo anodino y fatigoso de otros pasajes; el ritmo dilatorio, la falta de interés y de emoción. Es una obra de la que se pueden sacar algunas páginas bien escritas de entre el resto farragoso de la lectura.

El autor muestra bien a las claras su liberalismo. Hemos tenido ocasión de ver su firma en memoriales y escritos encomiásticos dirigidos al general Espartero527. Mas bastaría con algunas frases e incluso páginas de El golpe en vago, para que no nos pasara inadvertida su filiación política. Enseña bien la oreja, como suele decirse, sobre todo en aquel capítulo III, del tomo VI, en que tan malos ratos hace pasar al innominado reverendo. Escena que, aunque irreverente en el fondo, chorrea gracia.

Completan la plantilla de esta obra, los siguientes personajes: una falsa marquesa, que paga al final con su vida la suplantación; un preceptor, un general, una gitana, Violante, el magistrado Bruna, Alberto, Chato, el tío Tragalobos, el mayor de Grañina, el truchimán de los alquimistas Nicasio Pistaccio, y otros tipos de menos relieve y prestancia; pícaros, truhanes, fanfarrones, soldados y marineros. Y como tributo al romanticismo en aquello que tenía el romanticismo de más convencional y falso, tumbas y apariciones. Pero frente a estos elementos fúnebres y más abundantemente, se dan otros humorísticos y burlescos, de más castiza raigambre española, que quitan el mal sabor de boca que en los lectores dejan estas necromanías.

El Sancho Saldaña de Espronceda no es un monumento literario precisamente. Pero tampoco debemos considerarlo como un esfuerzo del todo inútil. La crítica ha sido, quizá, demasiado severa al juzgar esta obra, que sí tiene graves defectos: falta de originalidad, pues es una imitación servil de Walter Scott; dualidad de héroes, exceso de lo episódico sobre lo fundamental -circunstancia que entorpece el feliz desarrollo de la fábula-, estilo dilatorio, construcciones vizcaínas, repeticiones de palabras, que una atenta lectura del original habría evitado; neologismos e incluso alguna impropiedad que otra, como decir abrogarse, por arrogarse, etc., no carece de cierto valor literario.

Apareció en 1834 bajo el título Sancho Saldaña o El Castellano de Cuéllar. Novela histórica del siglo XIII. Desde que salió de las prensas de Repullés hasta entrada la presente centuria, se han hecho de ella varias ediciones. La que nosotros hemos manejado es del año 1914.

El ascendiente del novelista escocés es bien notorio. Desde el detalle de ilustrar cada capítulo con unos versos anónimos o de esclarecida prosapia, alusivos a los sucesos que se narran, hasta el poner latinajos en boca de los personajes, traer al retortero a hechiceras o brujas y decidir por el juicio de Dios, amén de desafíos y batallas, del destino de alguna figura importante. Estaba muy próxima la invasión en nuestra península del género histórico apadrinado por el autor de Ivanhoe, para hurtarse a tal influencia. Por otra parte era evidente la tiranía que la novela ejercía sobre nuestros ingenios, como lo demuestra el hecho de que debiendo a otra modalidad literaria -la poesía lírica, la sátira, la prosa costumbrista- la fama, tentábales este otro camino, de conseguirla, y en el que, si hemos de ser veraces, tan pocos éxitos528 lograron.

Uno de los principales defectos del Sancho Saldaña es común a otras muchas creaciones del romanticismo: atribuir al protagonista un carácter melancólico, escéptico y pesimista, más propio de los complicados tiempos modernos que de la Antigüedad o la Edad Media. Ejemplos muy notables de este anacronismo moral son el Sardanápalo, de Byron y el Baltasar, de la Avellaneda529.

Frente a las anormalidades que acabamos de observar y que hacen fatigosa e incluso insufrible la lectura, existen algunos aciertos que no debemos omitir. La pintura de personajes como Usdróbal, el Velludo, Doña Leonor y Zoraida. El detalle, muy de tenerse en cuenta por lo poco frecuente, de describir el interior de los aposentos530. El dinamismo de algunas escenas y las reacciones de los personajes, manifestadas con respuestas castizas y tajantes. Mas estos relámpaños de inspiración no atenúan, sino en escasa medida, la impresión desfavorable del conjunto. La tosca y abultada armazón de la fábula, lo dilatado de algunos parlamentos, en los que abunda la paja e incluso el bálago; el ritmo excesivamente lento de la narración531, las amplificaciones y el contraste de una prosa fluida, pintoresca y suelta a ratos, con descuidadas construcciones, palabras repetidas y más de un grave dislate.

No será necesario decir que el relato está entreverado de esos tonos sombríos tan característicos de la escuela romántica. «La luna se había ya ocultado, y los celajes negros con que había entrado la noche, habían vuelto a velar con su fúnebre manto el horizonte» «[...] y todo estaba sombrío y triste en su fortaleza». «las tiendas del cerro a la sombra y en montón, parecían negros fantasmas que se habían refugiado allí huyendo de la claridad que despedía la luna». Hasta los templos góticos, que nada tienen de sombríos, pues entra la luz a torrentes por sus amplios y airosos ventanales, lo son a juicio del autor: «[...] la iglesia iluminada soberbiamente [...] cuyo esplendor formaba cierto contraste con su arquitectura gótica, sombría y temerosa [...]». Las sombras no estaban en las cosas, sino en la retina del escritor.

