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Capítulo décimo

Navarro Villoslada, Carolina Coronado y Antonio Flores

Cuando decimos de una novela histórica que tiene sabor de época, esto es, del tiempo en que la acción se desenvuelve, como cuando decimos que Tito Livio pone en labios de los personajes de su Historia los discursos apropiados al carácter de cada uno y a los días en que vivieron, hacemos dos grandes concesiones. Lo mismo ocurre, por ejemplo, respecto del Don Juan de Straus, cuando aceptamos la significación o sentido que dan a sus pasajes los programas de mano de los conciertos. Tan evidente es el artificio de Tito Livio y desmesurada la intención del músico austriaco, como pseudohistórico todo el tinglado de los imitadores de Walter Scott y de Walter Scott mismo.

La segunda vista que se ha atribuido a este novelador y que nosotros hemos admitido también en esta obra, quizá porque el autor de Ivanhoe y de El Pirata sea el que está cerca de poseer tal facultad reconstructiva, si bien lo miramos es otra concesión nuestra. Taine ha puesto en duda o mejor dicho, ha negado el historicismo de Walter Scott. «Todas sus pinturas de un pasado lejano son falsas. Lo único exacto son los trajes, los paisajes, el exterior; acciones, discursos, sentimientos, todo lo demás aparece civilizado, embellecido, arreglado a la moderna»606.

Hacemos estas reflexiones porque a Navarro Villoslada607 le ha considerado el padre Cejador, como «el mejor novelista histórico en España, a la manera de Walter Scott. Doña Blanca de Navarra y Doña Urraca de Castilla [...] sobresalen por el color local y certera visión de las costumbres y modo de pensar y sentir de la Edad Media»608.

Ningún cultivador del género histórico en España ha sabido reconstituir la contextura moral de los hombres del pasado. El arte de nuestros novelistas no ha ido más allá del exterior de cada época. Y es posible que esta misma afirmación pueda hacerse extensiva a otros escritores de más allá de nuestras fronteras. Hablar de las corazas de baqueta y de los capacetes de hierro empavonado; de gregüescos, calzas, abarcas y tabardos; de rodelas, lanzones, brazales y guanteletes. Coronar las cabezas de las mulas de «airosas garrotas con cintas y perifollos de estambre de mil colores». Colgar las estancias de rica tapicería veneciana; poner sobre una mesa hermoso libro de vitela «matizado de prolijas y delicadas miniaturas», y en el bufete hasta media docena de pesados libros con corchetes y adornos de bronce; sentar a un monje benedictino en sillón de baqueta con dorados tachones, no es descubrir la arquitectura espiritual de un siglo; el carácter íntimo y verdadero de una época; ni poner en boca de los héroes las ideas y sentimientos propios de sus días. Y este reproche no va dirigido a Villoslada tan sólo, sino a todos nuestros novelistas históricos del siglo XIX.

La hija de Alfonso VI, Doña Urraca de Castilla y la desdichada esposa de Enrique IV, Doña Blanca de Navarra, son figuras muy novelables. El marco histórico en que se desenvolvieron sus vidas también se presta mucho a la fabulación. A la viuda de Raimundo de Borgoña ya la hemos visto aparecer en los estrados de la novela romántica, de la mano de don Patricio de la Escosura609. Villoslada volvió a traérnosla como heroína de su novela del mismo nombre. Antes había salido de las prensas Doña Blanca de Navarra610, que fue su primera aportación al llamado género histórico.

Este batallador periodista, a lo Balmes y Gabino Tejado; católico y tradicionalista a macha martillo; que renunció a todo para dedicarse a la defensa cálida, entusiasta de ambos credos religioso y político, no sólo cultivó la novela. Ensayó la poesía épica en Luchana; la religiosa en su oda A la Virgen del Perpetuo Socorro. Dedicó a Jesús Crucificado y al Año 1833, sendas composiciones; escribió el libreto de la zarzuela intitulada La Dama del Rey y la Vida de San Alfonso María de Ligorio. Polemista de vigorosa dialéctica y director de varios órganos del neocatolicismo. Su obra más notable fue la novela histórica Amaya, publicada muy posteriormente al apogeo de la escuela romántica. Aunque coetáneo en cierto modo de este movimiento literario, no se caldeó en él, sus otras dos novelas ya citadas, aparecidas en 1847 y 1849; más próximas al romanticismo, ofrecen algunas señales de tal influencia estética; pero desvaídas y borrosas. Atribuir a determinados personajes más bien que un carácter melancólico, situaciones de ánimo pasajeras respecto de esta enfermiza contextura moral, no es sino tener con aquel credo artístico una tangencia antes episódica que fundamental y permanente.

