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ArribaAbajoLiteratura y televisión

Agustín Remesal


Periodista

-Nadie puede preguntar a un libro lo que puede preguntar a un maestro


(Sócrates)                



1. Cultura en imágenes virtuales

Asistimos sin remedio a un cataclismo final: el de la cultura (cine, teatro, literatura, música) en la televisión, porque la videosfera repele esos contenidos, o los envilece. A no ser que se cumplan las bienaventuranzas de quienes afirman que en la televisión TODO es cultura; y más, que la misma televisión ES cultura... Pero ambas tesis televisuales son defendidas con la misma dosis de vigor que de simpleza.

La cultura en la televisión puede ser entendida como uno más de los contenidos de la programación: son las emisiones que toman esos   —308→   materiales culturales clásicos como objeto de difusión y de promoción, reelaborados con criterios y formatos televisuales. Se trata, ya se sabe, de programas que se sitúan al borde del precipicio y que aplican la ecuación maquiavélica: abscisas, excelente reputación; ordenadas, escasa audiencia.

La cultura en televisión puede ser considerada también como un determinado nivel de valores que se aplican en la elaboración de un contenido no específicamente cultural: un debate sobre cuestiones sociales, un reportaje documental o una noticia del Telediario pueden alcanzar el valor de «contenido cultural» si su presentación aplica el grado de rigor que evite la caricatura, la simplificación subjetiva o la mediocridad universal a las que le condena casi siempre el medio.

Pero la televisión es el medio de comunicación más antagónico con la cultura, escasamente apto para conectar con los valores y los gozos a los que nos transportan esos contenidos. Han fracasado aquellos planes mesiánicos que al socaire de las evidencias, más que doctrinas, dictadas por Marshall McLuhan, adjudicaban a la televisión la capacidad de barrer todos los oscurantismos de la humanidad, incluidos el analfabetismo y la ignorancia. La televisión ha generado una subcultura de masas y ha fabricado, en sólo tres décadas, un lenguaje estridente, paupérrimo.

En el caso de la literatura, la experiencia es flagrante: al igual que sucede con los objetos, también las ideas se convierten en realidades virtuales; o sea, en esa experiencia abandonamos el territorio en donde es posible el «contacto directo» con el objeto (libro, palabra escrita) y la televisión demuestra su potencia de mediación empobrecida, sólo útil para divulgar, promover, publicitar...

Las sensaciones de emoción/devoción individualizada del libro y de la lectura son una adquisición irrenunciable de la cultura occidental. En consecuencia, quédense con su bienaventuranza quienes pregonan que TODO en la televisión es cultura; más bien, casi NADA es cultura en ella. Que nadie espere redenciones y que todos nos contentemos con sus placeres muy limitados.




2. Qué es un libro y cuáles son sus utilidades

Hasta alcanzar la cota de los objetos más interactivos, el libro ha recorrido un largo camino. El libro, según Nicolás Rubakine (amigo y   —309→   crítico de Tolstoi) es «una suerte de aparato, un ingenio, un instrumento psicológico que sirve para provocar en el alma del lector experiencias determinadas y complejas». Sorprende el paralelismo de la definición con la que le aplican a la televisión quienes la presentan como otro «mecanismo maravilloso».

El modo de leer, de usar el libro, ha cambiado a lo largo del tiempo. Los griegos y los romanos preferían que les leyeran los manuscritos y evitar tener que descifrar sus páginas. La fuerza de la tradición oral estaba en plena vigencia, lo cual les dotaba de una capacidad de captación por ese método superior a la nuestra.

Los frailes de la Edad Media, como los protestantes del siglo XVII, leían de forma «devota»; y los lectores de novelas por entregas del siglo XIX descubrieron lo que hoy denominamos «lectura rápida». Los primeros eran lectores intensivos; los segundos, lectores extensivos. Además, los formatos de la edición han afectado no poco a ese uso libresco. Una página de apenas 600 caracteres, como en la novela del s. XVII, no puede ser leída de la misma manera que otra de una edición de bolsillo hoy (más de 3.000 caracteres).

Así como la presentación del texto y las revoluciones tipográficas permanentes han variado considerablemente el valor instrumental y psicológico del libro y la forma de leer, su presentación, publicidad y consumo han cambiado la esencia de la «obra». Así, durante la última década el libro (la obra escrita) ha experimentado una evolución sin precedentes para alcanzar el estadio de las nuevas formas y técnicas de la comunicación del discurso, que superan con creces las del libro impreso.