Espronceda, miembro muy significado de los Numantinos, no desaprovecha532 ninguna ocasión que se le brinde para sacar el aguijón de sus doctrinas liberales: «[...] gran fuerza de soldado cayó sobre los alborotadores con aquel encarnizamiento con que los satélites que usan la librea del despotismo acometen siempre con razón o sin ella a sus indefensos hermanos[...]». O el rebenque de la sátira, que manejase en el Diablo Mundo; destrabado ahora del ritmo, del metro y de la rima: «Pero como no es dado a todos los hombres tener talento, es signo de éste que aquéllos traten de humillar siempre al que es por su ingenio superior a ellos, y entonces, lo mismo que ahora, ser poeta era poco menos que estar en pecado mortal».

Escribió Espronceda unas páginas, que aunque no pertenecen al género novelesco, parecen un capítulo de novela. Nos referimos al trabajo intitulado De Gibraltar a Lisboa. Viaje histórico533. El autor, huyendo de los sabuesos de Fernando VII, ha abandonado el solar hispano. En compañía de otros heterogéneos pasajeros y a bordo de una balandra sarda, se dirige del Peñón a la hermosa ciudad del Tajo. No lleva en el bolsillo más que un duro; paga tres pesetas a la sanidad, tras de hacer cuarentena e imitando a otro glorioso poeta arroja al río las dos pesetas que le restan, «porque no quiere entrar en tan gran ciudad con tan poco dinero».

El relato de la travesía; la pintura de algunos de los acompañantes; la descripción de la comida: un arroz con bacalao duro «como suela de zapato» y sabroso «como salmuera»; unas guindillas para estimular el apetito, que parecían «carbones hechos ascuas y unas largas ristras de ajos; los efectos terribles de tal ingestión, seguida de la más torcida, áspera y endiablada» Ginebra, que cabe imaginar; la tempestad que se desencadena poco después; el sosegado venir del día y el desgarrado remate de la narración con el lanzamiento por la borda del cadáver de la mujer cosmopolita, que había sido víctima de yantar tan explosivo, constituyen admirable conjunto de prosa descriptiva, salpimentada de cáustico ingenio.

A Estébanez Calderón se le conoce más como costumbrista que como novelador. Sus Escenas andaluzas lograron una resonancia que su novela histórica Cristianos y Moriscos no tuvo. No intimidó este hecho a Cánovas del Castillo, el cual, en la biografía que compuso de El Solitario, consideró de singular mérito la breve narración mentada. Ya veremos más adelante hasta dónde llegó la ceguera o parcialidad de familia, del ilustre político.

En la Colección de Novelas originales Españolas que tomaron a su cargo Estébanez Calderón y el reputado bibliófilo don Luis Usoz y Río, apareció en el primer volumen y último, pues el proyecto no pasó de aquí, la susodicha tentativa de novela histórica.

Antes habían salido a la luz otros ensayos más modestos: una narración, sin título especial, de asunto árabe y en forma epistolar; Los Tesoros de la Alhambra y Cuentos del Generalife. La morisca, como se ve, puede decirse que constituyó el único tema novelístico de El Solitario. Estas breves experiencias de novelador aparecieron en letras de molde en las Cartas Españolas534. Dichos trabajos y otros análogos debidos también a la pluma de Estébanez, muestran, de vez en cuando, algún rasgo humorístico de buena ley. El lenguaje, rico y castizo, pero no exento de tal o cual lunar o descuido, ya se limita a narrar, ya aparece lleno de desenfado y garabato en boca de los personajes.

Quizá esa falta de perseverancia en el trabajo, que se le ha imputado a este autor por sus biógrafos y críticos, sea la causa de que su numen se entretuviese en obras de poco alcance: divertimientos o desahogo de su vena creadora, restañada prontamente por la indolencia y el desaliento, así que fluía al servicio de cualquier pretensión.

El padre Blanco García, que al juzgar a Estébanez como prosista de costumbres le había censurado por su «afectado estilo», que hace de las Escenas andaluzas «un conjunto de artificios sutiles y frases arcaicas, para cuya inteligencia535 es preciso estar siempre sobre el Diccionario536, vuelve a la carga con ocasión de Cristianos y Moriscos, afeándole la falta de naturalidad y el empeño de lucir primores y elegancias.

Cabría haber dicho al padre Blanco, que lo que nos parece una afectación y una falta de naturalidad, puede ser estilo propio y singular. De no ser así habría que desterrar de la república literaria a un buen número de escritores. A Quevedo, a Vélez de Guevara, a Gracián y más modernamente a Azorín, Miró, etc. La riqueza léxica y las particularidades de estilo si son consideradas con tan rígido criterio, trascienden siempre a afectación y antinaturalidad. Lo que hace falta es discriminar bien los pacientes trabajos de taracea, de lo espontáneo. Saber si hubo elaboración premiosa o retardada, o por el contrario natural fluir de nuestro interior venero. Y no es cosa fácil llegar a una conclusión rotunda respecto de estos fenómenos literarios. Pues no siempre es afectación verdadera lo que nos parece afectación, sino modo peculiar de ser de cada uno, en cuyo caso juicios como el del padre Blanco García, pueden entrañar ligereza y no circunspección.