Amaya dejó muy a la zaga en valor literario a Doña Blanca de Navarra y a Doña Urraca de Castilla. En estas dos obras se emplean los conocidos recursos tan traídos y llevados a lo largo del género histórico. El mozo Jimeno, enamorado de Doña Blanca, sin saber, naturalmente, que es la hija de Juan II de Aragón, topa con una partida de bandoleros, capitaneados por Sancho de Rota, como el Usdróbal del Sancho Saldaña, diose también de narices con otra turba de facinerosos, y como este valiente y osado joven, sale victorioso de la pelea. Rapto de una doncella o por mejor decir de una villana, que después resulta ser Doña Blanca de Navarra; encuentro fortuito e inesperado de Jimeno con la secuestrada; violencia de la condesa Fox sobre su hermana para que renuncie a la corona de Navarra y a las pompas del mundo; prisión de la gentil e infortunada princesa; y por último muerte de ésta, a mano de Doña Leonor, la cual para conseguir tal fin, la suministra un veneno. La segunda parte de la novela gira en torno de los quince días de reinado de Doña Leonor y de los amores de Catalina y Don Felipe de Navarra. Entorpece el normal desarrollo de esta pasión la terrible circunstancia de que el padre de Catalina ha matado al padre de Don Felipe y éste intenta vengar al autor de sus días.

Embutido en la novela hay más de un elemento folletinesco. El diálogo se hace a veces dilatorio y profuso. Tan palabreros son los personajes, que aun cuando la acción requiera una mayor parvedad y ganase de este modo en interés y emoción, no se privan de discursear. Así sucede, por ejemplo, cuando envenenada Doña Blanca, revélaselo a Jimeno en un largo parlamento que a éste no se le ocurre interrumpir presurosamente, para acudir en auxilio de la princesa. Como en todos estos libros, apenas vemos uno de esos rasgos que definen la índole de un carácter. Falta la tercera dimensión: la profundidad. No nos referimos a la hondura de las ideas, sino a los trazos vigorosos que hace que los personajes principales del relato o, al menos los héroes, parezca que tienen raíces o que han sido tallados a golpe de hacha.

Doña Urraca de Castilla supera, en nuestro parecer, a Doña Blanca de Navarra. No se caracterizó el reinado de la hija de Alfonso VI por la unidad de mando o, por mejor decir, por la cohesión de sus súbditos en torno de ella. Veíase Doña Urraca acosada de una parte por su hijo el príncipe Don Alfonso, a quien por disposición testamentaria de su abuelo, correspondía la corona tan pronto la egregia dama contrajese segundas nupcias. Embestía de otro lado Don Alfonso el Batallador, su esposo, a quien no bastando su título de rey de Aragón y de Navarra, quería adelantarse en sus pretensiones al príncipe Don Fernando. Y no faltábanla otros enemigos, ya menos poderosos que tenían en sus locas apetencias el principal estimulo de su rebeldía. Así lo declara la hermosa reina -pues si no todos los historiadores están de acuerdo cuando juzgan su conducta, sí lo están respecto de sus físicos encantos- al replicar de este modo al obispo Don Diego Gelmírez: «[...] me veo maltratada de vos, malquista de los conjurados, poco segura de mis ricoshombres, perseguida por mi marido y amenazada por mi hijo»611.

En esta atmósfera de inquietudes y recelos, Villoslada no hace reaccionar violentamente a Doña Urraca. Contadas veces muestra ésta su descontento o temor a través de ásperas palabras y enérgicas decisiones. Y no es el carácter liviano con que la pinta Escosura, por ejemplo, la razón de tal conducta, sino más bien la bondad, la ternura del corazón.

Contrasta con este natural suyo, probado muchas veces a lo largo de sus conversaciones con Ramiro, con el obispo Don Diego, con el conde de los Notarios, Don Gutierre de Castro, el criminal proceder de Don Ataúlfo, cuyos apodos de El Terrible y de El Lobo de Altamira, confirman su fiereza y su astucia. Quizá sea ésta la pintura más vigorosa de la novela. El desdichado Don Bermudo de Moscoso, que yace veinte años en una mazmorra, Doña Elvira, Gontroda, Pelayo, Munima, Martín, pues en la acción intervienen bastantes personajes, cada uno con sus rasgos propios, contribuyen, merced a sus eventos y vicisitudes, a interesar al lector.