No cabe escandalizarse porque ahora el libro y la lectura, y sobre todo la extensión de lo impreso, anden metidos en otros formatos, como el de la televisión. La difusión del libro pasó sin trauma aparente de la fase del manuscrito a la del impreso, y ha llegado a la de la distribución masiva a través de los modernos canales (círculos de lectores, quioscos) que rebasan los limites de la biblioteca y de la librería. Y ahí, en ese ámbito que está entre el comercio y la publicidad recala también en televisión. Los grandes éxitos editoriales a escala planetaria los fabricó el cine a principios del siglo XX; hoy la televisión ha tomado ese relevo publicitario.

Pero no caben aquí demasiados optimismos, como el de pensar que «un espectador es un lector en potencia»; en todo caso, es sólo un «comprador potencial». La escuela ha venido siendo desde el siglo   —310→   XIX, gracias a las reformas de los métodos didácticos, la mejor impulsora de la lectura: hay lectores porque los crea la escuela. En realidad, la televisión cumple en este ámbito, como en los demás de sus contenidos, dos funciones fundamentales:

- dar publicidad del producto: VENDER.

- aplicar un dirigismo cultural: DICTAR.

Pero ya no estamos en el modelo de sociedad en la que sólo lee la clase más erudita, poseedora de la perfección clásica que se atestigua en los textos y en las conversaciones pedagógicas restringidas de salones y cafés. Como ocurre con la «razón política» en democracia, la «razón bibliográfica» anda dispersa, diversificada, múltiple. El consejero preceptor de saberes TAMBIÉN ingresa en televisión... y aprovecha la ventaja del desorden de los mensajes dispersos y el pluralismo casi ecuménico de su audiencia. No queda nada del libro-copia monástica, ni de la acumulación ordenada en biblioteca de lo impreso, ni de lo escrito para élites condenadas al silencio... Estamos en la era de la VULGARIZACIÓN ILIMITADA que se basa en dos quiebras: el desencanto de la lectura y la reducción de la misma a una función informativa. La «palabra del dios libro» ha enmudecido.

En suma, los sociólogos de la cultura han llegado a la conclusión de que el libro ya no ejerce los poderes que le eran consustanciales: ser elemento único de evasión y dueño de nuestro razonamiento y de nuestros sentimientos. Los medios de comunicación de masas se han adueñado de esas funciones, se las han arrebatado al impreso.

Y al fin, también ese territorio de lo impreso es ocupado por el ORDEN TELECTRÓNICO, y se afianza el principio de que lo que no está en ese área es sólo CAOS, peligrosa utopía. Además, añaden los profetas de la hecatombe, lo impreso, soporte obsoleto, vive ya sus postrimerías, frente a lo electrónico. Pero eso pertenece a otra revolución, que como todos los placeres o tristezas del futuro imperfecto está siendo pregonada ya a través de una pantalla.

3. LA LITERATURA POSIBLE EN TELEVISIÓN

El área de contacto de la televisión con la obra literaria es muy amplia. La versión televisual de una obra de teatro o de una novela (adaptación) es la formula mejor lograda en ese siempre peligroso maridaje. La versión informativa de una creación literaria es, por   —311→   contra, la más simple. Entre esas fronteras se sitúan otras fórmulas o géneros televisuales.

La televisión impone siempre diversos grados de reduccionismo a la obra literaria. En efecto, el medio televisivo reproduce un espectáculo virtual del texto, como virtual es también el deleite que el mismo produce (cfr. Benjamin Woolley: El universo virtual, Acento Ed.). Además, el recortado universo lingüístico de las «mil palabras de la televisión» envilece asimismo ese universo literario. No es posible explicar una obra de arte con las categorías de la información; no nos queda otro recurso que verbalizar su contenido con el fin de contar las historias que en ella se descubren.

Así que la literatura en televisión, en riguroso juicio, no pasa de ser una metáfora o quizás un ardid. Ese tráfico hacia lo visual recorre el camino inverso de la pintura china: cuenta la leyenda que el poderoso Emperador dio la orden de borrar del fresco pintado en su dormitorio la imagen de la cascada cuyo estruendo le despertaba cada noche.

Cabe preguntarse ya (y quizás estudiarlo de forma metódica) en qué manera y amplitud está influyendo la televisión en la literatura que se crea y difunde; no sólo porque aparecen cada día más novelas con clara vocación a ser filmadas-televisadas, sino porque el ritmo narrativo, la seriación, la reducción de los universos visuales, elementos que la TV inyecta sin freno, aparecen más y más en la novelística que tiene mayor vocación de éxito.

Los ritmos de la narración, la estructura del texto, el conjunto del imaginario colectivo, el sentido de lo actual (noticia) son, junto al lenguaje y el argumento, aspectos esenciales sobre los que la televisión influye en la narrativa actual, y que sólo cesarán con el Gran Apagón.

