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Es transparente la relación de estas afirmaciones de Todorov con sus conceptos de género histórico y teórico, y la toma de partido, en contraste con posiciones teóricas anteriores, que implican en favor del primero. No es el lugar de referirse a la polémica en torno a estas nociones, sin embargo las observaciones siguientes son aplicables a la puesta en evidencia de la «impostura» de los géneros históricos.

 

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Las referencias son abundantes, aunque siempre superficiales, en los trabajos dedicados a la novela. Así ocurre, además de aquí, en el trabajo dedicado al concepto de cronotopo (1975: 237-409), en Problemas de la poética de Dostoievski o en sus apuntes sobre el Bildungsroman (1979a: 211-261), en donde se percibe siempre una coincidencia básica en los planteamientos.

 

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En este sentido debe considerarse, además de la indefinición notable del concepto mismo de pathos, la infundada tendencia por parte de Bajtín (1975: 210) a la identificación del discurso patético con la palabra autorial y, consiguientemente, con la pérdida de la distancia entre autor y personaje. La peculiaridad del pícaro y de su presencia como narrador parecen convertirlo, en ese sentido, en un candidato idóneo para replicar al patetismo atribuido a otros géneros. No obstante, ello hace poca justicia a la capacidad patética de una voz construida como es la del pícaro; piénsese en el Lazarillo o el Guzmán.

 

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Texto basado en el seminario que fue impartido el 13 de junio de 1992 en la Bibliothèque Pierre Albouy, E. U. R. des Sciences des Textes et Documents, Université de París VII-Jussieu.

 

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A este respecto resulta obligada la consulta del artículo de Enzensberger, donde se perfila claramente el concepto de ciertas estructuras complejas que habitan el territorio interno del texto en este tipo de literatura.

 

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No se olvide en cualquier caso la dimensión espacial adquirida por el efecto de metarrepresentación, que supondría efectivamente una trascendencia más allá de estos límites a través del cúmulo de estructuras topológicas generadas en el juego interno de la escritura.

 

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Punto que queda claro desde el principio. La obra comienza con una reflexión en torno a mamá, que resulta ser significativa y pone de relieve la figura de este personaje:

«Mientras mamá llegaba, te estabas dando cuenta de que era ella la que sostenía el mundo, y antes de que ella apareciese era como si estuviéramos en una cacería, o reunidos para un baile de disfraces o el rodaje de una película [...], perdidos todos juntos» (Jiménez Lozano, 1993: 7).

Ya mediada la obra el narrador reanuda su discurso en este mismo punto, como si no hubiese una distancia de ochenta (Jiménez Lozano, 1993: 88). Es obvio que, en el fluir de su conciencia, esta distancia recogida en las páginas no existe.

Al comienzo de la novela mamá es el eje de la misma pero, a medida que ésta avanza, otro personaje se alza como centro: Tesa, el personaje ausente, el falso interlocutor del narrador, la hermana, a la que este narrador sin nombre dirige su mensaje. Ambas, mamá y Tesa, son decisivas para la ruptura del compromiso de boda.

 

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Ambas se parecen: son rubias, visten de novia; y su final es muy similar porque Tesa abandona el convento y Ángela no llega a pronunciar el «sí».

 

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Es una familia anclada en el pasado, punto que, incluso, se refleja en sus preferencias florales: lilas y peonías (Jiménez Lozano, 1993: 38, 78, 86, etc.). únicamente puede vivir en ella misma, es decir, en su recinto; fuera sólo encuentran «el cerco» (Jiménez Lozano, 1993: 120), como afirma el narrador, es decir el silencio, la soledad. De los tres hijos, Tesa, la mayor, se fue al convento; Lita se casó pero no es feliz y sólo «es» ella cuando está con su familia, con su madre; el narrador se fue «[...] por ahí a recorrer mundo para conocerlo. Y no había mundo» (Jiménez Lozano, 1993: 108). El ser corresponsal de prensa le obligó a salir para realizar su trabajo, «Pero, ahora, estoy aquí y no volveré nunca al mundo» (Jiménez Lozano, 1993: 130). Angela, hija de Lita y del vizconde, es como ellos, les pertenece a ellos, no a su padre, está a punto de casarse pero no lo hace por decisión de su abuela.

Todos los componentes de la familia tienen el mismo sentimiento con respecto al exterior, mamá dice: «[...] con este escándalo de la boda hemos roto todas las amarras con el mundo» (Jiménez Lozano, 1993: 139). Se siente superior, es una defensora de las clases sociales; lo vemos cuando, empleando el sarcasmo que tanto la caracteriza, dice a los invitados:

«Como ahora todo el mundo es comerciante, tiene un buen coche para los negocios. Nosotros tuvimos un Rolls el año veinte, y no sabíamos qué hacer con él. Tuvimos que venderlo.

[...]

«Y ahora los coches parecen escarabajos, o ascensores, o ataúdes [...]. No, no hay que reírse. Sabe Dios los que volveremos sanos a casa de los que estamos aquí» (Jiménez Lozano, 1993: 62-3).

Este estado anímico hacia lo que les rodea queda claramente definido cuando, al final de la obra, el narrador dice: «Porque no nos gusta el mundo» (Jiménez Lozano, 1993: 139).

 

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En él están incluidos no sólo los invitados, sino también todas aquellas personas que no pertenecen a la familia, por ejemplo, monseñor, del que mamá dice que es «un hombre de salón» (Jiménez Lozano, 1993: 135). El discurso de este personaje es anodino y reiterativo, sólo le escuchamos decir: «Muy bien, muy bien», «Claro, claro», «Pues muy bien» (Jiménez Lozano, 1993: 134). El espacio que corresponde a este mundo es el exterior de la ermita, al aire libre; es el espacio de la sociedad y del pasado reciente.