El principal defecto de Cristianos y Moriscos no está en el estilo, sino en la construcción de la novela y en su desarrollo. La «taracea» -digámoslo con la misma palabra con que el ilustre agustino se refiere al estilo de El Solitario- de sus elementos constitutivos la hacen un poco inclasificable. Es una novela romántica por la situación de sus héroes; por el sentimiento patético que se desprende de su pasaje principal, cuando caen al profundo tajo la infortunada María y el no menos desdichado Don Lope, y pertenece al género histórico, tan en boga a la sazón, por la temporalidad del asunto; pero está hecha de retazos clásicos, que nos retrotraen por ciertas concomitancias de estilo a la novela picaresca, a causa de la intervención de dos personajes -el soldado Cigarral y el monaguillo Mercado- cuya brillante genealogía habría que buscar, según ya se ha dicho, en las páginas de Hurtado de Mendoza.

El paisaje en la literatura es un fenómeno moderno. En los libros clásicos aparece de tarde en tarde y en proporciones modestas. Y naturalmente, por imperativo del género, donde surge con relativa frecuencia es en las novelas pastoriles. Un paisaje más artificial que verdadero, obra del convencionalismo y no manifestación espontánea de las cosas, pero paisaje al fin. Estébanez Calderón, en las primeras páginas de su novela pinta cierto lugar en forma tan blanda y relamida, que recuerda el pincel de Montemayor, Lope o Gálvez de Montalvo cuando se empleaba en análogo menester.

Pero el antecedente clásico más notable de Cristianos y Moriscos, lo constituyen sus dos personajes Cigarral y Mercado. Parecen arrancados de la literatura picaresca. Cigarral, soldado y arcabucero, ciego y cojo de mentira; con su gozque y su zurrón; sus medias calzas de mal pardillo; «revuelto, roto, raído y remendado»; de habla pintoresca y desgarrada; y no torpe de movimiento, a pesar de su cojera y manquedad. Mercado, de ojos linces y bien cortada lengua; monaguillo de hopa y bonete. Ambas criaturas literarias pesan en la consideración de los lectores, porque si bien el valor intrínseco de cada una queda por bajo del de aquellos otros tipos, que les sirvieron de modelo, la traza desenvuelta y segura de sus fisonomías respectivas, más nos seduce que nos desagrada.

Pero fuera de estos personajes, cuya conexión con el relato no es indispensable, los demás se muestran ya borrosos y descoloridos. El mismo Don Lope y la desventurada María, figuras centrales de la narración, están troquelados sin ese primor que demanda toda obra de arte. Sus destinos análogos son más bien producto de la casualidad, que del lógico desarrollo de la acción. Y estas situaciones trágicas, nacidas de lo impensado y fortuito, en vez de provenir de la concatenación de determinados factores que han ido apareciendo lógica y razonablemente a lo largo de la fábula, ocupan un lugar secundario en la escala de los valores estéticos.

Cánovas del Castillo se excedió en su estudio sobre El Solitario al considerar Cristianos y Moriscos no inferior a El Lazarillo de Tormes, ni a El Gran Tacaño, ni a El Diablo Cojuelo, ni a cualquiera de las novelas ejemplares de Cervantes, en lo que toca a lo «exacto y pintoresco de las descripciones, a lo discreto de los diálogos, a lo castizo del lenguaje, a la gracia del estilo»537. E incurrió en la misma demasía al proclamar que «si la novela de su tío don Serafín hubiera tenido las dimensiones de Ivanhoe o de Quintin Durward, a su lado figuraría dignamente [...] Ni sería quizá I Promessi Sposi, de Manzoni, la mayor rival que hubieran encontrado hasta aquí las historias fabulosas del inmortal narrador escocés, si hubiera poseído nuestro autor -Estébanez- para dilatar, desenvolver y realizar cumplidamente la acción de Cristianos y Moriscos [...] la perseverancia y el continuado y creciente aliento en la inspiración y el trabajo[...]»538.

Los biógrafos, cuando no hay un deliberado propósito de menoscabar al personaje que es objeto de sus estudiosos afanes, acaban encariñándose con él, con lo que sufre un poco aquella imparcialidad y equitativo sentido con que debe emprenderse un trabajo de tal naturaleza. En el caso de Cánovas debió de darse la mentada circunstancia, juntamente con su condición de allegado al ilustre malagueño.

Estébanez Calderón fue un imitador y rara vez los imitadores superan al modelo. Imitó a Hurtado de Mendoza, si fue éste como se cree, generalmente, el autor de El Lazarillo de Tormes, y a Walter Scott, como figura la más brillante dentro del género histórico. Pero las imitaciones suelen carecer de la nativa frescura, de la deliciosa fragancia del original. El talento que reproduce las cosas, no las intuye, las calca. Y de esta labor paciente e incluso metódica, está de ordinario ausente la lozanía, el candor primitivo de que se reviste toda obra de arte original y verdadera.

Capítulo octavo

Martínez de la Rosa, don Eugenio de Ochoa y Miguel de los Santos Álvarez

Cuenta Martínez de la Rosa en el prólogo o advertencia a su Doña Isabel de Solís, reina de Granada, que hallándose en París se le ocurrió componer una novela histórica. Tal género, tenía excelentes cultivadores a la sazón. Walter Scott y Manzoni ocupaban lugares muy señalados en estas actividades tan del agrado del público. La gobernación del país trae consigo graves preocupaciones y largas horas de trabajo; pero el destierro, en cambio, da tiempo para todo. La ocasión, pues, no podía ser más propicia para emprender tarea tan tentadora y gustosa. Sin embargo, tuvo que renunciar a ella. Y fue ya de regreso a Granada, su ciudad nativa, cuando, no desentendido aún de aquellos deseos, puso manos a la obra.