Hagamos un poco de historia referida a ciertos antecedentes. Zola aplicaba siempre el mismo método para la elaboración de cada una de sus novelas: documentación-plan completo-redacción. Y comenzaba la publicación por fascículos cuando llegaba a la mitad de la redacción. Lo cual le obligaba a dividir en unidades transferibles a la prensa cada uno de los capítulos.

Hoy muchos autores de novelas de éxito tienen la misma pretensión: que su obra termine convirtiéndose en película o en una serie televisiva. Lo cual les produce generalmente una profunda frustración, porque la dimensión plana, rectangular, de lo televisual limita en grado sumo el mensaje literario, que desaparece bajo el envoltorio.



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5. El libro, una simulación televisual

Leer es considerado en ciertos ámbitos de la sociedad más culta un método de «resistencia» frente a las otras formas de la cultura comunicada, y en concreto de la televisión. La expresión última de esa regla sería dividir el mundo en dos categorías: los alfabetos (quienes saben leer y leen) y los analfabetos (los que no leen, sepan o no hacerlo).

¿Qué efecto tendría sobre el planeta de la literatura la decisión, poco probable, de Gabriel García Márquez de publicar su próxima novela (escrita en WP6.0, como las anteriores) en un CD-Rom y de vender sus derechos para hacer una película en Hollywood o una obra de teatro en Broadway? La presentación de la obra, por consiguiente, debería llevarse a cabo en una emisión televisiva a través de satélite y con audiencia mundial... Y los derechos que genere el espectáculo serian destinados por García Márquez a obras benéficas en su Cartagena de Indias... Ese día habrían muerto indefectiblemente el Códice de Amurabi, la Biblia de Guttemberg y la última edición de bolsillo de Madame Bovary. Mas no es probable que el bienamado Gabo provoque semejante catástrofe.

La casi totalidad de la producción impresa va destinada a un público reducido y homogéneo, al contrario que los programas de las televisiones, cuya obligatoria vocación es de universalidad y heterogeneidad. En tal caso, ¿cuál es la razón de un programa específico cuyos elementos fundamentales sean el libro y los escritores? ¿Por qué no dejar reducidos a los unos y los otros en objetos y sujetos normales desde la perspectiva de la televisión, que fagocita impresos y a autores en su caldo de debates, perfiles o biografías estelares?

Ese programa de libros tiene que ser por obligación clasificador, discriminatorio. El vasto campo de lo impreso debe ser resumido para su representación. Y para ello habrán de predominar las reglas del método televisual:

- LO POPULAR: un escritor más conocido, es más oído.

- LO ACTUAL: un libro de reciente publicación es más atractivo.

- LO POLÉMICO: un tema a debate crea más audiencia.

En el programa El lector proponemos, efectivamente, un formato audiovisual apto para la letra impresa: los autores de libros de publicación reciente, convocados y ordenados según convergencias a veces sutiles, hablan de sus obras y debaten sobre ideas, creencias e historias   —313→   contenidas en ellas. La fórmula no es original, ni siquiera ingeniosa; pero tiene la ventaja de no desvirtuar en exceso ese delicado continente de la imprenta.

La presencia del autor ante el espectador para hablar de su obra es determinante a la hora del gozo y de la comprensión de la misma. El autor añade nuevos hitos a lo escrito, lo camufla o lo hace patente, lo revuelve u ordena. El escritor-intérprete es un estadio más de la creación literaria, de la escritura: ya que no es posible contar con otras marcas de personalización de lo escrito (caligrafía, por ejemplo) el autor cede algo más de sí mismo al lector.

Las relaciones entre el lector y el escritor se intensificaron mucho durante el siglo XVIII, cuando el lector encontró el método para comunicar su experiencia única e íntima de la lectura de un determinado libro: escribir al autor. Los epistolarios a escritores deberían ser objeto de atención académica, de análisis, ya que el género es sumamente interesante. Ahora ese nexo ha cambiado: la televisión ocupa la posición neurálgica en esa relación personal entre el autor y sus lectores.

También las cartas que los espectadores dirigen al programa son una representación del universo imaginario que la gente tiene de esta clase de emisiones y de la televisión en general. La función primera de las mismas es intentar publicitar un libro o buscar un editor para un manuscrito. Revelan un estado de sensibilidad respecto a las posibilidades supuestamente ilimitadas del medio televisual y del poder de los que en él estamos. La fecundidad empleada para dar con fórmulas adecuadas y alcanzar esos objetivos es superior siempre a la de los impresos y manuscritos que se patrocinan en las epístolas...

