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ArribaAbajoLa leyenda de oro

Un nuevo capítulo de la vida de San Francisco de Asís, por Pablo Sabatier (en francés)


París, 1896



- I -

Mi querido Elíseo: Quiero que me envíe usted libros que me acompañen en la soledad de mi aldea, donde me encierra, por todo un invierno de malas trazas, el deber de buena hija que no puede ni quiere dejar a su padre solo. Cumplo el deber, gozo la tenue alegría de hacer lo que me toca en materia nada heroica; pero me aburro. No tengo yo la culpa. El campo es para mí, si lo miro del lado de la prosa, el que ven todos los que me rodean: un enemigo insoportable;   -88-   no nos entendemos; nos aborrecemos. Andando por esos prados y montes, me siento en ridículo por mi debilidad, mis aprensiones y sustos de nerviosa, mi falta de maña para todo lo manual, mi vista corta y siempre víctima de aberraciones. Me humilla, además, esta absoluta ignorancia de las cosas útiles que veo y toco. Apenas puedo dar nombres propios a los trastos de la labranza, a las hortalizas, a los árboles, a las hierbas; todos los aldeanos me parecen el mismo; el campo, así considerado, me repugna; él me rechaza. Me caigo en todas partes, me pincho, me mancho, me constipo. Soy todo lo contrario de Robinsón. Yo, sola en estos sitios, no duraba ni tres días... El campo, desde el punto de vista poético, transcendental, simbólico, literario, estético, metafísico... me asusta. Porque me impresiona demasiado; me hace sentir cosas muy hondas, muy tristes, por su misma grandeza... nebulosa. Me hace pensar demasiado... estar poco contenta de mí misma... También me humilla la naturaleza vista así. Y tengo pereza de volver a padecer soñando...   -89-   Ya voy siendo vieja, con mis veintiséis años, tan llenos de ilusiones, cavilaciones y lecturas... malsanas. Sí, malsanas. Ahora lo comprendo. Antes halagaba mi orgullo esto que la soledad de mis montañas me hacía sentir y pensar. El no ser una de tantas era un placer íntimo que compensaba los dolores de mis meditaciones y réveries melancólicas... Ahora... todo eso es agua pasada. No me creo más por cavilar más que cualquiera de esas señoritas vecinas de estos valles, que sueñan con los bailes de la capital del distrito, cortan vestidos por los figurines y tocan el piano con mucho sentimiento. Soy de otra manera, pero no soy mejor. ¿Qué soy yo, en resumidas cuentas? Confesémoslo: una bas bleue... solapada, subrepticia; una literata que viaja de incógnito. No publico mis ideas, mis sabidurías... ni suelo siquiera escribirlas; pero dentro están. Soy, ¡horror!, una mona sabia de la... prensa... in fieri (¡qué vergüenza, hasta sé lo que es in fieri!). No tengo yo la culpa. He vivido entre ustedes; me han dejado revolver libros, revistas de   -90-   mi padre, de usted, de otros amigos... Después, acaso la herencia, ¿qué sé yo? El caso es que no puedo serme más antipática. Compadézcame usted en esta situación; o el campo-prosa, mi enemigo, o yo literata, repugnante a mis propios ojos. Del campo-poesía, no hablemos. Eso lo último. Me asusta, repito. No quiero, no quiero sentir otra vez aquellas cosas... que, además, ahora, sentiría de otra manera... más gastada, más recelosa, más cansada de la tristeza y de la duda que traen los pensamientos sutiles, complicados, o vagos... indecisos... Usted me entiende. ¡Oh!, eso ya lo sé. Menos mal. En consecuencia de todo lo dicho, mándeme usted libros. Pero libros... que no sean literarios, ni útiles, ni de pensar mucho, ni de ponerse triste, ni menos de bromas y bobadas. ¡Ah!, y nada de novelas, ni buenas ni malas. Prefiero la historia... aunque tampoco la leo cuando tengo este humor. La historia... Sí; volvería a ella si no fuese de hombres, de picardías, de lucha por la existencia... No; no estoy para eso. Libros... ¡de   -91-   otra cosa! No quiero versos. Para eso tengo la naturaleza de marras. Quiero... yo no lo sé. Pero usted lo sabrá, que para eso ha sido en cierto modo mi maestro de literatura... malsana. -ELISENA




- II -

Mi querida Elisena: No te mando libros... porque ahí los tienes; no te quejes de los libros que posees, sino de los que te faltan. No es lo malo ser letrada (dejemos lo de literata), sino serlo de mala manera. Si leyeras como la hermana de San Leandro, no te sentirías hastiada de las letras... «Ut postquam oraveris, legas; et postquam legeris, ores». Sí, componte de modo que, después que hayas orado, leas; y después que hayas leído, ores. Tú no has hecho más que leer y leer... y no has orado, o lo has hecho mal, distraída, o exaltada; te falta el ten con ten de discurrir y contemplar, de entender y de amar... Vamos al remedio. No tires al alto esta carta al llegar aquí, creyendo que, como Hamlet a Ofelia, te mando meterte en   -92-   un convento, ni mucho menos te aconsejo que te dediques a neomística, decadente, de la clase de degeneradas, según Nordau; nada de eso. Lo que has de hacer es lo que sigue:

Sube al despacho de tu padre; en aquel rincón de la biblioteca donde están los pocos libros de la familia de tu madre (q. e. p. d.) busca una obra en cuatro tomos, en cuarto, de canto dorado, con el lomo muy pintado de arabescos, dorados también. Aquello es La leyenda de oro. Pues eso. ¿Te quejas? ¿Te parece ñoño, viejo, naif, el libro? ¿Qué dirías si te mandase buscar en el estante de los libros vetustos Leyenda áurea, por Santiago de Vorágine?

Así como cuando te daba a leer el Amadís de Gaula, no te pedía que imitases a la madre del caballero andante, tu tocaya, siendo monja en casa, sin votos y sin rejas, para acabar por ser enamorada sin penas ni recato, tampoco te pido ahora que pretendas emular las virtudes de los Santos cuyas vidas vayas leyendo. A tu edad, y con tu experiencia literaria, ya no se lee por copiar,   -93-   ni de obra ni por escrito, lo leído. La lectura para el que sabe distinguir la vida de los libros, ya no es una sugestión hipnótica, sino una influencia de aluvión, a la larga y sin extremos. No quiero que te excites con el ejemplo de la santidad como una chiquilla histérica de quince años. Nada de pasiones de colegiala. No lo temo de ti. Lo que busco es un calmante. Cierta virtud sedativa. En el mundo no ha vivido racionalmente nadie más que los buenos. Todos los más, genios, conquistadores, sabios, poderosos, si no han ajustado su conducta a la ley del deber como pensamiento capital, constante, han vivido como locos.

Hay un no sé qué de desmayado y feo, pueril y superficial, en el espectáculo que ofrece el mundo que piensa en todo, profundiza en todo, prevé, previene, acierta, tramita, sabe, goza, y sólo se olvida de sujetarlo todo a una regla superior de obligación, penosa las más veces, siempre presente, siempre eficaz. No ser santo es deslucirlo todo. Hastío, cansancio, desengaño,   -94-   duda, vacilación, náuseas morales como las que tú sientes... ¡Es natural! Porque no somos santos. Pensamos bien, vivimos mal. De ahí el tormento. Esa humillación en que te ves ante la naturaleza poética, honda, metafísica, y ante el campo útil, aldeano, montaraz, nace de eso: de que pensamos como sabios y vivimos como necios.

Cuando hayas leído los cuatro tomos de La leyenda de oro, verás que allí lo más notable no es la forma histórica de las creencias de los buenos, sino el fondo de la virtud, siempre igual, siempre en lucha dolorosa con tendencias pecaminosas, con debilidades de la carne; y, después, victoria del ánimo piadoso y humilde. No quieres leer historia porque está llena de picardías... pues La leyenda de oro está mezclada con la historia; habla también de tiranos, de sangre, errores y pasiones terribles... y de camino va trazando una estela de luz entre todas estas tinieblas, la vía láctea espiritual de los innumerables mártires. ¡Sí; cuántos mártires, cuántos buenos, humildes, en pueblos   -95-   y más pueblos! ¡Qué sublime democracia la de los héroes de La leyenda de oro!

Un librepensador superficial verá en esas historias biográficas, la superstición, las fórmulas idolátricas, los pecados convencionales, las virtudes inútiles; llamará muchas veces tontos a los santos; pero tú, aunque piensas a tu modo, no eres superficial, si quieres no serlo, y sabes dar al símbolo respetable, lo que es del símbolo, y olvidar la limitación intelectual en gracia de la grandeza ética.

Acaso te impacientes, y digas: -¡Es esto tan largo, tan monótono! Estos justos se parecen como gotas de agua; abruma esta virtud tan poco accidentada, nada pintoresca. Y además, ¡son tantos! Edificarían más si fuesen menos; pero después de leer cientos y cientos de vidas perfectas... parece una vulgaridad la perfección.

Así hablará tu vanidad y así hablará la envidia. En esa abundancia monótona está lo más eficaz del efecto saludable que busco. Por de pronto, la ausencia de lo pintoresco   -96-   te hará ver que no se trata de un recurso más para distraerte, para alimentar la curiosidad estética. No es que no haya belleza, y belleza sublime, en el fondo de las vidas de santos reunidas en el montón confuso de La leyenda de oro; pero no es belleza rebuscada, artificial; se nota después de prescindir de buscarla... El santo es bello... por añadidura. El santo dilettante que buscara en su virtud efectos estéticos, merecería siempre la censura con que San Francisco castigó la afectación de uno de sus compañeros. Tomás de Celano, el autor del Dies irae, el primer historiador del Cristo de la Edad Media, hablando de este caso, dice: Cavenda singularitas, quæ nihil aliud quam pulchrum præcipitium est...; hay que guardarse de la singularidad, que no es más que un hermoso precipicio.

Sí, mi querida Elisena: la belleza de la santidad está en el fruto, no es una flor. Una leyenda de oro, con adornos literarios, escrita con coquetería mística, sería una equivocación artística. Así como los clásicos tienen un género de belleza que no echa de ver   -97-   el vulgo moderno, belleza que está escrita con cierta serenidad y sencillez principalmente, así la hermosura de La leyenda de oro está en recóndita región a que sólo llega el espíritu moralmente clásico. Créeme que serás mejor, y no sólo esto, sino más sutil en el gusto, cuando llegues a leer con detención todas sus páginas monótonas, que no se cuidan de halagar el gusto del esteta superficial ni de atenuar las creencias que chocan al librepensador frío, intolerante y geométrico.

Y ahora insisto en hacerte pensar lo que importa el que sean muchos los santos, larga la historia de tanta obra buena.

Tú, de seguro, te crees en el fondo, de una élite moral, uno de los seres excepcionales que hay en este mundo tan lleno de morralla intelectual. Aunque sea a costa de dolores, injusticias y sacrificios, siempre halaga ser, o creerse, miembro de una aristocracia moral.

Esta opinión, tan generalizada entre pensadores y artistas, de que son unas cuantas docenas en el mundo las personas espiritualmente   -98-   distinguidas, aparte, dignas de sendas torres de marfil, es en el fondo pura vanidad, que se viene abajo repasando la historia de los santos ingenuos, incapaces de la pose de que difícilmente se libran filósofos y artistas. Los santos, no sólo son docenas, son miles; y son mucho más distinguidos y aparte que los más refinados estetas y catadores de quinta esencia. Yo no te niego que el burgués, el philistin, el snob, etcétera, etc., existen y sean cosa muy diferente de los Flaubert y otros como él, que tanta importancia han dado a esta separación de razas morales. Pero no es gran cosa sentirse superior, comparándose con la turbamulta de almas groseras, apenas diferenciadas de la pura animalidad, seres egoístas, instintivos que por todas partes nos rodean. Compárese el más delicado en materia de distinción intelectual y estética con cualquier santo, por inocente que este sea, y verá que esa santidad supone una verdadera y superior selección espiritual, sólo por el hecho sublime de creación en que consiste la práctica de la   -99-   virtud. El paso de la teoría a la obra es la más grande creación artística; no hay más delicado y fino arte que el hacer un poema del bien obrar de la propia existencia, y eso hacen los santos. Las misteriosas grandezas que al justo le pasan por el alma para fortificarle en la virtud y hacerle perseverar en la victoria sobre el egoísmo, el pecado, la tentación, son lo más hermoso, selecto, exquisito en la belleza que podemos imaginar en lo humano; y todas las profundidades y complicaciones estéticas del alma escogida que no llega al bien obrar constante, a la lógica de la práctica, a la ecuación del pensar, sentir y hacer, son bien poco, en frente de la realidad de la vida justa.