La circunstancia de ser granadino y el hecho comprobado a través de Florián, Chateaubriand e Irving, de que las novelas que tenían por escenario la ya nombrada ciudad andaluza, eran bien acogidas de los lectores de todo el mundo e incluso proporcionaban no escasa gloria al autor, impulsáronle a elegir este marco geográfico para su narración histórico-novelesca. El manuscrito de la primera parte, salida en 1837 de las prensas de don Tomás Jordán, había dormido algunos años entre otros borradores de Martínez de la Rosa. Apareció la segunda, en 1839 y dilatose en siete inviernos la publicación de la tercera y última. Durante este largo lustro de retraso, no escasearon ni las ausencias de la patria, ni las graves ocupaciones de la política.

Martínez de la Rosa ha cultivado con bastante éxito los géneros literarios más diferentes. Este propósito de abarcar modalidades tan distanciadas entre sí como la poesía festiva, la didáctica y la lírica; la novela, el teatro y la historia; el discurso político, etc., redujo el vigor y empaque de algunas de sus creaciones. No fue ni profundo, ni enérgico, ni brillante. Su obra, en la que en nuestra opinión, descuella Edipo, tiene más de profusa que de enjundiosa; de exponente de una envidiable disposición literaria, que si no produjo obras maestras, tampoco cayó en una gris mediocridad.

No ha merecido un gran concepto a la crítica literaria del siglo XIX la novela del escritor granadino. Tampoco creemos que los comentadores de hoy estén obligados a ser más indulgentes. La acción es lenta y deshilvanada; embutida de episodios que, si no caen fuera del marco histórico, entorpecen el relato y distraen del asunto capital la atención de los lectores. Los caracteres de los personajes principales, a excepción del Zagal, que ofrece rasgos más vigorosos, carecen de consistencia humana. Abrid la historia por aquella parte que contiene los acontecimientos granadinos durante el reinado de Isabel y Fernando, y veréis adjudicarle al emir Muley Abud Hacen, sucesor del prudente y templado Aben Hismail, los calificativos de animoso, esforzado, soberbio y cruel, amigo de la guerra y de sus peligros. Sus «algaras y correrías» contra los cristianos, diéronle fama de belicoso y arriesgado. Sin embargo, ¡cuánto dista de estos rasgos la pintura desvaída y borrosa que el autor de Doña Isabel de Solís hace de este monarca! La protagonista abjura de la religión de sus mayores y vuelve a ella, tras el calvario de su reinado en Granada, con la misma facilidad con que podemos mudarnos de vestido. Martínez de la Rosa apenas saca de la urdimbre del relato a los personajes, por lo que pierden la presencia y vigor de los tipos de verdad. El lenguaje es un tanto artificioso; se abusa de los sinónimos; se dilata excesivamente, con merma de su bizarría expresiva, si bien ofrece un rico caudal de voces.

Pero lo que está fuera de toda duda es el minucioso cuidado que puso el autor en apuntalar e ilustrar la narración con eruditas notas. La paciencia en la búsqueda de tales citas; la reconstrucción histórica, por este medio de la vida granadina en aquel tiempo; el docto precisar de pormenores y circunstancias que facilitan la comprensión del relato, están bien patentes en este libro y prueban el carácter diligente y estudioso de Martínez de la Rosa. Y esta inclinación a la verdad histórica, a quitarle el polvo de los archivos y mostrarla de nuevo en el hechizo señoril de añejos giros de lenguaje, poniéndola al final de cada parte de la novela, para que el lector que no quiera interrumpir la lectura no se vea acongojado por la presencia de numerosas llamadas, adviértese también en el curso de la narración, en que el espíritu creador cede excesivamente el paso al cronista.

Valera, con su buen sentido crítico, notó ya la superioridad del bosquejo histórico Hernán Pérez del Pulgar, el de las hazañas, sobre Doña Inés de Solís. Atribúyase esta circunstancia a que la inventiva y la disposición para planear el asunto, han de intervenir en la novela de modo muy notable. En cambio, tratándose de un relato histórico basta con poseer una buena información y darle colorido y vida al héroe objeto de nuestro estudio. Esto es más propio del talento diligente y cuidadoso, del carácter pacienzudo que acude al dilatado arsenal de la historia por cuantos materiales necesita. Novelar es cometido más difícil. Precísase imaginación; aptitud para planear bien el asunto; acierto para calcular las proporciones en que lo histórico y lo fabuloso deben entrar en el libro; y sobre todo esa facultad de crear que da vida a las figuras, que las hace moverse con desembarazo, de un modo real y auténtico.

Martínez de la Rosa estaba mejor preparado para narrar las hazañas de un héroe, para reconstruir un pasado histórico, de dimensiones no muy ambiciosas: empeño que le iba muy bien a su talento, que para imitar a Walter Scott o a Manzoni. De aquí, precisamente, lo airoso que sale de la empresa de relatarnos, con vista, sin duda, de modelos como Hurtado de Mendoza y Ginés Pérez de Hita, la hazañosa vida de Hernán Pérez del Pulgar, y el poco éxito que obtuvo con su Doña Isabel de Solís.