Hemos observado ya que los recursos novelísticos empleados por Villoslada, son los mismos que vimos en Walter Scott y demás cultivadores del género histórico. Celos, pasiones, intrigas; súbditos que manifiestan su descontento conspirando contra el poder real; manuscritos que descubren importantes sucesos relacionados con la acción novelesca; mazmorras, subterráneos, incendios; suplantaciones; escuderos y pajes cuyo origen no es plebeyo como se creía, sino, por el contrario, muy esclarecido; escaramuzas, desafíos, cercos, batallas y juicios de Dios. Pero no todos los que componen obras de esta clase usan con la misma dignidad literaria de tales elementos. Tenemos que reconocer la habilidad con que Villoslada los maneja. Y si bien la idea del folletín no anda lejos de nuestra mente cuando vamos leyendo estas páginas, los discretos pensamientos de los personajes, sus situaciones dramáticas, planteadas con vigor en muchos casos, y la prosa fluida y no falta de garbo -aunque la afeen ciertos descuidillos- de que hace gala el autor, más nos arrastran al aplauso que a la censura. Además en Doña Urraca, aparte de estas escenas de alta tensión espiritual en que el interés de la narración llega a su ápice, hay algunos hechos episódicos que atraen tanto como los principales. La muerte del valiente Olea y la leal determinación de Pedro Ansúrez, confirman cuanto decimos. El heroico alférez, pierde de un tajo la mano con que empuñaba el pendón de Castilla. Otro tajo le parte por la mitad el brazo que le queda. Uno de los contrarios echa mano al asta de la bandera para arrancársela. «Pero los brazos partidos de Olea parecían dos barras de hierro enclavadas a la coraza». Recibe un mandoble en el hombro derecho. El brazo cae cortado de raíz. Olea acude con los dientes en auxilio del izquierdo, «que mantenía aún la enseña como si estuviese fija en el suelo». Otro golpe viene a derribarle el brazo que le queda... «y entonces, aquel tronco sin ramas, no pudiendo hacer más por el honor de su estandarte, dejole caer y se arrojó encima, como, para defenderlo todavía con su cuerpo mutilado». Hasta que un soldado le remata, cercenándole la garganta612.

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D. Francisco Navarro Villoslada

[Págs. 352-353]

También impresiona hondamente el rasgo de lealtad del conde de Peranzules, que servidor de dos señores en abierta desavenencia: Alfonso, el Batallador y Doña Urraca, dice así al rey: «Cumpliendo como caballero con la Reina, mi natural señora, os he ofendido a vos, que sois mi Rey; y siéndome forzoso lo primero vengo con este dogal para que os sirváis mandarme ahorcar por haberos faltado»613.

Notemos por último, con relación a esta novela, que quizá exagere el autor excesivamente y fundándose en un dicho del padre Mariana, la falta de virilidad y bizarría del conde de Lara.

Cuando Navarro Villoslada dio a la estampa su tercer novela histórica Amaya o los vascos en el siglo VIII614, el romanticismo quedaba ya muy a trasmano. Sus caracteres principales, exagerados por nuestros poetas y novelistas, se habían ido borrando poco a poco, como esos paños de tinte nada bueno que acaban perdiendo de todo el color, Fernán Caballero, con un pie todavía en el romanticismo y el otro en el arte realista, que es la planta que mejor se ha dado en el jardín de nuestras letras, había publicado ya La Gaviota, La familia de Albareda y Clemencia. Antonio de Trueba sus colecciones de cuentos. Valera, su Pepita Jiménez y Alarcón su delicioso relato El sombrero de tres picos y El Escándalo. La novela estaba en plena evolución, solicitada de otros moldes estéticos, de otros patrones literarios. No era, pues, un momento propicio para dar marcha atrás, como vulgarmente se dice, y reiterar temas y modos que parecían llamados a desaparecer o al menos a suspender su gravitación sobre las letras, hasta nuevo requerimiento.

Es posible también, como ya se ha observado que las hondas diferencias ideológicas que existían entre liberales y neocatólicos, contribuyesen a desvirtuar el grande esfuerzo realizado por Villoslada al componer su última novela. Mas si esta circunstancia pudo darse entonces, así como su reflejo en la estimación de Amaya, libre hoy de tales trabas y colocados a una distancia que permite ver en histórica perspectiva el predicho libro, hemos de reconocer que su mérito es innegable.

Se le ha llamado «verdadera epopeya de Euskaría». Este elogio pudiera ser desmedido. Por otra parte sólo como deliberada hipérbole para destacar un valor literario, puede aceptarse. No hay más que tres epopeyas, y pretender escribir otra, bien promediado el siglo XIX, aun cuando con materiales del siglo VIII y precisamente en un momento de formación nacional, es empresa superior a todo humano esfuerzo. Pero si no fue «verdadera epopeya», sí cabe considerarla como poema en prosa, ya que reúne algunas de las condiciones singulares de este género de composiciones literarias.