Creo demostrado que los santos son mucho más estéticos, refinados en lo bello y distinguidos que los más alambicados psicólogos de la vida contemplativa, profana, artística, que contradicen con hechos pecaminosos, mezquinos, la grandeza de sus pensares.

Pues si los santos son más élite que los artistas y pensadores, ¡qué lección para la   -100-   vanidad de estos que se creían lo mejor, y no pasan de algunas docenas, ver que ha habido centenares y centenares de espíritus mucho más finos y clásicos, selectos, la multitud de santos, los innumerables mártires!

Por eso te decía que cuantos más bienaventurados, mejor. Que te abrume la muchedumbre de santos...; eso es lo que conviene para que te encamines a la humildad, que no tiene nada que ver con esa humillación que sientes ante la naturaleza poética... y ante la naturaleza prosaica. Y basta de sermón por hoy. Tu amigo y consejero, -ELÍSEO.




- III -

Amigo Elíseo: Videor meliora, proboque, deteriore sequor. Quiero decir, que su carta de usted me hizo ponerme como una amapola. Es usted un buen predicador... de lija. Los sermones de usted son buenos para encender cerillas. Pero... deteriore sequor, esto es: tiene usted razón en todo... pero no me   -101-   decido a tragarme así, de repente, los cuatro tomos a dos columnas de La leyenda de oro.

Necesito, por lo menos... una propedéutica, como ustedes dicen. Una introducción, como dice mi primo el krausista. Me gusta eso de leer vidas de santos, no para procurar así, de buenas a primeras, ser como ellos; pero así como se dijo «calumnia, que algo queda», comprendo lo de «edifica, que algo queda». Aquello de Pascal de comenzar por cumplir con las ceremonias y preceptos rituales de la fe positiva, aun antes de creer, tiene su parte de mala pedagogía, a mi ver, pero en otro respecto, el que se relaciona con lo que tratamos, tiene su profundidad. Si no leyesen libros piadosos, de ejemplos de virtud, más que las almas decididas a emprender la vida beata, no tendría tantas ediciones el Kempis y el Año Cristiano. Bueno es que lean vidas de santos aun aquellos pobres espíritus que estén lejos del valor de obrar bien, con la debida constancia; algo les quedará; por de pronto, esa especie de música moral de las buenas acciones que halaga   -102-   hasta los sentidos de los débiles de voluntad, que lleva al alma cierta serenidad propicia a la buena siembra, como en el campo el tiempo tibio. Yo me declaro, sin pretensiones de humilde, inferior a ese estado estético en que La leyenda de oro puede gustar como la Iliada. Reconozco toda la verdad de lo que usted dice... pero yo no llego ahí. No seamos bruscos, trachants. Dupanloup, que me era muy simpático, me echó un jarro de agua fría diciendo en cierto prólogo para la vida de la beata de Chantal, que debe escribirse la vida de los santos sin aderezo literario, no para producir efecto artístico, sino para ganar almas. Buen cristiano, pero mal pedagogo. En el cayado del buen pastor, la parte curva, aquella voluta preciosa, el gancho, representa el arte. Para las almas ya superiores, que no necesitan el gancho de lo bueno, en buen hora, que sobre todo lo que no sea la sublime clásica sencillez de la narración, escuela de la virtud obrando. Pero en el mundo hay más. Lo más del mundo necesita ser atraído de otra manera. Hágame usted el favor de   -103-   decirme que tengo razón, como yo reconocí que usted la tenía. Y en su consecuencia, envíeme libros que hablen de santos... pero de cierta manera, no con vanos adornos de trapo, de retórica nueva, como cierta vida de Cristo de un Obispo retórico e incorrecto como él solo: no, no es eso. Libros en que por arte, por erudición, renazca la vida real del santo, se le vea resplandecer en el mundo tenebroso que le rodea. Yo sé que hay libros de esos. Vengan. Su amiga dócil, -ELISENA.




- IV -

Querida Elisena: Puedo transigir con tus deseos de que se te prepare el camino de La leyenda de oro con libros para ti de una cómoda lectura, gracias a que las letras hoy nos ofrecen lo que tú pides, sin perjuicio de lo que yo te recomiendo. Empezando por la de Jesús, la vida de los santos se escribe ahora, por algunos historiadores artistas, de manera que, sin degenerar en romántica, narración fantástica, con más o menos preciosos   -104-   cosméticos de retórica, junta al rigor histórico, más escrupuloso que nunca, atractivos semejantes a los que pueden ofrecer esas novelas noblemente realistas, de estudio arqueológico, como algunas de Flaubert, por ejemplo. Contribuye a esto, no poco, el más exacto conocimiento de la vida real que se pinta, y después, cierto espíritu de racional tolerancia y simpatía humana que se nota, lo mismo en los que escriben con independencia absoluta de criterio, que en los voluntariamente sometidos al de una confesión determinada. De otro modo; el pensador libre, sabe, penetra y ama el espíritu de fe, que en cierto sentido no comparte; defiende, ante todo, lo que considera la verdad, pero no busca, con maliciosa complacencia, máculas, desencantos, motivos de duda o de censura; ni consagra su trabajo especial, su inteligencia y su corazón a héroes y heroínas morales que no le entusiasmen y enamoren, siquiera sea desde un punto de vista puramente personal, no el corriente entre los fieles de aquella creencia.   -105-   Y el ortodoxo, sin abandonar nada de lo que sea esencial en su doctrina, sin hacer traición al credo que confiesa, hace generoso alarde de tolerancia, de análisis vigoroso y delicado, y pudiera decirse caritativo, que sabe distinguir la verdad, la bondad, la belleza, donde quiera que estén, y aunque sea a costa de separarlas de otras cosas que para él tienen áspero contacto, como son la herejía, la incredulidad, etc. No aplica el historiador liberal independiente a los asuntos cristianos y tradicionales en que se emplea, inoportuno vocabulario de modernísimas tendencias, ni ideas ni tecnicismo que presuponen algo muy extraño a las ideas y sentimientos del tiempo y de los hombres cuya historia explica; ni el historiador creyente deja de buscar el predominio de aquellos elementos puramente naturales que a todos pueden convencer, persuadir e interesar, procurando huir también de exageraciones simbólicas, de formas de panegírico oficial que para los lectores de cierta clase, hoy muy numerosos, son petición de principio, y lo que   -106-   es peor, motivo de previo disgusto, causa de que se abandone la lectura. De otro modo; el sentimiento religioso común a todos, uno y otro lo cultivan; el librepensador procura esconder las uñas del análisis destructor, frías y aceradas; transige, en cuanto puede, con el entusiasmo de la fe; y el ortodoxo reconoce, en el que no lo es, al hombre, al hermano, y procura mostrarle que, aun prescindiendo del especial atractivo de gracia mística que los fieles gozan, hay en la vida natural de los santos y de las instituciones piadosas, belleza y majestad que debe seducir a todo espíritu recto, despreocupado.

Pensando en todo eso y mucho más, querida amiga, he escogido para ti algunos libros de los recientes en que verás ese equilibrado ánimo de tolerancia y transacción de que te hablo; y hallarás también la belleza austera, y con todo, graciosa de la pura historia, que para tener el encanto de la novela no necesita fantasear una realidad, sino copiar bien lo que ha existido.

Es cualidad común de muchos buenos   -107-   historiadores modernos, que sus narraciones y descripciones sean artísticas, parecidas a la literatura épica; no gracias a falsos discursos, disertaciones retóricas, fingidas aventuras, leyendas nada probables y otros análogos recursos, sino por el vigor y exactitud del documento, de la crítica, de la observación. Lo que es en la historia, esta virtud realista de la estética no podrá negarla nadie; aumentan el interés, la vida, el movimiento, el colorido de nuestras historias modernas, porque se parecen más que las antiguas a lo que, en efecto, sucedió en el mundo. Pues en la parte de historia que hoy se escribe con asunto religioso sucede lo mismo. Y de ello son testimonio los libros que se conocen.

Hablemos ya de ellos.

Extrañarás el asunto de algunos, que no es la vida de tal o cual bienaventurado. Con intención van esos: empieza por ellos. Para hacer boca, te recomiendo esos viajes de Bourget a través de Italia. Camina por tierra no muy trillada por viajeros vulgares, por   -108-   snobs y turistas de acarreo, pero bastante por santos de los mayores, por mártires muy antiguos, y además tierra en cuyos templos los pintores de veras cristianos dejaron plásticas señales de la piedad de tiempos remotos.

Lee después La Italia mística, de Gebarth, y Alrededor de una tiara, del mismo. El primero de estos libros es la Historia animada, elocuente, de aquel renacimiento de piedad que apareció en la Península italiana alrededor del siglo XIII, y el historiador artista nos hace conocer y amar en la intimidad de aquellos espíritus nobles a los más insignes varones de entonces, gloria del cristianismo: las dos principales figuras que te encontrarás en esa obra son San Francisco de Asís y Dante.

Alrededor de una tiara es un hermosísimo cuadro histórico y psicológico en una novela; en una de estas novelas arqueológicas que ahora vuelven a cultivarse con esmero y cariño y por manos expertas en la historia y en el arte. Se trata aquí de un idilio en que   -109-   aparece la gran figura del Papa Gregorio VII, sin la falsa aureola de la apología polémica, pero con la aureola que la realidad ciñe a su persona, aureola de santidad austera, de sublime energía y no de abstracta perfección.

Más adelante pienso enviarte nada menos que la Historia de los Papas desde el fin de la Edad Media, magistral monumento histórico en que trabaja el insigne profesor católico de Innsprück, Luis Pastor, protegido en su obra por León XIII, que le ha abierto ciertos secretos de los archivos del Vaticano, y que le bendice en un breve que encabeza el libro; a pesar de que, como imparcial historiador, el sabio insigne dice verdades a todos, y no oculta los defectos, vicios y errores de sus correligionarios, por alta que sea su jerarquía en la misma Iglesia. Mas, gracias en parte a eso mismo, ¡cuánta autoridad adquieren las nobles y elocuentísimas defensas que Pastor escribe de los grandes campeones cristianos de aquellos tiempos!

También en otra remesa irá la sabia crítica que el ilustre hispanófilo Arturo Farinelli   -110-   ha escrito y publicado en un folleto acerca del último tomo, hasta ahora, de la historia de Pastor; tomo que trata de los Papas del Renacimiento.

Esos dos volúmenes, de lujosa pasta, con elegancia impresos, han de llamarte la atención desde luego, y comenzada su lectura, no podrás dejarla sin que llegues al fin. Ya lo ves en esas letras de oro: Santa Teresa her Life and Times. Su vida y su tiempo.

¿Autor? La simpática, piadosa y diligentísima escritora Gabriela Cunninghame Graham, entusiasta de España y que en Londres dio célebres conferencias acerca de nuestra literatura. La señora Cunninghame es alma independiente, religiosa y ejercitada en buena y liberal filosofía; pero los ortodoxos, si no son fanáticos, pueden leer sin miedo esta hermosa historia de Santa Teresa, dedicada a un canónigo de Valladolid.

La ilustre dama extranjera conoce palmo a palmo el territorio castellano, en que la vida purísima de la santa fue ejemplo perdurable de virtud y místico amor, y pocos   -111-   libros de este género estarán tan sólidamente fundados en información inmediata, escrupulosa y perspicaz. A este mérito añade la obra, entre muchos otros, el de una caritativa imparcialidad y el de un buen gusto piadoso que desecha, lo mismo la superchería de peligrosa devoción irreflexiva, que la crudeza de cierta fisiología, de buen grado impía, que pretende que sean equivalentes los designios de la santidad más original y misteriosa y las tristes expansiones del histerismo.

Después que hayas saboreado esas páginas en que tan a lo vivo se guardan reflejos purísimos de la mística influencia de Teresa de Jesús, pasa a deleitarte leyendo esos dos libros en rústica y en francés, en que se pinta la vida del otro gran amante de Cristo, de Francisco de Asís.

San Francisco de Asís es el santo que más atrae la atención en nuestros días, y es natural que esto suceda en tiempos cuyo problema capital es la cuestión de pobres y ricos, de la distribución de los bienes terrenales.   -112-   Jesús dijo: «Mi reino no es de este mundo»; pero es una falsa interpretación de esta frase el creer que significa abandono, desprecio de la triste humanidad en sus luchas por el pan de cada día; todo lo contrario: la doctrina cristiana, en su aspecto moral, tiene, en lo que más la caracteriza, el más íntimo jugo de la llamada cuestión social. Jesús, al decir que su reino no es de este mundo, abandona la coacción, el poder exterior, mecánico, político, y va a la conquista de la sociedad por el único camino seguro, por la perfección de las almas. En la cuestión social hay dos elementos: el técnico (en parte económico, en parte dependiente de otros muchos factores de progreso y dominio de la naturaleza) y el jurídico; es decir, el de la voluntad dirigida al bien, y el que depende de la mejora del espíritu.