Aunque sea a grandes rasgos, contemos su asunto para amenizar algo estas páginas.

La protagonista de la novela, Doña Isabel, era hija del Comendador Sancho Jiménez de Solís. Un mal desconocido pone en peligro su existencia. No basta la ciencia de los físicos de aquel tiempo para conjurar tal peligro. El conde de Cabra envía a Don Sancho una mora, llamada Arlaja que, muy versada en yerbas medicinales,539 consigue salvar a Doña Isabel. El día de los desposorios de ésta con Don Pedro de Venegas, irrumpe en el castillo la morisca, llevándose prisionera a la novia, matando al Comendador y según se cree, a Don Pedro también.

Doña Isabel es conducida a Granada, en compañía de su fiel e inseparable Arlaja. Reina a la sazón en la bella ciudad andaluza, Albo Hacen, el cual se prenda de la hermosura de la cautiva. Aixa, la honesta, según la historia la califica, esposa del rey moro, es desterrada de palacio. Pero Doña Isabel, cuando es requerida de amores por Albo Hacen, exclama. «[...] La hija del Comendador Solís no nació destinada a un tropo; pero no será mientras viva la querida de un rey». Albo Hacen decide desposarse con Isabel. Zoraya por otro nombre, que equivale a decir lucero de la mañana. Tal resolución hiere profundamente el orgullo de Aixa. Albo Hacen y Zoraya viajan por el reino. Tras la pérdida de Alhama, la situación del rey moro empieza a ser difícil. Los Zegríes y sus partidarios conviértanse en Granada para alzarse contra él, y los Abencerrajes se ven precisados a abandonar la ciudad.

Una noche, encontrándose Isabel en Málaga, oye a un marino cantar esta tonada:

Olvidó sus juramentos,

olvidó su antigua fe,

y hasta su nombre olvidó,

por olvidar su querer.

El viento consigo lleva

las promesas de mujer;

y si las oye una fuente,

las lleva el agua también.

A Dios por testigo puso

y Dios aceptó su fe;

pero a Dios también engaña

la que a su esposo fue infiel.



La canción contúrbale el alma y remueve en ella viejos recuerdos. Torna Isabel al lugar donde la oyera y es sorprendida por un hombre que, cubierto el cuerpo y la cabeza con un albornoz y puñal en mano, la conmina a seguirle. La escena tiene un subido color romántico. El autor no dice quién es el hombre del albornoz; mas su largo y apasionado parlamento nos proporciona su identificación. No es otro que Don Pedro de Venegas, que tras de recriminar a su esposa primero y jurarla después eterno amor, intenta llevársela consigo para volverla a su patria y familia. Isabel se niega a seguirle, y cuando, desmayada, carga con ella en brazos, el ruido de confuso tropel oblígale a abandonarla y a huir.

Refiérenos después el autor lo que aconteció al mozo Venegas durante su cautiverio; la decisión que tomó al cabo, tras la lucha y contraste que padeció y su arribo a las costas de España.

La justificada rivalidad de Aixa respecto de Zoraya, y las debilidades e indecisiones del rey moro, bien aprovechadas por su hermano el Zagal, dan al traste con la corona de Albo Hacen. Aquí comienzan los graves infortunios de Isabel. El destronado monarca muere en la prisión y Zoraya traslada el cadáver a Granada e implora del Zagal que su hermano sea enterrado al lado de sus padres. Boabdil y el Zagal dispútanse con terrible encarnizamiento la regia vacante. Una sería intimidación del rey Don Fernando produce honda huella en el ánimo de Boabdil. Por último se apoderan de Granada los cristianos. Abandónanla Aixa y su hijo y Doña Isabel vuelve junto a los suyos, tras un fugaz encuentro con Venegas, abrazando de nuevo la religión católica.

A lo largo de este dilatado proceso histórico-novelesco, escaramuzas, correrías, cercos, batallas y rebeliones. Martínez de la Rosa, empleando más la pluma del narrador o cronista que la del novelador, describe la toma de Alhama, la correría de Albo Hacen por la comarca de Tarifa; el cerco y descerco de la ciudad de Loja, la rota de los cristianos en los montes de Málaga, las batallas de Bentomiz y del Zenete, etc. La inventiva descansa y toma la palabra el diligente y minucioso relator de acontecimientos históricos.

Tampoco faltan, para dar mayor colorido y variedad a la narración, las fiestas populares en el Generalife y Bib-Rambla; el juego de sortija; carreras y cañas.