He aquí los antecedentes de El lector. El más inmediato, programa de éxito que debería tener continuidad, La Isla del Tesoro adoptó un formato inteligente: poner en imágenes las de un libro y en palabras del autor su narración. Es otra posibilidad, otro género. Los antecedentes más claros de El lector son más lejanos: Biblioteca Nacional, oficiado por Fernando Sánchez Dragó, y otras emisiones muy similares. La fatalidad nos viene de lejos: ese programa fue el de menor aceptación de los emitidos por TVE en 1982, como Tiempo de papel en 1983 y 1984, Plumier en 1987. Sólo le anduvieron a la zaga algunos años las retransmisiones de música clásica. Esa debe ser la explicación de que, por el momento, ninguna televisión privada haya osado incluir en su programación esta clase de emisiones.

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Es un lugar común referirse a los programas del periodista francés Bernard Pivot (FRANCE 2: Apóstrophes. Bouillon de culture) para citar el ejemplo más logrado de esa clase de emisiones llamadas literarias. Ver esta clase de programas es considerado ya en otros países, como Francia, una moda obligada entre la «gente que además lee». Al igual que el libro, el «Programa de libros en la televisión» es un objeto simbólico. Cabe advertir, al respecto, que otras dos cadenas privadas francesas (TF 1 y M 6) mantienen en su programación desde hace años emisiones similares a las de Bernard Pivot; y que con ser ésta la de mayor audiencia, en la actualidad no supera el 12 por ciento. (Audiencia de la emisión de Pivot: 1992: 13.4 pmd-2.1 puntos X510.000 espectadores; 1993: 10.6 pmd-1,8 puntos; 1994: 11.7 pmd-2 puntos).

A la hora de realizar estos programas, sirve de poco poner buena voluntad y hacer gala de talante cultural. Esas emisiones seguirán siendo vistas por minorías interesadas, que reclaman otra televisión. Porque el espectador modelo es un hipócrita: declara su amor a Tolstoi y dice haber leído sus novelas y las de Don Camilo José Cela, pero de eso debe hacer al menos una década... Ahora el share marca la tónica: Esta noche sexo y la parla de personajes tan bajitos y tan escasamente literarios como Chiquito de la Calzada.




Conclusiones

- Las audiencias de esta clase de programas son reducidas pero muy estables. A pesar de ello, hay más espectadores de programas «de libros» que lectores, y esa minoría excelente, como todas, queda aniquilada por los muestreos.

- Un programa de televisión cuya materia prima única es el libro es considerado por los patrocinadores de las grandes audiencias un anacronismo, un reducto de lujo, la cura de una mala conciencia (para la televisión pública) o un monopolio poco envidiable (para las televisiones privadas).

- Programar contenidos literarios en televisión atenta contra las reglas que imperan ahora en el aprovechamiento y explotación ideológica y comercial de ese medio de comunicación: grandes audiencias, interés del público, vulgarización, mensaje irreflexivo.

- Programar contenidos literarios en televisión no puede tener como objetivo el de incitar a la audiencia a cambiar sus hábitos, porque se ha de renunciar de antemano a las grandes audiencias.

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- El discurso que no puede ser visualizado no existe para la televisión.

- El mensaje televisual cumple dos funciones primarias: catequizar y vender. Las élites de la escritura, atraídas por el medio como el resto de los ciudadanos, llegan a hablar más de lo que han visto que de lo que han leído.

- La instalación de canales temáticos especializados, propiciada por el abaratamiento de los costes de emisión y la multiplicación de los mismos, es la solución adoptada en otros países (canal francoalemán ARTE) para situar las mejores ofertas culturales en televisión.

- La televisión es capaz de crear la ficción de la cultura democrática (como también de la información democrática) sometiendo al ciudadano a una saturación de datos; pero ello es falso, o quizás virtualmente falso.

- La nueva retórica de la televisión, un atraso cultural, sustituyó a la clásica para embaucar a la masa. Para programarla y hacerla patente en la pantalla «se prefiere la sociología a la magia» (Regis Debray, Vie et mort de l'image, Ed. Gallimard).

Se van a cumplir pronto los 40 años de la instalación comercial de la televisión en España. Este plazo de tiempo no ha sido suficiente para determinar el grado de eficacia que ese medio tiene en ciertos ámbitos como el cultural. Las cadenas temáticas y las emisiones transnacionales (satélites) son los nuevos escenarios en donde podrán intentarse nuevas fórmulas de televisión cultural. Por ahora, la sentencia de los analistas es concluyente: la televisión embrutece a las personas medianamente cultas y cultiva poco a la gente más embrutecida, afirma Umberto Eco. El polígrafo italiano indica una tendencia, no dicta un dogma.

Decía Groucho Marx que la televisión es un instrumento literario sumamente perfeccionado: -Cuando alguien la enciende -decía el pequeño de los hermanos- me voy a la habitación de al lado y leo un libro. Ese no es el único punto de contacto del libro y la televisión, aunque sí puede llegar a ser el más glorioso.

Excepto en el caso de El lector.