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«La métrica de la Elegía, basada en el dístico llamado elegíaco -un hexámetro y un pentámetro- [...] Cada hexámetro iba seguido de un epifonema formado por la fusión de dos elementos dactílicos catalécticos: al relato o exposición del cantor, seguía el lamento del coro [...] El acompañamiento musical de la flauta, que entra en Grecia, procedente de Asia, en el siglo VII A.C., favorece la formación de este tipo de estrofa. Pero quizás no deba limitarse el origen de la elegía al canto de duelo en el banquete fúnebre, pues parece haber relación entre ella y cultos como el de Demeter y, de otra parte, la palabra élegos, seguramente no griega, tiene relación con glosas que designan simplemente el estado de locura que los griegos consideraban consustancial con la creación poética» (Rodríguez Adrados, 1956: XIV-XV).

 

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«Del elogio del muerto pueden derivarse fácilmente la parénesis y las consideraciones morales y las generales sobre la vida [...] La Elegía es por antonomasia la poesía de la exhortación y la reflexión sobre los temas más diversos: militares, políticos, morales, sobre el sentido de la vida humana, etc. No faltan tampoco los himnos a los dioses, los temas autobiográficos ni [...] la narración» (Rodríguez Adrados, 1956: XIV y XVI). «Los temas que nos parecen la materia misma de la elegía, audacias y temores de los amantes, aspiración a la naturaleza bucólica, la enfermedad, la separación y la muerte, los arrebatos y la desesperación eran cultivados indiferentemente en toda clase de metros, algunos tan complicados y denotando un virtuosismo tal que parecían una caricatura de la pasión sincera» (Bayet, 1966: 281; cursivas nuestras en éste y demás casos).

 

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Sobre la elegía española, en general, vid. Wardropper (1968: 7-27) y Camacho Guizado (1969); sobre la renacentista y barroca, López Bueno (ed., 1996); y sobre la romántica, Díez Taboada (1977: 13-79).

 

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Segunda acepción: «En ciertos cantos populares, la copla final en que el cantor se despide»; por tanto, el término ya está lexicalizado con rango literario como denominación de un elemento estructural del cantar popular, aunque de creación y transmisión oral y no perteneciente a la lírica culta.

 

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También ilocutorio o ilocucionario, según traducciones de la conocida denominación de Austin (Domínguez Caparrós, 1986: 83-121).

 

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La grafía moderna del término manifiesta la definitiva lexicalización de a Dios, circunstancial de lugar a dónde, usado con intransitivos de permanencia y movimiento, como el de compañía con Dios -también con atributivos-: quédate o voyme a Dios y quédese, sea o vaya ud. con Dios; ambas eran habituales y generalizadas fórmulas de despedida.

 

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Para la determinación genérica o subgenérica, es indiferente, claro está, si la separación fue realmente vivida y sentida por el autor o si es solamente presupuesto intratextual de la ficción poética.

 

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Por ej., en «A los Poetas» (1853) de Vicente Barrantes: el yo poético expresa su dolor ante las tristes circunstancias socio-políticas de España.

 

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Por ej., «Despedida de la Juventud» (1802) de Quintana, fragmento inicial del Canto III («Cuán fugaces los años...», vs. 1852-1920) de El Diablo Mundo (1841) de Espronceda, «A los treinta años» (1848) de Álvarez de Unzueta, «Despedida del Año de 1843» [sic, pero 1842] de Coronado o «Adiós a las Noches de Verano» (1850) de Cabrera.

 

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Además del citado fragmento de El Diablo Mundo de Espronceda, el soneto «Adiós, dulce ilusión rica en colores...» (1841) de Álvarez de Unzueta, «Recuerdos» (1842) de García Gutiérrez, «La Confesión» (1842) de Campoamor, el Canto XIII de Horas Perdidas (1844) de Eduardo Asquerino, «Introducción» (El Estío, 1850) de Selgas, el cantar «Esperanza de mi vida...» (CXVI de La Soledad, 1861) de Ferrán, etc.