Tal tema histórico-novelesco no podía ser más interesante. Hurtado de Mendoza y Ginés Pérez de Hita bien probado lo tienen en sus bellas obras. ¡Es una faceta de la historia nacional llena de poesía, de fuertes impresiones dramáticas, de color y de tipismo. Dos pueblos en tozuda lucha. Una epopeya que se inicia en las montañas astures, y tras cerca de ocho siglos, con la intervención final de los Reyes Católicos, tiene su epílogo en la ciudad del Darro. Creencias y costumbres diferentes; honda y enconada rivalidad; mentalidades y temperamentos que sin abismos por medio, difieren, a pesar de todo, notablemente entre sí. Pero este riquísimo metal literario, puesto en fusión, requería la mano del artífice. Y Martínez de la Rosa, pese a su diligente estudiosidad e incluso a su talento artístico, nada vulgar por cierto, mas sin relámpagos de inspiración creadora, no era el cabalmente dotado a tal fan. De aquí la endeble construcción de su novela; lo borroso de sus caracteres; la falta de brío y empaque en sus personajes principales. El plan es defectuoso porque la mezcla de la historia y de la fábula carece de540 proporción. La hilación presenta una serie de soluciones de continuidad para dar paso a episodios cuya conexión histórica es cierta, pero que fatigan al lector y le hacen olvidarse de la trama. Algunas veces, Martínez de la Rosa se distrae y dice cosas así: «[...] y como la hallase sin conocimiento y sin habla»541. No sabemos que hable ninguna persona que esté privada de sentido, y si se trata de una sinonimia, nada añade en vigor expresivo la segunda palabra a la primera. Tampoco comprendemos cómo un autor que sabe emplear con propiedad el verbo apercibir: «Apenas tuvo tiempo el rey Don Fernando y los demás capitanes para apercibirse a la pelea [...]»542 úselo viciosamente en esta frase: «No dejaron de apercibirlo (por notarlo, verlo, advertirlo543, etc.) por más que ella lo recatase»544.

Don Carlos, el malogrado príncipe, hijo de Felipe II y de María de Portugal, ha sido muy traído y llevado por la escena y por la novela. Autores dramáticos, como Schiller por ejemplo, y novelistas como don Eugenio de Ochoa han preferido, respecto de este personaje, la leyenda a la historia. Dígase en honor de la verdad que la culpa no fue de ellos exclusivamente. Los historiadores hasta hace poco, no han estado de acuerdo al juzgar a Don Carlos, pues mientras unos atribuían los infortunios de este príncipe a la malquerencia de su padre, otros tejían en torno de él un cúmulo tal de atrocidades, que más tenía de monstruo que de persona. La historia va disputando el terreno, paso a paso, a la fábula; pero como la leyenda es generalmente más poética que la verdad histórica, los escritores prefieren lo fabuloso a lo verdadero545. Aparte de que el romanticismo, por razones idiosincrásicas, necesitaba echar leña al fuego. Las deformidades morales que unas veces con motivo y otras sin él se han atribuido a algunos famosos personajes del pasado; Luis XI, Lucrecia Borgia, Alejandro VI, constituían materia estética fácil de fundir al calor de la inspiración creadora.

En 1837 y de las prensas de Sancha, salió la novela histórica intitulada El Auto de fe, en tres volúmenes. Su autor, don Eugenio de Ochoa, trajo a estas páginas al manoseado Don Carlos, a su padre Felipe II, a quien llama «viejo hipócrita», «cruel monarca» y «tirano español», atribuyéndole un brazo sanguinario, tenebrosa e infame política y «enjuto semblante de víbora»; a la princesa de Éboli, a Isabel de Valois, al conde de Egmont, a Fernando de Valor, etc. Con estos personajes, movidos a propio antojo, una conspiración del príncipe contra su padre; desafíos, puñaladas, cuadros inquisitoriales y como remate y finiquito un auto de fe, al que asiste el propio Don Carlos como víctima, si bien después resulta que su participación en el tremendo auto es la de reo, sólo condenado «por entonces a presenciar el suplicio de los que habían sido sus partidarios»546, constrúyese esta novela. Su acción lenta y sus desvaídos intérpretes pesan sobremanera en el lector, por mucha que sea nuestra paciencia y pastaflora.

Si enmedio de tales personajes tuviéramos que decidirnos por alguno de ellos, optaríamos por Juan Embrollo. Su condición social no es muy elevada, ni su jerarquía dentro de la novela, pero gusta por su estampa viva y garbosa.

Las ideas políticas del autor se descubren fácilmente a través de la simpatía, perfidia, obesidad, etc., que atribuye a los personajes. Felipe II, ya hemos visto que es un hipócrita, cruel, infame, sanguinario. Don Carlos, por el contrario, tiene en el semblante «un atractivo inefable», reflejo «de un alma hermosa y desgraciada, que es ser dos veces hermosa»547. El portero de la Inquisición es un fraile capuchino de extraordinaria obesidad, que antes había sido el cuadrillero Morcilla. El padre Ambrosio, movido del más terrible fanatismo, hiere con agudo puñal a Doña Elvira, a raíz de bendecir sus esponsales con Don Octavio.

Ciñe estas obras el tupido velo del olvido. ¿Quién las leería hoy si no fuera por obligación y a regañadientes? Para disfrutar de vez en cuando con el suelto y armonioso fluir del lenguaje ¡qué dilatado, lento y vago discurrir de la fábula! ¡cuánta truculencia y lobreguez de espíritu!

Toda la obra literaria, muy poco copiosa, de Miguel de los Santos Álvarez, trasciende a una concepción pesimista y escéptica de la vida. Pesimismo y escepticismo que parecen ser inofensivos porque adoptan un tono burlón y chistoso. Pero pese a la sutil dialéctica con que el gran contemporizador de las letras, don Juan Valera, pretende borrar en los lectores la impresión desconsoladora que dejaran en ellos las creaciones en verso o en prosa de Miguel de los Santos Álvarez, es innegable la conjunción en éste de los dos caracteres anteriormente señalados. Sus burlas, sus bromas, sus chistes tienen un fondo amargo de incredulidad. Son las reacciones de un espíritu ganado por el pesimismo, que en vez de encararse seriamente con las cosas y abominar de ellas mediante el raciocinio filosófico y trascendental, las erige en blanco de sus chanzas e incontinencias. Hay quien toma la vida en serio, para denostarla con la gravedad y ponderación de un escolástico, y hay quien se burla de ella, porque no cree en sus valores morales. Los procedimientos difieren notablemente, pero el fin es el mismo.