Pues bien: en este segundo elemento, la solución cristiana es la fundamental, la seria, la ineludible. San Francisco de Asís recogió esta parte de la herencia del Maestro; el Cristo de la Edad Media es el Cristo ebionita,   -113-   el más auténtico. San Francisco, cual deben ser los verdaderos héroes, según Carlyle, es hombre práctico, no mero soñador; sus deliquios místicos no impiden y entorpecen como en un Hamlet, el fin real, de interés positivo, externo, que persigue. San Francisco es el santo demócrata (no es exacta la palabra por lo que significa de político) por excelencia y es el santo realista-idealista por excelencia. Por eso nuestra generación está enamorada de ese santo. Mas no quiero seguir hablándote por mi cuenta del sublime menor; quiero saber lo que a ti te inspira la lectura de esas vidas del santo que te envío.

Lee primero la Histoire de Saint François d'Assise, par l'abbé Leon Le Monnier, curé de Saint Ferdinand-des-Thermes. Ya ves que son dos tomos, pero no son más que un trago, ¡y qué deleitoso!

Te enamorarás piadosamente del Santo y del historiador. ¡Qué modelo de pastor de almas se adivina detrás de ese estilo puro, noble, sereno, que hasta en la elocuencia va ejercitando la piedad! ¡Cuán lejos estamos   -114-   con el cura Le Monnier, del apologista fanático, rutinario, intransigente, pedante, ávido de polémicas, cruel con el enemigo, que impone su creencia como una especie de coacción moral; que se vale de la superstición, del miedo, de la ignorancia, de la sugestión secular por ciertas doctrinas ejercidas!

Le Monnier es un alma beata y un alma poética; la sencillez de su relato es clásica a fuerza de ser evangélica. ¡Qué bien penetra el espíritu del poeta y del santo que se llamó primero Juan Bernadone!

Todas aquellas cualidades de imparcialidad y de tolerancia, rigorismo histórico y noble realismo de que te hablaba antes, las encontrarás en la Historia de Le Monnier. Sabe dar a la fe lo que es de la fe, a la leyenda lo que es de la leyenda y a la verdad siempre lo suyo.

Mucho anhelo leer lo que tú sientes y piensas del San Francisco de Le Monnier y del Le Monnier de San Francisco. Tal vez le des el premio extraordinario.

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Pero digas tú lo que quieras, en estos últimos años es Pablo Sabatier quien se lleva la palma entre los historiadores del héroe cristiano de Asís.

Pablo Sabatier no es teólogo, ni ganas, según él mismo dice, en carta con que mucho me honro; es alma independiente, pensador original, historiador muy documentado, escrupuloso como erudito, liberal y de noble latitudinarismo en cuanto filósofo y artista. A su Vida de San Francisco acompaña larga y eruditísima disertación crítica en que se examinan las fuentes de la literatura franciscana con todo el rigor técnico necesario. Tal vez para ti sea esta parte menos luminosa que lo demás de la admirable biografía; pero debes reconocer que la historia, según hoy se hila, no puede prescindir de este examen concienzudo.

El mismo Sabatier acaba de publicar, como apéndice a su libro, un folleto que se titula Un nouveau chapitre de la vie de Saint Francois d'Asise. Lleva este epígrafe:

«O mío fratello, o bel fratello, o amor   -116-   fratello, fammi un castello che non abbia pietra e ferro. O bel fratello, fammi una cittade che non abbia pietra e legame».

Estas palabras de Egidio, el dulce místico, el discípulo bien amado de San Francisco, encierran un símbolo profundísimo en su sentido, de la espiritual construcción de los menores. Castillo y ciudad sin hierro ni piedra ni madera es la Iglesia para las almas grandes que han sabido ver en ella su idealidad pura, y no un vulgar cuerpo de carácter político... Pero repito que no quiero hablar todavía de estas cosas. Antes, vengan tus impresiones respecto de los libros que te envío, particularmente de los de Le Monnier y Sabatier.

En cuanto al folleto muy reciente del que ahora te hablaba, te diré que no puedo enviártele porque no es mío el ejemplar que tengo. De su muy hermoso contenido te hablaré en otra carta cuando conteste a la tuya, que con ansia espera tu buen amigo, -ELÍSEO.



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- V -

Querida Elisena: ¿Quiere decirse que he de acceder yo siempre a tus antojos y tú no has de hacer caso de los míos? Ahora te niegas a explicarme tus impresiones después de la lectura de esos libros que te he enviado, y exiges que cuanto antes te dé cuenta, en resumen, de este folleto de Sabatier, que no puedo regalarte. Sea. Pero la palabra es palabra. Más adelante, cuando hayas pensado ordenadamente todas esas cosas de religión, de caridad, que ahora dices que te llenan la cabeza en montón confuso, me escribirás largo y tendido. ¿Quedamos en eso? Pues, ahora cumplo yo tu capricho.

Recordarás aquel interesante momento de la historia de los Menores en que un grupo de mendigos a las puertas del palacio pontifical de Letrán solicitan, en vano, hablar con el Papa, el gran Inocencio III; pues aquellos pobres hombres, con los cuales estaba San Francisco, seis años después eran asombro de   -118-   la Iglesia por sus virtudes y por la multitud de adeptos que, con la elocuencia de la caridad, de la humilde pobreza, habían reunido.

Tan rápidos progresos, que constan ya en el célebre libro llamado Fioretti, no merecieron crédito a los mismos Bolandistas, que encuentran inverosímil el número de hermanos ganados tan pronto para la obra de San Francisco. Papini, apasionado en contra, afirma que no serían cinco mil, sino quinientos, aquellos imitadores de Cristo.

Mas tales dudas y negaciones quedan deshechas por un interesante documento publicado, primero por el marqués de Saint-Geuvis y reproducido por R. Rœrich. Se trata de una carta de Santiago de Vitry, que llegó a Perusa el mismo día de la muerte de Inocencio III, y vio la elección de Honorio III.

Uno de los muchos motivos por que son dignos de compasión los fanáticos es la ceguedad que les impide ser justos con los adversarios y ver las grandezas cuando son del enemigo.

Inocencio III, para muchos librepensadores   -119-   de escalera abajo, no es más que el representante de la tiranía pontificia, de la política teocrática. El mismo Leconte de Lisle, gran poeta, a mi ver, pero espíritu poco flexible, en una hermosa poesía en que Cristo se aparece a Inocencio III (podrás leerla en la Revue des Deux Mondes), pinta al Papa como defensor del cristianismo, sí, pero por medios que Jesús no aprueba. Inocencio III y Gregorio VII han sido injustamente maltratados, estudiados superficialmente por muchos historiadores vulgares, de un progresismo plebeyo, injusto y limitadísimo.

Digan lo que quieran, Inocencio III anhelaba elevar el corazón del sacerdote a la dignidad de su misión, reintegrar el cuerpo aparente, visible, de la Iglesia al alma cristiana, que es la ciencia principal de la congregación de los fieles. El Concilio de Letrán fue un sursum corda, un esfuerzo de piedad, de entusiasmo, para conseguir la deseada reforma que tanto necesitaba la cristiandad de entonces. El Papa era el espíritu de aquella gran asamblea; por sugestión   -120-   suya, le seguían todos en el entusiasmo místico. Inocencio, con palabras de Cristo, les expresaba su íntimo anhelo: Desidereo desideravi manducare vobis cum hoc pascha.

Se acercaba la muerte. El poder temporal parecíale al juez defensor de este baluarte de la Iglesia militante deleznable, insuficiente; no bastaba reinar por el poderío: había que llegar al imperio de la humildad, de la caridad, de la resignación, del dolor. Inocencio III quería en estas supremas horas ser el primero, por la paciencia, por el sufrimiento. Su misión, más alta, parecíale que comenzaba entonces; quería reconciliar a Pisa y a Génova y preparar la cruzada acordada por el Concilio... Dios no le dejó llegar a esta tierra prometida. QUAQUAM DESIDEREM IN CARNE PERMANERE donec consummetur opus inceptum, veruntamen non mea, sed Dei voluntas fiat. Así habla Inocencio en un sermón al Concilio. Palabras sublimes que pueden ser el compendio de la vida religiosa, que ni se precipita en las últimas consecuencias del ascetismo, ni otorga a la vida individual   -121-   terreno, más valor del que tiene. IN CARNE PERMANERE; donec consummetur opus inceptum. Ahí tienes, Elisena, el por qué legítimo del buen deseo de vivir: estar ligado a la carne, mientras, por medio de ella, podemos hacer algo útil en el mundo. A través de tantos siglos y de ideas bien diferentes, se dan la mano este propósito del Santo Pontífice de la Edad Media y el concepto de la vocación del verdadero filósofo, que un moderno pensador expresaba hace pocos días (en la revista francesa de Metafísica y moral: La actitud filosófica), reconociendo que la vida orgánica, según él, de armonía, nos obligaba a ver en nosotros mismos como lo esencial, lo no egoísta, el lazo del ser que misteriosamente nos une en dependencia y subordinación con lo fundamental, pero sin que debiéramos desdeñar, y aun combatir, como el asceta, toda dicha terrenal, de la que gozamos por los sentidos; porque, como estamos condicionados aun en lo moral, en lo que llamamos espiritual, por el mundo exterior, de este y sus medios necesitamos y debemos   -122-   utilizarlos, siempre con un aprecio secundario, sin olvidar su carácter deleznable. Es decir, de otro modo: IN CARNE PERMANERE donec consummetur opus inceptum. ¡Quiera Dios, Elisena, que este criterio me guíe siempre en el libre apego a la vida que conservo! Déjeme el Señor, mientras los míos me necesiten (ya que no tengo cura de almas). IN CARNE PERMANERE...

Pero Dios tuvo otra voluntad respecto de su siervo Inocencio, y este falleció en Perusa, adonde, por aquellos días, había acudido también San Francisco.

Y llegaba a tiempo; la corte pontificia, los familiares del grande hombre, que moría dejando colmados de bienes a sus servidores (circa familiares suos liberalissimus extitit, comferendo illis beneficia et honores) abandonaban el cadáver, que ya no les ofrecía jugo crematístico, a las irreverencias de lacayos desvergonzados. Parece que era la costumbre. El siervo de los siervos de Dios quedaba abandonado como un perro, peor que el mendigo más miserable. No lo digo yo, ni lo   -123-   dice Sabatier: lo dice el Hermano Mansueto: Dixit etiam dictus frater Mansuetus, quod nullus mendicus, ne dicam nullus homo, miserabilius et viliius moritur quam papa quiqumque.

De esta manera murieron Honorio III, Gregorio IX, Inocencio IV. «In obito suo (el de Inocencio IV) omnes familiares sui deseruerunt eum PROETER FRATRES minores». A la muerte de Inocencio IV le abandonaron todos sus familiares, pero no los hermanos menores. Et similiter papam Gregorium, et Honorium, et Inocentium (III) in cujus obito FUIT præsencialiter S. Franciscus. San Francisco presenció la muerte de Inocencio III, abandonado de los suyos, tratado después de muerto, peor que el último mendigo. ¡Qué cosas, Elisena, habrán pasado por el alma del ebionita, del pobre entre los pobres, viendo el cadáver de un Vicario de Cristo en aquella humillación suprema! ¿Serían ideas amargas, sentimientos de desesperación, de odio a la humanidad sacrílega, ingrata...? ¡No lo creas! Perdonar, siempre perdonar; amar, siempre amar. Esos miserables, esas piaras   -124-   sacrílegas nunca saben lo que se hacen. Por mucho que desciendan, nunca dejan de ser hijos de Dios. Y en cuanto al aspecto de humillación póstuma que le ofrecía el sucesor de Cristo, ¿qué había de pensar y sentir San Francisco, sino que aquel abandono, aquella pobreza, aquel escarnio eran apoteosis, rumbo celeste, entierro cristiano de un discípulo de Jesús?

No; estos grandes héroes como Carlyle decía, no se detienen jamás a maldecir la pequeñez humana; no pierden el tiempo en despreciarla; tal como es la saben amar y desvivirse por mejorarla un poco, poco que sea.

El muerto al hoyo. Inocencio ya está en al cielo; su lugar en la tierra lo ocupa Honorio III, y a él se dirige San Francisco, sublime inteligente, que siempre acude a los pies del Pontífice a pedirle gollerías para la salvación de las almas.

Francisco sabía que el Papa nuevo era de los suyos. Había dado a los hombres todo lo que tenía. Con hombres así le era fácil entenderse.

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«Santo Padre -decía el santo sin empacho-, para una iglesia vuestra que he reparado, en honra de la Virgen, madre de Cristo, pido a vuestra santidad una indulgencia sin oblación».