A pesar del mutuo odio que se profesan vascos y godos, ante el terrible peligro que amenaza a la península tras la derrota de Don Rodrigo, únense en apretado haz que oponer a los musulmanes. Ranimiro, relevante figura gótica en quien los vascos tenían que vengar viejos y feroces agravios, encuéntrase un día con Lorea, perteneciente al linaje de Aitor. Muéstrale la joven su deseo de que se la instruya en la religión cristiana para poder recibir las aguas bautismales615. Ranimiro, que la ha ayudado en tan nobles pretensiones, acaba casándose con ella. Ya podrá imaginarse el lector las situaciones dramáticas que en el curso de la acción novelesca habían de derivarse de tal coyunda. Godo él y terrible azote de los vascos y descendiente ella del gran patriarca éuscaro. «¡Desdichada! ¡La hija de Aitor casada con el godo más aborrecido!» -exclama Petronila, la tía de Lorea -. Ha cambiado ésta tal nombre, al bautizarse, por el de Paula. Cuando Ranimiro, tras una larga entrevista con Miguel de Goñi, regresa a su casa, se encuentra con que Paula ha desaparecido. Había caído en manos del astuto Basurde, esposo de Amagoya. Es llevada al palacio de Aitormendi con objeto de arrancarle el secreto de Aitor. El tiufado Ranimiro intenta sacarla de allí, pero cuando llega, Paula ha muerto, al parecer; de muerte natural. En sus brazos estaba Amaya, la hija de ambos. Los bucelarios que acompañaban a Ranimiro habían prendido fuego al palacio y buscaban entre los montones de materias combustibles el tesoro de Aitor. Ranimiro y Amaya consiguen librarse de las llamas.

Pasan los años y Amaya se hace mujer. Un día los vascos, apercibidos para la defensa de su país, amenazado de los godos, sorprenden a Ranimiro y a su hija, que caen prisioneros. Mas cuando parece que los vascos van a vengar con el martirio del tiufado los agravios recibidos de él, estalla la guerra contra los árabes invasores, y vascos y godos apréstanse a repeler la agresión.

La derrota de Don Rodrigo pone a la península en manos de los moros. En los primeros momentos que suceden a la catástrofe, se cree que han perecido en ella varios significados caudillos vascos. Con anterioridad a estos hechos, Ranimiro, que ha sufrido una gravísima dolencia, es decalvado. El Viático de los godos era la decalvación. Tal práctica llevaba consigo la renuncia a toda función pública.

Eudón intenta sacar el mayor partido posible de las circunstancias. Su cultivado espíritu, su sagacidad y su audacia son sus mejores colaboradores. Pretende proclamarse rey de los vascos y contraer matrimonio con Constanza, la hija de Lartaun, llamada a ser la reina de Euskaría.

De admirable puede reputarse el discurso que el autor de la novela pone en labios de Eudón, cuando habiendo arribado éste a Pamplona refiere al Vicario la muerte de Rodrigo y hace la más brillante pintura que cabe imaginar de los árabes y de su país.

Pero Eudón es un impostor. Su padre es un judío y su madre no es Amagoya, como él afirma. Y todo el plan que había concebido, alentado por el poder de su inteligencia y de su osadía, y que en gran parte había logrado ejecutar, fracasa rotundamente. Había otro pretendiente a la corona: Teodosio de Goñi, el cual consigue casarse con Constanza, a pesar del último y desesperado esfuerzo con que Eudón intenta impedir tal enlace.

El terrible áspid de los celos muerde el corazón de Teodosio. Eudán al presentarse como único y verdadero prometido de la bella Constanza, llamada «hija de Aitor», ha provocado en el pecho de Teodosio616 una tempestad de celos. Tras dificultades insuperables, surgidas en su viaje a Pamplona, cuando el mismo día de la boda emprende la marcha para ir en ayuda de García Jiménez, que ha logrado también salvarse en la batalla de Guadalete y lucha por librar a Vasconia de la ruina, torna a su hogar, deseoso de comprobar la inocencia de su mujer o su culpa.

Son estos, sin duda alguna y a pesar de que abundan en la obra que venimos comentando las situaciones dramáticas, los momentos de mayor patetismo de la narración. Teodosio llega a su casa. En una de las habitaciones del piso superior había luz. Deja la guecía y requiere y desenvaina la ezpata. Después abre la puerta, cerrada tan sólo con tarabilla; entra, la entorna y sube por la escalera secreta. Delante ya de la puerta advierte que el tálamo nupcial está ocupado . La más siniestra alegría le sobrecoge. «Nadie, nadie en el mundo podía arrebatarle ya el placer de vengarse por su mano». Pero otro sentimiento dispútale a éste su sitio en el corazón. ¿No será Constanza la única que ocupa el lecho? ¿No se oye una respiración acordada y dulce, que no denota agitación, ni remordimiento? Esta idea le obliga a ser cauto. Mas a medida que se aproxima, percibe dos distintas respiraciones. ¿Quizá alguna amiga? ¿Su prima Olaya? «Alargó la mano izquierda hacia la almohada y tentó el rostro de un hombre con fuerte barba. Era imposible equivocarse; la que a su lado yacía era una mujer». Tras un instante de vacilación alza la ezpata y la clava en la garganta de la mujer, «y con la sangre humeante» la hunde en el pecho del varón.