Si contemplamos el retrato de Miguel de los Santos Álvarez no sabremos explicarnos, a través de su fisonomía, esta tónica de su espíritu. La frente ancha, sin esas depresiones que denotan terribles torturas de la conciencia. Encanecidos el pelo y la barba: circunstancia que da al semblante una señoril gravedad. Los ojos, de un mirar dulce y melancólico. Despejado el entrecejo; sin arrugas ni contracciones que revelen ningún sombrío panorama interior. Y toda la faz bañada de una luz de serenidad y bonachonería. Y sin embargo, tenemos que rendirnos a la evidencia de los hechos. En sus trabajos literarios existe un fondo de disconformidad respecto del mundo; de amargura encubierta; de desilusión. Sus chistes y desenfados son los dardos hirientes que dispara su alma contra esto o aquello, por elevada que sea la jerarquía moral de lo uno o de lo otro. Mediano observador será quien no descubra este contenido de la conciencia y piense que lo que a nosotros nos parece malicia, veneno, desesperación más o menos disimulada bajo los arpegios de la risa y del buen humor, no son sino desahogos, travesuras, genialidades de un corazón chancero, inclinado a la guasa, pronto a reírse y burlarse sin hiel, de los hombres y de las cosas.

Dadas estas cualidades nativas del autor de Agonías de la corte y de Dolores de corazón, que la educación intelectual recibida no sólo no modificó sino que incrementó de seguro, nada puede sorprendernos que germinase rápidamente en él la semilla romántica. Pero no se crea que las ideas y sentimientos que constituyen el bagaje moral de esta escuela aparecen en las tentativas literarias de Álvarez como sinceras reacciones de la mente o del corazón respecto del variado espectáculo de la vida. Así como su natural escéptico y pesimista adopta una envoltura festiva para mostrarse a los demás, los elementos tomados del romanticismo: el desengaño, la hipocondría, el descontento o mejor aún el hastío, la desesperación, la necromanía, etc., vístense del mismo ropaje: esto es, del chiste, de la chanza, del dicho sarcástico e incluso irreverente, de la ironía, de la sorna, etc.

Como una de las características principales de nuestro autor es propender a las digresiones, le veremos a cada paso interrumpir la narración para meter baza: es decir, para comunicarnos sus propios pensamientos sobre esto o aquello. El siglo en que vive es el siglo de la verdad embustera, del egoísmo y de la infamia. No se puede pensar en cosa alguna que no sea muerte, entierro, postrimería o luto. La melancolía, la tristeza más profunda, el desconsuelo, torcedores del corazón, son los únicos pastos del alma en esta vida enferma y fugitiva. «¡Siempre te oigo decir lo mismo! ¡Cuando eres desgraciado quieres morirte, y cuando eres feliz con más ganas todavía!», exclama una de sus heroínas548. Y un poco antes, Guillermo, a quien iban dirigidas las precedentes palabras, tras de lanzar un larguísimo suspiro recitará un soneto, que termina así:

Mas ¡qué hallará que le parezca hermoso,

el que guarda en el alma dolorida,

que halló feo, y vacío, y mentiroso,

el corazón de una mujer querida!



Mientras la esperanza se evapora como ligera nube, «el dolor, al contrario, de nube ligera que apenas empaña el horizonte de nuestra alegría, llega a convertirse en negro y denso y pesado sudario, que nos envuelve, nos oprime y nos ahoga»549.

El fondo moral de estas narraciones, sus elementos internos, nada difieren de los rasgos más genuinos del romanticismo. El autor maneja a su gusto todo este arsenal de ideas y afectos, y cuando se cansa de ponerle crespones de luto, salta con una ironía o una burla o una irreverencia, pues es suelto y expeditivo. Un criado que tuvo, de la noche a la mañana se le ahorcó de una viga de su cuarto, pero dejándole antes toda la ropa, bien cepilladita, en la cómoda, y las botas lustrosas como espejos, allí, en el mismo cuarto en que puso fin a su vida, sin duda alguna, tan pronto hubo concluido de limpiarlas. ¿De dónde deduce el autor esta particularidad o circunstancia? Pues sencillamente, de que tenía el cadáver la cara llena de unto, «y por consiguiente negra de haberse llevado a ella, en el dolor de la agonía, las manos que acababan llenas de vida», de hacerle el último servicio, «en aquella época más necesario que ahora, porque no había botas de charol»550.

Una mujer joven lleva en los brazos un niño de dos o tres años, muerto. Un caballo se desboca y da con la cabeza en una cruz de piedra que había a la entrada del pueblo, quedando allí mismo sin vida. Otro caballo despide al jinete como una pelota hasta el opuesto borde de un abismo y cae a éste, desapareciendo en el torrente que brama allá en lo profundo. Un hombre, mártir de sus sentimientos, acaba en el sepulcro. Un pariente pobre muere abandonado, tras una larguísima agonía. Sara padece una enfermedad dolorosa y terrible. Luisa empieza teniendo una tosecilla sin importancia, de resultas de un resfriado y acaba muriendo tuberculosa.