¡Sin oblación! Es decir, sin que costara dinero. Sólo un santo podía tener la audacia de pedir semejante cosa, allí, en aquel tiempo, en aquella corte donde había más canonistas financieros que cristianos, como los pedía en Letrán Inocencio III.

El pobre viejo Honorio, que lo había dado todo, no se atrevía a pedir a sus colegas que prescindiesen de lo más mínimo. ¡Sin oblación! ¡Indulgencias de balde...! Mucho pedir era, y aquellos señores...

-Y, vamos a ver, ¿de cuántos años ha de ser la indulgencia? -pregunta el Pontífice, que empieza ya a transigir.

-Santísimo Padre, no son años lo que pido; son almas.

-¿Y qué quieres decir con eso?

-Santísimo Padre, lo que yo quiero, si vuestra santidad lo permite, es que todos los   -126-   que acudan a aquella iglesia contritos y confesos y absueltos, obtengan el perdón de todos sus pecados, en los cielos y en la tierra, desde el día del bautismo hasta la hora de entrar en mi iglesia...

-Eso que pides no suele concederlo la curia romana...

-Señor, no lo pido yo; lo pide, por mi conducto, Nuestro Señor Jesucristo...

-Bueno; pues... te otorgo esa indulgencia.

Y el santo se salió con la suya. Que no era poca cosa. Él, que todo lo daba, todo lo pedía...

El perdón de todos en la tierra y en el cielo...

Y se volvió a su Porciúncula y... se celebró la gran fiesta, y la gracia del cielo llovía sobre los fieles que acudían en tropel a escuchar el himno sublime, semejante al de Salomón, que San Francisco dedicó a la gloria de su templo...

Si algún día, Elisena, me escribes hablándome de lo que te parece San Francisco,   -127-   acaso yo te conteste comentando esta su profunda política santa, que se apoya siempre en la autoridad exterior, en el Pontífice, en la ortodoxia, en la Iglesia docente, exterior, para hacer que corra por el mundo de los sentidos un destello, a lo menos, de la íntima bondad cristiana, de conciencia espiritual, inefable, invisible. ¡Cuánto hay que decir de la necesidad, trátese de individuos o de sociedades, de atender, para bien del alma, al mundo natural de los sentidos!... DONEC CONSUMMETUR opus inceptus... in carne permanere! Esto es lo que olvidan los grandes idealistas del anarquismo filosófico; mientras permanezcamos en la carne, hacen falta gobiernos, jerarquías, dominaciones. Bien lo vio San Francisco. -Tuyo, ELISENO.





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ArribaAbajoEl arte de leer

No me refiero al arte de leer en voz alta para los demás, ni siquiera al de leer para sí. No hablo del arte de cómo se ha de leer, sino del arte de lo que se ha de leer.

Libros como el de Legouvé y otros, pueden servir de guía a los que quieran leer bien en público. En efecto, como se ha observado ya muchas veces, son pocas las personas que saben leer para que otros los oigan; y es que se descuida por completo el arte de esta habilidad, como el de tantas otras. Así, por ejemplo: a los catedráticos se les exigen pruebas, más o menos seguras,   -130-   de suficiencia académica, pero nada que demuestre que han estudiado el arte de enseñar.

En muchos órdenes de la actividad se prescinde del arte correspondiente.

Esto sucede respecto del asunto de que quiero decir algo, muy poco, en comparación de lo mucho que se pudiera hablar de tan grave materia pedagógica.

Más importante que saber cómo se ha de leer, es reflexionar acerca de lo que se ha de leer.

¿Qué se ha de leer? Pensarán algunos: todo. El saber no ocupa lugar.

¡Oh!, sí. El saber ocupa lugar. Además, ars longa vita brevis, no hay más remedio que escoger, aunque sólo fuera porque no hay tiempo de leerlo todo. Pero, además, hay otros medios de selección. Hay que preferir lo mejor; y lo mejor, ya lo es en absoluto, ya por causas subjetivas, por razón de oportunidad. Hay que desechar lo malo, que puede serlo para todos, por sí mismo, o en relación a las condiciones del que leyere.

Cuando nos falta la experiencia, allá en   -131-   los primeros años de la juventud, y sentimos el acicate de la curiosidad universal y los impulsos de la vanidad pedantesca, y creemos, porque por lo pronto nos sobra vida, que la muerte es peligro remotísimo; nos lanzamos ávidos de ideas, emociones, noticias, a leerlo todo; sin orden, sin miedo, como el glotón devora sin acordarse de la condición flaca del estómago, sin pensar en la estrechez de los intestinos, sino en las anchuras de la gula.

¡Qué oportuna sería en tales momentos una sabia dirección que nos señalase lo que debíamos escoger para alimento de esta curiosidad, en sí generosa, pero llena de peligros!

Pero suele faltar toda vigilancia entonces. El padre que ve que su hijo lee mucho, se da por muy satisfecho, porque se compara con los que tienen hijos holgazanes que no quieren leer.

Se toma por carácter del mérito del trabajo el hecho material de la lectura. La irreflexión se deja engañar por la falta de lógica.

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¿Dónde está el saber que no aprendemos por la viva voz o por la práctica? En los libros, en la lectura. Luego el que lee está consultando con la sabiduría. Funesto paralogismo. El saber está en la lectura, pero es una especie, no el género; la necedad, la inmoralidad y otras cosas malas también escriben. Mientras no conste más sino que se lee, no se sabe si se hace algo útil; hay que ver la especie de lectura.

La mayor parte de los lectores no tienen más guía en esto que la casualidad. Leen lo que se presenta.

El lector malo, el lector desordenado, se distingue del que sabe cuánto importa escoger la lectura y leer en sazón, por multitud de signos.

Esos que leen en la cama para dormirse y leen cualquier cosa... son malos lectores. Vale más dormir y meditar que leer el libro que, por casualidad, está sobre la mesilla de noche.

En nuestro tiempo, más que antes, importa escoger por lo muchísimo que se publica,   -133-   por el arte de escribir, que va adquiriendo el vulgo de la literatura y de las ciencias, y por la falsa democracia del elogio de la crítica superficial y sin escrúpulos.

Por eso hoy, más que nunca también, hace labor meritísima el que se consagra a la policía literaria, y señala lo bueno y lo mediano y lo malo, y procura descrédito para lo que no merece ser leído.

Ya que falta selección en el lector, bueno es suplir, en parte, esta falta con las advertencias de la crítica concienzuda.

Hasta ahora lo más de lo poco que se ha hecho para separar lecturas de lecturas lo debemos a preocupaciones morales y religiosas. Gœthe, en su Dichtung und Warheit, nos pinta la extraña impresión que le produjo en su juventud el espectáculo de ver quemar públicamente una edición de cierto libro. Sin duda, en ese acto hay algo que parece repugnante: la violencia, la coacción que supone, el medio que se emplea, son, en efecto, poco agradables. Además, nos recuerdan hechos de barbarie y de fanatismo que tuvieron la   -134-   misma forma. Pero prescindamos de la hoguera: es indudable que no todos los libros son para todos, y que hay infinitos libros que no deben ser para nadie.

La libertad del pensamiento, de la prensa, etc., nada tiene que ver con que un padre de familia, v. gr., ejerza en su casa la previa censura para las lecturas de su familia. Y téngase en cuenta que no es sólo por motivos de moralidad y de fe por lo que debe desecharse tal o cual libro. Lo necio, lo insípido, lo adocenado, lo gárrulo debe proscribirse también. Y, además, una buena economía exige escoger, y dejar lo aceptable por lo mejor; en igualdad de circunstancias preferir lo conciso a lo prolijo. El criterio relativo tiene que estar aplicándose constantemente, y muchas veces habrá que dejar a un lado libros que no por eso se condenan en ningún sentido, ni moral ni literario, pero que no son útiles por circunstancias del lector o en competencia con otros preferibles.

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Es claro que no cabe señalar en absoluto reglas de preferencia, de selección, porque esto depende de las condiciones del lector; verbigracia, de la edad, del sexo, de la clase social, del oficio, de las aptitudes, etc., etcétera. Pero sí, se puede indicar algo respecto de ciertos estados y circunstancias que abarcan a muchas personas. Por ejemplo, se puede decir la clase de selección que conviene al hombre de cultura general, que no pretende ser sabio, pero sí, cultiva algún arte que exige ciertos conocimientos de lo principal que ha producido el ingenio humano. Se puede advertir cuáles son los peligros de la falta de selección en el erudito, y los males que a sí propio y a los demás puede causar si se entrega a la bibliomanía. Después, y con la base de ciertas reglas generales, puede entrarse en el estudio especial en que cabe la aplicación a lo particular, según su índole.

Pero esto ya sería objeto de todo un tratado.

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Muchas veces se ha preguntado cuáles son los libros que deben leerse, y hasta se suele suponer el caso de que no se disponga más que de cien libros.

Y aquí del riguroso orden numérico en que, cada autor, según sus aficiones, sus circunstancias, su religión, su patria, etcétera, etc., va dándonos la lista de los libros que deben preferirse.

Estimo ocioso y aun perjudicial semejante cómputo por varias razones.

Ante todo, no debe admitirse la hipótesis de no leerse más que cien libros. Toda persona medianamente ilustrada debe leer muchos más.

Son paradojas, salidas de gusto falso frases como aquellas: «Bastan la Biblia y el libro de cocina»; «con el Kempis y el Quijote hay bastante», y otras por el estilo. No; no hay en el mundo cierta media docena de libros que puedan suplir a los demás.

En esa lista de los cien autores siempre se notan omisiones imperdonables. Además, el orden de importancia de la lectura de   -137-   estas o las otras obras varía indefinidamente, según el lector de que se trate.

Nadie ha hecho una relación de estas sin imponer dogmáticamente preferencias subjetivas.

De modo que ni los libros que leerse deben son ciento, sino muchos más, ni cabe señalar con precisión autores ni orden de prelación.

Lo que sí debe aconsejarse a todo el que pretende ser espíritu cultivado es que no olvide por la lectura de muchas obras de segundo o tercer orden, para satisfacer la vanidad de conocer lo que conocen pocos, la lectura de los grandes hombres que han escrito libros y de los libros buenos que traten, mejor que otros, de las grandes cosas.

Si va mucho de lo vivo a lo pintado, va más todavía de la lectura directa, íntegra de los grandes autores, poetas, filósofos, historiadores, etc., etc., a conocerlos por lo que otros han dicho de ellos.

Homero vale mucho más que sus comentaristas. La filosofía de Platón y la belleza de   -138-   su forma no se conocen leyendo al mejor expositor de la filosofía platónica. Hay que conocer al monstruo siempre que se pueda.

A Dios gracias, la posteridad, en general, ha solido acertar al consagrar a los grandes hombres de las letras y de la filosofía.

Una gratísima experiencia me ha hecho siempre pensar, después de conocer directamente a un Homero, a un Platón, a un Shakspeare: Era verdad; esto vale lo que la fama ha dicho... y más acaso.

Es un consuelo, un gran consuelo, en medio de tantos engaños como trae la vida, que este criterio tradicional -en conjunto anónimo- que reparte la justicia de la gloria, sea casi infalible; es decir, que puede equivocarse, pero que nunca se haya equivocado. Tal vez hay en la Historia algún nombre obscurecido que merecía brillar; pero todos los grandes genios que brillan, consagrados por la posteridad, lo merecen.

Y son la mejor compañía. Procurad, en cuanto podáis, el trato constante de los genios. Es claro que en lo que se refiere a la   -139-   especialidad que se cultiva, los grandes autores no bastan; hay que conocer muchas cosas que sólo han tratado hombres de segundo orden. Pero en lo demás, en todas las humanidades que debemos conocer, pero que no es de nuestro oficio estudiar especialmente, mantengámonos siempre en la compañía de los más altos. No nos haremos por esto grandes hombres, pero el alma ganará mucho en ese ambiente.

Esta regla tan racional la siguen muy pocos, por motivos análogos a los que nos llevan a pasar la mayor parte de la vida ocupados en asuntos secundarios, temporales, dejando muy poco tiempo a la actividad del alma que más nos importa, a la que es más íntima en ella.

Un libro y muchos se podrían escribir haciendo ver cuánto progresa y mejora el espíritu con el trato constante de los héroes según el sentido que da Carlyle a la palabra. Para conseguir esto hay que sacrificar muchas cosas. La vanidad del erudito, del pedante, por lo pronto.

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Los grandes autores quitan el deseo de conocer a los de género inferior; atraen la atención... la aprisionan, y pensando, pensando en ellos, se va el tiempo.

Y el erudito, el que ha de asombrar al mundo con la multitud de datos, fuentes, citas... necesita detenerse menos con los pocos menores para poder hablar de los muchos medianos.

Renuncia a que le llamen sabio, sobre todo en estos días en que tanto se sabe de pormenores, de medianías, de hechos menudos, el que se pasa la vida leyendo, saboreando las obras del genio.