Sale del cuarto y arroja al suelo la ezpata. Sus pasos son «tremendos y resonantes». ¡Dios santo! Una mujer avanza hacía él. Trae una lámpara en la mano. Es Constanza, su esposa, que al oír los pasos sale de otro aposento de la casa. «-¡Teodosio! [...] ¿qué es eso? ¿De dónde vienes?». El interrogado, «yerto, inmóvil», no le responde. «-Te esperaba, amor mío, esposo mío» [...] -¡Ah! ¿Pues quién... -exclama Teodosio con acento inexplicable- quién duerme ahí? -¡Tus padres!».

Hemos notado ya antes que esa escena descuella con intensidad dramática sobre todas las demás. Tan horroroso hecho, que parece ir más allá de los límites de lo verosímil, está probado por la tradición, por los autores que tratan de la aparición de San Miguel de Excelsis en Navarra, por manuscritos medioevales y por la arqueología617. El autor justifica cumplidamente la conveniencia de traerlo a su obra y señala el precedente de El dichoso parricida San Julián, de Lope de Vega.

Otros episodios, como el peligro que corrió de despeñarse Amaya, cuando son cogidos prisioneros por los vascos; el engaño de Teodosio al caer en manos del falso Basajaun; la muerte de Eudón, etc., hieren también profundamente la sensibilidad de los lectores.

García Jiménez que desde su encuentro con Amaya queda prendado de su hermosura; que lucha inútilmente con la idea de enamorarse de ella y que acaba no sólo amándola, sino teniendo la seguridad de ser correspondido, la toma por esposa y es por último proclamado rey. La pagana Amagoya cae en poder de los musulmanes y abandonada de estos, va a morir, con la razón perturbada, al valle de Aitormendi. Teodosio, tras los años de penitencia pasados en la peña de Aralar, vuelve a reunirse con Constanza.

He aquí el esqueleto, por así decírlo, de la narración, pues son tantos los episodios que la constituyen, que de ser más prolijos ocuparíamos varias páginas más de este libro.

A pesar del gran número de personajes que intervienen en el desarrollo de la novela, cada uno ofrece su fisonomía propia. Los principales -Ranimiro, Amaya, Teodosio, Eudón, Amagoya, García Jiménez, Petronila- están pintados con mano segura y vigorosa. Sus caracteres y temperamentos, sus ideas y sus afectos se entrelazan formando una sola urdimbre, o se repelen, mostrando las aristas de sus desemejanzas. La acción tiene el ritmo pausado, lento, de las grandes concepciones novelescas. Los numerosos y variados incidentes exigen para su cabal desenvolvimiento y entronque con que la idea capital, que no se apresure la pluma del autor. Algunos pasajes alcanzan proporciones épicas y las largas palabradas de los personajes, llenas de majestad y de brío, tienen en cierto modo la serena resonancia de la tragedia griega. El asunto, el escenario, los pueblos y razas que intervienen, con sus ideas y sentimientos en las esferas política y religiosa, son elementos que se prestan a una fusión poética, cuyos caracteres encuadran dentro del poema. Lo que piensan o sienten los héroes de la novela; el modo en que se comportan; sus reacciones y sacudidas, no promueven en el lector la idea del anacronismo moral: cosa tan frecuente cuando nos enfrentamos con otras obras análogas. Les vemos moverse, discurrir y sentir sin que en la mente se nos alce idea alguna de repugnancia, ni de desvío siquiera. El artificio, la suplantación novelesca -pues aun en los casos de más relevante mérito literario, en tal clase de libros, es imposible borrar esta impresión de aquellas zonas intelectivas y afectivas que forman la conciencia estética se desenvuelve de un modo lícito, y por consiguiente aceptable.

Si de lo humano pasamos a lo físico, a la naturaleza vasca, que tiene tan hermosas y espléndidas manifestaciones, observaremos los trazos enérgicos con que Navarro Villoslada la describe. Los hondos valles, las encrespadas aguas de los arroyos, los frondosos hayedos y las sierras de Cantabria, Urbasa y Andía, con sus cumbres ceñidas por nieblas y cierzos, surgen constantemente a lo618 largo de la narración, con toda la poesía agreste de sus colores y de sus formas.

Estamos ya muy lejos del romanticismo para proclamar que ésta fue su mejor novela; pero sí podemos decir que dentro del género histórico, Amaya o los vascos en el siglo VIII fue el mejor libro que produjo la pasada centuria.

Andaba a la sazón demasiado en boga el género novelesco para poder sustraerse a él. Y no cabe duda que el arte de novelar está lleno de dificultades. Inventar una fábula interesante; pintar bien un carácter; infundirle vida a los personajes; atribuirle a cada uno aquella porción de humanidad necesaria para que exista entre ellos el debido contraste; describir puntual y exactamente el escenario en que la acción ha de desarrollarse; dar amenidad al relato y vigor al estilo, no son cosas que estén al alcance de todo el mundo.