El hado adverso, el suicidio, la desgracia, los accidentes más inesperados, constituyen la vena literaria de Álvarez. Hizo honor a su época, aunque en definitiva, para burlarse de ella.

Colaboró en varias publicaciones y principalmente en La Ilustración Artística Española y Americana. Sus trabajos en prosa denotan ese repentizar propio de los colaboradores, más atentos a las exigencias de la revista o del periódico a cuya plantilla están adscritos, que a la necesidad de crear. Descuidos de lenguaje, repeticiones, oraciones construidas un poco a torcidas y relleno, bien en forma de digresión, bien por medio de episodios más o menos justificados.

La crítica y los lectores han mostrado, respecto de551 sus obras, predilección por la intitulada La protección de un sastre552. Es una novela corta, escrita en estilo suelto, desenfadado, sin pretensiones de fondo y de forma. Sus personajes -Rafael, Luisa, Carlos, Inés, Don Ramón- son tallas corrientes; ningún rasgo distintivo ni fundamental les desemeja entre sí, ni contribuye a incrustarlos en nuestra atención.

Rafael y Luisa, que son hermanos, se han quedado huérfanos y en una situación económica muy lamentable. Deciden trasladarse a la corte, para lo cual venden algunos muebles que poseían y que juntamente con una casuca con una huertecilla constituían su único patrimonio. No tardan mucho en darse cuenta que esta falta de pecunia es un grave obstáculo para lograr la felicidad. Carlos, de aristocrática familia, se prenda de Luisa, a quien ve por primera vez en el Salón del Prado. Rafael se ha enamorado de una joven rica, llamada Inés; pero considera irrealizable sus pretensiones de hacerla su mujer, ya que mostrándosele adversa la fortuna, ningún porvenir puede ofrecerle. Y no habría conseguido su empeño de seguro, si no fuera porque un viejo militar, de nombre Don Ramón, le aconseja ir a un sastre para que, de fiado, le provea de la ropa necesaria con que presentarse en sociedad. Rafael e Inés se casan y no transcurre mucho tiempo sin que Carlos y Luisa unan también sus destinos. Mas poco duró la dicha de éstos, pues Luisa, de resultas de un constipadillo contrae mortal dolencia, y un día, tras de decirle a su esposo «con acento modulado suavísimamente y con toda la celestial ternura de la esposa del cantar de los cantares: -¡Cuánto amor! ¡Carlos! ¡Carlos mío! [...]» le da un beso y se muere.

La sinceridad del autor cuando en las últimas páginas de su narración rechaza cualquier propósito que se le atribuyera al escribirla, nos parece dudosa. Es cierto que protesta contra tal suposición. De su novelita no se debe deducir nada, ni puede obtenerse fruto alguno, ni malo, ni bueno. El relato ha sido escrito al buen tuntún553, «sin ningún gran pensamiento fundamental -es él el que subraya- sin ningún sistema, ni filantrópico, ni misantrópico, ni nada; al fin, escrito para entretener, no para enseñar»554. Si nos reímos de tales afirmaciones, como Álvarez se rió de tantas otras cosas, la moraleja que ha de sacarse de su mentada obra, está bien patente en estas palabras con que el autor la termina virtualmente: «Un sastre dio la felicidad a Rafael. ¡Tal será la felicidad cuando la puede dar un sastre! ¡Pobre género humano!, eso que llamas felicidad, es una cosa que puede deberse a cualquiera, pero la verdadera felicidad sólo se debe a Dios, que es el que dispone de los sentimientos de los hombres; cuando él quiere que uno sea feliz, le hace tonto y se concluyó»555. ¡Hasta ese pronombre con minúscula parece lo suficientemente significativo para que no demos demasiado valor a las protestas exculpatorias de Álvarez! Así lo entendió el padre Blanco García al censurar acremente «las salidas de tono con que van matizados los cuentos de Álvarez, chistes en que la gracia y el sabor castizo de la frase van de la mano con la exageración sistemática, y tal vez con la blasfemia»556.

Puestos a elegir entre los cuentos en prosa de este autor, optaríamos por el denominado Amor paternal. Su crudeza, paliada por la forma humorística con que está expuesto el asunto, ofrece cierta semejanza con algunas escenas de La pícara Justina. Creemos sinceramente que el famoso cuentista francés Guy de Maupassant no desdeñaría el firmar estas páginas.

Un mozo que ha sido condenado a morir en la horca, da cuenta de tan terrible noticia a su padre, y entérale al propio tiempo de la imposibilidad de escaparse de la prisión y de que el verdugo encargado de ejecutar la sentencia, es poco diestro en el oficio. El padre, verdugo también, decide ser respecto de su hijo, el brazo de la justicia, para evitarle de este modo el atroz sufrimiento físico que habría de padecer en manos no tan expertas como las suyas557.

El asunto es una salvajada, como lo es también el del cuento de Guy de Maupassant, titulado La Loca de las Urías; pero así como en buen verso los mayores atrevimientos son perdonados, las mayores atrocidades, si adoptan un aire humorístico y burlón, atraen más que repugnan.