Los eruditos no suelen leer así. También la experiencia nos hace ver que por abarcar mucho no han podido sacarle todo el jugo que tienen a los mejores libros.

Lo peor es que siguen a los eruditos los aficionados, y todos van dando gran importancia a lo mucho; se quiere conocer a multitud de todos los géneros, y la prisa trae el expediente de la bibliografía, que hoy cuenta con excelentes aparatos para convertir a   -141-   cualquier curioso, en pocos años, en un índice de la biblioteca de Alejandría.

Además, ayuda mucho el psittacismo crítico; es decir, la opinión sugerida por la crítica tradicional. La mayor parte de los autores célebres ya están juzgados de mano maestra; se repite en otra forma, ese juicio... y a otra multitud.

Hay que huir de ese atomismo.

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Pero también es un extremo vicioso el que simboliza el vir unius libri. El hombre de un solo libro es temible en unas oposiciones de esas en que los jueces premian la retentiva. Al vulgo le deslumbra el hombre capaz de repetir un libro entero de memoria. ¡Apenas caben fechas, nombres propios, hechos, citas, en un libro! Al populacho de las letras le parece una enciclopedia viviente el varón unius libri. Los gacetilleros suelen reservar para él este epíteto: sabio.

El hombre de pocos libros (que no hay que confundir con el hombre de los libros   -142-   mejores) suele ser víctima del misoneísmo. Desprecia lo nuevo, y particularmente lo extranjero.

Esto de leer poco de lo extranjero, y ese poco atrasado, es vicio muy general en España. Yo he conocido profesores aplicados, hombres amigos de leer, que no ponían la menor diligencia en adquirir libros y revistas extranjeras. Para ellos como si el correo no pasara las fronteras. Se enteraban de la penúltima novedad cuando se dignaba traducirla mal cualquier revista indígena.

No falta quien escribe defendiendo este aislamiento.

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El tema es inagotable, pero los artículos deben tener fin.

Yo mismo no sé dónde ni cuándo he de tratar con más orden o detenimiento del arte de escoger la lectura.

Es asunto de mucho interés. El lector que lee cualquier cosa tiene la culpa de que haga el escritor que escribe cualquier cosa.

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No necesito decir que este artículo es un rasgo de abnegación; porque al predicar que se escoja la lectura de lo mejor, vengo a pedir que no se me lea.

Pero me queda la esperanza de que no se me haga caso... y de seguir pasando por donde pasan otros que tampoco merecen ser leídos.



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ArribaAbajoCartas a Hamlet

Revista de ideas



- I -

Todavía nos preguntamos, Señor, después de tantos siglos, las mismas cosas que te hacían pensar despierto y parecer distraído a los ojos de... los ciegos y palaciegos que te rodeaban, haciéndote más intensa la soledad de pensamiento en que vivías. ¿Por qué hablan solos pensadores y filósofos? Por eso: porque no hay con quien tratar. Por eso hablabas solo tú; por eso tu mejor filosofía está en un monólogo. Sin contar con que los diálogos suelen ser monólogos también cuando habla un hombre con un loro humano.   -146-   Sin ofender a los interlocutores de Sócrates sea dicho, en los diálogos socráticos de Platón, muchas veces, a pesar de tanto personaje y tanta conversación, a quien se escucha es sólo a Sócrates...

Como decía, todavía filosofamos. Poco y pocos. Leibnitz, un gran gastrónomo de ese café del espíritu que se llama la especulación pura, la libre metafísica, nos aconseja que no dediquemos cada día a la reflexión filosófica sino muy poco tiempo. Hoy siguen el consejo demasiado fielmente acaso, aun aquellos que son más asiduos en esa labor de hacer telarañas de ideas, que el vulgo no se explica: porque esas telarañas no sirven para cazar moscas. Hoy hemos abusado un poco de la teoría moral que quiere que el pensador, el sabio, el filósofo, el poeta, sean hombres como los demás, y se distraigan, se diviertan, pierdan el tiempo -y con él, a veces, el alma- para ser humanos, para aprender también en el gran libro de la vida. De tanto leer en el gran libro de la vida se resiente no poco la ciencia filosófica contemporánea. El pensador   -147-   que frecuenta el café desea poder llevar al café una filosofía que puedan comprender los demás parroquianos. De aquí la necesidad de una filosofía fácil que se entienda pronto. Peligro inmenso, porque con el solo hecho de necesitar ir al café, quedan fuera de concurso muchas filosofías.

Como hasta los pensadores tienen tantas cosas que hacer, se piensa poco. No hay tiempo. Si Kant no hubiera dispuesto de mucho más tiempo que nosotros, no hubiera tenido tiempo para probar, o poco menos, que el tiempo no existía fuera de nosotros. Hoy nadie duda del tiempo, porque no lo hay para demostrar que no lo hay.

Se piensa poco. Y piensan pocos. Aunque hay muchos librepensadores que defienden con tesón su derecho de pensar, no lo hacen por el huevo, sino por el fuero; es decir, no lo hacen para aprovechar su derecho, sino para que conste que le tienen. Se defiende la libertad de pensar... y de no pensar. Para los más es puro acto de abnegación, altruismo esa defensa; son capaces de dar su sangre   -148-   porque piensen libremente... los que tengan esa manía. Podría hacerse una estadística que sería enternecedora; esta: la de los buenos liberales que han muerto o padecido por la libertad de pensar en España, comparados con los contadísimos españoles para quienes ha servido prácticamente el derecho ganado con tan hermosa conquista.

Pero una cosa es pensar y otra afirmar, negar o tener sus dudas. La democracia para muchos consiste en el milagro de tener una opinión acerca de las cosas sin haber pensado en ellas. ¿Qué diríamos de un niño holgazán que en vez de estudiar la lección se entretuviese en cazar las moscas, que no caza la araña filósofa, y que al día siguiente, al preguntarle el maestro, contestara: «No sé la lección... dudo de ella?».

Pues esto hacen y dicen muchos de nuestros contemporáneos: «Los tiempos son de duda» -se oye por todas partes-; la duda es una enfermedad del siglo, y hasta se toma a gracia la duda, y el que duda se cree en   -149-   estado interesante, y casi romántico y poético, como la Dama de las Camelias. Los poetas cantan sus dudas, que en muchos de ellos es como cantar su ignorancia y su holgazanería.

«Nos mata el análisis»; esta es la síntesis a que llegan de golpe muchos que en su vida han analizado nada.

Si oyéramos a ciertos fisiólogos y médicos imaginarios que quieren hacer del hombre contemporáneo el enfermo a palos, la gente se cae a pedazos por el exceso de inteligencia, por demasiado ahondar en las ideas que analiza excesivamente.

Pura calumnia; los vicios, la excitación sensual, no diré que no maten a medio mundo: pero que las generaciones se vayan haciendo enclenques de tanto filosofar, es pura cavilación de quien tampoco ha analizado mucho, aunque se crea otra cosa.

Hay, Hamlet, ahora una filosofía, que se llama el positivismo, que tiene el inconveniente de que se enamoren de ella casi todos los boticarios y médicos de partido, y la multitud   -150-   de aficionados que filosofan como los comisionistas, de sobremesa.

Es de ayer y ya llena el mundo. Y aunque en ciertas regiones de la vida intelectual ya no soplan buenos vientos para tal sistema, o mejor tendencia, de escalera abajo su imperio es indisputable. Pues bien; este positivismo ha puesto de moda el desprecio de la metafísica, ha relegado a los ensueños de la edad teológica el ergotismo escolástico, ha materializado la especulación, ha metido las ideas y las categorías en sendos frascos de farmacia... y, en suma, ha acostumbrado a la gente a no reflexionar, a no ahondar en las cuestiones, a no descomponer los juicios ni examinar los conceptos; y con motivo de no hacer metafísica la mayor parte de esos filósofos tan claros y llenos de hechos, sientan afirmaciones gratuitas, peticiones de principio, toman actos de voluntad por conocimientos positivos, arbitrarios ukases de autoridad por intuiciones irrefutables, y resulta de todo esto que, tal vez, a pesar de tanto como se ha vulgarizado la instrucción,   -151-   jamás, en época de cultura regular, ha habido menos personas con el hábito de pensar profundamente, con original arranque e independencia.

La filosofía verdadera goza hoy de un descrédito a que no había llegado nunca. Ya casi nadie quiere llamarse filósofo. En nuestro país, particularmente, la literatura filosófica es casi nula. Se escriben novelas, dramas, poesías líricas, cuentos, libros técnicos, etcétera, etc.; pero ninguna de esas obras en que la filosofía es arte se hace popular, interesa a todos. Aficionados de las letras que tienen regulares conocimientos de literatura amena, patria y extranjera, que algo saben de historia, de ciencia, de política, etc., etc., ignoran de un modo fabuloso las materias filosóficas. Está en la atmósfera esta ignorancia.

Pero ello no quita que cualquiera, hoy más que nunca, se atreva a sentar conclusiones categóricas acerca de los más graves problemas metafísicos; y esto se hace así, como al descuido, de pasada, incidentalmente,   -152-   en cualquier ocasión, describiendo una sesión del Ayuntamiento, o un estreno, o un baile. Dar de hecho de que de tejas arriba no puede saberse nada; o que la ciencia moderna ha hecho bancarrota; o que el hombre actual ha renunciado a las hermosas ilusiones de las edades creyentes; o que toda filosofía es inútil; o que el idealismo ha muerto; o que ya nadie cree en el alma, etcétera, etc., es cosa corriente, y cada cual escribe estas afirmaciones o negaciones terminantes, absolutas, sin darse cuenta de lo que hace, creyendo ser modesto. No falta quien estudia con gran escrúpulo los pormenores más insignificantes de un hecho histórico, de una noticia cualquiera, para marchar sobre seguro o estar bien informado al hablar o escribir; y ese mismo no repara en resolver en medio renglón el problema capital de la ciencia, sin pensar siquiera lo que hace repitiendo una frase hecha del positivismo callejero; v. gr., diciendo así: Como toda ciencia seria se funda en la experiencia sensible; o, como ya no hay crédito para la   -153-   metafísica; como el mundo de lo fundamental es incomprensible, etc., etc.; es decir, que llamamos matar la metafísica a improvisarla.

Y lo peor no es esto. Como tan desacreditada está la filosofía, y la literatura que ha de ser popular, no quiere nada con ella, sucede que sólo consiguen a veces llamar algo la atención los pensadores extravagantes y extremosos, como el desgraciado alemán de Zaratustra, Nietzsche, cuyo sistema (?) de repugnante aristocracia intelectual poco faltó para que anduviera por las cajas de cerillas. Schopenhauer debe su popularidad relativa, no a lo que tal vez haya de fuerte y profundo en su sistema, sino a sus célebres salidas pesimistas. Max Nordau, una adocenada medianía, se ha hecho célebre por decir que todo es mentira, y que casi todos, menos él, están locos. Lombroso, maestro de Max Nordau, que hoy reniega de su discípulo porque este exagera, se hizo conocer gracias a análogas exageraciones. Y en tanto, la filosofía metódica, racional, ordenada, solidaria de la historia del pensamiento, no   -154-   tiene quien la presente al público; porque esas vulgaridades que hoy hablan de un fusil nuevo, o de una bailarina célebre, o de un escándalo internacional, o de un poeta vicioso, o de un rey suicida, o del sistema hidroterápico de un clérigo, o de la filosofía desdeñosa y cruel de Nietzsche, nada tienen que decir de los filósofos regulares, difíciles de entender, prudentes en sus teorías.

La consecuencia es que el gran público, medianamente enterado de novedades literarias, económicas, sociales, científicas, políticas, militares, etc., de las filosóficas sólo conoce lo peor: la extravagancia, el artificio, el exceso, la comedia y la locura.

Pues bien, Hamlet: yo quisiera empezar a contribuir, en el humilde alcance de mis fuerzas, a contrarrestar estos males, y entre otros recursos he ideado estas cartas a una sombra poética y filosófica, a un soñador engendrado por otro soñador, a uno de esos mitos ya eternos, convertidos para la humanidad en idea fija. Sí, Hamlet; tú eres una idea poética, una larva ideal que ya no olvidarán   -155-   los hombres y la figura simbólica más adecuada para que yo te dirija estas cartas de filosofía popular, en que hablo contigo y hablo con todos los que ordinariamente no leen filosofía.