Testimonio de esta afirmación encontró ya el lector en las precedentes, páginas. Llevamos examinada una buena parte de nuestra producción novelística de la época romántica. ¿Qué novelas verdaderamente notables hemos topado en el camino? Desproporcionado resultó el empeño de nuestros novelistas. Habían puesto los ojos en un blanco al que, por muy tenso que pusieran el arco, no llegaba la flecha. Las tentativas si no frustradas del todo, aparecen como ensayos; es decir, no pasan más allá de su significación propia, de tanteos.

En un trabajo de estas dimensiones no debemos omitir nada. Por eso irán reclamando nuestra atención algunas personalidades modestas, de escasa resonancia en el género que venimos estudiando, máxime vistas ya sobre un fondo histórico, sobre una perspectiva que en vez de destacarlas; se las traga.

Carolina Coronado, como la Avellaneda, compuso varios libros de entretenimiento, sin mejorar, como tampoco la mejoró ésta, por virtud de tales aportaciones, la valoración literaria que había conseguido con sus versos. Fue una tributaria más de la moda. Sus novelas tuvieron ya en su tiempo escasa aceptación, y hoy, si hemos de ser sinceros, se nos caen de las manos.

Cultivó el género histórico en Paquita, La Sigea y Jarilla; al estilo de Walter Scott ilustrando cada capítulo con unos versos alusivos a su contenido. Pero el relato carece de interés y los caracteres de nervio. ¿Quién conoce a Camoens, ni a la famoso latinista toledana bajo las páginas de la novela de su nombre? El esqueleto de la fábula aparece desnudo, sin la carnosidad de las descripciones y de los detalles. Se escamotea, casi por completo la ropa de los personajes y el moblaje de los aposentos. No hay narración que metida en un marco así, pueda cautivar al lector. No basta urdir mejor o peor un asunto; colocar en mitad de la escena unos personajes. Es necesario pintar bien el medio en que se van a desenvolver; vestirlos con propiedad; amueblarles las habitaciones en que los vamos a ver moverse de un lado para otro, rodearles de la atmósfera moral del tiempo en que vivieron, ya sean auténticamente históricos, como Luisa Sigea, y la princesa Doña María, hija del rey Don Manuel, y Catalina de Attaide, y Luis Camoens, y Don Francisco Saá de Miranda, ya sea invención del novelista. Sólo así se habrá conseguido dar una impresión de verdad y de vida. La omisión, por el contrario, de tales elementos, restringirá la vitalidad del relato. Los personajes apenas se destacarán del lienzo literario: carecerán de verdadera corporeidad física y vestido humano.

No podemos imaginarnos al rey Don Juan III, diciendo, cuando Luisa Sigea intercede cerca de él por Camoens, que había sido previamente arrestado: «Es verdad. No nos habían dicho nada de esto». Lenguaje que podría emplear en nuestros días un Comisario de policía de cualquier Distrito de Madrid, que no hubiera sido bien informado sobre las causas de una detención. No se puede reconstituir el pasado si hacemos hablar a los héroes con el estilo de nuestro tiempo; si no estudiamos bien sus atributos, su carácter, el medio en que vivieron, y al lado de todo esto, si no nos cuidamos de su atavío personal y de cuantos objetos y pormenores les rodean en su vida doméstica.

Bien es verdad que la Coronado no estaba muy segura de su arte de novelar. Y que son muchas las veces que entre bromas y veras hace confesión de su inhabilidad en el género: «Pero ya lo he dicho anticipadamente, yo desconozco el arte de la novela» 619.

Además de los títulos citados, compuso Adoración, La luz del Tajo, La rueda de la desgracia: manuscrito de un conde y La Exclaustrada: pertenecientes todas al género novelesco. Esta última no hemos tenido ocasión de conocerla. Véase lo que de ella dice un escritor contemporáneo de la autora, si bien es posible que en el comentario anden mezclados la cortesía y el juicio: «La Esclaustrada es una concepción sumamente original, en la que se hallan dibujados caracteres interesantísimos, tipos caprichosos algunos, pero pintados todos de mano maestra, escenas llenas de candor y de inocencia que cautivan el alma y entusiasman al lector [...]»620.

La Coronado sentía mucha propensión hacia la sátira, una sátira suave y templada, pero sátira al fin. Adoptaba la forma de un chiste, otras, la de una burla. No levantaba verdugones, mas hacía pupa. En todas sus novelas muéstrase una vena de punzante humorismo. Son como vetas, de fuerte coloración, que atraviesan la lectura y la hacen más picante. También nos declaró sus ideas y sentimientos respecto de determinadas instituciones, personas y creencias. Abominó, a través de sus personajes, de la Inquisición. Observó que de la envidia procedía «esa guerra sorda que las medianías han hecho en todos tiempos a las escritoras, y de la envidia procede esa resistencia tenaz a concederles la palma que su talento conquista... Hay una secta de hombres implacables, que con su odio colectivo a todas las mujeres ilustres, antiguas y modernas, se han armado de la sátira, del desprecio y de la calumnia»621. No transigía con la desigualdad de derechos. «El amor nivela los caracteres e iguala los derechos de ambos sexos, y el hombre no se conforma con ese nivel ni está satisfecho más que con el dominio de la autoridad»622. La tiranía arranca a su pluma las más terribles execraciones. Refiriéndose al rey Don Pedro -«el verdugo de Doña Blanca y el amante de la Padilla»-, dice que «en la historia natural de los malos reyes debe ocupar el puesto de una fiera que no se parece a las otras fieras, pero que no por eso es menos horrible que las demás [...] Infortunados siglos aquellos en que nacen tiranos»623. Y más adelante, redondeará este sentimiento así: «Dejad al favorito -alude a Don Álvaro de Luna- que apure el sentimiento del reino [...] Ya caerá, y cuando caiga, no habrá un cuervo en nuestros campos que no venga a comer en su cuerpo la carne nutrida con las sustancias de tantos seres»624.

¿No es extraño que quien pensaba tan juiciosamente respecto de los derechos de la mujer, de los tiranos y de los favoritos; quien sentía cómo se le ensanchaba el alma con la contemplación de aquellas sencillas comarcas -las de Guipúzcoa- donde a la sazón se había logrado que brotase y floreciera «el árbol sagrado de la libertad», se considerase poco segura ante el poder de la superstición? Leed las primeras páginas del segundo tomo de La Sigea. Veréis con qué regalada fruición enumera a los personajes célebres que fueron supersticiosos, desde Safo y Alejandro hasta Napoleón. Y cómo nos confesará, por último, que no se atrevía a burlarse de los agüeros, no sabía si por debilidad de su propia organización o por respeto hacia las cosas antiguas.

No sólo no abusó la Coronado de las tintas sombrías del romanticismo, sino que las tomó un poco a fiesta y tararira. Sin el talento, ni la agudeza de Miguel de los Santos Álvarez, hay a pesar de todo entre doña Carolina y éste, cierto aire de familia, nacido de la manera semejante de ver las cosas. Ni tumbas, ni ataúdes, ni cirios, ni fantasmas. Estos elementos fúnebres y macabros tan empleados en sus obras por Pastor Díaz y López Soler, por ejemplo, están ausentes de las páginas novelescas de la Coronado. Y aunque los asuntos acaban mal -Paquita muere de una puñalada del mostrencazo de su marido; Adoración, a consecuencia de original desafío: ver quien resistía más valsando; Ángela se retira a un convento tras de jugarse a la ruleta (la rueda de la desgracia) el capital de Virgilio, su esposo, que acaba suicidándose, el dote de su hija, el crédito y el alma- la narración está salpicada de chistes, de desenfados, de ingeniosidades teñidas de humorismo y con su aguijoncillo dentro625.

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D. Antonio Flores

[Págs. 360-361]

Don Antonio Flores, que había cultivado la prosa costumbrista en Ayer, Hoy y Mañana, dio ahora a sus bocetos de costumbres unidad de acción, coordinándolos bajo el título un poco catequístico de Fe, Esperanza y Caridad626. Novela de largo metraje, si se nos permite hablar así, y de una arquitectura más folletinesca que literaria.

Nada más lejos de nuestro ánimo que pretender desvalorizar con este juicio la labor novelística de Flores; pero hemos de reconocer que dadas las circunstancias de ella y los elementos que la constituyen: multitud y diversidad de personajes, falsedad de caracteres, reacciones anímicas poco naturales, abundancia de episodios e incidencias, diálogo frecuente y moroso, etc., está más cerca del folletín que del arte verdadero.

Una joven, a punto de perecer de frío en la calle un día veinticuatro de diciembre, cuando todo el mundo se prepara para pasar alegremente la Noche Buena. Un paralítico, padre de esta joven, que sufre un nuevo ataque cerebral, sin que, por hallarse solo, nadie le preste el menor auxilio. Una sala de enfermos del Hospital general de Madrid. Aristócratas, inquilinos de una casa de vecindad, bandidos, salvaguardias, polizontes, un alcaide, una prisión, un sotanillo, una portería; un secuestro, con asalto a una casa de campo; un secreto de familia; una caja de marfil en la que se guarda dicho secreto. ¿Para qué seguir? Tal muchedumbre de tipos, lances y situaciones, que es necesario estar muy atento y despierto para no perderse en este laberinto.