En cuanto a lo de escogerte a ti, Hamlet, como corresponsal simbólico, recuerda lo que, según Shakspeare, fuiste en este mundo y lo que fuiste, según la interpretación que de tus cantos nos dieron Gœthe, Schlegel y otros. Tenías un propósito culminante: vengar a tu padre; un interés personal, de actividad ordinaria, mundana, que exige facultades, recursos, mañas de las que suelen poseer los hombres que no piensan, pero hacen. ¡Raza terrible y poderosa! Pero tu espíritu de mariposa socrática te llevaba a volar de fenómeno en fenómeno, preguntándole al mundo su secreto, siempre abstraído en tu venganza, desmayado en los medios de conseguirla, desviado de tu camino por las ideas, siguiendo las ondulaciones del interrogante de tus dudas. Eras un pensador poeta; no eras un hombre de acción; estabas   -156-   perdido. Pero... dispénsame que te lo diga, eras un pensador... aficionado. Está por demostrar si es mejor ser filósofo sistemático que filósofo esporádico, fragmentario, de ocasión. Renan ha censurado levemente a Cousin, porque hizo a muchos jóvenes de su tiempo tomar el dilettantismo platónico, delicioso y profundo, pero no científico, como un sistema vigoroso; pero no falta quien encuentre menos expuesto filosofar como Platón, o el mismo Renan, que encerrarse en la fortaleza aislada de un sistema, provisto de todo el armamento de las hipótesis exclusiva y vigorosamente técnicas.

El que se mete por los Diálogos adelante va confiado, porque, ni un momento, volviendo la cabeza, deja de ver detrás de sí la entrada, que puede ser, si quiere, la salida; pero en las encrucijadas de casamatas, bastiones, fosos, trincheras, etc., etc., del criticismo, del positivismo de Comte, de la evolución spenceriana, del idealismo hegeliano, ¿quién una vez allí emboscado encuentra la salida? Por eso, entre un sistema (que no sea   -157-   el de la absoluta certeza) y una filosofía... de guerrillas, es acaso preferible esta última, desde el punto de vista de la independencia personal.

Pero una cosa es eso y otra el filosofar demasiado aleatorio, sin propedéutica, o sea preparación y aclimatación intelectual, sin constancia ordenada, sin tradición de sabiduría, sin instrumentos auxiliares. Y tú, Hamlet, por culpa de tu edad, de tu siglo, de tu país, de tu alcurnia, de tus parientes, de tu educación, de tu... tragedia, eras pensador de esta última clase; demasiado poco informado de lo histórico, de lo académico, de lo metódico... aunque eras lince, y en facultades no adquiridas pocos te aventajaron. Sea como quiera, mis noticias que van indirectamente a los lectores más distraídos, menos preparados con estudios de filosofía, no te ofenderán por lo conocidas ni por la forma llana y clarísima, y aun trivial con que te las dé; pues, ni tú en este mundo tuviste tiempo ni ocasión de aprender ciertos tecnicismos, ni en tus días existían muchas de las cosas   -158-   de que tengo que hablarte, ni se usaban los términos filosóficos que hoy se usan. De modo que, aunque pensador, por tus condiciones particulares se te debe hablar como a todos aquellos que no suelen parar mientes en la filosofía, y a los cuales, precisamente yo quiero dirigirme por los motivos tantas veces señalados.

Y sin más preámbulo te anuncio que el próximo asunto de mis cartas será, como conviene, una cuestión general, lo que se ha llamado espíritu nuevo, y también de reacción idealista, y hasta el neocristianismo y el neomisticismo, como si todos estos términos no significaran cosas diferentes. En esta confusión de los nombres hay ya indicios de la vaguedad e inexactitud de los conceptos. Sí; se confunden y mezclan muchas cosas. Como yo, desde ahora te lo declaro, me intereso en favor, no sin reservas, del actual movimiento, quiero fijar bien sus condiciones, porque por muchos se empequeñece el alcance de estas tendencias y se quiere achacar ciertos defectos de alguna parte, al conjunto   -159-   de tan considerable crisis de la vida intelectual contemporánea. Y hasta la primera.




- II -

En mi primera carta hay una contradicción que creo aparente, y empiezo procurando demostrar esa apariencia. Hablaba de los peligros de una filosofía de café, que para hacerse entender fácilmente, para ser clara ante el vulgo, rehuye las hondas especulaciones y se contenta con el criterio de los sentidos infalibles, sin más que la ayuda de una ciencia relativa, geométrica, que responde del orden de los fenómenos, en su representación, por supuesto, pero que nada quiere saber del fundamento de la realidad, bastándole con la seguridad empírica, dogmática, de que esa realidad, en cuanto a su presencia fenomenal, es como la vemos.

Y habrá quien me diga: -Pues si es peligrosa filosofía fácil, que se puede entender pronto, ¿a qué vienen estas cartas en que pretendes hablar de filosofía a los que no   -160-   suelen pensar en ella? ¿Eres partidario de una filosofía literaria, retórica, de salón como la que preparó en Francia la mina revolucionaria? ¿Pretendes en brevísimos artículos, sin más aparato que cierto orden en las cláusulas y alguna concisión, explicar profundidades de la reflexión, sugerir en el pensamiento ajeno la complicada urdimbre de ideas necesaria para trabajar con fruto en estas cuestiones?

No; muy otro es mi objeto. No pretende el que da cuenta del movimiento artístico en pintura y en música, por ejemplo, convertir a los lectores en críticos ni enterarlos de los difíciles tratados del contrapunto o de la perspectiva. Mi propósito no pasa de procurar que los mismos que tienen manera de enterarse de las novedades de la vida política, científica, artística, etc., etc., la tengan de saber algo de lo que ocurre en la moderna vida del pensamiento filosófico sin aspirar a convertirse en filósofos; como tampoco se hacen, por aquellas otras noticias, ni hombres de Estado, ni sabios, ni críticos.   -161-   A lo sumo, desearé que mis revistas de ideas sirvan de estímulo a los aficionados, para buscar en otra parte el necesario complemento de mis ligeros apuntes. Y si alguna vez me detengo a discurrir por cuenta propia, que sí lo haré, siempre será tratando asuntos que puedan ser explicados y comprendidos sin más preparaciones. Creo que la contradicción queda deshecha.

Nadie más convencido que yo de que los estudios filosóficos no se improvisan; pero estas revistas no son para propaganda de una escuela, de un sistema, sino pura noticia, comentario sin pretensiones de proselitismo, aunque también sin ocultar mis preferencias y sus motivos.

La convicción que yo deseo que el lector adquiera, si no la tiene, leyendo mis cartas, es esta: que es conveniente, tal vez necesario, estudiar filosofía; pero que no basta para ello la lectura de cosa tan ligera como estos artículos.

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  -162-  

Una de las preocupaciones vulgares que más urge combatir, a mi entender, es la opinión, que se va generalizando, que tiende a ver en las nuevas corrientes del pensamiento una moda pasajera, principalmente literaria, y debida en lo esencial al afán de novedades y contrastes de cierta parte de la juventud literaria francesa. Conste que entro en estas consideraciones porque me dirijo a los que supongo poco enterados de estas materias; pues a quien lee y piensa algo con cierta constancia y diligencia no hay que decirle que tiene mucha más importancia que todo eso el movimiento de que se trata.

Cierto es que la juventud artística, que a sí propia dio en llamarse decadentista (los inventores del mote ya peinan canas a estas horas), vino a parar por huir de extremados realismos y positivismos, en idealidades simbólicas, en vaguedades más o menos místicas, en elucubraciones teosóficas, y a veces, en una clara reacción anticientífica, y en ocasiones escéptica. Pero todo esto, lejos de ser el origen del renacimiento idealista, si así   -163-   interinamente quiere llamarse, no es más que una de las manifestaciones de una gran tendencia mucho más importante, más extendida y más compleja, y, por cierto, una de las manifestaciones menos puras, menos trascendentales.

Sin embargo, para hacer justicia a todos, hay que apresurarse a distinguir dentro de esa misma literatura, llamada, en general, decadente, lo bueno de lo malo, lo sincero de lo falso, lo serio de lo burlesco, la verdad de la farsa y el talento de la tontería.

Como hemos de tener ocasión de notar muchas veces, en ese idealismo complejo y de cien matices de la modernísima literatura francesa, hay elementos muy dignos de ser tenidos en cuenta, estudiados y relacionados con otras manifestaciones filosóficas, religiosas, sociales, etc., etc. El que quiera juzgar por lo que pasa en las letras españolas, particularmente las que proceden de nuestra juventud, no podrá entender bien este íntimo enlace de los versos, las novelas, las comedias y la crítica de los franceses jóvenes   -164-   con la religión y aun la teología, con la metafísica, la filosofía, el idealismo, el positivismo, el socialismo, etc., etc. Entre nosotros la literatura suele ser cosa enteramente aparte; muchos literatos no son, ni quieren ser, filósofos, ni arqueólogos, ni filólogos, ni sociólogos, ni teólogos, ni cosa así; en Francia la juventud piensa hoy de otra manera.

Yo no digo ahora quién va por mejor camino, sino lo que pasa; y añado que, en nuestro país, por culpa de la escasa educación intelectual que padecemos, no está, fuera de algunas excepciones, la literatura de la mocedad bien preparada para meterse en ciertas profundidades. En Francia no todos saben, ni mucho menos, lo que convendría para que no hubiera desproporción entre las pretensiones de transcendencia y los medios de instrucción que hacen al caso; ya hace años que Julio Lemaitre, el popular crítico, hoy académico, refiriéndose a ciertos cenáculos de literatos jóvenes y revolucionarios en sentido simbólico, después de alabar su   -165-   talento, lamentaba su ignorancia, la de ellos, que consideraba fabulosa.

Pero hay de todo: hay una parte muy numerosa de la juventud intelectual francesa que merece, así como suena, el nombre de sabia; y aunque los más de esos jóvenes no se consagran a las puras letras como artistas, todavía son muchos los que cultivan como vocación la literatura-arte, y llevan a ella un caudal muy considerable de estudios serios, de reflexión personal y honda; algunos de los literatos llamados normalieris, son ejemplo, pero sólo ejemplo, de esta clase de escritores eruditos.

Pues bien; para los de estas condiciones, es natural que la literatura necesite reflejar y refleja el estado predominante del pensamiento y de las aspiraciones morales en el mundo culto, en el de los hombres ilustrados y reflexivos.

Sería erróneo pensar que esos literatos franceses jóvenes, pensadores serios, eruditos y sabios, algunos, han influido en la filosofía actual, hasta el punto de que ya no pasa   -166-   por anticuado el que hable de un renacimiento de la metafísica. No son ellos los que han creado o inspirado el idealismo ruso, ni el prerrafaelismo inglés, ni la influencia de Carlyle, ni la restauración de la Psicología introspectiva, desacreditada por Kant y por Comte, ni los profundos estudios analíticos de muchos filósofos nuevos que someten a rigurosa y sutil crítica el neokantismo, el positivismo y la evolución spenceriana, y remueven la cuestión de la unidad, del objeto y el sujeto que los positivistas de escalera abajo califican con desprecio de escolástica y anticuada; no, no son los literatos los que hacen pensar otra vez en los grandes maestros idealistas, desde Sócrates a Hegel; no son los literatos los que hacen que se renueve el estudio comparado de las religiones con más erudición y mejor crítica que nunca, y con mayor imparcialidad y más profundas miras que pueden encontrarse, por ejemplo, en ciertos popularísimos manuales de sociología y antropología, hace doce o quince años muy leídos y celebrados, aunque   -167-   eran esos libros en tal asunto prosaicas reproducciones de los poéticos ensueños materialistas de Lucrecio.

Ni son tampoco los literatos de París, por mucho que valgan y sepan, los que han traído este anhelo general de idealidad, este respeto y estudio reflexivo del sagrado misterio, que llega al pueblo, a la masa de las iglesias docentes, y empeña a todos con sublime tolerancia en el esfuerzo común de salvar las grandes creencias racionales, flor del progreso humano, ensayando en asambleas, como la religiosa de Chicago, los futuros pactos de la concordia ideal de los pueblos.

Es todo lo contrario; es que los artistas sinceros, nobles, leales a la verdad, que han visto esta corriente general, que han estudiado el nuevo movimiento en todas esas y otras muchas manifestaciones, han llevado también a las letras, por impulso natural, semejante criterio, inspiración análoga.

Cuando hace veinte años el naturalismo artístico, según lo entendieron los más y los   -168-   principales entonces, pretendía adquirir sólidas bases científicas, al amparo del positivismo, a nadie se le ocurrió pensar que los libros de Littré, de Claudio Bernard, de Taine, de Hæckel, se inspirasen en la literatura realista de mediados del siglo. Sucedió todo lo contrario. Pues lo mismo pasa ahora.

Exageraciones siempre las hay; pruritos malsanos nunca faltan. Los ignorantes, de poca fibra moral y pensamiento vulgar y ligero, es claro que caen en la afectación, el fingimiento, la manera, las extravagancias, y provocan el hastío, la desconfianza, la reacción que busca el equilibrio. Pero ¡qué tienen que ver con esas locuras o necedades pasajeras, con esas frívolas novedades de un día, cosas tan serias como las que supone este anhelo universal que en música, en pintura, en poesía, en la novela, en la crítica, en la filosofía, en la religión, en la misma política, busca en todas partes la eficacia de las hondas causas misteriosas, no con sentimentalismos trasnochados, no con teosofías y ciencias ocultas, sino con filosofía cada vez más   -169-   sutil y prudente, con crítica cada vez más escrupulosa, huyendo del hombre abstracto, del intelectualismo, para emplear como buzo de esa realidad sumergida en lo desconocido, al hombre entero, con su corazón, su vida estética, sus revelaciones morales, sus tendencias de fuerza social hereditaria; el hombre, en fin, que echaba de menos un positivista, Taine, en la estatua de Condillac, modelo de muchos fisiologismos contemporáneos!

Y no es lo peor que se quiera ver la genuina representación del espíritu nuevo en cenáculos literarios, declarados tales o no, de jóvenes aturdidos y vanidosos, más o menos listos; el peligro de esta confusión no es grande, pues fácilmente se advierte que nada o poco tienen que ver con toda una tendencia general de la civilización las futuras obras maestras de los 141 jóvenes literatos franceses que nos prometen ser las notabilidades de mañana ¿Qué mediano pensador confundirá jamás el jugo estético y social del romanticismo francés con el chaleco rojo y las melenas de Teófilo Gauthier?

  -170-  

Lo peor es que literatos muy serios, muy instruidos, a lo menos en humanidades, y de espíritu sutil, pero estrecho, reaccionario y pesimista en el fondo, también pretenden llevar la voz cantante en estas novedades neoidealistas; y así se ven cosas tan tristes como la célebre y casi escandalosa campaña de Mr. Brunetière, el crítico de la Revue de Deux Mondes, contra las ciencias modernas. Con más fuerza todavía que a los neomísticos decadentes hay que rechazar, en cuanto pretendidos apóstoles de lo que nace, a esos literatos maduros, reaccionarios con barniz de modernismo técnico, que hablan de la bancarrota de la ciencia con muy sospechosa sensiblería, empleando de mala manera el razonamiento para calumniar a la razón, imitando a Pascal, no en lo grande, sino en lo enfermizo y subjetivo.

Si hombres como Brunetière hubieran de ser los evangelistas de la nueva predicación, casi preferiría yo irme tras Mr. Berthelot, que si tiene algo de Mr. Homais, el boticario de Mme. Bovary, es al cabo un gran químico   -171-   y bueno, por lo menos para echárselo, como se le echó a Mr. Brunetière; para que, cada cual a su modo, ambos, muy lejos de lo actual, disputen con las antiguas armas acerca de dos cosas tan viejas como son el espíritu reaccionario y el positivismo, que con el mandil laboratorio se pone a dar cátedra de filosofía. Lejos de unos y otros, del químico positivista Berthelot y del humanista reaccionario Brunetière, veamos nosotros algo de lo mucho verdaderamente nuevo y fecundo, que demuestra cómo es cosa muy importante y general, no un artículo de París, la tendencia actual filosófica, cuya idea capital a mi ver es esta: que sean las que sean (y aún no se han estudiado bien) las dificultades que el hombre de hoy puede encontrar para el estudio y racional culto del misterio original, estos inconvenientes de método, de doctrina de la ciencia, como diría Fichte, no le quitan al objeto de ese estudio, de dificultad... X, la importancia que tienen, la capital en la vida.

Lo que hoy se piensa, a mi ver, no es que   -172-   se ha descubierto ya el camino de lo metafísico, sino esto otro: que no se puede seguir por otro camino.

El espíritu nuevo (en las puras regiones de la reflexión filosófica) no consiste en pretender haber descubierto que se puede saber lo que tampoco el positivismo sabía si se puede saber o no. Lo que el espíritu nuevo cree haber descubierto es que no se puede vivir bien sin pensar en eso.

Lo metafísico es, por lo menos, un postulado práctico de la necesidad racional.

Y para otra ocasión queda el empezar a indicar algunas de las más caracterizadas manifestaciones de esta gran pasión de la idealidad moderna... que no hay que confundir con las salidas de Peladán, y las misas diabólicas y otras quisicosas de que ya se ríen hasta los corresponsales parisienses de los periódicos más populares.





  -173-  

ArribaAbajoEl teatro en barbecho

Sabido es que, en agricultura, el descanso de la tierra, el barbecho, es cosa ya muy desacreditada y que hoy se prefiere la rotación de cosechas, que se consigue con mucho abono, mucho trabajo, mucho celo.

En literatura tal vez pudiera suceder lo mismo en pueblos de mucha cultura, de interna y variada vida intelectual, de gran laboriosidad psicológica; pero en aquellos en que el ingenio nacional, a duras penas, con paso tardo, va trazando un surco, como el buey de que habla Iriarte, no hay más remedio que atenerse al sistema antiguo de labranza... estética y admitir el barbecho,   -174-   como ya admitía, con alegre resignación, el Sr. Valera, hace muchos años.

Al excesivo esquilmo de la tierra, cuando esta no cuenta con medios de inmediata y abundante reparación, es preferible el descanso, el barbecho.

Y, a juzgar por las señas, en barbecho va a quedar dentro de poco el teatro español, el serio, el de alto vuelo, el que dignamente puede representar la gloriosa tradición; que no tiene su abolengo, ciertamente, en sainetes y entremeses. Nadie más amigo que yo del género chico, cuando este es substancioso, espontáneo, ameno y decente; y así he visto con placer que un ilustre crítico, pocos días ha, le hiciera, con grandes elogios, la justicia que merece. Creo más; que en la actualidad, acaso lo más español, lo más original, fresco y divertido de nuestra escena lo producen los autores de sainetes recitados o cantados. Pero, aunque así sea, fuera exageración contraproducente el sostener que con sainetes, tonadillas y entremeses se conserva el fuego sagrado del arte dramático   -175-   castellano. Por mucha importancia que demos a los entremeses de Cervantes y a los sainetes de D. Ramón de la Cruz, hay que confesar que no alude nadie a eso, ni en España ni fuera, cuando en todo el mundo se habla del glorioso teatro español.

Hecha esta salvedad, bien puedo repetir que el teatro castellano nos amenaza con ir quedando en barbecho.

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¿Es que está la tierra cansada de dar flores, como dijo el poeta? No. Es que esos mismos que no quieren novedades, están cansados de no ver nada nuevo. Es que los autores repugnan, confiésenlo o no, presentarse al público como candidatos a la diputación, con la necesidad de ganar amigos, tener contenta a la crítica chica (que no vale lo que el género chico del teatro), halagar el gusto y las preocupaciones del vulgo y luchar con la empresa del teatro en que se estrena, y con las empresas de los demás teatros, con los cómicos de casa y los cómicos de fuera.

  -176-  

La cuestión de los estrenos ha tomado un carácter aleatorio, que convierte al autor en un aficionado de los juegos de azar, y los que más temen al público y más le siguen el humor son los que, en el fondo, peor opinión tienen de su juicio y de su penetración; por lo cual, llegan a un estreno como un recluta a un sorteo, hasta con las supersticiones de los que viven fiados de la suerte. Hay quien espera un buen éxito, una vez sí y otra no; algunos se resisten a estrenar en martes o en noche de lluvia. Y todo esto se explica cuando los más altos sólo piensan en el éxito y el éxito se reconoce que no depende de nada racional y estético, sino de instintos, golpes de la sangre, cábalas, intrigas, vicisitudes fortuitas y hasta buena o mala sombra.

Sucede aquí, aun entre personas serias y hasta ilustradas en esta materia, lo que no pasó nunca en ningún país de gran cultura literaria: que nadie se atreve a contradecir la sentencia del primer tribunal de un drama; y, aun reconociendo la injusticia del fallo, se atienen todos al resultado material; y   -177-   el poco afortunado queda para todos, aunque tenga mérito, al mismo nivel del inexperto.

La crítica, que si para algo sirve es para guiar, para encauzar el gusto, para procurar los cambios necesarios en sentido racional y oportuno, aquí es la primera cortesana de S. M. el vulgo; y el dogma, falso como él solo, en que se funda esta flaqueza, esta cobardía, es este: que en literatura dramática no hay más ley que la de agradar al público, sea el que sea y opine lo que opine.

De este marasmo, que necesariamente tiene que nacer del quietismo estético que semejante principio origina, viene el hastío del público, que ve que siempre se le da lo mismo; hastío semejante al del déspota, que se cansa de ver siempre su voluntad cumplida servilmente. Los autores se quejan de lo difícil que se pone el público de día en día; no falta quien, con optimismo ridículo, ve en esto progresos del gusto general, de la cultura popular; siendo así que el público rechaza las obras, no porque tenga ya un   -178-   ideal superior, sino porque la repetición mecánica de lo conocido y admitido le aburre.

Tenemos, aunque poquísimos, dramaturgos de mérito indudable, y no necesito yo hacer protestas de lo mucho que admiro a estos señores; pero valga la verdad, a los más buenos les perjudica en el arte de las tablas lo que tiene de oficio la vida entre bastidores; son poco valientes, poco desinteresados.

Se cansan pronto de luchar y buscan componendas. Y Apolo les castiga con los propios dones del ingenio que les ha otorgado; porque cuando ellos quieren seguir el gusto del público, ser mediocres, adocenados, de brocha gorda, caen en el amaneramiento de la vulgaridad; y las verdaderas medianías, los autores del vulgo, les sacan ventaja, dan mejor en el clavo; son pedestres con más naturalidad.

Así ha podido verse repetido ejemplo de que hayan vencido ante la diosa Taquilla, literatos de ciento en boca, hábiles maquinistas, a verdaderos artistas, hombres de   -179-   sentimiento y de ideales. Sea remordimiento, despecho por estas vergonzosas derrotas, cansancio de la vida de cortesano del rey pópulo, ello es que los autores se desalientan, y si por el pan nuestro de cada día siguen trabajando, es con creciente desmayo, poniendo escaso vigor, aun en ese híbrido empeño de hacer una especie de arte constitucional, que pretende unir la verdad poética con el efectismo y las tretas de la tramoya anticuada y falsa.

Y más vale que los buenos no den con la receta con que, hoy uno, mañana otro, aciertan los adocenados de tarde en tarde.

Entre los muchos triunfos falsos de nuestra escena contemporánea, los que más me han afligido han sido aquellos en que un buen autor vencía por cultivar los recursos de mala ley, por abdicar y ¡hasta imitar! a cualquier medianía.

Sí; por este lado, más vale el barbecho. Si los poetas buenos han de preferir en la escena vencer por transigir, a luchar siguiendo la ley de la propia inspiración, mejor es que   -180-   se desanimen, que descansen, que dejen el teatro para barbecho.

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También aparecen retraídos los que obtuvieron premios gordos en la lotería vieja, los hábiles de antaño, los efectistas de la redondilla de acero y tente tieso, los reformistas sociales en tres actos y en verso.

Están desorientados; ven que ya no seducen al público con anatemas en quintillas, con monólogos lacónicos y esculturales, con sátiras crudísimas de vicios que no existen en el país en que los suponen, con tesis filosóficas... sin filosofía, con problemas de pacotilla y atrevimientos meramente retóricos.

A los que vienen con esos resortes gastados se les rechaza. ¿Por qué? ¿Porque el público haya afinado la puntería?

No; porque ya se les aplaudió años y años; porque eso era lo vulgar, lo adocenado, lo corriente... hace tres lustros. Pasó la moda, y la moda es el sucedáneo de la ley estética en los dominios del instinto ciego y del   -181-   mal gusto. Si los hábiles de ahora insisten mucho en sus crímenes célebres, en sus puñaladas por celos, en sus robos y asesinatos por fuerza de sangre, y otras matanzas por el estilo, ya se verá cómo también, y pronto, los morenos se cansan de tantas y tantas imitaciones en serio de La verbena de la Paloma.

Verdad es que, por ahora, todavía el público que lee en los entreactos la sección de crímenes sonados no quiere ideas, no quiere honduras, no quiere psicologías; quiere acción y sangre joven; es decir: un mozo crudo, protagonista, o una moza virago, que peguen puñaladas. Pero esto pasará; tal vez ya va pasando, y el sistema se anticuará, como el de los quintilleros de tesis y paradojas.

Ya lo ven los explotadores del género, y, como sus dignos predecesores, se tientan la ropa, empiezan a retraerse. Es decir, barbecho y más barbecho. Y lo que es el de estas dos clases de arte (?)... muchos años dure.

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  -182-  

Para concluir: ojalá sea un buen síntoma la escasez de promesas, la falta de anuncios ruidosos de estrenos y más estrenos.

Veremos si el silencio engendra algo.

Suele hacerlo; pues la reflexión, el estudio, la vida interior intensa son gente de pocas palabras.