Hoy no podemos leer estos libros sin sentir una creciente fatiga que acaba por obligarnos a cerrarlos. No nos explicamos qué recursos tan convencionales e incluso falsos, como los empleados en este género novelesco, pudieran cautivar el interés del lector. Pero el caso es que el público de entonces o porque careciese de preparación literaria o por falta de otras obras más conformes con los patrones eternos de la belleza, devoraba tal clase de novelas, en cuyas intrigas, vicisitudes y peripecias, quedaba preso como un pardillo en la red.

Hay sin embargo en la obra de Flores, aunque de modo intermitente y vacilante, caracteres bien estudiados. A un pintor de costumbres no debe fallarle la observación: origen de todas sus creaciones. Pluma ejercitada en este género literario tan en boga a la sazón y de tan buenos cultivadores, no podía pues errar al trazarnos determinados tipos y escenas. La señora Cristina y su marido el zapatero remendón, están pintados de mano maestra. El capítulo XXIII del libro segundo no desmerece nada en su comparación de ningún cuadro de costumbres de nuestra literatura clásica. Y si la mujer del guardabosque tiene su antecedente literario en la Loba, de los Misterios de París, como Cabezota, Alifonsa, el Vizco y Crispín, en Chourineur, la Chonette, el príncipe Rodulfo y monsieur Pipelet, respectivamente, según ya se ha observado627 no cede en viril ni hombruna entereza a otros personajes semejantes de la literatura.

No cabe pasar por alto otros detalles de la obra que628 venimos comentando, que confirman las dotes de novelista de su autor. Por ejemplo: la prolija e inspirada descripción que hace de algunos tipos y de los interiores en que la fábula se desenvuelve. Pero al lado de tales aciertos, cuánto carácter falso; qué exceso de lances y episodios; qué pereza y lentitud del diálogo, que se arrastra lleno de cosas accesorias e insustanciales. Los personajes padecen verdaderos ataques de verborrea. A cada paso y por el más fútil motivo lanzan parrafadas interminables, que les dejan casi sin aliento. No es un fenómeno privativo de determinada gente, sino que se da lo mismo en la portería de una casa de vecindad que en el Parlamento. Ved el Diario de Sesiones de aquellos años. La atosigante palabrería de estas páginas la encontraréis también en la prosa de Pastor Díaz y de Castelar. Palabrería más docta, si se quiere, de mejor prosapia, pero palabrería al fin. Cuando un pueblo llega al ápice de su desintegración nacional, se sumerge en el piélago de una elocuencia lacrimosa y doliente, como el prócer arruinado que no pudiendo gastar otra cosa, gasta la saliva en hablar de sus pasadas grandezas.

Los sentimientos -volviendo al libro objeto de estos comentarios- tienen un aire enfermizo y llorón. El verdadero sentido humano está en ellos falseado o adulterado, al menos. Las lágrimas someras y las exageradas reacciones morales desvalorizan el contenido de los personajes, que a través de tal aparato, muestran su débil contextura.

Dígase en obsequio de la verdad y loor nuestro, que este híbrido género literario procedía de fronteras allá. El ingenio español ha sido siempre viril, desgarrado, amante de la realidad y no de las apariencias, de lo verdadero y no de lo falso. Las imitaciones de Sue, Soulié y demás novelistas franceses tan en candelero a la sazón, si arraigaron en nuestro país, fue de un modo temporal. De la mano de Pereda, Galdós, Clarín, Blasco Ibáñez, restablecimos el imperio de la verdad estética. Aquellas páginas almibaradas por una sensiblería enfermiza y gimiente, de ademanes prontos y exagerados; de lágrimas, de ayes, de exclamaciones, no tenían razón de ser y hubieron de dar paso de nuevo, a un concepto más estricto de lo humano.

Es posible que de haber tenido el autor de Fe, Esperanza y Caridad otros modelos, habría conquistado lugar más preeminente en nuestras letras. Sus dotes de observador eran muy estimables. Describía bien las personas y las cosas. Sabía amenizar el relato. El lenguaje, aunque afeado por algunas impropiedades629 muy generalizadas entonces como ahora, fluía con naturalidad, sin el esfuerzo que denotase un premioso desarrollo. Pero tales condiciones se malograron, en parte, porque la época prefería lo fácil a lo dificultoso, la aleación metálica de poco valor al oro obrizo.

Otro gravísimo defecto de Flores fue desconocer la importancia que el tiempo tiene en la elaboración de una obra. Escribir a destajo; dilatar excesivamente la fábula, entreverándola de ocurrencias más o menos justificadas, podrá tener una razón crematística, pero no estética. Respecto de la elaboración, el tiempo no perdona a quien se desentiende de él, y por lo que toca a la largura, no hay atención que no desfallezca si el autor da a su obra proporciones desmesuradas.