En teatro cerrado no entran moscas.

Que callen los malos siempre es bueno; que callen los buenos puede ser lo mejor, si este silencio lo emplean en estudiarse a sí propios, en olvidar el positivismo de los bastidores y recordar las condiciones naturales del propio ingenio, las necesidades del tiempo nuevo, las eternas grandezas del ideal artístico.



  -183-  

ArribaRoma y Rama

Roma es... una reciente novela de Zola; Rama es... el héroe del Ramayana, el gran poema indio atribuido a Valmiki, la muy poética epopeya oriental que leen pocos y debieran leer todos.

Esta es mi tesis: que damos a nuestras lecturas a lo contemporáneo una supremacía injusta, irracional por lo exagerada. Natural es que, en libros como en todo, más atendamos a lo presente que a lo pasado; pero no tan desproporcionadamente como suele hacerse. Señal de que esta desproporción no es conforme a la buena educación intelectual, se ve en esto: en que está en razón   -184-   inversa de la cultura, el gusto, la elevación del espíritu del lector; es decir, los sabios, los verdaderos literatos, los hombres de talento y cultura superiores no nos ofrecen en sus lecturas esta grandísima diferencia entre las de libros antiguos y las de libros modernos, que es general en el vulgo de los lectores. El verdadero hombre de letras, de vida espiritual cultivada, sabe que lo histórico en literatura no es tan inferior a lo actual como lo muerto a lo vivo. De la conquista de las Galias por César nada queda; pero los Comentarios tienen hoy un valor estético, sin contar con otros, positivo, presente, eficaz, vivo. El libro viejo no es la momia del libro; es un aparecido, un resucitado. Lo pasado en el libro tiene algo de eterno; sale del tiempo; deja de ser pretérito; tiene algo del presente a su manera, tendrá algo de lo futuro. Cuando el libro viejo es obra maestra de arte, su carácter eterno se acentúa.

Los que vean arrugas, caducidad, en la Ilíada, en Shakspeare, en el Ramayana,   -185-   serán como esos que creen tener motivos para notar que el sol se va volviendo viejo.

Roma, de Zola, y el poema de Rama, comparados en este respecto de la juventud, de la frescura, nos dejarán esta impresión: Roma es obra de vejez, de cansancio, de desengaño frío; el Ramayana es todo juventud, alegría, entusiasmo, fe en esa misma Naturaleza que Zola quiere cantar como un perfecto discípulo de Lucrecio, y describe y considera a través del temperamento y de las ideas de un naturalista... de raza, de herencia, de medio social profundamente cristiano.

De la naturaleza de Zola, a pesar de sus frases sacramentales de epicurista, fisiólatra, no nos fiamos: latet anguis in herba; sin filosofías, sin culto reflexivo a la abstracción metafísica llamada naturaleza, Valmiki nos presenta un mundo exterior amable, seductor, de encanto, de vida fácil y sin terribles misterios, alegre, rozagante.

Lo mejor de Roma es su elemento reflexivo, la intención, las ideas que el autor   -186-   quiere deducir. Exige el fruto de este libro para ser saboreado, esfuerzo, atención, análisis, como las lecciones del anciano cargado de fría experiencia. El poema de Rama, aunque puede servir de tema para profundidades metafísicas, estéticas, etc., es lectura de encanto inmediato, de placer, que entra por los ojos y hasta se diría por los oídos, y hasta por el tacto y el olfato... Es sensual, no por idea preconcebida, sino por su naturaleza, como lo es la juventud, como lo era, a su modo, el misticismo de San Francisco, alma de juventud perpetua. No hace falta reflexionar, ni comparar, ni saber muchas cosas de antemano, para gozar, si no de todo el jugo, del más precioso y fresco jugo del Ramayana.

Para leer con provecho la Roma, de Zola, hay que saber no poco de arqueología, historia, ciencia de religiones, sociología, etcétera, etc.

Tal vez hay el riesgo de que sabiendo un poco más de lo preciso de esas cosas, el libro de Zola guste menos. En cambio, en el Ramayana,   -187-   cuanto más aptos seamos para imaginar vivo lo pintado, para ver, oír, gustar, oler y palpar las cosas que se nos indican con los versos, más gozaremos con la lectura de tan lozana epopeya.

Y a pesar de todo esto, el Ramayana, vulgarizado ya (de intención) por la traducción francesa de Fauche desde 1864, no ha llegado ¡ni llegará tal vez!, en esta forma asequible a todos, atractiva, ni a la segunda edición. ¡Probablemente serán muy pocos los cientos de ejemplares vendidos! Y después hay que descontar los ejemplares que se compran... pero no se leen. La vanidad del pedante, erudito a la violeta, y la sabiduría oficial, ministerial, son los consumidores principales de estos ejemplares condenados a vivir intonsos en virginidad perpetua. ¡Qué pocas docenas de ejemplares del Ramayana, se puede decir, habrán tenido lectores capaces de empezar por la descripción de la gran ciudad de Ayodhyâ, para acabar con aquello de «Los que en este mundo escuchen este poema, que compuso el mismo Valmiki, adquieren   -188-   toda la gracia, todos los dones objeto de sus deseos y a medida de su deseo!».

La Roma de Zola, libro triste, a la larga, estará ya a estas horas en el millar... ciento y pico. ¡Qué diferencia! ¡Y qué injusta, qué irracional diferencia!

¿Será que el Ramayana es... muy largo...? ¡Como el Mahabharata tiene tantos y tantos versos! No; el Ramayana no es muy largo. Comparemos: la Roma de Zola tiene 751 páginas de lectura muy compacta. Las páginas, de mucho menos lectura, de la traducción del Ramayana, por Fauche, suman entre ambos tomos, 712; menos que Roma.

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Tal vez la lectura de Roma canse a muchos, críticos inclusive; pero como no sean enemigos de Zola, no lo confesarán. En cuanto al Ramayana, un periodista español, por lo común discreto, declaraba no ha mucho que él no había leído la epopeya india -y lo decía sin empacho-, pero que algunos   -189-   fragmentos que habían pasado ante su vista le habían parecido muy pesados.

Declaración por declaración, tanto vale una como otra, y ahí va la mía: Yo he leído el Ramayana en cuatro o cinco días, en el campo, entre árboles, oyendo las esquilas del ganado, en santa paz, gozando del olor del heno tendido en los prados, del olor de la madreselva y de otros, que el campo, en mi tierra, difunde con graciosa abundancia por el ambiente puro y que esparcen brisas que halagan el sentido, con delicia que puede ser casta. (Porque no olvidemos que, según Homero, la madre de los caballos del carro de Aquiles fue fecundada por Céfiro.)

El Ramayana, en las circunstancias, en el medio en que yo lo leí hace años, es una de las lecturas más agradables que recuerdo. Y, por vía de digresión oportuna, óigase este consejo: procurad cierta armonía entre los libros de arte y el lugar en que hayan de leerse. Leed la Odisea en una playa; que el ruido del mar acompañe la palabra divina de Homero. Leed las Geórgicas, como nos   -190-   aconsejaba el inolvidable Camús, en el campo, bajo una frondosa copa de árbol clásico, contemplando las mieses, oyendo el runrum de las abejas... Leed a Shakspeare en cualquier parte; a Cervantes en lugar apetecible y soledad discreta.

El Ramayana, como yo lo leí. Era un encanto. Es lectura que hace época en la historia del espíritu. ¡Que novedad en aquella antigüedad remota! A Zola, que no sé si ha leído el Ramayana, se le puede decir. En el mundo hay más. La Naturaleza es mucho más que en esa epicúrea adoración que tú le consagras, se te revela. La Naturaleza, en el Ramayana, no es un refugio, como en Zola, del pesimismo humano; en Zola se llega a amar el mundo exterior, físico, por misantropía, por el desengaño de la sociedad y del alma del hombre; hay algo en ese amor de protesta contra ideas, creencias, instituciones, que Zola aborrece o desprecia; ama Zola los árboles de un huerto, una fuente, las nubes, el crepúsculo, la pureza del aire, después de renegar de tal o cual forma de espiritualismo;   -191-   pero llevando en el fondo del ánimo una incurable herida de idealidad dualista, de intelectualismo tradicional, de que él no se da cuenta. En el Ramayana, todo es uno, pero de veras; la preocupación antropocéntrica, si aparece, no es con carácter de exclusivismo, de intransigencia; todo tiende al antropo... apenas se puede decir morfismo, porque lo que se ve no es la reducción de lo natural a símbolos de vida humana, sino la psiquis racional esparcida por todas partes, en todos los reinos. Hay ave en el Ramayana que puede compararse con el más amable personaje de Homero, Virgilio o Shakspeare; que interesa por su graciosa generosidad, como la criatura más noble de Dickens o de Manzoni.

¡Y qué decir de aquellos monos ilustres, hombres-monos que pueden igualarse en valor moral a los más acentuados caracteres de los héroes de la Iliada; el noble Hanumat sólo, vale en su nobleza por cincuenta Carlos Grandisson! Y hasta los bosques, las nubes, las aguas corrientes, tienen alma humana,   -192-   pero buena, inocente. El bien triunfa; y antes, en todo anuncia su victoria; no hay la angustia de un maniqueísmo, como la hay en Zola (no por culpa suya); no hay la congoja evolutiva siquiera; la concepción del Universo que preside al Ramayana es más filosófica, más alta, a mi juicio, que la idea de incertidumbre y progreso absoluto y eterno, a partir de imperfecciones caóticas. No; el concepto del mundo que el Ramayana supone, coloca el origen cosmogónico en lo perfecto, en lo divino, que no se perfecciona, que tendrá como involuciones de su bella variedad interna todas las evoluciones que pueda soñar la hipótesis, pero que es más grande que toda romántica aspiración de un ideal hegeliano de adelanto en lo absoluto. Lo absoluto no mejora. La Naturaleza en el Ramayana, dice: et nunc et semper, ahora y siempre; en Zola, a lo más, en los momentos de mayor confianza, el alma angustiada dice, como el triste cuervo: ¡cras!, ¡cras!, mañana, mañana.

Así que comparad a Roma y Ayodhyâ; Roma (la de Zola) es la triste grandeza de   -193-   un pecador irrevocablemente condenado, insuficiente ya; una forma que subsiste a su ánima, la tristísima ruina de una máquina ya inútil por lo imperfecta, una escoria de la evolución; la evolución, fabrica afanosa, siempre con la fiebre del vapor que late aprisionado en la cárcel que le oprime. Ayodhyâ es luz, alegría, grandeza, sin la angustia del tiempo, del cambio, del ayer inútil, del hoy que se inutiliza, del mañana incierto.

Ayodhyâ, la ciudad del Rama, no necesita ni siquiera la esperanza para ser feliz. Túrbase, es verdad, su contento; el destierro del hijo, la muerte del padre, los nobles descendientes del gran Ragu, afligen temporalmente a la capital esplendorosa; pero esta Roma de Oriente... (del mejor Oriente, el de la pura poesía) vuelve a sus fiestas, vuelve a su gloria cuando la casta Sita, al lado del esposo, pura y probada en la pureza, es rescatada del poder de los Rakshasas.

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A nadie se le ocurrirá que mi objeto aquí es censurar el libro de Zola, ni comparar su mérito con obra de tan diferente índole como el poema de Valmiki. Roma no es, a mi ver, cosa tan baladí como parece querer probarnos el crítico francés Dosemic en la Revista de Ambos Mundos, tratando el libro de Zola con olímpico, o mejor, pedantesco y antipático desdén. Aun en la crítica más respetuosa y elegante del sabio historiador y exquisito artista Gebhart, encuentro menos elogios, aunque los hay, de los que Roma, a mi juicio, merece. Sin embargo, diré de pasada que esta obra de tanto ruido no es, ni con mucho, en mi opinión, de las mejores del autor de Germinal; pero esto no importa para mi objeto presente. Recuérdese lo que sostenía al principio: la injusticia con que se olvidan los buenos libros viejos por los nuevos, buenos, medianos o malos. Como ejemplo se me ocurrió la comparación de Roma y del Ramayana.

Pruebe el lector (y si consigo que alguno lo haga, este artículo habrá sido útil), pruebe a leer en un medio adecuado la epopeya de   -195-   Rama y de Sita, donde, Romas orientales, se describen las ciudades de Ayodhyâ y de Lanka; pruebe a saborear aquella pintura de la Naturaleza encantada, donde se ve el naturalismo poético espontáneo; y acaso, acaso me agradezca el consejo y vea que es más fácil, más agradable (en puridad) tragarse las 7124 páginas del Ramayana, que todos olvidan, que las 751 de Roma que están leyendo tantos miles de consumidores.

Y lo que digo del Ramayana, podría decirse con relación a muchas obras modernas, de tantas joyas del arte antiguo que sólo leen los eruditos.





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